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Satisface Me
Satisface Me
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Contenido
Portadilla
Créditos
Angela Meadows
Cuando el reloj del pasillo dio las cinco entré en el salón. Mi compañera
de cuarto, Beatrice, un año mayor que yo, estaba sentada en un sillón,
cosiendo a la luz del sol que estaba a punto de ponerse detrás de las
montañas. Cuando me acercaba a ella oí pasos a mi espalda. Era Albert. Bea
dejó su labor y nos miró.
—Buenas tardes, Albert. —Él inclinó la cabeza para saludar—. Hola,
Victoria. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Me volví hacia Albert y le puse la mano en la entrepierna. Ya tenía la polla
dura, presionada contra su pantalón de cuero, un lederhose.
—No irás a hacerlo con esa ropa, ¿verdad, Victoria? —dijo Bea, con tono
autoritario. Me miré la falda larga de lana gris y la blusa de cuello alto y
manga larga—. No querrás mancharte de semen el uniforme diario.
Quítatelo.
Yo no tenía argumentos para negarme, de manera que me desabroché la
blusa y me la quité, y luego dejé caer la falda al suelo y me erguí, algo tímida,
en combinación.
—Y el resto —ordenó Bea. Yo la miré interrogante—. Sí, he dicho que te
quites la combinación. No pierdas tiempo. —Bea parecía disfrutar dándome
órdenes. Yo me quité la prenda por encima de la cabeza y por primera vez en
mi vida me quedé desnuda delante de un hombre, bueno, un niño casi,
porque eso era Albert.
Él abrió unos ojos como platos contemplando mi cuerpo desnudo. Su
mirada de adoración me excitó de inmediato y los pezones se me pusieron
duros. Empecé a oscilar de un lado a otro, sintiéndome extremadamente
sensual. Mis pechos se bamboleaban al ritmo de mis movimientos, y Albert
los seguía con la cabeza.
—Ahora sácasela y empieza a trabajar.
Recobré entonces el juicio y recordé lo que tenía que hacer. Me arrodillé
delante de Albert para desabrocharle los botones de la bragueta. Antes de
que terminara de abrirla, su pene erecto salió fuera de un brinco, palpitando
a pocos centímetros de mi cara. Él se quitó los tirantes de los hombros y los
pantalones cayeron al suelo. Se sacó la camisa por la cabeza y se quedó
desnudo excepto por unos calcetines de lana a la altura de las rodillas, y las
zapatillas que los hombres llevaban en la casa. El sol entraba por la ventana
iluminando su cuerpo, y su piel parecía desprender un resplandor dorado.
Me quedé mirando su maravillosa herramienta, tan larga, tan ancha, tan
firme. Sentí un hormigueo entre las piernas y bajé el brazo para internar la
mano entre mis piernas. Mis dedos encontraron mi hendidura.
—Victoria, te estoy viendo. Te acabo de poner un punto negativo.
Las bruscas palabras de Bea parecieron despertarme de un sueño. Recordé
la orden de Madame: no debía darme ningún placer, sino concentrarme en
Albert. Decidí obedecer.
Puse la mano derecha bajo los testículos de Albert para sopesarlos en la
palma. Le acaricié el escroto con los dedos. El vello áspero y rizado era como
un nido. Le cogí la verga, tan gorda que apenas me tocaba el pulgar con las
puntas de los otros dedos. Deslicé la mano hacia abajo, tirando del prepucio
y su glande púrpura y reluciente apareció. Albert lanzó un gemido. Tenía la
cabeza echada hacia atrás y los puños apretados a los costados.
Cerré la otra mano en torno a sus testículos y con la derecha tiré hacia mí.
El glande desapareció entre los pliegues del prepucio. Repetí el movimiento
sólo una vez más, pero fue suficiente. Albert gimió de nuevo, se estremeció, y
un chorro de semen blanco brotó de su pene para cubrirme el torso y resbalar
entre mis pechos. Entonces aparté las manos de los genitales de Albert.
—No es muy buen comienzo, Victoria. —El tono de desprecio de Bea
dejaba ver su mala opinión de mis habilidades—. No han pasado ni cinco
minutos. Tienes que mantenerlo al borde del clímax una hora. Más vale que
empieces otra vez.
Albert se había dejado caer al suelo y estaba tumbado boca arriba sobre la
gruesa alfombra. Su pene, aunque todavía de ocho a diez centímetros de
longitud, yacía fláccido contra su muslo.
—¿Y qué hago? —pregunté suplicante.
—Acaríciale todo el cuerpo, no sólo el pene. Utiliza las tetas.
Me arrodillé junto a Albert y acaricié con los dedos su pecho suave
desprovisto de vello. Él murmuró de satisfacción. Yo me incliné un poco más,
hasta tocar su piel con los pechos, y me moví de lado a lado trazando curvas
sobre su vientre con los pezones. Aquello me dio también placer a mí, y los
pezones se me pusieron duros como bellotas. Albert abrió los ojos y me miró
con expresión absolutamente maravillada. Vi que su pene se agitaba y seguí
moviéndome, pero observando fascinada cómo crecía su polla, cada vez más
y más alta apuntando hacia el techo. El glande púrpura se abrió paso por el
prepucio y emergió como el fruto de una planta tropical. Me sorprendió de
pronto la suave caricia de unos dedos en mis pechos. Albert me abarcó con
las manos las tetas oscilantes y aquel contacto provocó una descarga eléctrica
en mi vientre y más allá. Notaba mis labios hinchándose y abriéndose, y
entré en una especie de trance de placer, incapaz de pensar. Deslicé las
manos hacia los pliegues de mi vulva.
—¡Victoria! ¡Ya van dos veces! —Aparté la mano y desperté sobresaltada.
Sabía que Bea informaría de mis trasgresiones a Madame Thackeray, y me
hormiguearon las nalgas anticipando nuevos azotes.
Albert siguió tocándome las tetas mientras yo me inclinaba sobre él. Tenía
las piernas muy estiradas, con los pies en punta. Yo le agarré de nuevo la vara
enhiesta, y en ese momento él se agitó con un espasmo y otro chorro de
semen brotó de su agujero.
—Bueno, supongo que eso es un poco mejor. Por lo menos esta vez ha
durado quince minutos —suspiró Bea—. Todavía te quedan cuarenta
minutos, Victoria.
Después de la segunda eyaculación tardé un poco más en revivir a Albert,
pero dejarle jugar con mis pechos y pezones mantuvo alerta su atención. Pasé
las manos por sus jóvenes y tersas piernas y por su tórax, explorando el
cuerpo de un hombre por primera vez. Era mucho más firme que el de una
mujer, los músculos duros bajo la piel sedosa. Él también exploró mi cuerpo,
trazando con sus dedos largos y ágiles las marcas de la fusta en mis nalgas. Su
polla larga y ansiosa tembló y se agitó cuando nos abrazamos y nos frotamos
el uno contra el otro, pero esta vez conseguí impedir que llegara al orgasmo.
Mi resolución sólo vaciló un momento cuando su polla se irguió del todo.
Estaba arrodillado e inclinado sobre mí, y yo le metí las manos entre las
piernas para agarrarle la herramienta. Albert lanzó un gruñido y arqueó la
espalda, y unas blancas gotas se semen cayeron sobre mi vientre.
—Se acabó el tiempo, Victoria. Ya te puedes vestir, Albert.
Él se levantó y se puso los pantalones, pero yo me quedé en el suelo,
exhausta.
Al día siguiente, a la misma hora, Albert y yo volvimos a encontrarnos en
el salón. Nos desnudamos y comenzamos a acariciarnos. Esta vez era Helga
quien nos supervisaba, esperando que yo cometiera algún error. Helga era
una chicarrona alemana cuya conversación consistía en gritar órdenes. Albert
y yo llevábamos ocupados unos veinte minutos sin haber metido la pata
cuando mi mano se deslizó entre mis piernas. Helga no lo pasó por alto.
—Nein, Victoria. No debes —bramó.
Albert dejó de acariciarme los pechos un momento para decirle algo en
alemán, y los dos estuvieron hablando un rato. Por fin él se volvió hacia mí
con una ancha sonrisa.
—Le he explicado a Albert tu tarea —dijo Helga con su vozarrón—. Ahora
entiende que no se te permite jugar con tus partes privadas, pero pregunta si
hay alguna razón por la que él no pueda tocarte ahí. —Helga se encogió de
hombros—. Si desea hacerlo, no veo motivos para impedírselo.
Albert me cogió de la mano para llevarme al sofá. Me indicó que me
sentara y entonces se arrodilló a mis pies. Yo me tumbé hacia atrás y él me
abrió las rodillas y miró con adoración las maravillas que guardaba entre mis
piernas. Yo no veía gran cosa desde mi posición reclinada, pero me
imaginaba que su pene seguía firme y que oscilaba suavemente. Albert puso
la mano en la piel más suave de la parte superior de mis muslos y con los
dedos me abrió los labios. Bajó la cabeza hasta tocar con el pelo y las orejas la
piel de mis piernas. Yo no sabía muy bien qué esperar. Tenía tensos los
músculos de las nalgas y me palpitaba la vulva. Cuando por fin sentí el
contacto contuve el aliento. Su lengua tocó mi clítoris y se deslizó por mi
hendidura, más cálida y más suave que un dedo. Era una sensación exquisita.
Me lamió el agujero que rezumaba de jugos. Había empezado despacio, pero
fue acelerando el ritmo de sus movimientos. Yo sabía que tenía que enseñar
a Albert a contenerse, pero no pude evitar dejarme llevar en la ola del
orgasmo. Suspiré y arqueé la espalda cuando me poseyó el placer. Él succionó
voraz toda mi vulva, agarrándome las nalgas con sus fuertes manos, hasta
que por fin me dejó relajarme jadeando en el sofá.
Entonces se levantó y me encantó ver su pene orgullosamente erecto. Me
puse de rodillas delante de él y acaricié ansiosa su magnífica herramienta,
con cuidado de no agarrarla con demasiada fuerza. Aleteaba con los dedos
arriba y abajo de la vara, por debajo y en torno a sus testículos y la hendidura
entre sus nalgas. Me encontraba indecisa entre mi deseo de darle satisfacción
y el objetivo que me habían marcado. Pero tengo que decir que ganó lo
primero, y al cabo de unos momentos él también se estremecía y una fuente
de espuma blanca me salpicó. Albert se echó a reír.
—Empecemos otra vez —dijo, mientras Helga gruñía desde su sitio.
Landon Dixon
Todo salió según lo programado esa semana: Lola por la mañana, Mary
por la tarde. Fui a entregar las bebidas gaseosas con el corazón contento, una
sonrisa en la cara y el paso y la polla alegres. Pero el siguiente jueves, cuando
realizaba la parada habitual en el hospital St. John Memorial después de una
tórrida sesión devoradora con Lola, mis mundos tetones colisionaron de la
manera más perturbadora.
Llegué justo a tiempo a las 3.45, y a las cuatro en punto tenía las máquinas
cargadas y cerradas y listas para expulsar fluidos, como yo. Eché a andar por
el pasillo, bajé las escaleras que llevaban al sótano de dos en dos y me metí en
la sala de lavandería. No era exactamente el sitio más romántico del mundo,
pero los amantes currantes no podemos andarnos con exigencias. A esa hora
del día la sala estaba vacía, dejándonos a Mary y a mí tiempo y espacio de
sobra para sobarnos y manosearnos a base de bien.
Pasé de largo las lavadoras y secadoras tamaño industrial y su penetrante
olor a detergente, hasta llegar al armario de la ropa blanca. Abrí un poco la
puerta y asomé la cabeza, con un brillo en los ojos y acero en la polla. Pero a
quien vi no fue a la encantadora y tetona Mary, ¡sino a Mary y a Lola que me
esperaban! ¡La una en brazos de la otra!
—Hola, Jeff —saludó Lola cuando entré y cerré la puerta.
—Ho-hola, Lola... Mary. —El golpe de que Lola hubiera descubierto mi
delicia de la tarde y que, obviamente, la estuviera haciendo suya, borró la
sonrisa de mi cara y me dejó la boca abierta.
Las dos pechugonas se encontraban melón contra melón, desnudas del
cuello para abajo, sus cuerpos un marcado contraste (excepto en dos zonas
importantes, por supuesto). Mary es justo lo contrario de Lola, en
personalidad y en rasgos. Tiene unos grandes ojos azules, el pelo corto y
pelirrojo y un rostro delicado. Y la imagen de su rolliza figura de porcelana
pegada al voluptuoso cuerpo de bronce de Lola era para que la cabeza diera
vueltas, por decir lo mínimo. Los prominentes rasgos físicos que ambas chicas
compartían eran las tetas. Las de Mary eran igual de gordas que las de Lola,
redondas y firmes y algo atravesadas de venas azules, sus pezones
obscenamente rosados contra el fondo de la piel marfileña.
—Te seguí hasta aquí la semana pasada, Jeff —explicó Lola—. Y descubrí
que me estabas engañando. —Volvió la cabeza y besó a Mary en la boca.
Mary se sonrojó, pero no apartó sus manos pálidas y pequeñas de las nalgas
de Lola—. Ya te dije que no comparto a mis amantes con nadie.
Lola hundió los dedos en el pelo de Mary y le inclinó bruscamente la
cabeza para presionar sus labios contra la boca manchada de carmín de su
compañera. Se dieron un beso profundo, devorándose mutuamente, sus
cuerpos pechugones y calientes pegados el uno al otro en gloriosa desnudez.
Yo me quedé allí medio bizco, sin saber si mis chicas estaban haciendo
aquello en serio o sólo habían montado un espectáculo en mi beneficio.
Lola contestó a mi pregunta apartando la boca de Mary para decir:
—Disfruta de esta despedida, Jeff. Porque de ahora en adelante Mary y yo
somos amantes... exclusivas. ¿Verdad, guapa?
Mary miró como ida los labios brillantes de Lola, como si intentara
dilucidar qué era lo que acababa de decir. Luego asintió con la cabeza, sacó
su lengua de gatita y lamió los labios de Lola, secundando así la dulce
venganza de la latina.
Yo lancé un gemido. Acababa de pasar de tener dos pechugonas a no
tener ninguna. Pero al menos me estaban dando algo para recordarlas. Así
que me desabroché los pantalones, me saqué la polla y me la empecé a
menear.
Lola y Mary siguieron besándose, las lenguas venga a darse caña, Lola con
las manos hundidas en el pelo de Mary y Mary aferrada al culo de Lola, y yo
meneándome la polla. Hasta que Lola rompió el contacto lingual con la
pelirroja para apartarse un poco. Agarró las enormes tetas de Mary y empezó
a manosearlas.
—¡Sí, tócame las tetas! —chilló Mary, echando atrás la cabeza.
—¡Sí, tócale las tetas! —rugí yo, sacudiéndome el badajo.
Lola acarició las peras de Mary, del tamaño de una bola de bolos, dejando
rastros de fuego con las uñas por todas las enormes y sensibles superficies,
retorciendo los pezones hinchados con los pulgares.
Mary gemía y temblaba.
—¡Chúpame las tetas! —gritó, poniendo en palabras lo que yo estaba
pensando y deseando.
Lola alzó el pecho izquierdo de Mary para pasar la punta de la lengua por
el pezón. Lo lamió por debajo, luego pasó la lengua todo alrededor por la
rugosa aureola rosada. Todo eso antes de meterse en la boca la hinchada
protuberancia y ponerse a succionar.
Mi verga subió otros diez puntos mientras Lola sobaba y manoseaba las
tetorras de mi anterior amante. El cuerpo sudoroso de la pelirroja se
estremecía de deleite. Por fin apartó la boca y las manos de Lola y se puso
también a hacer de las suyas, dedicando a las ardientes tetas de la hispana las
mismas atenciones que Lola había dedicado a las suyas.
—¡Sí, así! —jadeó Lola, mientras Mary hacía malabarismos con sus
perolas, lamiendo y chupando y mordiendo los pezones, tirando de los
anillos que colgaban de ellos.
Mi dulce, inocente Mary se mostró entonces de todo menos dulce e
inocente. Mordía voraz los carnosos pezones de su amante y sus tetas
gigantes en un frenesí de lesbianismo. Separó las tetas de Lola y lamió
excitada el dorado canalillo. Yo me meneaba con furia la polla, dura como
una roca, y la bolsa de mis huevos se tensó en ominosa anticipación. La
temperatura de aquella sala sofocante subió otros cien grados.
—¡Fóllame con los dedos! —gritó de pronto Lola.
Mary dejó una mano en las tetas de Lola mientras hundía la otra en los
fuegos artificiales de su coño. Deslizó dos dedos de uñas púrpura en la suave
raja de Lola y empezó a bombear. Lola resolló, se estremeció. Luego agarró
con ganas una de las tetas de Mary y metió sus dedos anillados entre el pelaje
del sexo de su amante.
—¡Joder! —me maravillé, mirándolas con ojos como platos.
Las dos damas se follaban la una a la otra y se tocaban las tetas. Cada vez
más deprisa. Y yo mantuve el ritmo. Ellas bombeaban los coños y jugaban
con las tetas, llevándose la una a la otra hasta el hirviente borde del orgasmo,
y a mí empujándome directamente al abismo.
Mis sentidos se sobrecargaron con las imágenes y los sonidos de la furia
lesbiana de aquellas dos chavalas de extraordinario tetamen.
—¡La leche puta! —bramé, lanzando densos chorros de semen humeante
por la polla en carne viva.
Mary y Lola gritaron también corriéndose. Sus cuerpos voluptuosos y
cubiertos de sudor se estremecieron y yo celebré su fantástica representación
con el fervor de la mano, lanzando un chorro tras otro de esperma. Hasta
que por fin se me quedaron los huevos vacíos y la polla ahíta. Las chicas se
dejaron caer la una en brazos de la otra, teta con teta, pezón con pezón.
David Inverbrae
Penelope Friday
Jeremy Edwards
Dahlia estaba tan ilusionada ante la perspectiva de que sus tres mejores
amigas vinieran a cenar que yo apenas podía seguirle el ritmo. Como
siempre, mi colaboración era indispensable para programar el menú, hacer la
selección de música y decidir qué servilletas usar. Pero no lograba
impregnarme de la electricidad que flotaba en el aire. Tal vez porque se
trataba de amigas de Dahlia, más que mías, y tampoco las conocía muy bien.
No soy de esos maridos que separa deliberadamente a sus amigos y sus
intereses de los de su compañera, ni Dahlia tampoco es así. Idealmente
preferimos disfrutar juntos de las cosas, ya sean actividades, lugares o
personas. Pero por una u otra razón, las circunstancias la habían llevado a
forjar una fuerte amistad con unas cuantas mujeres a las que yo apenas veía.
Había conocido a Nicole en un grupo de lectura, por ejemplo. A mí
personalmente me encanta leer, pero no soporto los grupos de lectura. Mi
actitud es «calla y déjame leer», que no es una postura muy educada para
exponer en una reunión de lectura. Camille era una colega de trabajo de
Dahlia desde hacía tiempo, y Alexandra era su médico. Es verdad que Dahlia
y yo ya habíamos disfrutado de alguna velada con cada una de sus amigas,
pero nuestras apretadas agendas habían hecho que el trato de Dahlia con
ellas sucediera a menudo en el contexto de rápidos almuerzos o llamadas
telefónicas de las de «ponerse al día en cinco minutos o menos». Así que
generalmente me tenía que conformar con las «puestas al día» de segunda
mano que Dahlia me traía junto con las sobras del almuerzo.
Cuando volví del trabajo el viernes, Dahlia estaba en la habitación que
hace de trastero. Me sorprendió encontrármela liada en el mantenimiento y
restauración de su colección de pelucas, que constaba de unas cinco o seis
piezas que databan de sus tiempos como actriz principal en una compañía de
teatro de barrio.
—¿Nostálgica? —susurré, rodeando su vientre con los brazos desde atrás.
Dahlia se echó a reír, una risa de felicidad sincera que pareció iluminar los
muchos trastos del trastero.
—No —contestó—. No echo de menos el estrés, te lo aseguro. Y todavía
me alegro del resultado.
El «resultado» había sido que justo cuando la compañía se estaba
disolviendo su relación con cierto tipo afortunado se tornó seria... y
permanente. Nunca se arrepintió de aquel giro de circunstancias que de
pronto le había dejado las tardes libres.
Una vez eliminada la nostalgia, atribuí el mantenimiento de las pelucas a
la buena costumbre de Dahlia de cuidar de las cosas. Los museos no emplean
a cualquier conservador, y ésa era exactamente la función que había asumido
ella en la última temporada del teatro. Pero los deberes de mantenimiento de
las pelucas que yo había interrumpido tuvieron que esperar otros treinta
minutos. Dahlia se derritió y se agitó dulcemente en mis brazos, y fuimos
derivando como quien no quiere la cosa fuera del trastero hasta el
dormitorio.
Eran las cuatro mujeres tanto eficientes como con buen gusto, y habían
comprado de manera muy efectiva. Dahlia estaba para comérsela con su traje
de noche color melocotón y su pelo castaño claro que besaba su adorable
cuello. Nuestras invitadas llegaron con un atuendo igualmente especial y
cuidadosamente seleccionado para armonizar con su atractivo individual.
Nicole, cuyos vívidos rizos rojos dificultaban la elección del color, llevaba un
top sin mangas de seda en un bonito tono crema, junto con una falda negra
con una hendidura a un lado que dejaba al descubierto un tentador muslo.
Alexandra, que tenía algo de japonesa y cuyo pelo ultra negro y ultra lacio le
había llegado intacto como legado de su abuela, parecía tan lozana como una
flor con su blusa de jade y sus bien cortados pantalones. Sus suaves ojos
redondos y la naricilla chata añadían un elemento tierno a su belleza
escultural. Y los largos rizos rubios de Camille le conferían el perfecto efecto
bohemio junto con el vestido estampado de cachemira que había elegido.
Sobre su bello escote danzaban las pecas alegremente en la vecindad de su
clavícula, resonando con la multicolor alegría del vestido.
Fue una velada interesante. Mientras cenábamos relajados tuve la
oportunidad de apreciar todavía más por qué mi esposa era tan amiga de
aquellas mujeres vivaces e inteligentes. Me llamó la atención el sarcástico
ingenio de Nicole, me sedujo el aire travieso de Alexandra y me conmovió la
pasión de Camille por el arte y la belleza. Cada una de ellas llenaba la
habitación a su manera de gracia y alegría. Eran la compañía perfecta para mi
Dahlia, cuyo carácter a la vez cálido y juguetón tintineaba de manera
exquisita durante toda la velada.
Nuestras invitadas eran encantadoras. Y a pesar de todo no estoy tan
seguro de que hubiera pasado tanto tiempo observando lo hermosas que eran
de no haber sido por la pregunta que me planteó Dahlia esa mañana. El caso
es que mi mente no dejaba de divagar con creativas visiones de aquellas tres
mujeres en diversas poses eróticas. Dentro del reino de estas minifantasías,
me vi liado con cada una de ellas. Me imaginaba vívidamente las texturas de
todas sus prendas al quitarles blusas, pantalones y faldas para estrujar o
acariciar la deliciosa piel que había debajo. Mi velada fue sin duda más
intensa gracias a esta lujuriosa dimensión de mis pensamientos... Un regalo
de Dahlia.
—Ha estado genial —le dije cuando las invitadas se marcharon y después
de poner la casa en orden—. Qué buena idea has tenido.
—Tengo un montón de buenas ideas —replicó ella con intención—. Y la
diversión no ha hecho más que empezar.
Yo esperaba que tuviera ganas de un buen meneo esa noche, y su actitud
indicaba que mis esperanzas se harían realidad. Pero no tenía ni idea del
ingenioso regalo que había planeado, hasta que entramos en el dormitorio.
Mientras yo limpiaba la cocina ella no había estado de brazos cruzados.
Como resultado de sus esfuerzos la habitación estaba preparada para lo que
sólo podría describir como un espectáculo. Tragué saliva fijándome en todo.
En un par de sillas junto a la ventana había tres trajes, idénticos a los que
esa noche llevaban puestos Nicole, Alexandra y Camille.
—Hoy después de comer me despedí de las chicas y volví al centro
comercial —me susurró Dahlia al oído. En otras palabras, había vuelto para
comprar los mismos trajes que se habían llevado sus amigas, para poder luego
jugar conmigo.
Entonces vi en la mesa las tres pelucas de Dahlia, colocadas en sus bustos.
Una era rizada y pelirroja, como Nicole; la otra de pelo lacio y negro, como
Alexandra, y la última era una abundante melena rubia que se parecía a la de
Camille. Así que ésa era la razón de que Dahlia hubiera sacado sus pelucas el
día anterior.
Yo abrí unos ojos como platos al entender lo que pretendía. Le di un
abrazo y le rocé los labios en un beso de gratitud.
—Primero yo —dijo.
La tumbé en la cama y me dediqué a su delicioso vestido melocotón,
subiéndoselo hasta las caderas. Dahlia ya se había quitado las bragas y su
dulce aroma complementaba el tema melocotón. Lamí con ganas su vulva
húmeda y tierna, que sabía a verano. Al cabo de unos momentos gemía de
femenino éxtasis y estrechaba los muslos en torno a mis mejillas.
Yo estaba ya tan excitado que me levanté para quitarme apresuradamente
el pantalón y los calzoncillos. Mientras tanto, Dahlia se desnudó también. En
sus años en el teatro había aprendido a cambiarse deprisa, y en treinta
segundos se había puesto el atuendo «Nicole», con peluca y todo.
Era extraordinario. Además de su instinto y su formación, lo que hacía de
Dahlia tan buena actriz era la flexibilidad de sus rasgos. En cuanto se vistió
de Nicole adoptó una expresión que de verdad recordaba la actitud de su
amiga. Casi parecía que estaba a punto de acostarme con Nicole, no con
Dahlia. Pero lo más excitante era la perspectiva de estar con mi propia Dahlia
mientras interpretaba el papel de Nicole.
—¡Bravo! —fue todo lo que pude decir
Dahlia resistió la tentación de hablar. Claro que también es una gran
imitadora, capaz de reproducir la voz de prácticamente todas las mujeres que
conoce, y muchos de los hombres. Pero ahora sabía que si adoptaba una voz
artificial corría el riesgo de convertir aquel momento de fantasía erótica en
comedia. De manera que se limitó a obsequiarme con una sonrisa irónica
muy propia de Nicole. Luego se arrojó sin palabras en mis brazos.
Durante la cena, cuando Nicole nos hacía reírnos con sus ingeniosos
comentarios, a mí me habían dado unas ganas horrorosas de meter la mano
por la raja de su falda para acariciarle el culo. Ahora, con esta pseudo Nicole
sin bragas en mis brazos pude dar rienda suelta a mis instintos. Sus pechos se
presionaban contra mí a través del top de seda, los pezones un punto duro de
íntimo contacto, y yo le estrujaba libidinoso el contorno del trasero. Por fin
metí la mano entre las nalgas para tocarle el sexo. Sus jugos me gotearon por
los dedos. Volvimos a la cama y «Nicole» me agarró la polla cuando caímos
sobre el colchón.
Gracias a un clásico giro de ciento ochenta grados y tras apartarle la falda
con cierta violencia, pronto me encontré con las piernas desnudas de
«Nicole» por encima de mí mientras ella colocaba la cabeza en mi regazo.
Miré excitado sus deslumbrantes rizos rojos mientras me la chupaba. Luego
le agarré el culo, le bajé la entrepierna hacia mi boca y volví a hundir la cara
en su punto más dulce.
Sus nalgas vibraban en mis manos mientras mi lengua aleteaba. Cada
estremecimiento de su vagina se reproducía en mis propias partes. Mi polla
danzaba al suave ritmo de sus caderas, retozando en las aterciopeladas
texturas de su boca. Cuando me vino a la cabeza una imagen de la Nicole
auténtica, cruzándose de piernas en el sillón unas horas antes, abracé la
almohada que era el culo de Dahlia y exploté. Mientras ella me bebía, su
jugo sexual cayó como lluvia sobre mi cara.
En cuanto Dahlia recuperó la energía para levantarse de la cama, se quitó
el traje de Nicole para vestirse de Alexandra. Una visión de jade y ciruela con
el pelo negro, su rostro una experta imitación de la tentadora reticencia de
Alexandra. Se volvió entonces hacia la cómoda, inclinó su culo perfecto hacia
mí y sacó algo del cajón.
Era la pluma especial de Dahlia, y no hizo falta que dijera nada para que
yo entendiera lo que deseaba. Aquel era un interludio favorito nuestro,
cuando mi polla necesitaba un respiro. Como directora del pequeño
espectáculo de la noche, Dahlia había decidido que el personaje tímido y
adorable conocido como Alexandra lo que deseaba era un poco de atención
erótica con suaves caricias y besos en miniatura. Yo ya sabía cómo complacer
a Dahlia de esa manera, y aproveché la oportunidad de dar placer a
«Alexandra» hasta que sus pezones se marcaran en la suave tela de su blusa
de jade y la entrepierna de sus elegantes pantalones se mojara de néctar.
Pensé en la Alexandra auténtica sentada junto al equipo de música, su
expresión de deleite al disfrutar de la música. Yo había fantaseado entonces
con besar su nariz encantadora. Me imaginé cómo habría estallado en
preciosas burbujas de risa si le hubiera acariciado los pechos a través de la
fina blusa.
La versión de Alexandra representada por Dahlia se sentó en silencio al
borde de la cama. Se desabrochó unos botones de la blusa y se bajó un poco
la cremallera del pantalón, hasta que apenas le cubría el pubis. Con los ojos
dirigió mi mirada a sus pies descalzos. Luego me tendió la pluma y cerró los
ojos, dejando los brazos lacios a los costados.
Yo sabía por experiencia exactamente qué deseaba. Le pasé la pluma por
los dedos de los pies, con absoluta suavidad, y su cuerpo respondió con un
sensual escalofrío. Me incliné para besarle el vientre, y dejé que fuera la
pluma la que besara el pequeño triángulo de piel que asomaba por la
cremallera abierta. «Alexandra» soltó una erótica risita.
Le besé los dedos y luego me dediqué de nuevo a sus pies. Le pasé la
pluma por el vientre y cuando sus culebreos de cosquillas se convirtieron en
movimientos de excitación más intensa, metí la mano en la humedad entre
sus piernas. Pero antes de que pudiera acariciarla mucho más sus risas se
convirtieron en un chillido y sentí su vulva palpitando caliente en mi mano.
Los pantalones de «Alexandra» eran ahora un fragante monumento al clímax
de Dahlia.
Apenas podía esperar para que la follara. Se quitó los pantalones
empapados de flujo, se arrancó la blusa y se puso el vestido de cachemira. Sus
pechos erectos oscilaban de anticipación. Sin molestarse siquiera en verificar
si se había puesto la peluca rubia derecha, Dahlia se me echó encima. Sus
ojos fieros eran un tributo a la pasión artística de Camille y su propia libido
ardiente. Y su lujuria voraz fue contagiosa. En mi porción del mapa erógeno,
el frenesí sexual de «Camille» terminó lo que había empezado el juego con
«Alexandra». Tenía la polla más que preparada para follar a mi mujer y
llevarla al más divino estado de satisfacción real, mientras mi mente
disfrutaba de la última ronda de fantasía.
¿Sería la verdadera Camille tan salvaje en la cama? Recordé su apasionada
discusión sobre las pinturas posmodernistas que había visto en el Met.
—Había tantos cuadros importantes que se me estaban mojando las bragas
—proclamó en un momento dado. Y se mostraba tan intensa, tan encendida
de una manera casi sexual, que yo me pregunté si no se le estarían, en efecto,
mojando las bragas sólo con recordar su experiencia en el museo. Pensé en
aquella pasión y aquellas humedades cuando me hundí en la representación
jadeante que Dahlia estaba haciendo de su amiga. Todo era un borrón de
cachemira y pelo rubio. El calor de su vagina me cocinó a la perfección y sentí
que mi consciencia se disolvía en un eco de sus roncos gemidos del orgasmo.
Me desperté junto a mi Dahlia de siempre. Estaba dormida, y su rostro era
claramente el suyo propio. Había guardado con su espíritu de conservadora
los atuendos, incluido el vestido de cachemira. Estaba desnuda. Era preciosa.
Y era todo lo que yo deseaba.
CERDOS
Lynn Lake
Toni Sands
—¡Estarás de broma!
—Gracias, Tash. Me alegro de que te parezca bien.
—Pero, Marie... ¿Un viaje organizado para la tercera edad cuando podrías
ir a donde quisieras? Imagínate, las Bahamas... Cuba... Copacabana. —Estas
últimas cinco sílabas fueron un ronroneo, y supe que estaba visualizando tíos
buenos en bañador.
Yo me saqué el as de la manga.
—Mi abuelo se enamoró de Canadá cuando estuvo trabajando allí hace
tres años, y ahora me ha dejado algo de dinero, así que puedo ir a ver el país
con mis propios ojos.
Ya de vuelta del viaje quedé con Tash para tomar una copa.
—Bueno, ¿qué tal los del imserso?
—Pues sorprendentemente activos —contesté, mientras nos sentábamos a
la mesa.
—Qué más hubieras querido.
Yo me saqué una foto del bolso y la dejé boca abajo junto a su copa.
—¿Las fotos del viaje? ¿Dónde están las otras?
Ella dio la vuelta a la foto.
—¡Marie! —exclamó—. Pero mira el tamaño de... y tú tirándote a ese
macizo. ¿Quién demonios sacó esta foto?
—Su mujer. Pero te tengo que contar lo de las cataratas del Niágara, Tash.
¡Tienes que ir a verlas!
CÓMO HACER UN CHERRY BABY
Jade Taylor
Roxanne Sinclair
Grace se llevó la taza de café a la boca, frunció sus labios de color peonía y
sopló, formando con su aliento pequeñas olas en el líquido y mirando
directamente al hombre que estaba sentado a menos de tres metros de
distancia.
El señor Barlow.
Grace se preguntó si la dejaría llamarle Edward. Sonrió y apoyó la taza en
su labio inferior para beber un sorbito de café caliente.
Edward no tenía ni idea de lo que se le venía encima.
En cuanto Grace se enteró de que Steve Barnes había dejado la empresa y
que iban a ascender a alguien, supo que quería ese trabajo, que tenía que
obtener el puesto.
Y sabía también la manera de conseguirlo.
Todavía sonreía para sus adentros cuando él se dio la vuelta y la vio
mirándolo. Grace bajó los párpados con modestia, como la virgen que no era
desde hacía quince años. Cuando alzó la vista de nuevo advirtió que él
todavía la miraba.
—Hola, señor Barlow.
—Señorita Lloyd —dijo él con una sonrisa en los labios y una expresión de
admiración en el rostro.
Sólo hicieron falta los pocos segundos que se cruzaron sus miradas para
que Grace estuviera segura de que Edward no tardaría en comer de su mano.
Más tarde se encontró con su secretaria de camino a la máquina de café.
—Ya se lo saco yo —comentó—. De todas formas iba a por un café para
mí.
Un par de minutos después dejaba la taza sobre la mesa del señor Barlow,
inclinándose lo justo para dejarle vislumbrar un instante su canalillo.
—Con leche y sin azúcar —dijo, mirándolo de reojo.
—Tal como me gusta —replicó él, también mirándola.
—Me alegro. —Grace apoyó las manos en la mesa y con los brazos se juntó
los pechos, profundizando el canalillo que exhibía.
Se quedó así unos segundos, sin apartar la mirada de sus ojos.
—Gracias.
Grace se incorporó y se alejó con una expresión de satisfacción, sabiendo
que la falda que apenas le llegaba a la parte superior del muslo le hacía un
culo estupendo. Exageró el contoneo de caderas por si acaso él no se había
dado cuenta.
Y notó su mirada sobre ella todo el camino.
Sin aminorar el paso miró el reloj de la pared. Al cabo de un par de horas
la gente empezaría a salir de las oficinas. El señor Barlow era siempre el
último en marcharse, pero esa tarde se marcharían los dos juntos.
A la hora de la salida Grace despidió a sus compañeros, dando la excusa
de que estaba «terminando una cosa» cada vez que alguno le preguntaba si
no se marchaba.
Por fin sólo quedaron un par de personas, pero ninguna estaba
trabajando. Ambas fingían estar ocupadas, pero lo único que hacían era
observarse mutuamente.
Al cabo de un rato Grace dejó de fingir y se acercó al despacho del señor
Barlow llevando esa «cosa» que antes estaba terminando.
Él tenía la cabeza gacha, pero Grace sabía que la observaba. Se detuvo en
la puerta y se apoyó contra el marco dando unos golpecitos en el cristal.
Él alzó la vista fingiendo sorpresa.
—Grace, es ya muy tarde. No me había dado cuenta de que quedaba
alguien en la oficina.
Seguro, vamos, pensó Grace. Pero se limitó a decir:
—Sólo quería terminar esto. —E indicó el fajo de papeles que llevaba en la
mano.
—Pues mejor me das lo que ya tengas hecho —replicó él. Y Grace supo
que su plan estaba saliendo redondo.
Apartó con el pie la cuña que sostenía la puerta, y ésta se cerró a sus
espaldas.
Él la recorrió con la vista de arriba abajo hasta que ella llegó a su mesa. A
juzgar por su expresión Grace supo que no se iba a hacer el difícil.
Se acercó a él y se sentó al borde de la mesa. Él apartó la silla en ángulo y
admiró sus piernas. Grace sabía que tenía buenas piernas y se había puesto la
minifalda justamente para exhibirlas. Era evidente que el esfuerzo no había
caído en saco roto.
Le tendió los papeles y él los dejó en la mesa sin mirarlos siquiera. Grace
agachó la cabeza y miró el bulto que se había formado en la entrepierna del
señor Barlow. Los pantalones no podían ocultar lo que allí sucedía.
Él también lo miró y se echó a reír.
—Me está apretando un poco esto.
Grace pasó la mano por el paquete y tiró suavemente de la cremallera del
pantalón. Tras una ligera resistencia logró abrirla del todo y con mano
experta localizó la hendidura de los calzoncillos y sacó a la bestia.
—Así está mejor —comentó, sin apartar la mirada de la polla palpitante.
Él adelantó la silla y le puso la mano en el muslo. Lo acarició unas cuantas
veces antes de deslizar los dedos más allá. Encontró el pubis de Grace oculto
tras unas bragas de encaje y lo acarició a través de la tela. Luego metió los
dedos por el borde de la prenda y encontró su objetivo suave y afeitado.
—Si no quieres que te las arranque, más vale que te las quites.
Ella pareció considerar las opciones un segundo, pero enseguida se levantó
de la mesa y se alzó la falda sobre las caderas. Le dejó mirarla un rato,
sabiendo que el encaje apenas la cubría. Luego, con dedos rectos y tensos
metió la mano dentro de las bragas y notó su propia excitación en la
humedad que las penetraba. La oyó en los ruidos que emitía. Cuando sacó la
mano se la ofreció y él se metió los dedos en la boca para lamer los jugos.
—Qué rico.
Por fin Grace metió los pulgares en las bragas y tiró de ellas hacia abajo,
hasta las rodillas. Luego dejó que le cayeran a los tobillos y las apartó de una
patada.
—¿Por qué no te quitas también la falda? —dijo él, con voz ronca.
—¿Por qué no me la quita usted? —replicó ella juguetona.
No necesitó decírselo dos veces. Se puso en pie y se acercó a ella con la
polla palpitando en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Le abrió la
cremallera del costado y al cabo de un momento la falda estaba en los tobillos
de Grace, que la apartó con los pies igual que las bragas.
Él le agarró el culo para atraerla y presionar su vara contra su entrepierna
desnuda.
Con las caras casi pegadas, ella le aflojó la corbata. Sentía en la cara su
aliento cada vez más agitado. Él quiso besarla, pero ella se apartó.
—Paciencia, señor Barlow —rio.
Sus manos se convirtieron en un frenesí de movimientos, abriendo
botones, quitando ropa. Pronto lo único que quedaba entre ellos era un
sujetador a juego con las bragas que yacían en el suelo.
Él acarició la suave curva de sus pechos antes de seguir con los dedos el
camino de los tirantes hasta el hombro y luego la espalda. Le soltó el broche y
cogió el sujetador cuando cayó, para luego tirarlo al suelo.
Grace estaba desnuda en el despacho acristalado de su jefe, más excitada
que nunca en su vida. Nunca se había sentido tampoco tan al mando de la
situación. Sabía que el señor Barlow haría cualquier cosa que le pidiera.
Se dio la vuelta y se inclinó sobre la mesa para liberar un espacio. Luego
esperó un momento para ver qué hacía él.
No le sorprendió notar su polla intentar abrirse camino entre sus piernas.
Él apoyó el pecho contra su espalda y la rodeó con los brazos para abarcar un
seno en cada mano. Mientras se los amasaba, iba dejándole besos en la nuca.
Luego le soltó los pechos para acariciarle todo el cuerpo. Deslizó las manos
sobre el vientre y hacia la V entre sus piernas.
La encontró tan suave como duro estaba él, y no totalmente afeitada. El
contraste entre la piel suave y la línea de vello le resultó irresistible, y se
dedicó a pasar el dedo de una a otra. Hasta que se detuvo en la línea de la
hendidura, y movió entonces el dedo de un lado a otro para abrirse paso
dentro.
Ella, excitada por las caricias, abrió más las piernas para permitirle más
fácil acceso, dejando que le frotara el clítoris hasta estar a punto de estallar.
Entonces le agarró la mano.
—¿Qué? —preguntó él, casi más en un ruido gutural que en una palabra.
—Quiero verle mientras me folla —contestó ella, dándose la vuelta.
—¿Quieres que te folle?
—Sí, por favor, señor Barlow.
Grace se inclinó hacia atrás, apoyada sobre los codos, puso los talones al
borde de la mesa y abrió las rodillas a los lados.
—Eres preciosa —dijo él, mirándole el sexo.
A Grace le gustó la sensación de estar expuesta ante él. Se llevó la mano
derecha a la entrepierna para abrirse los labios en gesto de invitación.
Tampoco tuvo que indicárselo dos veces. Él se cogió el pene para colocarlo en
el borde del agujero.
Se detuvo un momento antes de penetrarla. Su excitación se la había
puesto grande y dura, pero la de ella la había dejado empapada, y la entrada
fue muy fácil.
Una vez dentro paró de nuevo un segundo, antes de llegar hasta el fondo.
Le agarró los muslos para ayudarse a embestir todavía con más fuerza. Le
costó cuatro o cinco movimientos encontrar su ritmo, pero una vez dio con él
atinó en el punto exacto cada vez.
Grace se relajó disfrutando del momento. Lanzaba un gritito cada vez que
él la penetraba, y él parecía animarse cada vez más al oírla.
Pronto los grititos eran casi alaridos.
Y entonces, sin darse cuenta siquiera, Grace se encontró con los tobillos en
torno al cuello de Edward y las caderas fuera de la mesa. Se estrujó las tetas
con las manos, primero con suavidad pero luego, a medida que crecía su
excitación, cada vez con más fuerza, y hundió las uñas en la tierna carne
cuando la sacudió el orgasmo.
Notó la polla crecer dentro de ella y luego un cálido chorro de semen.
Después recogieron la ropa prenda a prenda y se vistieron en silencio.
Cuando él ya se abrochaba la camisa miró los papeles que Grace le había
entregado y echó un rápido vistazo a su currículum.
—El puesto es tuyo —dijo, cogiendo su chaqueta.
—Vaya, muchas gracias, señor Barlow.
Él se dio la vuelta para apagar la luz con una mano y tocarle el culo con la
otra.
—Por favor, llámame Ed.
MERRILEE SE SALE CON LA SUYA
Eleanor Powell
Tiró la falda sobre la creciente pila de ropa que tenía en la cama. Quería
estar perfecta para él, sexy, sí, pero no demasiado provocativa.
Rebuscó en su armario por centésima vez... ¡Ah! Se le había olvidado
aquel vestido. Se lo puso, se abrochó los botones delanteros y se miró al
armario de cuerpo entero. Sí, perfecto, se dijo.
El vestido verde conjuntaba a la perfección con sus ojos y contrastaba con
su pelo castaño. Tenía suficiente escote para provocar un poco, pero no
demasiado.
Hacía un sol espléndido cuando se encaminó al centro. No le quedaba
lejos y el paseo le sentaría bien. Le gustó oír un silbido al pasar junto a una
obra. Sabía que estaba sexy y una sonrisa iluminó su rostro. Normalmente se
habría sentido halagada ante la atención masculina e incluso podría haberse
detenido para coquetear un rato, pero ahora sólo tenía una cosa en mente.
Tenía una misión.
Alzó la vista con aprensión al cielo, que comenzaba a oscurecerse. Unos
nubarrones negros habían sustituido a las nubes blancas de algodón de hacía
un momento. Una gota de lluvia le aterrizó en la nariz, y luego otra, y otra.
«Ahora no, por favor», suplicó a los dioses del tiempo.
No vio lugar alguno donde resguardarse, de manera que no le quedó más
remedio que seguir andando y confiar en que no fuera más que un chubasco
pasajero.
La gente se apresuraba agachada bajo los paraguas sin prestar atención a la
chica bajita de pelo castaño que, totalmente empapada y desaliñada, entraba
en la Boutique del Sexo.
«Menuda pinta debo de llevar», pensó. Después de lo que se había
esmerado para arreglarse. Justo hoy que quería estar perfecta.
La tienda estaba desierta con excepción del macizo que atendía el
mostrador. Merrilee sintió las habituales mariposas en el estómago al verlo.
Se moría por que le diera unos buenos azotes sobre sus rodillas. La mera idea
le provocaba un hormigueo en las nalgas y la dejaba húmeda.
Pero ahora no es que tuviera ya muchas posibilidades, pensó. ¿Por qué
tenía que haberse puesto a llover justo en ese momento?
—Ah, hola, Merrilee. Me alegro de verte otra vez —saludó Joe, el
manager de la tienda—. ¿Qué pasa, has ido a la piscina y se te ha olvidado la
toalla?
—No, he ido a dar de comer a los patos y me he caído al agua.
—Venga, Merrilee, no tienes por qué ponerte sarcástica —dijo Joe,
echándose a reír al verla tan incómoda—. Anda, que me vas a dejar la tienda
empapada. Ven a secarte.
Joe la llevó a la trastienda y encendió la estufa.
—Enseguida vas a entrar en calor.
Aunque no hacía ningún frío, Merrilee tenía la piel de gallina y le
castañeteaban los dientes.
Joe se marchó un momento y volvió con una toalla enorme.
—Toma. Quítate la ropa mojada. Se secará enseguida.
—Pero ¿y si viene alguien? Sólo llevo la ropa interior debajo del vestido.
—No te preocupes que no te ve nadie. Si acaso, envuélvete en la toalla.
Bueno, estoy esperando a alguien que llegará en cualquier momento. Creo
que le gustará conocerte.
—¿Quién es?
—Se llama Jed. Venga, quítate esa ropa mojada. Eso es —comentó al verla
quitarse el vestido. Lo dejó sobre una silla—. Se secará enseguida.
Merrilee se envolvió en la toalla, pero al darse cuenta de que no era la
imagen que quería proyectar, se la quitó. Fue consciente de la mirada de
admiración con que Joe la recorría. Sabía que estaba guapa con el Wonderbra
negro y las bragas a juego.
Después de secarse el pelo con la toalla, le pidió un peine.
—No quiero que se me seque despeinado —comentó.
A esas alturas la cabeza le daba vueltas. Era su oportunidad de oro. Estaba
deseando que Joe le diera unos azotes. A lo mejor podía dar la vuelta a la
situación y conseguir lo que quería. Sonrió con expresión pícara al pensarlo.
Joe no podía apartar la mirada de ella.
—Dime, Merrilee, ¿a qué venía esa sonrisita? ¿Qué estabas pensando?
—No, nada —respondió ella, y se puso a andar por la habitación,
recogiendo varios objetos de cuero y examinándolos antes de dejarlos de
nuevo—. Oye, ¿qué es esto?
—Pues un látigo. ¿Es que nunca habías visto ninguno?
—¿Y para qué sirve? —preguntó ella, haciéndose la inocente.
—¿Te lo enseño?
—Pues... puede. O puede que no —dijo, encogiéndose de hombros.
—Merrilee, las chicas que no saben decidirse se pueden encontrar con que
otros decidan por ellas.
—¿Qué quieres decir?
—Que te voy a dar los azotes que te mereces.
—Sí, vamos. Para eso hace falta un hombre, no un ratón.
—Huy, eso suena a desafío. —Joe se acercó a ella.
Merrilee retrocedió hasta notar el frío metal de un archivador contra su
espalda.
—Venga, Merrilee, llevas ya meses haciéndote la tonta, ya es hora de que
aprendas a no ir provocando.
Joe le agarró la muñeca y tiró de ella. Se sentó en el sillón y se la puso
sobre las rodillas.
—No te atrevas a tocarme —exclamó ella... elevando una oración de
gracias a los dioses de los azotes.
—Jovencita, no estás en posición de decirme lo que puedo o no puedo
hacer. —Joe descargó un palmetazo contra su culo, dejándole una sensación
ardiente en la nalga. Luego le dio un azote en el otro lado.
—¡Aaaaayyy! Me has hecho daño, pedazo de cabrón.
—Insultarme no es lo mejor que puedes hacer —replicó Joe—. Y los azotes
son para hacer daño.
Ella se agitó, pero él la sujetó con más fuerza. Ah, le encantaban los
hombres dominantes.
—Esto no son azotes como es debido. Los azotes de verdad son con el culo
al aire.
Joe metió los dedos por el elástico de las bragas y se las bajó hasta medio
muslo.
Merrilee intentó subírselas de nuevo.
—Ni se te ocurra, jovencita.
Joe le agarró el brazo derecho y se lo inmovilizó a la espalda. Y siguió
azotándole el culo, primero una nalga, luego la otra.
Ella cada vez se agitaba más. El culo le hormigueaba y lo notaba muy
caliente.
—Ahora esto tiene mucha mejor pinta —gruñó él satisfecho—. Pero no
está todavía bastante rojo.
—Maldito cerdo cabrón —chilló ella, dando patadas.
—Como me des otra vez te pego con el cinturón.
Merrilee se pasó todo un segundo pensando en esta nueva amenaza... y
lanzó otra patada.
Joe la incorporó hasta sentarla y se sacó despacio el cinturón de los
pantalones. Ella lo miraba totalmente cautivada, abriendo unos ojos como
platos cuando lo vio enrollarse el cinturón en torno a la mano dejando libres
unos treinta centímetros.
—Muy bien, jovencita, te quiero otra vez sobre mis rodillas. A ver si con el
cinturón podemos mejorar tu comportamiento. —La puso de nuevo sobre sus
piernas y la movió un poco hasta dejarla en la posición correcta, alzó
entonces el brazo...
Y el agudo tañido del timbre de la puerta los hizo dar un brinco a los dos.
—Ése es Jed.
Joe la levantó sin ninguna ceremonia y le tendió un vibrador de un
estante.
—Toma, Merrilee, diviértete.
Se marchó y cerró la puerta al salir.
Merrilee tenía el sexo caliente, palpitante y empapado. El vibrador se
deslizó dentro con facilidad.
Se tumbó en el sillón metiéndoselo cada vez más hondo. Jadeaba
erráticamente, casi sin aire. Tenía los ojos cerrados, estaba a punto de
correrse...
Tan absorta estaba que no se había dado cuenta de que ya no se
encontraba sola.
Joe había vuelto, y venía con alguien.
—Hola, Merrilee —saludó una voz honda y masculina—. Tenía ganas de
conocerte. Joe me ha contado lo mala que eres.
—¿Yo? Yo soy un angelito.
—Pues claro que sí, pero hasta a los ángeles hay que recordarles de vez en
cuando que se les está cayendo el halo. ¿Verdad, Joe?
—Estoy totalmente de acuerdo.
—Es evidente que he interrumpido algo. Imagino que le estabas dando
unos azotes, ¿no? ¿Por qué no empiezas otra vez, Joe? Me encantaría verlo.
—Será un placer, Jed. Oye, ¿por qué no lo grabas en vídeo? ¿Te gustaría,
Merrilee? Jed hace vídeos de azotes.
—Sí, sí, sí —exclamó ella encantada—. Siempre he querido salir en un
vídeo.
—Muy bien. Buena chica.
—Es la segunda vez que me dices eso. Ya te he dicho que no soy mala.
—A ti se te da de miedo ser mala.
—Tengo la cámara en el coche. Ahora mismo vuelvo.
Jed apareció al cabo de un momento con la cámara y un trípode.
—Joe, más vale que cierres la tienda ya —sugirió.
Una vez preparada la cámara, Merrilee preguntó si podía asearse un poco.
Cogió el vestido, que ya estaba seco, y se metió en el baño.
Por fin todo estuvo listo.
Habían decidido que Joe daría los azotes, puesto que Jed era el experto
con la cámara.
—Merrilee, siéntate en el sillón, y tú, Joe, a su lado. Bien, Merrilee, quiero
que hagas lo que te sale más natural, travesuras, y tú, Joe, la vas a llamar al
orden con sonoros azotes, ¿vale?
—Perfecto. Nada me gustaría más —replicó Joe.
—Ah, y Merrilee, olvídate de la cámara. Tú sencillamente diviértete.
Merrilee se sentía ebria de emoción. Aquello era justamente lo que llevaba
toda la vida soñando.
Joe interrumpió sus pensamientos.
—Venga, Merrilee, ponte sobre mis rodillas.
—No. Y no me puedes obligar.
Joe lanzó un hondo suspiro.
—Me parece que vas a necesitar un poco de persuasión. —La agarró del
brazo y tiró de ella.
Merrilee forcejeaba intentando escapar, pero Joe alzó el brazo y descargó
un palmetazo sobre su nalga derecha. Luego le dio otro azote en la izquierda.
—¡Aaaaaay! ¡Me has hecho daño, joder!
—Muy mal, Merrilee. No es de señoritas decir palabrotas.
Por más que se agitara no podía escapar de los azotes. Notaba la polla dura
contra el costado. Genial, pensó, él también se estaba excitando.
—Creo que hay que quitarte esas bragas —dijo Joe—. Me parece que no
notas bien los azotes con ellas. —Y se las bajó por los muslos.
»Así. Ahora veo lo que estoy haciendo.
Merrilee, a pesar del escozor en el culo, que le ardía como si estuviera en
llamas, sentía una familiar excitación.
—¡Dios! —gritó. Sus pataleos habían abierto las compuertas y los jugos le
fluían libremente.
—Merrilee, mira que eres mala, me estás empapando los pantalones. ¿No
te da vergüenza?
Ella se echó a reír, meneando el culo provocativa.
—Me parece que los azotes con la mano no te hacen ningún efecto. A ver
si con el cinturón te comportas.
Joe la incorporó y se quitó despacio el cinturón. Luego se lo enrolló en la
mano, dejando bastante correa para golpearla con ella. La agarró entonces
por la muñeca para volver a ponérsela en las rodillas.
Merrilee sentía pura satisfacción. Le encantaba el cinturón, y ahora se iba
a salir con la suya. ¿De verdad le estaba pasando aquello o era un sueño
maravilloso del que despertaría para encontrarse sola en la cama?
—No me gusta el cinturón —protestó. Y para demostrarlo le mojó todavía
más los pantalones.
—No pasa nada, Merrilee —rio Joe—. Se supone que no tiene que
gustarte. Esto es el castigo que te mereces.
—Tengo el culo en llamas.
Merrilee reanudó sus forcejeos, pero cuanto más se movía, con más fuerza
la agarraba él.
—No seas exagerada. Tienes el culo sólo un poco sonrosado. —Joe la
incorporó de nuevo—. Vamos a intentar otra cosa. —Y la empujó sobre el
brazo del sillón—. A ver, pon ese culo en pompa —ordenó, empujándole la
cabeza hacia abajo—. Y quédate ahí.
Merrilee no solía hacer lo que le decían, y no pensaba empezar ahora.
Se incorporó, pero Joe atravesó la habitación en dos zancadas y volvió a
ponerla en la misma posición. Le dio otra docena de azotes con la mano,
haciendo que ella meneara el culo violentamente.
—A ver si ahora obedeces.
Esta vez Merrilee se quedó quieta, pero volvió la cabeza queriendo ver qué
se proponía Joe. Tenía algo escondido a la espalda.
Volvió a apoyar la cabeza en el sillón y notó algo suave que le provocó un
cierto escozor en el culo, y fuera lo que fuera, se enroscó en torno a sus
caderas.
¿Qué demonios era? La sensación era nueva pero fantástica.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—El látigo, Merrilee. Antes me preguntabas para qué era, pues ahora lo
vas a descubrir.
—¡Eh! Me encanta. Es... es... —no sabía cómo explicar lo que sentía.
—Sirve para excitar, más que para hacer daño —explicó Joe—. Ahora, si te
parece, Merrilee, voy a seguir.
—Pues deja de hablar y sigue.
—Jovencita, hablas demasiado.
Joe volvió a descargar el látigo sobre su culo.
Merrilee no entendía por qué parecía detenerse tras cada golpe, de
manera que volvió de nuevo la cabeza para ver qué pasaba. Joe enderezaba
las colas del látigo y las retorcía antes de descargar otro azote.
Después de unos cuantos, Merrilee se agitaba de nuevo entre gemidos,
pero ahora de pura excitación.
De pronto Joe dejó de azotarla. Le abrió las piernas suavemente y dejó
arrastrar las colas del látigo entre ellas.
—Me estás poniendo a cien —resolló ella.
—¿Lo dejo entonces?
—¡No, por Dios!
Joe siguió pegándole y de vez en cuando acariciaba con el suave ante la
parte interior de sus muslos.
De pronto, sin previo aviso, el ritmo cambió. Ahora la azotaba suavemente
entre los omoplatos con un movimiento circular. Merrilee quería más y más.
Joe empezaba en los omoplatos e iba bajando poco a poco hasta el culo, que
ella agitaba violentamente. Luego la acariciaba hasta que ella gritaba
pidiendo alivio.
Joe dejó de azotarla y Merrilee no tardó en averiguar sus intenciones. Lo
notó penetrarla por detrás. En cuanto él entró, ella alzó el culo caliente a su
encuentro.
Se corrió ella primero, seguida de cerca de Joe. Pero cuando se llenó de su
semen, Merrilee se volvió a correr. Un orgasmo que la sacudía en oleadas y
duró varios minutos.
Estaban los dos exhaustos. Sentados en el sillón, el uno en brazos del otro,
se habrían quedado dormidos si Jed no hubiera dicho nada.
—Bien hecho, los dos. Creo que tenemos una nueva estrella de vídeo, Joe.
¿Te gustaría eso, Merrilee, convertirte en actriz profesional y que te paguen
por recibir azotes?
—No me gustaría, Jed... me encantaría —rio ella.
TOUR DE FRANCES
Joe Manx
Landon Dixon
Pasaron tres largas y frías noches hasta que por fin recibí una respuesta de
Megan a mi radical intervención sexual. Apenas me había dirigido la palabra
desde que me despedí de Skylar con un profuso agradecimiento. De hecho
apenas me había mirado. Yo estaba seguro de que nuestra larga relación
había terminado definitivamente y me daba de patadas por no haberme
quedado con el número de teléfono de la rubia.
Cuando llegué a casa del trabajo aquella tercera noche y llamé a Megan,
no obtuve respuesta. Sólo una nota doblada en la mesa del comedor. La abrí
con dedos trémulos, con el alma en los pies, sabiendo que me enfrentaba a lo
inevitable.
«Ven al cobertizo», era todo lo que decía la nota.
Salí a la noche con las piernas tensas, hasta detrás del cobertizo. Intenté
hacerme una idea de la situación mirando por la ventana. Y vi a mi chica
desnuda y a un tío desnudo que le chupaba el sexo.
—¡Sí! —exclamé, lanzando un puñetazo al aire, absorto en la erótica
imagen.
Megan sólo llevaba unos tacones negros y relucientes que no le había visto
antes. Estaba apoyada contra la mesa de ping-pong con aquel tipo de rodillas
entre sus piernas lamiéndole vigorosamente la vulva. Megan tenía los ojos
cerrados y su pelo negro azabache caía suelto sobre sus hombros pálidos, sus
uñas rojas se hundían en la cabeza calva de su amante.
Él tenía el cuerpo musculoso, de color bronce, tatuado por todas partes.
Movía el cráneo afeitado arriba y abajo lamiendo y lamiendo el sexo peludo
de mi chica. Su lengua relumbraba rosa como un órgano sexual bajo la luz de
la bombilla, mostrándome exactamente cómo hacer algo que yo nunca había
hecho. Como Megan estaba demostrando explícitamente, lo que era bueno
para uno era bueno para otro.
Pero la situación no podía haber sido más halagüeña, porque ahora sabía
que nuestra relación estaba muy viva, nuestra vida sexual estaba en llamas.
Eché un rápido vistazo al camino particular de la casa y no vi a ningún otro
mirón en la oscuridad, de manera que me abrí la cremallera y me saqué la
erección. La imagen de otro hombre liado con mi Megan en una postura que
yo ni me había atrevido a soñar me puso a cien por hora, y con cada excitado
golpe de muñeca apremiaba a la pareja para que siguiera.
El hombre de los tatuajes chupeteó exhaustivamente el conejo de Megan
hasta que por fin apartó la cara y se pasó la lengua por los labios. Volvió la
cabeza para escupir un vello púbico y en ese momento reconocí al tipo. Era
Chavez. ¡Trabajaba en los muelles de carga de mi empresa!
Se me quedó la mano paralizada en la verga y tragué saliva con tal
vehemencia que casi me meriendo mi nuez de Adán. Pero Megan sonreía
feliz hacia la ventana tintada, guiñándome un ojo. Entonces se abrió los
labios internos para que Chavez volviera a pegarle la lengua húmeda, para
que se la follara con su lengua dura como una polla.
—¡Zorra! —exclamé vehemente, meneándome de nuevo la vara.
El hombretón estrujó las nalgas cremosas de Megan con sus manos como
jamones y bombeó salvajemente la lengua en su sexo expuesto. El cuerpecito
de mi chica temblaba de placer, sus pequeños pechos brincaban cada vez que
Chavez marcaba un tanto con la lengua. Y cuando por fin el tipo retiró su
herramienta de placer sexual, pegó los gruesos labios al clítoris hinchado y se
puso a succionar, todo el cuerpo de Megan se estremeció con el impacto
erótico, demostrando un nivel de excitación sexual y perversidad que yo
jamás le había visto.
Cuando ya estaba al borde del orgasmo, apartó a Chavez rápidamente y le
dijo algo. Él obedientemente le agarró el pie derecho con las manos y
comenzó a besar y lamer su arco de porcelana dentro del templo del zapato
de puta.
Megan dirigía al semental para demostrarme lo que yo podía hacer para
animar su vida sexual y la mía. Él le arrancó los tacones, dejando al
descubierto sus delicados pies y hundió y aleteó con la lengua entre sus
dedos, uno a uno, saboreándolos. Succionó el dedo gordo, tiró de otro con
los labios antes de meterse en las enormes fauces los exquisitos deditos y
succionar los dos pies a la vez. Megan se estremeció, formando una O con sus
labios escarlata.
Yo aprendía lascivo, meneándome con apremio el badajo de hierro y
temblando de excitación como Megan, ambos ardiendo en perversa y
destilada carnalidad. Ella apartó al gigante de sus pies y lo hizo levantar. Su
polla estriada de venas se erguía peligrosamente larga y dura. Megan la cogió
con su mano pequeña y la apretó, y Chavez le agarró los pechos y se los metió
en la boca.
Estuvo un rato devorando los pechos suaves y marfileños de mi chica,
azotando los hinchados pezones rosa con la lengua, mientras ella se aferraba
a su polla de hierro como una dama se aferraría a la correa de su perro.
Chavez mordisqueó los pezones, succionando con fuerza hasta tragarse casi
una teta entera, y luego la otra. Se trabajó exhaustivamente los pechos, no la
somera caricia que yo normalmente les dedicaba. Yo me la meneaba cada vez
más deprisa y mi aliento se condensaba en la ventana.
Por fin Megan apartó a su amante (mi compañero de trabajo) para hacerlo
tumbar en la alfombra, en el punto exacto donde tres noches atrás yo me
había follado a Skylar como no había follado nunca con nadie. Se montó
entonces a horcajadas de la cabeza del gigante para poner el sexo sobre su
boca abierta. Él hundió las uñas sucias en sus nalgas, arrancándole un grito, y
le penetró la vagina con la lengua.
Megan miró hacia la ventana, me miró a mí, con ojos vidriosos de lujuria.
Cogió entonces el palo de follar de Chavez y sin vacilar se metió la enorme
corona en la boca. Era el dulce sesenta y nueve que jamás había querido
practicar conmigo.
Chavez lamía fervientemente la hendidura de Megan y ella bajaba la
cabeza para abarcar cada vez más longitud de su vara en los ardientes
confines de su boca y comenzaba a succionar la columna. Yo me escupí en la
polla, engrasándola como estaría engrasado el coño de Megan, como la polla
de Chavez se engrasaba con la saliva caliente de mi chica.
Megan se metió los rizos detrás de la oreja y se puso a menear la cabeza
enérgicamente arriba y abajo para que yo pudiera ver y apreciar el sexo oral
que estaba practicando. Y sí que lo vi, y lo aprecié, meneándomela con furia
mientras ella se la chupaba a aquel tipo y él le devoraba el sexo. Le metió un
dedo resbaladizo de flujo en el ano y se puso a bombear.
Yo oía sus gemidos y gruñidos animales a través de la pared de madera y
casi podía saborear los jugos calientes y picantes de mi mujer. Las imágenes,
los sonidos y las extrañas sensaciones que sentía viendo a mi chica con otro
hombre me lanzaron pronto a un ardiente orgasmo.
Nos corrimos como un trío, yo corcoveando y salpicando toda la pared del
cobertizo con mi éxtasis; Megan temblando fuera de control entre orgasmos y
recibiendo el chorro al rojo vivo de la polla de Chavez en la boca abierta. Y
luego hizo que el tiarrón la abrazara cuando todo terminó, dándome la
última lección de la noche... y de muchas noches por venir.
BEST SELLER
Judith Roycroft
—Es insaciable, colega. ¡Es increíble! —Mike se llevó la cerveza a los labios
para dar un largo trago—. Ah, qué sed tenía. —Aplastó la lata con la mano y
la dejó sobre la barra antes de volverse hacia su amigo—: El sexo da mucha
sed —sonrió.
Cameron se lo quedó mirando, mudo por un momento.
—¿Y te estás quejando? ¡Venga ya, Mike! Hay que estar loco para quejarse
de tener mucho sexo. Estás viviendo la fantasía de cualquier tío.
—No es que me queje. Yo sólo te lo cuento.
—Bueno, ¿y en qué anda trabajando ahora Jen? ¿Otro superventas de
Jackie Collins? —preguntó Cameron con una risita.
—Eso dice. Es la única razón de que se me eche encima cada vez que
entro por la puerta.
Mike recordó las cuatro últimas semanas con una sonrisa de satisfacción.
Desde que Jen había pasado de escribir cuentos a dedicarse a su primera
novela, no hacía más que encontrar dificultades con las escenas de sexo. A
veces escribiendo imposibilidades anatómicas. Y desde que el mismo Mike se
lo hizo notar, ella insistía en representar todas las escenas.
Desde aquella primera noche en que se la encontró al llegar del trabajo
apoyada contra la mesa del comedor, ataviada únicamente con un liguero de
encaje rojo y medias negras, la cosa no había hecho sino escalar. Mike no
necesitó más insinuaciones cuando Jen le presentó su culito redondo
mientras retozaban en el sofá. Pensó que estallaría antes de tener ocasión de
tocarla. Y ahora, guiñándole el ojo a su viejo amigo, se agarró la entrepierna.
—Tengo que irme, Cameron. La parienta me espera.
Y se marchó entre los comentarios envidiosos de su compañero.
Jan se daba golpecitos en la punta de la reluciente bota negra,
mordiéndose el labio. Pero ¿dónde se había metido ese hombre? ¿Es que no
le gustaba recibir tanta atención? La mayoría de los hombres darían cualquier
cosa por lo que ella le ofrecía a Mike todas las noches. Y además, acababa de
terminar una escena verdaderamente ardiente, con los dedos volando sobre
el teclado mientras la parte inferior de su cuerpo se removía y se agitaba.
Anteriormente, incapaz de aguantarse más, con la escena cobrando vida al
visualizar los largos y bronceados dedos del protagonista acariciando los
suaves muslos de la mujer, el pecho musculoso aplastando los senos
pequeños pero perfectos, los labios húmedos masculinos buscando los de
ella... Jen había apartado la silla para echar a correr por el pasillo.
Y no encontró a Mike tirado delante de la tele, como esperaba. Estuvo
echando humo unos momentos, hasta que consiguió no sabía cómo volver al
ordenador para terminar de escribir la escena a pesar del calentón. Pero si
Mike no aparecía pronto, iba a estallar.
Masturbarse no era un problema, por supuesto. A pesar de la magnífica
relación sexual que tenía con su marido, a menudo se encerraba en el baño
con una de las revistas porno de Mike y alcanzaba por su propia mano un
rápido clímax. No es que se hubiera planteado acostarse con una mujer. Lo
que hacía con las revistas era visualizar una gruesa vara hundiéndose en una
de esas húmedas vaginas, y la idea la excitaba.
Sólo de pensarlo sentía un hormigueo. Bebió un sorbo de Chardonnay.
«Qué demonios, voy ahora mismo a hacerme una paja.»
En ese momento se oyó el portazo de un coche y Jen corrió a la ventana,
derramándose el vino en la mano. Succionó la gota que le corría por la
muñeca.
—Ya era hora —masculló, dejando el vaso en el repecho. ¿Pero es que ese
hombre no sabía que estaba ardiendo?
Mike no quería parecer demasiado ansioso. Su lema era: nunca está de
más dejar que duden un poco. Pero a pesar de todo la puerta se abrió con tal
ímpetu que rebotó en el tope. Por lo visto no era el único ansioso por echar
un buen polvo.
Plenamente consciente del rápido endurecimiento de su polla, constreñida
dentro de los tejanos, la excitación de Mike subió por las nubes.
La presentación de Jen era mejor que la última vez, advirtió. Muy
imaginativa, pensó, recorriendo con la vista las curvas de su mujer. Llevaba
unas botas negras de montar, suficientes por ellas mismas para llevar a un
hombre a las cimas del éxtasis. Un tanga plateado que no tapaba nada y unos
pequeños círculos rojos pegados a los pezones. Y una radiante sonrisa
escarlata.
—¡Jo-der!
Ojalá hubiera empezado Jen a escribir historias eróticas hacía años,
durante aquella época de relativas vacas flacas. En aquel entonces el sexo se
había convertido en algo rutinario, y Mike se aburría tanto como Jen. Pero
ahora... Ahora Jen tenía un apetito feroz. Y todo gracias a Jackie Collins.
—¿Dónde está el látigo? —bromeó Mike, muriéndose por quitarse los
pantalones y ponerse al lío.
La sonrisa de Jen se borró un instante.
—En mis escenas no recurro a artilugios tan evidentes, Mike —le
reprendió.
«¿Ah, no? ¿Y esas botas qué son?» Pero no pensaba discutir. Tenía cosas
más importantes en mente.
Antes de darle tiempo a quitarse la camisa, Jen se le había echado encima.
Su caricia como de plumas se deslizó por sus brazos y Mike se estremeció.
Como era bajita tuvo que ponerse de puntillas para pegar su boca húmeda a
la de él, y cuando hundió la lengua con decisión entre sus labios, Mike
estuvo a punto de correrse en los pantalones. «¡Joder! Aguanta, tío.» Quería
enterrarse dentro de la deliciosa hendidura de su mujer antes de correrse.
Pero la espera se estaba haciendo mucho más difícil a medida que ella metía
y sacaba la lengua de su boca. Mike inhaló una especiada mezcla de canela y
nuez moscada, el legado de la cena, imaginó.
Jen le desabrochó con una mueca los botones de la camisa y puso un dedo
sobre el rápido pulso en su cuello. Le dedicó una sonrisa tentadora, agachó la
cabeza y lamió la película de sudor que ya le cubría la piel. Mike se tensó y
tembló de nuevo cuando ella le puso las palmas de la mano sobre los
pezones. Presionó entonces los pulgares contra los discos duros como piedras
y él se arqueó conteniendo el aliento y rezando por que Jen se diera prisa y lo
dejara llegar al plato fuerte.
Su mujer adoptó una expresión de fiera concentración,
desconcertantemente clínica. Mike gruñó y le cogió la mano para guiársela
más abajo.
—¡Mike! No me dejas concentrarme. Estoy intentando escribir un libro.
—Yo a esto lo llamo torturar a tu marido. —Al ver la sonrisa tanto en sus
labios como en sus ojos, Mike se apresuró a añadir—: ¡Eh! Pero no me hagas
nada demasiado raro, ¿eh?
—¿Tú crees que yo te haría eso, cariño? Pero me has dado una idea genial.
Lo único que tenemos que hacer es representarla, a ver si funciona.
Jen tiró de su marido hacia la alfombra, con el gusto en la lengua de la
cerveza que él se había tomado antes. Una vez lo tuvo tumbado a su lado, le
abrió la cremallera del pantalón y comenzó a bajárselo seductora,
ronroneando como una gatita.
—Vaya, mira qué chico más grande —dijo con voz ronca, sacándole la
erección de los calzoncillos. Le plantó un beso en la punta y se levantó de un
salto—. Vuelvo ahora mismo.
—¡Eh! ¿Adónde vas? ¡Ven aquí, so descarada! —Mike se incorporó con la
polla palpitándole dolorosamente. Vio el contoneo de su culito respingón y le
dieron ganas de ponerla a gatas y poseerla por detrás—. ¡Jen!
—Paciencia, amor mío —replicó ella desde la cocina.
Mike oyó la puerta de la nevera. ¿No estaría ahora sacando algo para
comer, no?, pensó con un gruñido, dejándose caer de nuevo al suelo.
¡Menudo momento para ir a abrir la puta nevera!
Cuando oyó que su mujer volvía abrió los ojos. ¿Qué demonios llevaba en
ese cuenco?
Jen sonrió como leyéndole el pensamiento e inclinó el bol para que
pudiera ver su contenido.
—¿Hielo? Ah, no, ni hablar. No me vas a poner eso encima.
—Ay, no seas aguafiestas. Te va a encantar, te lo prometo. A ver, vamos a
probar sólo con un cubito, anda.
Cuando el reluciente cubito de hielo le tocó la polla, Mike se mordió el
labio para no lanzar un grito.
—¿Te gusta?
Jen deslizó el hielo arriba y abajo por la longitud de su pene y en torno a
él, por la base, por la punta, incluso por los testículos.
—¡Jo-der! ¡Está helado! —se estremeció él.
—Bueno, es hielo, so tonto.
Y a medida que lo iba frotando y el hielo se derretía, la sensación se hizo
fantástica. Tenía la polla tiesa y dura como un palo, y la piel a punto de
estallar. «¡Guau! ¡Esto es la leche!»
El calor que de pronto lo invadía era tan intenso después del frío del hielo
que arqueó la espalda conmocionado. Sólo las manos de Jen impidieron que
le metiera la polla hasta la garganta. Mike se tumbó de nuevo, inundado de
placer, y dejó que la boca cálida de Jen hiciera de bálsamo sobre su piel tensa.
La lengua lamió el agua que había dejado el hielo. Mike quería preguntarle
dónde había aprendido el truco, pero el placer ahogó cualquier curiosidad
que pudiera sentir. Y además la verdad era que no le importaba nada,
siempre que ella siguiera lamiéndole como un perrito, llevándole al borde del
éxtasis.
Cuando apartó la boca, él abrió un ojo.
—No... no te pares ahora.
Jen sonrió traviesa y un momento después él averiguó la razón.
Dos puñados de hielo enterraron su polla en una glacial vaina. La
sensación hiriente en la piel fue tan erótica e intensa que Mike se meneó para
apartarse, alcanzando involuntariamente casi el orgasmo. ¡Joder! No podía
contenerse.
Y estalló como el Krakatoa.
Eva Hore
Elizabeth Cage
Calor asfixiante y tráfico. Bueno, atascos de tráfico, para ser más precisos.
Sin olvidar el apestoso humo de los tubos de escape. Una combinación que
siempre ponía a Sam a trepar por las paredes, a pesar de haberse pasado la
mañana dando una clase de yoga en el gimnasio del barrio. Lo único que
quería era llegar a casa, poner los pies en alto y beberse algo frío. Con hielo.
—¿Pero para qué coño te crees que está la señal? —le gritó a otro
conductor que casi choca con ella. Típico de los hombres. Joder, siempre tan
groseros. En cuanto se ponen al volante se transforman en neandertales
luchando por su territorio. Sam se miró el reloj. Era casi mediodía. Iba a
tardar una eternidad en llegar, a menos que tomara medidas drásticas. Por
suerte conocía bien la zona, de manera que en el siguiente cruce se metió por
una calle secundaria con intenciones de tomar un atajo. A pesar del laberinto
de callejuelas que recorría, iba ganando tiempo, hasta que se encontró en
una calle estrecha con los coches aparcados en doble línea a los dos lados.
Fue avanzando con cuidado por el centro, esperando no encontrarse con
ningún coche de cara. Y entonces vio a una furgoneta blanca que avanzaba
hacia ella.
Como estaba casi al final de la calle, esperaba que el de la furgoneta
echara marcha atrás para meterse en el único hueco que había y dejarle paso.
Pero no. La furgoneta seguía avanzando.
—Aparta, gilipollas —maldijo ella entre dientes.
Si la furgoneta no se apartaba, los parachoques estarían pronto tocándose.
¿Por qué coño aquel tío no la dejaba pasar?
—¿Puedes echar marcha atrás, por favor? —gritó por la ventanilla.
—Retrocede tú —replicó el otro de mal humor, con un brazo tatuado
asomando sobre la puerta y martilleando impaciente con los dedos. Sam
advirtió que tenía la cabeza rapada, y a pesar de sus ojos azul claro parecía un
tipo bastante rudo.
—¡Pero no tengo dónde meterme! —protestó, intentando mantener la
calma. Era mejor evitar la confrontación en esas situaciones.
Él señaló la calle detrás de ella. ¡No esperaría que retrocediera toda la calle
hasta salir a la principal!
—No puedo —dijo Sam—. Sería peligroso. —Y encima, ilegal. Además,
¿por qué iba a retroceder ella?
Pero, por increíble que pareciera, el tipo se quedó donde estaba,
esperando que Sam se moviera.
—¡Que no puedo! —repitió ella.
Él se quedó con la vista al frente, sin hacer nada. Aquello era ridículo.
Ninguno de los dos iría a ninguna parte. Al final el tío tendría que ceder,
¿no? A medida que pasaban los minutos, Sam se iba poniendo más furiosa.
Odiaba ir marcha atrás en espacios estrechos, pero si no lo hacía se quedarían
los dos allí para siempre. Él aceleró impaciente, y ella se preguntó si valía la
pena intentar discutir con un hombre así. Lanzó un suspiro y fue a meter la
marcha atrás cuando él comenzó a tocar la bocina. Y aquello fue la gota que
hizo colmar el vaso.
Sam apagó el motor del coche, cogió el periódico y se puso a leer. El de la
furgoneta la miraba incrédulo. Pero sin hacer caso de sus gritos, sus
palabrotas y sus insultos, Sam hojeó toda la sección «Mujeres» antes de pasar
a la de cultura.
—¡Que te apartes, petarda!
—¡Que te den por culo! —replicó ella.
Él entornó los ojos y acercó tanto la furgoneta que los parachoques se
tocaban. A pesar de su calma aparente, Sam temblaba por dentro, pero estaba
más que decidida a mantenerse firme. A pesar de todo su deportivo
descapotable no iba a ofrecer mucha protección si el tipo se ponía violento.
—Muy bien —dijo él por fin—. Como tú quieras. —Y todo quedó en
silencio cuando él también apagó el motor.
Sam se preguntó nerviosa qué iba a pasar. Hacía un calor abrasador, sin
una brizna de aire que refrescara el ambiente. Estaba sudando. Y allí estaban
ellos, dos oponentes cara a cara. Él salió furioso de la furgoneta y se sentó en
el capó, vestido con unos pantalones cortos y un chaleco negro. Sam advirtió
que estaba moreno y tenía un torso musculoso. Se lo imaginaba levantando
pesas, presumiendo en el gimnasio. En otras circunstancias le habría gustado.
Sin duda alguna. Pero después del comportamiento que había demostrado,
no pensaba darle la satisfacción de una palabra amable, y mucho menos algo
más.
—No te puedes pasar aquí todo el día —gritó él.
—¿Qué te apuestas? —replicó ella furiosa, más decidida que nunca. De
ninguna manera pensaba ceder ante aquel hijo de puta.
El cuello de la blusa se le estaba clavando en la piel. Lo que daría por
poder tirarse a una piscina en ese mismo momento. Se enjugó el sudor de la
frente, se hizo un nudo en el largo pelo rubio y se lo sujetó en la nuca con
una gomilla.
Se miraron iracundos, bajo el sol que caía a plomo. A Sam le parecía estar
en una película del Oeste. A medida que pasaba el tiempo, cada vez se
acordaba más de Solo ante el peligro. Pero al cabo de unos diez minutos, él
comenzó a ceder. Dándose cuenta de que sus tácticas agresivas no habían
logrado el efecto deseado, adoptó un tono más conciliador.
—Anda, chica, sé razonable —pidió—. Mi jefe me va a matar si llego tarde
con esta entrega.
—Pues haberlo pensado antes —replicó ella.
Él suspiró.
—Esto es un rollo. —Se levantó sin saber muy bien qué hacer. Sam
presintió que ahora él estaba más nervioso que ella. La ventaja era suya.
—¿Qué tengo que hacer para convencerte?
—Pídemelo por favor.
—Por favor —masculló él de mala gana.
—Eso no ha sonado muy sincero.
—Por favor.
—¡Por favor! Con ganas.
Él la miró ceñudo.
—Mira, no te pases, listilla.
Ella le devolvió la mirada torva.
—Muévete tú. Yo he llegado antes.
De nuevo estaban en un callejón sin salida.
—Pues nada, aquí nos quedamos.
—Desde luego.
Por fin él lanzó un gruñido y un taco y se metió en la furgoneta. Cerró con
un portazo y giró la llave de contacto.
—¡Sí! ¡He ganado! —se jactó Sam.
Pero no se oyó el rugido del motor. Él giró de nuevo la llave. Nada.
—No arranca.
—¡Sí, vamos! Lo dices para que mueva yo el coche.
—No seas tonta. —Él parecía verdaderamente molesto—. La puta
furgoneta está muerta.
—Eso es ridículo. —Sam no podía permitir que la victoria se le escapara de
las manos ahora que estaba tan cerca—. A ver.
Salió del coche y echó un vistazo a la furgoneta. Él giró la llave otra vez.
Nada, ni siquiera el más mínimo ruido.
—¿Tiene gasolina? —preguntó Sam.
—Pues claro, idiota. No soy una mujer.
—A ver, tío. Antes de que te pongas con la retahíla machista, no soy una
idiota.
—Ya, pues como no seas mecánico, cosa que dudo...
—Se supone que los hombres son los expertos en coches y motores.
—¿De qué me estás hablando?
—Si no puedes arreglarlo, llama al RAC o algo.
—No soy socio.
—¡Típico de los tíos! —exclamó ella.
—Mira, me estás jodiendo ya mucho —dijo él—. Ganas me dan de darte
unos azotes.
—¿Unos azotes? —rio ella con desdén—. Ya me gustaría verlo.
Se quedaron mirando a los ojos, dos guerreros a punto de entrar en la
batalla.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte —dijo Sam por fin.
—Ah, pues no sé.
Sam advirtió que él ahora miraba las gotas de sudor que se acumulaban en
el canalillo entre sus pechos.
—Cuidadito con dónde miras, amigo —advirtió.
—Más vale que eche un vistazo a esto —replicó él, apresurándose a añadir
—: Al motor digo, ¿eh? Antes de que empieces otra vez. Al motor de la
furgoneta.
—Ya me imagino.
Cuando él se inclinó para mirar el motor, Sam se fijó en la tela tensa de
sus pantalones cortos sobre su musculoso cuerpo. ¿Por qué estarían los
hombres tan atractivos en pantalones cortos?
—Vaya culo —masculló entre dientes.
—Te he oído —gruñó él—. A ver quién va de sexista ahora. Intenta darle
al contacto, ¿quieres? Al del coche —añadió, como si hablara con una idiota.
Ella giró la llave, pero el motor seguía muerto.
—Se habrá desconectado algo. —Él toqueteó unos cables, pero todo en
vano—. Me parece que ahora sí que estamos atascados —dijo, cerrando el
capó con un suspiro de resignación.
A esas alturas a Sam le ardía la garganta.
—Estoy seca. ¿No tienes nada de beber? ¿Agua? ¿Algún refresco?
—Hay una lata de coca en la guantera —respondió él, incorporándose.
Cuando se agachó sobre el asiento del pasajero, Sam notó que la minifalda
tejana se le subía por los muslos.
—Vaya culo —murmuró él.
Ella sonrió.
—Ahora estamos en paz.
Él sonrió también, mostrando unos dientes blancos y perfectos.
Sam dio un trago a la Coca Cola con tal ansia que un chorro le cayó por la
barbilla y el cuello, salpicándole la blusa.
—Que la tiras —dijo él, sin apartar la mirada de ella.
—Me da igual. Estaba muerta de sed.
—Cuando termines a mí también me gustaría beber.
Sam le pasó la lata medio vacía, pero en lugar de cogerla, él le agarró la
muñeca y tiró. Sus cuerpos calientes chocaron, piel contra piel. Sam lanzó
una exclamación cuando él agachó la cabeza para lamer la coca pegajosa de
su cuello, su mentón, sus labios.
—Qué rica —comentó, esperando a ver cómo reaccionaba ella. Tal vez se
esperaba una bofetada o una patada en los huevos. Sonreía como
desafiándola, pero esta vez fue él quien se llevó una sorpresa. Sam le puso la
mano en el paquete de los pantalones y dio un apretón.
—¿Tan buena como esto?
—Bueno, lo puedes probar.
¿Quién iba de farol? Sam vaciló, pero una mirada a aquellos burlones ojos
azules la decidió. Pensaba borrar aquella sonrisa jactanciosa.
—Muy bien.
Le bajó la cremallera bruscamente y agarró la polla ya dura que tensaba la
tela. Cuando pegó los labios al glande reluciente la notó tensarse todavía
más.
—¡Joder! —resolló él. Sam succionó tan fuerte que se le saltaron las
lágrimas.
—¿Quieres que pare? —preguntó, alzando la cabeza.
—No. Sí. No.
—A ver si te decides.
—No.
—¿Que no te decides o que no quieres que pare?
—Que me la chupes, so petarda —gruñó él, bajándole la cabeza.
Sam se empleó a fondo, con la lengua y los labios, en el glande, en toda la
longitud de la vara, rozando con los dientes una carne a la vez tierna y dura.
Las frustraciones acumuladas de la última hora por fin encontraban alivio, y
su polla era el afortunado objeto de su liberación.
Al cabo de un rato él la agarró del pelo para echarle atrás la cabeza.
—Me parece que a ti hay que darte un buen repaso, chica —dijo, con una
enorme sonrisa.
Le puso las manos en la cintura y la alzó por los aires para subirla al capó
de la furgoneta.
—¡Joder, quema! —exclamó ella, al notar el calor ardiente del metal en el
culo.
—No tanto como te va a quemar a ti otra cosa —replicó él, subiéndole la
falda y abriéndole bien las piernas.
Con Sam tirada sobre el capó, él enterró la cabeza entre sus muslos y
exploró con lengua experta su hendidura mojada. Sam temblaba y se agitaba,
atrapada entre el calor del metal y el que sentía entre sus piernas bajo los
feroces lametones. No le importaba que la vieran así. Lo único que le
importaba era satisfacer sus necesidades inmediatas, la búsqueda de placer y
la resolución del placer. Aleteó con los brazos desesperada por encontrar algo
a lo que agarrarse, pero él le aferró las muñecas con una mano y se las
inmovilizó por encima de la cabeza.
—Que te jodan —resolló ella sin aliento.
Él alzó la cabeza.
—Que te jodan a ti también —susurró, pasándole la mano por los pechos
y pellizcando los pezones duros y marrones—. Y eso voy a hacer.
Se puso encima de ella, se internó en ella hundiéndose en sus
profundidades. Pero no era suficiente. Sam rodeó su ancha espalda con las
piernas para tirar de él cada vez más hondo. Lanzaba tacos e insultos y le
pasaba las uñas pintadas por la espalda, bajo la camiseta, trazando líneas rojas
en la carne quemada por el sol. Él pegó la boca a sus labios, a su cuello, a sus
hombros, con apremiante pasión, besando, mordiendo, devorando. Embestía
con movimientos cortos y profundos, sujetándola con firmeza. Sus cuerpos
resbalaban con el sudor y Sam creyó que se derretirían con aquel calor.
—¡Hijo de puta! —gritó al correrse por primera vez.
Él seguía bombeando con más fuerza, y Sam no tardó en notar la
proximidad de un segundo orgasmo. Era vagamente consciente del ruido de
bocinas en alguna parte, pero no podían competir con sus gritos de placer.
—Típico de una tía, que no se callan nunca —gruñó él, embistiendo.
—¡Eh, vosotros! ¡Los maníacos del sexo! —chilló una voz furiosa—.
¡Apartaos de ahí! Tengo que hacer una entrega.
—No hasta que entregue yo lo mío —replicó el compañero de Sam,
disparando por fin su carga.
—Típico de un hombre —murmuró ella, corriéndose una vez más.
LA AYUDANTE DE SANTA CLAUS
Lynn Lake
Izzy French
Mimi Elise
Kristina Wright
Miré la puerta que tenía delante. Había tres adhesivos con los nombres de
grupos de heavy metal que yo apenas reconocía, y un suspensorio colgado del
picaporte. Decidí que estar delante de aquella puerta era el momento más
bajo de mi vida.
El problema de volver a la facultad a los cuarenta años es que por todas
partes veo chicos que podrían ser mis hijos. No me gusta nada. No sé cómo
ni cuándo me cayeron encima los cuarenta. No aparento cuarenta años, y lo
que es más importante, no me siento una mujer de cuarenta. Pero da igual.
El hecho es que los tengo, y eso significa que la mitad de los estudiantes del
campus podrían ser mis hijos. Bueno, vale, más de la mitad.
Tener ya una licenciatura sólo ayuda un poco. Es verdad que muchos de
los que hacen postgrados son mayores, incluso hay alguno mayor que yo y
todo, pero con los nuevos programas acelerados hay muchos chavales en mi
clase. Chicos que apenas tienen edad para beber alcohol y que piensan que
los años ochenta molan porque son muy retro. La verdad es que a mí no me
suele importar ser la más vieja de la sala. De hecho me llevo mejor con gente
más joven que yo, pero es difícil estar al día del argot, cuanto más de la
tecnología, y a veces me siento una anciana.
Lo que me traía de cabeza era un trabajo de informática. Soy capaz de
escribir un estudio de veinte páginas sin problemas, pero como tenga que
hacer una presentación con un ordenador me quedo paralizada. Mi hijo
Charlie insiste en que dé unas clases en la biblioteca, pero yo estoy
estudiando literatura, no ingeniería, así que pensé que podría ir tirando más
o menos sabiendo lo justo de procesadores de texto. Claro que eso fue antes
de ir a dar con una profesora que quería que utilizáramos el «pensamiento
lateral» y creáramos una presentación multimedia.
Me casé muy joven, cuando no había acabado los estudios, y tuve a
Charlie enseguida. Su padre se largó cuando Charlie tenía cuatro años, así
que siempre hemos estado los dos solos y por lo general yo me siento
bastante joven y cool, la típica madre soltera que está en todo. Pero ahora,
enfrentada a las complicaciones del software informático, desde luego me
sentía un vejestorio. Por desgracia, Charlie estaba a varios miles de
kilómetros, estudiando un semestre en China, de manera que me las tenía
que apañar yo sola.
Mi profesora, que seguramente tenía cinco años menos que yo, me había
dado el número de su asistente técnico. Por lo visto Matthew Wheaton no
sólo era un excelente alumno sino también un genio informático. Por otro
lado, al teléfono parecía que tuviera doce años, con lo cual todavía me sentí
más idiota.
Así que allí estaba por fin, llamando a la puerta de Matthew y jurándome
que me apuntaría a un curso de informática en verano. En ese momento oí
una voz a mis espaldas.
—Lo siento, es que tenía que hacer unos recados y he tardado más de lo
que pensaba.
Yo pegué tal brinco que casi me caigo al suelo. Reconocí a Matthew de
haberlo visto por el campus. Era un chico guapo, con cara de niño, el típico
buen estudiante que no se da cuenta de su encanto. Llevaba unos tejanos
con rotos en las rodillas y una camiseta de una de las bandas de la puerta.
Esbozó una sonrisa torcida y el corazón me empezó a palpitar como si fuera
una adolescente. Intenté recobrar la compostura y comportarme como la
adulta que era.
—Eh —saludé, aunque sonó como un graznido.
—Eres Andrea, ¿no?
—Ah, sí, perdona. —El joven Matthew me tenía balbuceando como una
idiota y ni siquiera habíamos entrado en su casa todavía—. La profesora
Hannover me ha dicho que estabas dispuesto a ayudarme con esta
presentación.
Él abrió la puerta, tirando el suspensorio dentro.
—Una de las bromitas de mi colega. Es día de hacer colada —me dijo por
toda explicación—. Pasa.
Yo había criado a un adolescente, así que me esperaba lo peor, pero la
verdad es que la casa de Matthew no estaba tan mal. Era un apartamento
pequeño y, a juzgar por la cesta de la colada que había junto a la puerta y en
la que se veía ropa interior femenina ordenadamente doblada, me imaginé
que compartía el piso con una chica. Olía a pizza y marihuana y los muebles
estaban viejos y ajados, pero el lugar parecía más o menos limpio.
Matthew entró en la cocina, que era apenas una alcoba con lo más básico,
y yo me quedé algo cortada junto a la puerta, esperando que guardara la
comida que había comprado. Como casi todos los chicos de edad
universitaria, la compra consistía básicamente en bolsas de patatas,
embutidos para bocadillos y cervezas, junto con chocolatinas, zumos y un
poco de fruta por si las moscas. Él no hacía más que mirarme sonriendo y yo
me agitaba nerviosa planteándome si no sería mejor suspender las clases de
literatura con tal de salir de allí.
Matthew arrugó las bolsas de la compra y las metió en otra de papel junto
a la nevera. Cuando se inclinó, asomó el elástico de sus calzoncillos por
encima del pantalón.
—Vale, ya podemos empezar.
Yo miré en torno al apartamento y vi la televisión y la consola de juegos,
pero ningún ordenador.
—Esto... ¿dónde?
Matthew echó a andar por el pasillo con dos cervezas.
—En mi habitación.
Fue una suerte que no me estuviera mirando en ese momento, porque
estaba segura de que había abierto unos ojos como platos. No tenía ni idea de
qué demonios me estaba pasando. Por el pasillo intenté no fijarme
demasiado en el precioso culo de Matthew, mientras me regañaba a mí
misma. ¡Pero si tenía edad para ser su madre, por Dios! De todas maneras,
sea cual sea el mecanismo que controla la libido no hacía caso ninguno a mis
sermones. Me sentía joven... y estaba caliente. Hice unos cálculos mentales y
estimé que llevaba nueve meses sin echar un polvo, así que no era de
extrañar que estuviera deseando entrar en el dormitorio de Matthew para
algo más que dar clases. A pesar de todo era el lugar y el momento más
inoportuno.
—Siéntate donde quieras, yo voy a encender el ordenador. —Matthew se
sentó a su mesa, en la única silla de toda la habitación.
Yo miré nerviosa alrededor, pero sólo había un sitio para sentarse. La
cama. Una cama enorme. Me senté al borde con tal ofuscación que estuve a
punto de caerme, más que consciente de las sábanas arrugadas debajo de mí
y los anchos hombros de Matthew delante de mí. Es cierto que estaba
concentrado en su ordenador y no tirándome sobre el colchón, pero tengo
buena imaginación. Demasiado buena tal vez.
Me fijé en sus tejanos, que se le bajaban cada vez que se inclinaba dejando
ver el elástico de sus calzoncillos. No sé qué tenía aquella línea blanca sobre
el azul gastado de los vaqueros, pero me daba sudores. Era posiblemente lo
más sexy que había visto en mucho tiempo.
—Bueno, ¿por dónde quieres que empecemos?
Yo estaba tan perdida en mi fantasía, en la que desnudaba despacio a
Matthew y descubría si sus calzoncillos eran bóxers o slips, que ni le había
oído.
—¿Eh?
Él volvió la cabeza hacia mí.
—Que por dónde empezamos.
A mí se me ocurrían unas cuantas cosas para empezar, pero me contuve.
—Bueno, sé usar un ratón y sé encender el monitor, pero aparte del
procesador de textos no tengo ni idea de nada.
Matthew lanzó un pequeño gruñido y asintió con la cabeza.
—Vale. Pues no te preocupes que enseguida te pongo al día.
Durante dos horas y cuatro cervezas entre los dos, Matthew fue fiel a su
palabra. Ahora ya no sólo sabía cómo realizar una presentación multimedia,
sino que había avanzado bastante en mi trabajo Frankenstein: ¿hombre o
monstruo? También estaba algo borracha. Ésa es otra de hacerte vieja: ya no
toleraba tanto el alcohol.
Solté una risita y ni siquiera me importó el hecho de que no sonara
precisamente muy adulta.
Matthew me miró de reojo.
—Hummm... ¿estás bien?
—Sí, claro. ¿Por qué? —pregunté, riéndome de nuevo.
Él sonrió.
—Porque pareces un poco borracha.
Uuups. Me habían pescado. Tenía calor, pero no sabía si era porque me
había puesto colorada o por las cervezas.
—Es que no suelo beber tanto.
—Sólo has tomado tres cervezas.
—Exacto.
La verdad es que no estaba borracha. Sabía exactamente dónde estaba y
con quién estaba. Y sabía exactamente lo que quería hacer con él.
—Ven aquí, Matthew.
Él se me quedó mirando y yo di unos golpecitos en la cama.
—Venga. No estoy borracha y no muerdo. —Le clavé mi mejor mirada de
seductora, esperando no estar demasiado oxidada.
La confusión se tornó comprensión y en un instante Matthew estaba
sentado a mi lado.
—Vale, ya estoy aquí.
Yo sonreí. Él también. Me gustaría decir que fue el alcohol lo que me
impulsó a besar a un hombre al que casi le doblaba la edad. Pero no, fue
pura lujuria. Su boca sabía a cerveza y la mía probablemente también. Sus
labios eran cálidos y firmes, y por más joven que fuera, definitivamente sabía
besar.
En algún momento Matthew decidió que llevaba demasiada ropa y
procedió a desabrocharme la blusa. Yo gemí cuando me acarició las tetas. Mis
pezones se pusieron tiesos, seguramente preguntándose qué demonios estaba
pasando. Me quitó la blusa con facilidad, pero tuve que ayudarle con el
sujetador. Por lo visto no estaba acostumbrado a los broches delanteros. Solté
una risita y me tumbé en la cama tirando de él hacia mí.
—Esto es una locura —masculló, besando y lamiéndome el cuello y la
clavícula.
Por lo menos no había dicho «qué marcianada».
—¿Una locura buena o mala? —gemí yo, cuando me chupó un pezón
hinchado.
—Buena —replicó con la boca llena.
Yo estaba ansiosa por pasar de la primera fase, de manera que le di un
golpecito en el hombro.
—¿Matthew?
Él alzó la cabeza con los párpados caídos en su propia expresión de lujuria.
—¿Qué? ¿He hecho algo mal?
Los chicos jóvenes son adorables.
—No, es que quería saber qué clase de calzoncillos llevas. —Y para
enfatizar mi pregunta le pasé el dedo por el elástico.
Él me miró como si le hubiera preguntado quién era su proveedor de
internet.
—¿Eh?
—¿Son bóxers? Bueno, da igual, ya lo averiguo yo sola. —Le desabroché
los pantalones y al oír el ruido de la cremallera me palpitó el clítoris—. Ah —
suspiré, bajándole los pantalones—. Bóxers, sí.
Matthew alzó las caderas para que pudiera desnudarle y se llevó la mano a
los calzoncillos. Yo se lo impedí.
—Espera —susurré.
—¿Por qué?
—Porque me gustan tus calzoncillos —le dije a su gigantesca erección.
Y la verdad es que le quedaban como una segunda piel, algo tensos sobre
el bulto de su polla hinchada. Yo me relamí. Estaba deseando verlo desnudo,
pero quería provocarlo antes. A él y a mí.
—Me estás volviendo loco —susurró, queriendo tocarme.
Yo me aparté.
—Espera. —Tras unos cuantos movimientos algo torpes me quité los
vaqueros y las bragas y me tumbé sobre él—. Mmmm. Qué bien. —Culebreé
encima de él, sintiendo la presión de su polla entre mis piernas.
—Venga.
—Todavía no. —Es lo que nos pasa a las mujeres maduras, que sabemos
que hay tiempo de sobra para hacerlo todo. No había prisa—. Todavía no.
Seguí frotándome contra él. La fricción del algodón sobre mi clítoris casi
me provoca un orgasmo. Yo sabía que le estaba mojando los calzoncillos,
pero me daba igual. Él alzaba las caderas para encontrarse con las mías,
anclando las manos en mi pelvis mientras yo culebreaba.
Como si hubiera sentido mi inminente orgasmo, empezó a lanzarse contra
mí con más fuerza. Yo gemí, enterrando la cara en su cuello al alcanzar el
clímax. Él siguió deslizándome arriba y abajo sobre su entrepierna. Me
parecía que el orgasmo no acababa nunca. Me apreté más contra él,
deseando que llenara mi vagina palpitante. Por fin fue remitiendo el orgasmo
y recuperé el resuello.
—¡Guau! —exclamé.
—Sí, joder —rio él.
Me incliné entonces sobre él para posar los labios sobre su polla, todavía
cubierta por los calzoncillos. La tela sabía a mí. Su polla dio un respingo
contra mi boca y pareció hincharse aún más. Recorrí toda su longitud con la
lengua y por fin me centré en la punta, metiéndomela entre los labios. Él se
quedó tumbado con los brazos a los costados y los ojos cerrados, dejándose
hacer. Yo se la chupé a través de los calzoncillos hasta dejar la tela empapada
y pegada a su verga.
Y entonces, despacio, muy despacio, le bajé los calzoncillos hasta que la
polla quedó libre. Era preciosa, muy dura, y yo me moría por tenerla dentro.
Pero vacilé.
Él, leyéndome el pensamiento, señaló la mesilla de noche.
—En el cajón.
Encontré una caja de condones y tardé un rato en abrir uno. Se lo enrollé
sobre la punta y a todo lo largo. Matthew seguía tumbado, con los
calzoncillos bajados sólo por debajo del culo, su polla enorme contra el
muslo. Me miró y sólo me dijo una palabra:
—Por favor.
Yo monté sobre él y guie su vara dentro de mí, centímetro a centímetro,
hasta que los dos jadeábamos de puro deseo. Por fin me deslicé del todo
sobre su erección y sentí una pequeña punzada de dolor. Pero me alcé de
nuevo y me dejé caer. Arriba y abajo, arriba y abajo. Monté la polla de
Matthew hasta que no pudo soportar más mis lentos movimientos y aceleró
el ritmo con las manos en mis caderas.
—¡Por Dios, fóllame! —gruñó.
Y eso hice.
Arqueé la espalda y enredé las manos en los calzoncillos que tenía bajados
hasta el muslo. Él me acarició el clítoris hinchado con los pulgares. Cada vez
que bajaba sobre él, me recompensaba con una caricia en el clítoris, hasta que
me tuvo galopando con todas mis fuerzas, desesperada por volverme a correr.
—¡Sí, así! —resolló.
Empecé a correrme cuando me embistió, su polla alcanzando mi punto G
y sus pulgares obrando su magia en mi clítoris. Él echó la cabeza atrás con un
gemido, con los tendones hinchados en el cuello. Yo seguí montando su
verga palpitante. Él intentó detenerme, pero yo continué follándomelo,
extrayendo hasta el último ápice de sensaciones de su polla.
Por fin me dejé caer a su lado, tan laxa y húmeda como él. Matthew me
acarició la espalda despacio.
Yo le besé el pulso en el cuello y suspiré.
—Gracias. Eres un tutor estupendo.
—¿Tú crees?
—Desde luego —asentí contra su pecho—. Siempre se conoce a un buen
profesor por sus calzoncillos.
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