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EL ROMANCERO EN CANTABRIA: PASADO Y PRESENTE

Comenzar diciendo que el romance es uno de los géneros con los que más ha
disfrutado el pueblo español a lo largo de su historia sería una obviedad, pero
nos acercaría sin dilación a una realidad que hoy día -ahora mismo- parece que
hemos olvidado de repente. La abrumadora cantidad de citas literarias que
podrían tener al romance como centro nos obliga, para abreviar y ser más
precisos, a recurrir a un maestro como Lope de Vega, quien, en sólo dos
octosílabos de su obra Santiago el Verde nos resume la inestimable cualidad de
esos viejos textos, "de esos antiguos romances / con que nos criamos todos". Es
evidente que don Félix no quiere referirse a unas cancioncillas cualesquiera, ni a
un tipo de tonada impuesta o expuesta al capricho de la moda; de ese dicho se
desprende que, después de la palabra de Dios contenida en la Biblia y
particularmente en los Evangelios, los textos que más se utilizaban con fines
docentes o de simple pasatiempo eran los romances. Más aún; sus versos,
recitados o cantados, llenaron las noches de millones de niños españoles
durante cientos de años excitando su imaginación o creando una verdadera
escuela de costumbres. ¿Cómo puede extrañarnos que fórmulas romancísticas
hayan llegado íntegras a nuestros días y se hayan incorporado al lenguaje
coloquial en forma de dichos y proverbios? El romance cantado o recitado, de
viva voz o escrito, es absolutamente consustancial al español y le acompaña con
mucha más fidelidad que una peculiaridad genética o que una norma
consuetudinaria.

Pese a ello hay que reconocer que tampoco es infrecuente que bastantes
autores o críticos literarios den a veces por extinguido el repertorio o vaticinen,
incluso ya durante el siglo XIX, su pronta desaparición. Menéndez Pelayo, por
ejemplo, pese a recoger una buena colección en su Antología de poetas líricos
castellanos, duda de que aún pervivan en la memoria de los labradores. Escribe
el ilustre investigador: “Aunque la mayor y mejor parte de los romances
castellanos sólo ha llegado a nosotros por la tradición escrita (ya en los pliegos
sueltos góticos, ya en los romanceros del siglo XVI), no es poco ni insignificante
lo que todavía vive en labios del vulgo, sobre todo en algunas comarcas y grupos
de población que, por su relativo aislamiento, han podido retener hasta nuestros
días este caudal poético que, al parecer, ha desaparecido casi completamente en
las regiones centrales de la península, en las provincias que por antonomasia
llamamos castellanas, donde, según todo buen discurso, tuvo el romance su
cuna o alcanzó, por lo menos, su grado más alto de vitalidad y fuerza épica. Las
versiones tradicionales, si bien muchas veces aparecen incompletas y otras
veces estropeadas por adiciones modernas, nacidas del nefando contubernio de
la poesía vulgar con la popular, merecen alto aprecio, lo mismo cuando son
variantes de romances ya conocidos, que cuando nos conservan temas
evidentemente primitivos pero que no han dejado rastro en los romanceros
impresos”.
Está claro que, salvo tres o cuatro ilustres adelantados que creyeron en la
fuerza de la tradición oral, pocos de nuestros literatos y polígrafos del XIX
confiaron en que ese bagaje de conocimientos hubiese llegado a nuestros días.
Menéndez Pidal, el mejor estudioso que el romance ha tenido y uno de los que
mejor han comprendido su belleza y prosapia, nos describe emocionado en su
Romancero Hispánico la curiosa circunstancia en que -lejos del ámbito
académico que solía frecuentar- se encuentra por casualidad con una versión
transmitida oralmente a través de casi quinientos años. “En mayo de 1900 –
escribe Don Ramón- hacía yo una excursión por ciertos valles del Duero para
estudiar la topografía del Cantar de Mio Cid, y acababa la indagación en Osma;
deteniéndome allí un día más para presenciar el muy notable eclipse solar del
día 28, ocurriósele a mi mujer (era aquél nuestro viaje de recién casados) recitar
el romance de la Boda estorbada a una lavandera con quien conversábamos. La
buena mujer nos dijo que lo sabía ella también, con otros muchos que eran el
repertorio de su canto acompañado del batir la ropa en el río; y enseguida,
complaciente, se puso a cantarnos uno, con una voz dulce y una tonada que a
nuestros oídos era tan apacible y agradable como aquellas que oía el gran
historiador Mariana en los romances del Cerco de Zamora. El romance que
aquella lavandera cantaba nos era desconocido, por eso más atrayente: Voces
corren, voces corren / voces corren por España / que don Juan el caballero/
está malito en la cama... y a medida que avanzaba el canto, mi mujer creía
reconocer en él un relato histórico, un eco lejano de aquel dolor, tribulación y
desventura que, al decir de los cronistas, causó en toda España la muerte del
Príncipe Don Juan, primogénito de los Reyes Católicos, porque esa muerte
ensombrecía los destinos de la nación. Y, en efecto, estudiado después, aquel
era un romance del siglo XV, desconocido a todas las colecciones antiguas y
modernas. Era preciso, en las pocas horas que nos quedaban de estancia en
Osma, copiar aquél y otros romances, primer tributo que Castilla pagaba al
romancero tradicional de hoy día; era necesario también anotar aquella música,
evitando el defectuoso sistema de recoger sólo la letra...Aquel romance
nuevamente descubierto –termina Pidal el párrafo después de explicar que
requirió los servicios del Maestro de Capilla de la Catedral para que le anotara la
melodía- hablaba muy alto a favor de la fidelidad con que la tradición
romancística se conservaba en aquel corazón de Castilla, donde se creía
totalmente decaído el antiguo espíritu épico”.
¿Qué es lo que sorprende y entusiasma tanto a Pidal y a su esposa, hasta el
extremo de -según sus palabras- perderse el gran eclipse solar que se estaba
produciendo para dedicarse a recoger las palabras de una informante? Sin duda
el hecho de poder constatar por sí mismos que, tras un período de
arrinconamiento por parte de los estudiosos y eruditos, volvía a brillar el sol de
la tradición oral. Pidal descubría que el romance estaba vivo; y no sólo el
romance de pliego, ese que se había difundido a través de los papeles vendidos
en plazas y mercados de toda la geografía española por los ciegos, sino el viejo y
el tradicional, es decir aquellos que nunca habían tenido más soporte que la
cadena de la tradición enlazando sus anillos de generación en generación.
Con más entusiasmo aún se expresaban José María de Cossío y Tomás Maza
Solano en el prólogo a su Romancero Popular de la Montaña, cuando escribían:
“Tenemos la satisfacción de poder ofrecer un número de temas al que falta muy
poco para equivaler al del total de los conocidos en la tradición oral de la
península”. En efecto, los 530 títulos de ese trabajo lo convierten en uno de los
más numerosos y cualificados entre los muchos que se publicaron en el siglo
XX.
¿Como se explicaría esa perpetuación de los materiales romancísticos en el
tiempo? El romance constituye un género cuyos ejemplos, integrados
habitualmente por un texto y una melodía ensamblados, basan precisamente en
la mayor o menor perfección de esa simbiosis su calidad y su subsistencia. Esa
sería la clave para entender por qué algunos ejemplos y no otros han superado
la barrera del tiempo para llegar a nuestros días como paradigma de un
perfeccionado "sistema de sistemas", en el que cada parte de las que componen
el todo se comporta de acuerdo con unos esquemas que el paso de generación
en generación y un cierto "estilo" han ido conformando. En el proceso, tanto de
producción como de divulgación, intervienen: un creador del tema (tanto
musical como literario, aunque a veces pueden ser la misma persona), un
difusor y, por supuesto, un receptor o receptores del mismo; veamos algunos
aspectos de la actuación de cada uno advirtiendo que, si bien llegan a existir
unas normas sobre las que se basa su comportamiento, hay una buena dosis de
capricho humano en dicho procedimiento.

El creador.
Suele ser costumbre común la de dar a los romances (y en general a todo el
repertorio tradicional) la categoría de anónimos, haciéndose en muchos casos
difícil demostrar su origen; esta circunstancia se basa más en el uso que se dio
a ese repertorio y en las veces que pasó de mano en mano, que en el hecho de
que los autores tengan un especial deseo de que no aparezca su nombre. Lo que
sí existe, sin embargo, es ese tipo especial de poeta o de músico capaz de
componer dentro de un "estilo" o forma cuyos límites han ido perfilando y
acotando otras personas similares a él que le precedieron. Su composición, una
vez creada, se incorpora así fácilmente a la corriente de temas musicales y
literarios que constituye el repertorio tradicional, no desentonando por lo
general del resto de los ejemplos ya integrados. El creador musical sabe, por
ejemplo, que debe construir varias frases melódicas cortas y combinarlas
correctamente, sea con un verso de dieciséis sílabas sea con los dos
hemistiquios de ocho sílabas que dan forma al texto (no es muy frecuente que
una frase musical abarque tres o cuatro versos de ocho sílabas). Esas frases
tendrán un perfil característico -con un comienzo, un ascenso y un final, o con
un descenso hasta el final acoplándose unas a otras para constituir la melodía
completa; ascenderán y descenderán por intervalos formando grupos de notas
que, dentro de un ámbito no mayor de una octava por lo general, se identifiquen
con formas estéticas conocidas o familiares para el propio artista, ajustándose de
esa manera a aquel modelo cuyos componentes rítmicos y melódicos se
correspondan con los de la comunidad o grupo étnico en que tienen su génesis. El
hecho de que esas frases formen un bloque que se va repitiendo a lo largo de toda
la composición, facilitará su aprendizaje. Hace años traté de compendiar las
combinaciones de letra y música con el siguiente esquema de tipos más
abundantes:
1. Romances con una sola frase melódica que corresponde a dos octosílabos.
Ejemplo, el mencionado romance de la muerte del príncipe Don Juan, que
podemos escuchar ahora en una versión grabada en Uznayo por José
Manuel Fraile a Esperanza Ceballos. Esa frase melódica se repite para
cubrir los dos octosílabos, como sucede también en este romance de
Amnón y Tamar cantado por Lines Vejo, la panderetera de Caloca.
2. Romances con dos frases melódicas que corresponden a dos octosílabos,
como este de Belarde y Valdovinos cantado por Adela Gómez en Salceda
de Polaciones.
3. Romances con tres frases melódicas y cuatro octosílabos. El romance de
Delgadina cantado por Juliana Rábago. La tercera frase abarca dos
octosílabos. También sucede en el caso de los versos hexasílabos:
Mercedes Miguel acompañada al rabel por Pedro Madrid canta el romance
hexasílabo de la Casadita de lejanas tierras con las mismas
características.
4. Romances con 4 frases que corresponden a cuatro octosílabos, como este
de Rico Franco, recogido en Santa Eulalia y cantado por Mercedes Miguel
acompañada por Pedro Madrid.
5. Romances con estribillo: en El milagro del trigo, cantado por María de los
Angeles Gutiérrez, de Matamorosa, puede escucharse que tres frases
melódicas que abarcan cuatro octosílabos, se completan con un estribillo
hexasilábico en el que el autor ha engarzado cuatro frases musicales una
de las cuales se repite.
Veamos ahora algunas de las alteraciones que aportan un cambio importante a la
estructura de una melodía y que pueden modificar la aceptación de la misma por
rectificar sus características y crear una nueva atmósfera.
1. Alteración de la melodía original. Puede acaecer por defecto o mejora en la
interpretación: alargamiento de valores, introducción de nuevos adornos no
existentes en la composición primitiva, confusión o mezcla de dos melodías que
tengan el mismo comienzo…
2. Alteración modal. Creo que es universalmente conocido el giro que da la música
occidental, particularmente la culta, a partir del siglo XVIII. La melodía, por
utilizar un símil fácilmente entendible, era como un cuerpo humano cuyo
esqueleto lo constituía el modo, es decir, la estructura o sucesión de sonidos
naturales cuyo desarrollo daba forma externa a la osamenta. Pues bien, esa
estructura ósea, que tuvo en tiempos antiguos una enorme libertad de
combinaciones dándose a cada hueso -vamos a decirlo así- un protagonismo,
recibe, a partir del Barroco, una imposición por la cual todas las variantes
modales quedaban restringidas a dos, tomando como notas básicas el Do y el La,
grados determinantes de la sucesión natural de sonidos. Desde el Do partía la
escala del modo mayor y desde el La, la escala en modo menor, quedando ambas
combinaciones como modelos definitivos y casi únicos. Toda la variedad de
espinazos o columnas vertebrales que se pudieran haber formado hasta ese
momento quedaban fuera de la norma y sólo valían, a partir de ese instante, la
columna derecha (el modo mayor) y la ligeramente curvada (el modo menor), si se
me permite la comparación anatómica un poco forzada. Con dos ejemplos veremos
claramente la diferencia y la posibilidad de desplazar el colorido o el carácter de
una melodía con la alteración de una sola nota de su escala.
Camino de Santiago con grande halago
mi peregrina la encontré yo
y al mirar su belleza con gran presteza
mi peregrina me enamoró.
Creo que se percibe la diferencia. El modo menor parece que invita al recogimiento
mientras que en el mayor la melodía parece que se abre y descubre otra
musicalidad.
3. Alteración del compás o de la fórmula rítmica. Las melodías tienen -también
como el organismo, y vamos a seguir con la comparación médica- un pulso, que se
denomina en términos musicales, ritmo. Ese ritmo se manifiesta por unos latidos
o golpes que se van aglutinando en grupos, dependientes del latido principal y
cuya representación gráfica sería el compás. La música popular basa su aspecto
en compases binarios y ternarios o en ternarios que se agrupan bajo sistema
binario (3/4, 6/8). Otras fórmulas como los polirritmos, los ritmos cojos, etc,
suelen ser, en el caso de la música popular, imputables a la libertad
interpretativa, es decir al resultado de la asidua comprobación de los efectos que
las variantes rítmicas producen en el auditorio cuando se observa su eficacia en el
individuo que va a oírlas o bailarlas.
4. Alteración de los acentos en la relación músico-textual. Ya he mencionado antes
que en la música tradicional no se da, necesariamente, esa fidelidad que el
academicismo exige entre los acentos melódicos y los del verso. Una de las razones
que se aducen para explicar esa anorritmia es que una melodía circula libremente
y se puede aplicar a diferentes letras para las que no fue escrita, costumbre muy
antigua que se denominaba desde los primeros tiempos contrafactum. Otra, que
los intérpretes llegan a forzar abusivamente esas acentuaciones hasta hacerlas
desplazarse de forma heterodoxa, llegando a una formulación viciada cuyo
resultado se acepta y se perpetúa.
Arroyo claró/ fuente serená
quién te lava el pañuelo/ saber quisierá...
Tal vez el tema original estuviese compuesto sobre una formulación ternaria que
nos haría cantar:
Arróyo cláro, fuenté seréna
quién te lavael pañuelo sabéer quisiéra...
5. Alteración de la estructura melódica por acomodación al texto. Es muy
frecuente que el sentido de una frase no acabe al final de los cuatro octosílabos
que corresponden a las cuatro frases musicales con que se interpretan. Por eso, y
con mucha liberalidad, el intérprete acomoda los dos octosílabos que quedarían
sueltos a las dos últimas frases musicales. Lo hemos visto en el romance de Rico
Franco, recogido en Santa Eulalia y cantado por Mercedes Miguel acompañada
por Pedro Madrid.
En muchas ocasiones este tipo de alteraciones no se puede calificar de errores o
de desviaciones de una ortodoxia oficial, sino más bien como el resultado residual
de antiguas y riquísimas formas de composición e interpretación que quedaron
arrumbadas por los sucesivos imperativos teóricos de escuelas y gustos musicales.
En cualquier caso conviene volver a insistir en que un tema musical o literario que
se crea dentro del estilo tradicional o se adapta a él constituye, a partir de ese
mismo momento, una especie de material arcilloso susceptible de cambiar de
forma, modelándose según el capricho del "artista" (y recalco lo de "artista" porque
se requiere habilidad y preparación para intervenir con fortuna sobre semejante
material).

El difusor
Suele ser también un especialista (es decir, una persona cuyas características –
memoria, interés, capacidad gestual, facilidad para la interpretación-, le hacen
especialmente apto para esa función). Como tal especialista puede estar, en
ocasiones, formado en una tradición musical o literaria de carácter local (lo que
supondría un aprendizaje progresivo de años), o ser simplemente un rapsoda
especializado o un cantor ambulante que recorre los caminos de mercado en
mercado, buscando público para sus coplas impresas que vende a módico precio;
tanto en el primero como en el segundo caso, se suele acompañar con algún
instrumento que facilita la ejecución del tema sirviendo de apoyatura para la
interpretación. Este difusor selecciona su repertorio entre las fuentes de que
hablábamos hace un instante, acudiendo al tema localista, a algún tema de los
creados por músicos ambulantes o a algún fragmento de una obra mayor
compuesta por un músico académico. Sus interpretaciones van formando
variantes de cada versión, pues cada puesta en escena es única e irrepetible y
suele responder a estímulos distintos. Las magníficas intérpretes del romancero
español en el ámbito familiar solían conocer también un extenso repertorio de
cuentos, canciones y otras expresiones populares con cuyo corpus se identificaban
y del que estaban muy orgullosas.
A veces, ese especialista difusor transgrede las normas del metro octosilábico,
hilvanando la primera secuencia con la segunda, merced a una conjunción que
rompe la cesura central; parece que, de este modo, los intérpretes añaden cierta
expresividad al texto, haciéndolo con gran oficio y libertad, puesto que no deja de
ser un fruto de su propia intuición o de la costumbre. En otras ocasiones y sin
ningún tipo de dificultad, introducen una sílaba o dos más en el verso, ajustando
la melodía con el simple método de repetir una nota de la frase musical: “No me
pesa haber venido”, por ejemplo, se transforma en “no me pesa el haber venido; o
“de noche duermen con ella" pasa a ser "y de noche duermen con ella". Resultado
de todas esas aportaciones son versiones y variantes sin número en cuya
diferencia está el gusto y multiplicidad de las producciones.
También existen las versiones tipo –ya lo he mencionado al hablar del
contrafactum-, que aparecen repartidas por toda la Península y que se aplican
indistintamente a unos y otros romances. Es probable que su difusión se deba,
en buena parte, a los cantores ambulantes y ciegos que, en extensa y
perfeccionada red, recorrían sendas adjudicadas de antemano que les llevaban a
las ferias y mercados correspondientes donde tendrían más o menos asegurada
la venta de sus pliegos. Un escritor muy popular del siglo XIX, Antonio de
Trueba, nos deja en su obra De flor en flor un testimonio inequívoco de hasta
qué punto esos ciegos influyeron sobre el caudal de la tradición oral: “Las coplas
o romances de ciegos eran una de las mayores delicias de mi niñez. Cuando mi
padre iba a alguna feria, esperaba yo con impaciencia su regreso, porque sabía
que me había de traer algún “nuevo y curioso romance”. Aunque volviese a las
dos de la madrugada, me encontraba despierto esperándole, o mejor dicho,
esperando las coplas; y tal acogida encontraban éstas en mí, que no me dormía
hasta que las aprendía de memoria o poco menos. Cantarlas y recitarlas era
para mí el placer de los placeres...Todavía recuerdo, casi al pie de la letra,
muchas de ellas tales como las de Rosaura la del guante, La peregrina Doctora,
La enamorada de Cristo, Genoveva de Brabante y otras en que, si se narraba un
gran crimen, se narraba también una gran expiación”. Poco a poco, sin
embargo, esas coplas y romances le fueron pareciendo a Trueba más malos,
sobre todo en el aspecto literario, y, pese a haber hecho acopio de veinte mil,
según sus palabras, un día decide deshacerse de ellas contratando a un trapero
gallego y formando una gran pira en la era del Mico: “Allí pegué fuego a aquel
infame y estúpido centón de groserías morales y artísticas, no sin haber tenido
que andar antes a pescozones con el gallego y la gente del barrio, que querían
salvar de las llamas lo que yo había condenado a ellas, porque lo creían el
prototipo de la belleza artística y moral”.
A veces también las versiones pueden tener su origen en papeles, pliegos o
libros recibidos por maestros y párrocos de sus correspondientes fuentes de
información (boletines diocesanos, revistas profesionales, pliegos de librerías
religiosas, etc.) Lo cierto es que este tipo de versiones, cuyas variantes no son
excesivas, suele responder a modelos relativamente recientes (de poco más de
siglo y medio) cuyos rasgos comunes son todavía, pese a su amplia difusión,
más abundantes que los diferenciadores.

Los receptores
Por último, y en lo que respecta a los receptores, en cualquier ámbito en el que
estén y reciban el mensaje (fiesta popular, velada familiar, teatro, café cantante,
servicio militar, el templo, etc.), puede afirmarse que su actitud es de dos tipos:
activa, recibiendo y asimilando las versiones interpretadas por el difusor e
incorporándolas a su propio repertorio; y pasiva, aceptando o rechazando lo
escuchado pero haciendo uso de esa facultad que siempre tiene el público de
modificar la inclinación del especialista a través de la elección y el dictamen
estético. Durante siglos, los romances que llegaban escritos también eran leídos
en las veladas, seranos y filandones al lado de la lumbre, con lo que entraba en
juego no sólo el propio texto con su argumento, sino la capacidad de los lectores
para transmitir emociones con su entonación y sus gestos.

Todo lo precedente nos ayuda a extraer las siguientes conclusiones:

l. En el proceso de creación y difusión de los romances intervienen


"especialistas" que, con un mayor o menor grado de habilidad, contribuyen
decisivamente a la formación o remodelación de un repertorio básico literario y
musical en el que, junto a romances de notable antigüedad recibidos de una
tradición familiar, se introducen otros, procedentes de otras vías de difusión,
que se van incorporando en cada generación de acuerdo a las preferencias
estéticas de sus correspondientes épocas.

2. En aquel proceso, asimismo, se dan las circunstancias necesarias para que se


vaya imponiendo un "estilo" que suele responder a concepciones artísticas; esas
concepciones, aun dentro de una rigidez debida al lento desarrollo de sus
elementos, evolucionan paulatinamente.

3. El hecho de que ese proceso dé como resultado final versiones anónimas se


debe, más a la forma de difusión (que multiplica las versiones) y al hecho de que
los propios creadores e intérpretes no tienen conciencia clara de la parte que
aportan, que a una imposibilidad real de conocer su origen y nacimiento.

4. La popularidad obtenida por cada uno de los romances, es decir la aceptación


por parte de la comunidad del producto creado o recreado, depende tanto de la
adecuada transmisión como del grado de aprobación o rechazo que despierte en
los receptores. El romance es popular no sólo porque el creador o el difusor
introducen en él elementos musicales o literarios aceptados por su comunidad,
sino porque esa misma comunidad, posteriormente, lo acepta, incorporándolo a
su acervo. Tradicional, lo es también porque los especialistas se lo van
comunicando de generación en generación, produciéndose las lógicas variantes
pero perpetuando esquemas musicales y arquetipos literarios cuya sola audición
sirve para localizar e identificar su estilo y adscripción geográfica. Parecen haber
prevalecido los temas y personajes que ofrecían características ejemplares, es
decir, aquellos que por poner en acción los principios arquetípicos que, de forma
más o menos oscura mueven o sensibilizan el alma humana, podían seguir
interesando a pesar de los cambios de moda y tiempo. Los personajes de los
romances se nos presentan, por ejemplo, más como símbolos que encarnan
pasiones, ideas o figuras de instituciones y poder, que como seres
auténticamente caracterizados. De ahí provienen quizá la arcaica grandeza y el
feroz dramatismo que algunas de estas composiciones tienen. En cuanto a su
posible motivación psicológica en la selección de asuntos por parte de la
tradición popular, tres parecen ser los temas fundamentales: por un lado, el
tema familiar, que aparece en más de la mitad de las versiones; por otro, el
sexual, matrimonial o amoroso, que muchas veces se encuentra asociado con
aquél; y finalmente, un grupo de temas varios en los que predominan los que
podríamos definir como de ejemplaridad social. La importancia de la familia en
el romance puede fundarse fácilmente, tanto en la capitalidad que tal institución
ha tenido, sobre todo en la sociedad rural, como en la tradicionalidad de ámbito
familiar y la influencia de sus transmisores populares. No hay que olvidar
tampoco lo que Arthur Ramos llamó “inconsciente folklórico”, paralelamente al
concepto de “inconsciente colectivo” de Jung, considerando el valor que los
arquetipos psíquicos (dioses, demonios, magos, padre, madre, hermanos) han
tenido en todos los folklores. Otros aspectos que pueden haber contribuído, no
solamente en la selección de asuntos sino de forma especial en los elementos de
cada romance, son el interés y la estética. El interés, porque generalmente el
cantor tradicional va apreciando las reacciones del auditorio al que se dirige y
puede tender a alargar unos episodios o a acortar y suprimir otros...La estética
(entendiendo como tal la propia del romance tradicional) puede haber jugado
también su papel como ya hizo notar Ramón Menéndez Pidal al hablar del
fragmentarismo en el caso del romance del infante Arnaldos y el efecto positivo
de algunos finales abruptos.

El romancero es, pues, un género que -nunca como ahora es importante


reseñarlo- ha llegado hasta nosotros gracias a una serie de factores conocidos y
estudiados cuya continuidad en el mundo de hoy podría calificarse de auténtico
milagro. Desde luego, una de las circunstancias que más contribuyeron a su
desarrollo y difusión tuvo mucho que ver, como hemos tenido ocasión de
comprobar, con su "puesta en escena", pues si los romances se recitaban o
cantaban (es decir, se "interpretaban", se "personalizaban") esa ejecución, más
o menos acertada era uno de los pilares que servía de asiento a un repertorio
tradicional vivo y abundante. Durante siglos, por tanto, el género fue
transmitido por ese núcleo reducido de especialistas cantores, autores de
versiones irrepetibles y dotados de una peculiar facilidad para recordar y
comunicar; sabemos también que, generalmente, para entregar ese material a
la siguiente generación no tuvieron más trabas que las derivadas de su propia
carencia de imaginación o de una situación social desfavorable.

Hay algo hoy día, sin embargo, que hace que nuestra situación sea distinta a
la de otras épocas: nunca el público fue tan reticente al contenido y a la forma.
Quiere esto decir que con un auditorio como el actual difícilmente hubiesen
llegado a nuestros días temas y versiones tan abundantes como los que todavía
podemos escuchar en boca de ancianos especialistas y que son auténticas joyas
idiomáticas y verdaderas perlas expresivas. Las causas de esta decadencia -que,
por su puesto, no afecta sólo a este género-, podrían explicarse con diferentes
argumentos pero, aparte del distanciamiento estético cada vez mayor entre
generaciones, habría que ir al núcleo de la cuestión: qué se comunica y cómo.
Hemos dicho antes que el comunicador, el especialista , expresaba su mensaje
y éste era entendido y asimilado sin dificultad, lo que quiere decir que utilizaba
un lenguaje por lo menos similar al de su audiencia. ¿Sucede así en la
actualidad? Evidentemente, no; el lenguaje hablado está en retroceso y su
terreno lo va ganando el mundo de la imagen (el lenguaje escrito también es un
código de imágenes), con todas las ventajas e inconvenientes que se quieran ver
en el hecho. Estamos pues ante una forma de comunicación cuyo principal
vehículo ha quedado desvalorizado, pese a ser el más adecuado para esa
función. Por otra parte, aunque se observa que los temas generales tratados por
el romancero continúan vigentes dada su constitución arquetípica (relación
entre individuos, familia, grupos sociales, etc.), muchos de los valores que
"moralizaban" esas relaciones -esto es, buena parte de la ética implícita en los
relatos-, está siendo puesta diariamente en entredicho por la propia sociedad a
la que debería ir dirigida; así, virtudes como la fidelidad conyugal, la honestidad
personal o profesional, la caridad, la bondad, no tienen en el mundo de hoy la
misma dimensión e importancia que siglos atrás. Queda de esta forma el
especialista desplazado y desamparado por la misma comunidad a la que
suponía estar sirviendo, así como dudoso acerca de la importancia del papel que
tradicionalmente había desempeñado; desaparecida la función que realizaba y
despreciado su cometido, ¿que le queda?
La pregunta clave después de este breve viaje por las vías de la tradición sería:
¿Es posible la creación en una época como la nuestra?. Mi respuesta es
forzosamente afirmativa si bien matizando algunos puntos. Vuelvo a repetir que
sería necesaria en primer lugar una capacidad creativa (ilusión y convencimiento
de que la tradición puede reservar siempre sorpresas; habilidad para convertir en
metro romancístico un hecho del que se extrae un pensamiento universal, etc). En
segundo lugar el poeta debe recurrir a una temática romancística. No quiero decir
con esto que haya sucesos que estén vetados en el romancero, sino más bien que
hay acontecimientos o actitudes que están más cerca del carácter épico o
narrativo del género y encajan mejor en fondo y forma.
Como decía antes, la situación creativa es crítica pero no desesperada. El interés
por hilvanar versos para narrar algún hecho se mantiene intacto en muchas
personas, aunque cada vez quede más lejano el recuerdo del oficio o de la
especialización en el tema y cada vez sea más complicado transmitir algo ante una
audiencia cercana. Es evidente que esa inclinación a componer se realizaba hace
años con mayor satisfacción y más altos resultados por estar más cercanos los
medios para llevarlo a cabo; por vivirse de una forma más natural y familiar la
costumbre de "contar" sucesos con palabras. Sin embargo podemos decir con
satisfacción que el repertorio romancístico no está cerrado: a la ingente cantidad
de textos coleccionados por Ramón Menéndez Pidal, por el Seminario Menéndez
Pidal y por tantos recopiladores, habría que añadir las pequeñas aportaciones -
pero aportaciones al fin y al cabo- que se están produciendo ahora mismo. Un
repertorio no se hace en dos días y, aunque es evidente que nuestra época no
contribuye mucho a la composición poética o musical -es más bien prosaica y
poco proclive al disfrute poético-, sin embargo no prohíbe esa actividad ni la
rechaza. Tal vez la ignore o carezca de datos para valorarla, pero en eso estamos.
En recuperar la palabra como punto de encuentro y fusión de los distintos
pensamientos; en retomar el placer de la expresión verbal, la importancia de la voz
como eco sonoro de la imaginación humana y el reconocimiento de un oficio tan
viejo como necesario: el de comunicar lo vivido para que sirva de ejemplo a los que
han de venir. Además de una forma excelente de prolongar nuestra personalidad
en el tiempo, es un magnífico sistema para demostrar nuestro respeto a lo que
pensaron quienes nos precedieron. Por poner un ejemplo final: escuchemos una
divertida versión compuesta por José Fernández y cantada por Chema Puente del
tema, tan popular y recurrente en los relatos tradicionales, de la novia o la mujer
bruja.
Como decía al comienzo, una visión más voluntariosa que ajustada me ha
permitido compartir durante estos minutos experiencias y reflexiones sobre lo
popular, de cuya enunciación espero que ahora o en el futuro saquen ustedes
algún provecho.
Muchas gracias.

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