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No tengo muy claro cómo iniciar esta historia, pero necesito contarla. Así
que iré directamente al grano, sin adornos ni preámbulos, pinchando
directamente en las venas de quien quiera leerla.
Mi nombre es Antonio, un nombre vulgar y corriente como el de la
mayoría de los humanos, y mi historia, la misma que tanto necesito contar,
comienza a principios de diciembre del año 2019, pórtico de una Navidad que
acabaría trastocando durante una buena temporada mi hasta entonces rutinaria
y monótona existencia.
Por razones que no vienen al caso, y que tampoco importan demasiado,
mi matrimonio se había ido al traste meses atrás. Más de treinta años de unión,
con sus alegrías y sin sabores, concluyeron en una ruptura que, aunque
civilizada, no por ello estuvo exenta de ese amargo y desagradable regusto tan
propio de tales situaciones. Sin embargo debo aclarar que nuestras
divergencias en ningún momento estuvieron motivadas por líos de faldas o de
pantalones. Fuimos nosotros solitos, sin terceras personas de por medio, los
que no supimos mantener nuestra vida en común. Y también debo reconocer
que, en todo el proceso, mi culpa fue muy superior al de mi mujer.
Por fortuna, la separación apenas provocó daños colaterales. Marta, mi
esposa se quedó con la casa unifamiliar que ambos poseíamos en Huesca,
mientras que yo quise poner tierra de por medio y me instalé en Pancar,
localidad del concejo de Llanes, Asturias, donde tiempo atrás habíamos
adquirido una modesta vivienda de dos plantas en la que pasar nuestras
vacaciones. En cuanto a la economía familiar se refiere, tampoco en este
ámbito surgieron problemas. Marta, profesora titular en un instituto de Huesca,
cobraba cada mes un sueldo razonable, y yo, gracias a mi condición de
docente jubilado, recibía todos los meses una pensión más que suficiente para
vivir mi recién inaugurada soledad sin la menor estrechez. Así que, por aquel
flanco, todo parecía estar bajo control y no se preveía contratiempo alguno.
Por último, y para no hacer demasiado tedioso este necesario e
inevitable introito, unas pocas palabras respecto a nuestros dos hijos. El mayor,
Juan Carlos, tenía la vida más o menos asegurada gracias a un trabajo de
remuneración media que le había permitido independizarse e instalarse en
Barbastro, a menos de 50 kilómetros de su madre. Aunque en los tiempos que
corren nadie puede estar completamente seguro de su empleo, salvo que sea
funcionario por oposición, Juan Carlos se había decidido a dar el paso al
considerar que, a sus veinticinco años, tenía mucha vida por delante y había
que aprovecharla al máximo, algo imposible de conseguir en el domicilio
familiar. En cuanto a Luis, el segundo, aunque bastante más acomodaticio que
su hermano mayor –no en vano nunca había manifestado interés por separarse
de las faldas de su madre-, se encontraba ya a las puertas de ser contratado
por una empresa de diseño e instalación de rótulos. Sin embargo, en lo que
ambos coincidieron fue en considerar la separación de sus progenitores, más
que una desgracia irreparable, una simple anécdota familiar. Algo que a mí, en
el fondo, no dejo de provocarme una cierta tristeza.