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CARLOS EDUARDO ZAVALETA El Caervo Blanco Nace en Caraz (ANCASH), en 1928. Eseritor, novelista y traductor. Premiado en los Juegos Flo- rales Universitarios en 1948; obtayo el premio “Ri- cardo Palma” en 1952, y el premio “Gonzéles Prada”, en 1959. Ha traducido algunas poesias de autores coniemporaneos de la lengua inglesa. Ha viajado yr Estados Unidos y Europa; regenté In cétedra de iteratura (contemporénea) en la Universidad de San Marcos. Zavaleta pertenece a lo que podriamos llamar los narradores neo-indigenistas. Sabe conjugar la nueva técnica narrativa, a la busqueda de los enigmaticos repliegues, animicos del alma nativa. Entre sus obras tenemos: “El cinico” (1948), “La batalla” (1964), “Los Ingar” (1955), “El Cristo Villenas” (Mexico, 1958), “Unas manos violentas” ee. “Vestido de luto” (1961) y “Muchas caras amor” (1968). Al mes de haberse casado Ena, prendié en ella el habito de rehuir la ventana de su alcoba. Todo empez6 la mafiana que desde ahi viera a Jacinto, su marido, de pie en la puerta falsa del Hospital del Nifio, y con el disgusto se quedara sin pasar al otro lado de la cama a fin de tenderla facilmente. Mas bien, solia caer en ella de bruces, y doblaba su cabeza muy atrds, sus manos bien estiradas, temblando sus dedos por la posicién, com- ponfa las frazadas del filo opuesto del catre. Su ademan era culpable, y toda vez que se ponia en pie, la consumia el pulso del pecho, tentada a cerrar més la ventana (que nunca, de es- paldas a élla, la tenia por bien cerrada) o de abrirla de golpe y ver la calle pero, siempre, siempre le faltaba resolucién... En el cuarto medio a oscuras, su propia sombra, nitida en la pared opuesta, le hacia pensar que las nueve de la’ mafiana fueran las cinco de la tarde. Segiin recordaba, el empleo de Jacinto no habia sido un obstéculo en su corto noviazgo, ni menos al mudarse ambos, casados ya, a un edificio préximo al Hospital del Nifio. Todo habia transcurrido normalmente, hasta que un dia Denise, ami- ga de sus afios de soltera, la abrazé en la calle, y en la efusién del encuentro, Ena le dijo la verdad: que Jacinto era muy bueno. —2Y en qué trabaja? —interrogé la amiga, mientras Ena se llenaba de culpa y vergiienza. —En una tienda de... —atiné a explicar, pero se detuvo y mintié: —Es duefio de una tienda de muebles. De vuelta a casa, su propia voz la persiguié, manchandola. Cavilé en busca de! remedio que le diera a Jacino otra ocupacion y atenuara esa rifaga de odio que habfa sentido durante el dia- logo. Ganada por cierto automatismo, anduvo por las calles més de lo debido, compré un diario, y cerrando los ojos para no ver la tienda de Jacinto (abierta en el piso bajo), entré en el depar- tamento que ocupabsn en el segundo piso de aquel sérdido edificio. A la hora del almuerzo esperé a Jacinto, desplegado el dia- rio en la mesa. Mas fuerte que ella, un temblor le hacia atender su pecho y desofr los gratos pasos de quien ya llegaba son- riente a devorar los platos, duefio de una envidiable salud que a todos rendia. Esta vez decidié reprocharle su conducta, al mis- mo tiempo que él la besaba y le recorria el cuerpo con sus manos. Tal como lo habia supuesto, aqueltas manos de Jacinto ha- bian sido meticulosamente lavadas, aunque sin perder su extra- fia mezcla de colores. Las grandes palmas llenas de rayas mar- cadas como heridas, mostraban un matiz amarillento que al tocar el borde externo daba paso al nuevo y sorpresivo color del dorso, atravesado de venas y tendones como cuerdas enemigas: un dorso casi negro, moteado de manchas claras y escaso vello. Pero, curiosamente, este tinte propio de hombres negros y mu- latos no llegaba a los brazos ni la cara, sino que, al subir por el cuerpo de Jacinto, hallaba el rostro de un cholo carnoso y afable, cuya tez era semejante a la arena himeda. Y viendo aquel ros- tro se adivinaba la cabeza, toda ella cuadrada hasta la linea de los hombros chata en la frente y la nariz, y de lacios y negros cabellos, Mientras Ena lo observaba, los ojos de Jacinto habian empezado a reir, y la boca henchida, de labios sinuosos, se abrié feliz para el primer bocado. _ Falta un socio en una muebleria... —Ena_sacudié el disri sin poderse contener—. Deja la tienda y vete con los que ponen él aviso. Pues bien, ya estaba dicho. Luego de una pausa, él pre- gunté tiernamente: LY por qué debo dejar la tienda? Entonces, por més que se hacia un dafio, agregé: —Serfa... mejor... ¢No crees? —{Mejor?... —sonrié 6—. Ya terminé de pagar a Mi- guel y la tienda es nuestra, tuya y mia, El negocio nos da para alquilar este departamento y tener un ayudante, el muchacho carpintero. Algin dia tendrés comodidades, Jo juro. . _;Pero si no me quejo! —explicé ella—, No me quejo; no hay razén por ese lado, Digo que debes dejar esa... clase de... 1 dejé de sonrefr y coment6: —Oyéndote, dirian que soy un mal hombre. Hay negocios peoses que e] mio, y todos legales. —Pero, ,n0 es muy... feo? —Ena osé argiir en voz baja—. ,Me perdonas que hable asi? —No dijiste nada al casarnos. —No lo pensé. —Te has arrepentido? Ena le acaricié las manos. —De casarnos, no, Jacinto. Abre una tienda de muebles y yo te ayudaré a vender. Ahora no puedo. Jacinto la desafié con una mirada: —1Te da vergiienza? —Oh, no — le corrigié dulcemente. —iVamos, dilo! —He dicho que no. Pero ya él se defendia de una culpa real: —En Lima hay muchos hombres que afio tras afio ven- den... —iNo digas qué! —grito ella, tapandose las. orejas. Y Juego, al tiempo que hundia su cara en las manos, sinti que la ponia en pie, aunque de todas sus frases de consuelo recordé tan sdlo unas pocas: Nadie, Ena, busca esos trabajos, que son muy honrados, eréeme —le oyé explicar a.su marido—; pero si dejo el mio, cuanto pasar& hasta que gane bien? Era exacto, se dijo después. Era exacto. Jacinto no habia buseado ser duefio de la tienda. En sus afios de chofer habia manejado entre costa y sierra los émnibus y camiones de cuan- tas compafifas de transporte Je pagaran bien; pero, un dia, ba- jando unas escaleras se fracturé la_pierna y desde ahi todo cambié en él. Apenas convaleciente fue a saludar a Miguel, el primer duefo del taller, en los bajos del edificio vecino al Hos- pital del Nific, y sonriendo de su pierna enyesada, aprendio casi bromeando el oficio de carpintero. Ms tarde, sano ya, fue llamado por su amigo en cuanto éste alquilé una cochera, des- tindndola a fébrica, y en cuanto puso el letrero en esa vieja tienda, familiar en todo el barrio. Y asi, de ayudante pas6 a duefo cuando Miguel marché al sur y abrid idéntico negocio alla. Fue imposible pensarlo dos veces; qued6 bajo la obligacién mo- ral de remitir en mensualidades el valor del traspaso: aquello y casarse con Ena fue una misma decisién. Sus actos parecian resueltos de antemano. El dltimo de ellos fue mudarse al piso alto por cuidar ms el negocio y del muchacho carpintero, quien le habia desombarazado de gran parte de sus ocupaciones y le habia hecho dedicarse, sobre todo, a ganar clientes en la puerta falsa del Hospital. —~Dénde, pues, esté mi culpa? —pregunté por fin Jacinto. Ena no supo qué decir. Otro dia volvieron a refiir y Ena vio salir de la casa a un nuevo y amargado Jacinto. Sola, admitié su error dispuesta a bajar a la tienda apenas arreglara la cama. Habia entrado en el dormitorio, alzando los ojos hacia la ventana que atin no te- mia, abierta y oblicua en la habitacién. Desde ahi se dominaba por la izquierda el blanco muro del Asilo de Ancianos y por Ta Rerecha el Hospital del Nific, todo gris, bafiado en cemento y polvo, y de irregular namero’de plantas, ya que empezaba con poe on 1a avenida Brasil, luego legaba a tener tres a media alle y de nuevo una sola, esta vez de viejos y ahumados ladri- fos junto a la avenida Pera. Por en medio de ambos edificios ‘corria la calleja, buscando Ia avenida Brasil y el apagado cielo. Swiras de tierra orillaban el desconchado asfalte donde los mé- Aceras Sbian dejado sus automéviles, y por entre éstos desfila- tics os estudiantes de medicina, las madres pobres con sus i- pee enfermos, las vendedoras de frascos para remedios y las 0s Gmeras que salfan fugazmente a la calle-y entraban cam- biando de puertas. s Ena iba a alejarse, pero, al mirar al otro lado de la calle, descubrié que Jacinto fumaba junto a esa ala de ladrillos, 1a més fea y sucia del Hospital. 4Bra todo su trabajo ponerse alli de guardian? Lo hubiera perdonado si él, lleno de impaciencia. no hubiera avanzado un trecho mas alld; mirando con avidez el yeloj pulsera; el ademan de tedio y prisa la levé a desconocerlo tanto como esa mania de golpearse una pierna con el puiio. Lo vio fuerte, macizo, de muy buena talla, demasiado corto el pelo, Yneha la nuca y recios el tronco, nalgas y plernas; con una mano por dentro de la deportiva casaca, jugaba golpedndose la columna vertebral, y de Ja cintura abajo del cuerpo se vefa (oreido, una pierna recta y la otra flexionada por el desgano. Creyé que se resignaria a la falta de clientes. ‘Nada de eso. Jacinto camin6 en direccién a le tienda, al pie de la ventana... ty entré en la cochera donde el ayudante construia los atatides! Fue como si a Ena le derramaran la afrenta de aquel empleo; en su confusion, en vano queria recordar a alguien que ayudara a Jacinto en otro oficio. Cuando de nuevo lo descubrié en la puerta falsa del Hospital, un joven, holgazén, sin duda, char- Jaba con él. Y entonces adivino el segundo caracter de Jacinto: tras de enojarse por la falta de clientes su marido bromeaba fon quien fuera, haciéndose facilmente de amigos. Asi, vio por fin que invitaba un cigarrillo al desconocido y oyo la profanado- ra risa que los unfa. Se distrajo un instante al recordar la cocina: fue a lavar las tazas del desayuno y volvié en pocos minutos. Sin embargo. Minto era ya otro, ni malhumorado ni charlatén, Ella se cogi eon ventana y supo que loraria igual que una desesperada in- Gia que dejaba en aquel momento el Hospital, mujer a quien Seguian dos cholos de burdos trajes. Habia muerto, pues un Segmiaficinto echo el cigarrillo al suelo y de un tranco fue hasta isda cuyo Ianto oia Ena; le dio de carifiosas palmadas y 151 pronto reunié a las tres personas en un abrazo, hablandoles sin parar. Un buen rato las tuvo asi, por la calle, yendo atrés y adelante, hasta contar los dedos de sus manos y ponerse de acuerdo sobre algo que parecia ser un precio. Y después Ena los vio a todos. Jacinto a la cabeza, cruzar la calzada rumbo a la tienda. 1A dénde mas podia ser? Alejéndose, fingid tender el lecho, pero nuevamente se aproximo a la ventana sin pensar que daria un grito. En un abrir y cerrar de ojos, tras desaparecer un instante por la puer- ta, salieron de la tienda primero los dos cholos, luego la india, que enjugaba sus ligrimas, urrastrando en la marcha sus po- eras, y después Jacinto con un pequefio y blanco ataid bajo el brazo. Un trecho més alla, de puro impaciente, Jacinto paso a guiar el cortejo en direccién a la puerta del Hospital del Nifio, y por ese camino, al mortuorio. Finalmente debié admitir esta eseena. ;Habia ‘sido ciege para no suponeria nunca? Esa noche, su marido le vio las sefias del Jlanto. —iQué te pasa? —grufié sin besarla, Ena guardé silencio, —No puedo dejar la tienda —dijo —. Gano muy bien. iCudnto me pagarian de ebanista o de simple carpintero? —Como sea, no vayas a esa puerta —le pidid con ansie- dad—. No quiero verte alli. {No puedo! —Tengo que hacerlo, mujer. En otras agencias hay desde teléfono hasta aviso iuminoso, y el duefio no se mueve, leyendo el periddico. Yo me las arreglo como puedo, —No vayas a la puerta falsa —volvié a pedir. —Supongamos que no vaya. ;Quién buscaria los clientes? El ayudante...? Es muchacho tonto. Hay que saber... —aConvencer, asi como lo hiciste hoy dia? —hablé mor- dazmente, _—10ye! —estall6 Jacinto—. jHay trabajos peores que el mio! Ella traté de explicarse: —Nunea tendremos un hijo, asi nerviosa como estoy, pen- sando en los nifios muertos que tu Ilevas y... —no acabé la frase, optando por herirlo—: ;Veias el reloj y deseabas que un chico del Hospital muriera! ;No es verdad? ;Dilo! 1 se alejé iracundo. —Estds loca —dijo—; te llevaré adonde tu madre. —Si, ya veo —agreg6, m4s pausadamente—. Gastas en mi, en la casa, en la madera y la pintura. Es justo desear que los chicos del Hospital... que ellos mueran cada vez més... 162 Jacinto la empujé y subid la voz: —1Quién crees ti que soy? Se me parte el alma cuando veo Ilorar a esas gentes jLo juro! Pero también nosotros debe- ™mos comer y pagar la casa ,no? ;Por eso trabajo! Y lo Hago en una tienda que no busqué. .. Sino que vino a mf, pensé ella que diria, —Una sola cosa... —pi en fin, desahogandose—, Una sola... {Por qué no fabricas...? —tembl6 su voz, llevada por una idea siniestra y salvadora: de nuevo pensaba en los hijos que tendrian mafiana—. Por qué no haces... cajas de adultos y no de nifios? Asi lo soportaria mas. —Las muy grandes son caras, Ena. capital. ..? Si, en efecto, pensé. {Quién le da el capital? Jacinto parecia lleno de razones. El recuerdo de lo visto por la ventana qued6 en ella un buen tiempo. La abria solamente a medias, dando paso a la luz con que tendia el lecho, antes de cerrarla por completo e irse para volver muy tarde, cuando Jacinto estuviera con ella. Asi, trans- currieron algunas semanas. Cuando un dfa la abrié més, fue con temor y diciendo: No, Jacinto, te va a hacer mal. —Abrela, te digo —suplicé él, que habia amanecido estor- nudando, a mas de quejarse de frio en las espaldas. Condenado a no levantarse por aquella indisposicién y por las muestras de afecto de su mujer, sonrefa palmedndole los muslos. —Bueno, bueno —decfa—; mafiana estaré bien, —Oh, sf —corroboraba ella, Pero, a la mafiana siguiente, Jacinto sonrié menos y Ie dijo: —Oye, mejor no abras la ventana, Noté que los estornudos del enfermo habjan menguado, Pero que su nariz, tupida, roja y brillante, le impedia hablar claro. Mientras tendfa la cama sin que se bajara Jacinto, éste, arroj6 el almohadén y extendié con alivio su cabeza, aunque luego ya estuvo tosiendo, hasta volver a ella los ojos supli- cantes, —lré a la botica —dijo—; tengo esa receta para la tos. Lo dijo y marché a la botica; pero ya de vuelta hallé muy pensetivo a Jacinto. 2Nos alcanza para la madera? —gangued él, LQuién me da el Dejé el frasco de medicina y ‘abrié el ropero. —No, Jacinto. —j Falta mucho? Mas de la mitad. —jTanto hemos gastado? —Bueno, sélo vendiste una... —repentinamente fue ga- nada por su viejo temblor—; sélo vendiste una el jueves, an- tes de caer enfermo. Hoy es sdbado. Fl domingo por la mafiana el enfermo continuaba igual. No te levantes —le pidié, afectuosa—. aQué vas a hacer un domingo? Con la nariz brillante y los ojos muy congestionades, Ja- cinto escupia grumos verdes de rato en rato. Ya estoy escupiendo —decia—; buena sefial. Ena no se despegaba de él, metida a su lado en Ja cama. Aquellos dias de enfermedad lo tenia en sus faldas como a un nifio, pero debfa curarlo ya, pues todo empezaba a marchar mal, excepto su propio egoismo y la ‘obsesién de impedirle sa- lir, Hasta el deseo era rabioso en ella. —Quita... —la aparté Jacinto con suavidad, apenas. le bajé las manos por su vientre—. Debo levantarme a trabajar. —Hoy es domingo —repitis. —Sabes que para nosotros no hay domingo. —Bueno, te levantaras mafana. —1Pero si no estoy grave! —;Por favor, Jacinto! —Bueno —dijo él—. —Y ahora voy a la cocina —anuncié—, todavia abochor- nada por el deseo; pero, ya en pie, debid juntarse a la ventana, disimulando la ansiedad por no inquietar a Jacinto. En la puerta del Hospital vio la carroza finebre de la Sociedad de Beneficencia Piblica; era de las de iiltimo rango, sin penachos, vidrios ni buenas llantas, y mal pintada de ne- gro: exactamente, de la clase que Jacinto ofrecia, cuando el Cortejo acostumbraba a salir del mortuorio y en un taxi o dos entraba el eseaso mimero de deudos. Ahora mismo, iniciado el entierro, vio desfilar al duefio de otra agencia con el diminuto féretro en la palma de su mano, al nivel de sus hombros, y con el grupo de mal vestidos deudos atrés. Sdlo Hevaban una fea corona de rosas y en menos de dos minutos despejaron la calle. Entonces ya no fue victima del llanto ni de la mera tristeza, sino que la invadio el furor hacia el ayudante de su marido, 184 aquel muchacho afecto, ms bien, a rodearse de amigos vaga= bundos, por dejarse arrebatar los clientes. Hasta pensé en abrir de par en par la ventana e insultarlo. gg 2 VS al muchacho? —pregants €—, siguiendo su mi- rada, a —iNo juega? —No, no juega. —iQué hace? —Esperar. ' ¥... nada? No —dijo Ena, apartindose—; no sirve alli de gran cosat “Tengo que hacerlo yo mismo; nos falta dinero. Me levantaré mafiana. —Mafiana es lunes; mejor el martes. Al anochecer del lunes, vio al ayudante jugar con otros de su calafia; fumaba y reia, pendiente del paso de las muje- res. Cuando al fin salieron dos hombres del mortuorio, ella supo que no haria nada bueno. En efecto, los lam6 timida- mente, y viendo un ademén de rechazo, los dejo pasar. Fl odio por el ayudante la Ilenaba como un liquido. Se puso a deambular por las estrechas habitaciones y s6lo acudié al dormitorio al llamado de Jacinto. Aquella noche sintié que 41 se revolvia insomne, ain mas afiebrado, y que certeramen- te le transmitia su enfermedad. ‘A las nueve de la mafiana se vistid con el mayor sigilo; dado el frio, rechaz6 la falda y se puso unos pantalones negros y dos chompas claras, del mismo tono: la una cerrada bajo el mentén, y abierta la otra, con una hilera de botones por delan- te. Y asi, peinada a medias, salié echando lave a Jacinto. Sin embargo, al descender los peldafios sintié que sus proyectos la mareaban. Quiz de no ver al muchacho en la calle, apoyado en el muro de ladrillos y leyendo ociosamente La Cronica, hubiera retornado. —iVe al taller! —le orden6, indignada. Fl ayudante se inqniets. —aSefiora. —1Al taller! ;me oyes? —No hay madera. Don Jacinto me dijo... —1Pues pinta las cajas, si no hay madera! —Hay poquita pintura. —jHaz lo que sea! {Pon las chapas de metal en las cajas! EI muchacho se alejé finalmente. A esa hora de maxima aglomeracién, los automéviles de los médicos rodeaban otra vez el Hospital y dificultaban e) transito; por las aceras CO- vor el Mimiantes rezagados, madres con sus hijos al pecho, enfermeras que tomaban la calle por un pasadizo y transetn- tes envueltos en rifias al pasar Jos frascos de los vendedores de botellas. Hundié las manos en sus bolsillos, todavia sin ver la puerta falsa; gacha su cabeza, temia que Jacinto hubiera despertado y se hubiera acercado a la ventana. ‘Unos estudian- tes la silbaron con malicia. A una alusién a su cuerpo, en vano eecondié sus pechos bajo la chompa externa; Y ‘al ofr una obs- cenidad, se alejé humillada ¢ iracunda. Le gustara o no, al final desu marcha veia un porton ajeno al edificio, pero encajado en él, como por ja fuerza, un portén que solo podia llevar al mortuorio, més alla de un rec- t4ngulo destinado también al estacionamiento de automéviles. Yale escocian los ojos, prontos a derramar lagrimas. Pensaba en que ni el monedero ni las Haves distraian sus manos como el cigarrillo distraia, sin duda, las manos de Jacinto. Quedé faciendo guardia, sus brazos en jarras y une pierna flexio- nada, tal como viera a su marido. Sus negros cabellos le ‘cai _ perezosamente on la espalda y los hombros; su tronco era més o menos endeble; pero sus redondas y saledizas nalgas, sepa~ Oda entre si por una grieta y echadas arriba y atras con orgullo, le daban una fortaleza digna de su hombre tan robus- for Sus pantorrillas y muslos se vefan fuertes; sus pies, gra- to sos y menudos 2 causa de los zapatos bajos. Jgual que una profunda sed, la impaciencia la Tlevé por Ta acera una y otra Yez, una y otra vez, hasta que dos hombres medio viejos, al parecer médicos, le formaron también un ruedo, esfumandose finicamente al oir a Jacinto en la ventana. iste habia seguido la escena y de un grito la inmovilizé en la calle. Al verlo se liené de ternura: con los pelos revueltos y una jpufanda al cuello, le pedia tal vez la llave de la habitacién 0 de celos jura- ba golpearla. Por toda respuesta cesd en SU ‘vacilacién, Desoyé psa pecho que le exigia obedecer, y como ‘paseando con la ma- yor ingenuidad, entré en el “Hospital y puso a prueba su 4nimo. En aquel momento unos desconocides venian desde el fon- (ificio principal hasta el estacionamiento de automé les. Los miré sin hilvanar un discurso, ya que al parecer guno de aquellos tres hombres y dos muchachas sufria. Sola- mente después, al volverse las muchachas de modo que la uz se rompiera oblicuamente en, SUS ‘ojos, pensé que todos eran deudos; y todavia més, cuando una de ellas sefialé el mortuo- rio y exhibié sus pobres ropas puestas a la carrera, en medio Ge eiguna inconsciencia. Ena ya tenia a su Jado al grupo; al Yinico viejo de los hombres, quiz4 el padre de todos ellos, ya invitaba a los demas a entrar en el mortuorio. Esta ahi, le oy decir, y broté en ella la imagen de un nifio muerto bajo una sabana_blanca. 2 ““No podemos pagar mucho —dijo el viejo—; vamos al frente, donde hay una agencia funeraria barata. —Si, alla es —sefial6 Ena—. —iCémo...? 4Quién,..? —se volvid el viejo.” Es muy cerca... barata... Yo soy... —se enredo—. Les acompafio en sus sentimientos —afiadid, mezclando en sus ‘ojos los rostros que veia; pensaba en lo natural del pésame, aunque sus mejillas le quemaran—. Lo ‘siento mucho... Soy la esposa del duefio de la agencia... Luego debid fijar el precio, aunque el hombre viejo pare- cia conocer las tarifas, y medio que la auxilid. Oyendo esa voz sabia en callar la palabra “muerto”, se vio entre los deudos, junto a las muchachas, en camino a la agencia de funerales y yogando porque todo acabara ya. Sin duda Jacinto la veia desde lo alto, Un trecho mas ail4, el padre y sus cuatro hijos (tal parecian) discutieron de nuevo el precio en voz baja. En- tonces la vergiienza la empujé adelante y pasd a guiar al gru- po, cosa que en el fondo de si misma habia esperado hacer. —Les hard mal si ustedes vienen —advirti6 el viejo a las muchachas—. Nosotros solos veremos un cajén bonito. —Oh, no, no —dijo sollozando una de ellas, con el pafiuelo en la nariz—. ,Y quién le pone.la mortaja? Entraron en la tienda mds o menos desconocida para Ena. Seguin ella, seria incapaz de... con sus manos elegir uno de los... y levarlo después... Ya en el centro di estanteria de madera, debié mirar los pequefos atatides blancos dispuestos hasta el techo. Aunque el orden y la limpieza de la tienda la jimpresionaran, no se volvid facilmente porque, a més de tem- blar, no sabia de los tramites ni de certificados de defuncién. Pero el viejo si lo sabia: quizd habia enterrado antes a otro hijo suyo; examiné las fotografias de las carrozas, eligié la mejor de ellas, asi como la hora del entierro, sefialé el niimero de taxis del cortejo, quitando por fin del estante el ataid deseado. Y puso el dinero en las manos de Ena, que las cerré avidamente. —zY usted hace todo? —pregunté el viejo, desconfiado—. {Usted misma? 4Y la capilla ardiente? 2Y el entierro? Se encrespé en cuanto oyé dudar de su habilidad. —Si, yo arreglo todo —desafis—; es mi trabajo y sélo me ayuda un muchacho. ;Dénde estard ese holgazén. . —Pues tome. Vamos —ordené el viejo, movilizando al po. ‘Quedé con el atatid en las manos. El ayudante de Jacinto, es verdad, lleg6 a sus voces y debié partir con lo mas pesado, con los candelabros de metal, el soporte para el atatid, el telon negro-y otros artefactos de la capilla ardiente. Sola, el tnico remedio era ponérselo al hombro y salir. La calle le parecié mas iluminada y el trecho mas distante. El atatd aumenté de peso en unos segundos y le arrancé el temor de que ya estu- viera ocupado por un nifio, aunque también sentia que, de algin modo, era por vez primera una madre. De stbito dio un respingo al ofr un estrépito en los altos de su edificio; las hojas de la ventana resonaron y la cabeza de Jacinto floté por encima de ella. —iQué haces? —grité él—. jAbreme esta puerta! No se detuyo, —Te va a hacer mal jentiendes? Corrié hasta ponerse detras de los deudos. —iVéyanse! —pedia, en tanto, el viejo a jas mucha- chas—. A qué vienen? Ella le pondra la mortaja —y sefialé a Ena—. Asi lo ha dicho gno es cierto? 20 no han ofdo ustedes? —Hllas quieren vestirlo —explicé el hombre més joven. —La mujer de la agencia puede hacerlo. Liévatelas ta —mandé el viejo—. {No ves que les hace dafio estar acd? —Peor estaremos si no lo vestimos —dijo una de las mu- chachas, y cerré la discusién, En medio de su ansiedad, recibié el diélogo como una lec- cién para no desmayarse antes de cumplir su trabajo. —jEna, ébreme! —llamé otra vez Jacinto, y ahora todos se volvieron a mirar la ventana—. ;Lo haré yo! Te va a hacer mal gme oyes? i Quién es? —pregunté el viejo. —Nadie —dijo ella—. Sigan no mas. —2Por qué le va a hacer mal? Esta usted encinta? —Oh, no, Sigan no mas —repitio—. Mas mal te haria a ti, que estas enfermo, pensaba respon- derle a Jacinto. Y ademds iqué sabes ti de nifios? —jiEna! jEna! —llamé Jacinto, quizé avergonzado ante los transeiintes que se detenian a mirarlos. Ya el cortejo trasponia el umbral. Ahora sabia que en la mesa del mortuorio, bajo el crucifijo, la esperaba un bulto ce- fiido por blancas sébanas, pero las muchachas, que en verdad sufrfan,-no se desmayarian al vestirio, y Ena, que loraba en silencio y que algin dia seria madre, tampoco dejaria incom- pleta su tarea, _ —iBna...! —oyé el nuevo grito, salvaje y estentoreo, de quien la amaba, y entré llevando el atatd por la inevitable puerta falsa. AUTOR: ZAVALETA, Carlos Eduardo TfTULO: “El cuervo blanco” LECTOR: “I. POSESIGN L&XICA (A) VOCABULARIO: selecciona y eseribe el- significado apropiado de aquellas palabras que consideres “clave”. (B) ORACIONES: construye oraciones con algunas de las palabras trabajadas. Il. POSESION LECTURAL (A) ANALISIS IDEOL6GICO 1) ¢Quiénes son los protagonistas? ,Cémo los describe el autor? 2) 4Cudl es la condicién socio-econémica de los personajes, reflejada en la lectura? 3) 4 Qué problema afrontaba Ena? ;Por qué razén? 4) gQué desenlace tiene el cuento? ) ANALISIS ESTIL{STICO 1) 4% Qué procedimientos emplea el autor con mas-frecuencia? 2) 4Qué caracteristicas le puedes sefialar al lenguaje emplea- do por el autor? Til, APRECIACI6N PERSONAL 1) {Qué opinas sobre el negocio de Jacinto? 2) Crees ti que haya otros negocios “peores” (legales, claro esté) ? ;Cudles y por qué? 3) ¢4Cémo calificarias la conducta de Ena? ~Por qué? IV. CREACION LITERARIA Ena y Jacinto amplian su negocio.

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