(Esp) Cine o Sardina Parte02 Cabrera Inf

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UNA MUJER MUNDANA Conoci a Anita Loos en Hollywood en 1970 —en un party: claro esté—. En Los Angeles hay mas parties que recepciones en Washington. Esta es, como en la diplomacia, la unica tierra de nadie en la paz. Ya habia conocido a ese mito del sexo rubio, Mae West, pero con Anita Loos me encontraba con la leyenda litera- ria: la escritora de Los caballeros las prefieren rubias, novela ejemplar, casi la obra de una giganta literaria. Pero me encontré con una enana, tan baja era. Me pregunté al inclinarme y darle la mano cémo prefieren los pigmeos las rubias, zasadas 0 en guiso? Anita Loos, ademas, no era rubia, sino una mujer de pelo teitido de oscuro y pelado corto en llovizna. «Encantado», le dije desencantado. «Miss Loos. Se di- ce luus, ¢no?», habfa pronunciado su nombre a la foo- se, que en inglés aplicado a una mujer la hace facil. Loose morals es de una dudosa moralidad. «Yo digo Loos», dijo ella, francamente. «Mi familia toda dice Lo-os. Loose luce picante en una mujer, {no cree? Mi disgusto con mi nombre ocurrié en Londres al saber — 315 — que loos son los retretes. Feo, gno? Pero me consuela México cuando llego allé y me Haman luz.» ¢Qué hay en un nombre?, pregunta Shakespeare. A veces, todo, Esta mujer delgada, vieja y pequefia habia escandalizado a una época que se creia libre con un titulo que ha pasado al vocabulario del siglo. Varias frases suyas estén en los diccionarios de citas. «Los caballeros parecen recordar mejor a las rubias.» «Abandénalos mientras huzcas bien.» «Un beso en la mano te hard sentirte muy muy bien, pero un braza- lete de diamantes te dura mejor, como en Los dia- mantes duran siempre.» Es diffcil admitir que antes del libro de Anita Loos nunca se habjan ofdo. Su novelita, publicada en 1925, dio a Loos fama y fortuna y esa felicidad literaria que dura hasta el préximo libro de éxito, propio 0 ajeno. Anita Loos, californiana, comenzé a escribir a los quince afios para el cine, arte californiano, en Hollywood, ciudad californiana, y pas6 prdctica- mente toda una vida (mds de cincuenta afios) en Ca- lifornia, aunque murié en esa meca del hombre del desierto californiano, Nueva York. Su primer escrito, una sinopsis, lo compré D. W. Griffith, el genio que él solo habia inventado el cine americano y a Hollywood de paso. Una fuga, la pri- mera a Nueva York le consiguié a Anita, huerfanita, la estima, el amor y el odio. Las dos uiltimas pasiones, ve- nidas de la misma persona, John Emerson, actor fraca- sado y mediocre director, que, como otro alo Loos su- gicre, se cas6 con la morena, para explotarla como si é1 fuera rubio. Curioso destino de una mujer con talento mundano que terminé compardndose.a menudo con la ingenua Colette, la escritora que mds admiraba y de — 316 — la que adapté obras al teatro. Como se sabe, Colette, en su juventud, hizo de negro (0 negrita) para su pri- mer marido, Willy, notorio chulo literario. Como Colette, la Loos no tuvo suerte con los ma- ridos mediocres, pero sf con los hombres de genio. Apadrinada por el gran Griffith, escribié en 1912 su primer triunfo para el cine, El sombrero de Nueva York, en que actuaron nada menos que Mary Pickford, Lionel Barrymore y las hermanas Gish. Fue Anita Loos también quien escribié la pelicula que lanz6 a Jean Harlow, la famosa rubia de platino, perversamente ti- tulada La Pelirroja, en 1932, Veinte afios después, Los caballeros las prefieren rubias consagraria al mito de la mujer rubia, Marilyn Monroe. Su carrera fue de escri- bir los titulos de Intolerancia al guién de San Francisco: un desastre legendario aquélla, un éxito econdémico és- ta. Curiosamente, ella estaba mds orgullosa del bodrio que de la obra maestra. En el medio conocié a todos los hombres intcresantes del siglo, Douglas Fairbanks, Griffith y Chaplin, a Clark Gable, a H. L. Mencken (que le dijo: «gSe da cuenta, jovencita, que es usted la primera escritora americana que se burla de esa institu- cién non sancta, el sexo?») a William Randolph Hearst, aH.G. Wells, a Aldous Huxley (quien después de de- clararse «arrebatado con su libro», la nombré su téte favorita), y todos esos caballeros la encontraron deli- ciosa y querian casarse con ella, De veras. Mirando esa noche de Hollywood, oyendo mas que mirando (porque ella hablaba y hablaba todo el tiempo) a esa estinge anecdética, me preguntaba cuAl seria su fascinacién para todos, enigma para mi. En- tonces recordé que esta mujer, Anita Loos, ya habia escrito su epitafio: Los caballeros las prefieren rubias. — 7 - LA RUBIA Y LOS CABALLEROS Nunca como en este siglo han sido tan populares las rubias. Es ms, el siglo parece haberse poblado de rubias. Es cierto que este es el siglo que inventé el pe- réxido permanente que hizo posible a la rubia oxige- nada. Mientras mas falsa la rubia, mas verds. Pero cuando Anita Loos (una morena menuda) acufié la frase «los caballeros las prefieren rubias» no estaba mds que comprobando una realidad moderna. Sin embargo la mitad del mundo las escoge pelinegras de ojos rasgados, como son las chinas, japonesas y corea- nas. Mientras que una tercera parte del globo las quiere morenas, con un lunar escarlata en ja frente y que huelan a curry. Todavia hay una humanidad ne- gra, morena, con el pelo ensortijado 0 con rizos ne- gros y trenzas de azabache. Por {o visto queda muy poco terreno para las rubias. Pero esas rubias, falsas o naturales, han dominado el cine que ha creado las im4genes del siglo. Un solo director, Alfred Hitch- cock, no admitia mas que heroinas rubias y a partir de la decadencia del cine mudo, cine latino, las rubias, — 318 — esta vez con voz y veto, se hicieron con las ansias fe- meninas y los deseos masculinos. No sélo los caba- lleros las preferian rubias: también, aparentemente, las sefioras. Las peluquerias respiraban oxigeno puro. Tomando la ocasién por los pelos claros, hay que hablar ahora de dos 0 tres rubias, dignas paradigmas. Tal vez la primera fue Mae West. Debajo de su abun- dante cabellera rubia, parecia un camionero con pe- luca, hablaba como una libertina liberada y se com- portaba como una mantis religiosa que ha devorado demasiados machos de la especie. Su lema: «Sube a ver- me un dia de éstos», parecia una invitacidn a la devo- racién. La rubia de al lado, Jean Harlow, era una po- bre seguidora de la ciencia cristiana en la vida (y en la muerte) pero en la pantalla daba muestras de una agresiva vulgaridad que desde entonces se deletrea s-c-x-o. Siempre apareaba a Clark Gable por su ma- chismo moderno, Harlow, que fue Ja primera rubia que perdio el pelo del otro lado de la pantalla. Para seguir siendo la rubia explosiva (sin pelo rubio no hay rubia) tendria que usar peluca hasta el fin de sus dias, que no fueron muchos. Pero pudo hacer hasta el final pareja con Gable cuya famosa sonrisa estaba hecha de dientes postizos. La otra rubia relampago, Carole Lombard, tenia el atractivo blondo y lirondo que tuvo Jean Harlow con el sentido del humor de que hizo gala Mae West. Lombard era esa rara combinacién: una rubia que no es tonta, que es sexy, que es cémica. Su mejor mo- mento ocurrid en Ser o no ser, una comedia en que tenia tantos amantes como dudas Hamlet, encarnada por un hastiado, astado marido, que era Jack Benny. La pelicula fue la obra maestra de Carole Lombard y —- 319 — de Jack Benny en su hilarante papel de Hamlet que no duda: su ser 0 no ser significa contar las astas de la testa. Lamentablemente, cuando Carole Lombard era mis bella (su cara una mascara cara), m4s apetitosa (tenia las formas femeninas mas generosas de Holly- wood) y su talento mds apreciado (era una comedian- ta consumada), se aparccié el destino en forma de un avién que volaba bajo y terminé su carrera con un gran ruido de estrella que se estrella. Todavia es la- mentada. Ahora le toca el turno a otra rubia, como Harlow, tonta y vulgar. Esa era la Marilyn Monroe del cine. Tengo que confesar que, como rubia, nunca me gustd demasiado. Mi rubia favorita fue Kim No- vak o Lana Turner, venerada vidente en mi afecto. Pero, hay que rendirse a la evidencia, la Monroe es la rubia mds famosa del siglo. Viva o muerta o co- locada en ese pedestal del arte que se [lama limbo. De la actriz se puede decir poco. Era una comediante ca- rifiosa (sus ojos ingenuamente abiertos se convirtie- ron en su marca de fabrica) en manos habiles, pero como actriz dramatica fue de una incompetencia realmente lamentable. Debidé, como Mae West, no hacer mds que comedias. Sin embargo, tenia ambi- ciones dramaticas y hasta ser una heroina de Dos- toievski. No lo logré. Lo mds que consiguié fue ser una neurética americana no ala manera de Tennessee Williams sino de Arthur Miller, su marido més en el espiritu de Jack Benny casado con Carole Lombard que en el de O’Neill. Al final de su carrera sin em- bargo en Something Got to Give, era posible detectar la presencia de un icono carnal y htimedo que se acer- caba a los ojos masculinos de este lado de la pantalla como pidiendo una tregua amistosa. Si lo prefieren, — 320 — parecia decir, que los caballeros por favor no me consideren rubia, sino un ser humano. Lamentable- mente, a su muerte ha vuelto a ser el amuleto oxige- nado que fue al principio de su carrera. Tal vez la raz6n por qué Marilyn Monroe nos es tan preciosa como imagen (que es todo lo que queda de ella) la tenga Carl Denham, el director de cine que descubridé a King-Kong en la selva feral de King- Kong. Al notar Denham el entusiasmo que desperta- ba su rubia importada entre los natives de la isla re- mota, dijo: «Las rubias escasean por aqui». Las rubias de veras escasean por todas partes. Aun en King-Kong la rubita que literalmente se eché al mo- no era, quién se atreve a decirselo al stibito simio, una falsa rubia, como Marilyn y todas esas rubias del cine. La tarea de Marilyn fue que nos creyéramos que era una real rubia ingenua. Su hazafia es que lo hayamos creido tanto tiempo. Era esa condicién de falsa de veras la que la ha hecho Ja rubia por antono- masia. Mientras Lana Turner era la preferida de un bribon o dos y Fay Wray de un desmesurado gorila, Marilyn Monroe fue la preferida de los caballeros. Todavia lo es. — 321 — BELDAD Y MENTIRA DE MARILYN MONROE Nadie llora ya a Marilyn Monroe, excepto tal vez Joe Di Maggio, pero todos la evocamos, como la luna de ayer. La miramos, la admiramos hoy, la admirare- mos siempre al verla, tinica y diversa, en el cine tantas veces como la primera vez. En el despliegue de su es- pléndida vulgaridad al caminar calle abajo en Nidga- ra, toda caderas: carne tan mévil sobre la que se podia oir la piel crujir bajo la tensa tela. La aplaudimos una vez, la aplaudiremos varias veces, al subir ella, cim- brear y bajar luego la empinada escalinata de neén, una rubia hecha de piernas, en Los caballeros las pre- fieren rubias: cien amantes, cien diamantes y una mu- chacha que es una joya. Querremos protegerla, la protegeremos en su pervertida inocencia carnal de Bus Stop. Trataremos de acogerla con la paternidad incestuosa de Clark Gable en The Misfits. Pero sabe- mos que gozar sdlo su visién de animal joven, implo- tante y devastadora («Do I have to go, Uncle Lon?») de la queridita que se queda sola, Caperucita entre lo- bos, con el cansado ojo senil del sexo: seremos como — 322 — ' el veterano Louis Calhern en The Asphalt Jungle. Su- yos son los oscuros ojos del voyeur condenado a es- crutar eternamente a su radiante objeto de deseo. Esa es la mirada de impotente social de Alonzo Emme- rich, todavia deseando a la muchacha rubia que va a desaparecer para siempre ante sus ojos, como el resto que se apaga: el mundo concebido como una linterna s6rdida que fue una linterna magica —ésa es la vision del espectador de cine. De ustedes y mia, de nosotros los voyeurs de antes que tedavia somos los mismos mirones: esa mujer se hizo para tu ojo sélo. No otra cosa que una sombra fue y sera Marilyn Monroe para todos. Ahora se trata de explicar la fas- cinaci6n, obsesiva y recurrente como la luna, de esa sombra, de esas sombras 0 de esa sola sombra palida que dura més de un cuarto de siglo en las reticentes retinas y su perenne manifestacién entre nosotros sus médiums. Esa presencia sobrehumana, mis alla de la muerte y del olvido, es el mito manifiesto que ahora llamamos Marilyn Monroe. La mujer —es decir, la tenue apariencia detras de la presencia poderosa de la sombra— nacié y murid como pocas estrellas del cine americano: en pleno Hollywood. E] mito surgié, como todos los mitos, dondequiera, pero al mismo tiempo: todo el mundo prefirié esa rubia. Su exacta geometria tiene la forma del circulo magico: su circunferencia esté en todas partes y el centro en ninguna. Cuando sucedia este fenédmeno tnico en la antigiiedad la aparicién era una diosa —o un dios. (Pero, realmente, Marilyn Monroe, para mortificar a Unamuno, era todo me- nos un hombre.) En la Edad Media esta manifesta- cién seria la de la Virgen —aunque es ridiculo pensar — 323 — en una Marilyn Monroe virgen. Ni siquiera, como Greta Garbo, en una suerte de vestal vegetariana. Ma- rilyn Monroe, como Afrodita, es el apogeo del amor: nacida del amor, para el amor. Como era posible pagar por ese amor vicario (todavia lo es, aunque més caro ahora: los boletos cuestan un horror en todas partes) ella era nada mas y nada menos que una hetaiva prodi- giosa —como una Cleopatra rubia, por ejemplo. Es decir, mera ramera. Marilyn Monroe, hay que decirlo claro, era una puta —]a puta platénica, hembra césmi- ca. Ella era la representacion virtual de la mujer para el vicio y la virtud del amor. Venus no era menos. Ma- rilyn no fue la mujer que inventé el amor, pero pare- cié haber adquirido temprano la patente. {Quién no ha estado enamorado de Marilyn Monroe o de una de sus reproducciones himedas de agua oxigenada? No quiero detenerme, pues, en las diltimas reve- laciones sobre la vida luminosa 0 sérdida de Marilyn Monroe, la mujer, como ha hecho Norman Mailer en su torcido homenaje ptblico y notorio. ¢Qué im- porta ahora si ella se suicidé o la mandé a matar Ro- bert Kennedy por encargo de su hermano Jack para que no arruinara la futura carrera politica de Ted, el tercer Kennedy? No hay que hablar tampoco de do- cumentos genuinos sobre una nifiez infeliz, su pu- bertad temprana y la juventud arruinada de Norma Jean Baker o Mortensen 0 como se llamara. ¢Qué nos importa si su madre murid loca 0 no? 2O si de nifia Normita fue violada por un huésped brutal o experto? :O si de mujer inmadura tuvo que afrontar una sola o diversas indignidades sexuales para sobre- vivir o hacer carrera y ser famosa? Son los gajes del oficio de actricita con més tetas que talento. No me — 324 — interesa saber si es cierto que Norma Jean, ya Ma- rilyn para siempre y por toda la eternidad (nadie re- cuerda por cierto a las otras Marilyns del cine: Ma- rilyn Maxwell o la misma Marilyn Miller, a quien debe su nombre, y atin la gloriosa Kim Novak cuyo verdadero nombre era, inoportuno, Marilyn No- vak), esa Marilyn por antonomasia, ingeniosa y cini- ca, fue la que al ver la recién colgada estrella en la puerta de su camerino, en sefial de ser ya una movie star, dijo o dicen que dijo su promesa de amor: «Ahora se la voy a hacer nada mas que a quien me guste». Ella, meretricia, habia cometido felacién por la causa del triunfo, pero ésa era otra mujer y el ul- traje ocurrié en ese otro mundo, en tinieblas, detras de la pantalla. Ademas la hembra est4 ahora muerta —como bien dijo Kit Marlowe hace casi cuatrocien- tos afios, hablando de otra dojia deferente. Si, es ver- dad que Marilyn, la criatura carnal, est muerta. Pe- ro parece mentira, con lo viva que se Ja ve: nadie diria que de ella ya no queda nada, excepto unas cuantas peliculas y muchas fotos: pocas mujeres de la historia han sido tan retratadas. Ademas, claro, queda el recuerdo. Todo el mundo tiene un recuerdo recurrente de Marilyn Monroe. Sélo sus iniciales son la doble entrada al Mnemocine de su memoria. Sam Shaw —fotdgrafo, productor de peliculas y animador de actores— tiene todavia recuerdos preci- sos de Marilyn Monroe que resultan vagos ante sus fotos precisas. Caminando por Manhattan, cerca del Parque Central, a comienzos del verano me dijo Sam sefialando: «En uno de esos bancos le hice unas fotos a Marilyn. Era verano. Marilyn Jlevaba mucha ropa para lo que llevan las mujeres ahora, pero para — 325 — entonces estaba desnuda. Asi vino. A veces Marilyn venia vestida con un abrigo de visén. Era, como siempre con ella, verano y el calor era sofocante. Cuando le reproché cémo podia llevar ese abrigo de pieles, ella lo abrié —y debajo no tenia nada. ;Pero nada! Era su chiste favorito. Ese mismo dia de las fo- tos en el parque llevaba un simple vestido sin nada debajo. Nunca us6 panties. Esa tarde caminé por la orilla del parque, se senté en un banco y leyé o hizo que leia el periddico. Estuvo sentada junto a dos no- vios de verano un rato y yo hice fotos, justo ahi al la- do de la pareja, jy ninguno de los dos la reconocié! Creo que ni la miraron —y estaba en su apogeo co- mo estrella y como mujer. Marilyn la de la vida dia- ria era timida, apocada, casi poquita cosa. Era su imagen del cine, y de las fotograffas, la que se hacia grande y poderosa, enorme. Como dice Howard Hawks, la camara se enamoraba de ella y a través de la cdmara, todos nosotros. Esa era su magia». Marilyn, viva, no olfa bien ademas. Era en la pan- talla que ella se convertia en el perfume de una ima~ gen, en el aire del cine, en un aura. Todos tomamos fotos de ella con nuestra Zeitgeist, de Seiss-Ikon. El recuerdo de Tony Curtis, antiguo galan, es bien diferente y nada deferente: es irreverente. Los dos fingieron juntos varias escenas de amor térrido en un Miami de cartén en Some Like it Hot: ella es- taba casi desnuda de veras, él llevaba gafas que nu- blaban la pasién simulada. «Como fue el beso de Marilyn?», le preguntaron a Tony Curtis después. «Como un beso de Hitler pero sin el bigote», confe- s6 Curtis que es judio. «Ademés, no usaba desodo- rante». Como Hitler, — 326 — Hacia el final de su carrera —es decir, de su vi- da— Marilyn se volvidé una actriz chabacana y cha- pucera. © indiferente. En esa escena con Curtis, en que él la enamora mientras mordisquea un magro muslo de pollo, ella no tenfa mds que un bocadillo o dos. Pero siempre se equivocaba, casi adrede. La to- ma tuvo que repetirse 27 veces por culpa de Marilyn y Tony Curtis se vio obligado a comer otros tantos muslos frios. Al final él queria darle a ella mordiscos no de amor sino de rabia. Curtis no fue cortés, pero Billy Wilder, el director, fue cortante: «Ella es costo- sa y poco profesional, es verdad. Pero mi abuela es muy profesional y cobraria poco. Todos pagan por ver a Marilyn vestida, ¢pero quién va a pagar por ver a mi abuela en negligé?» Fue Wilder quien creé la imagen mds memorable de Marilyn Monroe en movimiento. Es esa secuencia en que ella camina por una fingida calle de Manhattan y desde una parrilla en la acera un Eolo malicioso y solicito sopla una rdfaga vertical de aire tibio —o mis bien fresco— que le levanta las faldas y muestra sus pulidas pantorrillas palidas para revelar sus mus- los arqueados hasta los pidicos pantaloncitos desu- sados —tan blancos como sus piernas perfectas. Esa visién es imperecedera: es idéntica a la reconstruc- cién ideal que hizo Botticelli del nacimiento de Ve- nus en el mar Egeo: Marilyn es una Afrodita urbana surgiendo sobre el ajetreo del subway ahora. Hace poco una joven pelicula francesa (Wilder podria ser el abuelo de su director y de casi todos sus actores) llamada Diva, hacia caminar gratuitamente por un Paris real a una rubia irreal —y de pronto el aire de] metro le levantaba las faldas hasta la cadera, — 327 — en un golpe de nostalgia que no aboliré la cita. Al otro lado del Atlantico el ptblico de un cine de Manhattan, neéfitos mds que cinéfilos, rié de veras. Era que habian reconocido el homenaje francés a la Venus americana. E! mismo Wilder, en esa su ultima comedia juntos, Some Like it Hot, daba una nalga- da figurada a Marilyn y guifiaba después un ojo avisa- do al espectador cémplice. Es esa escena en que una muy mona Monroe, mUsica que toca ma] el ukelele pero a quien se le puede tocar bien todo, viene bella y boba por el andén simulado hacia la camara. Su distraccién es total: como si fuera la misma mucha- cha miope de Cémo casarse con un millonario, aque- lla rubita que sin lentes tropezaba con su sombra. Ahora la espléndida criatura blonda avanza hacia nosotros, el publico, todavia inocente. Pasa cerca del tren y de entre los vagones sale un doble chorro de vapor, uno para cada nalga mérbida, con un silbido soez de frenos en desenfreno. Ella salta asustada y luego sigue su camino, pero su culo no escapé a mis ojos sorprendidos. Pero ningtin homenaje mejor que el del recuer- do: recordar a MM cuando M muerta era M viva. Ese recuerdo, ese tesoro, este privilegio pertenecen a G. Cain, aquel fanatico furibundo que tenia en su es- tudio tres fotos, tres: Marilyn desnuda en el calenda- rio notorio, toda tetas y muslos muelles. Marilyn vestida en Some Like it Hot (es decir, peor que des- nuda: casi vestida y con mamas magnas), Marilyn forrada en pieles, como la queria Cain, discipulo de Sacher-Masoch, masoquista memorable: Venus en cue- ros. Ese Cain, que al revés de Sam Shaw no conocié a Marilyn nunca, que jamds sufriéd al besaria como — 328 — Tony Curtis curtido, que, impar de Mailer, no Ileg6 a enterarse de que la estrella habja muerto pero siem- pre supo qué cosa era ella viva —un mito del siglo—, ese Cain, atroz alter ego, escribié en 1961 un elogio nada ftinebre (no tenia por qué ser de luto: Marilyn no habia muerto todavia). Pero la loa se le convirtié en boa y el cronista se interné, perdido, en el labe- rinto de sus propias obsesiones: Marilyn devino una encarnacién de la fatal diosa rubia pagana que nacid con Helena para perder a Paris, burlar a Menelao su marido y destruir a Troya. Segtin Cain el mito, ya cristiano, se hace luego la Isolda celta de la Edad Me- dia, toda filtros y musica de Wagner. En la leyenda renacentista del Dr. Fausto, es el fantasma de la He- lena rubia que hace al alquimista moribundo suphicar ser hecho inmortal con un beso —como el final feliz de una pelicula cualquiera. Y con el cine regresa la diosa rubia (por cierto, de Jean Harlow a Kim No- yak, todas ellas fueron falsas rubias: solo Ginger Ro- gers era rubia real, rubio su cabello, rubio su velloci- no) o la mujer rubia como ideal erdtico y signo fatidico que se convierte en un simbolo — Marlene Dietrich, por ejemplo. Esa encarnacién culminé del todo en Marilyn Monroe. Después de ella fue el di- luvio de rubitas mojadas por la Iluvia del tiempo y la moda (un desfile de facsimiles: Beverly Michaels, Cleo Moore, Joy Lansing, Barbara Nichols, Jane Mansfield, Mamie Van Doren, y en un salto atlanti- co, Diana Dors y Anita Ekberg, y muchas, muchas mas que la memoria ahita de pelo pajizo rechaza), todas mufiecas de paja hasta llegar disminuida, des- mejorada a Bernadette Peters, mufiequita de New York: pelito pintado, ojos redondos, boca rotunda, — 329 — prognata —y esa Mae West de monte adentro que es Dolly Parton, enana neumatica que amenaza desin- flar con su canto, no su encanto, sus senos como un busto de goma que hace piss. Ahora a casi medio siglo de su muerte se sabe que la culminacién celebrada por Cain fue como un hybris: después de esa cima todo seria decadencia. Marilyn Monroe hay que admitirlo sin lamentarlo, es la cumbre, el tope del iceberg nérdico, el Everest mitico que hay que escalar (con los ojos porque esta ahi: sus fotos en blanco y negro y en colores, en to- das sus peliculas y en la televisién). MM no es el mas breve epitafio sino una clave: Marilyn es la ultima rubia radiante —pero también la rubia eterna, la in- mortal, el mito de la mujer rubia, la diosa blanca, la luna que nace, que renace y en ella misma cada vision la cambia. — 330 — Vivas, BIEN VIVAS MELANIE GRIFFITH ES UNA DESHOJANTE MARGARITA Quien conoce a Melanie Griffith no podra ya ja- més olvidarla. Como una margarita de celuloide ella se deshoja en la pantalla mientras nosotros el publico nos desojamos. Melanie Griffith, esa rubia a veces gorda, a veces esbelta y a veces con el pelo negro de negra noche, pertenece a esa generacién de rubias de los 80, inolvidables castigadoras, liosas letales, legion de la que también forman parte las formas de Kath- leen Turner, Kim Basinger y Michelle Pfeiffer, sin ol- vidar a la acrobatica, aerobatica Daryl Hannah. Gru- po bautizado como Daryl Hannah y sus hermanas, son todas tan obviamente peligrosas como una do- madora de latigo, silla y revdlver: mujeres que Sa- cher-Masoch encontraria ideales. Melanie Griffith es primero de pelo de ala de cuervo en su mejor pelicula, Something Wild. Al re- vés de las otras rubias de rabia, Melanie es hija de ac- triz y tuvo su primera leccién dramatica de nadie me- nos que Alfred Hitchcock cuando tenia solo cinco afios. Ella, no Hitchcock. Su madre es Tippi Hedren, — 333 — la obsesidn blonda y lironda de Hitchcock y de to- dos nosotros los que teniamos entonces treinta afos y crefamos que las rubias preferian a los caballe- ros. Error tan craso como Hitchcock. La creencia en la genuinidad de las rubias duré hasta que leimos la primera biografia de Hitchcock de cuerpo presente. Tippi Hedren habia sido descubierta por el Alma de Hitchcock (su mujer Alma Reville) en un spot publi- citario: pasaba ella y un nifio la piropeaba. Hitch- cock, Cupido crecido, la vio y quedé flechado por si mismo. Pero para Tippi, Hitch era un hombre entra- do en carnes que podia convertirla en una diosa blanca. Hitchcock sin embargo queria mds: no que- ria su talento, sino su cuerpo espléndido. Hitchcock, que llevaba a Tippi casi cincuenta afios, creé para ella dos peliculas: Los pajaros, en que Tippi era asaltada atin sexualmente por todo un aviario (hay que recor- dar que en inglés pajaro es sindnimo del sexo mascu- lino, ademas de la argucia de fotégrafo ambulante que quiere que el objeto fotografiado «jMire al paja- rito!»), En Marnie la ladrona Tippi Hedren ya le ha- bia robado el gordo corazén a Hitchcock y de paso su alma. Tippi, como su hija afios més tarde, era aqui alternativamente rubia natural y alevosamente peli- negra, toda tefida. Como su madre, Melanie tuvo un mal encuentro con Hitchcock. El violador metaféri- co de su madre tenia setenta afios, Melanie Griffith recuerda. Ella sdlo cinco. Antes de que empezara a rodar Marnie (si, si: la ladrona), un Hitchcock todavia traumatizado por el rodaje de Los pdjaros, en que habia convertido a Tip- pi Hedren en ave cautiva, envid a Melanita, que era una nifiita, un regalo inquietante atin para un adulto. — 34 — Era una minuciosa mufieca miniscula con los rasgos tipicos de Tippi, vestida como aparecia entre pdjaros, con su traje en miniatura verde (el verde significa en Hitchcock, viejo verde, el recuerdo erético), con un elegante peinado bouffant y una bufanda al cuello blanco. La muiieca venia, toque de Hitch, en una caji- ta de pino que era la reproduccién de un atatd. El ver- de del recuerdo para Hitchcock se convirtié en el co- lor del odio para Melanie, que recuerda todavia esa mujieca morbosa. :Tuvo que ver esta broma macabra («Alfred Hitchcock presents») con los traumas que convirtieron a Melanie, apenas diez afios m4s tarde, en una nifia problema y en una actriz de talento? Sdlo Freud lo sabe y los labios de Freud estan sellados. Lo unico cierto es que esta mujer que nos alivia la vista tiene todavia un problema insoluble. O soluble sélo al siete por ciento. Todo tal vez comenzé con un regalo de Santa Claus. Eso o ver a su madre en Marnie mu- chas veces. Nadie sabe por qué late el coraz6n de una actriz. Sdlo se sabe que late a 24 cuadros por segundo. Melanie Griffith no tiene ahora las gloriosas piernas de su madre (ver Los pdjaros como un com- bate entre piernas y patas: nailon versus plumas), pe- ro contiene en medias y mallas unos muslitos pdli- dos, pulidos que recuerdan las muy comestibles ancas de rana que solia servir suculentas La Gre- nouille, restaurant restaurado. Arriba, cuando la pierna se quiere hacer cadera, lleva ella un tatuaje ca- nalla. Declara el tattoo en Body Double, acebo en sus ramas verdes y en su frutilla roja (acebo es holly en inglés y también malvaloca), que ella es Holly Body, su alias audaz. Pero parece decir Lulu cuando imitaa Louise Brooks cuando fue Luly, la ultima, ultimada — 335 — amante de Jack el destripador. Ese peinado paje es la tapa negra de la caja de Pandora en Something Wild. Ella, ferme futil, quiere ser la Brooks por otros me- dios, aunque Melanie es alta, rubia de veras y lleva en los brazos los pesados atributos de un nuevo culto cubano, la santerfa. Mas Melanie, como Lulu, es se- xual, impulsiva y, beware: cuidado, morena moral. Créanme, esas mujeres amorales enamoradas son pe- ligrosas. Pauline Kael, la critica citrica de la revista The New Yorker, siempre entusiasta de la belleza de las mujeres del cine, aplasta con su crénica a Body Double (que comete un sélo crimen: ser Hitchcock después de Hitchcock) para exaltar a Melanie mu- cho: «La pelicula no tiene centro y es tibia», opina Kael, * Todo comenzé con un juguete y un belga. El bel- ga, como los verdaderos videntes, era ciego y sin em- bargo fue el primero en investigar los principios de la persistencia de la visién. Como se sabe, éste es un fenédmeno al que se debe principalmente la posibili- dad del cinematégrafo, invencién que proyecta figu- ras fotografiadas en constante movimiento. A este defecto del ojo humano, que es la retencién momen- tanea de una imagen en la retina, donde permanece en la visién segundos después de haber desaparecido (o es suplantada por otra imagen) para permitir la ilusién de movimiento. No creo que se le escape al lector que la palabra clave aqui es ilusion. Sin tener que penetrar en la cue- va de Platén, esa suerte de Altamira de las almas. O mirar por el hueco negro donde se podia ver claro el * La frase «imagen del mundo», de cufio medieval, estd, cosa curiosa, en el origen del descubrimiento de América. Con ella quiero invocar el mundo de la imagen. — 347 — oscuro futuro en Delfos. O convocar a Tiresias (que fue por cierto el primer transexual: al atacar con su bastén a dos serpientes que fornicaban al sol fue convertido en mujer, pero esa condicién de hombre- mujer o de mujer-hombre le permitia predecir la suerte de hombres y mujeres —tipo de pregunta de griego: «gQuién ganaré el maratén?», tipo de pre- gunta de griega: «;Quién me robé mis almoha- das?»— ya que Tiresias-todo-tetas podia ver mas lejos por no tener ojos), convocar ahora a Tiresias- el-del-baculo para agradecer a ese pionero belga, al que podiamos llamar el Ciego de las Maravillas, por haber inventado lo que él mismo bautizé con tino el Fantascopio —literalmente «para ver fantasias». Este juguete o esta maquina maravillosa, producia apa- rentes imagenes en movimiento para convertirse en el antecedente directo del dibujo animado que nos permite encender hoy la lampara que alumbra a Ala- dino segtn Disney. El Fantascopio est4 considerado el mas antiguo antecedente del cinematégrafo. Ese iluminado, que a su vez ha dado a luz a Hollywood, se llamé, como conviene a un hombre destinado a la fundacion del cine, Joseph Plateau. De esa bellota belga ha crecido el frondoso 4rbol del séptimo arte. Una de sus ramas es la televisin, que, curiosamente, tiene entre sus elementos electr6- nicos una valvula en forma de bellota. El cine, ¢quién lo niega?, es el arte del siglo xx —y lo sera también del siglo xx1. Esta enorme maquinaria de producir imagenes ha generado una nueva forma de cultura y muchos términos de la jerga del cine son esenciales hoy dia a la comunicacién. Las palabras close-up, stay, thriller son de uso comun, desde Los Angeles, — 348 — donde se originaron, hasta donde los angeles no se aventuran: en el dominio del lenguaje. El teatro, que en un principio creyé poder dominar al cine a través de los actores, ha terminado dominado por el glamour que emana de la pantalla como un exudado de plata: hoy la gente va al teatro a ver, en carne y hueso, a los adorados fantasmas del cine. Cuando en 1948 se estre- no el Hamlet de Laurence Olivier, hombre de teatro, se calculé que mds personas verian la pelicula que las que habjan visto la pieza desde su estreno en 1602. No solo su Enrique V sino Macbeth y Otelo (ambas de Orson Welles) no eran versiones de Skakespeare sino el tiltimo destino del teatro isabelino. Asi toda una tradicién teatral dependia de un invento, la cémara de cine y la proyeccién de imagenes fotografiadas pero en movimiento sobre una sdbana —que fue la mise- en-scéne fatal que acabar4 con la escena, Ilevada a cabo por dos fraternos franceses, los hermanos Lumiére, los dos pilluelos a quienes hay que perdonar porque no sabjan lo que hacian. Un golpe de dados, como bien saben los tahtires, no aboliré la cultura, pero un golpe de manivela cambiard, ha cambiado, no sélo la cultura sino la percepcién de las cosas. El cine ha sido ademas una poderosa arma de propaganda no para cambiar la vida, como pedia Rimbaud, sino para do- minar el mundo, como dijo Adolf Hitler por boca de Goebbels, su ministro de propaganda y Iuces (aten- cidn a este titulo), y lo probé la bella y peligrosa Leni Riefenstahl con sélo dos documentales. Los comunis- tas por supuesto no se quedaban atras. Fue Lenin quien dijo la frase torcida para que la entendieran de- recha, es decir izquierda, sus secuaces: «El cine, de to- das las artes, 1a que més nos interesa». Fidel Castro, ~ 349 — més militar que militante, ha dicho: «El cine es nues- tra mejor arma». Mao Tse-Tung tenia el cine en tan al- ta estima que sc casé con una actriz. Por su parte, esa version moderna de la Dama del Dragon, veia cons- tantemente cine (de Hollywood, es claro) para su so- laz y esparcimiento. Mussolini, por su parte en el arte, creé Cinecitta, que fabricé a algunos de los mejores directores del cine italiano. De Sica, Rossellini y hasta el aristécrata comunista (un oximor6n perfecto) Lu- chino Visconti colaboraron con el Duce en su labor de amor y de odio. Franco, lo sabemos, llegé atin mas lejos y no sélo amaba al cine como espectador, sino que, como Faulkner y Fitzgerald, escribié guiones de cine. Mientras tanto en Argentina una mediocre ac- triz, Eva Duarte de Perén, tuvo lo que siempre anhe- laron las estrellas, un publico cautivo y, por un tiem- po, cautivado. El cine no sélo habia cambiado la cultura, sino que todas esas subculturas mencionadas arriba (na- zismo, comunismo, maoismo, fascismo, franquismo, peronismo), dirigidas al predominio primero y luego al dominio total, hubieran sido diferentes, si se hu- bieran diferido, literalmente, cine die. gEs que se puede pensar en una obra de teatro llamada El acora- zado Potemkin? ¢Qué hubiera sido de El triunfo de la voluntad como ensayo politico? ¢Habria Franco, ese bajo continuo, escrito un poema épico para lla- marlo Raza? Piensen en ello. En otra direccién de la cultura, francos fascistas como T.S. Eliot, su maestro Ezra Pound y el mentor de los dos, William Butler Yeats, tres poetas puros, lamentaban la existencia de lo que ellos creian baja cultura, sin darse cuenta de que la alta cultura, en este — 350 — siglo de chacota, sonaba a veces como alta costura. Eliot se quejaba en todos sus ensayos (y al que lo venga el ensayo que se lo ponga), se dolia, como le dolia Espafia a Unamuno mientras que a Hamlet le olfa Dinamarca, que eran todos un largo lamento por la cultura, que de elevada pasaba a ser enana. Eliot al mismo tiempo cambiaba cartas amorosas con Groucho Marx y atesoraba una foto del comico, solicitada, en que tenia un bigote pintado, cejas de betiin y en la mano un puro como una pira. Los tres, Eliot, Pound y Yeats, eran antisemitas, pero este Eliot elitista se comunicaba con un comediante judo edu- cado en un gueto de Nueva York: no se podia surgir de mds abajo para hacer, ser cultura y ser adorado por un mandarin meticuloso. No hay altas ni bajas culturas, lo sabemos. La cultura es una sola, sino g¢cémo poder apreciar a Ho- mero, a Petronio o a Dante sin ser graduado de hu- manidades 0 conocer el dialecto florentino en que esta escrita la Divina Comedia? Quiero hacer un po- co de autobiografia, que es siempre una historia inti- ma. Me crié en un solar habanero, en condiciones de pobreza que he relatado en otra parte sin arte. Estu- diando bachillerato, cuando sdlo me conmovia la practica del base-ball y una o dos muchachas que pa- saban tan lentas como para que las aprehendiera mi ojo ubicuo, of a un profesor que era un pedante eli- usta, pero que amaba la literatura cuya historia repe- tia con su palabra prolija. Este maestro hablaba de un héroe que regresaba a su casa después de diez afios de exilio (gcémo iba a saber entonces lo que significaba esa palabra ahora intima como un cuchillo clavado en la conciencia?) y era sélo reconocido por su perro. -—331- Lo que me conmovié de la narracién era que el perro moria momentos después de haber reconocido a su amo. Para mi, tan amante de los perros que siempre he odiado que !os llamen perros, esta historia de Uli- ses, ése era el nombre del héroe, y su perro Argos, esa historia se convirtid en mi biografia. Es decir en mi vida, la que cambié para siempre cuando frecuen- té los libros, ese libro. Olvidé la vida de los héroes del base-ball y cambié el diamante en que se juega ese deporte por la biblioteca en que los libros fueron mas que un diamante, un tesoro. Lo dije antes y lo digo ahora, ya que siempre me repito, asi, con los ojos de un perro que se muere, cambié mi vida. $i no creyera que la cultura es de todos y para todos, uste- des tendrian que preguntarme: gy qué hace el mu- chacho que era yo en un libro como éste? No quiero terminar sin hablar de la television, esa radio en imagenes. Antes era costumbre de cier- tos intelectuales que debfan escribir ese nombre con hache, denostar al cine. Recuerdo a un poeta catalan, una columna dorsal de esta cultura en ese tiempo, di- ciéndome al convidarlo yo al cine: «Nunca voy al ci- ne» con desprecio. Este era un poeta, pero la frase, palabra por palabra, la repetia siempre un escritor madrilefio. El poeta que odiaba al cine decfa tam- bién, como si la frase fuera su lema: «El inglés es un idioma de barbaros». Ya ven, ya veo. Sin embargo, ahora es posible ofr a otro prohom- bre de la cultura, decir, repetir como un eructo:

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