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Los tltimos ° ~Ya no dilata en hacerse noche —dijo la madre y su voz se con- fundié con los cercanos sollozos del rio, con el aire que ya co: menzaba a cimbrar los matorrales. El padre no respondié. De pocas palabras, volvia Significativos sus silencios. Se quité el sombrero para mirar el horizonte don- de el cielo se tefiia de un gris apenas azulado, como sia lo lejos se levantara una nube de polvo y amenazara con sepultarlos. Lue- go miré hacia arriba: una media luna turbia de color pajizo Vigi- laba el crepiisculo, atestiguando la soledad del caserio. -Le voy a decir a Epitacio que le apure con la lefia la mujer se alejé presurosa. Los perros ladraron’y uno de ellos desafiné un aullido. El pa- dre acarreaba a varios marranos hacia el corral ante la indiferen- cia de los nifios que se entretenian jugando con tierra. Arrecié el aire, aunque no habia trazas de Iluvia. Socorro aparecié por una vereda; de sus manos colgaban dos botes con agua hasta el borde que al escurrir dejaron tras ella un rastro semejante a una colum- na de hormigas mantequeras. Entré a dejarlos junto al anafre y enseguida salié para ayudar a su padre con los puercos. ~Papd -su voz vibraba como si algo la oprimiera desde dentro dejandola salir poquito a poco-, el rio ya empez6 a agarrar fuer- za. Viene crecido. Hace unos ruidos horribles. El padre le acaricié la nuca. Ella se abraz6 contra su pecho y oe un quejido breve. Después se volvié hacia los jac Bese a el pequefio poblado. Lucian como st ae a inca en ellos. Sélo algunas urracas picoteaba™ techos de palma, aprovechando las tiltimas luces del dia para" Provisar un nido, ~Todos se fueron < 105; pues? ya, papa. ¢Por qué nosotros nos quedam 212 Achicando los ojos, el hombre miré lar; alrededor: la loma calva y el agua que se arbustos entretejidos en una especie de bo: yacfos, como esqueletos truncos arte de la vida. Mas alla, el arid ces de madera podrida, donde tonados unos con otros. __ -Aqui nacimos —dijo-. Esta es nuestra tierra, Pero, papa... ~Socorro se interrumpid. No hallaba los argu- mentos. Finalmente dijo-: tengo miedo, Tbaa decir algo para consolarla pero se detuvo al ver a su mu- jerya Epitacio que venian cargando atados de lefia. El rostro de su hijo mayor denotaba nerviosismo. La madre hablaba con él. -.. no te mortifiques, no va a pasar nada, Lo que tenemos que hacer es quedarnos juntos. Entraron a la casa:y acomodaron la lefia en.el piso de tierra, a un lado de la pared. La madre dijo “enciéndela” y luego llamé alos nifios adentro. Remolonearon un poco, pero un manazo en la cabeza del mas pequeiio los convencié de meterse. Con ellos en casa, la mujer salié y se.dirigié al corral. : -Vénganse para adentro ustedes también. Ya casi es de noche. Socorro obedecié, entrando detrds de su madre. El padre. se quedé recargado en las trancas del corral. Contemplaba alos ani- males que se removian inquietos en sus limites de palo. Mas tarde miré el resto del caserio. El cielo casi se habia vuelto negro, excep- to en un rincén lejano donde daba la impresién que de-lastierré brotaba lumbre. Entre las sombras los jacales abancignasios aaa jaban ser mas grandes, mas altos, como si el terreno Ct 7 : x e 1 los observaba se hubiera hundido al caer ha nae Pada escuchar ruidos vagos que provenian de ee Boe rare nes, erujr de madera. Quizas agin 2 oles, la palma de barria la yerba, agitaba matorrales, ramas I ggus del rio. Comen- los techos, En piedras y recodos roncahaie’ ie y, enmedio de Zaron a grufir los perros. Un cov tte anera instintia hacia un sobresalto, el hombre Ilevé la mano le grito. el machete. La voz de su mujer por POC? gamente el Paisajea su Perdia por su Costado, sque chaparro; : 5 Corrales y rectos que alguna vez formaron ‘0 cementerio de monticulos y cru. descansaban sus ancestros amon- Jo hizo pegar un 213 -Métete, por favor -el tono era de ‘stiplica~: ¢Qué no ves que 16? anieade entrar al jacal volvié a mirar la luna. Cercenada por la mitad, se habia convertido en ‘una sonrisa burlona que alentaba al coyote a entonar nuevos aullidos. Varios Pajaros revolotearon en un arbol cercano. Desde adentro surgid elllanto de uno de sus hijos. El hombre acaricié a los perros, rascdndoles el Pescuezo hasta que dejaron de gruiir: Luego lanz6-un escupitajo a la oscu- ridad, cerré los dedos en-torno a las cachas del machete, entr6 azotando la puerta de madera. © : Detras de él, el viento levant6'un remolino de polvo-apenas alumbrado por la luna: ? © Dos quinqués iluminaban él interior del jacal-donde:la madre, el'padre, Epitacio y Socorfo bebfan unos pocillos de café en‘tor- no al calor del anafre. Los nifios se habian dormido después de cenar. La luz débil se volvia amarillenta al posarse sobre los ros- tros morenos, crispados por el silbido de ese aire que se internaba por debajo'de la puerta, hacia sisear la palma del techo, golpea- ba la madera en la tinica'ventana. | z Ya empez6. E ane Socorro perseguia‘el origen de todos los ruidos. Su mirada iba de las paredes ala cama, después a la ventana y se perdia en el te- cho. De pronto la puerta crujié como si fuera-a romperse, y ella se agaché hasta esconder el al ido. El padre contemplaba la Alido, él cuerpo endurecido. etia mds fuerte. Las paredes de inas se desprendfa tierra, como €scena con dientes apretados, p: Poco a poco el viento arrem adobe temblaban y en las esqui 214 dela oscuridad uno de los nifios gimié en la ¢ yiera a punto de gritar entre suefios. -Ahi viene —dijo Epitacio con voz quebrada. Padre € hijo se miraron en silencio pero enseguida desviaron Jos ojos con vergtienza. En una lenta caricia, la madre untaba la mano en el pelo y la espalda de Socorro, que habia dejado de Ilo- rar Afuera el viento concedia ‘un espacio-de calma que ya duraba varios minutos. Socorro levanté la cabeza y la recargé en el hom: pro de su madre. Epitacio tomé6 del anafre la jarra de peltre y lle- no de café los cuatro pocillos. Entonces a lo lejos se escuché un rumor sordo, como de miles de pasos acercandose a marchas forzadas, y el aire se Ilené de olor achamusquina, a quemazon de yerba y carne, a animales muer- tos y agua podrida. Los perros enloquecieron. Ladraban y gemian entre grufiidos y tarascadas rabiosas como si pelearan unos con otros a causa de una hembra en celo. Luego se alejaron velozmen- te, en una persecucién ciega hacia el fondo de la noche, mientras en el corral los animales hacian crujir las trancas al querer escapar. Socorro se puso de pie. Sus ojos otra vez cuajados de angustia se clavaron suplicantes en los de su padre. ~Papa. Pero él permanecié quieto, la mano distraida sobando con ner- viosismo su pierna, apretando la rodilla; los ojos muy abiertos hacia la penumbra, sin saber qué hacer para dar calma a los su- yos. Fue la madre quien reaccioné. Primero volvid a encender el quinqué apagado. Enseguida arrim6 lefia al interior del anafre donde la lumbre se extinguia, y disemino yerbas de olor sobre las brasas con el fin de ahuyentar la pestilencia que venta de afue- Ta. Mas tarde, encaminandose al extremo del. jacal, rebuscé den- tro de una caja y volvié con un rosario blanco en las manos. Vamos a rezar —dijo y se senté junto a su hija. EI tiempo se detuvo en tanto los padrenuestros y Jas avema- tias sofocaban los ruidos del exterior. La mondtona repetici6n de las oraciones, las letanfas interminables, el lento gotco del ro- . 2 internaron como una droga satio en las manos de la madre, se inter josismo. El padre en la sangre'de cada uno hasta aflojar el nerviosismo- ama como si estu- 215 suaviz6 las lineas de su rostro, su mano al fin reposaba Sobre ¢] muslo. Epitacio, al igual que su madre, mantenia los ojos Cerrados y bisbiseaba su rezo. Socorro veia fijamente las brasas en e] ana- fre. Mas que rezar sin voz, su mandibula continuaba tiritando a causa del miedo. Ella era la nica que no podia olvidar los ataques del viento contra las paredes y el techo, los olores infernales, los lejanos sonidos del rio que ahora parecia vociferar como si se hu. biera levantado de su cauce. -No pienses -le dijo su madre al concluir una letania-. Nada mas ten fe. Reza con nosotros. Es que no puedo... El rumor de pasos, que se habia detenido unos instantes, vol- vid a escucharse con mayor fuerza. Ahora era posible distinguir también galopes de caballos, rechinar de ruedas, aleteos de pdja- ros gigantescos y voces alteradas y gritos que nada tenian que ver con los humanos. Por momentos Ilenaba el espacio un Ilanto ani- mal, de dolor infinito, seguido de un bramido interminable que se iba levantando por debajo de la tierra, como si un terremoto sacudiera el caserio. Las llamas en los quinqués se tornaron tré- mulas, luego disminuyeron hasta extinguirse. Epitacio y su ma- dre dejaron de rezar al sentir que la oscuridad se echaba sobre sus espaldas. Sélo quedaron las brasas del anafre para medio ilumi- nar desde abajo los cuatro rostros: la palidez que les imprimia el resplandor rojizo se acentuaba con el rictus de pavor. Todos se estremecieron cuando un trueno estallé por encima del caserio. La madre solt6 el rosario que cayé sobre las brasas. So- corro no pudo contener un grito. Enseguida hubo otro trueno, y otro mas. El cielo parecia romperse pedazo a pedazo inmovilizan- dolos, hasta que el Ilanto de los niiios los hizo reaccionar. $0co- tro y la madre corrieron a la cama y se tendieron sobre ellos para Protegerlos con sus cuerpos. En el jacal cundia de nuevo un olor achamuscado, y Epitacio advirtid‘que el rosario comenzaba a ar der, Lo sacé del anafre quemdandose los dedos. Algunas cuentas yla cruz de madera se habian ennegrecido y despedian una es piral de humo gris apenas visible en la penumbra. El tinico que Permanecié inmutable fue el padre, pero sdlo en apariencia: los 216 ojos vivisimos y la crispacién de ta que habia en su interior, la lucha con el miedo, con la impotencia, Apenas la madre y Socorro habfan los nuevamente, los truenos volvieron a aparecer, seguidos di ulular ag6nico que venia de muy lejos. La pestilencis se hi a penetrante y enseguida, a través de la ventana, se escuchs con claridad una serie de jadeos provenientes de una respiracién in- mensa. El padre se levanto y clavé los Qjos en el rectangulo de madera que vibraba como si alguien lo sacudiera desesperado. Lentamente extrajo el machete de su funda y lo mantuvo en al- to, listo para atacar. De repente Epitacio dio un salto y se Ilevé las manos ala espal- da. Retorcia el cuerpo, sacudiéndose como si quisiera librarse de alguna alimafia. Su cara se habia congelado en un grito que no al- canzé a echar fuera. ~{Qué te pasa! —gritd el padre mientras blandfa el machete en direccién a su hijo. -jMe tocaron!—alcanzé6 a responder el muchacho antes de co- rrer a la cama junto alos demas-. jSenti que alguien me agarro! No habia tiempo para encender ninguna de las lamparas. So- corro se adelanté hacia Epitacio y le revisé cuidadosamente la espalda, en tanto el padre rastrillaba con la punta del machete el pedazo de tierra donde habia estado el muchacho. Nada. Sélo su sombra proyectada sobre los adobes de la pared por el escaso resplandor de las brasas: una mancha vacilante que se volvia ain mas deforme a cada movimiento. Los hijos y la mujer se apreta- ban unos a otros en Ja cama, abrazados, envueltos en un solo es- pasmo histérico, los ojos fijos en la figura paterna. : El hombre no sabia si echarse a un lado de los suyos 0 perma necer firme, de pie enel centro del jacal, para defenderlos. Dex cidié buscar unos cerillos y prenderles mecha a los qundits Y cuando la llama amarilla estuvo otra vez atrapada en las camp: el olor nas de cristal, los ruidos afuera comenzarpn a aplacarse y ; Ai jugar. a muerte fue alejandose poco 4 poco del luga -Recoge el rosario y pasame’ Sus manos indicaban la tormen- que libraba consigo mismo, grado dormir a los nifios Jo -dijo la madre y su voz agur 217 da reboté en las cuatro-paredes; corriendo libre entre tanto gi. lencio. Sees El hombre tomé el rosario y lo arrojé:a las manos de su mu- jer. De inmediato giro bruscamente sobre sus ‘huaraches, Pues junto a la puerta habia estallado el ruido seco de una pedrada, Listo para asestar el golpe, levant6 el machete yavanz6 dos pasos hacia la entrada del jacal. Se detuvo, escudrifiando:con Nerviosis- mo las tablas de madera. La calma era densa, pesada, sdlo se re. conocian en ella los resuellos de sus hijos, desu €sposa, el suyo, Bajo el arma despacio, hasta descansarla en el suelo, pero pronto la volvié a subir: un murmullo muy leve se ofa afuera. Luego se hizo mas claro: era el sonido de unos pies pisando firme cerca de la casa. Se escuchaba también una respiracién sollozante. El padre agaché la cabeza, acercandola a la puerta, y por sus venas corrié el panico cuando, afuera, lo que parecia Ilanto se transform6é en isa y todo el peso de un cuerpo se precipité contra la puerta que apenas resistié enmedio de un estruendo de rechinidos y.crujir de astillas. Socorro chillé en la cama. La madre exclam6.un ave- mariapurisima. El padre reaccioné tardiamente, echandose ha- cia atrds mientras lanzaba un machetazo que fue a encajarse en el quicio de adobe. Los golpes afuera se'repitieron. Se alejaron de la puerta sélo para multiplicarse en cada‘uno de los muros con un tamborileo semejante al de una ‘granizada, hasta rodear por completo el jacal y volver a fatigar aun con ms safia las tablas de la puerta. Ensegui- da la madera chirrié cuando las ‘ufias de una mano comenzaron a arafarla sin prisa, sin furia, como quien toca al paso cualquier superficie ‘con distraccién. Era igual a una stplica y,.al mismo tiempo, una amenaza mortal. Cuando el chirrido ces, los pasos y las risas crecieron. Se alejaban y volvian, dando vueltas intermi- nables al jacal. El padre se habia quedado estatico. Vena rezar con nosotros dijo la madre. -No. Eso-no sirve ~su voz habia cambiado: era ronca, furiosa-. Voy a salir. -Por favor no salga, papa —rog6 Socorro-. Es mejor quedar- nos todos juntos. 218 {Que no! ~grité el hombre. Alz su cabeza y abrié la puerta: Un sosiego mas Intenso que todos los ruidos anteriores se in- terné en la casa. Los hijos y la mujer observaron aterrados al hombre que se detuvo en el umbral. Como si la luna se hubiese desplomado al suelo, una luz extraiia lo iluminaba de frente y su sombra gigantesca no cabfa en la pared contraria. Lucia sor prendido ante la calma exterior. Sus ojos se hundian en los rayos lunares y le daban una expresién demente. Durante unos segun- dos encaré el horizonte y su resplandor; después lanz6 a su fa- milia una mirada llena de ternura, como pidiéndoles disculpas, y se metié en la noche tirando machetazos al aire mientras voci: feraba todo el miedo y todo el rencor que traia atorados entre pecho y espalda. -iNo nos vamos:a ir! Aqui nacimos!'=alcanzaron a escuchar que gritaba-. {No van a poder sacarnos de aquf, hijos de la chin- gada! Epitacio, los nifios y las mujeres todavia oyeron los ladridos de los perros, que desde la lejania daban Ia bienvenida a su amo, antes de que la puerta se cerrara dejando el interior del jacal en silencio. 6 el machete por encima de ° ~... bendito el fruto de tu vientre, Jestis. ~Parece que ya termind. : -Vamos a completar el misterio, hijos. ~Ya falta poco para que amanezca. No piensen en eso. Vamos a seguir rezando. ~é mi papa? —Que recen... : : Los nifios pequefios dormian profundamente, arrullados po! las oraciones. Horas atras, las tiltimas brasas del anafre habjan ter- minado de convertirse en cenizas. El petréleo de uno de los quin- qués se fue consumiendo, hasta que su ascua desapareci6, dejando escapar un débil hilo de humo antes de apagarse. El otro quin- 219 qué conservaba una llama apenas semejante a la del cabo de un cerillo. Las tonalidades ocres daban al interior del jacal la apa- riencia de una cueva sellada por un derrumbe. Persistia el olor a lefia, y una mezcla de la combustién del petréleo y las emana- ciones de los cuerpos. Afuera un viento suave movia los matorrales y las ramas de los Arboles; las hojas rozaban unas con otras emitiendo un murmu- Ilo conocido. No se escuchaba la corriente del rio. Epitacio se incorporé y fue hacia un rinc6n. Empezé a hurgar entre trastos y herramientas inutiles, provocando sonidos meta- licos que acallaban los rezos y retumbaban en las paredes. Soco- tro y la madre interrumpieron el rosario, atentas a lo que hacia. Al fin encontré una vieja hoz, mellada en el filo y cubierta con manchas de orin antiguo. La contempl6é unos momentos, pensa- tivo, y luego caminé con decisién a la puerta. Voy a buscar al viejo. -Tu te quedas aqui dijo la madre en un tono que no admitia cuestionamientos-. Tu padre ya no ha de tardar y lo que debes hacer es poner lumbre para café, Epitacio dud6 unos instantes. Miraba alternativamente a su madre y a la puerta, como si considerara lo que mas le convenia. Enseguida contempls la hoz; pas6 un dedo por la curva del filo varias veces. Resoll6é a manera de obediencia resignada y se pu- so en cuclillas para preparar la lefia. Mientras, seguimos con el rosario -dijo la madre y continué una letania. Después de la partida del hombre la noche se habia ido silen- ciando. La madre habia arrojado sobre las brasas un puiiado tras otro de yerbas aromiticas, sin dejar de repetir todos los conjuros que sabia, hasta que los olores extrafios se alejaron definitivamen- te. Entonces se concentraron en las oraciones, sin prestar atenci6n a las brasas, nia las caprichosas sombras que los quinqués estam- paban en las paredes de adobe. Solo de vez en cuando legaban hasta ellos los ruidos de la no- che violenta, aullidos de coyotes a los que seguian las lejanas mal- diciones del padre, acompajiadas del ladrar de los perros. Ya no 220 un par de veces; luego pasos se iban. Pero hacia varias horas que no volvia Ahora el miedo que los embargaba ei dre, y por la angustia de estar solos, —Deberiamos irnos, in. ra por la suerte del pa- ; madre —dijo Epitacio mientras vefa cémo la lumbre iba tomando fuerza en el interior del anafre. -Si -lo apoyé Socorro-. No tenemos nada no hay nadie mas. -¢Cémo que no tenemos nada que hacer? —dijo la madre aira- damente-. ¢Y nuestros padres y abuelos? ¢Todos nuestros muer- tos? Estan ahi enterrados, en-ese panteén. -&¥ quién dice que no son ellos mismos los que nos hacen es- to? -exclamé Socorro casi en un grito-. Eso decia la gente. Su madre la miré como si no la conociera. En su expresién se adivinaba una busqueda de razones para replicar; sin embargo no encontré ninguna y bajé los ojos hacia el rosario y lo apreté con fuerza entre ambas manos. Respiré profundamente y luego habl6 como si deseara escapar las palabras en contra de su voluntad. Pon la jarra de café en la lumbre, Epitacio. Nos vamos a ir cuan- do su padre lo ordene. ~=2Y si no regresa? —pregunt6 Socorro viendo a su madre direc- tamente a los ojos. : El silencio que siguié a la pregunta se cargé de tensi6n. Soco- rro sostuvo las dos miradas, esperando una respuesta, hasta que las ramas de un drbol cercano papalotearon a causa del viento. Entonces se froté los brazos para aplacar un escalofrio, mientras su madre reiniciaba la oracion interrumpida. Epitacio se sum6 a los rezos, y pronto las letanfas aumentaron de volumen hasta en- volverlos en una sustancia monétona que los aisl6 completamente del exterior. Sélo paraban de rezar para humedecer la garganta con Mie leh Bo de café. Las oraciones eran lo tinico que los apartaba de los que hacer aqui. Ya 221 horrores de la noche. Al concluir-un rosario, de inmediato inicia- ban otro sin detenerse a pensar, amodorrados. por la falta de des- canso, por la angustia a la que habian estado sometidos durante tantas horas. Rezaron hasta bien entrada la mafana, cuando e] més pequeiio de los nifios desperté y exigié su alimento con un Ianto impaciente. Socorro retird del anafre la jarra de café y puso en su lugar una olla de frijoles. Después eché sobre las brasas un puiiado de tortillas. El calor entonces los hizo sudar a todos, y el aire se len de un aroma dulce, picante, bochornoso; pero atin nadie se atre- via a abrir la puerta o Ja ventana. Fue Epitacio el que, mientras se limpiaba la frente con Ja manga, murmuré un “no lo soporto” y camin6 hacia la puerta, abriéndola de-un golpe. Una corriente de aire frio y limpio lo bafié de arriba abajo, apa- g6 los quinqués, se escurrié por todos los rincones del Jacal y, fi- nalmente, al abrir Socorro la ventana, escap6 llevandose consigo los humores acumulados entre las cuatro paredes. El sol estaba en alto y su luz les ardié en.los ojos acostumbrados a la penumbra. Epitacio dio dos pasos afuera. El caserfo lucia como la tarde anterior. Nada habia cambiado. La misma soledad, la misma in- movilidad. Sélo los puercos.andaban desbalagados por entre los jacales, devorando las plantas y yerbas que encontraban a su pa so: las trancas del corral-estaban destrozadas, como si las.hubie- ran partido a hachazos durante la noche. Mientras su hermana y su madre daban de comer a los nifios, el muchacho reuni6 a los animales: no faltaba ni uno. ~& papa? dijo Socorro al salir. Su voz atin denotaba miedo-.

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