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Las Nueve Musas

Portada » El Triunfo de la Muerte (Pieter Brueghel)

La peste
Carmen Panadero Delgado
13 diciembre, 2017

Durante la Baja Edad Media, los países de Europa fueron


escenarios de sangrientas e interminables guerras que
contribuyeron al empobrecimiento general.
Una de las más comunes armas de guerra eran las talas de arbolado y
las quemas indiscriminadas de cosechas. Trajeron consigo otras
secuelas, como la despoblación de grandes extensiones de tierras.

A todos estos males se unió en el s. XIV el descenso de la productividad agraria por


agotamiento de los suelos de cultivo y por las adversas condiciones climáticas de
todo aquel siglo, que desde sus comienzos registró temperaturas más bajas de lo normal
y sufrió una acusada ola invernal. Las simientes brotaban muy tardías, los cereales
mermaron, el trigo casi llegó a desaparecer.
La Peste en Marsella, de Heinrich III Erndel

Esta situación de escasez tan prolongada ocasionó, sobre todo en las ciudades, grandes
hambrunas; lo dejan de manifiesto las Cortes de Burgos de 1345: “Hubo una gran
mortandad de los ganados y, además, la simiente brotó muy tardía por el muy fuerte
temporal de grandes hielos y nieves, de manera que las carnes están muy
encarecidas”. Un documento del monasterio de San Zoilo de Carrión (Palencia), en el
año 1325 afirma que “en este anno que agora pasó non cogiemos pan nin vino nin cosa
de que nos podiésemos proveer por raçón de la tempestad de elada e de la piedra e
nublo e langosta que acaeció en este anno en la tierra“. A lo largo de aquel siglo
disminuyeron los excedentes y, con ellos, también las reservas biológicas de los
pobladores de Europa, España incluida; y los organismos con deficiencias nutritivas
eran potenciales víctimas del contagio en las epidemias.

A todo esto hay que añadir las nulas condiciones sanitarias, tanto de personas como de
ciudades; solo las clases altas podían permitirse el uso de vidrios en las ventanas. Las
clases modestas combatían el frío con la ausencia de ventanas (por tanto, también de
ventilación) y durmiendo vestidos, incluso con gruesos tabardos que solían ser nidos de
parásitos. En el campo, la población compartía techo y lecho con sus animales de
labor para así aprovechar su calor natural, pero estos eran, asimismo, transmisores de
enfermedades. En las ciudades, sus moradores se hacinaban tras un cinturón de
murallas, en calles angostas y oscuras que convertíanse en vertederos sin fosas ni
cloacas, donde animales callejeros y roedores se solazaban entre los desperdicios. En la
mesa, el uso del plato individual era excepcional; las comidas se hacían tomando
todos los comensales de una misma fuente o perol común, lo que favorecía la
propagación de enfermedades contagiosas.

Y en estas circunstancias, hizo su aparición la peste como visitante inesperado y se


propagó entre la población medieval norteafricana y europea. Todo el continente sufrió
sus terribles efectos, pero en nuestra península ibérica los años más difíciles fueron
1310, 1335, el trienio de 1343 a 1346 y, claro está, el fatídico año 1348.
Procedencia de la epidemia y expansión

El espanto invadió la Europa asolada por tan devastador mal, los reinos se sumieron en
la ruina: Inglaterra perdió el 25% de su población, Escocia el 30%; Francia, Alemania
e Italia, el 50%; peor aún la ciudad de Venecia, que vio morir a 70.000 de sus 100.000
moradores (70%). En Tunez, durante la fase más aguda de la epidemia, llegaron a
morir 1202 personas diarias.

Los primeros síntomas resultaban engañosos porque aquel funesto morbo comenzaba
como otras muchas enfermedades comunes: fiebre, escalofríos, malestar general. Tras
esta breve fase, comenzaban los vómitos, mareos, vértigo y un sudor muy maloliente,
hedor a paja podrida; la sed insaciable inducía al enfermo a consumir cantidades
ingentes de agua, lo que originaba diarreas extenuantes. A continuación aparecían
bultos en ingles y axilas, que se extendían luego por todo el cuerpo; eran las
inflamaciones de los ganglios linfáticos, que podían alcanzar el tamaño de un huevo e
incluso de una manzana común y a las que el vulgo llamaba bubones —“bubón” (del
griego), bulto, tumor—, de ahí el nombre con que se conoció a la enfermedad: “peste
bubónica”. Estos bubones a veces se reventaban entre insufribles dolores, supurando
con insoportable hedor, y aparecían manchas cárdenas extendidas por la piel.

Las sucesivas fases de la peste eran muy rápidas, de forma que una persona sana podía
estar muerta cuatro o cinco días después y, a veces, incluso a las 48 horas. La aparición
del primer bubón en una axila o en la ingle era indicio infalible de muerte. Pero esta
modalidad de peste no era contagiosa de persona a persona, y surgía más en épocas muy
calurosas, en tierras bajas y húmedas o en las costas. Solía coincidir con otras
enfermedades propias del verano, como la malaria o el cólera, y en conjunción
agravaban sus terribles efectos.

Durante los inviernos y con las bajas temperaturas, se extendía otro tipo de peste, cuyo
cuadro clínico era casi idéntico al de la peste bubónica, pero cuyo bacilo pasaba de la
sangre también a los pulmones, por lo que fue conocida como “peste pulmonar o
neumónica”, mucho más peligrosa y contagiosa que la anterior porque esta sí se
transmitía entre personas y se propagaba, por tanto, con mayor facilidad. A los
síntomas comunes se unían también la tos y los esputos sanguinolentos.

Mientras la peste bubónica se llevaba a la tumba entre el 40 y el 70% de los


contagiados, la peste neumónica se cobraba las vidas del 90% de los infectados.

Pero se dio, además, una tercera modalidad de peste mucho más espantosa y mortal que
las anteriores: la “peste septicémica o peste negra”. Esta consistía en una complica-
ción de las anteriores, a cuyos síntomas se incorporaban delirios y hemorragias por
todo el cuerpo del afectado, cuya piel se cubría de placas negras (de ahí el nombre).
También se la conoció como “muerte negra”. [1]

Desde largo tiempo atrás, por una intuición general a la que faltaban siglos para poder
ser probada, se creía que la causante de la peste era la rata negra (Ratus ratus), por
ello, cuando en las ciudades la veían campar entre los desperdicios, la tenían por
precursora del desastre. No andaban del todo equivocados porque, si bien la rata no
era el agente causante, sí era el primer agente propagador.

Pero para la propagación no solo son necesarios los agentes vivos, contribuyen también
las condiciones climáticas (temperatura y humedad, sobre todo), pues la pulga de la
rata solo puede vivir entre los 15º y 20º C. y en una humedad ambiental del 90-95%. La
rata negra, portadora de la enfermedad, llegó a Europa en el s. XIV y desplazó a la rata
común europea.
Pulga infectada con yersinia pestis

Nuevos caminos de llegada de la enfermedad abriéronse a través del comercio de


marmotas entre Asia y Europa, muy intenso en la Edad Media, pues dichos animales
solían hospedar a pulgas de ratas, y las caravanas comerciales las acercaban hasta el
Mar Negro. Otra vía de llegada fue a través de los mongoles, que la propagaron con
sus correrías asiáticas desde la región china de Yunnan (uno de los focos endémicos)
hasta la de Alma Ata (en Asia central), y desde allí alcanzó Crimea cuando el Khan
Kiptchak puso sitio a la colonia genovesa de Caffa, en 1347. La peste se cebó entre las
tropas mongolas, y el Khan, para forzar la rendición de la ciudad sitiada, lanzó al
interior con catapultas los cadáveres de los apestados; los genoveses que abandonaron la
plaza extendieron con sus barcos la plaga por los puertos mediterráneos de Bizancio,
Sicilia e Italia, donde ya se dieron los primeros casos en ese mismo año de 1347; era la
misma epidemia que en 1348 diezmaría la población de Florencia y que tan bien nos
describe Bocaccio en el Decamerón.

La peste negra de 1348

España no se libró del azote en ese año; Julio Valdeón afirma que el primer muerto
documentado fue en Alcudia (Mallorca) en marzo de 1348, seguido por los de
Almería en mayo del mismo año [2]. Un texto de origen gallego nos refiere así: “…
murieron en nuestra diócesis casi las dos terceras partes tanto de los clérigos como de
los feligreses…” Un documento de enero de 1349, hallado en el monasterio de Santa
Clara, en Villalobos (Zamora), se lamenta de la dificultad de encontrar peones para el
laboreo de las tierras “por razón de las mortandades e trebulaciones que este año que
agora pasó fue sobre los omes“. Hay constancia de que, todavía en el año 1349, la peste
seguía en todo su apogeo en Córdoba y en Sevilla. Al año siguiente moría, víctima del
citado mal, el rey de Castilla Alfonso XI, durante el asedio de Gibraltar. Se repitieron
las grandes mortandades en los años 1363, 1374, 1383, 1393-94-95.

Las epidemias de peste fueron origen de muchos hospitales, algunos llamados


popularmente “de los pestosos” o “de las bubas“, como fue conocido el de Santos
Cosme y Damián de Sevilla, levantado tras el brote del año 1383. En ellos no solo no
se solía curar la peste, sino que se podía contraer “porque los enfermos podían ocupar
camas peligrosas, por haber muerto antes en ellas enfermos de peste” (Philippe
Contamine). Los primeros hospitales fueron de patrocinio eclesiástico, pero en el siglo
siguiente cobraron impulso los de gremios y hermandades [3].

Entierro de víctimas de peste en Tournai - Miniatura

La sociedad medieval hallábase muy desprotegida ante tan grave mal porque, además
de desconocerse los principios más básicos del contagio de enfermedades, ignorábase
también el enorme alcance de la higiene en el control sanitario. En Europa, los
escasos procedimientos médicos que se aplicaban databan de la antigüedad griega y se
vivía por completo de espaldas a los importantes avances médicos de musulmanes
y judíos, que en aquella época no se limitaban solo a ser depositarios de los saberes
helenísticos y orientales. Únicamente en aquellos países en contacto con el ámbito
islámico, como la península ibérica (al-Ándalus en especial), llegaron a difundirse las
novedades científicas.

En Europa raros eran los casos tratados en hospital; lo más común era la visita del
galeno a domicilio y, como en caso de epidemias estos no dieran abasto, la mayoría de
los afectados se trataban con remedios caseros que circulaban de boca en boca. La
técnica más generalizada era la sangría, que, al debilitar las defensas del paciente,
aceleraba su fin.

En la España del siglo XIV, cuatro médicos hicieron notables aportes sobre la
espeluznante plaga y escribieron tratados sobre el tema; tres de ellos eran musulmanes
andalusíes, y uno, cristiano. Nos referimos a ben Jatima (“Descripción de la peste y
medios para evitarla”), a al-Saqurĩ (“Información exacta acerca de la epidemia”), a
ben al-Jatĩb (“Libro que satisface al que pregunta sobre la terrible enfermedad”) y al
leridano Jaime d´Agramunt (“Régimen de preservación de la pestilencia”).

La obra de ben Jatima, por su saber sobre la génesis, desarrollo y tratamiento de la


peste es la más completa y acertada del s. XIV. Este médico almeriense supo ver ya el
caldo de cultivo necesario para el desarrollo de la enfermedad: “… En Almería siguió
persistente el clima húmedo y caluroso durante todo el verano y parte del otoño; la
cercanía del mar procuraba mayor humedad que en otros lugares. Era un
inconveniente fatal”. Y añadía que “la experiencia demuestra que cualquier sano, si
prolonga su contacto con un enfermo, acabará contrayendo la enferme-
dad”. Recomendaba no tocar la ropa ni enseres personales del enfermo, debido a su
experiencia acreditada en el zoco almeriense, sobre todo en el sector de compraventa
de ropa usada, donde la mortalidad fue muy superior a la del resto de la ciudad. Con su
observación se adelantó en siglos a las teorías sobre el contagio de enfermedades
infecciosas y sus medidas profilácticas. También Jaime d´Agramunt —que, no
obstante, murió de peste—, salvo algunos errores como achacar la enfermedad a alguna
conjunción de planetas o a venenos de malvados hijos del diablo, supo relacionar las
epidemias con la falta de higiene, con la humedad y altas temperaturas.

Doctores Yersin y Kitasato

No fue hasta finales del siglo XIX (1894) cuando dos científicos dieron
simultáneamente, aunque por separado, con el origen de la enfermedad: el suizo
Alejandro Yersin y el japonés Kitasato Shibasaburō. Desde entonces se sabe que la
peste es una enfermedad infecciosa producida por el bacilo Pasteurella Pestis, cuyos
principales transmisores eran la pulga de la rata (Xenopsylla Cheopis) y la propia rata.
Más tarde llegó a saberse que las pulgas parásitas de los roedores, al chupar su sangre,
absorben con ella los bacilos. Al multiplicarse estos, obstruyen la trompa del insecto,
que solo consigue reabrir el conducto al picar a otro roedor o al ser humano. No solo la
rata es portadora del bacilo; otros roedores no domésticos lo son: ardillas, ratones,
liebres, conejos, etc.

La peste no respetó fronteras, exterminó familias, arruinó ciudades, asoló


países enteros, desertizó áreas extensas del continente… El contagio era
repentino; los síntomas, espeluznantes; el desenlace, implacable y fulminante.
El pánico, el horror, la ignorancia y la superstición generaron un clima apocalíptico, en
el que las gentes lo mismo se daban a vicios aberrantes que a heroicas abnegaciones y
despiadadas penitencias. El ambiente no solo quedó reflejado en la Literatura de la
época, sino también en la obra de pintores como El Bosco, Brueghel el Viejo y otros.
Se creó un clima de muerte y hecatombe en el que los suicidios, el bandidaje, las
persecuciones de judíos (a los que muchos fanáticos achacaban la epidemia), la
intolerancia o —por el contrario— la depravación de los clérigos, las largas procesiones
de flagelantes y las enigmáticas Danzas de la Muerte contribuyeron a una histeria
colectiva que parecía presagiar el Juicio Final.

(Cabecera: El triunfo de la muerte – Pieter Brueghel)

[1] – “La Peste Negra”, de Ángel Blanco Rebollo.- Diario El Sol, edit. Anaya, 1991.

[2] – “La Peste Negra: La muerte negra en la península“, de Julio Valdeón Baruque.- Biblioteca Gonzalo
de Berceo, Univ. de Valladolid.

[3] – Historia de España Tomo 9: La Baja Edad Media (Crisis y recuperación), John Lynch y VV.AA.-
EL PAÍS, edit. Crítica, 2007.

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