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La Peste-1
La Peste-1
La peste
Carmen Panadero Delgado
13 diciembre, 2017
Esta situación de escasez tan prolongada ocasionó, sobre todo en las ciudades, grandes
hambrunas; lo dejan de manifiesto las Cortes de Burgos de 1345: “Hubo una gran
mortandad de los ganados y, además, la simiente brotó muy tardía por el muy fuerte
temporal de grandes hielos y nieves, de manera que las carnes están muy
encarecidas”. Un documento del monasterio de San Zoilo de Carrión (Palencia), en el
año 1325 afirma que “en este anno que agora pasó non cogiemos pan nin vino nin cosa
de que nos podiésemos proveer por raçón de la tempestad de elada e de la piedra e
nublo e langosta que acaeció en este anno en la tierra“. A lo largo de aquel siglo
disminuyeron los excedentes y, con ellos, también las reservas biológicas de los
pobladores de Europa, España incluida; y los organismos con deficiencias nutritivas
eran potenciales víctimas del contagio en las epidemias.
A todo esto hay que añadir las nulas condiciones sanitarias, tanto de personas como de
ciudades; solo las clases altas podían permitirse el uso de vidrios en las ventanas. Las
clases modestas combatían el frío con la ausencia de ventanas (por tanto, también de
ventilación) y durmiendo vestidos, incluso con gruesos tabardos que solían ser nidos de
parásitos. En el campo, la población compartía techo y lecho con sus animales de
labor para así aprovechar su calor natural, pero estos eran, asimismo, transmisores de
enfermedades. En las ciudades, sus moradores se hacinaban tras un cinturón de
murallas, en calles angostas y oscuras que convertíanse en vertederos sin fosas ni
cloacas, donde animales callejeros y roedores se solazaban entre los desperdicios. En la
mesa, el uso del plato individual era excepcional; las comidas se hacían tomando
todos los comensales de una misma fuente o perol común, lo que favorecía la
propagación de enfermedades contagiosas.
El espanto invadió la Europa asolada por tan devastador mal, los reinos se sumieron en
la ruina: Inglaterra perdió el 25% de su población, Escocia el 30%; Francia, Alemania
e Italia, el 50%; peor aún la ciudad de Venecia, que vio morir a 70.000 de sus 100.000
moradores (70%). En Tunez, durante la fase más aguda de la epidemia, llegaron a
morir 1202 personas diarias.
Los primeros síntomas resultaban engañosos porque aquel funesto morbo comenzaba
como otras muchas enfermedades comunes: fiebre, escalofríos, malestar general. Tras
esta breve fase, comenzaban los vómitos, mareos, vértigo y un sudor muy maloliente,
hedor a paja podrida; la sed insaciable inducía al enfermo a consumir cantidades
ingentes de agua, lo que originaba diarreas extenuantes. A continuación aparecían
bultos en ingles y axilas, que se extendían luego por todo el cuerpo; eran las
inflamaciones de los ganglios linfáticos, que podían alcanzar el tamaño de un huevo e
incluso de una manzana común y a las que el vulgo llamaba bubones —“bubón” (del
griego), bulto, tumor—, de ahí el nombre con que se conoció a la enfermedad: “peste
bubónica”. Estos bubones a veces se reventaban entre insufribles dolores, supurando
con insoportable hedor, y aparecían manchas cárdenas extendidas por la piel.
Las sucesivas fases de la peste eran muy rápidas, de forma que una persona sana podía
estar muerta cuatro o cinco días después y, a veces, incluso a las 48 horas. La aparición
del primer bubón en una axila o en la ingle era indicio infalible de muerte. Pero esta
modalidad de peste no era contagiosa de persona a persona, y surgía más en épocas muy
calurosas, en tierras bajas y húmedas o en las costas. Solía coincidir con otras
enfermedades propias del verano, como la malaria o el cólera, y en conjunción
agravaban sus terribles efectos.
Durante los inviernos y con las bajas temperaturas, se extendía otro tipo de peste, cuyo
cuadro clínico era casi idéntico al de la peste bubónica, pero cuyo bacilo pasaba de la
sangre también a los pulmones, por lo que fue conocida como “peste pulmonar o
neumónica”, mucho más peligrosa y contagiosa que la anterior porque esta sí se
transmitía entre personas y se propagaba, por tanto, con mayor facilidad. A los
síntomas comunes se unían también la tos y los esputos sanguinolentos.
Pero se dio, además, una tercera modalidad de peste mucho más espantosa y mortal que
las anteriores: la “peste septicémica o peste negra”. Esta consistía en una complica-
ción de las anteriores, a cuyos síntomas se incorporaban delirios y hemorragias por
todo el cuerpo del afectado, cuya piel se cubría de placas negras (de ahí el nombre).
También se la conoció como “muerte negra”. [1]
Desde largo tiempo atrás, por una intuición general a la que faltaban siglos para poder
ser probada, se creía que la causante de la peste era la rata negra (Ratus ratus), por
ello, cuando en las ciudades la veían campar entre los desperdicios, la tenían por
precursora del desastre. No andaban del todo equivocados porque, si bien la rata no
era el agente causante, sí era el primer agente propagador.
Pero para la propagación no solo son necesarios los agentes vivos, contribuyen también
las condiciones climáticas (temperatura y humedad, sobre todo), pues la pulga de la
rata solo puede vivir entre los 15º y 20º C. y en una humedad ambiental del 90-95%. La
rata negra, portadora de la enfermedad, llegó a Europa en el s. XIV y desplazó a la rata
común europea.
Pulga infectada con yersinia pestis
España no se libró del azote en ese año; Julio Valdeón afirma que el primer muerto
documentado fue en Alcudia (Mallorca) en marzo de 1348, seguido por los de
Almería en mayo del mismo año [2]. Un texto de origen gallego nos refiere así: “…
murieron en nuestra diócesis casi las dos terceras partes tanto de los clérigos como de
los feligreses…” Un documento de enero de 1349, hallado en el monasterio de Santa
Clara, en Villalobos (Zamora), se lamenta de la dificultad de encontrar peones para el
laboreo de las tierras “por razón de las mortandades e trebulaciones que este año que
agora pasó fue sobre los omes“. Hay constancia de que, todavía en el año 1349, la peste
seguía en todo su apogeo en Córdoba y en Sevilla. Al año siguiente moría, víctima del
citado mal, el rey de Castilla Alfonso XI, durante el asedio de Gibraltar. Se repitieron
las grandes mortandades en los años 1363, 1374, 1383, 1393-94-95.
La sociedad medieval hallábase muy desprotegida ante tan grave mal porque, además
de desconocerse los principios más básicos del contagio de enfermedades, ignorábase
también el enorme alcance de la higiene en el control sanitario. En Europa, los
escasos procedimientos médicos que se aplicaban databan de la antigüedad griega y se
vivía por completo de espaldas a los importantes avances médicos de musulmanes
y judíos, que en aquella época no se limitaban solo a ser depositarios de los saberes
helenísticos y orientales. Únicamente en aquellos países en contacto con el ámbito
islámico, como la península ibérica (al-Ándalus en especial), llegaron a difundirse las
novedades científicas.
En Europa raros eran los casos tratados en hospital; lo más común era la visita del
galeno a domicilio y, como en caso de epidemias estos no dieran abasto, la mayoría de
los afectados se trataban con remedios caseros que circulaban de boca en boca. La
técnica más generalizada era la sangría, que, al debilitar las defensas del paciente,
aceleraba su fin.
En la España del siglo XIV, cuatro médicos hicieron notables aportes sobre la
espeluznante plaga y escribieron tratados sobre el tema; tres de ellos eran musulmanes
andalusíes, y uno, cristiano. Nos referimos a ben Jatima (“Descripción de la peste y
medios para evitarla”), a al-Saqurĩ (“Información exacta acerca de la epidemia”), a
ben al-Jatĩb (“Libro que satisface al que pregunta sobre la terrible enfermedad”) y al
leridano Jaime d´Agramunt (“Régimen de preservación de la pestilencia”).
No fue hasta finales del siglo XIX (1894) cuando dos científicos dieron
simultáneamente, aunque por separado, con el origen de la enfermedad: el suizo
Alejandro Yersin y el japonés Kitasato Shibasaburō. Desde entonces se sabe que la
peste es una enfermedad infecciosa producida por el bacilo Pasteurella Pestis, cuyos
principales transmisores eran la pulga de la rata (Xenopsylla Cheopis) y la propia rata.
Más tarde llegó a saberse que las pulgas parásitas de los roedores, al chupar su sangre,
absorben con ella los bacilos. Al multiplicarse estos, obstruyen la trompa del insecto,
que solo consigue reabrir el conducto al picar a otro roedor o al ser humano. No solo la
rata es portadora del bacilo; otros roedores no domésticos lo son: ardillas, ratones,
liebres, conejos, etc.
[1] – “La Peste Negra”, de Ángel Blanco Rebollo.- Diario El Sol, edit. Anaya, 1991.
[2] – “La Peste Negra: La muerte negra en la península“, de Julio Valdeón Baruque.- Biblioteca Gonzalo
de Berceo, Univ. de Valladolid.
[3] – Historia de España Tomo 9: La Baja Edad Media (Crisis y recuperación), John Lynch y VV.AA.-
EL PAÍS, edit. Crítica, 2007.