Es inevitable, sentirme de vez en cuando, tan pequeño como una hormiga.

Tan encerrado como un

loro. Tan vacío como una casa abandonada, donde sólo habitan fantasmas. Fantasmas que asustan
más de lo que yo quisiera, más de lo que puedo entender.

A veces me pregunto qué es lo que se mueve tanto. Ayer, euforia, ganas de experimentar la vida,
sentirme ebrio de maldita vida. Ahora, como hoja de otoño, seca y quebradiza, como hormiga,
seca y quebradiza.

Será que ¿mucho estoy permitiéndome experimentarme? Mucho me permito pensar, mucho me
permito sentir. No me siento maduro. Al menos no me siento dueño de mi mismo. No me siento
con riendas capaces de dominar mi alma. No me siento fuerte. No me siento con el temple de
hierro, con la voraz viveza del dominio del temperamento, aquello que hace grande, a los grandes
hombres. Aquello que te hace admirar la capacidad del ser en ser y expandir-se.

Me siento frágil. Inestable. Débil. Con un nudo en la garganta, y en la mente. Con el corazón hecho
nudos.