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Nacionalismo, cosmopolitismo y construcción de identidades

Ramón López Facal. Santiago de Compostela

Introducción
El nacionalismo español, prácticamente ignorado durante años por la historiografía, está
siendo objeto preferente de atención en las dos últimas décadas. Los historiadores han
asumido la necesidad de explicar las razones de la situación conflictiva que se produce
en España respecto a la identidad nacional, bastante inusual si la comparamos con otros
países próximos1. Obras como las de Javier Varela, Borja de Riquer y sobre todo
Álvarez Junco, han conseguido una notable difusión y su influencia es ya perceptible,
por ejemplo, en los más recientes manuales de historia de España que se han publicado
para bachillerato2.
La mayoría de estos estudios parten de una reflexión autoexplicativa, interna, del
nacionalismo español sin apenas relacionarlo o compararlo con otros procesos que se
producían paralelamente y en competencia con él, salvo en trabajos, como el de Borja
de Riquer, que se centran en los procesos de desencuentro entre el nacionalismo español
y el catalanismo. Hasta ahora, que yo conozca, no se ha planteado una perspectiva
menos lineal, cual es la de la simultánea y contradictoria construcción de identidades en
la época contemporánea, que se inicia a partir de la reivindicación de autonomía moral y
política, expresada por los filósofos ilustrados del siglo XVIII. Es lo que pretendo
iniciar con este trabajo.
Desde el siglo XVIII se han ido forjando diversos proyectos identitarios; entre ellos el
nacional, aunque este no es el único que se debe tener en cuenta. Al tiempo que las
aspiraciones políticas liberales se plasmaban en proyectos patrióticos –más o menos
nacionalistas– se difundía igualmente un ideal de cosmopolitismo ilustrado, unas veces
en pugna y otras en concurrencia con él. El nacionalismo liberal evolucionó en diversas
direcciones, incluso contradictorias, siendo una de ellas el esencialismo histórico-
organicista que legitimó el expansionismo militarista de algunas potencias a finales del
XIX, tan alejado (al menos externamente) de los ideales de fraternidad universal,
igualdad y libertad. El cosmopolitismo ilustrado inspiró, a su vez, la utopía
internacionalista de aquellos que estaban construyendo una identidad nueva: la de la
clase obrera; pero también la defensa del libre comercio y el desarme arancelario
reclamado por las potencias industrializadas a los países menos desarrollados. Ambos
1
Resulta imposible citar una muestra realmente significativa de la abundante bibliografía generada sobre este tema
en diferentes foros como congresos y encuentros de historiadores (por ejemplo BERAMENDI, Justo G.; MÁIZ, R.;
NÚÑEZ, X. M.; (Editores). Nationalism in Europe. Past and Present. (Actas do Congreso internacional «Os
Nacionalismos en Europa. Pasado en Presente»). Universidade de Santiago de Compostela. 1994, 2 vols. O
MORALES MOYA, Antonio, (coord.) Actas del Congreso Internacional Los 98 Ibéricos y el Mar. Lisboa, 27-29
de abril de 1998, Madrid: Sociedad Estatal Lisboa '98; 1999); u obras orientadas al público universitario (como,
GRANJA SAINZ, José Luis de la; BERAMENDI, Justo G.; ANGUERA, Pere. La España de los nacionalismos y
las autonomías. Madrid, Síntesis, 2001), pasando por los numerosos artículos especializados. En su día hemos
realizado una valoración de la bibliografía sobre este tema en LÓPEZ FACAL, Ramón, “Estudios sobre identidad y
nacionalismos. Introducción bibliográfica”, ConCiencia Social, 4, 2000, pp. 200-209. Núñez Seixas ha realizado
dos excelentes revisiones bibliográficas necesitadas hoy, lógicamente, de puesta al día: NÚÑEZ SEIXAS, Xosé
Manoel; 1993. Historiographical Approaches to Nationalism in Spain. Saarbrücken/Fort Lauderdale, Breitenbach;
y NÚÑEZ SEIXAS, Xosé Manoel; 1997. «Los oasis en el desierto. Perspectivas historiográficas sobre el
nacionalismo español»; Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, nº 26.
2
VARELA, Javier; La novela de España. Los intelectuales y el problema español. Madrid, Taurus. 1999. RIQUER I
PERMANYER, Borja; Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal. Madrid, Marcial Pons. 2001.
ÁLVAREZ JUNCO, José; Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid, Taurus. 2001.

(inédito)
2 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

proyectos, la defensa de una identidad nacional y la apuesta por una identidad


cosmopolita, no han sido siempre ni necesariamente contradictorios, como trataremos
de mostrar y, por otra parte, no han dejado de interactuar dialécticamente entre ellos a
los largo de los dos últimos siglos, influyendo en todo tipo de identidades sociales, sean
nacionales, de clase, género, o transnacionales.
Muchas personas y grupos se han identificado y se identifican, en cierta medida, con
aspectos procedentes de una u otra tradición. Por ello, limitar el objeto de estudio
histórico a la única dimensión de la construcción nacional, por relevante que sea, creo
que no ayuda a una comprensión ajustada de la génesis de los problemas presentes en la
sociedad actual. Siguiendo ese único hilo de la trama resulta difícil explicar por qué en
los últimos tiempos las personas y grupos vinculados a los poderes económicos, al
tiempo que se aferran a viejos estereotipos nacionales histórico-organicistas, justifican
proyectos de globalización neoliberal con argumentos cosmopolitas de progreso. O por
qué grupos socialmente subordinados, como los trabajadores víctimas de ese modelo
neoliberal, se alzan en defensa de las conquistas sociales alcanzadas en el marco de los
estados nacionales, o asumen las reivindicaciones nacionales de comunidades que se
sienten amenazadas por la vorágine de mundialización del capital, sin dejar por ello de
identificarse con causas solidarias transnacionales (ecológicas, políticas, etc.).
Parto del supuesto de que nadie se identifica con un único referente simbólico. Por el
contrario las personas suelen compatibilizar diversas identidades, dependiendo de las
circunstancias y el contexto social en el que se encuentren y éstas, en ocasiones, pueden
resultar conflictivas entre sí: desde las que se generan en ámbitos de socialización
próximos (familia, grupos profesionales), pasando por las que se derivan de opciones
ideológicas (religiosas, políticas), las territoriales, las lingüísticas y etno-culturales, etc.
Y cada una de ellas puede implicar ámbitos territoriales y humanos muy diversos, desde
el más estrictamente local al transnacional: Pensemos en una activista de Greenpeace
participando en una campaña en defensa de la Antártida, que asume por tanto una causa
transnacional sin que por ello relegue a segundo plano su feminismo (identidad de
género), ni a su adhesión a una determinada nación, cultura, lengua, filosofía, religión o
club de usuarios de Linux. Cada una de estas identidades la lleva a establecer lazos de
solidaridad con personas a las que puede no conocer pero que en su correspondiente
ámbito afectivo forman “su” comunidad social de referencia, su identidad, aunque los
individuos sean diferentes en cada caso.
Mi intención es proponer una reflexión histórica sobre el desarrollo paralelo y de las
mutuas influencias entre cosmopolitismo y nacionalismo que ayuden a situar la
coexistencia conflictiva de identidades nacionales y transnacionales en la actualidad.
Comenzaré por una aproximación a las propuestas ilustradas de defensa de los derechos
individuales concebidos universalmente; trataré a continuación de la transformación de
estos principios –en la etapa romántica– con la consolidación de los primeros
nacionalismos que todavía no renunciaban a una perspectiva cosmopolita; la hegemonía
del esencialismo nacionalista –histórico-organicista– en la época de los imperialismos;
la crisis de identidades en la época de entreguerras del siglo XX; continuando por la
nueva formulación de identidades tras la segunda guerra mundial, para concluir en
apuntar los problemas identitarios en el mundo actual.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 3

Ilustración: individualismo universalista


Los orígenes de la moderna idea de nación se materializaron durante las revoluciones
liberales protagonizadas en el siglo XVIII de una parte por los colonos norteamericanos
contra su dependencia colonial del Reino Unido y de otra, por los ciudadanos que
derrocaron el sistema absolutista en Francia. Sin ignorar los antecedentes históricos y
filosóficos del concepto moderno de nación, que se remontan a las revoluciones
holandesa del siglo XVI o la inglesa del siglo XVII, ni la importancia de la pervivencia
de determinadas tradiciones e instituciones territoriales, no suele discutirse ya la
modernidad del hecho nacional y su vinculación a las ideas desarrolladas durante la
Ilustración.
Puede parecer a primera vista paradójico el hecho de que las dos movilizaciones
revolucionarias a las que he aludido, que se caracterizaron por la exaltación del
patriotismo, sean herederas de un pensamiento ilustrado identificado con el
cosmopolitismo y con el rechazo a los particularismos que consideraban vestigios
feudales. La idea ilustrada de progreso, tanto en Turgot, como sobre todo en Kant o en
Condorcet, implicaba la emancipación de los individuos respecto a las tradiciones a las
que habían venido estando sometidos3. Cuando los ilustrados formulan la noción de
progreso, que será central en el pensamiento liberal, parten de la idea de que tanto las
personas como los pueblos son iguales por naturaleza y desiguales por civilización y
conocimientos, pero también de que todos ellos tenderían a una convergencia superior,
tanto entre las personas de cada país como entre los diferentes pueblos, gracias a la
generalización de la ilustración4. Desde esta perspectiva reclaman la generalización de
la educación para hacer posible la felicidad (el progreso material y espiritual) que
permita superar la condición de súbditos y conquistar la autonomía a la que tienen
derecho por naturaleza.
La conquista de la autonomía individual pronto adquirió una dimensión política, como
no podía ser de otra manera. Las elites que demandaban un estatus no subordinado en
las sociedades del Antiguo Régimen, únicamente podrían lograr sus objetivos
derrotando a los viejos estamentos que se aferraban a sus exclusivos y excluyentes
privilegios. Para acabar con ellos era necesaria la movilización de masas, no bastaba
con la de las elites. La educación popular se convirtió por ello en una reivindicación
política5.
El ansiado cambio político necesitaba la consolidación de un pensamiento hegemónico
que fuese asumido por un amplio sector de la sociedad. El patriotismo se reveló como
un instrumento extraordinariamente útil para cohesionar a diferentes grupos sociales en
torno a los nuevos ideales de cambio político. El patriotismo ilustrado no se identificaba
con la lealtad a un territorio sino con las virtudes cívicas que debían inspirar la
convivencia, de acuerdo con las leyendas y tradiciones sobre la antigüedad clásica
grecorromana, a la manera de Cincinatto que abandonó el trabajo de la tierra para salvar
a la república en peligro, regresando nuevamente a sus labores tras resolver la situación
para le que había sido requerido. El patriotismo es una virtud de hombres libres, no
3
TURGOT, Anne-Robert-Jacques; 1750. Discursos sobre el progreso humano. Madrid, Tecnos, 1991.
KANT, Immanuel; 1795. Sobre la paz perpetua. Madrid, Tecnos, 1985
CONDORCET, Jean; 1795. Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid,
Editora Nacional, 1980.
4
vid. por ejemplo, TURGOT, op. cit., p. 39-40
5
“La ilustración del pueblo consiste en la instrucción pública del mismo respecto a sus derechos y deberes para con
el Estado a que pertenece”, afirmaba Kant. [KANT, Immanuel; 1784-1797. Ideas para una historia universal en
clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1987, p. 93].

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


4 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

subordinados, que entienden la res publica como solidaridad entre iguales en defensa de
su propia libertad y autonomía.
El pueblo –la nación en sentido moderno– al que se pretende movilizar políticamente no
incluía, por ello, a toda la población: sólo a aquellos capaces de ser libres, es decir, a los
que pueden alcanzar la autonomía intelectual y material. Los protagonistas de las
revoluciones americana y francesa fueron propietarios rurales y urbanos, desde los
poseedores de grandes plantaciones esclavistas a pequeños campesinos independientes,
desde los grandes comerciantes a pequeños artesanos. No se tenía en consideración a los
asalariados, ni mucho menos a los menesterosos, ya que los hombres desprovistos de
bienes carecían de base suficiente para ser considerados ciudadanos estables y dignos de
confianza6.
Las elites ilustradas de las que formaban parte Rousseau, Kant, Condorcet, Paine o
Jefferson, proporcionaron a ese variado conjunto de propietarios, que soportaban una
situación de subordinación en las sociedades del Antiguo Régimen, los argumentos
necesarios para subvertir el viejo orden. Frente a los decadentes poderes legitimados en
la tradición y el dogma, la razón ilustrada construía un nuevo proyecto de convivencia
cívica basado en la voluntad colectiva. La nación ilustrada que triunfa en las primeras
revoluciones representaba una voluntad de futuro y no una herencia del pasado7.
Este proyecto político de hombres libres se basaba, como he indicado, en un patriotismo
cívico de raíces supuestamente clásicas y cosmopolitas que, en la medida en que fuese
triunfando entre los pueblos civilizados, haría innecesarias las guerras con lo que se
podría llegar a un gobierno universal8. Esta mentalidad universalista ayuda a explicar las
razones por las que La Fayette pudo participar consecutivamente en la lucha de las trece
colonias por su independencia frente al Reino Unido y en 1789 en la Asamblea
Nacional francesa como diputado, proponiendo allí una declaración europea (no
exclusivamente francesa) de los derechos del hombre. O por qué Thomas Paine
participa igualmente en la política norteamericana, británica y francesa –llegando a ser
elegido diputado de la Asamblea Nacional– ejerciendo a lo largo de su vida los
derechos de ciudadanía inglesa, la estadounidense (tras la secesión), volver a asumir su
condición de inglés, posteriormente francés y acabar finalmente siendo de nuevo
estadounidense.
Dentro de esta corriente cosmopolita ilustrada se enmarca también la sorprendente
trayectoria de Francisco de Miranda, nacido en Cádiz, hijo de un comerciante canario,
que consagró treinta años de su vida a la emancipación americana. Sus viajes no se
limitaron a recorrer las colonias españolas y a buscar ayuda entre los liberales de
Estados Unidos, Inglaterra y Francia para una causa que iba mucho más allá de la mera
ruptura de la dependencia colonial. En 1790 trató de convencer a Pitt de que patrocinase
una expedición para la liberación de Nueva Granada, prometiendo al gobierno inglés
grandes concesiones económicas, pero al mismo tiempo defendía su conveniencia en
6
A. Hamilton, uno de los padres de la Constitución norteamericana, manifestaba su aspiración aristocratizante y
antidemocrática de que el Congreso de los Estados Unidos “con excepción de un número de miembros demasiado
reducido para tener influencia apreciable sobre las directrices del Gobierno, estará compuesto por terratenientes,
comerciantes y ciudadanos cuyas profesiones exijan un cierto grado de cultura” (Citado por HOFSTADTER,
Richard,. La tradición política americana y los hombres que la forjaron. Barcelona, Seix Barral; 1969, p. 21).
7
“La nación era algo que los ciudadanos libres iban a crear: no preexistía en su intervención cual realidad eterna,
sino que surgiría como un nuevo tipo de comunidad, basada en derechos «naturales», en lugar de en privilegios o
restricciones «artificiales», y en la que la libertad debía ser entendida como participación cívica en la vida pública
en el pleno sentido del término.” (ANDERSON, Perry;. “Internacionalismo: un breviario”. New Left Review, 4,
2002, pp. 5-24)
8
KANT, Immanuel; Sobre la paz…, op. cit.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 5

base a principios políticos que justificaban la emancipación de las colonias españolas,


como por ejemplo la injusta exclusión de los criollos de cargos públicos, la falta de
libertad de imprenta o el abuso de impuestos establecidos sin el consentimiento de la
población. Principios que se inspiraban en la ley natural tal como había sido formulada
por filósofos ilustrados y como se recogía en la declaración de Virginia de 1776: todos
los hombres eran iguales por naturaleza y tenían derecho a exigir un nuevo marco
político que les garantizase sus libertades. No se plantea por lo tanto otros derechos que
no sean los universales, como corresponde a la mentalidad cosmopolita de quien a lo
largo de su vida llegó a teniente coronel de los ejércitos de la monarquía española,
general del ejército revolucionario francés, agente al servicio del gobierno inglés,
coronel del ejército zarista de Catalina II, general jefe de las tropas insurgentes…, su
mentalidad universalista sin duda se consolidó en las visitas a numerosos países como
Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Holanda, Austria, Prusia, Italia, Grecia, Egipto,
Turquía, Rusia, Suecia, Dinamarca, Suiza, etc.
Menos espectacular, pero igualmente representativa del primer patriotismo liberal es la
trayectoria de Xavier de Mina, conocido también por Mina el Mozo, sobrino de
Francisco Espoz y Mina, que participó con él en la resistencia antinapoleónica, de
inspiración liberal, durante la llamada guerra de la independencia. Posteriormente se
sumó también con su tío a la resistencia liberal contra el absolutismo de Fernando VII,
viéndose obligado a exilarse. En 1816 organizó una expedición a Méjico, compuesta
por voluntarios españoles, italianos e ingleses, para participar en la lucha por la
emancipación iniciada por el cura Hidalgo. En 1817 fue ejecutado por las tropas
realistas tras ser capturado9. Para Mina todas esas luchas eran la misma lucha universal
contra la tiranía aunque su comportamiento resultaría poco comprensible desde la lógica
de los esencialismos nacionalistas posteriores. Los casos de patriotismo universal fueron
bastante frecuentes: piénsese por no citar más que otro caso, en lord Byron muriendo
por la libertad de Grecia.
El cosmopolitismo ilustrado expresaba una reacción contra los privilegios locales, el
rechazo de los dogmas religiosos impuestos territorialmente en Europa (cuius regio eius
religio), el enfrentamiento al absolutismo político y a las restricciones económicas y
sociales propias de las sociedades estamentales. Pero era un internacionalismo
reservado por una parte a las elites cultivadas que habían alcanzado la autonomía
intelectual que les proporcionaba la razón, y por otra a los comerciantes y artesanos
libres que poseían la autonomía material de no depender de otros y tenían la posibilidad
de desplazarse de país en país. Para Voltaire las personas se sentirían vinculadas a
cualquier país que respetase su libertad individual. Sin duda hablaba por propia
experiencia, aunque ese mensaje difícilmente podía ser entendido por las clases
subalternas, como los campesinos pobres o los menestrales, que carecían de autonomía
y de movilidad geográfica. Solamente podían identificarse con un ámbito estrictamente
local y a una cierta universalidad derivada de la obligada confesionalidad religiosa. Un
campesino, en el mejor de los casos, podría sentirse cristiano, súbdito de su príncipe o
de su señor y miembro de su pequeña comunidad rural.

9
ORTUÑO MARTÍNEZ, Manuel; Xavier Mina, guerrillero, liberal, insurgente. Pamplona, Universidad Pública de
Navarra., 2001.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


6 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

Romanticismo: nacionalismo e internacionalismo


La expansión militar napoleónica –realizada en gran medida en nombre de ideales de la
Ilustración– propició el fin del antiguo orden a pesar del espejismo de su momentáneo
triunfo en el Congreso de Viena. Pero también contribuyó a acabar con el universalismo
ilustrado de las elites intelectuales y económicas. La ocupación militar de otros
territorios desencadenó una explosión de rebeldía en amplios sectores de la población
española, alemana o rusa; rebelión mayoritariamente de carácter contrarrevolucionario y
clerical pero no exclusivamente, ya que se materializó también un nuevo pensamiento
político revolucionario que en España tuvo expresión en la obra legislativa de las Cortes
de Cádiz. El individualismo universalista del siglo XVIII evolucionó, a causa de la
guerra, hacia formas comunitarias más definidas territorialmente, para poder dar
respuesta a la invasión exterior; este viraje contribuirá a sentar las bases de los
nacionalismos posteriores.
Fichte, en Alemania, dio forma mejor que nadie al nuevo sentimiento comunitarista.
Aunque había “sido (…) entre los grandes filósofos alemanes, el partidario más
decidido del principio racional de la revolución [francesa]”10 evolucionó en una nueva
dirección tras la ocupación napoleónica. Sus discursos (1807-1808) pronunciados en ese
contexto, marcaron un punto de inflexión en el pensamiento político europeo, hasta el
punto de haber sido considerados, quizá exageradamente, el acta de nacimiento de las
ideologías nacionalistas. Su interpretación de la historia se había basado en la
racionalidad de Kant, del que era un gran admirador, y había considerado que en la
etapa ilustrada, los Estados debían asumir un principio universal de extender la razón
frente al dogmatismo característico de las sociedades no ilustradas. Tras la expansión
militar de Bonaparte su pensamiento se transformó ante la nueva realidad –derrota
prusiana, ocupación francesa– atribuyendo la pérdida de autonomía política al triunfo
del interés personal egoísta que implicaba el rechazo a pensar en términos comunitarios:
“en alguna parte el egoísmo se ha aniquilado a sí mismo por el hecho de haber
alcanzado un perfecto desarrollo, perdiendo con ello su mismidad y su autonomía”11.
Sus discursos son una apuesta por la renovación del compromiso entre los ciudadanos y
el Estado que les permitiese establecer unos vínculos para garantizar su supervivencia.
Para ello consideraba imprescindible educar a la población alemana en la identificación
de lo que afirmaba que era común y característico y garantizar así un proyecto de
convivencia de “un pueblo que ha ido desarrollándose dentro de su lengua originaria”
ante el peligro de desaparecer como tal cuando “ha adoptado una lengua extranjera”
(discurso 5). Su pretensión es convencer a los alemanes de su propia identidad como
miembros de una comunidad diferenciada debido a su historia, su lengua y su cultura.
Diluidos los rasgos políticos de la nación alemana, la historicidad se convierte en la
justificación de un proyecto de recuperación de la autonomía colectiva junto con la
posesión de una lengua “originaria” y no contaminada, como había sucedido a otras
lenguas germánicas; una religiosidad específica, expresada en la reforma luterana que,
en su opinión, había rescatado la pureza de la religión de la degeneración a la que la
había conducido el papado romano; y una filosofía que a partir de Leibnitz
proporcionaría a los alemanes la herramienta esencial para construir su futuro.
Fichte utiliza este esencialismo idealista para legitimar su proyecto político de futuro: la
recuperación de Alemania o, mejor dicho, la construcción de una comunidad política

10
R. Lauth, citado por Varela y Acosta en el estudio preliminar a la obra de FICHTE, Johann Gottlieb; 1807-1808.
Discursos a la nación alemana. Madrid, Tecnos, 1988.
11
Ibídem, p. 11

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 7

alemana. Para ello el instrumento básico será la educación, entendida como el medio
para conformar la voluntad de los ciudadanos y poder transformar el Estado. Las
reflexiones sobre educación constituyen el núcleo de sus discursos. Pretende que no se
limite exclusivamente a la instrucción de las elites, ni esté orientada tampoco redimir a
las familias más pobres, tal como proponía Pestalozzi al cual sigue aunque corrige. La
educación “eleva al pueblo, elimina todas las posibles diferencias entre este y la clase
culta, proporciona una educación nacional en vez de la pretendida educación popular y
sería capaz de rescatar a los pueblos y a todo el género humano de la profunda miseria
actual”12. La educación debía ser para todos sin distinción porque su objetivo era la
recuperación de la nación alemana, y para ello creía imprescindible que trascendiese lo
personal en aras de una comunidad superior. Debía llevar “directamente consigo el
mayor patriotismo, la concepción de la vida terrena como eterna y de la patria como
portadora de esa eternidad, y en el caso de que se infunda entre los alemanes,
considera el amor a la patria alemana como uno de sus componentes necesarios; de
este amor surge por sí solo el valiente defensor de la patria y el ciudadano pacífico y
auténtico”13.
Las elites liberales que alcanzaron el poder a principios del siglo XIX, o pretendían
conseguirlo, otorgaron una importancia capital a la educación como instrumento de
cohesión nacional. Preocupación que está presente desde muy pronto en la Asamblea
Nacional francesa con el informe de Condorcet, en 1792, o en las Cortes de Cádiz, con
el de Quintana en 1813; aunque estos primeros liberales, al contrario que Fichte, no
reivindicaban todavía la enseñanza de la historia de la que desconfiaban por
considerarla legitimadora del viejo orden, e incluso la excluían de sus proyectos de
enseñanza nacional al no considerarla entre de los saberes “útiles” a todos los
ciudadanos14. Asumen derechos universales pero necesitan definir inequívocamente a
los sujetos de esos derechos en los que reside la soberanía, por lo que la nación de
ciudadanos necesitaba concretarse en un Estado territorialmente delimitado que pudiese
garantizar igualdad jurídica a todos sus miembros. El concepto de nación definido por
Sieyes como “un cuerpo de asociados que viven sujetos a una ley común y
representados por una misma legislatura” era excesivamente abstracto (universal) para
que el conjunto de ciudadanos que supuestamente la integraban pudiesen identificarse y
sentirse reconocidos en él15. Ni siquiera resultaba comprensible a una parte de las
mismas elites. Era necesario darle una mayor concreción que lo acercase a la percepción
que existía de comunidades políticas ya constituidas aunque lo hubiesen sido en torno a
las viejas monarquías a las que se pretendía suplantar. De ahí el resignado consejo de
Jovellanos a Marina en 1808: “para sacar de ellos (los gobernantes) algún partido
convendría argüirles no tanto con razonamientos como con los hechos de la
Historia”16. La historia nacional pasaba a ser la herramienta básica para que los
ciudadanos asumiesen una misma identidad nacional. Las naciones ya no se justificaban
con argumentos políticos universales sino por su especificidad, por una misma historia,
única y teleológica y por una misma lengua para toda la nación, siendo necesario en los
Estados en que coexistían varias, anular a las que entraban en competencia. Con ello se

12
Ibídem. p. 162.
13
Ibídem. p. 159-160
14
LÓPEZ FACAL, Ramón; O concepto de nación no ensino da historia. Tesis doctoral. Universidad de Santiago.
1999, p. 44 y ss.
15
SIEYES, Enmanuel J.; 1789. El Tercer Estado y otros escritos. Madrid, Espasa Calpe, 1991.
16
BERAMENDI, Justo G., «A Función da Historia no Nacionalismo Español». Actas do Congreso Internacional da
Cultura Galega, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia. 1992

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


8 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

estaba iniciando una transformación sustancial en la concepción del sujeto de soberanía,


desde el universalismo ilustrado al nacionalismo romántico. Tras las guerras
napoleónicas el concepto de nación emergía indisolublemente unido a su dimensión
histórica. Y la reacción que siguió al Congreso de Viena, caracterizada por el
internacionalismo absolutista de la Santa Alianza, contribuyó también a que la defensa
de las libertades y la autonomía individual tendiese a concretar cada vez más su
oposición al Antiguo Régimen en el marco de naciones territorial e históricamente
definidas.
Estos nacionalismos liberales emergentes reclamaban sus libertades contra el viejo
orden absolutista, no frente a o contra otros pueblos. Para ello adoptaron el lenguaje
romántico que había surgido de entre las ruinas del siglo de las luces, definitivamente
sepultado por los ejércitos napoleónicos. Se trataba de un lenguaje más culturalista que
político que ponía el acento en la defensa de las tradiciones, la historia o la lengua,
aunque la reivindicación de la lengua nacional (recordemos que el latín todavía se
mantenía en la enseñanza superior en gran parte de Europa y como lenguaje
administrativo en el Imperio austro-húngaro) no implicaba menosprecio u oposición a
otras lenguas vernáculas sino más bien, una suerte de universalismo territorialmente
diferenciado. El primero en abrir esta perspectiva había sido Johann Gottfried Herder,
en 1767, con sus Fragmentos sobre una nueva literatura alemana (“el genio de la
lengua es al mismo tiempo el genio de la literatura de un pueblo”). Un alemán
cosmopolita cuya reivindicación de la lengua alemana no significaba minusvaloración
alguna hacia la lengua y la cultura eslava que conocía bien.
La base social de estos primeros nacionalismos románticos se extiende entre las clases
urbanas unidas en la lucha por las libertades, desde los sectores populares que gozaban
de cierta independencia económica a las clases medias y altas. Éstas últimas reclaman
libertad económica interior y protección frente a la competencia exterior, en su objetivo
por lograr un desarrollo económico autónomo ante el estímulo y la amenaza que les
supone el desarrollo industrial británico. La petición de unión aduanera que los
comerciantes e industriales alemanes dirigen a la Dieta de Francfort, en 1819, fue una
de sus más tempranas manifestaciones; el apoyo de los propietarios urbanos se hizo
patente en los procesos revolucionarios de Bélgica, Hungría e Italia en los años 30 del
siglo XIX, aunque la verdadera eclosión se produjo durante la “primavera de los
pueblos” de 1848, cuando se movilizaron junto a las clases populares en demanda de
libertades democráticas y nacionales, sintiendo que ambas eran inseparables.
La definición de nacionalidad formulada por Pasquale Stanislao Mancini17 que se
convertirá casi en canónica añadió a los elementos naturales “objetivos” (territorio,
historia, tradiciones y lengua) un nuevo elemento subjetivo: la conciencia de
nacionalidad18. La exigencia de desarrollar este sentimiento para alcanzar la plenitud
nacional implicaba la necesidad de educar al pueblo para que adquiriese conciencia de
sí mismo. Esa fue la labor asumida con entusiasmo por los intelectuales a través de la
prensa y la literatura patriótica que proliferó durante el siglo XIX; por agitadores, como
Mazzini o Garibaldi, y con mayor eficacia, por los estados nacionales cuando se
propusieron construir la primera red de centros escolares públicos, en los que las

17
“Sociedad natural de hombres conformados en comunidad de vida y de conciencia social por la unidad de
territorio, de origen, de costumbres y de lengua”. MANCINI, Pasquale Stanislao; 1851. Sobre la nacionalidad.
Madrid, Tecnos, 1985.; p. 37
18
“Sentimiento que ella adquiere de sí misma y que la hace capaz de constituirse por dentro y de manifestarse por
fuera”. Ibídem, p. 35

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 9

asignaturas de lengua, geografía e historia de la patria adquieren un lugar central,


desconocido en épocas anteriores.
La necesidad de construir un consenso nacional fue interpretada y materializada de muy
distinta manera. En España algunos liberales, incluso del partido moderado, como Gil
de Zárate, fueron conscientes de la necesidad de que el Estado asumiese la tarea de
formar ciudadanos capaces de ejercer la soberanía nacional y que esa tarea implicaba un
abierto enfrentamiento con los privilegios y los valores del Antiguo Régimen
representados por la Iglesia19. Coherente con esta posición diseñó el primer plan de
educación nacional (Plan Pidal, de 1845, redactado por Gil de Zárate) que sitúa la
finalidad nacional por encima de la libertad de empresa que podría desvirtuar ese
objetivo20.
Pero la puesta en práctica (Ley Moyano de 1857) fue muy diferente. La política del
partido moderado, inspirada en el liberalismo doctrinario, se basó en la alianza entre la
oligarquía agraria y los antiguos estamentos privilegiados. El poder fue monopolizado
durante el reinado de Isabel II por una minoría reaccionaria que excluía a la inmensa
mayoría de la población, utilizando para ello el sufragio censitario y recurriendo
abiertamente a la falsificación de los censos y al fraude de manera sistemática21.
Situación, por otra parte, no excesivamente diferente a lo que sucedía en gran parte de
Europa, con la excepción de Francia en la que la revolución había reestructurado a
fondo las propiedades agrarias ampliándose con ello el derecho de ciudadanía.
El liberalismo doctrinario asumido por el poder trató de aunar elementos de
legitimación propios del antiguo régimen (religión, monarquía) con aquellos otros
destinados a integrar a los sectores de la burguesía urbana, identificada con un sistema
de libertades y autonomía individual que sólo podía garantizarles un estado nacional.
Pero entre las tareas más urgentes de una minoría social tan elitista no estaba la de
alfabetizar (y nacionalizar) a la mayoría de la población, excluida de la participación
política. Para ella bastaba la sumisión tradicional lograda a través de la coerción y la
difusión de valores religiosos tradicionales. Por eso la prioridad en construcciones
públicas que se realizaron durante el siglo XIX se centró en cárceles, una en cada
partido judicial, y no en escuelas. La alianza con la Iglesia, a la que desde el Concordato
de 1851 se le reconocían los injustificables privilegios de censurar todo tipo de
publicaciones y controlar la totalidad del sistema educativo, puso fin a las veleidades
nacionalizadoras expresadas en su día por Gil de Zárate.
A pesar de ello, en los medios intelectuales se fue desarrollando un discurso historicista
legitimador del nuevo estado liberal, que hacía posible la integración de las clases
19
«El campo de la filosofía será siempre, en efecto, el palenque donde se den los más terribles combates de los
partidarios de la civilización y del retroceso.» (GIL DE ZÁRATE, Antonio; 1855. De la Instrucción pública en
España. Oviedo, Pentalfa, 1995, Tomo I, p. 94). «Porque, digámoslo de una vez, la cuestión de la enseñanza es
cuestión de poder: el que enseña, domina; puesto que enseñar es formar hombres, y hombres amoldados a las
miras del que los adoctrina. Entregar la enseñanza al clero, es querer que se formen hombres para el clero y no
para el Estado; es trastornar los fines de la sociedad humana; es trasladar el poder de donde debe estar a quien
por su misión misma tiene que ser ajeno a todo poder, a todo dominio; es en suma, hacer soberano al que no
debe serlo.» (Ibídem, Tomo I, p. 117).
20
«La enseñanza de la juventud no es una mercancía que pueda dejarse entregada a la codicia de los especuladores,
ni debe equipararse a las demás industrias en que domina el interés privado. Hay en la educación un interés
social, de que es guarda el Gobierno, obligado a velar por él cuando puede ser gravemente comprendido[sic]»
(en MEC, Historia de la educación en España. Tomo II De las Cortes de Cádiz a la Revolución de 1868. Madrid,
Ministerio de Educación y Ciencia; 1995, p. 205-206).
21
De una población de más de 15 millones de habitantes ejercieron el derecho a voto solamente 65.000 en 1846 –de
99.000 con derecho a ello– hasta el máximo de 485.000 votantes, gracias a la ampliación del censo por Espartero
en 1854.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


10 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

medias urbanas. Esa demanda social explica el enorme éxito de la historiografía


romántica, conservadora (doctrinarista) como la de Modesto Lafuente, que alcanzó
enorme popularidad entre las familias burguesas. Su mensaje estaba destinado
precisamente a ellas, a los ciudadanos que debían sentir orgullo tanto de su pasado
como nación como de la monarquía parlamentaria de Isabel II, modelo de progreso y
felicidad de la patria22. Desde mediados del siglo XIX, una parte de la intelectualidad
enfrentada a las insuficiencias de la monarquía isabelina, radicalizó su discurso hasta
posiciones democráticas y republicanas. Pi i Margall, Castelar o Eduardo Chao
compatibilizaron su militancia política con el quehacer historiográfico. Situar como
protagonista de la historia española, ya no a la monarquía, como había hecho Modesto
Lafuente, sino al pueblo español les proporcionaba los argumentos necesarios para
reclamar que fuese ese mismo pueblo el que asumiese su propio destino. Desde un
nacionalismo democrático y progresista eran conscientes de la necesidad de educar a
toda a población, lo que defendieron por medio de sus discursos, investigaciones,
escritos periodísticos e incluso, en el caso de Eduardo Chao, elaborando un texto para la
enseñanza de la historia de España en las escuelas. En España, el sexenio 1868-1874
ofrece un evidente paralelismo con la explosión popular Europea de 1848; con veinte
años de retraso y con efectos poco más duraderos. A partir de ese momento entrará en
crisis el programa nacionalista de integración del conjunto de las clases urbanas en un
proyecto nacional que se había venido fraguando desde principios de siglo.
El nacionalismo romántico irá alejándose progresivamente del internacionalismo
universalista de matriz ilustrada. Esta evolución estuvo condicionada por la voluntad de
las elites burguesas de preservar en el interior de cada estado su estatus privilegiado
frente a las demandas populares cada vez más intensas y, también, por su resistencia a la
competencia de otras burguesías nacionales que le disputaban su mercado nacional.
A mediados del siglo XIX todavía vivían personajes como Mazzini o Garibaldi capaces
de compatibilizar su defensa de las libertades nacionales italianas con la perspectiva de
la lucha por libertades individuales de todas las personas. Mazzini, fundó la Giovine
Italia, en 1831, pero también la Giovine Europa, en 1834 y la Jeune Suisse (en alemán y
francés) en 1835. Su republicanismo cívico era la esencia de su nacionalismo, y siempre
consideró una traición el proyecto monárquico de la casa de Saboya al considerarlo
incompatible con una nación de hombres libres e iguales.
La trayectoria de Mazzini se cruza en varias ocasiones con otro personaje con el que
tiene bastantes puntos en común: Giuseppe Garibaldi; curtido en la lucha por las
libertades en Brasil y Uruguay, y protagonista decisivo en sucesivas campañas a favor
de la unidad italiana, las últimas operaciones militares en las intervino personalmente
las realizó en la defensa de la naciente III República francesa, en 1870, por lo que fue
elegido diputado en 1871 y nada menos que por 4 distritos distintos, para la asamblea de
Burdeos (a la que no asistió). Para escándalo de muchos nacionalistas italianos, como
Mazzini, Garibaldi acabó expresando públicamente su apoyo a la Primera Internacional.
Mazzini y Garibaldi tenían en común su arraigo e identificación con un país en el que
querían ver materializadas sus aspiraciones de liberar al género humano de la opresión

22
La historia servía para educar a los ciudadanos, por lo que resultaba irrelevante para aquellos a los que se le negaba
esa condición con el sistema censitario. Su enseñanza se limitaba, por tanto, a la enseñanza media que “comprende
aquellos estudios a que no alcanza la primaria superior, pero que son necesarios para completar la educación
general de las clases acomodadas y seguir con fruto las facultades mayores y escuelas especiales” [Plan de
Instrucción Pública de 1836, art. 25; in MEC, op. cit.] sin que se incorpore a la enseñanza primaria hasta finales del
siglo XIX, coincidiendo casi en el tiempo con la extensión del sufragio a todos los varones mayores de edad. La
generalización de los derechos políticos estuvo acompañada de la enseñanza de la historia de España

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 11

que significaba para ellos la pervivencia de vestigios del Antiguo Régimen. Su proyecto
era nacional(ista) y al mismo tiempo universal, aunque de distinta manera. Mazzini, era
un hombre de clase media (su padre había sido un médico prestigioso); Garibaldi,
autodidacta, era hijo de un marinero y había ejercido diversos oficios artesanales que le
permitieron ganarse la vida por el mundo adelante. Mazzini podría simbolizar las
aspiraciones democráticas de las clases medias urbanas que protagonizaron la primavera
de los pueblos. Garibaldi en cambio, la de los artesanos autónomos e instruidos, que
descubren el carácter de clase de los nuevos estados-nación y apuestan por una
solidaridad internacionalista.
Los trabajadores que irrumpen como nuevos protagonistas de la historia conocían las
limitaciones de los Estados nacionales para garantizar derechos verdaderamente
universales. Las breves experiencias de la Segunda República francesa o,
posteriormente, de la I República española, provocaron el definitivo divorcio entre las
clases medias y los productores autónomos que promovieron el primer
internacionalismo obrero. En vísperas de la oleada revolucionaria de 1848 había visto la
luz el Manifiesto Comunista con el que comenzaba a recorrer Europa un fantasma
declaradamente internacionalista que reivindica la identidad de clase, distinta y
enfrentada a la identidad nacional patrimonializada por la burguesía. La fundación en
1864 de la AIT pretendió articular políticamente las aspiraciones del cuarto estado que
reclamaba unos derechos que ningún estado nación reconocía. Sin duda, el espejismo de
una revolución mundial debía mucho a los excepcionales acontecimientos de 1848 que
afectaron casi simultáneamente a gran parte de Europa.
“Si preguntamos ¿cuáles eran las bases sociales de esta Internacional y de la
oleada de insurrecciones urbanas populares de 1848?, la respuesta está
bastante clara, Éstas no hundían sus raíces en ningún proletariado de fábrica,
sino en medida abrumadora en un artesanado preindustrial. Se trataba de una
clase en posesión de sus propios medios de producción (herramientas y
habilidades), entre la que existía un alto grado de alfabetización; que, por lo
general, estaba emplazada cerca del centro de las capitales, y que, por último
pero no por ello menos importante, era geográficamente móvil, como queda
simbolizado en las giras de los jóvenes aprendices dentro o fuera de sus propios
países. En 1848, había cerca de treinta mil artesanos alemanes en Paris (…).
Marx estaría flanqueado por un carpintero y por un zapatero en el congreso
fundacional de la Primera Internacional. En otras palabras, se trataba de una
formación caracterizada por la paradójica combinación de arraigo social (que
incluía cierta suficiencia cultural y un sentido de la alta política) y movilidad
territorial (que incluía la posibilidad de experimentar directamente lo que era
vivir en el extranjero y un sentido de solidaridad entre los pueblos)”23.
El internacionalismo y los nacionalismos románticos tenían raíces comunes y habían
caminado juntos en su lucha por las libertades. A partir de la oleada revolucionaria
democrática (1848) y la irrupción en la escena política de la clase obrera (1864)
comenzó una nueva etapa.

Hegemonía del esencialismo en la era de los imperialismos


A partir de los años sesenta-setenta del siglo XIX se abrió una profunda brecha entre la
clase obrera y los sectores que se sentían amenazados por las nuevas demandas sociales.
23
ANDERSON, Perry, “Internacionalismo…”. Op. cit. pp 9-10

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12 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

En los países más industrializados se asumió un nuevo discurso político que prescindía
de los rasgos progresistas de los nacionalismos románticos. Se impuso el
adoctrinamiento desde arriba de toda la población en un nacionalismo chovinista y
esencialista que se acomodaba bien a las demandas de los poderes económicos que, por
su parte, pretendían preservar los mercados interiores e iniciar la conquista de otros
nuevos.
El discurso nacionalista consolidó rasgos esencialistas, reafirmando especialmente el
historicismo desarrollado a lo largo de la época romántica: la identidad de cada nación
se había forjado a lo largo de la historia, desde un pasado primigenio en el que ya
estaban presentes los elementos característicos de la nacionalidad. Junto a ello adquirió
enorme relevancia el organicismo, al concebir las naciones como seres vivos, capaces
de sentir, de fortalecerse, de regenerarse o de declinar.
Desde esa época y hasta el primer tercio del siglo XX se popularizaron en la cultura
occidental ideas racistas y el llamado darwinismo social. El éxito de estas teorías
reaccionarias está relacionado con el apoyo que recibieron de las oligarquías
imperialistas que se sentían legitimadas por ellas. Las tesis formuladas por Gobineau, en
1854 (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas) acabarán siendo asumidas de
forma natural por gran parte de la población europea (o de origen europeo), incluso por
intelectuales progresistas. Hablar de razas (en declive o no) y asociar comportamientos,
éxitos y fracasos a componentes raciales –sean cuales fuesen– fue un lugar común entre
escritores, periodistas y políticos hasta que la derrota del nazismo y el conocimiento y
reflexión sobre la mayor catástrofe del siglo XX enterró en el desprestigio intelectual
tan irracionales supuestos. Esto explica que incluso en un país tan obviamente mestizo
como España, el término raza fuese utilizado profusamente por intelectuales de
ideologías tan diversas como Menéndez Pelayo, Joaquín Costa, Lucas Mallada, Prat de
la Riba, Murguía, Sabino Arana, Ortega o Ramiro de Maeztu.
El dawinismo social, igual que el racismo, trató de buscar explicaciones sobre el éxito y
el fracaso de determinados grupos humanos en los comportamientos naturales,
supuestamente inspirados en las ciencias naturales (biología y etología). El término
darwinismo social es, de suyo, bastante equívoco y se debe a una deformación vulgar de
las teorías de Darwin, que alcanzaron un enorme éxito y difusión ya en el siglo XIX. Es
equívoco porque atribuye a Darwin la idea de que la evolución de las especies se basa
en la supervivencia de los más más fuertes, cuando esta idea nunca fue enunciada por
Charles Darwin, sino por Herbert Spencer, con anterioridad a la publicación del Origen
de las especies, en concreto, en 1851 en una de sus primeras obras: Social Status. El
ultraliberalismo económico de Spencer (Man Versus the State, 1871) unido a la
explicación del éxito empresarial como consecuencia natural del triunfo de los más
aptos, servía de perfecta justificación a empresarios como Carnegie, Rockefeller o
Morgan y personajes como William R. Hearst se encargaron de difundirlo entre
millones de lectores.
La derrota francesa de 1870 frente a los prusianos provocó innumerables reflexiones
sobre “la decadencia de la raza latina” frente a la vitalidad de la raza germánica, no sólo
en Alemania recorrida por un vendaval de orgullo patriótico y confianza en su futuro,
sino también en la Francia de la Tercera República empeñada en un programa
regeneracionista de la raza, que pasaba por devolverle (proporcionarle) el orgullo de lo
francés, fuese a través de un renovado sistema escolar (enseñanza de la historia y
geografía de la patria; fortalecimiento del cuerpo por medio de la gimnasia), o a través
de los éxitos militares en operaciones coloniales no siempre justificables desde la mera

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 13

rentabilidad económica. La derrota española de 1898 movió a reflexiones del mismo


tipo entre la intelectualidad española aunque sin duda más pesimistas, debido a las
mucho menores posibilidades materiales para emprender una tarea similar a la de la
Tercera República, que servía de modelo a las elites progresistas de nuestro país. El
referente de los sectores conservadores fue, en cambio, el modelo alemán, atribuyendo
al ejército un papel central en el proceso nacionalizador.
En las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX emergió un consenso en el
mundo occidental para explicar la evolución de las sociedades y sus hipotéticas
proyecciones de futuro. Relegados los valores universalistas de la ilustración triunfaban
los discursos que situaban a los individuos en subordinación al organismo social del que
formaban parte. Organismo que se entendía de manera biologicista, negando
implícitamente la libertad de los individuos para sustraerse a un destino colectivo, con
la única excepción de unos pocos líderes (los más capacitados).
Aunque ésta es una propuesta preliminar que debe ser matizada, sin necesidad de
recurrir a un análisis exhaustivo creo que se puede defender la hipótesis de la
consolidación de los nacionalismos esencialistas como pensamiento social hegemónico
en una etapa comprendida entre la Comuna de París y el final de la segunda Guerra
Mundial. Incluso, el más conocido de los teóricos del nacionalismo voluntarista, Ernest
Renan fue partícipe en buena medida de este consenso emergente, tal como ha señalado
Blas Guerrero24.
La argumentación más conocida de Renan (Qu’est-ce une nation?) no puede entenderse
fuera del contexto en la que fue escrita: la ocupación alemana de Alsacia y Lorena. En
su brillante exposición recurre a todos los argumentos disponibles para rechazar la
ruptura de la situación anterior, impuesta por Alemania en base a un nacionalismo etno-
cultural. Y entre esos argumentos, cobraba una fuerza decisiva para el caso, la voluntad
de las poblaciones implicadas: “un plebiscito de todos los días”. Pero si se analiza el
conjunto de la obra de Renan, podemos constatar que asocia la idea de nación a
elementos historicistas y etno-culturales, defendiendo posiciones aristocráticas y
dinásticas muy alejadas del liberalismo democrático que, erróneamente, podría
deducirse de su más conocida conferencia. En 1871, por ejemplo, sostenía que. “un país
no es la simple adición de los individuos que lo componen; es un alma, una conciencia,
una persona, un resultado vivo. Este alma puede residir en un reducido número de
hombres”25. Incluso había llegado a asumir que las monarquías encarnaban la idea
misma de nación, (en La monarchie constitutionelle en France, 1869) haciendo
afirmaciones como la siguiente: “A toda nacionalidad le corresponde una dinastía en la
que encarnar el genio y los intereses de la nación; una conciencia nacional no es fija y
firme más que cuando ha contraído matrimonio indisoluble con una familia que se
comprometo por contrato a no tener ningún interés distinto al de la nación”.
Renan, estaba pues mucho más próximo a Cánovas de lo que quizá creía este último
cuando en 1882 dio respuesta desde el Ateneo de Madrid a los argumentos voluntaristas
expuestos pocos meses antes por aquel en Paris. “Las naciones habitan un territorio
común” afirmaba Cánovas, y continúa “las naciones, o tienen raza propia originaria, o
la constituyen a la larga, no de otro modo que en la corteza terrestre hay rocas
primitivas y sedimentarias; que lo más natural en las naciones es tener comunidad de
idioma, aunque cada tronco lingüístico crie ramas divergentes y hasta plantas
24
Estudio preliminar de RENAN, Ernest; 1987. ¿Qué es una nación? Carta a Straus. Madrid, Alianza. 1ª ed. (en
francés) de 1882.
25
Ibídem, p. 31

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14 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

parásitas, que es lo que son por lo común los dialectos: siendo, por último, notorio que
el idioma es la primera prueba que ofrecen de sí y de su individualidad las naciones,
así como no hay nada que tanto importe a su conservación, a su desarrollo histórico, a
su restauración, si temporalmente y por acaso pierden la independencia”26. Cánovas no
dudó en tratar de eliminar a las “plantas parásitas” para fortalecer el tronco enfermo.
Los nacionalismos emergentes en la era de los imperialismos oscilaban entre un
pretendido positivismo científico, inspirado en las ciencias naturales, y el idealismo
radical deudor de la filosofía alemana. Pero todos confluían en asumir que las naciones
tienen una entidad natural, anterior y superior a los individuos que la integran. Para
unos su esencia viene determinada por “la determinación psíquica, que permite hablar
del espíritu y la cultura ingleses; del espíritu francés o galo; del alma italiana, del
carácter alemán, etc., siendo indudable que estas determinaciones existen, y que,
traduciéndose en las costumbres, en la ciencia, en el arte, en toda la idealidad de los
pueblos, señalan sus más notables diferencias y afirman su personalidad en el
mundo”27. Otros sitúan la esencia de la nacionalidad en “el fet social complexe, el fet
viu, que parla avuy y ha parlat sempre a tots qui s’han parat a observarlo, desde
l’explorardor fenici quam seguía les costes del mon antich pera fundarhi factoríes
mercantils, fins al positivista del nostre temps que, ben posseit dels mètodes de les
ciencias naturals, emprèn la classificació bilògica de les societats humanes”28. Como
ya he señalado, la idea de una identidad racial impregna todo tipo de discursos, no sólo
el de Sabino Arana, siendo casi un lei-motiv en toda la literatura regeneracionista,
verdadera eclosión de los nacionalismo españoles29.
La deriva esencialista del discurso nacionalista liberal, que conectaba socialmente con
las elites urbanas ilustradas, ya fuese entre los sectores conservadores (Cánovas) o
progresistas (Altamira), influyó también en otros grupos que habían estado al margen de
los nacionalismos románticos: el integrismo católico que había rechazado hasta
entonces la idea misma de nación, y el incipiente movimiento obrero que comenzó a
estructurarse organizativamente a partir de la Restauración.
El integrismo católico tuvo en España su expresión política durante el siglo XIX en el
carlismo, movimiento paralelo al miguelismo portugués o al legitimismo francés.
Rechazaba radicalmente la ideología y todas las transformaciones introducidas por el
liberalismo en la organización política y social de los Estados europeos. En sus inicios
su programa se limitaba a la defensa “del Altar y el Trono”. La reivindicación de los
fueros fue posterior, al igual que la identificación con la “patria” con un contenido
nacional que sólo se inició como reacción ante la oleada democrática de 1848 y las
incipientes movilizaciones de la clase obrera. En ese proceso influirán personajes como
Donoso Cortés, procedente del liberalismo doctrinario más conservador, que había
asumido ya una determinada idea de nación más allá de la mera legitimidad dinástica. O
el grupo de neocatólicos, formado a partir de 1860 en torno al periódico El Pensamiento
Español fundado por Gabino Tejado, y en el que participaron hombres como Aparisi
26
CÁNOVAS DEL CASTILLO, Antonio; Discurso sobre la nación. Madrid, Biblioteca Nueva., 1997 p. 69.
27
ALTAMIRA, Rafael, 1902. Psicología del pueblo español. Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, p. 65.
28
PRAT DE LA RIBA, Enric; 1910. La nacionalitat catalana. Madrid, Biblioteca Nueva, 1998 p. 68 (facsímile del
original, edición bilingüe, grafía original).
29
“Los habitantes de la península ibérica conservamos con las virtudes, los defectos que en sí propia lleva la raza
latina, predominante entre nosotros, al mismo tiempo algo alterada en los caracteres por otras razas cuyos
pueblos, en diversas épocas, invadieron el suelo que nos vio nacer” escribió Lucas Mallada (MALLADA, Lucas;
1890. Los males de la patria. Madrid, Fundación Banco Exterior, 1990., p. 46). “… Dos acentos salientes y
característicos se destacan también en la raza española: uno óptimo, la energía; otro funesto, el individualismo…”
(MACÍAS PICAVEA, Ricardo; 1899. El problema nacional. Madrid, Fundación Banco Exterior, 1991, p. 75).

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 15

Guijarro, Canga-Argüelles, Moreno Nieto, Caminero, Torres Vélez, el cura Miguel


Sánchez o Cándido Nocedal, que acabará siendo su principal líder, y que en su juventud
había militado en las filas del progresismo liberal. Los grupos reaccionarios tuvieron
que asumir el marco nacional para la confrontación ideológica, lo que los obligó definir
su propio concepto de nación. Pío IX llamó a sus fieles a oponerse a todo tipo de
modernidad, incluyendo el nacionalismo, pero la movilización de los católicos tuvo que
realizarse inevitablemente en el ámbito nacional.
Aunque probablemente haya sido Balmes el primero en asumir un proyecto político
nacional-católico, el ideólogo más importante del nacionalismo integrista católico fue
Marcelino Menéndez Pelayo. Con su monumental Historia de los heterodoxos
españoles (1880-1882) sentó las bases de la que a partir de entonces fue la versión
canónica de la historia de España para la derecha conservadora30. Reduce la idea de
nación casi exclusivamente a dos trazos gruesos: la religión católica, sobre todo (o más
precisamente la Iglesia) y en segundo lugar, la monarquía. Pero su esencialismo no se
limita a estos dos elementos; existen más coincidencias con los nacionalismos
progresistas de los que suelen apreciarse. Por ejemplo, recurre a las mismas referencias
históricas, aunque sea distinta la valoración o la jerarquía que les atribuye: “España
debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo,
al romanismo. Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo
por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella
se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta
las últimas ramas del tronco social”.
Todos los nacionalismos españoles interiorizaron un historicismo coincidente, que se
refuerza mutuamente. De Modesto Lafuente a Altamira, pasando por Menéndez Pelayo
o Castelar, nadie cuestionaba la existencia de una nación española, no como
construcción intelectual (política) sino como entidad real, forjada a lo largo de los
siglos; con rasgos originarios que le confirieron su carácter específico (las guerras
ibéricas frente a los romanos demostraban el amor de los españoles por la
independencia); el papel decisivo de la religión católica como elemento de unificación y
caracterización nacional (la reconquista, en la que la afirmación nacional se logra por la
exclusión del otro al que se niega la españolidad reservada sólo a los cristianos); la
exaltación de la monarquía visigoda como momento fundacional de la unidad nacional
que se inicia en el siglo XVIII (discurso de Jovellanos de ingreso en la Real Academia
de la Historia); el papel decisivo de los reyes católicos, en la definitiva unificación de la
nación…, o la interpretación, desde mediados del siglo XIX, de la contienda
napoleónica como una guerra por la independencia nacional en la que los españoles
exteriorizan las virtudes primigenias que ya habían manifestado en Numancia y
Sagunto; y de paso se niega el carácter español a quienes asumieron una perspectiva
política diferente (afrancesados).
¿En qué se diferencian? En la distinta valoración que hacen del papel de la Iglesia
católica, la monarquía, o de la existencia o no de instituciones a las que atribuir cierto
grado de representación “popular”. Para el nacionalismo liberal, por ejemplo, los
Concilios de Toledo eran un precedente del parlamentarismo, mientras que para el
integrismo católico lo que demostraban era la supremacía de la religión sobre el poder
civil. Los Reyes Católicos eran dignos de elogio, para unos por haber sometido a la
nobleza insolidaria sentando las bases de un Estado “fuerte”; para los otros lo relevante

30
MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino; Obras completas. Edición nacional. Madrid, CSIC. 1940. [60 tomos; Tomo
VI, de 1948, incluye la parte de Historia de los heterodoxos españoles correspondiente al siglo XIX].

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


16 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

era que habían identificado la unidad nacional con la religiosa. Las diferencias
ideológicas son evidentes, pero coinciden en los hitos esenciales de la construcción
nacional: España es una nación que, a pesar de su diversidad, se sustenta en una unidad
territorial que apenas nadie cuestiona, con una población que ha forjado un carácter
esencialmente común, manifestado de manera homogénea a lo largo de la historia; que
ha alcanzado sus momentos de gloria cuando ha logrado alguna forma de unidad
política (que hasta el siglo XIX equivalía a religiosa) mientras que la decadencia se
asociaba a la fragmentación o diversidad (pluralidad de reinos peninsulares en la Edad
Media…). Esas coincidencias básicas han contribuido a consolidar una representación
social del pasado extraordinariamente consistente. Las interpretaciones contrapuestas
del pasado histórico, al seleccionar los mismos hitos de referencia, han contribuido a
reforzar una idea común de nación31.
Las diferencias que se derivaban de perspectivas ideológicas enfrentadas tenían su
reflejo en la acción política, pero todas ellas han contribuido a nacionalizar a la mayoría
de la población española alrededor de un mismo referente simbólico (la nación
española) solamente cuestionado por algunas elites periféricas a partir de principios del
siglo XX. No es posible analizar aquí la génesis y evolución nacionalismos con un
referente alternativo en Cataluña, País Vasco32. Tan sólo cabe apuntar que, al definirse
en la misma época, participaron de características esencialistas muy parecidas. La
construcción del imaginario histórico del nacionalismo gallego, por ejemplo, es
prácticamente especular del español, oponiendo el celtismo y la batalla del Medulio, al
iberismo y Numancia; el reino suevo al visigodo, etc.; recurriendo a otros caracteres de
etnicidad, como el territorio, la lengua, las tradiciones, el folclore… y una supuesta
psicología específica que diferenciaría a los gallegos de los demás habitantes de la
península.
Las tesis esencialistas del nacionalismo alcanzan tal grado de hegemonía que
condicionan toda la vida cultural y política de la época; incluida la del movimiento
obrero. La Internacional Socialista poco tuvo que ver con la Primera Internacional
(AIT) en su estructura organizativa, ni en la militancia que nutría sus filas, ni en la
acción política. La AIT estuvo integrada fundamentalmente por artesanos autónomos,
dueños de sus medios de producción, que disfrutaban de cierta autonomía y movilidad
territorial, con un elevado grado de alfabetización e información sobre la “gran” política
de su tiempo; trataron de organizarse en un partido mundial bastante centralizado que

31
Baste como muestra la mitificación de la guerra contra el francés, convertida por los nacionalismos españoles de
cualquier signo, desde Menéndez Pelayo al Partido Comunista (al que nos referimos más adelante) en símbolo de
la lucha por la independencia nacional. Un ejemplo sería el discurso de Menéndez Pelayo en 1910, utilizando este
tópico histórico para fustigar a sus adversarios, dando por supuesta la complicidad del lector en esta interesada
lectura del pasado. «Días de grandeza épica, de abnegación sobrehumana, en que la conciencia nacional estaba
íntegra y no desgarrada como ahora por pasiones frenéticas y sectarias. Ejércitos extranjeros hollaban nuestro
suelo, y un corto grupo de innovadores audaces levantaban la primera tribuna política, a la sombra del glorioso
alzamiento nacional. Pero ni el invasor era dueño de más tierra que la que materialmente pisaba, ni el fermento
de la idea revolucionaria, con ser un principio de discordia, bastaba a amenguar el heroísmo de la resistencia.
Todavía España tenía un corazón y un alma sola, cuando de la salud de la Patria se trataba, y los mismos que
por educación, o por influjo de extrañas lecturas, parecían más apartados de la corriente tradicional, se dejaban
arrastrar por ella, confundidos generosamente entre la masa de sus humildes conciudadanos.» [Menéndez
Pelayo, 1910. Dos palabras sobre el Centenario de Balmes]
32
Pueden consultarse, entre otras obras: NÚÑEZ SEIXAS, Xosé Manoel; Los nacionalismos en la España
contemporánea (siglos XIX y XX). Barcelona, Hipòtesi. 1999; BERAMENDI, Justo G.; NÚÑEZ SEIXAS, Xosé
Manoel, O nacionalismo galego. A Nosa Terra, Vigo. 1995.; GRANJA, J. L. de la; El nacionalismo vasco. Un
siglo de historia. Madrid. Tecnos. 1995; PABLO, Santiago de; MEES, Ludger; RODRÍGUEZ RANZ, José A; El
péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco. (Tomo I 1895-1936). Barcelona Crítica. 1999. [Tomo
II: 1936-1979, Barcelona, Crítica, 2002]; TERMES, J. (ed.); Catalanisme. Història, política, cultura. Barcelona.
L’Avenç. 1986.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 17

incluía diversas secciones “regionales”. La Segunda Internacional nace condicionada


por las nuevas realidades sociales derivadas de la concentración industrial en la etapa
imperialista: los obreros son en muchos casos inmigrantes desarraigados; su nivel
cultural es escaso; viven en grandes concentraciones mineras e industriales alejadas de
los centros de decisión políticos y con mínimas posibilidades de desplazamiento fuera
de ellas; carecían de la formación y combatividad del antiguo artesanado y, por ello, son
mucho más permeables a la ideología dominante.
Los partidos socialistas se organizaron siguiendo el modelo nacional del SPD,
adecuando sus aspiraciones de emancipación social al marco nacional, incluso aquellos
que, como la SFIO (Section Française de l’International Ouvrière), mantuvieron en su
nombre la impronta del viejo internacionalismo anterior. El internacionalismo, en la
práctica, se limitó a algunas reuniones de coordinación que apenas lograron
movilizaciones transnacionales, salvo la campaña del primero de mayo a favor de la
jornada de 8 horas que debía adaptarse “a las condiciones que les vengan impuestas por
la situación especial de cada país”33.
El socialismo marxista español adoptó un nombre y estructura nacional (Partido
Socialista Obrero Español) y se impregnó del nacionalismo regeneracionista nacido en
los círculos intelectuales próximos a la Institución Libre de Enseñanza. Un proceso
paralelo, aunque menos visible, afectó por igual al anarquismo español. Resulta
significativo, en este sentido, el abandono de las viejas siglas de la FTRE (Federación
de Trabajadores de la Región Española) autodisuelta en 1888 y la adopción posterior del
nombre de Confederación Nacional del Trabajo (CNT) cuando el movimiento
anarquista consigue poner en pie una nueva estructura organizativa, a partir de 1911. La
aceptación por parte de las principales organizaciones obreras del marco nacional
español, con la carga ideológica que comporta (y la consiguiente hostilidad hacia otros
proyectos nacionales alternativos al español) se reflejó en todas sus manifestaciones.
Por ejemplo, la propaganda política pasó a estar redactada exclusivamente en castellano,
incluso en Galicia, en donde el gallego era la única lengua hablada por todos los
trabajadores. Escribir en catalán o gallego parecía sospechoso de nacionalismo burgués,
pero se consideraba normal o incluso internacionalista que los mensajes y propaganda
se difundiesen en una lengua en la que muchos trabajadores (la totalidad, en el caso de
Galicia) se expresaban con dificultad.
El nacionalismo en la época de los imperialismos, esencialista y hegemónico, no
solamente se asumió de manera inconsciente, o acrítica (“natural”) sino que las mismas
organizaciones obreras, a pesar de su internacionalismo formal, se convirtieron en
poderosos agentes de nacionalización. La nacionalización de los trabajadores no se
produjo solamente a través de la escuela (muy importante), de la prensa “burguesa” o
del ejército, sino que estaba presente en todos los niveles de socialización, incluidos los
mismos partidos obreros identificados con un inequívoco referente nacional, tal como
quedó de manifiesto en los encendidos discursos patrióticos de los dirigentes socialistas
al iniciarse la Primera Guerra Mundial; los líderes no hacían otra cosa que sintonizar
con los sentimientos que su militancia. Los nacionalismos esencialistas, aunque fueron
una creación intelectual de las elites, se difundieron entre todos los sectores de la
sociedad y la mayoría de la población alfabetizada participó de él. Muchos trabajadores
asalariados habían adquirido conciencia de su identidad (conciencia de clase) pero sus
objetivos de transformación social se circunscribían a los estados nacionales. Su

33
Resolución del Congreso de París, de la Segunda Internacional, por la que se convocaban por vez primera
manifestaciones en todo el mundo el día 1 de mayo (1899)

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


18 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

nacionalismo era tal vez implícito, difuso o inconsciente, pero no por ello dejaba de ser
real como quedó trágicamente de manifiesto en Europa al estallar la Gran Guerra.
Está por estudiar en este ámbito el papel que han jugado en España las organizaciones
obreras a través de las publicaciones y las actividades desempeñadas en los locales
como casas del pueblo, ateneos obreros; en las campañas de alfabetización y
escolarización de adultos, etc. Pero, a juzgar por algunas muestras que se conocen y por
los discursos que adoptaron los principales dirigentes, parece razonable sostener que el
movimiento obrero español participaba de los mismos mitos nacionalistas que el resto
de la sociedad. De manera similar a como los católicos llegaron a hacer compatible su
identidad religiosa con la nacional, tratando incluso de apropiarse de ésta (la “verdadera
España” era para ellos la España católica tradicional que había alcanzado el máximo
esplendor intelectual en el Concilio de Trento), las organizaciones obreras hicieron
también compatible la identidad de clase en un proyecto colectivista y solidario, con una
concurrente identidad nacional que era necesario “regenerar”. Baste mencionar en este
sentido los manifiestos de la mayor movilización obrera de principios del siglo XX: la
huelga general de 1917 convocada conjuntamente por socialistas (PSOE-UGT) y
anarquistas (CNT); en ellos se señalan objetivos no de clase sino nacionales
(interclasistas), para “demandar como remedio a los males que padece hoy España un
cambio fundamental de régimen político”, expresando su coincidencia con
movimientos tan dudosos como las “Juntas de Defensa del Arma de Infantería” o la
Asamblea de parlamentarios reunida en Barcelona en el mes de julio de aquel año34.
La escuela, y dentro de ella la enseñanza de la historia, ha contribuido también en
España a difundir los mitos comunes en los que se basó el nacionalismo español. Si bien
es cierto, como se ha indicado reiteradamente, que el sistema educativo en España era
muy precario y elitista (la media de la población sin escolarizar y analfabeta era muy
superior a la de los demás países de Europa occidental) no puede por ello olvidarse, que
a pesar de todo, fue un potente mecanismo de nacionalización. Como hemos analizado
ampliamente en otro lugar35, las diferencias de contenido respecto a la idea de nación
son mínimas entre los manuales católicos integristas que alcanzaron amplia difusión –
no sólo en los colegios religiosos– y los de orientación más progresista
(institucionistas), compartiendo ambos un concepto histórico-organicista. Y en uno y
otro caso el objetivo era formar a las personas que debían asumir cierto protagonismo en
la vida de la nación. La orientación política podía ser (era) divergente, pero había una
coincidencia básica en la idea de la unidad nacional que apenas nadie cuestionaba, salvo
los nacionalismos subestatales aún muy minoritarios.
La intencionalidad nacionalista en la enseñanza, sobre todo la de la lengua y literatura
castellanas, la geografía y muy especialmente la historia, es bastante común, y de forma
explícita y militante, tanto entre intelectuales progresistas y relacionados con la
Institución Libre de Enseñanza como Altamira, como conservadores como Ibarra
Rodríguez36. Y no solamente en los ámbitos universitarios, sino también en manuales
34
TUÑÓN DE LARA, Manuel (dir.); Historia de España. Tomo XII Textos y documentos de Historia Moderna y
Contemporánea (siglos XVII-XX). Barcelona, Labor., 1988. pp 316 y ss.
35
LÓPEZ FACAL, Ramón; O concepto … op. cit.
36
«Las naciones que hoy aparecen en Europa á la cabeza de la cultura y tienen la hegemonía material sobre las
demás, lo deben a la formación del carácter nacional, al orgullo con que cantan sus glorias, á la confianza que
sienten en sus propias fuerzas, al cariño que experimentan hacia su territorio y su independencia, y todo esto es
fruto del conocimiento de su Historia (…): los profesores de Historia en el extranjero han despertado estos
sentimientos educando á las clases directoras y formando el carácter nacional; tendamos á ello y consagrémonos
con todas nuestras fuerzas á tan nobilísima tarea» IBARRA Y RODRÍGUEZ, Eduardo (1987) «Procesos de la
ciencia en el presente siglo» Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1897 á 1898 en la

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 19

escolares para la enseñanza secundaria37. Los tópicos historiográficos que unos y otros
comunican al alumnado coinciden, como he señalado, en los hitos fundamentales. Uno
de esos hitos, quizá el más potente, ha sido la mitificación de lo Reyes Católicos como
fundadores de la unidad nacional38.
La concurrencia de mensajes, procedentes de todo el espectro ideológico acabó calando
entre la población española incluso, me atrevo a suponer, que en la menos letrada.
Como último ejemplo mencionaré un libro de lecturas históricas que se hizo muy
popular entre el profesorado progresista más o menos próximo al movimiento de la
Escuela Nueva y entre los institucionistas de la época republicana, el del
norteamericano Virgil M. Hillyer, traducido, prologado y adaptado por un inspector de
enseñanza primaria, Fernando Sáinz, republicano y colaborador de la Revista de
Pedagogía. Sainz incluye varios capítulos referidos a la historia de España. En el que se
ocupa de la Edad Media, titulado “Lucha entre moros y cristianos” se encuentran
párrafos como el siguiente:
“Sabemos que los musulmanes habían penetrado en España y conquistado casi
la totalidad del territorio en el siglo VIII. Pero hubo un grupo de españoles que
no se resignaron a ser vasallos de los árabes y se refugiaron en las montañas de
Asturias para hacerse fuertes, nombrando su rey, Pelayo, y fundando un
pequeño reino. La batalla que allí perdieron los musulmanes, la de Covadonga,
dio grandes alientos a los españoles para reconquistar sus dominios, y por eso
la gran lucha que entonces se entabla, y que dura nada menos que ocho siglos,
se llama la de la Reconquista”39.
Estas líneas podrían haber sido escritas por cualquier católico conservador porque,
aunque divergentes en otras cosas, ambos coincidirían en esta interpretación de la época
medieval en la península ibérica. Es, en mi opinión, una manifestación de cómo la
ideología nacionalista de tipo esencialista se hizo hegemónica en la etapa de los
Universidad de Zaragoza. Imp. de Ariño, Zaragoza (p. 66). Citado por PASAMAR ALZURIA, Gonzalo; “Los
historiadores y la ciencia histórica en la época contemporánea”. Stvdium, nº 2. Teruel, Colegio Universitario.
Universidad de Zaragoza., 1990. p. 136)
37
«La Historia propia, ha dicho un gran escritor, debe ser esencialmente nacional; en ella se debe aprender á
conocer y amar á la patria, teniendo presente que nadie ama lo que no conoce. Por esta causa en el extranjero han
progresado tanto en el fondo y en la forma los libros elementales de Historia; y recientemente una gran nación,
que aspira al dominio europeo por el doble medio de la ciencia y de las armas, Alemania, ha dictado varias
disposiciones de carácter práctico para que el ejército no abandone el estudio de la Historia.» [PICATOSTE,
Felipe; Compendio de Historia de España, Madrid, Sucesores de Hernando 1907 (7ª ed.); [1ª ed. de 1884, Madrid,
Imprenta Herculano] p. 5]
38
Aunque la interpretación de su reinado merezca diferentes valoraciones, existió unanimidad en lo que resultaba
relevante, a efectos de crear un imaginario nacional común. Así, un discípulo de la Institución Libre de Enseñanza,
regeneracionista y liberal-conservador, Rafael Ballester (1924), afirmaba que «… con él (reinado de los RR CC)
comienza propiamente la “Historia de España”, pues al enlace de aquellos esclarecidos cónyuges fué debida la
constitución definitiva de nuestra nacionalidad.» (BALLESTER, Rafael; Curso de Historia de España. Gerona,
edición de autor 1924 (3ª ed.); [1ª ed. De 1917].p. 201). El objetivo prioritario de la editorial religiosa F.T.D.
(Foveo Timorem Dominum que posteriormente pasaría a llamarse Luis Vives, la actual Edelvives) consistía
promover el adoctrinamiento en el integrismo católico de la juventud española. Sus manuales, de amplia difusión
en los muy numerosos colegios religiosos carecían, incluso para la época, del mínimo rigor. Pero para el tema que
estamos tratando, coinciden con institucionistas, liberales y progresistas en la selección y exaltación de los
momentos que consideran decisivos del pasado nacional, como el reinado de los Reyes Católicos: «De manera
inesperada y providencial se llevó al cabo la casi total unión de los reinos hispánicos de la Reconquista, con el
glorioso reinado de Isabel (1474-1504) y Fernando (1479-1516), universalmente conocidos con el nombre de LOS
REYES CATÓLICOS. —“La Providencia, que saca el bien de los males producidos por los hombres, dice Sánchez
Casado, hizo recaer la sucesión de los tronos de Castilla y Aragón en dos príncipes, Fernando e Isabel que sólo
tenían un derecho remoto… (…)”— Con ellos surgió la nación española…» (F.T.D, Historia Universal. Barcelona.
F.T.D. («Foveo Timorem Dominum») 1928. p. 295)
39
HILLYER, V. M. Una historia del mundo para los niños. Madrid. Estudio de Juan Ortiz. (s.f., circa 1931) p. 313.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


20 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

imperialismos, trascendiendo grupos sociales e ideologías políticas. Solamente la


reflexión que siguió a las matanzas producidas en las contiendas mundiales haría
posible que se alumbrasen perspectivas diferentes sobre la naturaleza de las naciones.
En la medida en que se extendieron la escolarización y la alfabetización hubo más
sectores sociales que se socializaron en valores nacionalistas. Entre los propietarios de
clase media o alta, esta ideología coincidía con sus proyectos políticos de hegemonía
social al subordinar (o negar) los conflictos de clase e aras del superior interés común de
la nación. Los trabajadores, incluso los que tenían conciencia de su identidad social se
formaban en la lengua y la cultura nacionales y los lazos de solidaridad efectiva los
establecían dentro de una estructura nacional, con otros compañeros del mismo estado-
nación y no con los de otros estados.
Al margen de esos valores nacionales compartidos quedaban únicamente algunos
sectores del campesinado más pobre; especialmente el de zonas de minifundio, como
Galicia, ya que entre los jornaleros andaluces se desarrolló una conciencia colectiva
mucho más elevada debido a las características que allí tenía la organización del trabajo
asalariado y a la acción de las organizaciones agrarias.
Desde finales del siglo XIX se produjo una enorme corriente migratoria de campesinos
europeos con destino a América. Como defensa frente a un mundo extraño y hostil, los
emigrantes trataron de buscar la solidaridad de personas procedentes de sus mismos
lugares de origen, dando lugar a un fenómeno de concentración en determinados lugares
de individuos con similares características étnicas (lengua, cultura, tradiciones…) y a
que se formasen asociaciones e instituciones de ayuda mutua. Encontramos este
fenómeno en toda América, desde Canadá a la Patagonia: irlandeses, alemanes,
italianos, griegos, rusos, gallegos… Muchos de ellos descubrieron en el desarraigo de la
emigración unas raíces identitarias que les proporcionaban el necesario apoyo
psicológico y material. Algunos campesinos de Bergantiños o de Connemara
aprendieron a ser gallegos o irlandeses en América. La alfabetización y la conquista de
una cierta autonomía individual o colectiva transformó a gentes que en su tierra natal
estaban subordinados y cuyos únicos lazos solidarios eran los que mantenían con su
comunidad campesina local, hasta convertirlos en ciudadanos que se ejercitaron en
defender colectivamente derechos (universales e individuales) en los países de acogida.
Significativamente bastantes dirigentes sindicales en América fueron inmigrantes; en
Argentina, gallegos. Una parte de esos inmigrantes que se nacionalizan –en el amplio
sentido de la palabra– al tiempo que descubren las ventajas y las dificultades de ser
argentinos o estadounidenses, trataron de construir nuevos lazos de solidaridad con la
patria de origen. No se puede explicar el nacionalismo gallego o el irlandés de
principios del siglo XX sin el apoyo de las comunidades de emigrantes en América.
El papel de la emigración en la formación de conciencia nacional no se produjo
solamente entre estas masas campesinas trasplantadas a América. El fenómeno afectó de
manera muy relevante a las elites intelectuales emigradas que asumieron un destacado
protagonismo. No resulta anecdótico que el himno gallego se compusiese y cantase por
vez primera en La Habana.
La añoranza de la patria, la discriminación por razones étnicas y la necesidad de
afirmación cultural ante una sociedad hostil, junto a la difusión de paradigmas
positivistas, han sido factores que han movido a la afirmación nacional en esta etapa.
Este fenómeno es patente entre algunos miembros de las clases altas de países
colonizados que accedieron a estudios universitarios en Europa. Gandhi o Nehru
relatan, en sus respectivas autobiografías, el cambio que experimentaron ellos mismos,

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 21

pasando de la admiración sumisa por la cultura inglesa a rechazarla y a reivindicar una


cultura nacional de la India. En este proceso tuvo mucho que ver la discriminación que
padecían los “súbditos ingleses de ultramar” en la metrópoli. Al mismo tiempo,
Jawaharlal Nehru, menciona específicamente su “descubrimiento” del paralelismo entre
el proceso de unidad nacional italiana y lo que ellos se proponían para la India40: La
inmersión en la cultura europea significaba, desde finales del siglo XIX, un aprendizaje
intensivo de esencialismo nacionalista, esencialismo que se volvía, inevitablemente, en
contra de sus iniciales promotores.

Nacionalismos e internacionalismos en la época de entreguerras


La Primera Guerra Mundial puso fin a una forma de hacer política, al menos en Europa,
y su repercusión en la economía y en la sociedad fue igualmente decisiva. Con ella se
acabó una era y se inició otra. El triunfo de la revolución en Rusia desencadenó una
honda corriente de simpatía entre las organizaciones obreras de izquierdas para las que
simbolizaba la posibilidad de poner en práctica un nuevo orden social. Por el contrario,
la reacción de ciertos sectores de la empobrecida pequeña burguesía ante la agitación
revolucionaria favoreció la implantación de nacionalismos extremistas que llevaban su
esencialismo al paroxismo de xenofobia y racismo. Estos dos tipos de movimientos
contrapuestos y conflictivos han relegado de la memoria colectiva a otro tipo de
iniciativas, que no ponían en cuestión el sistema económico capitalista, pero pretendían
explorar un camino de cooperación pacífica en Europa. Su prioridad era superar
definitivamente las rivalidades nacionales que, en gran medida, estaban en el origen de
la carnicería producida entre 1914 y 1918 (casi 9 millones de muertos).
Los proyectos de Coundenhove Kalergi (Paneuropa, 1923) tuvieron bastante
repercusión entre las elites cultivadas y entre políticos liberales y de centroizquierda,
como Herrriot o Briand, retomando una tradición que se remontaba a la Ilustración
(Rousseau, Kant) y que no había dejado de tener presencia a lo largo del siglo XIX
(Saint Simon, Mazzini, Garibaldi, etc.). Las propuestas federalistas y europeístas
encontraron eco entre intelectuales como Charles Gide. En ese clima nacieron
iniciativas como la revista Annales d’histoire économique et sociale promovida por
Lucien Febvre y Marc Bloch, que significaron el primer rechazo frontal del paradigma
positivista en el que se sustentaba la historiografía nacionalista de la época. Pero este
tipo de iniciativas fueron abandonadas por los políticos y relegadas a la marginalidad
cuando la crisis económica iniciada en 1929 hundió en una profunda depresión a toda
Europa (en realidad, a todos los países de economía capitalista) y se implantaron
políticas ultraproteccionistas.
El parlamentarismo había sucumbido en buena parte de Europa antes de iniciarse la
segunda guerra mundial. La avalancha dictatorial se inició con Horthy en Hungría a
partir de 1920; seguida de Mussolini (1922); Kemal Atatürk (1923); Zankov en
Bulgaria (1923); Primo de Rivera (1923-1930); Zogu en Albania (1925); Carmona en
Portugal (1926); Smetona-Voldemaras en Lituania (1926); las dictaduras de los reyes
Alejandro I en Yugoslavia (1929) y Carol II en Rumanía (1930); Hitler (1933); Pats en
Estonia (1934); Ulmanis en Letonia (1934); Franco en España y Metaxas en Grecia
(1936)… Todos estos regímenes recurrieron a una forma de nacionalismo brutal y
terrorista que excluía cualquier pluralismo; en ellos la exclusión de el otro abarcaba a
todas las personas que no se identificasen con el dictador, que asumía la encarnación

40
NEHRU, Jawaharlal; 1944. An Autobiografy. Oxford Univ. Press, 1990.

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22 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

misma de la nación. Cada una de estas dictaduras tuvo rasgos específicos, proyectos
económicos y sociales distintos y adoptaron un modelo diferente de nación; incluso
dentro de ellas coexistieron conflictivamente diversos proyectos, como muestra Ismael
Saz en su reciente estudio del ultranacionalismo falangista dentro del régimen
franquista41. Pero todas ellas son herederas de una deriva esencialista iniciada en la
etapa precedente. En una época dominada por la insolidaridad y la recesión los
nacionalismos fascistas recurrieron a tópicos puestos en circulación por el
irracionalismo (Nietzsche, Sorel…) ignorando o despreciando el positivismo hasta
entonces hegemónico. El resultado fue un nacionalismo agresivo de consecuencias
trágicas para gran parte de la población europea.
Paralelamente a esta ofensiva derechista fue tomando cuerpo una nueva alternativa
internacionalista bastante sorprendente: la tercera internacional, promovida desde
Moscú por los partidos comunistas, fundados al calor de la revolución bolchevique. En
1919, Lenin y Trotsky fundaron la Komintern para promover la revolución mundial que
acabase con el capitalismo. El grupo inicial de comunistas que protagonizaron este
movimiento revolucionario tenían una elevada formación intelectual (Rosa Luxemburg,
K. Liebknecht, etc.) y estaban convencidos de la posibilidad de que triunfase una
revolución en una Europa destruida por la guerra, instaurando un modelo de Estado a-
nacional o internacional, tal como proponía Lenin para el antiguo imperio zarista: una
unión de repúblicas socialistas que carecía de cualquier referente identitario de tipo
territorial o nacional en su denominación, porque estaría abierta a todos los países del
mundo. El fracaso de los movimientos insurreccionales en Alemania, Hungría y China,
la hostilidad internacional hacia la URSS, la persecución de los comunistas por parte de
las dictaduras derechistas y fascistas obligó a un cambio de estrategia y al abandono de
la vía insurreccional. Al tiempo, la III Internacional aprobó 21 condiciones para aceptar
a un partido en su seno; entre ellas la imposición del “centralismo democrático”, el
carácter obligatorio de sus decisiones y la defensa a ultranza de la URSS. Los
comunistas de todo el mundo trataron de adaptarse a la legalidad de cada país, o lo que
es lo mismo, al marco nacional, pero sin abandonar su militancia internacionalista, lo
que no dejaba de provocar la desconfianza y la acusación de ser agentes de una potencia
extranjera.
La constitución de la III Internacional poco después de la catástrofe de la Gran Guerra
contribuyó a que los comunistas fuesen capaces de resistir la presión ideológica de sus
respectivos nacionalismos, denunciándolos como responsables de la movilización bélica
que había conducido a la de aniquilación de millones de personas. Reafirmaron aún más
sus argumentos antinacionalistas en la lucha de resistencia frente a las dictaduras
derechistas implantadas en los años 20 y 30. Pero la dependencia comunista de la URSS
acabó convirtiendo a la III Internacional en un instrumento de la política de Stalin que
exigía a sus militantes renunciar a la lealtad de sus respectivas naciones para situarla en
la “patria del socialismo”. La actitud de los comunistas europeos durante los años
treinta era paradójica, porque al mismo tiempo que rechazaban y combatían el
nacionalismo en el interior de sus países por ser un “instrumento de la burguesía” y
“contrario a los intereses del proletariado” promovían una campaña de adhesión acrítica
e identificación con otra patria: la Unión Soviética de Stalin. Una muestra de ello serían
los “¡viva Rusia!” tan frecuentes entre partidarios del Frente Popular de la Segunda
República española.

41
SAZ CAMPOS, Ismael; España contra España. Los nacionalismos franquistas. Madrid, Marcial Pons. 2003.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 23

Stalin convirtió el régimen soviético en una dictadura personal basada en el terror,


eliminando a la mayoría de los protagonistas de la revolución de octubre. Aunque
conservó un discurso formalmente internacionalista y pese a su origen georgiano,
impuso en el interior de la URSS una forma de dominación centralizada, basada en la
supremacía de lo ruso. Los llamamientos a la solidaridad de clase (internacionalismo
proletario) se tradujeron en la defensa de la “patria del socialismo”, y en un nuevo tipo
de nacionalismo que pasará a primer plano tras la invasión de la URSS por las tropas
nazis que desencadenó la llamada, significativamente, “gran guerra nacional patriótica”.
Las posiciones políticas de la III Internacional experimentaron cambios bruscos en
función de los intereses geopolíticos y estratégicos –en cualquier caso, nacionales– de
Stalin. Tras la denuncia, políticamente suicida, de las socialdemocracias como
socialfascismos oponiéndose a cualquier colaboración con ellas y facilitando
indirectamente el ascenso de los fascismos, en 1935 la III Internacional aprobó impulsar
los Frentes populares para detener la marea fascista en Europa, precisamente cuando la
URSS de Stalin se sitió directamente amenazada por el agresivo militarismo
expansionista de Hitler. La política frentista implicaba establecer objetivos políticos
interclasistas (nacionales) relegando los de clase (revolución social) a un segundo plano.
El inicio de la sublevación franquista en 1936 favoreció el desarrollo de un discurso
patriótico, nacionalista-español, en el PCE; discurso que conectaba con el que era
dominante entre la mayoría de la población española educada desde hacía décadas en
valores nacionalistas, como hemos indicado supra42. Al mismo tiempo, la III
Internacional podía promover una movilización mundial a favor de la República
española, compaginando el internacionalismo proletario con la defensa de las libertades
democráticas y nacionales amenazadas por la ofensiva nazi-fascista en España (brigadas
internacionales, Socorro Rojo Internacional…).

Ilustración de Arturo Souto, militante comunista, en 193643


Pero todavía quedaba por producirse el viraje político más espectacular de la III
Internacional. Como consecuencia directa del pacto germano-soviético (agosto de 1939)
los comunistas acataron disciplinadamente las consignas emanadas de Moscú de
considerar las rivalidades, y posteriores hostilidades, entre el expansionismo nazi y los
regímenes parlamentarios europeos (Gran Bretaña, Francia) como simples disputas
interimperialistas, ajenas a los intereses del proletariado, inhibiéndose ante la agresión

42
Mundo Obrero, 1938: «La segunda fecha histórica también nos pertenece. El pueblo que derrotó a los invasores,
es el que combate ahora, valerosamente otra vez en defensa de su libertad. El genio heroico de Daoiz y Velarde,
del teniente Ruiz, de Malasaña encarnan los soldados de las trincheras madrileñas. Castaños, “El Empecinado”,
los defensores de Zaragoza y Gerona anteceden históricamente a nuestros jefes militares de hoy. Es la misma
causa, puesta en valoración de honor por el mismo pueblo» [Citado por BABIANO MORA, José; “España 1936-
1939: la segunda guerra de la independencia”. Historia 16 nº 190. 1992. pp 25-34.]. En relación con el Partido
Comunista de España y la cuestión nacional, vid. SANTIDRIÁN ARIAS, Víctor M.; O partido comunista de
España en Galicia (1920-1960). Tesis doctoral. Universiodad de Santiago de Compostela, 2000; pp. 405-432.
43
PORTA MARTÍNEZ, Paulo; A guerra de Arturo Souto. Vigo, Promocións Culturais Galegas. 2002, p.66

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


24 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

desencadenada por Hitler en Europa a partir de septiembre de 1939. Resulta


significativa la mezcla de desazón y disciplina mostrada por la militancia comunista
ante esta situación. Muchos se sitieron desamparados (incluso traicionados) cuando las
tropas nazis invadieron media Europa ante la desmovilización y la pasividad oficial de
la III Internacional44. Solamente cuando en el verano de 1941 se inició la invasión de la
URSS se produjo la movilización de los comunistas que ya podían compatibilizar la
defensa de su identidad nacional con la defensa de la URSS. A partir de ese momento el
protagonismo comunista en la resitencia antifascista fue decisivo en Grecia, Albania,
Yugoslavia, Francia, o Italia. La disolución de la III Internacional por Stalin durante la
guerra fue, de nuevo, realizada en función de los intereses estratégicos de la URSS, para
favorecer la alianza con las potencias occidentales. Este hecho tendría consecuencias a
medio plazo, haciendo posible una creciente autonomía de los partidos comunistas
occidentales tras la guerra, autonomía que se reafirmó definitivamente después de la
muerte de Stalin.

Nacionalismos antiimperialistas e internacionalismo capitalista


Tras la guerra mundial la confrontación ideológica en torno a las identidades nacionales
adquirió una nueva dimensión. Por una parte emergió un potente movimiento por la
liberación nacional en los territorios de los antiguos imperios coloniales; por otro, entre
los países económicamente más desarrollados se establecieron instituciones y se
reforzaron los vínculos que hicieron posible una creciente cooperación internacional.
La lucha antiimperialista alumbró un nuevo tipo de nacionalismo sincrético, alimentado
en buena medida por la izquierda y muy especialmente por los comunistas. Desde sus
orígenes el movimiento comunista internacional había respaldado los movimientos
anticolonialistas (punto 8º de las 21 condiciones de la III Internacional) lo que favoreció
la incorporación de comunistas a los movimientos nacionalistas que se crearon en los
territorios dependientes45. Las luchas por la liberación nacional se convirtieron en
movimientos de masas en la medida en que conectaban con los intereses y necesidades
de amplias capas de la población, desde las burguesías nacionales a los trabajadores,
pasando por la numerosa población campesina. Las clases medias, sobre todo los
sectores profesionales e intelectuales (maestros, funcionarios…) desempeñaron un
destacado papel protagonista elaborando un discurso integrador que se nutría de
diversas fuentes: desde el racionalismo al historicismo romántico, pasando por el
positivismo, el organicismo, el irracionalismo, el marxismo, etc. El resultado fue
diverso, según los países. El lenguaje común fue el del nacionalismo antiimperialista.
La identidad nacional se oponía y afirmaba frente a los intentos de dominio y
asimilación por parte de las potencias imperialistas: Gran Bretaña, Francia o los Países
Bajos, primero; posteriormente frente a los Estados Unidos.
Los nacionalismos antiimperialistas contaron con la simpatía creciente y el respaldo de
los movimientos de izquierda anticapitalista de los países desarrollados que, entre la
impotencia y el conformismo, veían cada vez más lejano un posible cambio

44
Vid., HOBSBAWM, Eric; Años interesantes. Una vida en el siglo XX. Barcelona, Crítica., 2003; cap. 10.
45
“En realidad, el comunismo probablemente tuvo su mayor impacto fuera de Europa, donde no tenía un rival eficaz
en la lucha contra la opresión nacional o imperialista. Ho Chi Minh, el liberador de Vietnam, eligió como nom-de-
guerre en la Internacional Comunista, Nguyen el patriota. Chin Peng, el cabecilla de la insurrección comunista y
de los guerrilleros en la jungla de Malaya (sic), aunque con menos éxito, empezó como un joven patriota que
primero se hizo comunista cuando dejó de confiar en la capacidad del Kuomintang para liberar China”. (Ibídem,
p. 134).

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 25

revolucionario en sus países por lo que sublimaban las luchas antiimperialistas de la


periferia del sistema atribuyéndoles el papel de fuerza de choque fundamental para
poder transformar las relaciones de dominación a escala planetaria. Aunque también se
produjeron contradicciones, como por ejemplo, la decidida apuesta de los socialistas
franceses en mantener la dominación colonial en Indochina o Argelia. La guerra fría se
caracterizó por el enfrentamiento entre bloques a escala planetaria, imponiendo una
lógica bipolar en las relaciones internacionales a la que trató de sustraerse, con éxito
bastante limitado, el movimiento de países no alineados. La oposición contra el sistema
en cada uno de los bloques idealizaba las supuestas virtudes presentes en el otro. Pero
las limitaciones y defectos de las sociedades que vivían en el llamado socialismo real –
bajo la hegemonía soviética– junto a la difusión de las críticas internas hacia la
dictadura estalinista tras la muerte de Stalin, las violentas intervenciones imperialistas
de la URSS en Alemania, Polonia, Hungría y Checoslovaquia y las fisuras dentro del
bloque socialista (Yugoslavia, China) movió a una parte relevante de los sectores
críticos anticapitalistas a buscar otros referentes ideológicos alternativos en los
movimientos de liberación del Tercer Mundo. Esa identificación dio lugar, a partir de
los años sesenta, a la proliferación de grupos juveniles que tomaron como modelo a las
revoluciones china, argelina, vietnamita o cubana y a que, en algunos estados europeos
en los que se habían formado identidades alternativas a la estatal (Francia, España)
tratasen de adoptar estrategias similares, aunque para ello tuviesen que forzar los
análisis sociales hasta el punto de hablar de “colonialismo interior” para poder
justificarlas.
Las sociedades capitalistas, tras la segunda guerra mundial, evolucionaron hacia ciertas
formas de integración bajo hegemonía norteamericana. La amenaza (interesadamente
exagerada) del bloque soviético sobre los países de democracia parlamentaria y
economía de mercado forzó la cooperación entre estados, iniciada en Bretton Woods y a
través de las instituciones que allí se diseñaron (FMI, Banco Mundial, GATT),
consolidada con el Plan Marshall y la OECE –transformada posteriormente en OCDE–
y amparada en la poderosa maquinaria militar de la OTAN. En un mundo así, el viejo
nacionalismo esencialista de estado dejó de ser un instrumento útil o creíble para la
cohesión social interna; los alemanes, los franceses, los italianos… ya no podían ser la
representación de el otro como en el pasado, sino que formaban parte de la misma
identidad; el otro, el enemigo potencial que cohesionaba a la sociedad en torno a un
gobierno ya no eran estados, sino otro bloque geopolítico. La identidad no podía
construirse ya sobre esencias nacionales, sino sobre valores transnacionales: la
democracia pluralista representativa, la economía de mercado, las libertades cívicas que
podían ejercerse en un sistema y eran negadas o limitadas en otro.
En la prensa, en los discursos políticos y, por supuesto, en la enseñanza de la historia
fueron desapareciendo las referencias xenófobas o agresivas que adornaban los
discursos de preguerra. En su lugar se fue construyendo un nuevo discurso identitario
que, al menos en Europa, recuperó en parte el viejo federalismo europeísta de los años
veinte. Resulta significativo que la escuela francesa de Annales se convirtiese ahora en
el paradigma historiográfico dominante en la enseñanza de la historia, al eliminar el
discurso político y centrarse en la dimensión económica y social a través de “tiempos
largos”. De las aulas europeas desaparecieron Viriato y Vercingetorix, y en su lugar los
escolares aprenden desde entonces que “todos” procedemos de una cultura común,
iniciada en la Grecia clásica, seguida de la romanización, el feudalismo (no la
Reconquista, no la guerra de los cien años), el renacimiento (no las guerras de Italia o
las de religión), la Ilustración, la revolución industrial y liberal (no las guerras

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


26 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

napoleónicas), etc., sustituyendo –en la versión escolar– el viejo chauvinismo


nacionalista que se derivaba de una interpretación lineal y teleológica del pasado, por un
nuevo determinismo que conduce a una cultura europea común, que sustenta la nueva
identidad emergente46.
En este contexto, la dictadura franquista fue incapaz conservar una mínima legitimación
social en base al rancio nacional-catolicismo inicial; aunque trató de mantenerlo de
forma ritual en los discursos oficiales, a partir de los años sesenta era ignorado (cuando
no ridiculizado) por los creadores de opinión. En 1970, la Ley General de Educación lo
desterró definitivamente de la enseñanza de la historia adoptando el emergente
europeísmo historiográfico al que nos acabamos de referir, como anticipándose a los
cambios políticos que se producirían tras la muerte del dictador. Era difícil sustraerse a
la ideología hegemónica en Europa occidental que asociaba estado del bienestar y
libertades democráticas como fundamento de la cohesión social; sobre esta base se
construyó el consenso durante la transición española a la democracia, no sobre una
identidad nacional que el franquismo, al tratar de monopolizarla, había contribuido a
desprestigiar.

Identidades plurales en un mundo cambiante


A finales de los años 80 y primeros 90 se produjo el derrumbe del sistema de socialismo
real en el este de Europa y el colapso de la URSS, seguido por una explosión de
nacionalismos étnicos, en muchos casos extremadamente violentos, que desconcertó a
bastantes analistas y modificó sustancialmente las fronteras heredadas de la Segunda
Guerra Mundial.
A partir de los años sesenta los países desarrollados de Occidente se habían ido
convirtiendo en un espacio crecientemente integrado en el que las ideología nacional-
chovinistas cada vez tenían menor presencia, al tiempo que aumentaban los
intercambios de todo tipo –fundamentalmente económicos– entre los miembros de la
OCDE, el peso de las empresas transnacionales, la coordinación de políticas
económicas, y el desplazamiento masivo de ciudadanos de unos países a otros gracias al
turismo de masas. La legitimación social de los sistemas políticos democráticos, en esta
etapa, no se planteaba ya sobre el viejo modelo nacional capaz de garantizar derechos
superiores a sus ciudadanos; la existencia de una declaración universal de derechos
humanos –solamente respetados de manera significativa en las democracias
parlamentarias– hacía derivar su disfrute de la naturaleza o condición humana de cada
persona, no de su ciudadanía. La legitimación social se fundamentó en la capacidad para
proporcionar a la población ciertas cuotas de bienestar (sanidad, educación y otros
servicios) y garantizarles su disfrute en libertad, sin coacciones. El esencialismo
nacionalista fue quedando relegado a pequeños círculos de nostálgicos con escaso eco
en la sociedad.
En los países del bloque socialista, por el contrario, los burocratizados aparatos de poder
fueron incapaces de garantizar similares cuotas de bienestar. A pesar de su discurso
pretendidamente internacionalista sus economías estaban escasamente integradas y su
planificación respondía más a los objetivos y prioridades de la URSS –
fundamentalmente militares– que a mejorar el nivel de vida de la población. Para
mantener la cohesión social, en una situación de déficit de derechos sociales y de

46
LÓPEZ FACAL, Ramón; “La nación ocultada”. En PÉREZ GARZÓN, et al; pp. 111-160. La gestión de la
memoria. La historia de España al servicio del poder. Barcelona, Crítica. 2000.

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 27

libertades, los aparatos de poder recurrieron cada vez más a discursos nacionalistas. Los
éxitos deportivos, o en la carrera espacial, sublimaban estas carencias y permitían una
identificación afectiva con un sistema político cada vez más alejado de sus objetivos
fundacionales. Pero el nacionalismo esencialista es un arma difícil de controlar, ya que
la sobrevaloración de una determinada identidad implica la minusvaloración de las que
son alternativas o están subordinadas. En el caso de los países dependientes de la URSS
(Polonia, Hungría o Checoslovaquia) la hegemonía soviética se impuso por la fuerza,
generando sentimientos de humillación nacional; algo similar ocurrió en el seno de los
estados plurinacionales, como la misma URSS o Yugoslavia, en los que las minorías
culturales sentían como imposición o humillación la exaltación de un nacionalismo que
sólo se identificaba con la etnia mayoritaria (rusa o serbia). El estallido nacionalista
posterior a la disolución de estos regímenes debe entenderse como una reacción desde la
frustración de sociedades que se sentían amenazadas por otra hegemónica, y de ésta ante
el temor de perder su supremacía. El choque entre ambos nacionalismos originó
conflictos de difícil solución que alcanzaron cotas dramáticas en la antigua Yugoslavia
y en el Cáucaso. La constitución de nuevos estados nacionales se planteó como una
aspiración popular para contar con un instrumento que garantizase los derechos cívicos
y condujese a un bienestar material que los antiguos estados plurinacionales fueron
incapaces de asegurar. La aspiración mayoritaria no era tanto la independencia nacional
como la conquista de derechos, tal como refleja la voluntad manifiesta de integrarse en
ámbitos supranacionales, como la Unión Europea o la OTAN, lo que implica renunciar
a importantes parcelas de soberanía. Pero en tanto que los nuevos estados no sean
capaces de garantizar la igualdad de derechos a sus habitantes, seguirá presente la
tentación de instrumentalizar desde el poder algún tipo de esencialismo.
La eclosión de diversos nacionalismos y conflictos étnicos en África o Asia, son de
enorme complejidad y tienen diferencias específicas que dificultan una generalización,
pero responden en parte a causas similares: la búsqueda de elementos de cohesión social
y legitimación política en sociedades escasamente articuladas y privadas de derechos
elementales. Sin duda existen más factores, como la interesada manipulación de estos
sentimientos por parte de grupos de poder económico transnacionales, pero en todos los
casos nos encontramos con estados que son incapaces de garantizar un mínimo bienestar
económico a sus ciudadanos y de proporcionarles libertades y derechos políticos como
los que se enuncian en la declaración universal de la ONU.
La desaparición del bloque socialista ha acelerado el proceso de globalización
económica bajo la arrolladora hegemonía de la economía de mercado. La crisis del
modelo keynesiano de crecimiento capitalista, iniciada en los años setenta, favoreció el
triunfo del neoliberalismo económico a partir de la siguiente década lo que tuvo
importantes repercusiones sociales. Se incrementaron las desigualdades tanto en el
interior de cada estado como entre unos países y otros. El fundamentalismo neoliberal
promovido desde las instituciones financieras internacionales (FMI, Banco Mundial) ha
significado el empobrecimiento –descenso de nivel de vida– para millones de personas
en el mundo, al tiempo que se acumulaban las riquezas en manos de un número muy
reducido. La falta de expectativas de futuro para la población de países empobrecidos ha
generado una enorme presión migratoria en dirección a las áreas de mayor bienestar
(Estados Unidos, la Unión Europea) en cuyo interior también se han degradado las
condiciones laborales. Los inmigrantes son percibidos en estos países por muchos
trabajadores como una amenaza para mantener las precarias condiciones de empleo
existentes. Estas circunstancias constituyen un perfecto caldo de cultivo para el renacer
de actitudes racistas y xenófobas preocupantemente presentes en el panorama político

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


28 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

europeo de los últimos tiempos. De manera similar a lo ocurrido en la etapa de los


imperialismos, los políticos neoconservadores se han embarcado en una verdadera
apología de nacionalismo esencialista impregnado de xenofobia. Al tiempo que
promueven la internacionalización del capital en un mundo globalizado, incrementan las
restricciones a la inmigración y despliegan una campaña de persuasión social para
“restaurar las virtudes nacionales” ante la “amenaza exterior”. Los discursos oficiales, la
reintroducción de la enseñanza de una historia en clave chovinista, el despliegue
propagandístico de símbolos de identificación nacional (banderas, himnos, actos de
exaltación patriótica) o el intento de imponer una moral pública a partir de valores
religiosos tradicionales, son algunos de los instrumentos que conforman este
neonacionalismo, ultraliberal en lo económico y autoritario en lo político. Este
fenómeno es perceptible en numerosos países, desde Estados Unidos a España, pasando
por Italia o Austria. De nuevo el poder trata de utilizar el discurso esencialista para
mantener la cohesión social con la sumisión de los sectores sociales desfavorecidos al
proyecto “común”.
Frente a este discurso ha ido conformándose otro contrahegemónico y plural. Entre las
más lúcidas reflexiones sobre identidades “postnacionales” están las realizadas por
filósofos críticos como Habermas –la traumática historia del estado nacional alemán de
los últimos doscientos años no podía ser ajena a esta reflexión. Habermas reivindica la
herencia de los estados de bienestar construidos tras la segunda guerra mundial, y
reclama su ampliación como base para que los antagonismos culturales y de clase no
impidan la convivencia solidaria en un mismo marco político47. Su propuesta de
“patriotismo constitucional” (tan ignorantemente manipulada por los conservadores
españoles) no implica renuncia alguna a la identidad cultural de cada individuo:
“Nuestra identidad no es solamente algo con que nos hayamos encontrado por ahí, sino
algo que es también y a la vez nuestro proyecto. Es cierto que no podemos buscarnos
nuestras propias tradiciones, pero sí que debemos saber que está en nuestra mano el
decidir cómo podemos proseguirlas”48. Para él la convivencia política no puede
fundamentarse en lazos culturales o de sangre, sino en un proyecto compartido, basado
en valores democráticos comunes49. Las propuestas política de Habermas están en
radical oposición a cualquier estrategia de poder basada en la imposición, no sólo
cultural sino de cualquier tipo. La legitimidad democrática se deriva, para él, de una
comunidad comunicativa que acepta someterse libremente a una coerción –el Estado– a
partir de un diálogo consciente, con el que pretende al entendimiento y la cooperación
entre personas iguales y asumiendo su necesidad como mejor instrumento en una
búsqueda colectiva del bien común.

47
HABERMAS, Jürgen; Más allá del Estado nacional. Madrid, Trotta, 1997. p. 180.
48
HABERMAS, Jürgen; Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, Tecnos., 1989, p. 121
49
“La inserción del proceso democrático en una cultura política común no tiene el sentido excluyente de la
realización de alguna particularidad nacional, sino el sentido inclusivo de una praxis autolegislativa que incluye a
todos los ciudadanos por igual. Inclusión significa que la comunidad política se mantiene abierta a aceptar como
miembros de la misma a ciudadanos de cualquier procedencia, sin imponer a estos otros la uniformidad de una
comunidad histórica homogénea. Pues todo consenso de fondo anterior, como el que asegura la homogeneidad
cultural, resulta ser provisional y, como presupuesto de la existencia de la democracia, innecesario, desde el
mismo momento en que la formación de una opinión y voluntad pública discursivamente estructurada hacen
posible un razonable entendimiento político, también entre extraños” (…) “En la medida en que el proceso de
separación entre la cultura política en general y la cultura de la mayoría sea algo logrado, la solidaridad entre los
ciudadanos y el Estado habrá de situarse en un nuevo y más abstracto plano, como el que representa el
«patriotismo de la Constitución»” (HABERMAS, Jürgen; La constelación posnacional. Barcelona, Paidós, 2000,
pp. 99-101).

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”. 29

Habermas se ha convertido en una referencia intelectual en la búsqueda de alternativas


políticas de las sociedades contemporáneas, cada vez más mestizas. Pero sus tesis son
minoritarias puesto que la pluralidad cultural, más allá de los discursos hipócritas, se
percibe mayoritariamente como una contrariedad o como un serio problema, cuando
alguna comunidad reclama reconocimiento político en el seno de las estructuras
estatales o supraestatales o al margen de ellas. La Unión Europea, con todo su déficit
democrático y sus limitaciones, constituye en la actualidad uno de los ámbitos de mayor
libertad política que existen en el mundo. Pero la UE se ha constituido como asociación
de estados-nacionales, y ha heredado buena parte de sus tradiciones previas. Y la
tradición política de los estados europeos, como hemos señalado, ha venido determinada
por la integración de la población en un único sujeto nacional que detenta la soberanía,
negando la posibilidad de que se constituyesen otros sujetos colectivos que compitiesen
–o la compartiesen– con él dentro del mismo marco territorial; únicamente la propia UE
es un experimento en esa dirección. La tradición liberal nunca ha reconocido más
autonomía que la del individuo y la del estado-nación; el nacionalismo esencialista, por
su parte, ha negado incluso la autonomía individual que quedaba subordinada a la
identidad nacional, asimilada a la estatal por los nacionalismos mayoritarios; los
proyectos transnacionales o cosmopolitas han pretendido superar el marco territorial de
las naciones considerando vestigios del pasado la pervivencia de comunidades
culturales subestatales que consideran incoherentes con la modernidad, y cuyo destino
“debería ser” la asimilación voluntaria a grupos cada vez mayores, siempre que les
garantizasen los derechos individuales. Se supondría que los avances hacia una
civilización común debería ir borrando las diferencias culturales. Por el contrario, esto
no ha sucedido así sino que las minorías con referente identitario diferente al de los
estados han mostrado una extraordinaria resistencia a la asimilación, manteniendo sus
propias lenguas y reclamando autogobierno. Este fenómeno no se ha producido
solamente en comunidades tradicionales que se resisten a proyectos políticos de
asimilación forzosa, sino también en tolerantes democracias occidentales. Uno de los
errores de este supuesto, según Kymlicka, parte de la identificación de civilización y
cultura50. Los ciudadanos catalanes, gallegos, escoceses o del Quebec forman parte
inequívoca de la civilización común que se desarrolla en Occidente, pero una parte
sustancial de ellos tratan de compatibilizarla con la preservación de su cultura
comunitaria específica. La defensa de esa identidad (fundamentalmente la lengua) y la
demanda de una estructura política que garantice su pervivencia suele ser cuestionada
bajo la acusación de no respetar la autonomía individual. Es cierto que existen
nacionalismos (minoritarios y mayoritarios) que tratan de imponerse
antidemocráticamente, pero difícilmente se puede mantener esa imputación a aquellos
otros que han renunciado explícitamente al esencialismo como fundamento de su
identidad y comparten los valores democráticos de la modernidad occidental,
incluyendo una actitud positiva e integradora hacia los inmigrantes. La modernidad
democrática se caracteriza por la libertad de elección individual, pero, “para que sea
posible una elección individual significativa, los individuos no sólo necesitan tener
acceso a la información, disponer de capacidad para valorarla de forma reflexiva y
disfrutar de la libertad de expresión y asociación. También necesitan tener acceso a
una cultura societal”51. En democracia, las culturas societales no vienen determinadas
por esencias étnicas sino por la libre identificación de quienes las integran.

50
KYMLICKA, Will; La política vernácula. Nacvionalismo, multiculturalismo y ciudadanía. Barcelona, Paidós,
2003. p. 227
51
Ibídem, p. 230

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)


30 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.

Las sociedades europeas, mestizas y plurales, inmersas en un proceso de confluencia


civilizatoria, tienen ante sí importantes retos de futuro. Construir una nueva identidad
cosmopolita que no sea simplemente tolerante ante las diferencias identitarias, sino que
las acepte como manifestaciones enriquecedoras de esa identidad universal común,
aunque no tenga la menor obligación de compartir más que las que libremente decida
cada uno desde su autonomía personal. La sociedad actual no es, ni debe ser, estática; el
pluralismo cultural no puede basarse en una ficción cosificadora que presenta a los
grupos étnicos como totalidades coherentes con unas culturas claramente diferenciables
entre sí, sino inmersas en una dinámica construcción incesante de nuevos vínculos
colectivos, subculturas y estilos de vida52.
El pluralismo es siempre una causa de conflictos, pero los sistemas democráticos se
fundamentan precisamente en cómo resolver los conflictos de manera negociada por
medio de la “acción comunicativa”, en terminología de Habermas. Recurrir a la
imposición para eliminar los conflictos derivados del pluralismo favorece situaciones de
violencia. Alguna enseñanza podemos sacar de experiencias negativas del pasado: “la
historia sólo puede convertirse en magistrae vitae en tanto que instancia crítica. De lo
que aprendemos es de las experiencias de tipo negativo”53. Los historiadores
conocemos a dónde han conducido la negación de otras identidades.
Las culturas societales son múltiples y es un error presentarlas como mutuamente
excluyentes; las sociedades mestizas del futuro tienen ante sí el reto de hacerlas
compatibles. Esto será posible si prevalece la autonomía de las personas, incluyendo
todas sus opciones identitarias que sean compatibles con los derechos y libertades –con
la autonomía– de los demás.

52
HABERMAS, Jürgen; La constelación…, op. cit, p. 102
53
HABERMAS, Jürgen; Más allá…, op. cit., p. 185

Nación y nacionalismo en la España contemporánea. Biblioteca Valenciana (Coordina: M. Cruz Romeo)

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