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Nacionalismo, Cosmopolitismo
Nacionalismo, Cosmopolitismo
Introducción
El nacionalismo español, prácticamente ignorado durante años por la historiografía, está
siendo objeto preferente de atención en las dos últimas décadas. Los historiadores han
asumido la necesidad de explicar las razones de la situación conflictiva que se produce
en España respecto a la identidad nacional, bastante inusual si la comparamos con otros
países próximos1. Obras como las de Javier Varela, Borja de Riquer y sobre todo
Álvarez Junco, han conseguido una notable difusión y su influencia es ya perceptible,
por ejemplo, en los más recientes manuales de historia de España que se han publicado
para bachillerato2.
La mayoría de estos estudios parten de una reflexión autoexplicativa, interna, del
nacionalismo español sin apenas relacionarlo o compararlo con otros procesos que se
producían paralelamente y en competencia con él, salvo en trabajos, como el de Borja
de Riquer, que se centran en los procesos de desencuentro entre el nacionalismo español
y el catalanismo. Hasta ahora, que yo conozca, no se ha planteado una perspectiva
menos lineal, cual es la de la simultánea y contradictoria construcción de identidades en
la época contemporánea, que se inicia a partir de la reivindicación de autonomía moral y
política, expresada por los filósofos ilustrados del siglo XVIII. Es lo que pretendo
iniciar con este trabajo.
Desde el siglo XVIII se han ido forjando diversos proyectos identitarios; entre ellos el
nacional, aunque este no es el único que se debe tener en cuenta. Al tiempo que las
aspiraciones políticas liberales se plasmaban en proyectos patrióticos –más o menos
nacionalistas– se difundía igualmente un ideal de cosmopolitismo ilustrado, unas veces
en pugna y otras en concurrencia con él. El nacionalismo liberal evolucionó en diversas
direcciones, incluso contradictorias, siendo una de ellas el esencialismo histórico-
organicista que legitimó el expansionismo militarista de algunas potencias a finales del
XIX, tan alejado (al menos externamente) de los ideales de fraternidad universal,
igualdad y libertad. El cosmopolitismo ilustrado inspiró, a su vez, la utopía
internacionalista de aquellos que estaban construyendo una identidad nueva: la de la
clase obrera; pero también la defensa del libre comercio y el desarme arancelario
reclamado por las potencias industrializadas a los países menos desarrollados. Ambos
1
Resulta imposible citar una muestra realmente significativa de la abundante bibliografía generada sobre este tema
en diferentes foros como congresos y encuentros de historiadores (por ejemplo BERAMENDI, Justo G.; MÁIZ, R.;
NÚÑEZ, X. M.; (Editores). Nationalism in Europe. Past and Present. (Actas do Congreso internacional «Os
Nacionalismos en Europa. Pasado en Presente»). Universidade de Santiago de Compostela. 1994, 2 vols. O
MORALES MOYA, Antonio, (coord.) Actas del Congreso Internacional Los 98 Ibéricos y el Mar. Lisboa, 27-29
de abril de 1998, Madrid: Sociedad Estatal Lisboa '98; 1999); u obras orientadas al público universitario (como,
GRANJA SAINZ, José Luis de la; BERAMENDI, Justo G.; ANGUERA, Pere. La España de los nacionalismos y
las autonomías. Madrid, Síntesis, 2001), pasando por los numerosos artículos especializados. En su día hemos
realizado una valoración de la bibliografía sobre este tema en LÓPEZ FACAL, Ramón, “Estudios sobre identidad y
nacionalismos. Introducción bibliográfica”, ConCiencia Social, 4, 2000, pp. 200-209. Núñez Seixas ha realizado
dos excelentes revisiones bibliográficas necesitadas hoy, lógicamente, de puesta al día: NÚÑEZ SEIXAS, Xosé
Manoel; 1993. Historiographical Approaches to Nationalism in Spain. Saarbrücken/Fort Lauderdale, Breitenbach;
y NÚÑEZ SEIXAS, Xosé Manoel; 1997. «Los oasis en el desierto. Perspectivas historiográficas sobre el
nacionalismo español»; Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, nº 26.
2
VARELA, Javier; La novela de España. Los intelectuales y el problema español. Madrid, Taurus. 1999. RIQUER I
PERMANYER, Borja; Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal. Madrid, Marcial Pons. 2001.
ÁLVAREZ JUNCO, José; Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid, Taurus. 2001.
(inédito)
2 Ramón L. Facal (julio, 2003): “Cosmopolitismo, nacionalismo y construcción de identidades”.
subordinados, que entienden la res publica como solidaridad entre iguales en defensa de
su propia libertad y autonomía.
El pueblo –la nación en sentido moderno– al que se pretende movilizar políticamente no
incluía, por ello, a toda la población: sólo a aquellos capaces de ser libres, es decir, a los
que pueden alcanzar la autonomía intelectual y material. Los protagonistas de las
revoluciones americana y francesa fueron propietarios rurales y urbanos, desde los
poseedores de grandes plantaciones esclavistas a pequeños campesinos independientes,
desde los grandes comerciantes a pequeños artesanos. No se tenía en consideración a los
asalariados, ni mucho menos a los menesterosos, ya que los hombres desprovistos de
bienes carecían de base suficiente para ser considerados ciudadanos estables y dignos de
confianza6.
Las elites ilustradas de las que formaban parte Rousseau, Kant, Condorcet, Paine o
Jefferson, proporcionaron a ese variado conjunto de propietarios, que soportaban una
situación de subordinación en las sociedades del Antiguo Régimen, los argumentos
necesarios para subvertir el viejo orden. Frente a los decadentes poderes legitimados en
la tradición y el dogma, la razón ilustrada construía un nuevo proyecto de convivencia
cívica basado en la voluntad colectiva. La nación ilustrada que triunfa en las primeras
revoluciones representaba una voluntad de futuro y no una herencia del pasado7.
Este proyecto político de hombres libres se basaba, como he indicado, en un patriotismo
cívico de raíces supuestamente clásicas y cosmopolitas que, en la medida en que fuese
triunfando entre los pueblos civilizados, haría innecesarias las guerras con lo que se
podría llegar a un gobierno universal8. Esta mentalidad universalista ayuda a explicar las
razones por las que La Fayette pudo participar consecutivamente en la lucha de las trece
colonias por su independencia frente al Reino Unido y en 1789 en la Asamblea
Nacional francesa como diputado, proponiendo allí una declaración europea (no
exclusivamente francesa) de los derechos del hombre. O por qué Thomas Paine
participa igualmente en la política norteamericana, británica y francesa –llegando a ser
elegido diputado de la Asamblea Nacional– ejerciendo a lo largo de su vida los
derechos de ciudadanía inglesa, la estadounidense (tras la secesión), volver a asumir su
condición de inglés, posteriormente francés y acabar finalmente siendo de nuevo
estadounidense.
Dentro de esta corriente cosmopolita ilustrada se enmarca también la sorprendente
trayectoria de Francisco de Miranda, nacido en Cádiz, hijo de un comerciante canario,
que consagró treinta años de su vida a la emancipación americana. Sus viajes no se
limitaron a recorrer las colonias españolas y a buscar ayuda entre los liberales de
Estados Unidos, Inglaterra y Francia para una causa que iba mucho más allá de la mera
ruptura de la dependencia colonial. En 1790 trató de convencer a Pitt de que patrocinase
una expedición para la liberación de Nueva Granada, prometiendo al gobierno inglés
grandes concesiones económicas, pero al mismo tiempo defendía su conveniencia en
6
A. Hamilton, uno de los padres de la Constitución norteamericana, manifestaba su aspiración aristocratizante y
antidemocrática de que el Congreso de los Estados Unidos “con excepción de un número de miembros demasiado
reducido para tener influencia apreciable sobre las directrices del Gobierno, estará compuesto por terratenientes,
comerciantes y ciudadanos cuyas profesiones exijan un cierto grado de cultura” (Citado por HOFSTADTER,
Richard,. La tradición política americana y los hombres que la forjaron. Barcelona, Seix Barral; 1969, p. 21).
7
“La nación era algo que los ciudadanos libres iban a crear: no preexistía en su intervención cual realidad eterna,
sino que surgiría como un nuevo tipo de comunidad, basada en derechos «naturales», en lugar de en privilegios o
restricciones «artificiales», y en la que la libertad debía ser entendida como participación cívica en la vida pública
en el pleno sentido del término.” (ANDERSON, Perry;. “Internacionalismo: un breviario”. New Left Review, 4,
2002, pp. 5-24)
8
KANT, Immanuel; Sobre la paz…, op. cit.
9
ORTUÑO MARTÍNEZ, Manuel; Xavier Mina, guerrillero, liberal, insurgente. Pamplona, Universidad Pública de
Navarra., 2001.
10
R. Lauth, citado por Varela y Acosta en el estudio preliminar a la obra de FICHTE, Johann Gottlieb; 1807-1808.
Discursos a la nación alemana. Madrid, Tecnos, 1988.
11
Ibídem, p. 11
alemana. Para ello el instrumento básico será la educación, entendida como el medio
para conformar la voluntad de los ciudadanos y poder transformar el Estado. Las
reflexiones sobre educación constituyen el núcleo de sus discursos. Pretende que no se
limite exclusivamente a la instrucción de las elites, ni esté orientada tampoco redimir a
las familias más pobres, tal como proponía Pestalozzi al cual sigue aunque corrige. La
educación “eleva al pueblo, elimina todas las posibles diferencias entre este y la clase
culta, proporciona una educación nacional en vez de la pretendida educación popular y
sería capaz de rescatar a los pueblos y a todo el género humano de la profunda miseria
actual”12. La educación debía ser para todos sin distinción porque su objetivo era la
recuperación de la nación alemana, y para ello creía imprescindible que trascendiese lo
personal en aras de una comunidad superior. Debía llevar “directamente consigo el
mayor patriotismo, la concepción de la vida terrena como eterna y de la patria como
portadora de esa eternidad, y en el caso de que se infunda entre los alemanes,
considera el amor a la patria alemana como uno de sus componentes necesarios; de
este amor surge por sí solo el valiente defensor de la patria y el ciudadano pacífico y
auténtico”13.
Las elites liberales que alcanzaron el poder a principios del siglo XIX, o pretendían
conseguirlo, otorgaron una importancia capital a la educación como instrumento de
cohesión nacional. Preocupación que está presente desde muy pronto en la Asamblea
Nacional francesa con el informe de Condorcet, en 1792, o en las Cortes de Cádiz, con
el de Quintana en 1813; aunque estos primeros liberales, al contrario que Fichte, no
reivindicaban todavía la enseñanza de la historia de la que desconfiaban por
considerarla legitimadora del viejo orden, e incluso la excluían de sus proyectos de
enseñanza nacional al no considerarla entre de los saberes “útiles” a todos los
ciudadanos14. Asumen derechos universales pero necesitan definir inequívocamente a
los sujetos de esos derechos en los que reside la soberanía, por lo que la nación de
ciudadanos necesitaba concretarse en un Estado territorialmente delimitado que pudiese
garantizar igualdad jurídica a todos sus miembros. El concepto de nación definido por
Sieyes como “un cuerpo de asociados que viven sujetos a una ley común y
representados por una misma legislatura” era excesivamente abstracto (universal) para
que el conjunto de ciudadanos que supuestamente la integraban pudiesen identificarse y
sentirse reconocidos en él15. Ni siquiera resultaba comprensible a una parte de las
mismas elites. Era necesario darle una mayor concreción que lo acercase a la percepción
que existía de comunidades políticas ya constituidas aunque lo hubiesen sido en torno a
las viejas monarquías a las que se pretendía suplantar. De ahí el resignado consejo de
Jovellanos a Marina en 1808: “para sacar de ellos (los gobernantes) algún partido
convendría argüirles no tanto con razonamientos como con los hechos de la
Historia”16. La historia nacional pasaba a ser la herramienta básica para que los
ciudadanos asumiesen una misma identidad nacional. Las naciones ya no se justificaban
con argumentos políticos universales sino por su especificidad, por una misma historia,
única y teleológica y por una misma lengua para toda la nación, siendo necesario en los
Estados en que coexistían varias, anular a las que entraban en competencia. Con ello se
12
Ibídem. p. 162.
13
Ibídem. p. 159-160
14
LÓPEZ FACAL, Ramón; O concepto de nación no ensino da historia. Tesis doctoral. Universidad de Santiago.
1999, p. 44 y ss.
15
SIEYES, Enmanuel J.; 1789. El Tercer Estado y otros escritos. Madrid, Espasa Calpe, 1991.
16
BERAMENDI, Justo G., «A Función da Historia no Nacionalismo Español». Actas do Congreso Internacional da
Cultura Galega, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia. 1992
17
“Sociedad natural de hombres conformados en comunidad de vida y de conciencia social por la unidad de
territorio, de origen, de costumbres y de lengua”. MANCINI, Pasquale Stanislao; 1851. Sobre la nacionalidad.
Madrid, Tecnos, 1985.; p. 37
18
“Sentimiento que ella adquiere de sí misma y que la hace capaz de constituirse por dentro y de manifestarse por
fuera”. Ibídem, p. 35
22
La historia servía para educar a los ciudadanos, por lo que resultaba irrelevante para aquellos a los que se le negaba
esa condición con el sistema censitario. Su enseñanza se limitaba, por tanto, a la enseñanza media que “comprende
aquellos estudios a que no alcanza la primaria superior, pero que son necesarios para completar la educación
general de las clases acomodadas y seguir con fruto las facultades mayores y escuelas especiales” [Plan de
Instrucción Pública de 1836, art. 25; in MEC, op. cit.] sin que se incorpore a la enseñanza primaria hasta finales del
siglo XIX, coincidiendo casi en el tiempo con la extensión del sufragio a todos los varones mayores de edad. La
generalización de los derechos políticos estuvo acompañada de la enseñanza de la historia de España
que significaba para ellos la pervivencia de vestigios del Antiguo Régimen. Su proyecto
era nacional(ista) y al mismo tiempo universal, aunque de distinta manera. Mazzini, era
un hombre de clase media (su padre había sido un médico prestigioso); Garibaldi,
autodidacta, era hijo de un marinero y había ejercido diversos oficios artesanales que le
permitieron ganarse la vida por el mundo adelante. Mazzini podría simbolizar las
aspiraciones democráticas de las clases medias urbanas que protagonizaron la primavera
de los pueblos. Garibaldi en cambio, la de los artesanos autónomos e instruidos, que
descubren el carácter de clase de los nuevos estados-nación y apuestan por una
solidaridad internacionalista.
Los trabajadores que irrumpen como nuevos protagonistas de la historia conocían las
limitaciones de los Estados nacionales para garantizar derechos verdaderamente
universales. Las breves experiencias de la Segunda República francesa o,
posteriormente, de la I República española, provocaron el definitivo divorcio entre las
clases medias y los productores autónomos que promovieron el primer
internacionalismo obrero. En vísperas de la oleada revolucionaria de 1848 había visto la
luz el Manifiesto Comunista con el que comenzaba a recorrer Europa un fantasma
declaradamente internacionalista que reivindica la identidad de clase, distinta y
enfrentada a la identidad nacional patrimonializada por la burguesía. La fundación en
1864 de la AIT pretendió articular políticamente las aspiraciones del cuarto estado que
reclamaba unos derechos que ningún estado nación reconocía. Sin duda, el espejismo de
una revolución mundial debía mucho a los excepcionales acontecimientos de 1848 que
afectaron casi simultáneamente a gran parte de Europa.
“Si preguntamos ¿cuáles eran las bases sociales de esta Internacional y de la
oleada de insurrecciones urbanas populares de 1848?, la respuesta está
bastante clara, Éstas no hundían sus raíces en ningún proletariado de fábrica,
sino en medida abrumadora en un artesanado preindustrial. Se trataba de una
clase en posesión de sus propios medios de producción (herramientas y
habilidades), entre la que existía un alto grado de alfabetización; que, por lo
general, estaba emplazada cerca del centro de las capitales, y que, por último
pero no por ello menos importante, era geográficamente móvil, como queda
simbolizado en las giras de los jóvenes aprendices dentro o fuera de sus propios
países. En 1848, había cerca de treinta mil artesanos alemanes en Paris (…).
Marx estaría flanqueado por un carpintero y por un zapatero en el congreso
fundacional de la Primera Internacional. En otras palabras, se trataba de una
formación caracterizada por la paradójica combinación de arraigo social (que
incluía cierta suficiencia cultural y un sentido de la alta política) y movilidad
territorial (que incluía la posibilidad de experimentar directamente lo que era
vivir en el extranjero y un sentido de solidaridad entre los pueblos)”23.
El internacionalismo y los nacionalismos románticos tenían raíces comunes y habían
caminado juntos en su lucha por las libertades. A partir de la oleada revolucionaria
democrática (1848) y la irrupción en la escena política de la clase obrera (1864)
comenzó una nueva etapa.
En los países más industrializados se asumió un nuevo discurso político que prescindía
de los rasgos progresistas de los nacionalismos románticos. Se impuso el
adoctrinamiento desde arriba de toda la población en un nacionalismo chovinista y
esencialista que se acomodaba bien a las demandas de los poderes económicos que, por
su parte, pretendían preservar los mercados interiores e iniciar la conquista de otros
nuevos.
El discurso nacionalista consolidó rasgos esencialistas, reafirmando especialmente el
historicismo desarrollado a lo largo de la época romántica: la identidad de cada nación
se había forjado a lo largo de la historia, desde un pasado primigenio en el que ya
estaban presentes los elementos característicos de la nacionalidad. Junto a ello adquirió
enorme relevancia el organicismo, al concebir las naciones como seres vivos, capaces
de sentir, de fortalecerse, de regenerarse o de declinar.
Desde esa época y hasta el primer tercio del siglo XX se popularizaron en la cultura
occidental ideas racistas y el llamado darwinismo social. El éxito de estas teorías
reaccionarias está relacionado con el apoyo que recibieron de las oligarquías
imperialistas que se sentían legitimadas por ellas. Las tesis formuladas por Gobineau, en
1854 (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas) acabarán siendo asumidas de
forma natural por gran parte de la población europea (o de origen europeo), incluso por
intelectuales progresistas. Hablar de razas (en declive o no) y asociar comportamientos,
éxitos y fracasos a componentes raciales –sean cuales fuesen– fue un lugar común entre
escritores, periodistas y políticos hasta que la derrota del nazismo y el conocimiento y
reflexión sobre la mayor catástrofe del siglo XX enterró en el desprestigio intelectual
tan irracionales supuestos. Esto explica que incluso en un país tan obviamente mestizo
como España, el término raza fuese utilizado profusamente por intelectuales de
ideologías tan diversas como Menéndez Pelayo, Joaquín Costa, Lucas Mallada, Prat de
la Riba, Murguía, Sabino Arana, Ortega o Ramiro de Maeztu.
El dawinismo social, igual que el racismo, trató de buscar explicaciones sobre el éxito y
el fracaso de determinados grupos humanos en los comportamientos naturales,
supuestamente inspirados en las ciencias naturales (biología y etología). El término
darwinismo social es, de suyo, bastante equívoco y se debe a una deformación vulgar de
las teorías de Darwin, que alcanzaron un enorme éxito y difusión ya en el siglo XIX. Es
equívoco porque atribuye a Darwin la idea de que la evolución de las especies se basa
en la supervivencia de los más más fuertes, cuando esta idea nunca fue enunciada por
Charles Darwin, sino por Herbert Spencer, con anterioridad a la publicación del Origen
de las especies, en concreto, en 1851 en una de sus primeras obras: Social Status. El
ultraliberalismo económico de Spencer (Man Versus the State, 1871) unido a la
explicación del éxito empresarial como consecuencia natural del triunfo de los más
aptos, servía de perfecta justificación a empresarios como Carnegie, Rockefeller o
Morgan y personajes como William R. Hearst se encargaron de difundirlo entre
millones de lectores.
La derrota francesa de 1870 frente a los prusianos provocó innumerables reflexiones
sobre “la decadencia de la raza latina” frente a la vitalidad de la raza germánica, no sólo
en Alemania recorrida por un vendaval de orgullo patriótico y confianza en su futuro,
sino también en la Francia de la Tercera República empeñada en un programa
regeneracionista de la raza, que pasaba por devolverle (proporcionarle) el orgullo de lo
francés, fuese a través de un renovado sistema escolar (enseñanza de la historia y
geografía de la patria; fortalecimiento del cuerpo por medio de la gimnasia), o a través
de los éxitos militares en operaciones coloniales no siempre justificables desde la mera
parásitas, que es lo que son por lo común los dialectos: siendo, por último, notorio que
el idioma es la primera prueba que ofrecen de sí y de su individualidad las naciones,
así como no hay nada que tanto importe a su conservación, a su desarrollo histórico, a
su restauración, si temporalmente y por acaso pierden la independencia”26. Cánovas no
dudó en tratar de eliminar a las “plantas parásitas” para fortalecer el tronco enfermo.
Los nacionalismos emergentes en la era de los imperialismos oscilaban entre un
pretendido positivismo científico, inspirado en las ciencias naturales, y el idealismo
radical deudor de la filosofía alemana. Pero todos confluían en asumir que las naciones
tienen una entidad natural, anterior y superior a los individuos que la integran. Para
unos su esencia viene determinada por “la determinación psíquica, que permite hablar
del espíritu y la cultura ingleses; del espíritu francés o galo; del alma italiana, del
carácter alemán, etc., siendo indudable que estas determinaciones existen, y que,
traduciéndose en las costumbres, en la ciencia, en el arte, en toda la idealidad de los
pueblos, señalan sus más notables diferencias y afirman su personalidad en el
mundo”27. Otros sitúan la esencia de la nacionalidad en “el fet social complexe, el fet
viu, que parla avuy y ha parlat sempre a tots qui s’han parat a observarlo, desde
l’explorardor fenici quam seguía les costes del mon antich pera fundarhi factoríes
mercantils, fins al positivista del nostre temps que, ben posseit dels mètodes de les
ciencias naturals, emprèn la classificació bilògica de les societats humanes”28. Como
ya he señalado, la idea de una identidad racial impregna todo tipo de discursos, no sólo
el de Sabino Arana, siendo casi un lei-motiv en toda la literatura regeneracionista,
verdadera eclosión de los nacionalismo españoles29.
La deriva esencialista del discurso nacionalista liberal, que conectaba socialmente con
las elites urbanas ilustradas, ya fuese entre los sectores conservadores (Cánovas) o
progresistas (Altamira), influyó también en otros grupos que habían estado al margen de
los nacionalismos románticos: el integrismo católico que había rechazado hasta
entonces la idea misma de nación, y el incipiente movimiento obrero que comenzó a
estructurarse organizativamente a partir de la Restauración.
El integrismo católico tuvo en España su expresión política durante el siglo XIX en el
carlismo, movimiento paralelo al miguelismo portugués o al legitimismo francés.
Rechazaba radicalmente la ideología y todas las transformaciones introducidas por el
liberalismo en la organización política y social de los Estados europeos. En sus inicios
su programa se limitaba a la defensa “del Altar y el Trono”. La reivindicación de los
fueros fue posterior, al igual que la identificación con la “patria” con un contenido
nacional que sólo se inició como reacción ante la oleada democrática de 1848 y las
incipientes movilizaciones de la clase obrera. En ese proceso influirán personajes como
Donoso Cortés, procedente del liberalismo doctrinario más conservador, que había
asumido ya una determinada idea de nación más allá de la mera legitimidad dinástica. O
el grupo de neocatólicos, formado a partir de 1860 en torno al periódico El Pensamiento
Español fundado por Gabino Tejado, y en el que participaron hombres como Aparisi
26
CÁNOVAS DEL CASTILLO, Antonio; Discurso sobre la nación. Madrid, Biblioteca Nueva., 1997 p. 69.
27
ALTAMIRA, Rafael, 1902. Psicología del pueblo español. Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, p. 65.
28
PRAT DE LA RIBA, Enric; 1910. La nacionalitat catalana. Madrid, Biblioteca Nueva, 1998 p. 68 (facsímile del
original, edición bilingüe, grafía original).
29
“Los habitantes de la península ibérica conservamos con las virtudes, los defectos que en sí propia lleva la raza
latina, predominante entre nosotros, al mismo tiempo algo alterada en los caracteres por otras razas cuyos
pueblos, en diversas épocas, invadieron el suelo que nos vio nacer” escribió Lucas Mallada (MALLADA, Lucas;
1890. Los males de la patria. Madrid, Fundación Banco Exterior, 1990., p. 46). “… Dos acentos salientes y
característicos se destacan también en la raza española: uno óptimo, la energía; otro funesto, el individualismo…”
(MACÍAS PICAVEA, Ricardo; 1899. El problema nacional. Madrid, Fundación Banco Exterior, 1991, p. 75).
30
MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino; Obras completas. Edición nacional. Madrid, CSIC. 1940. [60 tomos; Tomo
VI, de 1948, incluye la parte de Historia de los heterodoxos españoles correspondiente al siglo XIX].
era que habían identificado la unidad nacional con la religiosa. Las diferencias
ideológicas son evidentes, pero coinciden en los hitos esenciales de la construcción
nacional: España es una nación que, a pesar de su diversidad, se sustenta en una unidad
territorial que apenas nadie cuestiona, con una población que ha forjado un carácter
esencialmente común, manifestado de manera homogénea a lo largo de la historia; que
ha alcanzado sus momentos de gloria cuando ha logrado alguna forma de unidad
política (que hasta el siglo XIX equivalía a religiosa) mientras que la decadencia se
asociaba a la fragmentación o diversidad (pluralidad de reinos peninsulares en la Edad
Media…). Esas coincidencias básicas han contribuido a consolidar una representación
social del pasado extraordinariamente consistente. Las interpretaciones contrapuestas
del pasado histórico, al seleccionar los mismos hitos de referencia, han contribuido a
reforzar una idea común de nación31.
Las diferencias que se derivaban de perspectivas ideológicas enfrentadas tenían su
reflejo en la acción política, pero todas ellas han contribuido a nacionalizar a la mayoría
de la población española alrededor de un mismo referente simbólico (la nación
española) solamente cuestionado por algunas elites periféricas a partir de principios del
siglo XX. No es posible analizar aquí la génesis y evolución nacionalismos con un
referente alternativo en Cataluña, País Vasco32. Tan sólo cabe apuntar que, al definirse
en la misma época, participaron de características esencialistas muy parecidas. La
construcción del imaginario histórico del nacionalismo gallego, por ejemplo, es
prácticamente especular del español, oponiendo el celtismo y la batalla del Medulio, al
iberismo y Numancia; el reino suevo al visigodo, etc.; recurriendo a otros caracteres de
etnicidad, como el territorio, la lengua, las tradiciones, el folclore… y una supuesta
psicología específica que diferenciaría a los gallegos de los demás habitantes de la
península.
Las tesis esencialistas del nacionalismo alcanzan tal grado de hegemonía que
condicionan toda la vida cultural y política de la época; incluida la del movimiento
obrero. La Internacional Socialista poco tuvo que ver con la Primera Internacional
(AIT) en su estructura organizativa, ni en la militancia que nutría sus filas, ni en la
acción política. La AIT estuvo integrada fundamentalmente por artesanos autónomos,
dueños de sus medios de producción, que disfrutaban de cierta autonomía y movilidad
territorial, con un elevado grado de alfabetización e información sobre la “gran” política
de su tiempo; trataron de organizarse en un partido mundial bastante centralizado que
31
Baste como muestra la mitificación de la guerra contra el francés, convertida por los nacionalismos españoles de
cualquier signo, desde Menéndez Pelayo al Partido Comunista (al que nos referimos más adelante) en símbolo de
la lucha por la independencia nacional. Un ejemplo sería el discurso de Menéndez Pelayo en 1910, utilizando este
tópico histórico para fustigar a sus adversarios, dando por supuesta la complicidad del lector en esta interesada
lectura del pasado. «Días de grandeza épica, de abnegación sobrehumana, en que la conciencia nacional estaba
íntegra y no desgarrada como ahora por pasiones frenéticas y sectarias. Ejércitos extranjeros hollaban nuestro
suelo, y un corto grupo de innovadores audaces levantaban la primera tribuna política, a la sombra del glorioso
alzamiento nacional. Pero ni el invasor era dueño de más tierra que la que materialmente pisaba, ni el fermento
de la idea revolucionaria, con ser un principio de discordia, bastaba a amenguar el heroísmo de la resistencia.
Todavía España tenía un corazón y un alma sola, cuando de la salud de la Patria se trataba, y los mismos que
por educación, o por influjo de extrañas lecturas, parecían más apartados de la corriente tradicional, se dejaban
arrastrar por ella, confundidos generosamente entre la masa de sus humildes conciudadanos.» [Menéndez
Pelayo, 1910. Dos palabras sobre el Centenario de Balmes]
32
Pueden consultarse, entre otras obras: NÚÑEZ SEIXAS, Xosé Manoel; Los nacionalismos en la España
contemporánea (siglos XIX y XX). Barcelona, Hipòtesi. 1999; BERAMENDI, Justo G.; NÚÑEZ SEIXAS, Xosé
Manoel, O nacionalismo galego. A Nosa Terra, Vigo. 1995.; GRANJA, J. L. de la; El nacionalismo vasco. Un
siglo de historia. Madrid. Tecnos. 1995; PABLO, Santiago de; MEES, Ludger; RODRÍGUEZ RANZ, José A; El
péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco. (Tomo I 1895-1936). Barcelona Crítica. 1999. [Tomo
II: 1936-1979, Barcelona, Crítica, 2002]; TERMES, J. (ed.); Catalanisme. Història, política, cultura. Barcelona.
L’Avenç. 1986.
33
Resolución del Congreso de París, de la Segunda Internacional, por la que se convocaban por vez primera
manifestaciones en todo el mundo el día 1 de mayo (1899)
nacionalismo era tal vez implícito, difuso o inconsciente, pero no por ello dejaba de ser
real como quedó trágicamente de manifiesto en Europa al estallar la Gran Guerra.
Está por estudiar en este ámbito el papel que han jugado en España las organizaciones
obreras a través de las publicaciones y las actividades desempeñadas en los locales
como casas del pueblo, ateneos obreros; en las campañas de alfabetización y
escolarización de adultos, etc. Pero, a juzgar por algunas muestras que se conocen y por
los discursos que adoptaron los principales dirigentes, parece razonable sostener que el
movimiento obrero español participaba de los mismos mitos nacionalistas que el resto
de la sociedad. De manera similar a como los católicos llegaron a hacer compatible su
identidad religiosa con la nacional, tratando incluso de apropiarse de ésta (la “verdadera
España” era para ellos la España católica tradicional que había alcanzado el máximo
esplendor intelectual en el Concilio de Trento), las organizaciones obreras hicieron
también compatible la identidad de clase en un proyecto colectivista y solidario, con una
concurrente identidad nacional que era necesario “regenerar”. Baste mencionar en este
sentido los manifiestos de la mayor movilización obrera de principios del siglo XX: la
huelga general de 1917 convocada conjuntamente por socialistas (PSOE-UGT) y
anarquistas (CNT); en ellos se señalan objetivos no de clase sino nacionales
(interclasistas), para “demandar como remedio a los males que padece hoy España un
cambio fundamental de régimen político”, expresando su coincidencia con
movimientos tan dudosos como las “Juntas de Defensa del Arma de Infantería” o la
Asamblea de parlamentarios reunida en Barcelona en el mes de julio de aquel año34.
La escuela, y dentro de ella la enseñanza de la historia, ha contribuido también en
España a difundir los mitos comunes en los que se basó el nacionalismo español. Si bien
es cierto, como se ha indicado reiteradamente, que el sistema educativo en España era
muy precario y elitista (la media de la población sin escolarizar y analfabeta era muy
superior a la de los demás países de Europa occidental) no puede por ello olvidarse, que
a pesar de todo, fue un potente mecanismo de nacionalización. Como hemos analizado
ampliamente en otro lugar35, las diferencias de contenido respecto a la idea de nación
son mínimas entre los manuales católicos integristas que alcanzaron amplia difusión –
no sólo en los colegios religiosos– y los de orientación más progresista
(institucionistas), compartiendo ambos un concepto histórico-organicista. Y en uno y
otro caso el objetivo era formar a las personas que debían asumir cierto protagonismo en
la vida de la nación. La orientación política podía ser (era) divergente, pero había una
coincidencia básica en la idea de la unidad nacional que apenas nadie cuestionaba, salvo
los nacionalismos subestatales aún muy minoritarios.
La intencionalidad nacionalista en la enseñanza, sobre todo la de la lengua y literatura
castellanas, la geografía y muy especialmente la historia, es bastante común, y de forma
explícita y militante, tanto entre intelectuales progresistas y relacionados con la
Institución Libre de Enseñanza como Altamira, como conservadores como Ibarra
Rodríguez36. Y no solamente en los ámbitos universitarios, sino también en manuales
34
TUÑÓN DE LARA, Manuel (dir.); Historia de España. Tomo XII Textos y documentos de Historia Moderna y
Contemporánea (siglos XVII-XX). Barcelona, Labor., 1988. pp 316 y ss.
35
LÓPEZ FACAL, Ramón; O concepto … op. cit.
36
«Las naciones que hoy aparecen en Europa á la cabeza de la cultura y tienen la hegemonía material sobre las
demás, lo deben a la formación del carácter nacional, al orgullo con que cantan sus glorias, á la confianza que
sienten en sus propias fuerzas, al cariño que experimentan hacia su territorio y su independencia, y todo esto es
fruto del conocimiento de su Historia (…): los profesores de Historia en el extranjero han despertado estos
sentimientos educando á las clases directoras y formando el carácter nacional; tendamos á ello y consagrémonos
con todas nuestras fuerzas á tan nobilísima tarea» IBARRA Y RODRÍGUEZ, Eduardo (1987) «Procesos de la
ciencia en el presente siglo» Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1897 á 1898 en la
escolares para la enseñanza secundaria37. Los tópicos historiográficos que unos y otros
comunican al alumnado coinciden, como he señalado, en los hitos fundamentales. Uno
de esos hitos, quizá el más potente, ha sido la mitificación de lo Reyes Católicos como
fundadores de la unidad nacional38.
La concurrencia de mensajes, procedentes de todo el espectro ideológico acabó calando
entre la población española incluso, me atrevo a suponer, que en la menos letrada.
Como último ejemplo mencionaré un libro de lecturas históricas que se hizo muy
popular entre el profesorado progresista más o menos próximo al movimiento de la
Escuela Nueva y entre los institucionistas de la época republicana, el del
norteamericano Virgil M. Hillyer, traducido, prologado y adaptado por un inspector de
enseñanza primaria, Fernando Sáinz, republicano y colaborador de la Revista de
Pedagogía. Sainz incluye varios capítulos referidos a la historia de España. En el que se
ocupa de la Edad Media, titulado “Lucha entre moros y cristianos” se encuentran
párrafos como el siguiente:
“Sabemos que los musulmanes habían penetrado en España y conquistado casi
la totalidad del territorio en el siglo VIII. Pero hubo un grupo de españoles que
no se resignaron a ser vasallos de los árabes y se refugiaron en las montañas de
Asturias para hacerse fuertes, nombrando su rey, Pelayo, y fundando un
pequeño reino. La batalla que allí perdieron los musulmanes, la de Covadonga,
dio grandes alientos a los españoles para reconquistar sus dominios, y por eso
la gran lucha que entonces se entabla, y que dura nada menos que ocho siglos,
se llama la de la Reconquista”39.
Estas líneas podrían haber sido escritas por cualquier católico conservador porque,
aunque divergentes en otras cosas, ambos coincidirían en esta interpretación de la época
medieval en la península ibérica. Es, en mi opinión, una manifestación de cómo la
ideología nacionalista de tipo esencialista se hizo hegemónica en la etapa de los
Universidad de Zaragoza. Imp. de Ariño, Zaragoza (p. 66). Citado por PASAMAR ALZURIA, Gonzalo; “Los
historiadores y la ciencia histórica en la época contemporánea”. Stvdium, nº 2. Teruel, Colegio Universitario.
Universidad de Zaragoza., 1990. p. 136)
37
«La Historia propia, ha dicho un gran escritor, debe ser esencialmente nacional; en ella se debe aprender á
conocer y amar á la patria, teniendo presente que nadie ama lo que no conoce. Por esta causa en el extranjero han
progresado tanto en el fondo y en la forma los libros elementales de Historia; y recientemente una gran nación,
que aspira al dominio europeo por el doble medio de la ciencia y de las armas, Alemania, ha dictado varias
disposiciones de carácter práctico para que el ejército no abandone el estudio de la Historia.» [PICATOSTE,
Felipe; Compendio de Historia de España, Madrid, Sucesores de Hernando 1907 (7ª ed.); [1ª ed. de 1884, Madrid,
Imprenta Herculano] p. 5]
38
Aunque la interpretación de su reinado merezca diferentes valoraciones, existió unanimidad en lo que resultaba
relevante, a efectos de crear un imaginario nacional común. Así, un discípulo de la Institución Libre de Enseñanza,
regeneracionista y liberal-conservador, Rafael Ballester (1924), afirmaba que «… con él (reinado de los RR CC)
comienza propiamente la “Historia de España”, pues al enlace de aquellos esclarecidos cónyuges fué debida la
constitución definitiva de nuestra nacionalidad.» (BALLESTER, Rafael; Curso de Historia de España. Gerona,
edición de autor 1924 (3ª ed.); [1ª ed. De 1917].p. 201). El objetivo prioritario de la editorial religiosa F.T.D.
(Foveo Timorem Dominum que posteriormente pasaría a llamarse Luis Vives, la actual Edelvives) consistía
promover el adoctrinamiento en el integrismo católico de la juventud española. Sus manuales, de amplia difusión
en los muy numerosos colegios religiosos carecían, incluso para la época, del mínimo rigor. Pero para el tema que
estamos tratando, coinciden con institucionistas, liberales y progresistas en la selección y exaltación de los
momentos que consideran decisivos del pasado nacional, como el reinado de los Reyes Católicos: «De manera
inesperada y providencial se llevó al cabo la casi total unión de los reinos hispánicos de la Reconquista, con el
glorioso reinado de Isabel (1474-1504) y Fernando (1479-1516), universalmente conocidos con el nombre de LOS
REYES CATÓLICOS. —“La Providencia, que saca el bien de los males producidos por los hombres, dice Sánchez
Casado, hizo recaer la sucesión de los tronos de Castilla y Aragón en dos príncipes, Fernando e Isabel que sólo
tenían un derecho remoto… (…)”— Con ellos surgió la nación española…» (F.T.D, Historia Universal. Barcelona.
F.T.D. («Foveo Timorem Dominum») 1928. p. 295)
39
HILLYER, V. M. Una historia del mundo para los niños. Madrid. Estudio de Juan Ortiz. (s.f., circa 1931) p. 313.
40
NEHRU, Jawaharlal; 1944. An Autobiografy. Oxford Univ. Press, 1990.
misma de la nación. Cada una de estas dictaduras tuvo rasgos específicos, proyectos
económicos y sociales distintos y adoptaron un modelo diferente de nación; incluso
dentro de ellas coexistieron conflictivamente diversos proyectos, como muestra Ismael
Saz en su reciente estudio del ultranacionalismo falangista dentro del régimen
franquista41. Pero todas ellas son herederas de una deriva esencialista iniciada en la
etapa precedente. En una época dominada por la insolidaridad y la recesión los
nacionalismos fascistas recurrieron a tópicos puestos en circulación por el
irracionalismo (Nietzsche, Sorel…) ignorando o despreciando el positivismo hasta
entonces hegemónico. El resultado fue un nacionalismo agresivo de consecuencias
trágicas para gran parte de la población europea.
Paralelamente a esta ofensiva derechista fue tomando cuerpo una nueva alternativa
internacionalista bastante sorprendente: la tercera internacional, promovida desde
Moscú por los partidos comunistas, fundados al calor de la revolución bolchevique. En
1919, Lenin y Trotsky fundaron la Komintern para promover la revolución mundial que
acabase con el capitalismo. El grupo inicial de comunistas que protagonizaron este
movimiento revolucionario tenían una elevada formación intelectual (Rosa Luxemburg,
K. Liebknecht, etc.) y estaban convencidos de la posibilidad de que triunfase una
revolución en una Europa destruida por la guerra, instaurando un modelo de Estado a-
nacional o internacional, tal como proponía Lenin para el antiguo imperio zarista: una
unión de repúblicas socialistas que carecía de cualquier referente identitario de tipo
territorial o nacional en su denominación, porque estaría abierta a todos los países del
mundo. El fracaso de los movimientos insurreccionales en Alemania, Hungría y China,
la hostilidad internacional hacia la URSS, la persecución de los comunistas por parte de
las dictaduras derechistas y fascistas obligó a un cambio de estrategia y al abandono de
la vía insurreccional. Al tiempo, la III Internacional aprobó 21 condiciones para aceptar
a un partido en su seno; entre ellas la imposición del “centralismo democrático”, el
carácter obligatorio de sus decisiones y la defensa a ultranza de la URSS. Los
comunistas de todo el mundo trataron de adaptarse a la legalidad de cada país, o lo que
es lo mismo, al marco nacional, pero sin abandonar su militancia internacionalista, lo
que no dejaba de provocar la desconfianza y la acusación de ser agentes de una potencia
extranjera.
La constitución de la III Internacional poco después de la catástrofe de la Gran Guerra
contribuyó a que los comunistas fuesen capaces de resistir la presión ideológica de sus
respectivos nacionalismos, denunciándolos como responsables de la movilización bélica
que había conducido a la de aniquilación de millones de personas. Reafirmaron aún más
sus argumentos antinacionalistas en la lucha de resistencia frente a las dictaduras
derechistas implantadas en los años 20 y 30. Pero la dependencia comunista de la URSS
acabó convirtiendo a la III Internacional en un instrumento de la política de Stalin que
exigía a sus militantes renunciar a la lealtad de sus respectivas naciones para situarla en
la “patria del socialismo”. La actitud de los comunistas europeos durante los años
treinta era paradójica, porque al mismo tiempo que rechazaban y combatían el
nacionalismo en el interior de sus países por ser un “instrumento de la burguesía” y
“contrario a los intereses del proletariado” promovían una campaña de adhesión acrítica
e identificación con otra patria: la Unión Soviética de Stalin. Una muestra de ello serían
los “¡viva Rusia!” tan frecuentes entre partidarios del Frente Popular de la Segunda
República española.
41
SAZ CAMPOS, Ismael; España contra España. Los nacionalismos franquistas. Madrid, Marcial Pons. 2003.
42
Mundo Obrero, 1938: «La segunda fecha histórica también nos pertenece. El pueblo que derrotó a los invasores,
es el que combate ahora, valerosamente otra vez en defensa de su libertad. El genio heroico de Daoiz y Velarde,
del teniente Ruiz, de Malasaña encarnan los soldados de las trincheras madrileñas. Castaños, “El Empecinado”,
los defensores de Zaragoza y Gerona anteceden históricamente a nuestros jefes militares de hoy. Es la misma
causa, puesta en valoración de honor por el mismo pueblo» [Citado por BABIANO MORA, José; “España 1936-
1939: la segunda guerra de la independencia”. Historia 16 nº 190. 1992. pp 25-34.]. En relación con el Partido
Comunista de España y la cuestión nacional, vid. SANTIDRIÁN ARIAS, Víctor M.; O partido comunista de
España en Galicia (1920-1960). Tesis doctoral. Universiodad de Santiago de Compostela, 2000; pp. 405-432.
43
PORTA MARTÍNEZ, Paulo; A guerra de Arturo Souto. Vigo, Promocións Culturais Galegas. 2002, p.66
44
Vid., HOBSBAWM, Eric; Años interesantes. Una vida en el siglo XX. Barcelona, Crítica., 2003; cap. 10.
45
“En realidad, el comunismo probablemente tuvo su mayor impacto fuera de Europa, donde no tenía un rival eficaz
en la lucha contra la opresión nacional o imperialista. Ho Chi Minh, el liberador de Vietnam, eligió como nom-de-
guerre en la Internacional Comunista, Nguyen el patriota. Chin Peng, el cabecilla de la insurrección comunista y
de los guerrilleros en la jungla de Malaya (sic), aunque con menos éxito, empezó como un joven patriota que
primero se hizo comunista cuando dejó de confiar en la capacidad del Kuomintang para liberar China”. (Ibídem,
p. 134).
46
LÓPEZ FACAL, Ramón; “La nación ocultada”. En PÉREZ GARZÓN, et al; pp. 111-160. La gestión de la
memoria. La historia de España al servicio del poder. Barcelona, Crítica. 2000.
libertades, los aparatos de poder recurrieron cada vez más a discursos nacionalistas. Los
éxitos deportivos, o en la carrera espacial, sublimaban estas carencias y permitían una
identificación afectiva con un sistema político cada vez más alejado de sus objetivos
fundacionales. Pero el nacionalismo esencialista es un arma difícil de controlar, ya que
la sobrevaloración de una determinada identidad implica la minusvaloración de las que
son alternativas o están subordinadas. En el caso de los países dependientes de la URSS
(Polonia, Hungría o Checoslovaquia) la hegemonía soviética se impuso por la fuerza,
generando sentimientos de humillación nacional; algo similar ocurrió en el seno de los
estados plurinacionales, como la misma URSS o Yugoslavia, en los que las minorías
culturales sentían como imposición o humillación la exaltación de un nacionalismo que
sólo se identificaba con la etnia mayoritaria (rusa o serbia). El estallido nacionalista
posterior a la disolución de estos regímenes debe entenderse como una reacción desde la
frustración de sociedades que se sentían amenazadas por otra hegemónica, y de ésta ante
el temor de perder su supremacía. El choque entre ambos nacionalismos originó
conflictos de difícil solución que alcanzaron cotas dramáticas en la antigua Yugoslavia
y en el Cáucaso. La constitución de nuevos estados nacionales se planteó como una
aspiración popular para contar con un instrumento que garantizase los derechos cívicos
y condujese a un bienestar material que los antiguos estados plurinacionales fueron
incapaces de asegurar. La aspiración mayoritaria no era tanto la independencia nacional
como la conquista de derechos, tal como refleja la voluntad manifiesta de integrarse en
ámbitos supranacionales, como la Unión Europea o la OTAN, lo que implica renunciar
a importantes parcelas de soberanía. Pero en tanto que los nuevos estados no sean
capaces de garantizar la igualdad de derechos a sus habitantes, seguirá presente la
tentación de instrumentalizar desde el poder algún tipo de esencialismo.
La eclosión de diversos nacionalismos y conflictos étnicos en África o Asia, son de
enorme complejidad y tienen diferencias específicas que dificultan una generalización,
pero responden en parte a causas similares: la búsqueda de elementos de cohesión social
y legitimación política en sociedades escasamente articuladas y privadas de derechos
elementales. Sin duda existen más factores, como la interesada manipulación de estos
sentimientos por parte de grupos de poder económico transnacionales, pero en todos los
casos nos encontramos con estados que son incapaces de garantizar un mínimo bienestar
económico a sus ciudadanos y de proporcionarles libertades y derechos políticos como
los que se enuncian en la declaración universal de la ONU.
La desaparición del bloque socialista ha acelerado el proceso de globalización
económica bajo la arrolladora hegemonía de la economía de mercado. La crisis del
modelo keynesiano de crecimiento capitalista, iniciada en los años setenta, favoreció el
triunfo del neoliberalismo económico a partir de la siguiente década lo que tuvo
importantes repercusiones sociales. Se incrementaron las desigualdades tanto en el
interior de cada estado como entre unos países y otros. El fundamentalismo neoliberal
promovido desde las instituciones financieras internacionales (FMI, Banco Mundial) ha
significado el empobrecimiento –descenso de nivel de vida– para millones de personas
en el mundo, al tiempo que se acumulaban las riquezas en manos de un número muy
reducido. La falta de expectativas de futuro para la población de países empobrecidos ha
generado una enorme presión migratoria en dirección a las áreas de mayor bienestar
(Estados Unidos, la Unión Europea) en cuyo interior también se han degradado las
condiciones laborales. Los inmigrantes son percibidos en estos países por muchos
trabajadores como una amenaza para mantener las precarias condiciones de empleo
existentes. Estas circunstancias constituyen un perfecto caldo de cultivo para el renacer
de actitudes racistas y xenófobas preocupantemente presentes en el panorama político
47
HABERMAS, Jürgen; Más allá del Estado nacional. Madrid, Trotta, 1997. p. 180.
48
HABERMAS, Jürgen; Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, Tecnos., 1989, p. 121
49
“La inserción del proceso democrático en una cultura política común no tiene el sentido excluyente de la
realización de alguna particularidad nacional, sino el sentido inclusivo de una praxis autolegislativa que incluye a
todos los ciudadanos por igual. Inclusión significa que la comunidad política se mantiene abierta a aceptar como
miembros de la misma a ciudadanos de cualquier procedencia, sin imponer a estos otros la uniformidad de una
comunidad histórica homogénea. Pues todo consenso de fondo anterior, como el que asegura la homogeneidad
cultural, resulta ser provisional y, como presupuesto de la existencia de la democracia, innecesario, desde el
mismo momento en que la formación de una opinión y voluntad pública discursivamente estructurada hacen
posible un razonable entendimiento político, también entre extraños” (…) “En la medida en que el proceso de
separación entre la cultura política en general y la cultura de la mayoría sea algo logrado, la solidaridad entre los
ciudadanos y el Estado habrá de situarse en un nuevo y más abstracto plano, como el que representa el
«patriotismo de la Constitución»” (HABERMAS, Jürgen; La constelación posnacional. Barcelona, Paidós, 2000,
pp. 99-101).
50
KYMLICKA, Will; La política vernácula. Nacvionalismo, multiculturalismo y ciudadanía. Barcelona, Paidós,
2003. p. 227
51
Ibídem, p. 230
52
HABERMAS, Jürgen; La constelación…, op. cit, p. 102
53
HABERMAS, Jürgen; Más allá…, op. cit., p. 185