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Cis/Trans: algunas consideraciones lingüísticas

TERESA MALDONADO

https://www.pikaramagazine.com/2020/10/cistrans-algunas-consideraciones-linguisticas/

07/10/2020

A raíz del artículo sobre la libertad de expresión y el lenguaje del odio he recibido mensajes de
amigas de los dos bandos (tengo amigas —y enemigas, me temo— en los dos lados del debate,
y, sobre todo, en el medio, que es el más ancho y donde más gente cabe). Una de las
cuestiones disputadas es la conveniencia de utilizar la terminología que distingue cis/trans. Lo
que sigue es una reflexión sobre esto último.

A raíz del artículo sobre la libertad de expresión y el lenguaje del odio publicado en Pikara


Magazine el pasado verano he recibido mensajes de amigas de los dos bandos (tengo amigas
—y enemigas, me temo— en los dos lados del debate, y, sobre todo, en el medio, que es el
más ancho y donde más gente cabe). Llama la atención que todas las que tienen muy clara su
posición en uno u otro extremo consideren siempre que son “las otras”, las del otro lado,
quienes disponen de más y mejores medios para difundir su mensaje y su punto de vista; que
son “las otras” las menos respetuosas, las más violentas en la discusión y las menos rigurosas
en el análisis. Por lo que se refiere a los contenidos, una de las cuestiones disputadas es la
conveniencia de utilizar la terminología que distingue cis/trans. Lo que sigue es una reflexión
sobre esto último.

Sigo en Twitter a Násara ⚢ ‫نصرة‬ @SahrawiFeminist. Hace unas semanas escribió lo siguiente


en su cuenta: “(…) Voy a explicar por qué se nos denomina ‘Cis’. Se nos denomina así porque
se supone que nacer mujer y ajustarte al corsé de la feminidad es un privilegio”. A
continuación, hilvana un hilo relatando las restricciones, limitaciones, prohibiciones, miedos,
tabúes y exclusiones en los que fue educada y socializada durante sus años de infancia y
juventud en el campo de refugiados saharaui en el que nació. Y termina concluyendo, entre
otras cosas: “Dicho todo esto, no me llames ‘Cis’, no romantices la feminidad que se me ha
impuesto desde que tengo uso de conciencia y que tanto daño me ha hecho y me sigue
haciendo. No me impidas luchar contra el género porque sé de primera mano sus
consecuencias sobre las mujeres”.

En esa misma línea, una de las amigas que me escribió después del artículo sobre la libertad de
expresión me decía que las feministas no podemos ser cis porque luchamos contra la
imposición del género. Para ella, por lo tanto, como para Nássara @SahrawiFeminist ser cis es
aceptar (o no luchar contra) la imposición de género. Dejo para otra ocasión la cuestión de si
debemos “abolir” el género como plantea esta amiga y otras muchas feministas o “luchar
contra él”, como quiere Násara @SahrawiFeminist, o si se trata más bien de “deshacerlo”
(como reclamaba Judith Butler en el título de uno de sus libros), en qué consistiría cada una de
esas acciones (abolir, luchar contra, deshacer) y hasta qué punto son cosas divergentes,
distintas, complementarias o… ¿incluso lo mismo? (¡anda que estaría bueno!).

Wikipedia nos informa de lo siguiente: “Cisgénero (abreviado cis) es un neologismo y


tecnicismo de origen alemán propio del campo interdisciplinario de los estudios de género,
término que es utilizado para hacer referencia a aquellos individuos cuya identidad de género
coincide con su fenotipo sexual. Lo opuesto a cisgénero es denominado transgénero. El
neologismo fue introducido en 1991 por el psiquiatra y sexólogo alemán Volkmar Sigusch”.
Alude después a algunos de los vericuetos por los que podemos introducirnos si consideramos
la diferencia que hay entre cisgénero y cisexual, paralela a la que se da entre transexual y
transgénero. Pero eso lo dejamos también ahora de lado.

En esta ocasión quiero ir solo a la distinción cis / trans. Es cierto que a algunas no nos gusta
mucho lo que entendemos como exceso de referencia a la (a nuestra) condición de cis. Igual
tenemos un problema político y de privilegio, no lo descarto. Dentro de esas a las que no nos
gusta que se aluda permanentemente a la distinción entre mujeres o personas cis y trans, hay
algunas (entre las que ya no me cuento) que llevan especialmente mal ser nombradas (o
adjetivadas, luego lo veremos) como cis y apuntan una serie de objeciones, en la línea de las
que mencionaba arriba. El hilo de Násara @SahrawiFeminist pone de manifiesto ese malestar
o desacuerdo con la utilización reiterada del prefijo cis. En realidad, creo que más que
desacuerdo es un malestar que, como todos los malestares, es difícil de acotar y objetivar,
pero que se presenta como discrepancia teórica, creo que de forma un poco forzada. Veamos.

Es sabido que el prefijo cis significa en latín “del lado de acá”, lo contrario de trans, que sería
“lo del otro lado”. De ahí que se pueda hablar, por ejemplo, de lo cismundano para referirse a
lo que tiene lugar en este mundo, frente a lo transmundano, que sucedería más allá. Pero creo
que la razón para usar esa terminología tiene que ver no con los significados de las palabras
(con la semántica) sino con sus relaciones estructurales (con la sintaxis). Concretamente, con la
distinción que se hace en lingüística entre términos “marcados” y términos “no marcados”.
Según esa distinción, lo “no marcado” alude a los referentes extralingüísticos más abundantes
de un término; sería lo general, la regla que puede (y suele) tener excepciones. Lo “marcado”,
en cambio, se refiere a lo particular, a lo que no abunda, a la excepción que confirma la regla.
Por ejemplo: si en nuestro discurso habitual decimos por un lado “los hombres” y por otro “los
hombres negros”, ponemos de manifiesto que el referente extralingüístico del término “no
marcado” (hombres) son en realidad los hombres blancos, y que para referirnos a los hombres
negros hay que especificarlo, es decir, “marcarlo” en el lenguaje con una adjetivo que
puntualice de qué hombres hablamos.

De manera similar, si decimos “mujeres” por un lado y “mujeres trans” por otro, queda
patente que las mujeres trans no se incluyen, de hecho, en la categoría mujeres (sin marca). En
cambio, cuando hablamos de “mujeres cis” por un lado y de “mujeres trans” por otro, estamos
entendiendo y dando a entender que la categoría mujeres (sin marca lingüística) debe incluir a
unas y otras, y que si queremos referirnos solo a unas o solo a otras, tenemos que marcar el
sustantivo mujer en los dos casos: mujeres cis y mujeres trans. De esta forma mujer trans deja
de ser el término marcado y se equipara sintácticamente a mujer cis. Lo cual supone que
mujeres —sin marca— incluye (debe incluir) a ambos tipos de mujeres.

Aunque no suele estar explícito, este es el planteamiento de una de las partes en la disputa
feminista; la otra parte no lo acepta porque viene a decir que o bien las mujeres trans no son
“verdaderas” mujeres, o bien las mujeres trans son eso, mujeres trans, pero no mujeres a
secas. No querer utilizar la marca cis implica mantener trans como marca de la excepción o la
minoría, lo cual, por otro lado, no deja de responder a la realidad, dado que las mujeres
trans son, efectivamente, una minoría dentro de la categoría mujeres (igual que los
hombres).

Como puede verse, el concepto de “no marcado” en lingüística es muy similar al de “por
defecto” (que se usa en informática y en otros campos). Se manifiesta cuando alguien nos dice,
por ejemplo, “vi un hombre a lo lejos” y automáticamente pensamos, sin darnos cuenta, en un
hombre blanco, asumiendo implícitamente que si el que vio hubiera sido un hombre negro,
seguramente nos habría dicho “vi un hombre negro a lo lejos”. Este automatismo es producto
de un sesgo racista similar en su forma al sesgo androcéntrico. Aunque también sucede que lo
que por defecto imaginamos sin darnos cuenta al oír un nombre común sin adjetivar
(“hombre”) está muy condicionado por el contexto: no es lo mismo si quien emite y/o quien
recibe el mensaje (“vi un hombre a lo lejos”) es una persona blanca o es una persona negra; la
referencia que nos viene a la cabeza también varía según la frase sea dicha y escuchada en
Harlem, o en una aldea de Siberia o en una ciudad centroafricana.

Distinguir habitualmente cis y trans evita que pueda producirse el efecto del salto semántico
que las lingüistas feministas han visto y denunciado en el uso del masculino gramatical como
genérico. En el caso que nos ocupa, el salto semántico se produciría si se dicen cosas como “las
mujeres tienen muchas desventajas en las sociedades patriarcales; de hecho, cuando llegan a
la menopausia…”. Si concedemos el beneficio de la duda (algo que siempre hacemos para que
el salto semántico tenga lugar) de que la primera alusión a las mujeres incluye a mujeres cis
tanto como a mujeres trans, con la mención de la menopausia (por la que solo pasan las
mujeres cis) se pone de manifiesto que el referente oculto de mujeres eran solo las cis.

Utilizar el genérico de forma (supuestamente) inclusiva tiene algunos defectos más:


invisibiliza a quienes nombran los términos marcados, que son siempre grupos humanos
objeto de algún tipo de discriminación o subordinación. El feminismo tuvo que denunciar que
el sustantivo “hombre”, cuando se pretendía sinónimo de humanidad, funcionaba como
término no marcado de un par androcéntrico (hombre-mujer) que invisivilizaba a las
mujeres.

Sin embargo, a pesar de todo lo anterior y siendo consciente de que todas esas razones
existen, yo no creo que debamos dejar de decir frases como la de arriba sobre la menopausia o
que debamos dejar de referirnos a cosas como “la historia de las mujeres” porque sea
aparentemente más correcto decir la “la historia de las mujeres cis”. Como he intentado
explicar, no dudo de que haya un fundamento teórico para utilizar esa terminología (binaria y
dicotómica donde las haya, por cierto). Pero no creo que debamos utilizarla siempre y de
forma sistemática. Creo que es más transformador a largo plazo y más justo para con todas las
mujeres a corto conseguir modificar el referente extralingüístico de los términos no marcados
“mujer” u “hombre” de manera que si se dice algo como “las mujeres durante la
menopausia…” sirva con un paréntesis (o, en la comunicación verbal, con una aclaración sobre
la marcha) tipo: “Obviamente, en este punto nos estamos refiriendo a las mujeres cis”.

Creo que usar la distinción cis/trans solo puntualmente cuando sea necesario y no
sistemáticamente puede colaborar a que el discurso feminista sea entendido por todo el
mundo y no solo por las iniciadas. Y creo también que esto último, ser comprendidas por
cuantas más personas mejor, es una necesidad urgente del feminismo en estos momentos.

Tengamos en cuenta que en la distinción cis/trans no hay (como sí ocurre en el caso del
androcentrismo hombre/mujer) dos sustantivos, sino que hay uno solo, “mujeres”, que luego
se adjetiva como cis o como trans. No es una diferencia menor. Ello está relacionado con el
hecho de que las mujeres no sean una minoría (aunque muchas veces reciban el tratamiento
de tales), sino la mitad de la humanidad. Menos aún son las mujeres un tipo específico de
“hombre”. No cabe ampliar los referentes extralingüísticos de “hombre” para que incluya a las
mujeres: hay que hablar de personas o de seres humanos. En cambio,  con el sustantivo
“mujeres”, si venimos insistiendo en que las mujeres somos plurales, diversas y
heterogéneas, aceptemos que esa pluralidad enorme de formas de ser mujer incluye a las
mujeres trans.

Pero lo dicho hasta aquí no constituye la explicación de por qué unas feministas tienden a usar
sistemáticamente la dicotomía cis/trans mientras que a otras parece que les produce urticaria.
Para entender por qué ocurre así, por qué unas lo usan con fruición y otras lo evitan con
obstinación, hay que tener en cuenta las connotaciones de las que se han revestido su
utilización y su evitación.

Es evidente que cada corriente feminista tiende a usar un vocabulario y no otro. El tipo de


vocabulario que utiliza cada corriente feminista nos da una pista sobre las concepciones que
suscribe. Las descripciones del mundo hablan tanto del mundo descrito como de quien hace la
descripción. Es algo que no ocurre solo en el feminismo, todo grupo social utiliza un
vocabulario que lo identifica como tal. Mediante el uso del lenguaje mostramos a qué tribu
pertenecemos (o a qué tribu queremos pertenecer: usar un lenguaje determinado puede ser
una forma de hacer méritos para ser admitida en ese grupo). Igual que mostramos nuestra
adhesión a un grupo o subgrupo social, por medio del lenguaje también nos diferenciamos del
resto. Cuando recurrimos sistemáticamente a la terminología cis/trans proclamamos nuestra
adhesión a una determinada corriente, a una determinada subcultura feminista… enfrentada a
otra (o a otras). De forma similar, al negamos a utilizar esa (u otra) terminología
descalificándola como “neolengua” nos colocamos en una posición feminista muy concreta.
Pero no solo eso: además protestamos contra el establecimiento (“imposición” dirán algunas)
de unos términos del debate que no aceptamos porque “de qué vamos a discutir” no está
desvinculado de “en qué términos vamos a hacerlo” (…¿terrorismo o lucha armada?). Thomas
Szasz lo expresó con claridad en El segundo pecado: “En el reino animal la regla es: comed o
sed comidos; en el reino humano: definid o sed definidos”, por eso “el primero que toma la
palabra impone la realidad al otro” .

«El feminismo tiene que ser entendido por la mayoría de la gente» CLIC PARA TUITEAR

No me gusta hablar de “neolengua” porque hacerlo me colocaría ya en un bando en el que ni


quiero ni puedo ubicarme, pero no voy a negar que comparto la inquietud de quienes sí
utilizan ese concepto de George Orwell. Es decir: tampoco estoy cómoda en el otro bando
(y, sobre todo, me incomoda el hecho de que haya bandos en el feminismo). Como he ya he
apuntado, creo que es muy preocupante la proliferación en los últimos años en el feminismo
de jergas incompresibles, de terminologías crípticas aptas sólo para iniciadas. El feminismo
tiene que ser entendido por la mayoría de la gente. Pero todo este asunto del lenguaje
feminista es materia para otra reflexión. Por lo que al uso de la distinción cis/trans se refiere,
creo que las feministas debemos usarla, pero no convertirla en la marca de adhesión a
ningún bando en ninguna guerra entre nosotras; por eso conviene usarla cuando venga a
cuento y no de forma sistemática.

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Por otro lado, es una trivialidad constatar que las personas pertenecientes al colectivo trans
discrepan en el tratamiento lingüístico (y, por lo tanto, ontológico y político) que debe darse a
su condición (igual que discrepamos las cis o cualquier otro grupo humano). Para algunas de
ellas es conveniente literalmente substancializar, es decir, tratar como sustantiva (con un
nombre o sustantivo) su condición de persona transexual o transgénero, abandonando la
condición adjetiva que suele tener el término “trans” en el uso corriente. Podemos hacerlo así
o no, pero debemos saber que lo que hagamos en este terreno no está desprovisto de
consecuencias y, sobre todo, revela nuestras concepciones sobre la cuestión del sexo/género,
central para el feminismo.

Cuando hablamos de mujeres (o de hombres) trans y cis, estamos hablando de un tipo de


mujeres (o de hombres); en esa forma lingüística de plantearlo, lo sustantivo (lo que tiene
sustancia) es ser mujer y la característica de ser trans es una condición adjetiva, formalmente
igual a la condición de cis (cabría decir: solo formalmente igual). Es la postura de quienes dicen
de las mujeres trans “son mujeres y punto”. En cambio, si dejamos de utilizar las palabras
trans, transexual o transgénero como adjetivos y las utilizamos como nombres,
sustantivizamos el hecho de ser trans [1]. Al hablar de “las trans” o de “los trans” estamos
concibiendo la cosa de forma diferente [2]. Estamos reconociendo diferencias de mayor
entidad entre ser mujer de una y de otra manera, entre ser mujer cis o ser mujer trans. De
hecho, estamos adoptando una ontología según la cual en el mundo habría, más bien,
mujeres, hombres y trans (mujeres cis, hombres cis y personas trans) [3]. Estaríamos dando un
peso ontológico (al que va asociada siempre, insisto, una determinada concepción política) al
hecho de ser una u otra cosa (cis o trans), separando más que fusionando conceptualmente
mujeres cis y mujeres trans. Estaríamos, de alguna manera, dando por bueno (algunas dirán
“reconociendo”) aquello de que las personas trans no son mujeres (u hombres) “y punto”, sino
que son una forma muy específica y particular de ser mujeres (u hombres); tanto, que ser
mujer cis y ser mujer trans dejan de ser modalidades de lo mismo para pasar a ser concebidas
como cosas diferentes: sustancias diferentes a las que corresponden distintos sustantivos.

Esta forma de abordar la cuestión difiere de lo que planteaba más arriba. Según aquella
propuesta, más que marcar todo el rato los sustantivos mujer y hombre, especificando
sistemáticamente si hablamos de mujeres (u hombres) cis o trans, lo que habría que hacer es
redefinir el contenido semántico de “mujer” (u “hombre”) de manera que el referente de esos
sustantivos no sean solo las personas cis. No voy a ocultar que personalmente tengo dudas
sobre cuál es la manera más adecuada de tratar la cuestión. Habría que tomar en
consideración otras cuestiones que se cruzan con lo analizado aquí, y que exceden esta
reflexión lingüística, como la del passing [4] de las personas trans. De lo que no tengo ninguna
duda es de que tiene que haber lugar en el feminismo para esta discusión. Es una discusión,
obviamente, que no puede darse sin la participación de feministas trans (ojo: las feministas
trans no son todas transfeministas ni suscriben obligatoriamente alguna versión la
teoría queer).

Creo que deberíamos tomar como punto de partida la constatación de que se trata de algo
muy complejo que además puede ser también muy delicado. Por eso es necesario evitar
linchamientos y rasgados de vestiduras. No podemos ser insensibles (por ejemplo, frente al
sufrimiento o la zozobra ajena), pero tampoco mostrar una susceptibilidad hipersensible que
censure la discrepancia o repruebe el desconocimiento y cierre la discusión antes de tenerla.
Un poquito de empatía, de buena fe y del famoso cuidado deberían ser suficientes para
adentrarnos en una cuestión laberíntica donde las haya. Por mi parte, apunto que, frente a
transfeminismos y trans o post humanismos varios, el camino a la salida del laberinto se
encuentra en la reconstrucción del humanismo, tan maltrecho en los últimos tiempos; lo digo
persuadida, claro, de que el feminismo es un humanismo. Y de que los derechos de las
mujeres y los derechos trans son, todos, derechos humanos que las feministas tenemos que
defender.

[1] Creo que así se puede entender, en parte, lo que plantea Miquel Misé en su libro A la
conquista del cuerpo equivocado, editado por Egales.

[2] Otras preferirían decir “les trans”, con lo que discrepo, aunque no voy a entrar aquí en ello.
Lo que sí habría que tratar con más precisión es la cuestión lingüística de la sustantivación de
adjetivos. Según la RAE, madre es un sustantivo y lesbiana es un adjetivo. Sin embargo, igual
que podemos hacer frases en las que madre es el sujeto (“las madres del grupo se levantaron
airadas”), con lesbiana podemos hacer la misma operación (“las lesbianas por las mañanas nos
levantamos siempre contentas”). En este último ejemplo, como en cualquier otro que
pudiéramos poner con, pongo por caso, “las feministas” (otro adjetivo, según la RAE), lo que
ha ocurrido es una elipsis del nombre adjetivado: estaríamos hablando de las mujeres
lesbianas (y/o feministas), solo que el sustantivo mujeres estaría elidido. La elipsis del nombre
es un proceso sintáctico, mientras que la sustantivación propiamente dicha es un proceso
léxico. No deja de tener su interés observar que para la lengua (o para la Academia) madre
tiene sustancia por sí misma (y no es un adjetivo, no denota una cualidad o atributo posible del
sustantivo mujer), mientras que feminista, lesbiana, transexual o joven son adjetivos, es decir,
no tienen entidad propia, son formas en las que cabe ser mujer, aluden a clases, a tipos de
mujeres. Dicho de otra forma: “madre” o “mujer” responderían a la pregunta ¿qué soy?, y
“feminista”, “lesbiana”, “transexual” o “joven” responderían a ¿cómo soy? o ¿qué tipo de
mujer soy?

[3] La ontología y la ética son partes de la Filosofía. Igual que la ética estudia el “deber ser”, la
ontología se ocupa de “el ser”, de lo que hay. Podemos adoptar distintas ontologías; para
decirlo con el gráfico ejemplo del filósofo Ulises Moulines: tan correcto es decir que dentro de
un cajón hay tijeras y botones, como decir que hay partículas elementales moviéndose a través
de campos electromagnéticos. Celia Amorós ha explicado que toda ontología presupone e
implica una teoría política y una ética.

[5] El passing en las personas trans alude al hecho de que “se note” o no su condición de trans.
La cuestión de genero sirve, y mucho

https://ctxt.es/es/20210301/Firmas/35437/filosofia-genero-sexo-personas-trans-
biologia.htm

Toda profesora de filosofía de secundaria se ha enfrentado alguna vez a la


pregunta, no precisamente benévola, de si la filosofía sirve para algo. Pregunta
capciosa que no se la hacen por primera vez sus estudiantes, ni sus colegas, sino
mucho antes, sus propios padres, cuando les informó de que era eso lo que quería
estudiar. Mucha gente del ámbito de la filosofía cedemos a veces a la tentación de
regodearnos vanidosamente en la boutade (o no tanto) de que la filosofía no sirve
para nada y que, además, en ello reside su grandeza y su interés.

Voy a partir aquí de un convencimiento relativo al artículo de Maite Larrauri “Si


la filosofía sirve para algo”: no sé la filosofía, pero su artículo sirve, y mucho. En
primer lugar, para poner cordura y pensamiento sosegado a un debate demasiado
desquiciado. Muchas feministas lo agradecemos. Y como una virtud de su
contribución es aportar reflexión a una discusión inevitable, me propongo
introducirme en ella mínimamente, suscribiendo algunas de las cosas que
defiende Larrauri y discrepando de otras.

––––––––  

Empieza Larrauri por poner sobre la mesa su punto de partida como lo que es: un
axioma que no se demuestra. Los axiomas no se demuestran o bien porque son
autoevidentes, o bien porque son indemostrables. En este último caso, asumimos
que, en análisis que tienen que ver con asuntos humanos, a veces hay que partir
de una decisión inargumentada a favor de una postura teórica u otra. Las
cuestiones humanas (éticas y políticas, entre otras), en el límite, no se pueden
fundamentar. A veces, esta imposibilidad de fundamentación última se vive con
desesperanza y perplejidad, otras se asume con alegría, y aun otras se reniega de
ella y se buscan desesperadamente fundamentos sólidos en los que asentar el
análisis y las propuestas. Esto último no resulta fácil en un mundo en el que,
como vio Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Larrauri sitúa el punto de partida de su análisis en la afirmación (tan


nietzscheana y tan foucaultiana): “No hay nada en los seres humanos que no sea
histórico”. No digo que no suscriba en absoluto esa afirmación, pero no puedo
compartirla sin matizarla. Larrauri nos dice que si no asumimos este axioma, no
aceptaremos la argumentación que sigue. Yo creo que se acepte o no la premisa,
merece la pena seguir leyendo. Porque, aun discutiendo ese punto de partida, el
razonamiento que sigue no se ve privado de sentido.

Además de autores tan bien conocidos por Larrauri como Nietzsche y Foucault,
otros muchos pensadores y pensadoras ratifican esta idea de forma fuerte:
Ortega, Beauvoir, Sartre, por mencionar algunos. El dictum orteguiano según el
cual el ser humano no tiene naturaleza, sino historia, puede ponerse al lado del de
Sartre que afirma que los seres humanos carecen de esencia y son sólo existencia.
Este, a su vez, está cerca del planteamiento de Beauvoir, que entiende el ser
humano como anti-physis, anti-naturaleza.

Todo feminismo tiene algo de constructivista, es obvio, pero creo que algunas
corrientes feministas adolecen de lo que podemos llamar híper-constructivismo

Estas posturas filosóficas entroncan con las posiciones constructivistas en el


campo de la sociología. Todo feminismo tiene algo de constructivista, es obvio,
pero creo que algunas corrientes feministas adolecen de lo que podemos llamar
híper-constructivismo. Hay en estas concepciones (sean las versiones
historicistas, las existencialistas o las social-constructivistas) algo de reacción
pendular a la sociobiología que alcanzó una cima de su desarrollo en los años
setenta del siglo XX, con la publicación de Sociobiology: the new synthesis, de E.
O. Wilson, en 1975, pero que venía desarrollándose en los años anteriores. En el
ámbito filosófico y sociológico, los planteamientos de la sociobiología y, en
particular, los de Wilson, han sido desacreditados repetidamente por
reduccionistas. Se ha denunciado, con razón, a la sociobiología por biologicista y
se la ha rebatido explicando que el origen último de nuestro comportamiento, así
como la comprensión cabal de lo que somos, “no está en los genes”, por decirlo
con el título de un libro que fue de cabecera en este debate en los años ochenta.

Los planteamientos biologicistas sitúan la explicación final de lo humano en


nuestra biología, en el hecho incontrovertible de que somos una especie animal.
Cabe señalar ya que, primero, no toda concepción que recurre a la biología es
biologicista; y, segundo, que frente a lo que tal vez pueda parecer a primera vista,
no hay una correlación unívoca entre planteamientos de base biológica y
conservadurismo político, de un lado, y constructivismo social y posiciones
progresistas o emancipadoras, del otro. No puede dudarse de que la especie
animal que somos ocupa un lugar en el tablero en el que se distribuyen los seres
vivos, valga la metáfora que, aunque defectuosa, tiene la virtud de situar a todas
las especies en el mismo plano, para no entrar ahora en diferencias jerárquicas
entre ellas. El rechazo del biologicismo no debe llevarnos a oponernos a la
biología, ni a la ciencia en general. Dejemos eso para los obispos y otros
integristas.

Porque también se han cometido excesos por el lado del hiperconstructivismo.


Por lo que se refiere al feminismo, la afirmación de Judith Butler de que el sexo
es tan construcción social como el género es un ejemplo palmario. El
hiperconstructivismo, es decir, la concepción de que absolutamente todo, y en el
mismo sentido, es un constructo social es muy dañino y peligroso. Por dos
razones: no describe la realidad fielmente y tiene consecuencias políticas
indeseables. Si todo es construcción social, al decir de algo en particular que lo es
no estamos diciendo nada. Ciertamente, en tanto que seres simbólicos, nunca
tenemos acceso a la naturaleza de forma in-mediata, sino sólo de forma mediada.
Accedemos a la realidad mediante conceptos socialmente construidos. Y el
concepto de sexo o de cuerpo, que no es el mismo en todas las culturas ni en
todas las épocas, incide en nuestra vivencia del sexo y del cuerpo: la modela, la
condiciona, la limita. Pero eso no significa que no haya más cuerpo o más sexo
que el que el proyectamos en nuestra interpretación mediada por los conceptos
vigentes en nuestro tiempo o cultura. La relación entre sexo y género es un poco
como la que hay entre las neuronas y la mente: por muy interrelacionadas que
estén, es un error confundirlas. Desde luego, si el sexo o el cuerpo son
construcciones sociales, no pueden serlo en el mismo sentido que lo es el género.
Reconocer que vivimos o interpretamos la menstruación de una determinada
manera no significa que la menstruación se reduzca a esa interpretación que de
ella hacemos. Una cosa es afirmar que nuestro destino no está en la biología y
otra olvidar que somos una especie animal. Por eso tiene sentido la denuncia
feminista de los sesgos androcéntricos en la investigación farmacológica, por
ejemplo.

Homo sapiens es una especie animal, sin duda. Pero, a la vez, no puede negarse
que es una especie animal muy singular, como dice el filósofo Víctor Gómez Pin.
Ciertamente vinculada al resto de especies animales pero también muy alejada de
ellas. La visión  de lo humano forjada por la tradición del pensamiento moderno
en Occidente ha subrayado nuestra distancia con respecto al resto de animales,
estableciendo un abismo a veces insalvable entre animales humanos y no
humanos. Según la crítica contemporánea ecologista y ecofeminista, ahí está la
base del antropocentrismo del que adolece toda la cosmovisión occidental y que
ha tenido consecuencias tan catastróficas para la salud de la vida en el planeta.
Hemos concebido la naturaleza como nuestra propiedad particular y estamos a
punto de agotar nuestro propio hábitat y el de todas las demás especies.

Hasta qué punto el sapiens es simplemente un animal más y en qué medida ha


dejado atrás su animalidad para convertirse fundamentalmente un ser de historia
y de cultura es una cuestión abierta. Seguramente eternamente abierta, aunque el
debate se va aderezando con nuevos ingredientes provenientes del campo de las
neurociencias. El feminismo no es unánime en este asunto, sobre todo porque no
se trata ya de quedarse con el pack completo de un lado o del otro (nature vs.
nurture, biología o cultura, todo innato o todo adquirido), como ocurría cuando
se debatía el tema el siglo pasado. Hoy se trata de hilar muy fino en una cuestión
compleja en la que entre el blanco y el negro hay una gama muy nutrida de
colores.

Frente tanto al insostenible hiperconstructivismo como al biologicismo


reduccionista, cabe explorar una tercera vía que, reconociendo las aportaciones
de la biología de los mamíferos que somos, no nos reduzca a algo que
evidentemente no somos, a saber, una especie animal como las demás a todos los
efectos.

––––––––

Larrauri afirma que “las personas trans salen de un sexo para instalarse en el otro,
pero dejan intacto el andamiaje”. Aunque ella evita entrar en la distinción
sexo/género, algunas personas trans, más que salir de un sexo lo hacen de un
género. Cierto que eso también lo hacen personas que no son trans: gracias al
feminismo los géneros son algo mucho menos estático y rígido de lo que solían.

Pero yendo a la cuestión del andamiaje. Las personas trans ¿dejan intacta la
estructura de los géneros binarios patriarcales? Sí y no. Podemos hacer un
paralelismo con lo que ocurre cuando las mujeres se introducen masivamente en
ámbitos tradicionalmente  masculinos. Como veremos enseguida, el que
llamábamos antes feminismo de la diferencia denunció este hecho como poco
transformador y demasiado conformista con el marco establecido (el andamiaje,
en la metáfora de Larrauri). Para este feminismo no se trata de que las mujeres se
incorporen al mundo de los hombres sin cuestionarlo, se trata de transformarlo.
Sin embargo, estando relativamente de acuerdo con ello, creo que hoy podemos
decir que la incorporación masiva de mujeres a ámbitos muy masculinizados no
los deja como estaban, aunque podamos discutir hasta dónde los modifica.

De forma similar, el hecho de que algunas personas pasen de un sexo-género al


otro, o deambulen por la frontera entre ambos, no deja el esquema inalterado.
Entre otras cosas, porque la estructura binaria patriarcal de los géneros incluye en
su misma definición vincularlos a un soporte biológico. Sin esta base sobre la que
se apoyan los géneros, el esquema se ve modificado en su mismo fundamento. En
el andamiaje binario patriarcal es obligatorio que las hembras se conviertan en
mujeres, los machos en hombres, y que no haya nada más en el medio o al
margen de esas dos opciones.

En el andamiaje binario patriarcal es obligatorio que las hembras se conviertan en


mujeres, los machos en hombres, y que no haya nada más en el medio o al
margen

Pero creo que lo que afirma Larrauri tiene también algo de cierto. Cierto, pero
limitado, porque que las personas trans no alteren el esquema no deja de ser
trivial: lo mismo puede decirse de las personas no trans (o cis), también ellas
dejan el andamiaje intacto. En realidad, hay tanto personas trans como personas
cis que representan o encarnan formas muy poco masculinas de ser hombre y
formas muy poco femeninas de ser mujer. Lo hacen por iniciativa consciente o
por inclinación inconsciente, pero casi siempre vinculado a una toma de
conciencia feminista. Y desde luego, propiciado por el cuestionamiento de
modelos que el feminismo ha traído.

Creo que hoy, al margen del activismo transfeminista, está apareciendo en los
ambientes feministas una tímida y minoritaria pero decidida reivindicación y
celebración de las lesbianas con pluma como mujeres masculinas. Pese a Wittig,
son mujeres, incluso muy masculinas, que no quieren ser hombres trans. Es una
vuelta a discursos y concepciones que fueron habituales hace algunas décadas,
cuando ni siquiera existía un término como transgénero.

Sin duda, como explica Larrauri, el binarismo está en cuestión desde hace tiempo
por efecto de la acción crítica y transformadora del feminismo. Que la
transexualidad, y lo trans en general, sirvan para apuntalar el binarismo es una
paradoja. Pero una paradoja ineludible en el laberinto y el juego de espejos
enfrentados en que se convierte el sistema sexo/género en cuanto se mueve un
poco. La paradoja deviene casi contradicción cuando feministas que temen un
hipotético borrado de las mujeres (sic) se reclaman a la vez abolicionistas del
género. No menos que cuando feministas que cuestionan el binarismo admiten
sin problematizar que haya personas que pasen de un sexo-género al otro.

Como cabía esperar, Maite Larrauri tiene algunas cosas que decir en relación con
el feminismo de la diferencia y el feminismo de la igualdad, dicotomía que hoy no
divide las aguas feministas tanto como lo hizo antaño. Resultaba llamativo que no
apareciera en el debate esta cuestión, porque algunas cosas que están diciendo
aquellas que discuten la inclusión de lo trans en el feminismo remiten a ella
inexorablemente. Larrauri explica que en los ochenta la corriente dominante del
feminismo era el feminismo de la igualdad. Este feminismo rechazaría, según
dice,  la existencia de una diferencia sexual que explicara las discriminaciones
sufridas por las mujeres. Frente a este feminismo de la igualdad, el feminismo de
la diferencia buscaba poner en valor la experiencia  de las mujeres. Esa idea a la
que me he referido antes de no se trata de incorporarse sin más a lo masculino,
sino de cuestionarlo.

Maite Larrauri pone de manifiesto aquí otra indudable pero chocante paradoja: el
esencialismo que refleja la corriente feminista que más se está oponiendo a la
inclusión de lo trans en el feminismo. Porque muchas de las feministas que están
en esa posición se identifican con un feminismo de la igualdad que no sólo se
suponía libre de tal lastre, sino que recriminaba a las defensoras de la diferencia
el serlo, ser esencialistas, y en algunos casos ser además biologicistas… ¡tal y como
están resultando ellas ahora! Larrauri se lo recuerda, un poco maliciosamente, tal
vez, pero con toda la razón. Su artículo no se adentra en el debate
igualdad/diferencia, un debate en buena medida del pasado, que ahora retorna de
forma velada. Ella no alude a que, además de feminismo de la diferencia
“historicista” hubo también feminismo de la diferencia “biologicista”. Pero, en
todo caso, tanto el feminismo de la diferencia como el de la igualdad fueron
complejizándose y reconociéndose recíprocamente, de facto, unas cuantas cosas.
Para mí es un buen resumen la síntesis de Celia Amorós según la cual el
feminismo de la diferencia acertó en la crítica al androcentrismo mientras que el
feminismo de la igualdad lo hizo en la reivindicación de derechos. Ambos son
hoy patrimonio de todas las feministas[1].

Creo que, en la coyuntura actual, una forma de que afloren posturas feministas
transversales a los compartimientos estancos en los que nos estamos
atrincherando pasa por plantear la discusión en términos de
humanismo/posthumanismo (o transhumanismo).

Por lo demás hay convergencias que pueden ser puntos de partida para seguir
discutiendo. Algunas de las cosas que dice Larrauri son ampliamente compartidas
por feministas trans y no trans. Por ejemplo, eso de que no es exactamente lo
mismo ser mujer trans y ser mujer no trans (o cis) lo plantea Miquel Missé en A
la conquista del cuerpo equivocado. Yo misma también lo he apuntado en el
artículo “Cis/Trans: algunas consideraciones lingüísticas” en Pikara Magazine.

––––––––

Volviendo a la pregunta de si la filosofía sirve para algo, creo que en todas las
vueltas y revueltas que estamos dando a la cuestión está faltando precisamente
un enfoque netamente filosófico. Cuando nos preguntamos qué es una mujer,
qué es un hombre, y en qué consiste serlo, estamos planteando una cuestión
también ontológica. No digo que no tenga además aspectos biológicos,
psicológicos o antropológicos, o que no se pueda plantear históricamente,
rastreando qué se ha entendido en distintos momentos y lugares por ser mujer o
por ser hombre, pero es una cuestión de ontología, de ser. Cuestión filosófica que
tiene implicaciones ético-políticas y que necesita nutrirse de otras disciplinas (la
antropología cultural, la biología evolucionista, etc.) pero sabiendo que ninguna
ciencia particular zanjará la cuestión, porque no es una cuestión científica.

La filosofía sirve, y nos tiene que ayudar a entrar a una reflexión colectiva
compleja y civilizada sobre la enmarañada e intrincada cuestión del género.

–––––––––––

Tere Maldonado pertenece a feministAlde y es profesora de filosofía en


Enseñanza Secundaria.

[1]
 A muchas feministas de la diferencia de aquellos años, incluyendo acaso a la
propia Larrauri, puede no agradarles esta mención de la filósofa Celia Amorós
como si de una jueza imparcial se tratara, dado que fue una parte muy significada
en la disputa. Su artículo “La política, las mujeres y lo iniciático” en El Viejo Topo 
(núm. 100, octubre, 1996) en polémica con otro publicado unos meses antes en la
misma revista (“Fin del Patriarcado. Ha ocurrido y no por casualidad”, en el
número 96, en mayo) por varias autoras vinculadas a la Librería de Mujeres de
Milán es prueba de su parcialidad en la discusión. Sin embargo, no creo que ello
elimine el hecho de que, efectivamente, Amorós hace  un reconocimiento a la
aportación del feminismo de la diferencia. No olvidemos que defendió también
algunos planteamientos de una autora referente para el feminismo de la
diferencia español, como fuera Victoria Sau.

AUTORA >

Tere Maldonado

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