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ALEJANDRO DUMAS El conde Vath ae VITUS One (COLTS Tg PETE mL Ca | @istrada Azulejos ‘ada por el equipo de Editorial Estrada S. A. bajo la direccién general de Carlos Silveyra. Coordinadora del Area de Literatura: Laura Giussani. Edicion: Gabriela Comte. Correccién: Mariano Sanz y Daniela Donni Realizacién grafica: Ediciones Pluma Alta, Jefe del Departamento de Arte y Disefio: Lucas Frontera Schallibaum. Disefio de tapa: Natalia Udrisard. llustracién de tapa: Claudia Degliuomini lustraciones del interior: Alejandra Karageorgiu. Gerente de Disefio y Produccién Editorial: Carlos Rodriguez. Dumas, Alejandro El conde de Montecristo - Una version de Nicolas Schuff para chicos / Alejandro Dumas; adaptado por Nicolés Schuff. - 2" ed. 1° reimp. = San Isidro: Estrada, 2012. 104 p.; 19.x 14 cm - (Azulejos; 34) ISBN 978-950-01-1398-4 1. Narrativa Francesa. |. Schuff, Nicolds, adapt. II CDD 843 eg Coleccién Azulejos - Serie Naranja © Editorial Estrada S. A., 2012. Editorial Estrada S.A. forma parte del Grupo Macmillan. Avda. Blanco Encalada 104, San Isidro, provincia de Buenos Aires, Argentina. Internet: www.editorialestrada.com.ar Obra registrada en la Direccién Nacional del Derecho de Autor. Hecho el depdsito que marca la Ley 11.723, Impreso en la Argentina. Printed in Argentina. ISBN 978-950-01-1398-4 No se permite la reproduccion Parcial 0 total, el almacenamiento, el alquiler, la trang) 516 0 la transformacién de este libro, en cualquier forma por cualquier medio, sea tronico © mecénico, mediante fotocopias, digitalizacion y otros métodos, sin el path Previo y escrito del editor. Su infraccién esta penada por las leyes 11.723 y EL CONDE DE MONTECRISTO 1 E 24 de febrero de 1815 amanecié frio en Marsella’. Aun asi, el puerto se llené de curio- sos. Después de muchos meses, el buque mer- cante Faradn volvia a casa. El capitan del barco habia muerto durante el viaje. Al mando qued6 un joven de dieciocho aiios, llamado Edmundo Dantés. Dantes era flaco, alto y tenia el pelo negro como la noche. Al sonrefr, su cara se ilumina- ba. Era una persona fuerte y bondadosa. No sabia leer ni escribir. Pero sabia orientarse en el océano, mantener un barco a flote y hacerlo le- gar a destino. Todos lo apreciaban. O casi to- dos... Mientras el Faraén se acercaba al puerto, Dantes se apoyé en la baranda y miré la ciudad. 1 Importante ciudad portuaria del sur de Francia, ubicada sobre el mar Mediterraneo. 6 Alejandro Dumas Estaba ansioso por abrazar de nuevo a su padre, y también a Mercedes, su futura esposa. Perdido en esos pensamientos, no percibia la mirada torva’ de otro marino, llamado Danglars. Danglars tenia un diente de plata y hablaba es- cupiendo las palabras. Dantés y Danglars habian tenido una breve discusién a bordo. Nada importante. Dantés ya la habia olvidado. Pero Danglars no. Envidiaba a los que poseian un puesto superior al suyo y despreciaba a los que estaban por debajo. Cuando el buque tocé tierra, Dantés salt6 al muelle, seguido por Danglars. Alli los esperaba un hombre con anteojos, barrigon y simpatico. Era el sefior Morrel, duefio del Faraén. Se dieron la mano. —jBienvenidos! —salud6é Morrel—. Lamen- to mucho la muerte del capitan. Pero te las arre- glaste muy bien, Edmundo. Te felicito. —Gracias, sefior —sonrié el joven—. Sola- mente hice lo que debia. — ¢Por qué no vienes mas tarde a mi oficina? Me parece que ya tengo nuevo capitan para Faraon... 2 Fiera, enojada, terrible de ver. aires veritables suc 0 eux eb di Bn caractérisés comme les Hirondétn. cer chez elles les rassemblements d’automne, leurs yale open oupe entiére ; les Hirondelles vont prés, en groupe moins comp, ts le méme cas, mais le. mee 8 Alejandro Dumas —Serfa un honor, sefior, y una gran respon- sabilidad — dijo Dantés. —Sefior Morrel —intervino Danglars—, ;no le parece que Dantés todavia es muy joven para un puesto asi? — Qué tiene que ver la edad? Este joven tra- jo mi barco sano y salvo, y eso es lo que importa. Danglars apreté los dientes. Y Dantes estre- cho de nuevo la mano de Morrel. —jMuchas gracias, sefior! Luego el muchacho se alejé corriendo, feliz, hacia la casa de su padre. Iban a ascenderlo. De- jaria de ser pobre. Y, ademés, iba a casarse con la mujer mas hermosa de Marsella. 2 E, padre de Dantés vivia en una casa pe- quefia, bastante derruida)Era un hombre ancia- no y enfermo. Sus ahorros se habian terminado dias atras. Solo le quedaban unos trozos de pan seco, un poco de té y media botella de licor. Cuando Edmundo entré, su padre estaba sentado en la cocina. Se abrazaron. —Vas a disculparme, hijo — dijo el viejo —, pe- ro no tengo ni un poco de vino para celebrar... —Por lo que veo, tampoco tienes lo minimo para alimentarte. Entonces, Dantes sacé la paga de su viaje y la puso sobre la mesa. —Mandemos comprar comida y bebida, pa- pa —dijo. —Pero, Edmundo... —protesté el padre. —Nada de “peros”. Hay que festejar. Este 10 Alejandro Dumas dinero es todo para ti; yo tendré suficiente en el futuro. ;Van a nombrarme capitan! —jCapitan! El anciano beso a su hijo, orgulloso. Después compraron vino, queso y aceitunas, y se sentaron a charlar. Y Dantés le relaté a su padre todas las cosas que habia visto durante el viaje. Fernando y Mercedes se conocian desde chi- cos. Para ella, él era como un hermano. Pero Fer- nando estaba enamorado de Mercedes. Las tlti- mas semanas habia ido todas las tardes a casa de ella para pedir su mano. Mercedes no solo era hermosa. Una vez que uno la veia, sentia para siempre el deseo de volver a verla. — zCuanto tiempo mas tendré que decirte que no, Fernando Mondego? —pregunté ella una tarde, algo molesta, poniéndose de pie. Es- taban en el jardin de su casa. Fernando le habia llevado una rosa. Cada vez que la veia, le regalaba una flor. Mercedes, ahora, arrancaba delicadamente los pétalos, y los dejaba caer al suelo. El conde de Montecristo 11 —Toda la vida —dijo Fernando—. No me voy a dar por vencido. Te amo. — No podemos seguir siendo amigos, como siempre? —jNo, no y no! —Fernando, yo amo a Edmundo Dantés y me casaré con él. Fernando no toleraba escuchar eso. Su ex- presion se arrug6 como si le hubieran echado vi- nagre en los oidos. Y el vinagre lleg6 rapida- mente a su corazon. —4Cémo sabes que el hombre que esperas te es fiel? —preguntd. - Mercedes levanté la vista de la rosa. Sus grandes ojos morenos, brillantes, se clavaron en los ojos de Fernando. —Lo que dices es horrible —dijo ella—. Y, ademas, es terriblemente tonto. Lo tnico que lo- gras es herirme. De pronto, lleg6 desde afuera la voz incon- fundible de Dantés. —jMercedes! Ella dejé caer la flor. Su malhumor se borré de golpe. Corrié hacia la puerta de calle. Merce- y Dantés se abrazaron. Y el mundo, para 12. Alejandro Dumas ellos, desapareci6. Cuando Dantes noté la pre- sencia de Fernando, le tendi6 la mano. —jHola! —dijo—. No te habia visto... Fernando no devolvi6 el saludo. Salié de la ca- sa apretando el cuchillo que llevaba en la cintura. Se notaba que no le faltaban ganas de usarlo. 3 - a iba por la calle, murmurando in- s “Si lo mato, ella se mataria después. No serviria de nada”, pensaba. Cerca de la taberna, lo detuvo un grito: —jEh, muchacho! 7Ya no saludas a tus cono- cidos? Era Danglars, que bebfa en una de las mesas. Corrié una silla y lo invit6. —jDebes estar enamorado! — dijo. Fernando se sento. —Claro que lo estoy —admitio—. Pero ella solo piensa en ese imbécil de Dantes. — ,Dantés? ;Edmundo? —pregunto Dan- glars, stibitamente interesado. —Si, Edmundo Dantes. —Sé que van a ascenderlo a capitan. Yo me olvidaria de esa mujer... —comenté Danglars, y solt6 una risotada. 14 Alejandro Dumas —jlmposible! jEs ella o ninguna! — grité Fer- nando. Su rabia era tan grande que lanzo al sue- lo la copa, que estall6 en mil pedazos. Danglars lo mir6 en silencio. La furia de aquel joven podia resultar muy «til. No conve- nia desaprovecharla. Apoyé una mano sobre su hombro y le dijo: —Tienes raz6n, Fernando. No hay que re- signarse.-La suerte puede cambiar, lo mismo que el viento. Vino el mesero, trajo otra copa y volvio a Ile- narla. —No creo —murmur6 Fernando—. Solo la muerte va a separarlos... —En el amor, a veces la ausencia puede ser peor que la muerte... Una denuncia que lleve a Dantes a la carcel, por ejemplo... Fernando miré a Danglars sin entender. —Cuando el capitan del Faraén enferm6é —con- tinué Danglars—, tuvimos que detenernos en la isla de Elba. Ya sabes quién esta ahi. Y ese que esta ahi le entreg6 una carta a Dantes. —Sieso llegara a descubrirse, lo acusarian de traidor a la patria. —Por supuesto. Y es tal como te dije: El conde de Montecristo 15 e6n’ le dio una carta a Dantés. Lo vi con ropios ojos. Pero ellos no me vieron a mi. ars sacé lapiz y papel de su bolso, y se a escribir con la mano izquierda. La letra e le salia parecia de otra persona. —Una denuncia anonima —explic6— podria er a Dantés en problemas... do termino de escribir, meti6 el papel sobre dirigido al procurador de Marsella, Villefort. Pero luego de unos instantes, — Qué estoy haciendo? jEstoy borracho! Es- puede ser un arma mis terrible que una es- da o una pistola. Yo no odio a Dantés. Arrug6 el sobre y lo arrojé bajo la mesa. Lue- termin6 su copa y se despidis: —Hasta pronto, Fernando. jMucha suerte! Apenas se alej6 unos metros, vio que Fer- indo se agachaba, recogia el sobre y se lo guar- ba en un bolsillo. Emperador de Francia, entre 1804 y 1814, Sometié a casi toda E con sus ejércitos. En 1814, al caer su imperio, fue desterrado Jaisla de Elba, al oeste de Italia, Entonces subi al trono Luis xviii, seguidores de Napoleén empezaron a ser persegutidos como, igos del rey. Esa es la situacién que se vive en Francia en 1815, ‘afo en que se ubica el comienzo de la novela. 16 Alejandro Dumas Danglars sonrié. Y en su diente de plata se re- flejaron los tltimos rayos del sol de la tarde. 4 E dia de la boda, el tiempo estuvo esplén- lido. Edmundo habia alquilado un salon pe- jo, humilde y alegre, con un jardin. Habia as repletas de comida y bebida. Mercedes, mas linda que nunca, lleg6 vesti- _de blanco. Ya estaban alli los amigos de tés, su padre, sus compafieros del barco y el or Morrel. glars habia sido invitado, pero no acu- ando si habia ido. Era el tinico que no feliz. Sentado en un rincon, solitario y , miraba cada tanto hacia la puerta. iEs- a a alguien o no se decidia a irse? mozos descorcharon el vino y sirvieron da. Enseguida comenzé a sonar la mt- — Qué alegrfa, hijo! —se emocion6 el seftor . Por qué no dices algunas palabras? 18 Alejandro Dumas —Me siento demasiado feliz para hablar, pa- pa... — Vamos —lo animé el sefior Morrel, mien- tras golpeaba la copa con una cucharita para atraer la atencién de los invitados—. jSilencio por favor, sefioras y sefiores! ;Edmundo va a ha- blar! Dantés medité unos instantes. Luego levan- t6 la copa. —Simplemente, quiero agradecerles a todos por haber venido —dijo—. Como ya saben, Mer- cedes y yo vamos a unir nuestras vidas... jpara siempre! Estallaron los aplausos. Edmundo abrazé a Mercedes y se besaron. En ese momento, se escuché un confuso rui- do de botas. —jEn nombre de la ley! —grit6 una voz, e impuso un silencio helado. Un comisario, segui- do por cuatro soldados, se abrié paso entre los asistentes a la boda. —Quién de ustedes se llama Edmundo Dantes? —pregunté el comisario. Dantés solt6 la mano de Mercedes y dio un paso al frente. 20 Alejandro Dumas —Soy yo, sefior. ;Quién me busca? —En nombre de la ley, sefior Dantés, queda usted arrestado. p ador* de Marsella se llamaba Ge- e Villefort. Su tarea principal era vigilar les contra el rey de Francia. tenia ojos azules y una novia rubia de, Villefort estaba con su novia y sus cuando se acercé un sirviente y le anun- en voz baja. Villefort se levanto. mento dejarlos —explicé—. Al parecer, ubrié un complot bonapartista. “Mi padre estaria contento”, pens6 amarga- ‘Villefort, camino a su oficina. En efecto, el de Villefort tenia opiniones politicas con- a las de su hijo: era simpatizante de Na- . Villefort temia que alguien se enterara, que este dato podia costarle su puesto y su idad municipal que se encargaba de vigilar el cumplimiento ‘ordenes del rey. 22, Alejandro Dumas futuro. Por eso no se trataba con su padre. Peor atin: lo odiaba. En la puerta del despacho lo esperaba el co- misario. —De la conspiracién no sabemos nada, sefior Villefort — dijo el comisario—. El detenido es un tal Edmundo Dantés, segundo oficial del Faraon, un bergantin’ de la casa Morrel. —Bien, traiganlo —ordené Villefort. Un minuto después hicieron pasar a Dantes. Se lo veia sorprendido y asustado a la vez. Ville- fort noté enseguida que Dantés era un joven in- teligente, honrado, y quiza también un poco in- genuo. El funcionario le hablo con amabilidad: —Siéntese, por favor. ;Quiere decirme qué hacia en el momento en que lo detuvieron? —Estaba en mi banquete de bodas, sefior. — jBanquete de bodas! —Si, sefior. Voy a casarme con la mujer que amo. —Aja... Dicen que usted tiene opiniones po- liticas extremas... 5 Un tipo de barco. El conde de Montecristo 23 al sefior Morrel y el amor por Mercedes. -¢Tiene enemigos, Dantés? —Tengo diez o doce marinos a cargo, y to- e aprecian y respetan. —Esté por ser capitan, y ademés se casara una mujer muy hermosa. Eso puede des- Ulefort ley6 en voz alta la denuncia anéni- que habia recibido: Senor procurador: Por medio de la presente, notifico que Ed- mundo Dantes ha recibido una carta de Na- , para entregar a la junta bonapartista Paris. —Lacarta es anénima. ;Qué hay de cierto en acusaci6n, Dantés? —Sefior, le diré todo lo que sé. Antes de mo- el capitan del Faraén me encargé desembar- ren la isla de Elba. Me ordené dejar una car- y recibir otra, para entregar en Paris. Yo'le ju- gue cumpliria con sus deseos. Eso es todo. 24 Alejandro Dumas —Los deseos de un moribundo son sagrados —observ6 Villefort, —Y, entre los marinos, son Ordenes, sefior, —SI Si de algo es usted culpable, Dantas, es de imprudencia... Veamos entonces la carta que le entregaron en Elba... ;Para quién es? Edmundo sacé la carta y se la tendi6 a Ville- fort. —Es para un tal Noirtier, Villefort empalideci6 de terror. —Noirtier? — murmur6. —Si, sefior. éLo conoce? Villefort no contesté, Abri6 la carta en silen- cio, cada vez mas Palido, Claro que conocia al sefior Noirtier. Era su Propio padre. Su padre, Partidario de Napoleon, iConspirando contra la Corona! Si: odiaba a su Padre. Si alguien se en- teraba de esa carta, estaria Perdido. Perdida su carrera, su fortuna. —éAlguien conoce el contenido de esta car- ta, Dantés? —No, sefior, — Esta seguro? —Lo juro por mi honor, sefior, Villefort miré a Dantes, intentando Penetrar El conde de Montecristo 25 tos de su coraz6n. Si conocia el con- ela carta y sabia que Noirtier era su pa- se joven podria arruinarlo para siempre. rer riesgos. Enseguida tom6 una te- ion. . carta complica mucho su situacién, —dijo, simulando tranquilidad—. e hablar con el juez antes de liberarlo. esperar detenido unas horas. horas? —pregunté Dantés con an- podia dejar de pensar en Mercedes. se paro y arrojé la carta al fuego. era la principal prueba contra usted . Ahora que la destrui, espero que con- ;, mi familia y mis amigos me espe- dijo Dantés, nervioso. —En poco tiempo, todo el asunto estaré acla- io, Dantés. Le pido nada més que tenga un po- le paciencia. Y, luego de decir esto, Villefort salié de la bitacion. Dos guardias condujeron a Dantés, ‘un pasillo oscuro, hasta una celda. Una ho- mas tarde, los mismos guardias volvieron Dantés y lo Ilevaron afuera. Ya habia nn ae~-~=____ zz 26 Alejandro Dumas oscurecido. En la calle los esperaba un coche con las ventanillas enrejadas. Los caballos bu- faban‘, inquietos, La vereda se hallaba desierta. — ¢Dé6nde estd el sefior Villefort? — pregunté Dantés—. ;Ad6nde vamos? Los guardias no respondieron. Subieron a Dantes al coche, y este arrancé en direcci6n al muelle. Los cascos de los caballos resonaban so- bre el empedrado. Llegaron al puerto, bajaron a Dantés del coche y lo hicieron subir a un bote, donde esperaban dos guardias mas. El bote par- ti6 en silencio, en medio de la noche, bajo la luz de la luna. Dantes pensé en Mercedes, en su padre, enla boda. —~¢Adénde me llevan? —volvio a preguntar. —Siendo marino y marsellés, ya deberias sa- berlo —dijo un guardia—. Mira a tu alrededor, A pesar de que era plena noche, la luna le Permiti6 distinguir a Dantas los contornos de una roca gigante. Alli se alzaba el sombrio e im- Pponente castillo de If. Una carcel temible, donde iban a parar los Presos politicos, © Resoplaban con furia. El conde de Montecristo 27 S gritd, quiso pararse y lanzarse al ro lo obligaron a sentarse de nuevo con de un fusil. , amarraron el bote. Dantés fue con- pasillos frios, sin luz, llenos de ratas Lo encerraron en una celda muy pe- paredes de piedra hameda. En lo alto e esas paredes habia un diminuto tra- jado. le alcanzaron un plato de comida y on solo. Pasaron horas. Grit6é e insistid ar con alguien; pero nadie le presté aten- do entré un carcelero a llevarse el intés le pregunt6 qué ocurria. El guar- empuj6 sin contestarle, y Dantés le dio un ces Vinieron otros guardias, lo ataron, le la camisa y le dieron cincuenta latiga- ego lo enviaron a un lugar de castigo. Era a subterrénea, aun mds pequefia, mas ra y més fria que la anterior. Pasaron varios Dantés grito y lloré durante muchas horas. pequefia que se abre en el techo o en la parte alta de una 28 Alejandro Dumas Después se le acabaron las fuerzas. Y la oscuridad empezo a penetrar en su corazon. 6 queria deshacerse de su padre, su carrera politica. ndo Mondego queria deshacerse de e le impedia estar con Mercedes. Por entregado la denuncia. s se reunieron una tarde y sellaron un yudarse mutuamente. diria que Dantés habia sido fusilado por traicion a la patria. De ese mo- iempo, Mercedes dejaria de pensar en s maneras, Dantés ya no volveria de e If y nose sabria mas de él. nbio, Fernando asesinaria al sefor er, ese viejo que representaba un peligro a de Villefort —y al que Villefort no a matar con sus propias manos... Noirtier fue asesinado una noche, 30. Alejandro Dumas de dos disparos, en la calle. Nunca encontraron al culpable. Por su parte, el sefior Villefort dio a conocer la noticia de que Dantés serfa fusilado. Mercedes, al enterarse, imaginé que se trataba de una broma. Se negaba a creerlo. Pero, a medi- da que pasaban los dias, la ausencia de Edmundo Ta llené de desesperacion. Al final, se encerr6é en su cuarto y dejé de hablar. Lloraba de dia y de no- che. Fernando iba a hacerle compaifiia, y seguia levandole rosas. El padre de Dantas enferm6 de dolor y triste- za. Hablaba solo y mantenfa didlogos imaginarios con su hijo. Su salud se deterioré répidamente. Pronto murié, sin haber podido despedirse de Edmundo. Danglars, por su parte, continuaba su vida sin ningun remordimiento. Transcurrieron las semanas. Pasaron los me- ses. Se cumpli6 un afio. Y, luego, otro. Dantes, encerrado en If, no podia enterarse de lo que estaba ocurriendo. El conde de Montecristo 31 ie pasaban los afios, a Dantés le a barba enmarafiada, le salieron. el y se le form6 un desierto en el eraba nada. Permanecia tirado de la celda, mirando el techo, vacio de pensamientos y de sen- amente, habia decidido dejarse e. gPara qué respirar, si habia Jo que formaba parte de su vida? fa los ojos al despertar hasta que ir, lo Gnico que tenia para ver era > piedra. El tinico lugar que podia vi- 0 infecto donde hacia sus necesi- ca persona con la que le permitian mismo... No. No tenia sentido. comer los alimentos que le pasaban o de la celda. Ya habia adelgazado S y su aspecto daba lastima. cuando, una noche, escuché un afio. No era el ruido que hacian las ra- ucarachas que deambulaban siempre poco eran las voces de los presos vuelto locos y gritaban, gemian o solos. Era un ruido sordo, producido e chocaba contra una piedra. NN a 32. Alejandro Dumas Elruido sigui6é escuchdndose durante un lar- 80 rato: siempre igual, pero cada vez mas nitido y cercano. Dantés se acurrucé contra una pared. ¢Seria una alucinacion de su mente, producida por el hambre, la oscuridad y el encierro? Sintio miedo. El ruido estaba justo debajo del piso de su celda. Entonces vio que una piedra del suelo se mo- via. La piedra tembl6, se desencajé y se elev6, Por el hueco asomé un bulto cubierto de pelos y de tierra. Cuando el polvo se disip6, Dantés no- t6 que el bulto tenia dos ojos, una nariz y una bo- ca. Solo entonces comprendi6 que no se trataba de un truco de su imaginaci6n. Alli habia un ser humano. Otro preso. hombre salié del hueco con la ayuda de a vestido con harapos. Tenia una y canosa, y la cara estaba surcada fundas arrugas. ito dormitorio —fue lo primero que hombre. és no sabia si le hablaba en serio 0 si le haciendo una broma. El extrafio parecia 4s de sesenta afios, pero se lo veia muy Su mirada era vital, inteligente y cor- —Me llamo Faria — dijo el viejo, y le exten- 6 la mano. —Edmundo Dantés. —Buscaba la muralla que da al exterior, pa- Fa arrojarme al mar. Hace cinco afios que estoy ando... {Y me equivoqué de direccién! —Fa- ia solt6 una seca carcajada. 34 Alejandro Dumas A Dantés le impresion6 que el viejo tuviera mas energias y esperanzas que él mismo. —¢Tienes herramientas? — pregunt6 Faria. —No, zy ta? —Algunas. Vamos, te las mostraré. Faria y Dantés se metieron en el tanel y se arrastraron hasta la celda del viejo. Faria le entre- g0.a Dantés una especie de lima, muy afilada, que habia hecho con un soporte de la cama. —¢Desde cuando estdés aqui? — pregunté Dantes. —Hace diez afios. Soy abad®. Y ti épor qué estas aqui? —Me acusaron de bonapartista, sin serlo. Mi capitan, al morir, me encargé Trecoger una carta en Elba y entregarla en Paris. Y alguien me denunci6. ADantés, su propia voz le sonaba extrafia. Ha- cia mucho tiempo que no se escuchaba hablar. —El que te denunci6 sabia de la carta, cla- ro... —dijo Faria. Dantes se quedo en silencio, recordando. —Iban a nombrarme capitan —suspiré con tristeza—. Y, ademds, iba a casarme... 8 Sacerdote. El conde de Montecristo 35 fue alguien que queria ocupar tu co. O que no queria que te casa- cosas. Alguien que pudo sacar desapariciOn... me querian. Tuve una pe- una vez. Un tal Danglars. por nada... te cuando recogiste la Pero ahora que recuer- ccamarote, él estaba des- e haya visto... teresado en que no te Mercedes, Fernando Monde- | abia nada de la carta. ca viste juntos a Mondego y a Dan- és hizo memoria. que lo dice... El dia que volvi a do sali con Mercedes de su casa, se levantaba de la mesa de una hi estaba sentado Fernando... fue asi —afirm6 Faria, mientras s herramientas de un rincén. SEES EEE EEE EEE Eee eeeee een ere eeer eee 36 Alejandro Dumas — Asi? ¢Como? —Uno la escribio, y el otro la envié —mur- mur6 el viejo. Dantes sintié que una ola de frio y de calor le recorria la espalda. De pronto, el abad dejé caer la herramienta que tenia en la mano. Su rostro se contrajo y co- menz6 a sudar. — Qué le pasa? —se alarmé Edmundo. —Es un ataque —dijo Faria, con un hilo de voz—. Elremedio... est4 escondido en la pata de la cama... Era un frasquito que contenia un liquido ro- jizo. Antes de que Dantes pudiera alcanzarselo, el viejo tuvo otro ataque. Se le hincharon los ojos y su cuerpo entero se puso a temblar. Después se qued6 quieto y frio. Dantés le hizo tragar el li- quido y lo acosté. Faria permanecié dos horas inmévil. Al final, recuperé el aliento, En ese momento se escucharon pasos afuera. Era el carcelero. Dantes se arrojo al tunel, colocé la baldosa sobre su cabeza y se arrastré hasta su calabozo. Llegé un segundo antes de que el car- celero entrara a dejar el plato con la comida. 8 A partir de ese dia, Dantés volvié a comer. Poco a poco, recuper6 peso. Ademas, comenz6a ejercitar sus musculos. Habia jurado vengarse de Danglars y de Fer- nando Mondego. En una pared de su celda, con una piedra, tallé esta frase: DI08, NO ME DEJES OLVIDAR. Todos los dias se reunia con el abad Faria, quien no se habia desanimado después de fra- casar en su primer intento de huida. Al contra- rio: traz6 un nuevo plan de trabajo. El y Dantés excavarian juntos, para escapar. —En cinco afios, el ttinel estard listo —se en- tusiasm6 el abad. —jCinco afios! —jTe parece mucho? Si excavaras tt solo, tardarias diez. 38. Alejandro Dumas Ademas de las herramientas, el viejo tenia velas, f6sforos, hilo y aguja. Trabajaban a toda hora. Era una labor dura, paciente y cautelosa’. Habian desarrollado mu- cho el oido y podian detectar a la distancia los pasos de los carceleros. Ademas, conocian sus horarios a la perfeccion. Al final del dia, cada uno arrojaba por la ven- tanita de su celda la tierra que habia sacado, des- menuzando los terrones con los dedos para que el viento se Ilevara el polvo. Faria era un hombre sabio, y también diver- tido. Conocia mil historias. Haba pasado gran parte de su vida leyendo y estudiando. En los ratos de descanso, el abad instruia a Dantes. Le ensefio a leer y a escribir, a la luz de una velita, con los elementos mas rudimenta- trios. Luego lo educé en distintas materias: historia, geografia, quimica, fisica, economia, matemiaticas. También lo entren6 en el arte de la esgrima y en el manejo del cuchillo. Lucha- ban en el calabozo, de noche, casi a oscuras, con espadas imaginarias. 9 Que se realiza con mucho cuidado. El conde de Montecristo 39 Dantes era un excelente alumno. Absorbia todo a gran velocidad, y contaba con una me- moria prodigiosa. Al cabo de pocos afios, habia aprendido a hablar en cuatro idiomas y era un experto espadachin. A pesar de la situaci6n en la que se encontraba, habia adquirido la elegancia y el porte de un sefior de la nobleza. El joven Dantes ya no existia. El abad Faria y los trece afios que Ilevaba en la prisi6n lo habian trans- formado en otra persona. Pas6 todavia un afio mas. El tunel estaba ca- si completo. Sintiéndose cerca de la libertad, Dantés repaso los hechos que lo habian Ilevado aese infierno. —Lo que atin no comprendo —dijo— es por qué solamente me interrogaron una vez, y me mandaron a la prisi6n tan rapido. —Quién te tomé la declaracién? — pregun- to Faria. —El procurador de Marsella. Incluso pare- cia preocupado por mi. Hasta quem6é la carta, que era la tnica prueba que me comprometia... 40. Alejandro Dumas Estaba dirigida a un tal Noirtier, en Paris. Toda- via me acuerdo... —Noirtier... Yo conoci a un Noirtier. Un bo- napartista. Como se Ilamaba el procurador de Marsella? —Gerardo de Villefort —respondié Dantes. El viejo miré a su compaifiero y sonrié amar- gamente. —Querido muchacho —le dijo—, Villefort es hijo de Noirtier. Si tu carta se descubria, Villefort estaba arruinado... Dantés se quedé mudo. Un rayo de dolor y de furia le nublo la vista. —Lo lamento —dijo el abad—. No queria perturbarte. —No es nada. —Claro que si —dijo el viejo, apoydndole una mano en el hombro—. He visto crecer en ti un sentimiento que no conocias, Dantés: la ven- ganza. En compensaci6n, quiero mostrarte al- go. El viejo buscé entre sus cosas y sacé un libri- to de tapas duras, con hojas de borde dorado, muy antiguo. — {Qué es? —pregunté Dantes. 42. Alejandro Dumas —Este es mi tesoro. Uno de los tesoros mas grandes y codiciados de Europa. Desde hoy, la mitad de este tesoro es tuya. 9 Dias abrié el librito y lo hoje. Lo tanico que encontr6 fueron oraciones religiosas que ha- blaban de los angeles, del Cielo, de Dios. Tam- bién habia ilustraciones. Dantes sospechd que el abad se habia vuelto loco. A pesar de todo, no podia resultarle extrafio: ya era viejo, y habia pasado tantos afios encerrado en ese sitio in- mundo... _—Hace tiempo —contd Faria—, trabajé co- mo secretario para los Spada, una de las fami- lias mds antiguas y ricas de Italia. Pero no deja- ron descendientes y la familia se extingui6. Yo estaba ahi cuando el ultimo de los Spada muri. Lo acompaiié hasta el final, junto a la cama. El me apreciaba mucho, y me lego este libro al mo- rir, poco antes de que me encarcelaran. El libro habia pasado de padres a hijos, de generacion en generacion. Una noche me quedé dormido 44 Alejandro Dumas leyendo junto a la chimenea y el libro se me des- liz6 de las manos. Por suerte me desperté justo para salvarlo de las llamas. Cuando lo recogi, vi que, debajo de ciertas letras, como por arte de magia, se formaban puntos. Es una tinta miste- riosa, que aparece solo con el calor. Cada una de las letras con puntito, unidas, formaban una ora- cion... Dantés seguia dudando de la cordura del abad. Este tom6 un fésforo de su escondite, lo frot6 contra el suelo y lo encendio. Luego lo acer- c6 al libro. Magicamente, los puntitos fueron apareciendo. —Lee —ordené Faria—. Nada mas que las letras marcadas. Dantés obedecié: —DEB... AJOD... ELAVI... GESIMA... ROC... AC... ONTAN... DODES... DELA... COSTAESTE... ENLIN... EA... REC... TAH... AYDOSA... BERTURAS... Eran las instrucciones precisas para hallar un tesoro escondido. — Ahora me crees? —pregunts el viejo. Dantés no dudaba de lo que veia. Pero una cosa era el texto magico... y otra, muy distinta, que realmente existiera el tesoro. Y aunque El conde de Montecristo 45 existiera, quizds alguien ya se habia ocupado de desenterrarlo. Faria le hizo repetir el texto entero, hasta que Dantés pudo decirlo de memoria. —Muy bien. El tesoro est en la isla de Mon- tecristo. ;La conoces? Dantés asinti6 con la cabeza. —Si escapamos —reiteré Faria—, la mitad es tuya. —No —dijo Dantés—. Eso es todo suyo, abad. Usted ya me dio el tesoro que necesito: la forta- leza de mi inteligencia y de mi alma para afron- tar lo que deba afrontar cuando salga de aqui. —Comprendo, Dantes. Pero puede ser que yo no salga. —No diga tonterias. —Eres como un hijo para mi, Dantés. Dame la mano. Dantés, conmovido, tom6 la mano de Faria. EI viejo la estrecho. Pasaron unos segundos y el apreton se hizo mas fuerte: el viejo le estaba cla- vando los dedos con furia. Dantés lo miré. La boca se le habia torcido al abad. Era otro ataque. El abad comenzé a agitarse. Como pudo, 46 Alejandro Dumas Dantés lo acost6 sobre el colchén y buscé la me- dicina. Apenas la tomé, los ojos del abad se abrieron mucho. Su mirada se clavé en Dantes. Murmur6: —Es el final... —jNo, no voy a abandonarlo! —Yo si debo abandonarte — dijo el viejo, con firmeza y serenidad—. La medicina ya no hace efecto. Encuentra nuestro tesoro y tisalo para ha- cer el bien. —jSolamente quiero venganza! —Escucha bien lo que voy a decirte, porque es mi ultima leccién. Dantes acercé el oido a la boca del abad. —No cometas el mismo crimen por el que ahora estas pagando. 10 hence de decir esas palabras, el abad se qued6 inmévil. Su respiracién se hizo cada vez més débil, hasta que se detuvo. La cara se le pu- so muy palida. Los ojos seguian abiertos, pero ya no veian. Dantes le sostuvo la mano durante un largo rato. Estaba tan triste que no not la claridad del amanecer, ni los pasos del carcelero que se acer- caban. Solo lo escuch6 cuando estaba a pocos metros de alli. De un salto, se meti6 en el aguje- to y corrié la baldosa como pudo. La puerta de la celda se abrid. Oy6 pisadas que entraban y luego salfan apuradas. Un momento después, eran tres los que volvian. —Era un buen prisionero. Seguramente ira al Cielo —dijo una voz. Los otros se rieron. —Traigan la bolsa. Se hard esta noche. 48 Alejandro Dumas Dantés escuché movimientos confusos. Al ra- to, la puerta se cerr6, y los pasos y las voces se ale- jaron. El calabozo volvié a quedar en silencio. En- tonces sali del agujero. Iluminado apenas por la claridad que entraba por la ventanita, se veia un bulto sobre el colchon. Habian metido al viejo en una gran bolsa de tela gruesa. A Dantés se le partié el corazon. Habia per- dido al Gnico amigo que le quedaba en la Tierra. Estaba otra vez solo. Otra vez, el silencio y la na- da. La furia y el deseo de venganza se le disipa- ron en el coraz6n, y lo invadieron el desanimo y la mas honda tristeza. Entre lagrimas, colocé una mano sobre la bol- sa que envolvia el cuerpo de su amigo y dijo: —No hay caso, querido abad. La tinica ma- nera de salir de aqui es muerto... Y, al pronunciar estas palabras, una chispa se encendié en su mente. Si aquella era la nica ma- nera de salir, entonces ocuparia el lugar de su maestro. Sin perder tiempo, descosi6 la bolsa, sacé el cadaver y lo llev6 por el tunel hasta su propia celda. Alli lo acosté sobre la cama, le besé la fren- te y lo tap6 con sus mantas. ™~ El conde de Montecristo 49 Luego volvio a la celda del viejo. Tomé un illo, la aguja y el hilo y se metio en la bolsa. de adentro, rehizo la costura. Adopté la po- i6n que tenia el cadaver y se qued6 inmovil, ttando de serenar la respiraci6n. Si lo descu- ian, al menos contaba con un cuchillo para rprenderlos. Y silo cubrian con tierra, tenia la eranza de cavar y salir antes de quedarse sin Llego la noche y por fin escuché pasos que e acercaban. Eran dos hombres. —Es la hora de irse, abad —dijo uno de ellos. Levantaron la bolsa y la pusieron sobre una camilla. —Para ser un viejo, pesa bastante —dijo el otro. Avanzaron por un pasillo. Subieron por una escalera y bajaron por otra. Se abrié una puerta. Dantés escuché el ruido de las olas al chocar contra las piedras y sintio el aire salado. —Ya llegamos — dijo uno de los hombres. — Vamos mis a la punta — dijo el otro. — Alumbra aqui, que no veo. “Estan eligiendo el sitio para cavar la fosa”, pens6 Dantes. SETS’; ~~ 50 Alejandro Dumas Un instante después, le apoyaron una piedra pesada sobre el estémago. Estuvo a punto de to- ser, pero pudo contenerse a tiempo. Not6 que le ataban los tobillos. —¢Listo? — pregunt6 uno de los hombres —. Hiciste bien el nudo? —Si. Dantés sintid que lo levantaban y lo balancea- ban. ¢Qué ocurria? —jA la una...! —dijeron las voces—. iA las dos...! ;Y a las tres! Parecia que lo habian arrojado a un vacio sin fondo. Caja en picada. Por unos segundos, su cerebro se detuvo, su coraz6n qued6 en suspenso, su cuerpo se parali- 26. La piedra, atada a sus pies, lo Ilevaba hacia abajo, a toda velocidad, aunque a Dantes le pa- reci6 que pasaban siglos. Entré en el agua helada con un estruendo, y enseguida comenz6 a hundirse. Aturdido, casi sin aire, rompi6 la bolsa con el cuchillo y corté la soga que le aferraba los pies a la roca. Recién entonces comprendié que el cemente- rio del castillo de If era el mar. 11 ie joven Amelia era un barco que traficaba mercancias robadas. Su capitan y el resto de la tripulacién eran corsarios!’: hombres de mat, y de cierto honor. Cuando recogieron al ndufrago, este parecia Ilevar semanas en el agua. Estaba muy palido y temblaba de frio. Se veia que hacia varios afios que no se afeitaba. Le permitieron descansar y lo alimentaron. Les dijo que se llamaba Zaccone, que era mari- no, que su barco habia naufragado y que él ha- bia sobrevivido por casualidad. Pregunt6 en qué afio estaban y, cuando se lo dijeron, se sor- prendio. 10 Marinos mercantes que tenian patente del gobierno de su pais para perseguir a los piratas o atacar a las embarcaciones enemi- gas. 52 Alejandro Dumas Eso le resulté bastante extrafio a Baldi, el ca- pitan de La joven Amelia. Baldi no era tonto. Sa- bia que aquella historia podia ser un invento. Pe- ro acepté al tal Zaccone como uno mas de su tri- pulaci6n. Y no se arrepinti6. El naufrago demos- tr6 enseguida ser un excelente marino. Hablaba poco, y era trabajador y confiable. Después de tres meses tocaron puerto. Baldi repartié la paga. Con su parte, lo primero que hi- zo Zaccone fue ir a una barberia. Allilo afeitaron y le cortaron el cabello. Después, el cliente pidi6 un espejo. Estuvo un rato largo observando su aspecto. Habia pasado catorce afios sin verse. ;Quién era el del espejo? Antes tenia la cara ovalada; ahora era de forma angulosa. Antes tenia la frente des- pejada; ahora habia un surco profundo en el en- trecejo, que delataba la presencia constante del pensamiento y la reflexion. Sus ojos se habian acostumbrado a mirar en la oscuridad, y brilla- ban de otro modo. Estaba més alto, mas robusto. Ya no era el muchacho que sofiaba con el futuro como una tierra prometida. Para bien o para mal, habia cambiado la inocencia por el conoci- miento. Y se habia convertido en un hombre de El conde de Montecristo 53 aspecto seguro, algo misterioso. Ni su propio padre lo habria reconocido. —Se siente bien? —pregunto el barbero, sorprendido de que el hombre pasara tanto tiempo ante el espejo. — Bien... si...—murmuré el cliente, con una sonrisa dolorida. jCatorce afios! Una sombra de furia cruzé por sus ojos. Se juré, una vez més, que los res- ponsables de su desgracia pagarian la culpa. Era cuesti6n de tiempo. Y él habia aprendido a es- perar. Zaccone siguié varios meses a bordo de La joven Amelia. Trabé buena relacion con los de- mas e hizo amigos. Era un compaifiero valiente y discreto. Y posefa muchos conocimientos en materias que los marinos ignoraban por com- pleto. En una ocasi6n, una nave guardacostas los sorprendié en una isla italiana, haciendo un traspaso de mercancias robadas. Hubo un tiro- teo y Zaccone fue herido en un hombro. 54 Alejandro Dumas Lograron escapar y se detuvieron en otra is- la, perdida en medio del mar. Era una isla de grandes rocas grises, sin habitantes, sin arboles, casi sin animales. Solo piedras, arbustos y unas pocas cabras. — Qué opinas, Zaccone? — pregunté Baldi—. Parece hecha para nosotros. Desierta y sin sol- dados. — Qué isla es? —pregunté Zaccone. —La isla de Montecristo — dijo Baldi. Zaccone lo miré. —Lindo lugar para construir una casa —co- mento. Baldi sonrié y le palmeé la espalda. Le gus- taba el extrafio sentido del humor de ese hom- bre. ie E. el siguiente puerto que tocaron, un mé- dico recomend6 que Zaccone permaneciera en tierra, para curar mejor la herida del hombro. Esto facilit6 sus planes. Se despidi6 del capitan Baldi y de sus com- Ppafieros en los mejores términos. Baldi lamenté la decision del naufrago, que se habia converti- do en su mejor marinero y en un buen amigo y consejero. —Siempre habré un puesto para ti en mi bar- co —prometi6. Se dieron un apret6n de manos. Aunque atin no lo sabia, a Zaccone esa amis- tad le resultaria provechosa en el futuro. 56 Alejandro Dumas Durante el perfodo de recuperacion, Zaccone se instalé en una pequefia posada. Adquirié una escopeta, redes y una barca para salir a pescar. También compré un pico, una pala y un farol. Cuando la herida desapareci6, se preparé una buena comida, carg6 las herramientas en el bote y zarp6 una mafiana muy temprano. Al principio, tomé un rumbo; pero, cuando estuvo lejos del puerto y ya nadie Ppodia verlo, se desvié hacia otro lado. Lleg6 a la isla de Montecristo a mediodia, con el sol justo sobre su cabeza. Los pajaros lo recibieron revoloteando en la costa. Una cabra lo observ6 sin mucha curiosi- dad, mientras rumiaba pacientemente un trozo de hierba. Zaccone sabia de memoria las instrucciones. Habia llegado el momento de descubrir si el te- soro de los Spada existia o no. Si era realidad ° una simple leyenda. Si el abad Faria estaba cuer- do o si habia perdido la raz6n al final de sus dias. Los pasos que habia memorizado lo llevaron desde un punto de la costa al interior de una cue- va. Una vez alli, atraves6 un charco y avanz6 por un tanel mas estrecho. Llegado a este punto, tuvo re 58 Alejandro Dumas que remover piedras, trabajando con el pico y la pala en la oscuridad, a la luz del pequefio farol. Cada tanto salfa a respirar, porque adentro hacia un calor sofocante. Por fin qued6 a la vista una piedra grande y pesada, de forma rectangular. Se- gan las instrucciones, bajo esa roca habia tres ba- ules. Y dentro de los batiles se escondia uno de los tesoros mas importantes de Europa. Zaccone se secé el sudor de la frente, inspir6é profundo y empujo. La piedra cedio. jSi!: ahi es- taban los bates, uno junto al otro, cubiertos de 6xido y moho. Justo en ese instante, el farol se apagé y Zac- cone quedé a oscuras. Tuvo que esperar un rato hasta que sus ojos se acostumbraron a la negru- ra. En esos minutos, se dio cuenta de que la ri- queza le importaba muy poco. Si el tesoro esta- ba ahi, lo usaria para tramar mejor su venganza. Seria una simple herramienta. Tanteé el suelo en busca del pico. Después tante6 el cofre en busca de la cerradura, la hizo saltar y levanté la tapa. Los herrajes chirriaron. Zaccone hundié la mano en el bail. Y la sacé lena de diamantes. 13 tL noche, varios meses més tarde, cierto sacerdote vestido de negro llamé a la puerta de la casa del sefior Morrel, en Marsella. Se presen- t6 como el padre Busoni. —Digale, por favor, que traigo noticias de Edmundo Dantés —le pidié a la mujer que abrié la puerta. Un momento después, la mujer lo condujo a una sala pequefia y cdlida. El hogar estaba en- cendido. Sentado en un sill6n, el sefior Morrel se calentaba junto al fuego. Se lo veia viejo y can- sado. —Buenas noches —saludé el padre Busoni. —Buenas noches, padre. Tome asiento, por favor. La mujer sirvié dos copas de vino, le dio una al cura, otra a Morrel, y se retir6. Aunque el cuarto estaba en penumbras, 60 Alejandro Dumas habia luz suficiente para que los dos hombres pudieran verse las caras. Morrel no Pparecié ha- lar nada familiar en el rostro del supuesto cura italiano. Busoni le explicé que habia sido confesor de Edmundo Dantes en la carcel de If. —Dantés me hablé mucho de usted — dijo—. Lo apreciaba. —Me alegra que se haya ido del mundo con un buen recuerdo de mi Persona, y no con la imagen de este hombre arruinado... —¢Arruinado? —Tiempo después de que se Ilevaran a Ed- mundo, hubo muchas revueltas politicas, como usted sabré. Yo pasé por algunos problemas fi- nancieros y me asocié con uno de mis marinos, Danglars... Pero no fue una buena decision. — ¢Por qué? —pregunt6 Busoni. —Me estaf6. Se quedo con mi barco, el Faraén, con mi empresa, con todo... Compr6 dos barcos més y se instal6 en Paris, como un gran sefior, —Lo lamento —murmuré Busoni, Una emo- ci6n violenta lo recorria Por dentro, pero habia aprendido a dominarse—. Edmundo me hablé también de su padre. Y de una mujer... Elconde de Montecristo 61 El cura no pudo pronunciar el nombre de ella. —El padre de Edmundo fallecio —suspir6 Morrel—. Fue poco después de que decretaran la muerte de su hijo. Murié de tristeza. Yo estu- ve con él hasta el ultimo dia... Esta vez, Busoni se hundié en el asiento, para que las sombras ocultaran la expresion de su rostro. Hizo un gran esfuerzo por con- tener las lagrimas que se le agolpaban en los ojos. —Yencuantoala mujer, Mercedes... —con- tinu6 Morrel—, después de algunos meses se caso... Ahora vive con su marido, en Paris. —¢Se... cas6...? —la voz del sacerdote era cada vez mas ahogada. —Si, con Fernando Mondego, un vecino. Mondego gané dinero en la guerra contra Espa- fia, haciendo chantaje" y vendiendo informa- cion. Al final, nunca lo descubrieron. Por sus su- puestos servicios, le dieron el titulo de conde... El y Mercedes tienen un hijo. 1 Extorsion; amenaza que se hace contra una persona para obtener de ella dinero o algiin otro provecho. 62 Alejandro Dumas Algo se quebré dentro del cura. Le costaba respirar, —Como le digo —agreg6 Morrel—, me ale- gro de que Edmundo no haya sobrevivido para ver lo que pasé... Busoni no pudo hacer ningtin comentario, Termin6 su copa de un trago. Luego se levanté como pudo y se despidio, —En efecto, sefior Morrel — dijo, con un hilo de voz—. Es una suerte que Edmundo Dantes esté muerto. 14 Te tiempo después, en las reuniones de la alta sociedad de Paris comenzé6 a circular un nombre nuevo y ex6tico: Montecristo. Era conde, habia estado muchos ajfios de viaje y, segan de- cian, poseia una inmensa fortuna. Lo cierto es que el conde de Montecristo de- dicé varias semanas a hacerse conocer en la ciu- dad. No era facil entrar en los circulos de la alta sociedad, donde se movian aquellos que hacia tanto tiempo lo habian traicionado. Se necesita- ba poseer fortuna y ser reconocido como un gran sefior. Montecristo era inteligente y habil, y se ha- bia rodeado de dos asistentes fieles, que fueron de gran ayuda para tramar la venganza. El conde adquirié el vestuario necesario, abrié cuentas en distintos bancos y compr6 cas- tillos en Francia, Italia y Espafia. Acudié a a 64 Alejandro Dumas almuerzos y tertulias, a la opera, al teatro, y a to- dos aquellos lugares que frecuentaba la clase al- ta de Paris, Era un hombre culto y elegante, que provo- caba respeto y admiracién. No Pas6 mucho tiempo antes de que su nombre estuviera en bo- ca de todos. Sin embargo, atin no habia logrado ver a los Mondego. Los rumores decian que Fernando Mondego bebia mucho y pasaba la mayor parte del tiempo derrochando la poca fortuna que le quedaba. Y también engafiando a Mercedes con otras mujeres. De Alberto, el hijo de ambos, le lleg6 a Mon- tecristo nada més que una noticia: el joven viaja- Tia ese afio a Venecia, Para presenciar el Carna- val. El vizconde Alberto Mondego, hijo del conde Fernando Mondego y la condesa Mercedes de Mondego, tenia dieciséis afios. Su pelo era negro como la noche y, cuando sonrefa, su cara se ilu- minaba. El conde de Montecristo 65 Acababa de llegar, junto a su amigo Fran- cisco, a la ciudad de Venecia. Era la primera vez que viajaba sin sus padres, Estaba excitadisimo. El y Francisco legaban justo para el comienzo del Carnaval. Dedicaron todo el dia a Pasear. Venecia era una ciudad increible: parecia flotar sobre el agua y estaba atravesada por Puentes y canales que se comunicaban entre si. La gente se des- plazaba en gondolas 0 a Pie, por callecitas muy angostas, entre viejisimas casas y palazzos’., Por la noche, Alberto y Francisco se pusieron sus mascaras y salieron del hotel. En las calles colgaban faroles de colores, flo- tes, guirnaldas... Por todas Partes circulaba una multitud de Personajes: colombinas, pierrots, arlequines’’. Algunos actuaban, cantaban o to. caban instrumentos. Otros se lanzaban harina, ramilletes, confites 0 Papel picado. Los dos amigos se dejaron llevar por el bu- llicio, la danza y la fiesta. 12 En Italia, mansiones donde viven las familias ticas. 13 Disfraces que se inspiran en famosos personajes de las comedias de la época: Colombina, Pierrot y Arlequin, 66 Alejandro Dumas Una muchacha vestida de rosa, con mascara de colombina, pas6 riendo junto a ellos y le arro- jO papel picado a Alberto, El compré un ramito de flores, alcanzé ala muchacha yselolanzé, ga- lante. La colombina atrapo el ramo, se levanté du- rante un segundo la mascara y sonri6, Era pre- ciosa. Bes6 el ramo y se lo arroj6 otra vez a Al- berto. Después se alejé corriendo. —Ya vuelvo —le dijo Alberto a su amigo. Corrié entusiasmado tras la colombina. Por un momento la perdié entre el gentio. Ensegui- da la divis6, parada en un puente. La muchacha se habia detenido; pero, cuando Alberto la vio, ella sigui6 su carrera, en medio de risas. Alberto cruz6 el puente. Vio el vestido rosa doblando una esquina. Pero al llegar, no habia sefiales de la colombina. Era una calle angosta y oscura. Alberto esta- ba a punto de volver sobre sus pasos, cuando sinti que lo abrazaban con fuerza por detras, le inmovilizaban las manos y lo empujaban al inte- rior de un viejo edificio. 15 A sonia olia a humedad y casi no habia luz. Lo sentaron a empujones en una silla y le -ataron las manos. Alberto distinguié tres siluetas. —El hijo de un conde deberia saber que no es prudente andar por ahi persiguiendo sefiori- tas —dijo uno de los tres. Los otros dos rieron. Le habian tendido una trampa, para pedir rescate a su padre. —Acaba de partir una carta dirigida a Paris —dijo la voz. —Mi padre no les pagaré nada —murmur6 Alberto, con desprecio. Las sombras volvieron a refr. Un cuchillo brill6 en la oscuridad. Alberto sintié el frio del metal cuando le apoyaron la ho- jaen la garganta. ———— 68 Alejandro Dumas —Esté afilado, gno? —le dijo la voz en el ofdo. De pronto, se escucharon pasos. —Ese filo no es nada, comparado con el que vas a sentir cuando te atraviese mi espada —di- jo con voz firme y grave el que habia entrado—. Suelten al muchacho ahora mismo. Los captores se lanzaron sobre el desconoci- do. Pelearon. Tres contra uno. Era una confusa danza de sombras. El desconocido parecia moverse con habili- dad y elegancia, y daba golpes certeros. Ense- guida desarmé a sus adversarios y los oblig6 a arrastrarse hasta la salida. Después volvié y desaté a Alberto. —Estds a salvo —dijo. Salieron juntos del edificio. Alberto observ6 a su liberador. Usaba capa y sombrero. El conjunto de su vestimenta era ele- gante, aunque un poco exético. Debia tener unos treinta y cinco afios. Parecia educado para ejer- cer el dominio sobre los demas. Era alto, de pelo negro. Tenia aspecto distinguido y vagamente misterioso. —Gracias — dijo Alberto, tendiéndole la ma- no—. Le debo la vida. El conde de Montecristo 69 —No es nada —rteplicé el otro—. Te portas- te como un hombre. Ahora vas a disculparme, Pero debo irme enseguida. Extrajo de su bolsillo una tarjeta y se la en- fregé. —Hasta otro momento ~saludo el espada- , estrechandole la mano, Luego se alejo. Alberto ley6 la tarjeta de su desconocido sal- vador. Alli estaban impresos su domicilio en Ita- lia, y su nombre: “Conde de Montecristo”, Cuando Alberto se marché, el conde de Mon- tecristo volvid ala Puerta del edificio. Adentro lo esperaban los captores del muchacho, charlando alegremente. Montecristo se acercé al jefe de la banda. Era el capitan Baldi, de La joven Amelia. Montecristo le arrojé una bolsa Pequefia, lena de monedas de oro. Baldi la atrap6 en el aire. —Buen trabajo —lo felicits el conde—. Pue- de ser que pronto vuelva a necesitarte, —Es un placer, Zaccone ~—dijo Baldi—. ;Per- don: conde! 70 Alejandro Dumas Los otros rieron. Montecristo también. Ala semana siguiente, lleg6 una invitacion al palazzo que Montecristo tenia en Venecia. La fa- milia de Alberto Mondego rogaba al conde que los visitara en Paris. Querfan conocer al salvador de su hijo y agradecerle personalmente. El plan, al parecer, habia funcionado. 16 Montecristo lego puntual a la mansion de los Mondego. Alberto lo recibié en la sala, Subieron una es- calera y avanzaron Por un pasillo decorado con cuadros. Al final del largo pasillo estaba el estu- dio de Fernando Mondego. Alberto golpeo y pasaron. Sentado tras un escritorio, el ahora conde Mondego se puso de Pie. Tenfa canas en el pelo. Usaba un bigote, que no ocultaba el gesto de hastio y desdén de su boca, como si estuviera masticando algo en mal estado. Su vida estaba vacia. Ni el juego, ni el alcohol ni las mujeres le alcanzaban. Vivia irritado. —Papa —dijo Alberto—, te Ppresento al con- de de Montecristo. Mondego rodeé el escritorio y se acercé a sa- ludar. Montecristo permanecié firme. 72, Alejandro Dumas —Es un gran placer, caballero — dijo Monde- g0—. Ha salvado la vida a mi tinico heredero. Era evidente que todo aquello le importaba muy poco. Quiza por eso no parecié reconocer en lo mas minimo al conde. Ademés, nunca ha- bia sido muy observador. —EI placer es mio —dijo el caballero—. Su hijo se porté como un valiente. La expresién de Montecristo era imperturba- ble. Pero esa expresion estuvo a punto de esfu- marse cuando sintié unos pasos detras de él y oy6 que Alberto decia: —jAh, madre! Quiero presentarte a un ami- go... Montecristo inspir6 profundo, Habia ima- ginado muchas veces ese encuentro. Era su prueba de fuego. Dio dos vueltas de llave ala cerradura de su corazén, y se volvié hacia Mer- cedes. Ahi estaba. Habia cambiado, como todos. Pe- to todavia era hermosa. Muy hermosa. Durante unos segundos, el conde sintié que algo se agitaba con fuerza en el fondo de su ser y empujaba para salir. Lucho consigo mismo. Mercedes se habia acercado, tendiéndole la 74 Alejandro Dumas mano. Pero de pronto se qued6 inmovil en su lu- gar. Parecia muy sorprendida, muy confundida. —jMadre! —exclamé Alberto—. Estas bien? Mercedes no contest6. Mantuvo sus ojos en los de Montecristo unos instantes més. Instantes que a Montecristo le parecieron afios, Luego, ella se recompuso y dijo: —Me siento un poco sofocada. éNo hace de- masiado calor aqui? Estaba palida. Alberto corrié las cortinas y abri6 las ventanas. —Con el permiso de ustedes, ahora debo reti- rarme —dijo Fernando Mondego —. Tengo tanto trabajo! Pero espero volver a verlo pronto, conde. —Lo mismo digo —respondié Montecris- to—. A propésito... necesito hacer un transporte de mercancias, en barco. éSe le ocurre alguien confiable para recomendar? — Puede ira ver al sefior Danglars — dijo Fer- nando—. Tiene tres naves. Es de absoluta con- fianza. —Danglars —repitié Montecristo—. Creo que lo recordaré. Gracias. Fernando salié del cuarto sin despedirse de Mercedes. Ni siquiera le dirigié una mirada. El conde de Montecristo 75 Montecristo percibié enseguida que Fernando y Mercedes no se amaban. Quizés en otro tiempo lo hubieran hecho. Pero ahora simplemente se to- leraban. Eso le hizo sentir una oleada de algo pareci- do a la alegria. Y, sin embargo, ella se habia ca- sado con Mondego. Con ese miserable y vulgar mentiroso. Y no solo lo habia hecho poco des- pués de la desaparicion de Edmundo Dantes; ademas, habia tenido un hijo con él. No. No merecia perd6n. De ningun modo. —Tendran que disculparme, pero yo tam- bién debo partir —dijo Montecristo. — Como? zTan pronto? —se desconcert6 Alberto. —Seria un honor tenerlo en nuestra mesa —agreg6 Mercedes. —Acepto la invitaci6n... otro dia —se excu- s6 Montecristo—. Tengo que atender asuntos urgentes. Pero no queria dejar de venir. Aunque no era demasiado evidente, se lo notaba perturbado. —Lo acompafio entonces hasta la puerta —dijo Alberto. El conde y Mercedes se despidieron. oe st tae 76 Alejandro Dumas Cuando estaba por salir del estudio, ella lo llamo: —jConde...! Montecristo giro, —¢Si? —Me preguntaba... écOmo supo, en Venecia, que mi hijo habia sido secuestrado? Al conde le costaba mirarla a los ojos. Logro esbozar algo parecido a una sonrisa, y contesté: —Cuando viajo, Pago por estar bien infor- mado. El secuestro del hijo de un conde siempre €s una noticia que puede anticiparse... Hizo una reverencia y salié con Alberto, Ella lo siguié con la vista mientras se alejaba por el pasillo. Y siguié miréndolo hasta que do- blaron para bajar las escaleras. 17 Ea noche, la luna ponia un barniz platea- do sobre las cosas. Cuando Montecristo entr6é en su dormitorio, alguien lo esperaba en las sombras. El conde de- senvaino la espada en un segundo. —zQuién es usted? ;Como entr6 aqui? — grito. El otro se mantuvo en silencio. —jResponda! La figura dio un paso y qued6 junto a la ven- tana, a la luz de la luna. Llevaba una capa. Se descubri6 la cabeza. Era Mercedes. —jCondesa...! —dijo Montecristo, confundido. —Edmundo... —murmur6 Mercedes, avan- zando hacia él. —Sefiora —dijo el conde, con sequedad—. Me parece que usted se equivoca; me confunde con otra persona. 78 Alejandro Dumas —Me confundi en el pasado, muchas veces. Pero no ahora, Edmundo. Basta de fingir, por fa- vor. Te reconoci apenas te vi en mi casa. —Condesa —dijo Montecristo, mordiendo las palabras. El corazon le latia a toda veloci- dad—. Su comportamiento es bastante inusual. No acostumbro a recibir damas de alcurnia en mi alcoba... Tengo que pedirle que se retire de... — Basta, por favor! —grito ella—. Basta de simular, Edmundo! Rompié a lorar. Montecristo contemplaba sus lagrimas sin saber qué hacer o decir. Por fin, la ayud6 a sentarse y le tendié un pafiuelo. —Acabamos de conocernos —dijo—. Segu- ramente me confundié con otra persona. Ella sollozaba en silencio. Cuando logré se- renarse un poco, se disculp6: —Lo lamento... Es que usted me recuerda tanto a alguien... — ,Alguien del pasado? —Alguien muy querido, si... —Ya veo. Pero le aseguro que no conozco a ningan Dantes. Ella levanté la cabeza. Lo mir6. —Nunca mencioné ese nombre — susurro. EES §_§_ El conde de Montecristo 79 El se Puso de pie bruscamente, iQué torpe habia sido! Le dio la espalda y caminé hasta la ventana. —éQué quieres? —j, increp6—, éPara qué viniste? —éCémo no ibaa venir? Todos estos afios... Nunca dejé de amarte, Edmundo, —jMentira! —Ja ira de Montecristo iba en aumento, —jNo! Es la verdad... Dijeron que habias muerto. — {Quién? —El procurador Villefort.... éD6nde estuyis- te? — {Qué te importa donde estuve? j;No te ca- Saste con ese cerdo, apenas desapareci?! —Tuve mis Motivos... —iJa! {Motivos! iTodos tienen SUS motivos! me al infierno, Ella Horaba ocultando la cara entre las ma- nos, —Eres tan vulgar y codiciosa como cual- quiera de ellos, ., — dijo Montecristo, 80 Alejandro Dumas —Edmundo... El abrié la puerta de la habitacion. —jVete! —grito—. |Edmundo Dantés esta muerto! jFuera de aqui! —jNo! No me iré... Ella se paré y corri6 hacia él. Lo abraz6 y apo- y6 la cabeza contra su pecho, murmurando su nombre, su antiguo nombre, entre sollozos. Al fin, algo se afloj6 dentro de Montecristo. Su amor no habia desaparecido. Solo estaba con- tenido, oculto en un rincén de si mismo, donde no dolia. —Mercedes —susurré. Hacia muchos afios que no pronunciaba ese nombre. Una lagrima rod6 por su mejilla. Estu- vieron abrazados en silencio, un largo rato. Has- ta que ella levanté la cabeza, y se besaron. Y él supo que era cierto, que ella atin lo amaba. Su boca, dulce y calida, no mentia. 18 Dangiars habia cambiado su antiguo diente de plata por uno de oro, que también bri- Ilaba cuando sonreia. Tenia més arrugas, menos cabello y la misma cantidad de codicia que siem- pre. Ajios atras, le habia arrebatado el Fara6n a Morrel, mediante una maniobra econdémica, abusando de la confianza de su socio y antiguo patrén. Luego, con un préstamo, compré otro barco. Y después, otro mas. Transportaba mer- cancias para distintos clientes, no siempre en forma legal. A Danglars no le importaba qué llevaban o traian sus barcos, con tal que le pagaran. Ahora estaba sentado en su escritorio, fren- te a un cliente importante. Era conde, se lla- maba Montecristo, y a Danglars le recordaba vagamente a alguien, pero no sabia a quién. 82. Alejandro Dumas Tampoco le importaba. Olvid6 la cuesti6n enseguida, apenas se Pusieron a hablar de ne- gocios, —Me recomendaron sus Servicios —explicé el conde~. Lo que hay que transportar es muy valioso y necesito seguridad. —Puede confiar en mi flota. Si por algtin mo- tivo su carga se dafia o extravia, nos haremos cargo de todo. —Por su bien, espero que no ocurra —sonrié Montecristo—.No creo que su compaiiia esté en condiciones de Pagar el seguro, —Sefior conde, quédese tranquilo. Todo sal- dra bien. Danglars le extendié los Papeles. Monte- cristo, pens6, era un hombre rico. Tan rico, que Posiblemente nunca se Ocupara de esos tramites, Decidi6 cobrarle el triple de lo que cobraba ha- bitualmente, Cuando dijo el Precio, el conde lo miré a los Ojos. Luego sacé el dinero y comento: —Me parece un Precio mas que razonable, sefior Danglars, Le entreg6 los billetes, Pagaba todo Por ade- lantado. El conde de Montecristo 83 Danglars cont el dinero, lo guard y le ten- dié la mano. —En dos dias su carga estara aqui, sefior conde —prometi6. Sin embargo, dos dias después, la carga no habia Ilegado. Danglars estaba inquieto. Ni si- quiera tenfa noticias de sus dos barcos, Decidié mandar el buque que le quedaba —el Faraén — a rastrearlos. El Faraén volvi6 con las peores novedades. Los buques de Danglars habian sido asaltados en el viaje. Habian robado la mercaderia y hun- dido los barcos. Segin decian, los culpables eran unos conocidos ladrones, que viajaban en una nave lamada La joven Amelia... Danglars no estaba en condiciones de afron- tar ni siquiera un tercio del seguro millonario de Montecristo. Eso significaba que, en pocos dias, embargarian su casa y todas sus pertenen- cias. Sin perder tiempo, esa misma tarde cerré sus oficinas. Tomaria todo el dinero que tenia, ESE 84 Alejandro Dumas Prepararia sus cosas y huiria de Paris. Era eso, 0 quedar arruinado Para siempre. Estaba haciendo las valijas en su casa cuando golpearon la Puerta. Se presentaron cuatro ofi- ciales. —¢Qué ocurre? — Pregunté Danglars, —Tenemos orden de registrar su casa, Abra la puerta. —¢Por qué motivo. ..? —Danglars se resistia a abrir. Un oficial empuj6 y entraron. —Una denuncia anénima — dijo el oficial. Le extendio un Papel a Danglars, mientras los otros hombres Tecorrian la casa. El papel estaba escrito amano y decia: En casa del serior Danglars encontrarén parte del cargamento del conde de Monte- cristo, supuestamente robado por piratas en alta mar, —Esto es increible, Es una estupidez —se de- fendio Danglars, —iAca! —grité, desde el fondo de la casa, uno de los oficiales. Los demas se acercaron al ee El conde de Montecristo 85 pequefio galpén de herramientas que habia jun- to al patio. Dentro del galp6n, hallaron cinco batiles que Ilevaban grabado el nombre MONTECRISTO. Danglars no salia de su asombro. Abrieron los bales, que contenian oro y di- nero. —Sefior, queda arrestado por robo y fraude —dijo un oficial. Le pusieron las esposas. —jEs una trampa! —grité el viejo marino—. jAlguien me tendi6 una trampa! Lo empujaron hacia la calle y lo metieron en un coche enrejado. El coche se puso en movi- miento. Danglars seguia insultando a medio mundo; pero, al doblar la esquina, se callé de golpe. Habia visto a alguien por la ventanilla. Era el conde de Montecristo, que le hacia una reverencia, quitandose el sombrero. Poco después, el banco embargé todos los bienes de Danglars y estos fueron a engrosar las cuentas de Montecristo. 86 Alejandro Dumas El conde hizo poner el Faraén a nombre de Morrel. El barco fue devuelto a su antiguo due- fo, junto con una importante suma de dinero, Morrel nunca se enteré de quién habfa sido el anénimo benefactor. Unicamente recibié una no- ta, junto con los papeles del barco, que decia: Solo una cosa no hay: es el olvido. Gracias por todo. 19 aren Supe que, antes de venir a Paris, usted. fue procurador en Marsella — comenté el conde. —Asi es —dijo Gerardo de Villefort. Estaban almorzando en el castillo de Monte- cristo. Sobre la mesa habia distintas variedades de pescados y vinos, todo de la mejor calidad. Villefort habia aceptado la invitacion de Mon- tecristo porque le gustaba codearse con persona- jes importantes. Ademés, ese tipo de encuentros formaba parte de su trabajo. Siempre resultaba conveniente tener a la nobleza de su lado. Y Mon- tecristo posefa una gran fortuna. El conde tomé un sorbo de vino y pregunté: —Por casualidad, gconocié en Marsella a un. tal Dantés? —Si...—se extrafié Villefort—. {También lo conocié usted? 88 Alejandro Dumas El conde no respondi6. En cambio, siguid di- ciendo: —Me pregunto por qué usted envié a Dantés ala carcel. Villefort dej6 de masticar. Su expresién cam- bid. —~A qué se debe su interés por el caso de un simple marino, si me permite la pregunta? —Es mas — siguid Montecristo—, me pre- gunto qué ganaba usted al declarar la muerte de ese simple marino, como lo llama. —Todo eso ocurrié hace muchos afios, conde. Villefort se meti6 un trozo de pescado en la boca. —Hay ciertos crimenes que no prescriben' con el tiempo —dijo Montecristo—. Si vamos a entablar una relacién provechosa, ambos debe- mos saber quién es el otro, no? —Es cierto —admiti6 Villefort. — Entonces? —Digamos que Dantes interferia con los in- tereses de un buen amigo mio. — Fernando Mondego? 14 14 Se extinguen, dejan de ser objeto de castigo. El conde de Montecristo 89 —,Cémo lo sabe? — Villefort tragé el pesca- do con dificultad. —Supongo, entonces, que su buen amigo Mondego habra pagado con un favor similar. Villefort apoy6 los cubiertos sobre el plato y, con una expresion muy seria, dijo: —Me parece que esta comida ha terminado, conde. No me gusta la conversaci6n. —j;Pero si todavia falta el postre! —sonri6 Montecristo—. Usted afirm6 que Dantés habia muerto y, a cambio, Mondego asesiné a su pa- dre, el sefior Noirtier. Porque usted no tuvo el coraje de hacerlo. Villefort se puso de pie para irse. —Imagino —siguié el conde, siempre senta- do— que no debe ser agradable asesinar con las propias manos al hombre que le dio la vida. —jMire! —bram6 Villefort—. No sé c6mo se enter6 de esto, ni qué favor espera de mi a cam- bio de su silencio. Pero, cuando lo haya decidi- do, hagamelo saber. Villefort abrié la puerta del comedor para salir, Pero tras la puerta lo esperaba el comi- sario de Paris, acompafiado por cinco solda- dos. Habian sido citados por Montecristo, y 90 Alejandro Dumas acababan de escuchar la confesién del procu- rador. —Sefior Villefort —anuncié el comisario—, queda arrestado por asesinato. Mientras lo esposaban, el conde se puso de pie y se aproximé6 al procurador. —jgQuién es usted?! —exclam6 Villefort. El conde acercé su boca al oido del procura- dor, justo antes de que se lo Ilevaran. —Elconde de Montecristo —susurr6—. Pero mis amigos me llaman Edmundo Dantés. 20 En los tltimos dias, Fernando Mondego habia notado un cambio en su esposa. Habia re- cuperado el brillo en la mirada. Se arreglaba mas, y no parecia importarle mucho que él no regresara a dormir, 0 volviera tarde y borracho. Fernando percibié estos cambios como quien percibe que hay menos nubes en el cielo 0 més humedad en el aire. Es decir, le importaba poco y nada. Sin embargo, esa tarde, cuando le llegé la no- ticia de la confesi6n y el arresto de Villefort, co- rrié a buscar a Mercedes. Ella estaba en el dormitorio. —Prepara las valijas —ordendé Fernando—. Nos vamos de Paris. Ella lo miré entre sorprendida y divertida. — {Qué pasa? ;Estall6 la revolucién? —Es largo de explicar. La policia va a venir a 92 Alejandro Dumas buscarme en cualquier momento. Ahora no hay tiempo que perder. Fernando se puso a vaciar los cajones, Pero, al ver que ella no se movia, se detuvo. —éNo me oiste? ;Estés sorda? — Ppregunto. —Te of perfectamente — dijo ella—. Yo no voy a ninguna parte. —Eres mi mujer y vendras conmigo. — Vas a tener que obligarme. Fernando la miré en silencio, Al final suspir6é y siguié preparando su equipaje. —No vengas —dijo—. De todas maneras, ya hace muchos afios que dejaste de importarme. —A mi no me importaste nunca —repuso ella. Fernando siguié guardando la ropa. —Dile a Alberto que Prepare sus cosas —di- jo—. El viene conmigo. —Diselo ta mismo. Alli est. Por la ventana del cuarto, que daba a los jar- dines, Fernando vio a Alberto sentado en un banco, conversando con el conde de Montecris- to. — ¢Qué hace Montecristo aca? —Td lo invitaste a volver. EE IIS SSS 94 Alejandro Dumas —Tendrds que ocuparte de é] — dijo Fernan- do, tomando sus valijas—_. Yo me voy con mi hi- jo. Adiés. — Alberto no es tu hijo —dijo entonces Mer- cedes. Fernando se detuvo en la puerta. Ella volvié a hablar: — ¢Por qué crees que acepté casarme conti gO, inmediatamente después de que se llevaron a Edmundo...? Estaba embarazada. Alberto es hi- jo de Edmundo Dantes. El hombre que ves alli abajo. De pronto, a Fernando la tealidad se le dio vuelta como un guante. —¢Dantés? —murmuré entre dientes. Miro por Ia ventana. Y, en ese mismo mo- mento, Montecristo elevé los ojos. Los dos hom- bres se miraron fijamente. En el rostro de Mon- tecristo se insinu6 un gesto de revancha y dolor. Fernando bajo la vista. No tenia tiempo que perder. La policia estaba por llegar. Tomé sus valijas, bajé las escaleras y salié apurado de la casa. 21 Moenes el carruaje se alejaba del castillo, a Fernando Mondego la cabeza le daba vueltas. Un conjunto de recuerdos borroneados e image- nes gastadas por el tiempo se le agolparon en la mente. {Qué clase de vida lo esperaba de ahora en més? ¢Huir de la justicia, sin fortuna, sin espo- sa, sin casa, como un paria’’? De golpe, vio cla- ramente lo que debia hacer. Junt6 el resto de dig- nidad que conservaba y le orden al cochero que regresara al castillo. Al llegar, fue directo a los jardines. Monte- cristo y Alberto seguian alli, conversando. Fernando se dirigié hacia ellos con paso re- suelto. Montecristo se puso de pie. —jPapa! —saludo Alberto. 15 Persona despreciada por las demas y que no goza de ninguna ven- taja. 96 Alejandro Dumas Pero Fernando ni siquiera lo miré. Desen- vain6 la espada y avanz6 hacia Montecristo, que también se puso en guardia. —jPapa! ;Qué pasa? — grité Alberto. —No puedo vivir en un mundo donde tt tie- nes todo y yo, nada —le dijo Fernando a Monte- cristo. Y atacé. Fernando era un hébil espadachin. Rasgufié a su enemigo en el brazo izquierdo. Eso distrajo un segundo a Montecristo. Entonces Fernando se arroj6 sobre él; pero Montecristo, con un dies- tro movimiento, lo esquivé, lo hizo tropezar y caer de frente al suelo. Enseguida le puso un pie en la nuca y la espada en la mejilla. — @estrada CAR an Ill ‘wunueditrialestrada.comr

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