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ÍNDICE

CAPÍTULO 1: El Eterno Renacer........................................ 5

CAPÍTULO 2: La Nueva Profecía....................................... 8

CAPÍTULO 3: El Conocimiento Secreto de los Niños..... 11

CAPÍTULO 4: Escuchar con Oídos Nuevos...................... 15

CAPÍTULO 5: Carta de un Hijo a su Padre...................... 18

CAPÍTULO 6: ¿Examen? ¡Yupi!.......................................... 22

CAPÍTULO 7: Disipando la Niebla del Ego…………………. 24

CAPÍTULO 8: El Amor no es una Recompensa………….. 28

CAPÍTULO 9: Cuentos para el Alma............................... 32

EPÍLOGO: Doce Kilómetros…………………………………….. 35

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Esta obra es producto del amor. Quería haceros un regalo
de total pureza, esforzándome en que el contenido fuese lo
mejor y más completo posible, y además gratuito. Sentía
que debía hacerlo así.
Deseo, de corazón, que el contenido de este libro te inspire
y te sea útil para comprender mejor al único y verdadero
tesoro que hay en este mundo:
Los niños.
Este libro es un viaje a su interior.

Con amor,

— Alex Gil Zulueta


educandoheroes.com

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CAPÍTULO 1:
El Eterno Renacer

Decía una vez un maestro:

No quiero imponer mis verdades a los niños. Quiero


encontrarlas de nuevo en ellos, rejuvenecidas, resucitadas…
Esta es la alegría de la enseñanza.

Creo que seguir esta forma de pensar evitaría a muchos


profesores pasar por el conocido «síndrome del profesor
quemado».
Algunos profesores tienen una visión de la escuela
parecida a la que se tiene de una fábrica de zapatos. Cada
año hay que hacer las mismas cosas para fabricar los
mismos zapatos.
Y claro, esto provoca desaliento en los docentes. Es como
vivir la misma experiencia una y otra vez. Como en la
película Atrapado en el Tiempo. Terminas el año con tus
alumnos de primero bien formaditos, y al curso siguiente es
como regresar al pasado. Vuelta a empezar. A enseñar a
leer, escribir, sumar, restar y a no comerse los mocos.
Una vez escuché decir a un profesor que repetir los
mismos contenidos año tras año te acaba quemando. Y que,

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para evitarlo, tienes que impartirlos de manera diferente
cada vez. Reinventarte, como suele decirse.
Es una buena manera de enfocarlo. Pero a veces, variar la
metodología y nuestros “truquitos” puede no ser suficiente.
Existe otra manera de hacerlo. Y tiene que ver con
nuestro modo de ver ese eterno volver a empezar.
Yo prefiero verlo como un amanecer infinito, parecido al
planeta del Principito. O mejor aún, como el renacer
constante de la primavera.
Cada año nos encontramos frente a una extensión de
tierra fértil, llena de posibilidades, de la que nacen multitud
de flores. Todas nuevas. Todas diferentes. Y nunca nos
encontramos dos veces la misma flor.
Como decía G.K. Chesterton:
En cada niño, todas las cosas del mundo son hechas de
nuevo, y el Universo se pone de nuevo a prueba. En cada una
de esas deliciosas cabezas se estrena el Universo, como en el
séptimo día de la Creación.
Se trata de aprender a disfrutar de esa experiencia de
renacimiento, año tras año. El maestro es el jardinero que,
cada año, ayuda a crecer a esas jóvenes y singulares flores.
A llenar el campo, el mundo, de belleza.
Pensando así, ¿cómo puede llegar a aburrirle entonces, a
«quemarle», repetir el proceso cada año?

6
La clave está, por lo tanto, en ver cómo cada alumno crece
de manera genuina. Es una flor única y preciosa, que solo
veremos crecer una vez.
Y si nos fijamos bien, veremos que no hay dos alumnos
con el mismo brillo en sus ojos. Como no hay dos estrellas
que brillen igual.

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CAPÍTULO 2:
La Nueva Profecía

Adolphe Ferrière explicó una vez:

Y según las indicaciones del Diablo, se creó el colegio.


El niño amaba la naturaleza: lo recluyeron en salas cerradas.
Al niño le gustaba que su actividad sirviese para algo: se las
arreglaron para que no tuviese ninguna finalidad.
Le gustaba moverse: lo obligaron a quedarse quieto.
Le gustaba manejar objetos: lo pusieron en contacto con las
ideas.
Le gustaba usar las manos: solo pusieron en funcionamiento
su cerebro.
Le gustaba hablar: lo relegaron al silencio.
Quería razonar: lo obligaron a memorizar.
Le hubiese gustado investigar la ciencia: se la dieron toda
hecha.
Le hubiese gustado entusiasmarse: inventaron los castigos.
Entonces, los niños aprendieron lo que nunca hubiesen
aprendido sin esto: supieron disimular, supieron hacer
trampas.
Supieron mentir.

8
Acertado pronóstico el de Ferrière. Pero no olvidemos que
se trata de una profecía de hace cien años. Y todos sabemos
lo mucho que puede cambiar la humanidad en ese espacio
de tiempo.
Elaboremos, pues, una nueva profecía para los tiempos que
vienen.
Una profecía de esperanza.

Y según las indicaciones del niño, se cambió el colegio.


El niño estaba recluido en un aula: le dejaron salir para ver
el mundo.
No encontraba sentido a lo que aprendía: le enseñaron cosas
útiles para la vida.
Le obligaban a estar sentado: le dejaron levantarse, correr y
bailar.
Le hacían memorizarse los planetas: le dejaron construir un
planetario para poder tocarlos.
Solo ponían en funcionamiento su cerebro: le dejaron utilizar
su cuerpo.
Le decían que callase: le animaron a expresarse, como un
adulto más.
Le obligaban a memorizar: le dejaron razonar el porqué de
las cosas.

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Le daban el conocimiento hecho: le dejaron descubrirlo de
nuevo.
Cuando se portaba mal, le castigaban:
le dejaron hablar sobre por qué se había portado mal.
Le apremiaban a competir: le dejaron ofrecer su mano al
compañero.
Le enseñaban a ser egoísta: le dejaron compartir su
almuerzo.
Entonces, los niños aprendieron lo que nunca hubiesen
aprendido sin esto: supieron ser auténticos. Supieron ser
sinceros.
Supieron amar.

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CAPÍTULO 3:
El Conocimiento Secreto de los
Niños

Como habrás podido apreciar en el capítulo anterior, en esa


«nueva profecía» de esperanza, en cada frase no decía «le
enseñaron», sino «le dejaron».
Si pensamos acerca de la palabra educación, ¿qué es lo
primero que nos viene a la mente?
Seguramente «enseñar». Y es que tenemos una concepción
muy cerrada y un tanto obsesiva de la educación. Enseñar
esto, enseñar lo otro. Pero ¿alguna vez dejamos que los
niños nos enseñen a nosotros? Pocas o ninguna. Esto
sucede porque solemos considerarlos como personitas que
han llegado al mundo con la mente vacía, desprovistos de
todo conocimiento.
¿O tal vez no?
Si eres padre, madre o maestro, seguro que te has
encontrado alguna vez con un niño que ha demostrado un
conocimiento profundo y especial sobre algo. Como si ese
niño fuese un pequeño filósofo.
En una ocasión, una madre iba en el coche con su hijo de
cuatro años. Y este, de repente, le preguntó:
—Mami, ¿qué es un teatro?
11
La madre, tratando de explicarlo con palabras sencillas,
respondió:
—Un teatro es un sitio donde hay unas personas, que se
disfrazan y cuentan historias.
El niño se quedó en silencio, muy pensativo, y al cabo de un
minuto dijo:
—Entonces, el mundo es un teatro, ¿verdad?
Esto no es una historia inventada, porque te confieso que
aquel niño de cuatro años era yo. Lo gracioso es que no me
acuerdo de aquel momento, pero a mi madre se le quedó
grabado a fuego.
Llegados a este punto, puede que te estés haciendo una
pregunta:
Si el niño viene al mundo como un “recipiente vacío”, ¿de
dónde procede ese conocimiento tan profundo e
impactante? ¿Cómo pueden llegar a expresar verdades tan
profundas a una edad tan tierna?
Muchos lo consideran mística. Y reconozco que algo de
místico sí que tiene. Pero que la ciencia no haya podido
elaborar una explicación sólida sobre ese “conocimiento
secreto”, no lo hace menos real para muchos padres y
maestros.
Cuando pienso en este tema, siempre tengo muy presente
la historia de Marshall Ball.

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Marshall es un niño que no puede hablar ni andar, y que
escribe señalando las letras del alfabeto en un tablero.
Necesita a una persona en la que apoyarse para señalar las
letras correspondientes.
En tales circunstancias, cuesta resistir la tentación de
compadecernos del pequeño; de pensar todo lo que nunca
logrará ser. Por ejemplo, un gran jugador de baloncesto.
Nos lo imaginamos aislado en una habitación, sin moverse,
sin hablar, sin hacer nada destacable, durante el resto de
sus días.
Cuando cumplió los tres años, sus padres advirtieron que
Marshall poseía un conocimiento muy profundo sobre el
mundo. A los cinco años, el pequeño empezó a recoger por
escrito su especial sabiduría, utilizando palabras que no
había leído nunca.
A los seis años, escribió este poema, titulado: Mi armonía es
libre, recogido en su libro: Kiss of God.

El conocimiento de la perfección
es dulce para mi individualidad,
escucho la respuesta a los deseos que viene de lo alto.
Veo los buenos pensamientos
como nubes que rodean la cima de la montaña.

13
La elaboración de sus poemas, y el consiguiente libro que
ha inspirado a miles de personas de todo el mundo, fue
posible gracias a que los padres de Marshall lo dejaron
expresarse. No sellaron su destino en base a unas
expectativas («tu enfermedad no te dejará hacer nada
grande en tu vida»). Dejaron que Marshall hiciera lo que
quería hacer, y le brindaron el apoyo para conseguirlo.
Desde siempre hemos pensado que somos nosotros los que
tenemos que enseñar a los niños. Pero ¿y si cambiamos el
paradigma? ¿Y si dejamos que sean los niños los que nos
enseñen a nosotros?

¿Liberaremos al mundo para pensar correctamente


en nuestros maravillosos y atentos niños?
Marshall Stewart Ball

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CAPÍTULO 4:
Escuchar con Oídos Nuevos

Admitámoslo: nos pasamos el día hablando a los niños. Les


decimos qué pueden hacer, y qué no. Cómo deben hacerlo,
y cómo no. Qué está bien pensar, y qué no. Qué vale la pena,
y qué no.
Ojo, no digo que haya nada de malo en esto. Al contrario.
Somos auténticos expertos en hablar a los niños. Y siempre
que sea desde el cariño y el respeto, eso está bien.
Queremos protegerlos, evitar que se hagan daño, darles
consejos sobre cómo moverse por el mundo. Y eso nos
honra.
Los niños agradecen nuestras palabras. Pero también les
gusta que los escuchemos de vez en cuando. Y eso, estarás
de acuerdo conmigo, en que es nuestra asignatura
pendiente.
¿Por qué muchas veces nos mostramos reticentes a
escuchar a los niños? La respuesta es bastante sencilla. En
ocasiones, los pequeños nos hablan sobre cosas que, a
nuestro modo de ver “adulto”, nos parecen banales, e
incluso absurdas.
Pero no lo son para el niño. En absoluto.

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Recuerdo una anécdota impactante de mi maestro de
psicología de primer año de carrera.
Estando en el aula, un niño empezó a llorar
desconsoladamente. El maestro se acercó a él y le preguntó
qué le ocurría. El niño le mostró su goma de borrar, la cual
se había partido en dos. El maestro, un tanto confundido,
empezó a explicarle (a hablarle) que aquello no tenía
importancia. Que solo era una goma de borrar, y que podía
comprarse otra. Como estaréis intuyendo, aquel
razonamiento no calmó al niño en absoluto.
Al cabo de unos días, la madre del niño explicó al maestro
que su padre había fallecido hacia poco, y que aquella goma
había sido el último regalo que le había hecho a su pequeño.
No son “cosas de niños”. Por favor, dejemos de utilizar esa
expresión tan ignorante. El niño tiene una buena razón para
hablarnos sobre algo. Es importante para él. Y si no vemos
la importancia, es porque no estamos mirando desde sus
ojos.
—¡Mira, papá! ¡Esa rama se mueve!
—Qué tontería. Pues claro que se mueve. Es el viento.
No le hemos escuchado. Ese niño nos está diciendo que es
la primera vez que ve moverse una rama. No sabe que es el
viento lo que la mueve. Para él es magia, y quiere compartir
esa magia del asombro con nosotros.

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Los niños se esfuerzan por que los escuchemos. No es fácil
hacerte oír cuando llegas al mundo. Los adultos hablan un
idioma raro que no se entiende. Enseguida percibes, por su
tono de voz, si su actitud es cariñosa, indiferente, atenta o
irritable.
Te gustaría decirles que los necesitas. Que te duelen los
dientes. Que te encantaría que jugasen contigo, o que te
cambiasen el pañal. Pero a menudo están demasiado
ocupados, o te hablan y hablan... pero no te escuchan.
Entonces, expresas como puedes tus deseos y tus miedos:
berreas y pataleas.
Lo mejor es cuando las personas mayores procuran entender
lo que quieres, te escuchan. Y sobre todo, cuando te lo
explican con sus palabras: despacito y con ternura, para que
poco a poco te vayas acostumbrando a su lenguaje.
— Philippe Meirieu
Una llamada de atención

Recuerda siempre escuchar. Pero escuchar de verdad;


mirando desde los ojos del niño, que nuevos son y nuevo
todo lo ven.
A veces, los niños no necesitan nuestras palabras.
Tan solo nuestros oídos.

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CAPÍTULO 5:
Carta de un Hijo a su Padre

Los niños aprenden más de nuestra actitud que de lo que


les enseñamos. Mostrar una actitud amable con el cartero
cuando tu hijo está presente, funciona mucho mejor que
decirle: «Sé amable con la gente», y luego ponerte a
despotricar sobre alguien a la primera de turno.
Sobre este concepto (que la actitud vale más que las
palabras), siempre transmito el que me parece el mejor y
más tierno ejemplo.
La carta que te muestro a continuación pertenece al libro Lo
mejor de nuestras vidas, escrito por Lucía Galán Bertrand. Y
tal como aclara ella, esta carta podría ser perfectamente
escrita por cualquier niño.

Papá, sé que estás cansado, que acabas de llegar a


casa, pero ¿sabes una cosa? Que te estoy viendo. Creo
que no te has dado cuenta aún.

Veo cómo te levantas por las mañanas temprano. Me


gusta cuando, de tanto en tanto, canturreas mientras
te afeitas. A veces ¡incluso bailas con la toalla
anudada a la cintura! ¡Eso es genial! ¡Me encanta! Veo
cómo mamá sonríe. Hasta vi un día cómo se te cayó
la toalla al suelo y mamá casi se muere de la risa.

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Veo cómo tratas a mamá, cómo tratas a mis
hermanos. Escucho las conversaciones que tienes con
mi hermana mayor cuando viene con malas notas.
Escucho también cómo a veces te desesperas al oír
llorar a mi hermano pequeño.

Veo que hay días en los que mamá y tú os reís por


cosas tontas que no entiendo, pero me gusta veros
así. Veo cómo la besas y como, a veces, le das un
cachete en el culete. Veo cómo mamá se ríe cuando
lo haces, se ve que le gusta.

También escucho las palabras que dices cuando estás


muy enfadado. Suenan mal. Eso no me gusta. No me
gustan los portazos, ni ver a mamá triste.

Papá, veo cómo tratas a tus compañeros de trabajo,


a tus amigos. Hasta veo cómo le hablas al jardinero o
al portero. Lo veo todo.

Veo cómo te preocupas cuando llama la abuelita,


cómo vas cada domingo a darle un beso y llevarle
churros para desayunar.

Intento quedarme callado cuando te veo preocupado,


decaído; no te escondas, papá, porque de eso también
aprendo. Aprendo de los abrazos que te da mamá en
un intento de consolarte, abrazos sin fin que me da
también a mí cuando lloro. ¡Qué gustito da! ¿Verdad,
papá?

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Escucho lo que dices frente a la televisión cuando
mamá y tú habláis de las noticias. Veo cómo tapas a

mamá con la manta si se ha quedado dormida en el


sofá mientras le besas en la frente…, y aprendo.
Aprendo de ti, papá, ¿no lo estás viendo?

Veo lo que te gusta, lo que no te gusta. Leo tus


revistas, escucho tu música. Escucho tu risa, tus
carcajadas también. A veces escucho tus gritos.
Escucho tus “te quiero”, tus “te he echado de menos”,
tus “lo siento”, tus “gracias”, tus “lo superaremos”,
tus “confío en ti”… Lo escucho todo.

Veo, escucho, siento y aprendo. Y, cuando llegue el


momento en el que sea mayor y no sepa qué hacer,
no tendré más que pensar en ti y en lo que tú harías,
en lo que tú hacías, en lo que tú haces…

No te preocupes tanto por que lo aprenda todo en el


colegio. Sospecho que cuando de verdad sea mayor
como tú y tenga problemas, problemas “de la vida
real”, como tú dices, no me acordaré del cole, sino que
me acordaré de ti. De lo que tú me enseñaste, de lo
que tú me mostraste. De todo aquello que me hiciste
sentir cuando solo tenía ojos para ti.

Porque quizá no recuerde los detalles, quizá no


recuerde tus palabras exactas, pero lo que sí
recordaré sin lugar a duda es lo que sentí. Lo que sentí
al verte reír, al verte llorar, al verte gritar, al verte
hablar con unos y con otros, al verte… vivir.
20
Cuando tenga mi primer trabajo, trataré a mis
compañeros como tú tratabas a los tuyos. Cuando
tenga hijos, les hablaré como tú me has hablado. No
sabré hacerlo de otra forma.

Y a mi mujer, si se queda dormida en el sofá, ¿qué le


haré, papá?

La taparé con la manta mientras la beso en la frente.

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CAPÍTULO 6:
¿Examen? ¡Yupi!

Llega el temido día:


Examen.
Piernas temblorosas, manos frías, uñas mordidas. Y ya
puede hacer un sol delicioso, que para la mayoría de los
niños es un día gris.
Alumnos grandes y pequeños sufren de elevadísimo estrés
ante los exámenes. Personalmente, creo que los niños de
hoy tienen más miedo al examen, que al monstruo de
debajo de la cama.
Permíteme hacerte una pregunta un tanto utópica:
¿Y si existiera un examen que los niños disfrutaran
haciendo?
¿Y si hubiera un examen que los niños realizasen de buen
agrado, sin nervios, incluso… divirtiéndose?
Pues te traigo buenas e increíbles noticias. Ese examen
existe. Y tiene un nombre: Examen Competencial.
A continuación te presento dos tipos de examen. El primero
lo reconocerás enseguida. Es el típico examen tradicional.
Ya sabes: define, explica, completa… Es el examen que todos
hemos hecho. El que aterroriza a los niños.
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El segundo es un examen competencial. ¿Qué quiere decir
eso? Es un examen que sumerge a los niños en situaciones
reales o imaginarias para evaluar una competencia (por
ejemplo, escribir una carta).
Estos dos exámenes son para la asignatura de Lengua de 5º
de Primaria. ¡Mucha atención! Porque ambos exámenes
trabajan exactamente los mismos contenidos, pero de
forma totalmente distinta.
Los exámenes los encuentras en la carpeta Zip del libro, en
la carpeta: «Extras»
Te animo a que, si tienes hijos, les presentes estos dos
exámenes y que elijan cuál de ellos les gustaría hacer.
(Creo que ya sabes la respuesta, pero créeme, vale la pena
verles la cara cuando ven un examen competencial por
primera vez) 😉

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CAPÍTULO 7:
Disipando la Niebla del Ego

Los niños no solo sufren estrés por los exámenes en sí. El


estrés se debe a las expectativas que depositamos sobre
ellos. Expectativas que, por cierto, suelen ser muy pesadas.
Seamos sinceros: a todos nos gustaría que nuestro hijo
sacara sobresalientes. Es tentador el deseo de que nuestro
hijo sea mejor que los demás niños, que destaque. Es
agradable cuando el profesor nos dice que nuestro hijo es
de los mejores de la clase.
Pero ahora, volvamos a meternos en la piel del niño.

Cada día tengo que esforzarme mucho para cumplir lo que


esperan de mí los mayores.
Tengo que acertar lo que me preguntan. Porque si no, me
miran mal.
Debo luchar para destacar entre mis veinte compañeros de
clase.
Debo memorizar todas las lecciones perfectamente.
Sacar la nota más alta en el examen.
No tener faltas de ortografía.
Portarme como se supone que debo hacerlo.
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Estoy cansado, pero debo quedarme hasta tarde para
terminar los deberes.
Y muy importante: debo quedar primero en la competición de
natación, para llevar a casa esa medallita que tanto les gusta
a mamá y a papá.
Y también tengo que ganar el partido de baloncesto. Y
conseguir el siguiente cinturón de karate.
Si no lo hago, les decepcionaré.

Este es el día a día de muchos niños. Y es agotador.


No es difícil adivinar que esto tiene serias consecuencias.
Desde el agotamiento mental y la apatía emocional, hasta el
consumo de ansiolíticos y somníferos. Recuerda que
hablamos de niños.
¿Y qué ocurre cuando los niños no llegan a cumplir lo que
se espera de ellos?
Más de una vez he oído hablar de un niño que falsificaba sus
notas escolares. Tal es la desesperación de los niños por no
decepcionarnos. Pero cuando esto ocurre, ¿qué hacemos?
Les castigamos severamente, en vez de preguntarnos qué
estaremos haciendo tan mal para que el niño llegue a
maquinar esas mentiras.
Está bien animar a que el niño se esfuerce, que trate de
hacerlo bien, que consiga logros. Pero cuidado. No
confundamos eso con engordar nuestro propio ego,
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intentando que nuestro hijo sea un “superhijo”. No lo es. Es
una personita. Y tiene sus propios límites y necesidades.
En lugar de cargarle con nuestras expectativas, dejemos
que se forme las suyas propias. Que aprenda a establecer
sus propias metas, aquellos propósitos que le ilusionen, que
le hagan crecer, siempre acompañados por nosotros,
naturalmente. Pero que sean sus expectativas, no las
nuestras.
Y enseñémosle también que no pasa nada si no consigue
cumplirlas. El auténtico mérito es haberlo intentado, con
todas nuestras ganas. Cuando lo intentamos, aprendemos.
Y cuando aprendemos, siempre ganamos.
Haber disfrutado el proceso también es importante. ¡Que
no todo ha de ser conseguir una medalla o un diez! Más
importante es que disfrutemos la actividad, por el simple
hecho de practicarla. ¿No te parece que tiene sentido?
Preguntemos al niño sobre lo que piensa. Preguntémosle si
realmente quiere practicar tres deportes a la semana. Si se
siente agobiado por las tareas del colegio. Preguntémosle si
está cansado. Si quiere hacer un descanso para merendar, o
si le apetece dar un paseo para despejarse, o si quiere
echarse un rato (los adultos lo necesitamos de vez en
cuando, ¿por qué ellos no?) Y si lo notamos inquieto o
nervioso, preguntémosle si quiere hablar con nosotros.
Por favor, abandonemos ese pavoroso y desesperado deseo
de que nuestro hijo sea mejor que los demás. De que
destaque. De que sea objeto de halagos y premios.
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Abandonemos esa competitividad salvaje, la obsesión del
“niño perfecto”.
Cada niño tiene defectos y talentos. Un niño puede ser un
desastre en ortografía, pero un auténtico amor a la hora de
ayudarnos a poner la mesa. Valoremos sus virtudes y
aceptemos sus defectos. Recuerda que aceptar es el primer
paso para mejorar.
Cada niño es único, así que, ¿no te parece que es absurda la
idea de querer compararlo con otro, o de intentar que sea
“mejor” que otro?

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CAPÍTULO 8:
EL AMOR NO ES UNA
RECOMPENSA

Todos lo sabemos: vivimos en un mundo muy competitivo.


Lo percibimos cada día. En la calle, cientos de anuncios
compiten por nuestra atención. En el trabajo, la gente
compite por el puesto más alto. En una simple conversación
entre amigos, los dos compiten por tener la razón.
La competición está por todas partes.
Y en el colegio, la cosa no es diferente.
Te hago la pregunta de oro: ¿Qué es lo que más desean los
niños en el mundo entero?
Ser amados y aceptados. Por sus padres, sus maestros y sus
semejantes.
Así que llegan al colegio cada día y se enzarzan en una lucha
por la supervivencia, por trepar a lo más alto, por ganarse
el ansiado y exclusivo reconocimiento.
Porque esa es la filosofía que siguen muchos colegios (no
todos, por suerte, pero sí muchos). Su filosofía, consciente
o inconsciente es esta:
Saca sobresaliente, y destacarás. Queda el primero, y tendrás
mi reconocimiento. En pocas palabras: ¿Quieres mi amor?
Lucha por él.
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Gánatelo.
Sé lo que puedes estar pensando. Y sí. Es un chantaje
emocional en toda regla. Esto convierte al colegio en un
campo de batalla, donde los alumnos luchan entre ellos
para ser aceptados.
Y así comienzan los comportamientos pedantes, el
postureo, las actitudes enmascaradas, las burlas, los
insultos a quien está más bajo, el acoso como una forma de
imponerse y llamar la atención, el aislamiento social como
táctica para eliminar al oponente.
Es la ley de la selva. Todo vale con tal de ser “el mejor”.
Pero como hemos visto a lo largo de todo este libro, para
cada problema existe una solución. Para cada mal camino,
existe una alternativa.
Si has llegado hasta este punto del libro, tengo la
corazonada de que sabes cuál es. Tal vez no lo puedas
expresar con palabras, pero en el fondo lo sabes.
La solución está en emplear el amor como un método, y no
como una recompensa. Empezar a enseñar ofreciendo
nuestra plena aceptación y cariño al niño. Sin importar que
escriba hola sin hache, o que no sepa la tabla del 2. Eso no
hace al niño más o menos valioso; no lo hace más o menos
merecedor de nuestro amor.
La solución está en demostrar que no hay que luchar para
ganar el reconocimiento. En enseñar que se llega más lejos
luchando todos juntos por un mismo objetivo. Enseñar que
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no se trata de ser mejor que el otro, sino de hacerse mejor
con la ayuda del otro.
La solución está en enseñar a apreciar la singularidad de los
demás. En enseñar que, si miramos a una persona con
profundidad, podremos ver reflejadas nuestras propias
luces y nuestras propias sombras.
La solución está en enseñar a ver al otro como un
compañero de camino, y no como un enemigo.
La solución está en enseñar que empujar al otro para
dejarlo atrás no es nuestra verdadera naturaleza. Tú sabes
que no.
Nuestra verdadera naturaleza es ofrecer la mano a quien la
necesita, para que no se quede atrás. Así es como hemos
llegado lejos.
La solución está en que el amor no sea una recompensa.
La solución está en empezar por el amor.
Si el niño no recibe nuestro amor de primeras, si hacemos
de ese amor una recompensa, una meta, jamás conseguirá
llegar a él. Porque jamás logrará cumplir nuestras egóticas
expectativas. Recuerda el capítulo anterior. Nunca será
suficiente. Y por ello, jamás conseguirá amarse a sí mismo.
Y una persona que no se ama a sí misma, ¿cómo crees que
trata a las demás personas? En esta frase se encuentra gran
parte del sufrimiento del mundo.

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De modo que empecemos por el amor. Ya llegarán luego los
logros y las notas. Ya llegará el día en que echen a volar.
Pero primero tenemos que darles alas, para que puedan
volar bien alto.
Y esas alas solo se pueden crear con amor.

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CAPÍTULO 9:
Cuentos para el Alma

He querido dedicar el último capítulo de este libro a los


cuentos.
Los cuentos son poderosos. Pueden tener más influencia en
los niños de lo que creemos. En mi caso, mi madre me leía
cuentos de pequeño, y estoy convencido de que gracias a
eso desarrollé el gusto por crear historias.
Y gracias a eso, hoy puedes leer este libro, y muchos otros
míos.
Me gustaría explicarte la importancia del cuento con un
ejemplo un tanto “científico”. Seguro que te hace pensar.
Pongámonos en situación.
Llega la noche. Es hora de dormir. El niño se acuesta.
Biológicamente, es un momento muy delicado para la
supervivencia del pequeño. Imagínalo en la época
prehistórica, sin la protección que hoy tenemos todos. Irse
a dormir supone quedarse totalmente indefenso,
vulnerable, de modo que cualquier depredador al acecho
puede acabar con su vida.
Me viene a la mente el famoso “monstruo del armario”.
¿Podría ser un producto residual del miedo ancestral a los
peligros de la noche?
32
En conclusión, en un momento tan vulnerable como el
sueño, el niño necesita saber que estará a salvo. Necesita
sentirse seguro. Y es ahí donde entra el cuento.
Pero no hablaré aquí de los beneficios que supone el cuento
en sí. El sabio profesor Google tiene montones de listas
respecto a ese tema. De lo que quiero hablar es sobre el
ritual que implica el cuento.
Es algo más que leer una historia. Se trata de una reunión
entre padre, madre o ambos, con su hijo. Para el niño, es un
momento de intimidad en el que el mundo entero se cierra,
desaparece, y no existe nada más que mamá y papá. Solo
tiene ojos y oídos para ellos.
En ese momento de total vulnerabilidad que precede al
sueño, el niño se encuentra arropado por las dos personas
en las que más confía en el mundo. La presencia, la voz, el
olor de sus padres, le transmite seguridad. Todo va bien.
Está a salvo. Lo más importante para él no es el cuento, sino
saber que sus padres están ahí.
Y así, la respiración se apacigua. La presión sanguínea baja.
La mente se relaja. El niño cierra los ojos, con la confianza
de que no le sucederá nada malo mientras duerma. Porque
sus padres están ahí.
Si buscas un buen libro para leerle a tu hijo mientras se
duerme, en mi web tienes un montón de libros para niños
de todas las edades.

33
¡Échales un vistazo!

Puedes conseguirlos en:


www.educandoheroes.com/libros

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EPÍLOGO
Doce Kilómetros

12.262 metros. Esa es la profundidad del agujero más


profundo cavado por el ser humano. 12 simples kilómetros,
de los 6.300 que existen hasta el núcleo de la Tierra.
Este logro podría compararse con nuestro conocimiento
de los niños. Aunque es cierto que desde hace ya más de un
siglo se está poniendo gran interés en comprender a los
niños. Y nuestro conocimiento sobre ellos ha avanzado
mucho. Al menos, en la dimensión mental.
Sin embargo, la mayoría de nosotros seguimos
desconociendo los secretos que guardan estos pequeños.
Muchas veces no comprendemos lo que dicen, lo que
piensan o lo que sienten. Actuamos por instinto, o
especulando sobre lo que será mejor para ellos. Pero se nos
escapan muchas cosas.
Te habrá llamado la atención, unas líneas más arriba,
cuando he dicho: «Nuestro conocimiento sobre los niños ha
avanzado. Al menos, en su dimensión mental». ¿Qué quiero
decir con esto?
Como sabrás, la Tierra está dividida en varias “capas”. La
más cercana a la superficie es la más fina. Las capas más
profundas son las más gruesas. Bien. En el caso de los niños,

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la capa más superficial es la mental. Una capa que hemos
explorado y que conocemos bastante bien.
¿Pero qué hay del resto? ¿Existe una dimensión más
(mucho más) profunda del niño que aún no conocemos? Lo
cierto es que sí. Y si estás interesado en conocerla, te
recomiendo leer a Tobin Hart (lo tienes en la bibliografía).
El título de este libro era Viaje al centro del niño, pero
sospecho que solo he logrado arañar la superficie. Nos
queda mucho por recorrer. Este libro es solo una pequeña
contribución, mi granito de arena en este gran viaje a las
inmensas y mágicas profundidades del niño.
Mi único y humilde deseo es haberte inspirado.
Inspirado a que, la próxima vez que veas a un niño, seas
consciente de que estás contemplando a un ser
extraordinario.

Un fuerte abrazo.

Si quieres profundizar aún más en los secretos para una


educación exitosa, tienes la segunda parte de este libro
disponible en:

https://payhip.com/b/vE0cG

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© 2023 Alex Gil Zulueta – Todos los Derechos Reservados.

www.educandoheroes.com

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