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La Pedagogía de Frontera y la Política del Postmodernismo

Henry A. Giroux
Revista Intringulis Nº 6. Sept – Diciem. 1992. pp. 33-47

"La educación puede ser, por derecho, el instrumento por el cual todo individuo, en una sociedad como la
nuestra, puede tener acceso a cualquier clase de discurso. Pero todos sabemos que en su distribución, en lo
que permite e impide, sigue las trilladas líneas de combate del conflicto social. Todo sistema educativo es un
instrumento político para mantener o modificar la apropiación del discurso con el conocimiento y el poder
que lleva consigo".
M. Foucault: La arqueología del saber Pedagogía de Frontera: Una Introducción

En las líneas siguientes quiero adelantar los aspectos más útiles y potencialmente transformadores de la
pedagogía de frontera, ubicándola dentro de aquellas consideraciones políticas y culturales más amplias
que están empezando a redefinir nuestra tradicional visión de la comunidad, del lenguaje, del espacio y
de la posibilidad. La pedagogía de frontera tiene interés de desarrollar una filosofía pública democrática
que respeta la noción de diferencia como parte de una lucha común por extender la calidad de la vida
pública. La noción de pedagogía de frontera no sólo presupone un reconocimiento de las cambiantes
fronteras que socavan y reterritorializan las diferentes configuraciones de la cultura, el poder y el
conocimiento; también enlaza las nociones de enseñanza y educación con una lucha más substancial
por una sociedad democrática radical. Es una pedagogía que intenta ligar una noción emancipadora del
modernismo con un postmodernismo de resistencia.

¿Qué es lo que esto sugiere para redefinir la teoría educativa radical y la práctica como una forma de
pedagogía de frontera? Hay varias consideraciones teóricas, referentes a esa pregunta, que necesitan ser
consideradas. Primera: la categoría de frontera señala, en el sentido metafórico y literal, cómo el poder
se imprime, de diferentes maneras, en el cuerpo, en la cultura, en la historia, en el espacio, en el
territorio y en la psique. Las fronteras obtienen un reconocimiento de aquellos límites epistemológicos,
políticos, culturales y sociales que definen "los lugares que son seguros e inseguros, los que nos
distinguen a <nosotros> de <ellos>" (Anzaldua, 1987, p. 3). Las fronteras cuestionan el lenguaje de la
historia, del poder y de la diferencia. La categoría de frontera también prefigura el criticismo cultural y
los procesos pedagógicos como una forma' de cruce de frontera; o sea, señala formas de transgresió n de
las cuales las fronteras existentes, forjadas en la dominación, pueden ser retadas y redefinidas.
Segunda: también habla de la necesidad de crear condiciones pedagógicas en las cuales los estudiantes
se conviertan en cruzadores de fronteras para entender la "alteridad" en sus propios términos y crear
después tierras fronterizas en las cuales los diversos recursos culturales permitan el diseño de nuevas
identidades dentro de las actuales configuraciones de poder. Tercera: la pedagogía de frontera sirve
para hacer visibles las fuerzas y limitaciones, histórica y socialmente construidas, de aquellos lugares y
fronteras que heredamos y que encuadran nuestros discursos y relaciones sociales; más aún, como parte
de una más amplia política de la diferencia, la pedagogía de frontera hace primario el lenguaje de lo
político y lo ético. Enfatiza lo político examinando cómo las instituciones, el conocimiento y las
relaciones sociales se imprimen en el poder de manera diferente; destaca lo ético examinando cómo las
cambiantes relaciones del conocer, el actuar y la subjetividad son construidas en espacios y relaciones
sociales basados en juicios que exigen y encuadran "diferentes modos de respuesta al otro (por ejemplo,
entre aquellos que transfiguran y los que desfiguran, los que se preocupan por el otro y su alteridad y
los que no lo hacen)" (Kearney,1988, p. 369). Como parte de una práctica pedagógica radical, la
pedagogía de frontera apunta hacia la necesidad de condiciones que permitan a los estudiantes escribir,
hablar y escuchar en un lenguaje en el cual el significado se convierte en multiacentuado, disperso y
resistente a una clausura permanente. Este es un lenguaje con el cual uno habla "con otros" más que
exclusivamente "a otros". La pedagogía de frontera necesita refigurar las fronteras del modernismo y
del postmodernismo como divisiones rígidas u oposiciones binarias; en vez de eso, apunta hacia una

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tierra fronteriza que sirve para combinar los mejores alcances de ambas. De acuerdo con eso, los
educadores y trabajadores de la cultura necesitan combinar el énfasis modernista sobre la capacidad de
los individuos para usar la razón crítica a fin de dirigir la problemática de la vida pública, con un
interés postmodernista sobre cómo podemos experimentar la acción en un mundo constituido en
diferencias no apoyadas por fenómenos trascendentes o garantías metafísicas. De ese modo, la
pedagogía de frontera puede reconstruirse a sí misma en términos que son tanto transformantes como
emancipadores.

La Pedagogía de Frontera como Contratexto

Es de máxima importancia, en la noción de pedagogía de frontera, entender cómo la relación entre el


poder y el conocimiento actúa como la práctica de la representación y como la representación de la
práctica para asegurar determinadas formas-de autoridad. Pero desafiar a tales representaciones y
prácticas supone algo más que revelar los intereses específicos de clase, racistas, patriarcales y
eurocéntricos, producidos y legitimados por los cánones establecidos en los diversos niveles de la
enseñanza. Mientras que las fronteras del conocimiento disciplinario existente necesitan ser desafiadas y
refiguradas, es también crucial reconocer que la formación del conocimiento es, como lo ha señalado
Gayatri Spivak, ambas cosas: "Las condiciones de las instituciones y los efectos de las instituciones"
(Spivak, 1990, p. 785). En este caso, la pedagogía de frontera debe asumir la doble tarea de no sólo crear
nuevos objetos de conocimiento sino también de señalar cómo las desigualdades, el poder y el sufrimiento
humano, están enraizados en las estructuras institucionales básicas. Como un proceso pedagógico, con la
intención desafiar las fronteras de conocimiento existentes y de crear otras nuevas, la pedagogía de
frontera ofrece a los estudiantes la oportunidad de comprometerse en las múltiples referencias que
constituyen diferentes códigos culturales, experiencias y lenguajes. Esto significa educar a los estudiantes
para que lean estos códigos histórica y críticamente y al mismo tiempo aprendan los límites de tales
códigos, incluyendo los que ellos usan para construir su propia narrativa y sus historias. La parcialidad se
convierte, en este caso, en la base para reconocer los límites que son parte de todos los discursos y
necesita tomar un punto de vista crítico de la autoridad tal como se usa para asegurar todos los regímenes
de la verdad que niegan las brechas, los límites, la especificidad y las contra-narrativas (Chambers, 1990).
Dentro de este discurso, los estudiantes deben comprometerse con el conocimiento como cruzadores de
frontera, como gente que entra y sale de las fronteras construidas alrededor de las coordenadas de la
diferencia y el poder (Hicks, 1988). Estas fronteras no son sólo físicas, son culturales, construidas
históricamente y organizadas socialmente dentro de reglas y normas que limitan y capacitan a identidades
determinadas, a potencialidades individuales y a formas sociales. En este caso, los estudiantes cruzan los
territorios del significado, los mapas del conocimiento, las relaciones sociales y los valores que son
crecientemente negociados y reescritos, a medida que los códigos y reglas que los organizan se
desestabilizan y remodelan. La pedagogía de frontera descentra a medida que reubica. El terreno de
aprendizaje se liga inextricablemente con los cambiantes parámetros de lucha, identidad, historia y poder.

La pedagogía de frontera cambia el énfasis de la relación conocimientopoder, del


limitado énfasis en la territorialidad de la dominación a la cuestión políticamente
estratégica de involucrarse en los caminos en los cuales el conocimiento puede ser
reubicado, reterritoria lizado y descentrado en los intereses más amplios de reescribir
las fronteras y coordenadas de una política cultural oposicio nista.

Más que un abandono de la crítica, esto es una extensión de sus posibilidades. La pedagogía de frontera
incorpora el énfasis postmoderno en la crítica de textos oficiales y en el uso de modos alternativos de
representación (mezcla de video, fotografía e impresión). También incorpora la cultura popular como
un objeto serio de la política y el análisis y centraliza en su proyecto la recuperación de aquellas formas
de conocimiento e historia que caracterizan a los "otros" alternativos y oposicionistas (Giroux y Simon,
1988). Cómo estas prácticas culturas pueden ser tomadas como prácticas pedagógicas ha sido

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demostrado por varios teóricos (Simon, Dippo y Schenke, 1991: Walsh, 1991; Sullivan, 1990; Giroux y
Simon, 1988; Cherryholmes, 1988; Weiler, 1988; Hodge y Tripp, 1986).

La pedagogía de frontera debe tomar la cuestión de la desmitificación como una tarea


pedagógica central.

Dependiendo del nivel de enseñanza, a los estudiantes se les deben ofrecer oportunidades no sólo de
leer textos que afirman y cuestionan la complejidad de sus propias historias, sino también la
oportunidad de desarrollar un discurso contra los límites establecidos del conocimiento. Por ejemplo,
educadores como William Bigelow y Norman Diamond han creado materiales de curriculum
alternativo relacionados con la historia del trabajo y de los trabajadores en los Estados Unidos (Bigelow
y Diamond 1988). Roger Simon y sus colaboradores, en el Instituto Ontario para estudios sobre
educación, han producido materiales curriculares usando películas como un modo de acercamiento,
basado en los estudiantes, a la educación antirracista (Simon Et Al., 1988). Igualmente importante es la
necesidad de los estudiantes de crear sus propios textos. En este aspecto, Katie Singer (1984) ha
trabajado con estudiantes de la South Boston High School de Massachusetts para realizar historias
orales de sus comunidades, su vida familiar y su barrio, como parte de un proyecto más amplio para
producir antologías utilizadas en los programas bilingües y de escritura. En estos ejemplos, no sólo son
retadas, cruzadas y refiguradas las fronteras sino que se crean zonas fronterizas en las que la misma
producción y adquisición de conocimiento son utilizadas por los estudiantes para reescribir sus propias
historias, identidades y posibilidades de aprendizaje.

Además de leer diferentes textos y de refigurar los terrenos en los cuales se produce el conocimiento, la
pedagogía de frontera toma la importante tarea de establecer condiciones para que los textos
subordinados y dominante sean leídos de manera diferente. En este caso, los textos deben ser
descentrados y entendidos como construcciones históricas y sociales marcadas por el peso de las
lecturas especificadas y heredadas. De allí que los textos puedan ser leídos enfocando el cómo las
diferentes audiencias pueden responder a ellos, destacando así las posibilidades de leer contra, dentro y
fuera de sus límites establecidos. Los textos deben ser también entendidos en términos de los principios
que los estructuran. Esto sugiere no sólo identificar intereses ideológicos precisos, sean racistas,
sexistas o específicos de clase sino también entender cómo las prácticas distintivas encuadran en
realidad dichos textos fijándose en los elementos que los producen, dentro de circuitos de poder
establecidos. Esto implica analizar la economía política de las editoras, las fuerzas, fuera de la escuela,
que convierten ciertos textos en objetos legítimos de conocimiento, especiales formas de valoración y
legislación del Estado que privilegian la lectura de ciertos textos y cómo los estudiantes de diferente
formación social y procedencia pueden leer los textos de manera diferente y por qué. La pedagogía de
frontera, como tal, está contra el curriculum totalizante y contra prácticas pedagógicas que marginan
diversas culturas e historias de los estudiantes al seleccionar aspectos de producción, audiencia,
dirección y recepción. De la mima manera, la pedagogía de frontera está contra la enseñanza "de
transmisión" o lo que Paulo Freire (1973) ha llamado "educación bancaria", oponiéndose al aprendizaje
basado en el consumo superficial de textos. "Interrumpiendo" las prácticas representativas que claman
por la objetividad, la universalidad y el consenso, los trabajadores de la cultura pueden desarrollar
condiciones pedagógicas en las cuales los estudiantes puedan leer y escribir dentro y contra los códigos
culturales existentes, mientras que al mismo tiempo se les da la oportunidad de crear nuevos espacios
para producir nuevas forma de conocimiento, subjetividad e identidad. Dentro de tal discurso, las
importantes realidades sociales y políticas serían incluidas, en vez de excluirlas, en el curriculum
escolar y el proceso de leer diferente y críticamente se dirigiría no solo hacia los textos dominantes sino
también hacia dentro de sí mismo (Solomon-Go- deau, 1987).

Otros ejemplos de cómo una pedagogía postmoderna de resistencia puede iluminar la noción de
pedagogía de frontera, pueden ser hallados en algunos de los recientes trabajos sobre teoría educativa y

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cultural popular (Giroux y Simon, 1989). Se están trabajando tres importantes aspectos. Primero: en
este trabajo hay un interés principal por entender de qué manera la producción de significado está
relacionada con las implicaciones afectivas y con la producción de placer. Desde este punto de vista es
necesario que los maestros incorporen en su pedagogía una comprensión teórica de cómo la producción
de significado y las economías de placer se convierten mutuamente en constitutivos de la identidad de
los estudiantes, cómo se ven ellos mismos y cómo construyen una especial visión de su futuro.
Segundo: la naturaleza del cómo los estudiantes están insertos en diferentes economías afectivas y el
modo como las consideran, debe ser repensado a la luz de varias consideraciones pedagógicas
importantes. Una de tales consideraciones es que la producción y regulación del deseo debe ser vista
como un aspecto crucial del cómo los estudiantes median, relacionan, resisten y crean peculiares forma
culturales y de conocimiento. Otro interés es que la cultura popular sea vista como un aspecto legítimo
de la vida diaria de los estudiantes y como una fuerza primaria que conforma las variadas y a menudo
contradictorias posiciones de sujeto que los estudiantes adoptan. En fin, la cultura popular necesita
convertirse en un objeto serio de estudio en el curriculum oficial. Esto puede hacerse tratando la cultura
popular como un objeto claro de estudio dentro de disciplinas académicas determinadas, tales como el
estudio de los medios de comunicación o considerando los recursos que produce para relacionar varios
aspectos del ccu7iculum oficial (Simon y Giroux, 1988).

En todos estos ejemplos, importantes elementos de una pedagógica de frontera, conformada por el
criticismo postmoderno, toman una dirección en la cual las narrativas maestras, basadas en
concepciones específicas de clase, patriarcales y de la raza blanca, pueden ser críticamente desafiadas y
efectivamente desterritorialzadas. O sea, al ofrecer un lenguaje teórico para establecer nuevas fronteras
con respecto al conocimiento, la mayoría de las veces asociado con los márgenes de la cultura
dominante, los discursos postmodernos abren la posibilidad de incorporar al curriculum una noción de
pedagogía de frontera en la cual las prácticas culturales y sociales ya no necesitan ser ubicadas o
referidas sólo en base a los modelos dominantes de la cultura occidental. En este caso, las formas de
conocimiento que emanan de los márgenes pueden ser usadas para redefinir las realidades
heterogéneas, múltiples y complejas que constituyen aquellas relaciones de diferencia que producen las
experiencias de los estudiantes, quienes con frecuencia encuentran imposible definir sus identidades a
través de los códigos políticos y culturales que caracterizan a la cultura dominante.

La pedagogía que informa esta visión del conocimiento enfatiza la relación no sincrónica entre la
posición social de uno y los múltiples modos en que la cultura es construida y leída. Quiere decir que
no hay una relación predeterminada, única, entre un código cultural y la posición de sujeto que un
estudiante ocupa. La clase, raza, sexo o etnicidad de uno puede influenciar pero predeterminar
irrevocablemente el cómo uno adopta cierta ideología, lee determinado texto o responde a particulares
formas de opresión. La pedagogía de frontera reconoce que los maestros, los estudiantes y otros, con
frecuencia "leen y escriben la cultura en diferentes niveles" (Kaplan, 1987 p. 187). Desde luego que las
diferentes posiciones de sujeto y formas de subyugación que se constituyen dentro de estos varios
niveles y relaciones de cultura, tienen la potencialidad de aislar y enajenar en vez de abrir la posibilidad
para el criticismo y la lucha. Lo que está en juego aquí es el desarrollo de una pedagogía de frontera
que pueda trabajar fructíferamente para romper esas ideologías, esos códigos culturales y prácticas
sociales que impiden a los maestros y estudiantes reconocer cómo operan las formas sociales, en
coyunturas históricas determinadas, para reprimir lecturas alternativas de sus propias experiencias, de
la sociedad y del mundo.

La Pedagogía de Frontera y la Práctica de la Memoria Social

"No hay <Aufhebung> en el sentido marxista hegeliano, ni progresión linear o lógica que nos lleven
directamente al futuro, lejos del pasado. En vez de eso, lo que puede proponerse es un cambio
putativo o movimiento que no está más allá y lejos del pasado sino que más bien implica una

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circular regresión a él, un volver, un dar pasos hacia atrás dentro de sus detalles, sus tempranos
silencios y márgenes, sus espacios previamente "en blanco" y sus redes escondidas para extraer de
él un sentido más extenso de lo posible... En vez de bases estables y de una dirección razonable que
nos acompañe en nuestra jornada por el camino único de la verdad hacia lo "real", buscamos
nuestra liberación en las múltiples voces, lenguajes, historias de él y de ella, de un mundo que es
totalmente menos garantizado, pero, por eso mismo, más ligero, más abierto, más accesible y, en un
sentido profundamente secular, más posible". (Chambers,1990, p.10).

El postmodernismo cataloga el proceso de desterritorialización como parte del derrumbe de las narrativas
maestras. Celebra, en parte, la pérdida de certeza y la experiencia de la desfamiliarizacion, aunque
produzca la alienación y el desplazamiento de las identidades (Deleuze y Guattari, 1986). En oposición a
las lecturas conservadoras de este proceso cambiante desestabilizador, creo que tal ruptura del significado
tradicional ofrece importantes puntos de vista para desarrollar las posibilidades de una democracia plural
y radical. Pero este lenguaje corre el riesgo de socavar sus propias posibilidades políticas al ignorar cómo
un lenguaje de diferencia puede ser articulado como un discurso modernista crítico de la vida pública.

Insistiendo en la multiplicidad de las posiciones sociales, el postmodernismo ha desafiado seriamente la


cerrazón política de la modernidad y, al hacerlo, ha proveido espacio para aquellos grupos definidos
generalmente como excluidos.

El postmodernismo ha reafirmado la importancia de lo parcial, lo local y lo contingente


y, al hacerlo, ha dado expresión general a formas de criticismo cultural que desafían
las fronteras de una versión de la historia lineal y centrada.

Quiero demostrar que este nuevo desafío representa una forma de memoria social, una especie de
criticismo y práctica que sirve para conferir significado más que para descubrirlo, escribir historia más
que recibirla y reconocer que aprendemos a recordar de manera diferente. Entendida en estos términos, la
memoria social no es una mera respuesta deconstructiva a la historia tratada como monumental e
inmutable; es también una reacción que indica los peligros de vivir en una era en la que los procesos de
recosificación, comodificación, uniformidad cultural y burocratización aceleran las condiciones para que
la gente no recuerde o de plano no tome en cuenta la historia (Adamson, 1984, p. 238). En este caso, la
memoria social no toma como su proyecto el recuperar la más precisa representación de la historia; en vez
de eso, lee la historia de manera crítica y diferente como parte de un proyecto más amplio para resucitar
los valores políticos emancipadores de la modernidad dentro de un contexto que los abre a una pluralidad
de contextos y posibilidades.

Chantal Mouffe (1988) señala esta postura argumentando que la modernidad tiene dos aspectos
contradictorios: su proyecto político está fincado en una concepción de la lucha por la democracia,
mientras que su proyecto social está atado a un fundamentalismo que alimenta el proceso de
modernización social bajo "la creciente dominación de las relaciones de la producción capitalista" (p. 32)
para Mouffe, el proyecto modernista de democracia debe ser acoplado con una comprensión de los
variados movimientos sociales y la nueva política que han surgido con la era postmoderna. En el centro
de esta postura está la necesidad de rearticular la tradición de libertad y justicia con una noción de
democracia radical; igualmente, no hay necesidad de articula r el concepto de diferencia como algo más
que una mera repetición de pluralismo liberal o una mezcla de diversos intereses con nada en común para
mantenerlos unidos.

Ubicando las diferencias en sitios históricos y sociales determinados se hace posible entender cómo tales
diferencias se desarrollan en redes de jerarquías, prohibiciones y negativas que sirven para premiar a
algunos estudiantes mientras que a otros se les niega el acceso a lo que puede ser enseñado, aprendido y
hablado dentro del sistema escolar público en los Estados Unidos. Las diferencias existen sólo en relación
a las formas sociales en las cuales son enunciadas, o sea, en relación a escuelas, lugares de trabajo y

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familias, así como en relación a los discursos de historia, ciudadanía, sexo, raza, origen y etnicidad.
Separarlos del discurso de democracia y libertad es quitar la posibilidad de articular sus intereses
particulares como parte de una lucha más amplia por el poder o de entender cómo sus contradictorios
intereses individuales se desarrollan dentro de coyunturas históricamente específicas. Los educadores
necesitan diseñar una política crítica de la diferencia y la ciudadanía cultural que reconozca "el carácter
compuesto, heterogéneo, abierto y finalmente indeterminado, de la tradición democrática" (Mouffe, 1988,
p. 41). La cuestión pedagógica en juego aquí es articular la diferencia como parte de la construcción de un
nuevo tipo de sujeto, que sería múltiple y democrático a la vez. Sobre este aspecto, Chantal Mouffe
(1988) escribe lo siguiente:

"Si la tarea de la democracia radical es realmente intensificar la revoluciones democráticas y vincular


las diversas luchas democráticas, tal tarea requiere la creación de nuevas posiciones de sujeto que
permitirían la articulación común de, por ejemplo, el antirracismo, el antiseximo y el anticapitalismo.
Estas luchas no convergen espontáneamente y para establecer equivalencias democráticas es necesario
un nuevo "sentido común" que transformaría la identidad de diferentes grupos de manera que las
demandas de cada grupo podrían ser articuladas con las de otros, de acuerdo con el principio de la
equivalencia democrática. Por eso, no es cuestión de establecer una mera alianza entre intereses dados
sino de modificar realmente la identidad misma de estas fuerzas. Para que la defensa de los intereses
de los trabajadores no se procure a costa de los derechos de las mujeres, los inmigrantes o los
consumidores, es necesario establecer una equivalencia entre estas diferentes luchas. Es sólo bajo
estas circunstancias que las luchas contra el poder (autoritario) se convierten en verdaderamente
democráticas". (p. 42).

El énfasis de Mouffe sobre la diferencia como central en cualquier supuesto democrático es importante
pero no va suficientemente lejos. Stanley Aronowitz (1990) ofrece un análisis político y teórico más
sustancial, vinculando la democracia con la ciudadanía, entendida como una forma de autodirección
constituida en todas las grandes esferas económicas, sociales y culturales de la sociedad. En este contexto,
la democracia toma la tarea de transferir el poder de las élites y autoridades ejecutivas que controlan los
aparatos económicos y culturales de la sociedad, a aquellos productores que manejan el poder a nivel
local. Aquí está en juego el concretar la democracia a través de la organización y el ejercicio del poder
horizontal en el cual "el conocimiento debe ser ampliamente compartido a través de la educación y de los
flujos del libre información, de manera que las decisiones científicas y tecnológicas puedan se tomadas
por gente que no posee ni capital ni credenciales; y la base de la actividad productiva debe ser
radicalmente dispersada no sólo para facilitar el control, sino también... para proveer las condiciones
necesarias para el logro de una sociedad sólidamente generada y relaciones ecológicas que mejoren la
calidad de vida" (Aronowitz, 1990, pp. 299-300). Para Aronowitz, los temas de la democracia y la
ciudadanía ocupan el centro de un proyecto emancipador diseñado para proveer una "significativa
reestructuración de las relaciones sociales de manera que el poder vertical y horizontal fluya de la base de
la sociedad y de las instituciones representativas a un grado tal que sea una consecuencia necesaria de las
asambleas populares que son delegadas y no constituidas por élites que reciben el mando de las victorias
electorales o alianza (Aronowitz, 1990, 302). Aronowitz no sólo disipa el discurso del pluralismo liberal
en su análisis de la lucha democrática y en su llamado para la construcción de esferas públicas populares
sino que también coloca el asunto del poder, la política y la lucha, en el corazón del debate sobre la
democracia radical. ¿Cómo podrán tomarse las cuestiones de democracia, memoria social y diferencia
como parte de una pedagogía de frontera informada por un proyecto de posibilidad? En efecto, el lenguaje
de la democracia radical proporciona la base para que los educadores no sólo entiendan cómo se
organizan las diferencias sino también cóm6 se pueden construir los fundamentos para tal diferencia
dentro de una identidad política enraizada en un respeto por la vida pública democrática (Giroux, 1988
b). Lo que se está sugiriendo aquí es la construcción de un proyecto pedagógico democrático capaz de
movilizar a una variedad de grupos para desarrollar y luchar por lo que Linda Alcoff (1988) llama "una
visión alternativa positiva". Ella escribe lo siguiente: "Como la izquierda debería ya haber aprendido,
no se puede hacer un movimiento que esté siempre y sólo en contra; se debe tener una alternativa

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positiva, una visión de un mejor futuro que pueda motivar a la gente para sacrificar sus tiempo y
energía hacia su realización" (Alcoff, 1988, pp. 418-419). Si la noción de democracia radical es
funcionar como una práctica pedagógica, los educadores necesitan permitir a los estudiantes
comprender la democracia como un modo de vía por el cual se tiene que combatir consistentemente,
por el cual se tiene que luchar y que tiene que ser reescrito como parte de una política oposicionista. La
memoria social representa una forma de criticismo cultural que se niega a tratar la democracia como un
conocimiento meramente heredado; en vez de eso, se basa en el supuesto de que de las luchas de la vida
pública deben ser vinculadas con nociones postmodernas de democracia que "produzcan el organismo y
las fuentes de poder o las inversiones que genera el poder" (De Lauretis, 1987, p. 25). De allí que la
memoria social deba ser vista como parte de un lenguaje de vida pública que promueve un continuo
diálogo entre el pasado, el presente y el futuro. Es una visión de optimismo realizada en la necesidad de
proporcionar un testimonio de la historia, de reclamar aquello que no debe ser olvidado. Es una visión
de la vida pública que exige una continua interrogación al pasado que permita a los diferentes grupos
ubicarse ellos mismos en la historia mientras que al mismo tiempo lucha por construirla.

Como una práctica pedagógica, la memoria social intenta establecer los fundamentos epistemológicos y
éticos para un polític a de solidaridad dentro de la diferencia. Dirigida hacia la especialidad y la lucha,
resucita los diversos legados de acciones y sucesos, apunta hacia la multitud de voces que constituyen
la lucha sobre la historia y el poder. Su enfoque no está en lo ordinario sino en lo extraordinario. Su
lenguaje presenta lo irrepresentable, no como una mera voz aislada sino como una interrupción
subversiva, como un espacio discursivo que se mueve "a contrapelo" a medida que ocupa "una visión...
esculpida en los intersticios de las instituciones y en las grietas y hendiduras de los aparatos de poder-
conocimiento" (De Lauretis,1987, p. 25). La memoria social intenta recuperar las comunidades y
narrativas de la lucha que proporciona un sentido de ubicación, de lugar e identidad (aunque fracturada
y contradictoria) a varios grupos subordinados. La memoria social es una forma de práctica pedagógica
que no se encarga simplemente de marcar la diferencia como un construir histórico; también se
preocupa por proporcionar los fundamentos para formas de autorrepresentación y conocimientos
colectivos de pruebas marginales como parte de un intento de crear, dentro las escuelas, las
universidades y otros sitios educativos, lo que Chandra Mohanty llama "culturas públicas de
disensión". Con esas palabras quiere expresar lo siguiente.

"Crear espacios para puntos de vista epistemológicos que estén fundamentados en los intereses de la
gente y que reconozcan la maternidad del conflicto, del privilegio y de la dominación. Crear tales
culturas es, fundamentalmente, hacer transparentes los ejes del poder en el contexto de estructuras
institucionales, disciplinaria y académicas así como en relaciones interpersonales (más que en
relaciones individuales en la academia)" (Mohanty, 1989-1990, p. 207).

La memoria social debe funcionar también para resistir el simple "romantizar" la historia de
los grupos marginados y el apoyar oposiciones binarias que de manera simplista dividen el
mundo en oprimido y opresión, en dominación y resistencia o en colonizador y colonizado.
Aquí está en juego la necesidad de evitar los simples bandos en los cuales es inconcebible
imaginar cómo el oprimido puede ser cómplice de su propia opresión o cómo las esferas de
dominación pueden contener múltiples sitios de resistencia. De allí que, como práctica
política y pedagógica, la memoria social no sólo debe iluminar las condiciones para educar a
los maestros y estudiantes sobre la manera como pueden ser cómplices de las relaciones de
poder dominantes, victimados por ellas y cómo pueden ser capaces de transformar dichas
relaciones.

La memoria social trata de crear, para los estudiantes, los límites de cualquier historia que reclama
desenlaces predeter minados e intenta exponer cómo las transgresiones de esas historias, causan particu-
lares formas de sufrimiento y adversidad. La memoria social se niega a construir el pasado como

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nostalgia. En vez de eso, ensambla la historia como la invención de relatos, algunos de los cuales merecen
una reexpresión y que hablan a un futuro muy diferente en el cual la comunidad democrática provee espa-
cio para una política de diferencia y solidaridad, para una alteridad desprovista de subyugación y para
otros que lucha por abrazar sus propios intereses en oposición al sexismo, al racismo, al etnocentrismo y a
la explotación de clase.

La memoria social está, en ese sentido, ligada a una visión de la vida pública que resucita la lucha
continua por la diferencia y que sitúa a ésta dentro de la más amplia lucha por la justicia cultural y social1 .

La memoria social, como una forma de práctica y criticismo cultural, proporciona la base y razones para
una particular clase de pedagogía, pero no puede, por sí sola, articular las prácticas de aula específicas que
pueden ser construidas sobre la base de tales razones. La formación de ciudadanos democráticos exige
formas de identidad política que extienden radicalmente los principios de justicia, libertad y dignidad a las
esferas públicas constituidas por la diferencia y las múltiples formas de comunidad. Tales identidades
tienen que ser construidas como parte de un pedagogía en la cual la diferencia se convierte en una base
para la solidaridad y la unidad, más que para la jerarquía, la denigración, la competencia y la
discriminación.

La Pedagogía de Frontera y la Política de la Diferencia

Si el concepto de pedagogía de frontera ha de ligarse con los imperativos de una democracia crítica, como
debe ser, es importante que los educadores posean una comprensión teórica de la manera como la
diferencia se construye a través de varias representaciones y prácticas que nombran, legitiman, marginan
y excluyen las voces de grupos subordinados en la sociedad americana. Es necesario encuadrar este
proyecto en dos Fonsideraciones. Primera: la noción liberal de multiculturalismo que ata a la diferencia
dentro del horizonte de una falsa igualdad y de un noción despolitizada de consenso, debe ser
reemplazada por una noción radical de ciudadanía cultural que reconozca el "esencialmente competido
carácter de los signos y de material significante que usamos en la construcción de nuestras identidades
sociales" (Mercer, citado por Lorraine,1990, p. S). Segunda: los valores centrales de una revolúción
democrática (igualdad, libertad y justicia) deben proveer los principios por los cuales las diferencias se
afirman más bien dentro que fuera de una política de solidaridad forjada a través de diversas esferas
públicas (Mann, 1990).

Central en esta tarea es la necesidad de que los educadores críticos tomen la cultura como una fuente
vital para desarrollar una política de identidad, de comunidad y de pedagogía. En esta perspectiva, la
cultura no se ve como monolítica o inmutable, sino como un lugar de fronteras múltiples y
heterogéneas donde las diferente historias, lenguajes, experie ncias y voces se entremezclan en medio de
diversas relaciones de poder y privilegio. Dentro de esta tierra fronteriza cultural y pedagógica,
conocida como escuela, las culturas subordinadas se empujan y penetran las supuestamente
homogéneas y no problemáticas fronteras de las prácticas y formas culturales dominantes. Es
importante notar que los educadores críticos no se pueden ostentar con sólo indicar cómo las ideologías
se insertan en las varias relaciones del sistema escolar, sea en el cunzculum, en las formas de
organización escolar o en las relaciones maestroestudiante. Mientras que estos deberían ser intereses
importantes para los educadores críticos, una pedagogía crítica más viable necesita ir más allá
analizando cómo son adoptadas en realidad las ideologías en las voces contradictorias y en la

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El debate acerca de democracia, diferencia y vida pública tiene una larga historia. Los aspectos más interesantes de
este debate se ubican particularmente en la relación que se establece entre democracia radica, diferencia y justicia
socia fundadas en incursiones y discursos acerca del significado de las esferas de lo público y lo privado. Una
excelente discusión sobre estos temas aparece en Social Text Nos. 2526 (1990).

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experiencias vividas de los estudiantes tal como ellos dan significado a los sueños, a los deseos y a las
posiciones de sujeto que albergan. En este sentido, los educadores críticos necesitan proporcionar las
condiciones para que los estudiantes hablen diferentemente, de manera que sus narrativas puedan ser
afirmadas y comprometidas críticamente junto con las consistencias y contradicciones que caracterizan
tales experiencias. Esto sugiere no sólo escuchar las voces de aquellos estudiantes que han sido
tradicionalmente silenciados; significa tomar en serio lo que todos los estudiantes dicen, engranando las
implicaciones de su discurso en términos relacionales e históricos más amplios. Pero es igualmente
importante la necesidad de proveer espacios seguros para que los estudiantes involúcren críticamente a
los maestros y a otros estudiantes, así como los límites de sus propias posiciones que tratan cuestiones
políticas y sociales que no experimentan directamente. Dicho con sencillez, los estudiantes deben
recibir la oportunidad de cruzar fronteras ideológicas y políticas como una manera de extender los
límites de su propia comprensión en una escena que es pedagógicamente segura y alimentadora más
que autoritaria e imbuída de la sofocante presunción de una corrección política cierta. Más
especificamente, la experiencia del estudiante tiene que ser analizada como parte de una más amplia
política democrática de voz y diferencia.

Como parte de un proyecto de voz y diferencia, una teoría de pedagogía de frontera necesita tratar la
importante cuestión de cómo las representaciones y prácticas que nombran, marginan y definen la
diferencia como el "otro" devaluado, son activamente aprendidas, internadas, desafiadas o
transformadas. O sea, es imperativo que tal pedagogía reconozca e interrogue críticamente cómo la
colonización de diferencias por los grupos dominantes es expresada y sostenida a través de
representaciones en las que la humanidad de los "otros" es ideológicamente desacreditada o cruelmente
negada. Además, tal pedagogía necesita considerar cómo puede ser tomada una comprensión de estas
diferencias, para desafiar las relaciones de poder predominantes que las sostienen. En este caso, la
pedagogía de frontera debe proveer condiciones para que los estudiantes se involucren en la
reubicación cultural como una forma de resistencia. A los estudiantes se les debería dar la oportunidad
de involucrarse en análisis sistemáticos sobre las maneras en que la cultura dominante crea fronteras
saturadas de terror, desigualdad y exclusiones forzadas. Los estudiantes necesitan analizar las
condiciones que han incapacitado a otros para hablar en los lugares donde los que tienen el poder
ejercen y aseguran la autoridad, del mismo modo se les debería permitir reescribir la diferencia a través
del proceso de cruzar las fronteras culturales que ofrecen narrativas, lenguajes y experiencias que
proporcionan un recurso crítico para repensar la relación entre el centro y las márgenes del poder así
como entre ellos mismos y otros. Esto sugiere la necesidad de que los educadores críticos reflexionen más
sobre cómo la experiencia de marginalidad, a nivel de la vida diaria, se presta a formas de conciencia
oposicionistas y transformadoras. Igualmente, hay una necesidad para aquellos designados como "los
otros" de reclamar y rehacer sus historias, sus voces y sus apariciones como parte de una más amplia
lucha por cambiar aquellas relaciones materiales y sociales que niegan el pluralismo radical como la base
de la comunidad política democrática. Pues es sólo a través de tal compresión que los maestros pueden
desarrollar una pedagogía de frontera, que esté caracterizada por lo que Teresa de Lauretis (1987) llama
"un esfuerzo continuo para crear nuevos espacios cíe discurso, para reescribir narrativas culturales y para
definir los término de otras perspectivas, una visión desde "cualquier otra parte" (P. 25). Esto sugiere una
pedagogía en la cual ocurre un cuestionamiento crítico de las omisiones y tensiones que existen entre las
narrativas maestras y los discursos hegemónicos que constituyen el cuniculum oficial, por una parte, y las
autorrespresentaciones de grupos subordinados por la otra, tal como pueden aparecer en historias
"olvidadas" o borradas, en textos, memorias y experiencias y en las narrativas de la comunidád. Además,
es importante apropiarse, de un modo similarmente crítico, cuando sea necesario, los códigos y
conocimientos que constituyen tradiciones culturales e históricas más amplias y menos familiares. Lo que
aquí está en juego es el desarrollo de una pedagogía que reemplace al lenguaje autoritario de la recitación
con una actitud que permita a los estudiantes hablar desde sus propias historias, sus memorias colectivas y
sus voces, mientras que al mismo tiempo desafíen los terrenos sobre los cuales se construyen y legitiman
el poder y el conocimiento. Tal pedagogía contribuye a. hacer posible una variedad de formas sociales y

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capacidades humanas que expanden el rango de identidades sociales que los estudiantes pueden portar y
llegar a tener (Corrigan, 1990). Esto indica la importancia de entender, en términos políticos y
pedagógicos, como se producen las subjetividades dentro de aquellas formas sociales en las cuales la
gente se mueve pero de las cuales con frecuencia tienen sólo una conciencia parcial. Esta pedagogía
suscita cuestiones fundamentales respecto de cómo los estudiantes son inscritos en una triada de
relaciones de conocimiento, poder y placer y de por qué los estudiantes pueden ser indiferentes a las
formas de autoridad, conocimiento y valores que producimos y legitimamos dentro de nuestras aulas y
universidades.

Además, el concepto de pedagogía de frontera sugiere no un simple abrir historias culturales y espacios a
los estudiantes; significa también entender qué tan frágil es la identidad a medida que se adentra en las
tierras fronterizas cruzadas en una variedad de lenguajes, experiencias y voces. No hay aquí sujetos
unificados, sólo estudiantes cuyas voces y experiencias se entremezclan con el peso de historias
particulares que no encajarán dentro de la narrativa maestra de una cultura monolítica. Tales tierras
fronterizas deberían verse como sitios para el análisis crítico y como una potencial fuente de
experimentación, creatividad y posilidad. Más aún, estas tierras fronterizas pedagógicas, donde se reúnen
negros, blancos, latinos y otros, demuestran la importancia de una perspectiva multicéntrica que permita a
los estudiantes reconocer y analizar cómo las diferencias dentro de y entre varios grupos, pueden expandir
el potencial de la vida humana y de las posibilidades democráticas.

Centrales en la noción de pedagogía de frontera son varios aspectos pedagógicos importantes referentes al
papel que pueden jugar los maestros en el careo de cuestiones modernas y postmodernas tratadas en este
ensayo.

Al ser capaces de escuchar críticamente las valores de sus estudiantes, los maestros se convierten en
cruzadores de frontera a través de su habilidad para no sólo hacer disponibles varias narrativas para ellos
mismos y para los estudiantes, sino también para legitimar la diferencia como una condición básica para
entender los límites del propio conocimiento de uno. Viendo el sistema escolar como una forma de
política cultural, los educadores críticos pueden unir los conceptos de cultura, voz y diferencia, para
crear una tierra fronteriza donde los múltiples subjetividades e identidades existan como parte de una
práctica pedagógica que suministre el potencial para expandir la política de comunidad democrática y
solidaridad. La pedagogía de frontera sirve para hacer visibles aquellas culturas marginales que han
sido tradicionalmente suprimidas en el sistema escolar americano. Más aún, proporciona estudiantes
con un rango de identidades y posibilidades humanas que emergen dentro, desde y entre las diferentes
zonas de cultura. Desde luego que los educadores no pueden emprender esta tarea por un simple dar
igual peso a todas las zonas de diferencia cultural; al contrario, los educadores críticos deben ligar la
creación, la subsistencia y la formación de diferencia cultural como una parte fundamental del discurso
de desigualdad, poder, lucha y esperanza. O sea, no es suficiente registrar o afirmar la diferencia étnica,
espacial, racial o cultural; la s diferencias deben manifestarse a sí mismas en las luchas públicas y
pedagógicas.

La pedagogía de frontera proporciona a los maestros oportunidades para profundizar su


propia comprensión del discurso de varios otros,para lograr una comprensión autocrítica,
más dialéctica, de los límites, parcialidad y particularidad de su propia política, pedagogía
y valores.

Lo que la pedagogía de frontera hace innegable, es la naturaleza ubicada, construída y relaciona) de la


propia política e inversiones personales de uno. Pero, al mismo tiempo, enfatiza la primacía de una
política en la que los maestros más que rechazar, afirman las pedagogías que utilizan al tratar de varias
diferencia representadas por los estudiantes que asisten a sus clases.

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Aquí está en juego un aspecto teórico importante que vale la pena repetir. El conocimiento y el poder se
juntan no para tan sólo reafirmar la diferencia sino también para cuestionarla, para abrir considera-
ciones teóricas más amplias, para deshacer sus limitaciones y para comprometer una visión de
comunidad en la cual las voces de los estudiantes se definan a sí mismas en términos de sus distintas
formaciones sociales y de sus más amplias esperanzas colectivas. Para los educadores críticos, esto
implica "dirigirse" a las cuestiones sociales, políticas y culturales importantes desde un profundo
sentido de la política de su propia ubicación y de la necesidad de comprometer y, con frecuencia,
"desaprender" los hábitos de privilegio institucional (casi como las formas de especificidad racial, de
origen y de clase) que refuerzan su poder al mismo tiempo que impiden a otros convertirse en sujetos
cuestionantes (Spivak, 1990 b). Eso no quiere decir que, como educadores, deberíamos abandonar
nuestra autoridad en la misma medida en que deberíamos transformarla en una práctica emancipadora
que proporcione las condiciones para que hablemos y seamos tomados en serio. Desde luego que, como
maestros, nunca podemos hablar inclusivamente como "el otro", aunque podemos ser "el otro" en las
cuestiones de origen, raza o clase. Pero podemos, ciertamente, trabajar con diversos "otros" para
profundizar la comprensión, suya y nuestra, de la complejidad de las tradiciones, historias,
conocimientos y políticas que ellos traen a las escuelas. Extender la ló gica de tal posición es crear
condiciones, dentro de determinadas instituciones que permitan a maestros y estudiantes localizarse a sí
mismos y a otros en historias que lejos de destruir, movilizan sus esperanzas para el futuro. Tal
posición reconstruye a los maestros como intelectuales cuyas propias narrativas deben ser situadas y
examinadas como discursos que son abiertos, particulares y sujetos a un continuo debate y revisión.

La depuración teórica puede ser amplia, el sentimiento, utópico, pero esto es mejor que revolcarse en la
culpa, en el negarse a luchar por la posibilidad de un mundo mejor. El sentimentalismo no es excusa para
la ausencia de cualquier visión del futuro. Por una parte, la modernidad proporciona una fe en la acción
humana reconociendo que el pasado se construye con frecuencia sobre el sufrimiento de otros. En lo
mejor de la tradición de la ilustración la razón, al menos, ofrece el supuesto y a esperanza de que los
hombres y mujeres pueden cambiar el mundo en que viven. Por la otra, el postmodernismo desgasta las
fronteras de ese mundo y hace visible lo que con frecuencia ha sido visto como irrepresentable. La tarea
de emancipación de la modernidad puede tal vez ser renovada en un mundo postmoderno, un mundo
donde la diferencia, la contingencia y el poder pueden reafirmar, redefinir y, en algunos casos, derrumbar
las fronteras monolíticas del nacionalismo, del sexismo, del racismo y de la opresión de clase. En un
mundo cuyas fronteras se han astillado y se han hecho porosas, los nuevos retos se presentan no sólo a los
educadores sino a todos aquellos para quienes la contingencia y la pérdida de certeza no significa el
triunfo inevitable del nihilismo y la desesperación, sino más bien de un estado de posibilidad en el cual el
destino y la esperanza pueden ser arrancados a la debilitada mano de la modernidad. Vivimos en un
mundo postmoderno que ya no tiene frontera firme alguna (pero las tiene siempre flexibles). En un
mundo en el que la razón está en crisis y existen nuevas condiciones ideológicas y políticas para diseñar
formas de lucha definidas en una concepción de la política radicalmente diferente. Para los educadores,
ésta es una cuestión tanto pedagógica como política. A lo más, apunta hacia la importancia de reescribir la
relación entre el conocimiento, el poder y el deseo. También indica la necesidad de redefinir la
importancia de la diferencia y, al mismo tiempo, buscar articulaciones en medio de los grupos
subordinados y de los grupos históricamente privilegiados, comprometidos en las transformaciones
sociales, que profundicen la posibilidad de una democracia radica y de la supervivencia humana.

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Por la traducción: Miguel Armenta Mdrcquez.

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