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Entrevista Acero
Entrevista Acero
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Julio - diciembre de 2011, Bogotá, Colombia
Universidad de Granada.
acero@ugr.es
Para este número de la revista, tenemos como profesor invitado al profesor Juan José
Acero quien ha aceptado cordialmente nuestra iniciativa de entrevistarlo. El profesor
Acero compartió con nosotros algunas reflexiones en torno a su vida y obra, entre ellas
su labor como traductor, investigador y estudioso de la obra de Wittgenstein. Su trabajo
ha sido amplio y entre sus líneas de investigación figuran la filosofía del lenguaje, la
filosofía de la mente y la historia de la filosofía contemporánea (filosofía analítica):
significado, referencia, verdad, intencionalidad, contenido mental, relación lenguaje-
pensamiento, naturalización del significado y Ludwig Wittgenstein, entre otros temas de
interés. A continuación, presentamos la entrevista que se realizó en el país de Chile en
el marco del evento II Congreso internacional Wittgenstein en español.
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Agradecemos profundamente la ayuda del profesor de la Pontificia Universidad Javeriana Miguel Ángel
Pérez en la elaboración y realización de la presente entrevista.
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Por otro lado, estoy convencido que la filosofía es mucho más difícil que todo lo
demás: que la lógica y sus aplicaciones, que la psicología y sus derivaciones hacia la
filosofía de lo mental; y los problemas filosóficos son tan fundamentales, tan
básicos, que resultan ser los más difíciles. Cuando uno repasa la tradición filosófica
desde Platón hasta Kant, Hegel o Wittgenstein, la dificultad de las cuestiones
filosóficas se hace obvia; puedes ser un muy buen lógico, siendo filosóficamente
muy ingenuo o muy burdo, muy poco sofisticado. Pero no puedes ser
filosóficamente sofisticado sólo a base de estudiar una disciplina científica, o sea: de
complementar tu formación filosófica con una de estas disciplinas.
Esas razones no tienen que ver tanto con algún ideal de precisión o de exactitud, que es
un mito que a veces se crea a propósito de los filósofos que se interesan por la lógica o
sus implicaciones. En mi caso, me interesó la lógica porque me interesaba la filosofía de
Frege, El Tractatus de Wittgenstein y la filosofía de Quine. Y, en el caso de estos
filósofos, la relación entre filosofía y lógica es muy íntima, y hablo de intimidad porque,
desgraciadamente, la relación, tan estrecha tiempo atrás, hoy en día apenas si existe.
Hoy en día alguien puede ser un especialista a nivel mundial de lógica y no saber nada,
en absoluto, de filosofía. Esto no sucedía en las grandes figuras del pasado: Frege,
Russell, Wittgenstein o Carnap. Mi antiguo maestro, Hintikka, es una feliz excepción
dentro de este lamentable estado de cosas. Así, en Quine, que es un autor
particularmente atractivo, no puedes separar sus ideas sobre el conocimiento o sobre el
lenguaje de su particular visión de la lógica. En mi caso fue por eso: por la vinculación
entre la lógica y una cierta gama de los problemas filosóficos que estaban representados
de manera especialmente clara en la obra de Frege, en El Tractatus y en los filósofos
analíticos del periodo clásico. De ahí me moví hacia la filosofía del lenguaje, hacia la
semántica y la lógica. En los años en los que yo estudiaba mi licenciatura, hacía mis
estudios de doctorado y comenzaba mis trabajos postdoctorales —las décadas de los 60,
los 70 y los 80 del pasado siglo—, la lógica caracterizaba la tendencia dominante dentro
de la teoría del significado. Ésta exigía el uso instrumental de la lógica y de sus técnicas.
Yo me dediqué a ese tema hasta aproximadamente el año 85, desde el año 68 o 70,
cerca de veinte años. De hecho, cuando estuve en Finlandia, me especialicé en el tipo
de teoría que estaban allí desarrollando el profesor Hintikka y su equipo de
investigación, la teoría de los juegos semánticos. Me especialicé en aplicar esa teoría al
español, a distintos problemas del español: los cuantificadores, la negación, el
subjuntivo, las oraciones de acción colectivas y pronombres. Estuve una serie de años
implicado en esa tarea y, en parte, me ha servido para poder desmitificar lo que es el
valor de la ciencia frente al de la filosofía. Yo estuve haciendo ciencia, en cierto sentido,
durante diez o doce años; sé hasta dónde llega y hasta dónde no llega.
Comencé a especializarme poco a poco, con el paso de los años, en esas disciplinas que
no eran de la filosofía del lenguaje ni de la lógica, a saber, la filosofía de la mente.
Primero, en sus planteamientos generales; luego, poco a poco, llegué a los problemas
particulares de la filosofía de la mente, por ejemplo, el problema de la intencionalidad
de lo mental. Ya en la última década o un poco más he estado trabajando en la filosofía
de las emociones. Y en eso estoy. Sigo conservando abierta mi línea sobre la filosofía
del lenguaje y quiero seguir manteniéndola abierta. Una de las razones por las cuales lo
hago así es por tener estudiantes que quieren seguir trabajando en eso, aunque la
filosofía de las emociones me interesa en sí misma.
Cuando regresé de Finlandia, a finales del año 76, comenzando una carrera sistemática
en filosofía del lenguaje, me di cuenta de que nuestros estudiantes y, en general, los
estudiantes españoles de filosofía del lenguaje (no sólo los míos, sino los de otros
colegas que eran colegas aproximadamente de mi generación, como Daniel Quesada,
Alfonso García Suárez o José Hierro) tenían, entre otras, la dificultad común de que los
textos de los filósofos del lenguaje más activos en ese momento no estaban traducidos
al español. Digamos, que de una manera más o menos sincronizada, en la imposición de
los gustos o de los proyectos específicos de cada cual, los comenzamos a traducir. Javier
Muguerza había traducido, en la década anterior, autores de la filosofía analítica clásica
del periodo comprendido entre Frege y Russell hasta Austin o Strawson. Ahora se
trataba de traducir a los filósofos que estaban más activos en los años 70 y 80.
En mi caso, en Finlandia había empezado a leer a Grice, que era un autor que estaba
empezando en los años 70 a adquirir mucha relevancia. Todavía sus famosas
conferencias dictadas en Harvard del año 68 al 69, no estaban traducidas. Había
material de Grice, y todavía sigue habiéndolo, que no ha visto la luz, que no ha sido
publicado. Y empezamos a buscar entre el material publicado para traducir. Yo recuerdo
que traduje artículos de Grice. Otras personas, colegas, tradujeron material de otros
autores, de Strawson, por ejemplo. También estuve muy interesado en Putnam y traduje
su famoso ensayo “El significado de ‘significado’” y alguna cosa más. En los años 70,
había traducido algún material importante de Hintikka, sobre todo, su libro mítico
Knowledge and belief, que sigue siendo una joya. Luego, independientemente de estos
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casos en donde era interés nuestro por lograr que nuestros estudiantes tuvieran acceso a
textos fundamentales. Antes, por razones accidentales de mercado, vine a traducir
algunas otros textos, durante la realización de mi tesis doctoral. Traduje un libro de
Ayer sobre Russell que estaba muy bien, que sería publicado después en inglés en
Fontana: fue de las primeros estudios que se publicaron sobre este autor, y daba una
imagen conjunta de toda la filosofía de Russell. Pero cuando me di cuenta de que los
textos fundamentales para mis alumnos estaban ya traducidos, dejé de traducir porque
esa labor me quitaba tiempo para la enseñanza y la investigación. En algún momento
me propusieron que tradujera algo de Wittgenstein que en aquellos años no estaba
traducido, luego me llegó una propuesta seria para traducir la Gramática Filosófica y
alguna otra cosa más, pero rechacé esos proyectos; no porque no fueran interesantes,
sino porque no encajaban en los proyectos que tenía en esos momentos entre manos. El
dinero estaba bien, porque en aquellos momentos se paga bien la traducción, pero no era
una prioridad en general. También debo decir que para entonces yo ya había ganado la
plaza de Profesor Titular en un concurso nacional celebrado en el año 78. Por lo tanto,
no tenía que preocuparme de las necesidades económicas más básicas; podía centrarme
más en el trabajo filosófico.
¿No tiene a veces la sensación de que estamos otra vez en un vacío pequeño de
textos en español con los autores más actuales? Por ejemplo, una obra como la de
Recanati, Significado literal, se vino a traducir hace muy pocos años y es
prácticamente lo único que se encuentra. Segal, los contextualistas, muchos
minimistas, están prácticamente por fuera del ámbito de discusión de lengua
española a nivel básico, aunque sí a nivel especializado se discute.
Sí, eso es cierto. Yo creo que hay dos razones que explican eso: la primera, estos
autores tan importantes para el mundo actual no forman parte todavía de los programas
curriculares de las licenciaturas. Los alumnos de licenciatura no tienen que entrar
todavía por fuerza en esos autores. De hecho, yo no recomendaría que entraran en esos
autores. Cada vez más me parece que lo necesario para la formación de un filósofo es
leer mucho a los clásicos, aunque los clásicos los tengamos a 50 años de distancia.
Quine es un clásico, Davidson también se puede considerar un clásico. Yo diría que de
los clásicos, la mayor parte del material que se puede necesitar para una clase está
traducido. Por tanto, no es necesario que autores tales como Recanati, Bach, Lepore o
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Travis, incluso Fodor, se los traduzca, porque nuestros alumnos no dependen para una
buena formación esencialmente de eso.
Con respecto a la situación actual, es cierto que en España, entre los filósofos, no
tenemos grandes nombres, y grandes nombres significa filósofos que son al mismo
tiempo populares y académicamente muy relevantes, es decir, que hacen filosofía de
alta calidad. El caso de Savater es un caso de un filósofo muy popular que tiene mucha
incidencia en la vida social. Es el caso de lo que llamaríamos más que un filósofo, un
intelectual. Hay otros ejemplos, como el de Antonio Marina, y puede que algunos más.
Estas personas son muy buenas y muy capaces en este ámbito profesional, pero en el
ámbito de hacer filosofía rigurosa, bien elaborada, original, técnicamente bien
construida, no los puedes poner como ejemplos. No tenemos, por supuesto, nada que se
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En ese sentido, la filosofía española está peor que hace cuarenta años. En otro sentido
está mucho mejor, a saber: hay mucha más gente que está implicada en el estudio e
investigación de las cuestiones que ocupan a la mayor parte de los centros filosóficos de
interés que hay en el mundo de nivel. Si quieres estudiar las cuestiones difíciles de la
filosofía y desarrollar ideas nuevas y valiosas, que merezca la pena explorar y
desarrollar, esos grandes nombres no van a ser de gran ayuda. En cambio, la relación de
los filósofos españoles con muchos de los mejores centros de investigación de Estados
Unidos, en Inglaterra y Europa es constante. El flujo de profesores extranjeros a España
y de españoles a otros lugares es muy significativo. En la filosofía española eso no
había sucedido nunca. En los tiempos de Ortega, ni antes ni en la generación siguiente,
no pasaba. El nivel promedio de la filosofa española actual es infinitamente superior al
de los años 40 y 50 del siglo pasado, aunque no tengamos un Ortega y Gasset. A la
larga eso se nota. Nadie contaba con España en el panorama filosófico europeo hasta
hace veinte años. Sin embargo, ahora los vínculos con muchos países europeos son muy
claros, la colaboración con profesores o gente relevante es constante. Y yo creo que en
ese sentido la calidad de la filosofía española ha mejorado y no creo que tengamos que
sentirnos acomplejados ante los grandes nombres de la escena internacional. Cuando
llegas a tener ideas propias y seguridad en el valor de tu trabajo, no tienes por qué
lamentar no poder publicar en algunas revistas o no tener entre tus colegas a alguien que
en un congreso compita, digamos, con Fodor. Porque si su ideas no te parecen
apropiadas, ¡qué vas a envidiar! En ese sentido, la situación filosófica en España es
incomparablemente mejor que la medio siglo atrás. Yo creo que hay filósofos de un
nivel razonablemente alto que trabajan bien y dan buena formación a sus estudiantes.
No surgió nada nuevo hasta el año 78, nueve años después, cuando yo ya había vuelto
de Finlandia y estaba comenzando mi carrera docente en la Universidad de Barcelona.
Entonces, un antiguo alumno mío de Barcelona, que era cordobés también y que estaba
en Granada de profesor, Aurelio Pérez Fustegueras, se apareció un día por mi casa y me
dijo que Cerezo estaba organizando una licenciatura de Filosofía en la Universidad de
Granada y que quería contar conmigo para organizar la docencia de las asignaturas de
lógica y filosofía del lenguaje. Eso fue en febrero o marzo del 78. En aquel momento yo
debía presentarme a unas opciones a profesores que se llamaban asociados; en el
escalafón era el grado inferior a catedrático. Como me había comprometido a concurrir
a esas pruebas, comuniqué a Aurelio y a Crezo que aceptaría trasladarme a Granada si
salía con éxito de las pruebas. Una vez que uno era profesor asociado podía moverse de
una universidad a otra y mantener una posición docente estable, pues eras ya parte del
funcionariado de la universidad española. Así sucedió. Salí con bien de las preubas a
Profesor Titular y podía elegir la universidad que quería que fuese mi destino
profesional. Uno le solicitaba a una universidad que te aceptara como Profesor Titular y
ésta podía aceptar o rechazar. Como el profesor Cerezo tenía interés de que me fuera
para Granada, la Universidad de Granada me dio el visto bueno y luego en septiembre
del 78 me trasladé a esa cuidad con mi familia. Fue mi primera vinculación de un grado
mayor. Tenía claro cuál era el proyecto del profesor Cerezo; a mí ese proyecto me
parecía importante y yo sabía que a partir de ese momento mi carrera docente era una
carrera docente por la filosofía en Granada, en donde nunca había habido una
licenciatura de filosofía y en donde los profesores de filosofía durante décadas habían
pasado por allá con la intención de irse a otra universidad. Granada no era un lugar en el
que la gente quisiera asentarse y hacer carrera académica. En aquellos años en España
sólo había tres sitios interesantes para los profesores de Filosofía universitarios Madrid,
Barcelona y Valencia. Pero yo elegí a Granada con la determinación de que iba a pelear
por esa universidad y a tratar de hacer de ella un lugar donde la filosofía tuviera un nivel
alto.
Los primeros años, mientras se formaban los primeros alumnos, resultaron solitarios,
académicamente hablando. A partir de la década de los 90, ya empecé a tener alumnos
buenos, éstos progresaron en su formación y algunos también la enriquecieron en el
extranjero. Poco a poco comenzamos a poner en funcionamiento seminarios de
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izquierda, le concede muchísima audiencia, porque sus ideas sobre la formación social y
del ciudadano. Aunque es una persona de edad mayor, sigue siendo tan combativo, tan
juvenile y convencido de sus valores como cuando yo le oí en el año 67. Mi deuda con
él durará siempre.
Digo que no se puede hablar de filosofía analítica en un sentido muy particular de ésta,
a saber, el modo de entender la filosofía en un periodo comprendido entre Frege y el
último Wittgenstein, Austin o Strawson. Es decir, la filosofía analítica ha de entenderse,
en este contexto, como una actividad encargada de deshacer o de combatir todo tipo de
confusiones o errores a través del análisis del lenguaje. Yo creo que hoy, masivamente,
no hay nadie, prácticamente nadie que, de forma reiterada y consistente, diga: como
filósofos lo que tenemos que hacer es analizar el lenguaje para detectar inconsistencias
y errores inapropiados, incomprensión del significado de las palabras, entre otras cosas.
En este sentido, no hay filosofía analítica.
También creo que debería haber filosofía en dicho sentido, aunque no toda filosofía
tenga que ser así. Por otra parte, el tipo de errores o de malentendidos que la filosofía
analítica, concebida como he señalado, están todo el tiempo naciendo e interfiriendo en
nuestros hábitos de proceder. No obstante, hay filosofía analítica en otro sentido, a
saber: entender la filosofía como una labor en la que la precisión conceptual, la
exigencia en la claridad y en la corrección de los argumentos sea un requisito ineludible.
En ese sentido, hay muchos filósofos analíticos que hacen una filosofía de calidad
excelente. Quizá los más famosos en los últimos tiempos han sido Quine, en algún
sentido la primera producción de Putnam, David Lewis, Kripke y, por supuesto,
Hintikka, entre otros. Ha habido y hay muchos otros filósofos analíticos en otro sentido
más laxo, pero no consideran para nada que los problemas de la filosofía se resuelven
por medio del análisis del leguaje. Son epistemólogos, metafísicos, antropólogos,
filósofos sociales y críticos que, en un sentido, proponen teorías y argumentos
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Respecto a su importancia, cabe decir que prácticamente todos los problemas en los
cuales él ha volcado su esfuerzo, han abierto perspectivas que antes no existían; quizá
no siempre acertadas, pero en todos los casos ha dicho cosas nuevas y nos ha obligado a
ver los problemas de otra manera. En temas tales como qué es el lenguaje, el
significado, el pensar, la lógica y su naturaleza, entre otras cosas. Normalmente, nadie o
casi nadie dice, según mi ejemplo favorito, que el tema del entendimiento es la cuestión
decisiva de las Investigaciones. Yo pongo las Investigaciones filosóficas en una lista de
libros en donde primero tenemos quizás, en la modernidad, las Meditaciones
Metafísicas, El Tratado de la Reforma del Entendimiento, El Ensayo sobre el
Conocimiento Humano de Locke, Los principios del conocimiento de Berkeley, El
Tratado de la Naturaleza de Hume y La Critica de la Razón pura. Las Investigaciones
se encuentran justamente en dicha línea. El momento culminante de las Investigaciones
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es una teoría del entendimiento humano, pero no propuesta como una teoría sistemática.
El gran tema de la filosofía moderna es qué es entender, qué es comprender, qué es la
razón. En las Investigaciones Wittgenstein ofrece sobre eso una perspectiva que nadie
antes vio. Wittgenstein tenía la maravillosa habilidad de ver un problema filosófico muy
complicado de un modo que pudiera plantearse con una pregunta muy simple, al menos
en su formulación. En el caso de las Investigaciones, el problema del entendimiento
humano y de la razón es un problema de cómo se sigue una regla. Es el problema de qué
hacemos cuando decimos: „10‟, si se nos muestra la serie 0, 2, 4, 6, 8 y se preguntá qué
número viene a continuación. En ese tipo de claridad el que le permite dejar a un lado
las posibles construcciones complicadas de la Crítica de la Razón Pura, por ejemplo, y
buscar la claridad completa. Creo que en las últimas décadas la filosofía es
profundamente antiwittgensteiniana en este sentido.
situación que vivimos hace 50 años o 100 años atrás cuando la filosofía analítica
comenzó a andar y comenzó a rectificar errores producidos por el manejo de conceptos
inapropiados. Esto es lo que justifica a la filosofía analítica en el sentido clásico. Y eso
lo veo también hoy en el caso particular de la filosofía de las emociones, cuando leo a
autores como Damasio o en nuestro entorno cultural más cercano, en España, los
programas de nivelación como las de Eduard Punset. Ambos son divulgadores muy
competentes, pero la claridad filosófica no es un don que les sobre. En los científicos,
muy a menudo, opera ese supuesto de decir que lo difícil es lo que ellos hacen, no lo
que hacemos los filósofos; que la filosofía es sentarse un rato y dejar que te fluyan las
ideas, que te vienen por sí solas. Un error mayúsculo. La filosofía es una disciplina, o
un conjunto de disciplinas, muy difícil de dominar, y las buenas ideas filosóficas no te
vienen a la cabeza mediante “el espíritu santo de la filosofía”. Hay que trabajar con
mucha dedicación para tener ideas filosóficamente relevantes.
También trabajé con lingüistas en los años 70 y los 80, y considero ese trabajo como
una parte importante de mi trayectoria. La teoría de los juegos semánticos, con la que
me había familiarizado en Finlandia, constituyó un punente útil que facilitó esa
colaboración. De hecho, en el grupo de investigación que dirigía Hintikka en la
Academia de Finlandia había lingüistas con los que tuve relación profesional
continuada.
Podría decirse que casi todos los problemas de la filosofía del lenguaje y la filosofía de
la mente, pero eso no aclara las cosas. Lo que puedo decir son las cuestiones sobre las
cuales estoy trabajando solo o con compañeros en mis investigaciones.
cierto tipo. Cuando uno tiene una emoción, uno percibe algo de cierta manera particular,
percibe emocionalmente. Si nuestras emociones fueran algo adverbial, un „cómo‟, se
podría hacer justicia a la íntima conexión que manetienen con el mundo con el mundo.
Con mi estudiante José Manuel Palma hemos podido desarrollar esa idea. Ya antes
habíamos trabajado con Miguel Ángel Pérez y yo, cuando él trabajaba en su tesis, en la
dirección de la relación entre el aprendizaje y la emoción. La entrada en el
pensamiento, ese es un tema en el cual estoy trabajando.
Si esa pregunta me la hubieran hecho hace treinta años, hubiera dicho que los
estudiantes necesitaban mucho de filosofía analítica para tener una buena formación,
pero hoy en día no pienso que eso sea así. Hay que leer los clásicos de la filosofía
analítica como Frege, Wittgenstein o Austin; y en alguna medida, algo menor creo, a
Russell o Carnap, pero porque hay que leer a los clásicos. Esa es la parte buena que se
necesita y que no te da otro tipo de formación. Hay que leer los clásicos, por supuesto,
de la filosofía antigua y moderna, pero en algún momento un buen complemento de
todo eso son los clásicos de la filosofía analítica. Lo que te dan los clásicos es la visión
de dónde están los problemas difíciles. He llegado a un momento de la vida, de la vida
en la filosofía, en el que no me interesan los problemas menores. Quiero dedicar los
últimos años en la universidad a pensar en los problemas verdaderamente complicados.
Los problemas centrales están en los clásicos. Cuando uno los lee, y lo hace con una
perspectiva amplia, nunca te parece que estés leyendo a gente del pasado; siempre tienes
la sensación de que te estás haciendo consciente de la modernidad, de la actualidad del
problema que plantea. Lo apasionante es la forma de llegar a los problemas, de
enfocarlos, de formularlos.
Lo difícil, por otra parte, es que uno no sabe qué filósofo es un clásico. Nadie hubiera
dicho hace treinta años que Davidson es un filósofo clásico o que Austin iba a serlo,
porque se pasaba la vida leyendo diccionarios y examinando los usos de las palabras.
Pero en algún momento esa cualidad aflora y lo importante es reconocerla. La
formación del estudiante no consiste tanto en que sepan repetir a los filósofos clásicos,
cuanto que sepan leerlos y entenderlos. Lo que se trata es de llevar ese tipo de
disposición, de presentación, de discusión, más que a clases teórica a sesiones prácticas
de trabajo, a seminarios. Hay que evitar que la docencia de la filosofía se convierta en
algo puramente memorístico y procurar que tenga una dimensión práctica que se ejercite
al exponer, razonar y discutir los problemas de la filosofía. Es muy importante que sea
así. En caso contrario, un filósofo, por más clásico que sea, se vuelve aburrido. Pero si
disfrutas de su estudio, te mueves despacio en él y tratas de disfrutarlo; y entonces es
cuando realmente te brinda un servicio importante.