Frente Al Tablero

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ae inspector Amigorena y yo nos jun- tamos, casi todas las tardes, en sumesa del bar El Ca- lamar. En esas tardes cumplimos, invariablemente, el tito de armar el tablero de ajedrez y jugar unas melan- célicas, com s, muchas veces inconclusas parti- das. Hacia el de sus dias, tuve acceso, también, a su cuidado di \ento de viejo solitario. Esas po- cas veces, c me honré recibiéndome en su ho- gar, jugamos en una mesa que era ala vez tablero, con unas piezas sefioriales, de exquisita madera tallada. En los encuentros, tanto en el bar como en el living de su departamento, la conversacién siempre rond6 en torno a sus viejas historias, esos casos que supo resolver y que le dieron una merecida reputacion en el ambiente policial. Esta recopilacién quiere ser un homenaje, un re- cuerdo de esas tatdes de charla y ajedrez con un hom- bre que podria haber sido mi padre y que, sin embargo, me traté como a un amigo, no como a un muchachito que lo escuchaba arrobado, ni mucho menos como a un periodista que pretendia entrevistarlo. Estas que aqui presento son solo algunas de las mt- chas historias que me conté el inspector. Como solia decitme, con una mueca simpatica que casi munca Tle gaba a abierta sonrisa, “para muestra, mi amigo, basta un botén” Charla de cementerio M: traslado a la seccién Policiales del diario en el que trabajo coincidié con una mudanza que planeaba desde hacia mucho. Fue ese un momento de grandes cambios personales: al mismo tiempo en que me mudaba a un departamento en el barrio de Saavedra, herencia de un tio tanguero y calamat, Polini, el jefe de Redaccién del diario, me avisaba que habia decidido aceptar mi pedido de traslado. Dejaba entonces mi puesto en la insulsa seccién So- ciales y me pasaba, a las érdenes del viejo Camacho, ala de Policiales. Yo estaba seguro de que el cambio de seccién me haria muy bien. El periodismo em- pezaba a aburrirme y creia que investigar casos po- liciales seria muchisimo més interesante que cubrir eventos de sociedad. Y no me equivoqué, aunque recién comprobé que habia acertado con el paso del tiempo. Al principio, Camacho, que no me ha- bia pedido para su equipo de trabajo, y me acepté a disgusto, me hizo pasar las de Cain. Derecho de piso, que le dicen, y que yo pagué puntillosamente. La primera tarea que me encomend6 el viejo Ca- macho, en una arde gris, fue ir al Cementerio de la Chacarita, al entierro de un empresario que era duefio de un par de boliches nocturnos y que era conocido, en el ambiente, como un mafioso de calibre interme- dio. Camacho no me dio ind 5. “Anda, , seguro que algiin colega te va.a avispar. Anda, anda. Apre burlona sonrisa de zorro viejo, ciones precisa pibe, conversa con la gen me dijo con su ¢ olvidé de mi. Cumpli, claro esta, con el pedide. Como manda la ley, la tarde gris se convirti6 en Ihaviosa apenas puse un pie en el cementerio, Yo, desde Inego, no tenia paraguas. Nadie de entre los deudos, muchos de ellos ex socios + emplea dos de aspecto torvo, se dignd a prestarme algo de aten- cién, como si hubieran adivinado mi condicisn de petio- dista. Y se las arreglaron para que me quedara bastante alejado del grupo que acompafié al difunto asta la sala donde un cura dijo unas palabras, Solo un fotografo de un diario de la maf i, que me vio, literalmente, como apiadé de mi y me dio algo de char- la, ademas de la dudosa proteccion de una parte exigua de su paraguas. Después del entierro quise corresponder a su gencrosidad y lo invité a t qu un pollito mojado, s nar un café, Hortiguera, { se llamaba el fotdgrafo, acepté gustoso: “Regla numero uno del oficio ”, me dijo con una pran sontisa, “nunca se rechava un convite 8 Nos sentamos en el Impetio, yo pedi un café chico, mi nuevo amigo uno doble y una ginebra. Dio por descontado que yo no tendria problemas en invitatle un trago, con ese fifo. Ni tampoco un segundo, un rato después. Mi billetera suspitd acongojada, pero disimulé. El experimentado fotégrafo me conté un poco acerca de] muerto que acababamos de acompa- fiar hasta el subsuelo de los nichos, nadie demasiado importante. Y me pidié que le contata de mi. Me in- terrumpié apenas empecé a hablar, cuando le dije que me acababa de mudar a Saavedra. —;Cetcade El Calamar?—pregunté con entusiasmo. —Si, cteo que si, a un par de cuadras, —jAhi para Amigorena! {No podés perdértelo! —me dijo, cada vez més entusiasta. Y se latgé a hablar del viejo inspector jubilado. Hablaba como se habla de una leyenda. Yo lo escuché admirado. Cuando nos despedimos, muy contentos y ya casi sin frio (por lo menos Hortiguera no creo que lo tuvie- ra: se habfa tomado dos cafés dobles y tres ginebras), tuve la certeza de que no podia dejar de conocer al inspector. Tendria que ir al famoso bar El Calamar, lo més pronto posible. Si Camacho queria que aprendie- se, en ese bar habia un hombre que me podia ensefiar. El Calamar Ppa dos semanas desde mi inclusién en la seccién Policiales hasta que al fin tave una tarde libre para visitar El Calamar. Camacho me habia tenido de un lado para otro, siempre en las tareas mas horribles: conoct la morgue, tres 0 cuatro hospitales, una comi- satia donde me trataron como a un delincuente y una més donde me dejaron de plantén tres horas y media. Y volvi a la Chacarita un par de veces, una de ellas, jotra vez!, bajo la llavia. Anduve por los battios mas alejados, con mi cochecito viejo. En una esquina del Bajo Flores me rayaron las dos puertas, de punta a punta, y en La Boca, cerca de la turistica calle Camini- to, me recibieton (no solo a mi, sino también a los tres © cuatro petiodistas novatos que ibamos a cubrit un asunto de la barra brava de Boca) a piedrazo limpio. A uno de mis colegas le abtieron la frente. A mi solo me Pegaron un cascotazo en el hombro, que me estuvo doliendo durante tres dias, Sin duda, el trabajo era més u emocionante, por lo menos de vez en cuando, que el de Sociales, Pero todavia no le encontraba el gusto. Como a las cinco de la tarde de un miércoles mu- blado me meti en el famoso café de Saavedea, al que habia visto siempre desde afuera. ‘Tal como me lo ha- bia imaginado, el café era encantadot. En la pared de tras del mostrador, un metro y medio més arriba de una caja tegistradora que cra toda una piez de museo, reinaba una foto gigante del polaco Roberto Goye- neche, con su autdgrafo al pie. Y en el resto de las paredes colgaban varios péster enmarcados, de dis- tintas formaciones de Platense, asi como un banderin 1 del c 1b, enorme y sucio, con las firmas de uno de los planteles que habia logrado ascender eon el equipo. Ademas, pegadas una al lado de otra, habia fotos y caricaturas de cantantes de tango, bandonconistas, politicos, furboli . vedettes, actores y actrices de la television de los afios 60 y 70, misicos melddicos, corredores de autos, y todo el folklore porteno, en especial, del barrio de Saavedra En las mesas del bar, el grupo de parroquianos ha- bituales también formaba parte del folklore. Jubilados en su mayoria, mas algunos comerciantes cincuento- nes que remoloneaban a la hora de abrir los negocios, sentados de a dos, de a tres y de a cuatro, discutiendo a los gritos, de mesa en mesa, de firtbol, de caballos, de quinicla y, de tanto en tanto, de politica, Contra tana de las ventanas habia una mesa vacia, que nadie 12 habia ocupado a pesar de que era la mis iluminada y estaba limpia. Hacia ella me dirigi, muy tranquilo. Sin embargo, apenas corti la silla el bar entero hizo silen- cio, Tan elocuente fue la abrupta interrupcién de las chatlas que no me senté. Parado junto a Ja mesa esperé al mozo, que caminaba hacia mi con paso cansino. El vyeterano camateto, tinico empleado del café desde ha- cia décadas, lleg6 a mi lado mientras los parroquianos miraban la escena sin ningin disimulo. Con suavidad me quité la mano del respaldo de la silla y Ia volvi6 a arrimar a la mesa. —Este lugar esté reservado —me dijo cl hombre, y con una mirada me indicé que tenia tres o cuatro mesas libres, que podia elegir. Pero esa, estaba claro, no se podia ocupat. Sonrei, un poco incémodo. —Yo queria hablar con el inspector Amigorena... @Usted sabe si...? El mozo no me dejé terminar. —Si, viene. Esta es su mesa, Siéntese por ahi, cuan- do venga yo le aviso que usted le quiere hablar. Por ahi tiene suerte. ¢Le marcho un café? —Apenas cortado —le dije, y me fui a una mesa cercana, Me senté algo fastidiado, peto se me pasé ensegui- da, Esta especie de desplante que habia suftido, bien mirado, podia considerarse una parte més del folklo- re del bar. El tnico diario del café estaba ocupado, asi 14 que saqué de la mochila mi tablero de ajedrez de via- je, que muchas veces llevo para hacerme compafiia, y me puse a tevisar una jugada. En ese momento no podia saberlo, desde luego, pero fue eso, el ajedrez, Jo que me petmitis acceder a la entrafiable amistad del inspector Amigorena. Una larga partida 1 inspectot Amigorena era un hombre de unos sesenta y tantos afios, que aparentaba varios me- nos. Mas bien bajo, panz6n, se peinaba el pelo escaso hacia atras, tirante y achatado. Le brillaba la cabellera negra, casi sin canas: sin duda usaba alguno de esos productos que solian usar los hombres en los afios 50, fijadores o brillantinas. Y tal vez alguna tintura, pero €so no podria asegurarlo. Usaba para leer unos lentes de cristal grueso. Decia que lo que més lamentaba del paso del tiempo era que cada vez le costaba mas la lectura. Era un hombre amable, aunque no muy pro- penso a sonreir. En el bar El Calamar todos lo tenfan como lo que cra, un personaje importante, un protagonista. Impo- nia su presencia, consciente del aura que lo precedia, sin alardes innecesarios, con naturalidad. Al entrar saludaba a todos y a ninguno con un “Salud, buenas tardes” no demasiado fuerte, lanzado al aire, por asi 17 = 1 © p ortado, l café, habia Ome De inmediato cetré el tablero, guatdé los trebejo: me aptesuté a acercarme al ilustre patroquiano. —zAjedrecista? —me dijo, apenas me presenté Yle tendi la mano, : —Apenas un poco mis que aficionado —contes- té—. Jugué algunos torneos, cuando era joven. El inspector volvid a hacer esa mueca que parecia sontisa. — Cuando eta joven? ¢Qué quedara para mi, en- tonces? Siéntese, Cuestas, sea bicnvenido: act nadie juega al ajedrez. : —Costas —lo cortegi, timidamente, micntras me sentaba. —2 Que? —Costas, Fermin C as, no Cuestas. —Ah, perdén, no le of bien al mozo, estoy un poco sordo, Juguemos, Costas, una partidita, ¢Quicte? Tango y quiniela Mi: casos me conto Amigorena en esas tar- jes de ajedrez, café y charla que a veces, mas que un didlogo, se parecfa a un mondlogo. A mi no me importaba decir nada, lo que queria era escuchar, aprender, de vez. en cuando hacer una pregunta y otras veces, con el permiso del inspector, anotar algunos de- talles. Uno de los primeros casos que me conté y que repitié en varias oportunidades, en las que siempre agregé algiin dato que lo completaba, fue el que en mis apuntes, primero, y en el archivo de la computa- dora, bastante tiempo mis tarde, titulé “El plomero”. Con las licencias literarias que como es légico no he tenido mis remedio que tomarme, el caso del plomero fue mas o menos como sigue El plomero De regreso en su despacho, el inspector Amigorena— hojea el diario. Las noticias policiales las conoce todas, y el futbol, desde el descenso de Atlanta, ya no le inte resa. Le llama la atencién una nota en la seccién Socie~ dad: “Aun no aparece el ganador de Ia loteria”, dice el titular. Amigorena sonrie. Ya va a aparecer, piensa, pierdan cuidado. La puerta se abre y Lisazo, su fiel ayudante, aparece con un café humeante en la mano y una carpeta en la otra. Le pasa el pocillo al inspector y se sienta frente ad. Amigorena deja el diario y se pone a trabajar, a re- pasar el caso que tiene entre manos. A don Benigno , viudo, jubilado de setenta y seis afios de edad, sin antecedentes penales, se lo hallo muerto en su casa: golpe en la nuca con objeto contundente, dice el infor- me del forense. Amigorena lo ha visto tirado en el patio, ha revisado la casa y ahora, de vuelta en la seccional, recuerda la imagen del viejo caido junto a una gota de agua que le salpicaba el rostro. —Vamos —dice, todavia con el café en la mano—. Hay que dar otro vistazo. El ayudante no se sorprende. Conoce de sobra los arranques de su jefe. Y les tiene confianza. El que ma- neja es Lisazo. El inspector no habla: piensa. No pudo ser un robo (el jubilado ganaba muy poco y vivia humil- demente), no hay puertas forzadas y es dificil pensar, a esa edad, en un crimen pasional. Una vez més a Lisazo le cuesta encontrar la calle del bartio de casas bajas, pero al fin la ubica. Desemboca en el numero 300: seis cuadras mas adelante, en el 923 de Tara, esté la casa del finado Frias. Al inspector le suena el numero, pero no sabe por qué. En la puerta monta guardia un agente de consigna, que saluda al inspector respetuosamente y niega con la cabeza cuando Amigorena le pregunta, por pura for- mula, si hubo novedades. El inspector da una vuelta por el patiecito, mira otra vez la canilla que gotea impasible, cerca de la silueta que dibujaron los peritos sobre las baldosas, y sale al pasillo. La casa de Frias es la ultima de Una fila de tres. Un vecino curioso le repite mas o menos lo mismo que ya han dicho los otros. Don Benigno no se metia con nadie, era un viejo solitario cuya unica pasion era escuchar el programa de Riverito: tango y quiniela. —Casi no recibia visitas —le dice el hombre—: la Ultima persona que vi entrar fue al plomero, por esa ca- nilla que no para de gotear y se escucha en todos lados. Amigorena y Lisazo salen a la calle. Frente al 923 hay un terreno baldio. Amigorena se lo queda mirando. —Dese una vuelta, Lisazo —ordena Amigorena—, ha- game el favor, El ayudante se mete en el baldio tapado de pastos altos y al rato emerge con una llave inglesa. Para no borrar las huellas la ha envuelto con un pafiuelo blanco que se contrapone con el rojo oscuro de la sangre ya seca, El inspector regresa al lugar del crimen, se acerca a la mesita del teléfono y encuentra una libreta vieja con unos cuantos niimeros. Busca en la P, anota y sale. Unas horas después, en la seccional, el inspector conversa con el alterado sospechoso. Alberto Montes, plomero, duefo de la llave inglesa hallada en el baldio,, Jura que es inocente. Pero todo lo incrimina. Su numero 2B punto de ponerse 10 fui —vuelve a de. unque e rincipal sos Y Ia lave ingles, rision preventiva mete que a ins andote lo juro por mig Ya es casi de noche cuando Amigorena entra al local y pregunta por Hugo Toledo. —Soy yo —dice el agenciero. Tee Sie ‘Amigorena, extendiéndole I mano—. Soy el sobrino de don Benigno. Vengo a bu carel billete que él reserva todas las sernanas: el 18.923. ‘Toledo duda. Se ha puesto palido. Pero luego reaccion: —Ah, si, espere por favor. Ya vengo —dice, e intent sonrefr El agenciero desaparece tras el mostrador. Pasan ul par de minutos y el hombre no sale, El inspector sospe= cha que ha salido por la puerta de la vivienda, que esta al lado del local. Y no se equivoca. Al salir a la calle, Lisazo, que lo estaba esperando, ya lo tiene esposado. Esa misma noche, en casa del plomero, Lisazo y ‘Amigorena comparten con los Montes un abundante puchero. Una y otra vez la agradecida sefiora le pide al inspector que recuerde los detalles. Amigorena sonrie. No es frecuente que lo tengan por héroe, y lo disfruta. Pide permiso para chupar un huesito de caract y luego, la cara brillante de grasa y de contento, explica: “—Don Benigno era un jugador de alma. Siempre compraba, desde hacia afios, un mismo billete: el 923, el numero de su casa. A mi me llamé la atencién el numero, aunque al principio no hice ninguna relacién. Pero luego recordé que ese era el billete cuyo duefio aun no habia aparecido. Ahi podia haber un motivo. Después le pedi a usted la libreta de su marido y vi que los dos diltimos trabajos habian sido en lo de Frias y en la casa del agenciero, respectivamente. Até cabos y pensé: si Toledo queria quedarse con el nimero ganador no tenia mas que robarselo al viejo. Pero para asegurarse su silencio, tenia que matarlo. Y la coartada se la brind6 su marido, sin saberlo. Cuando Io vi en la seccional y me confirmé que habla pasado a jugarse un numerito antes de visitar a Frias por segunda vez, por esa canilla rebelde, y que se lo habla comentado a Toledo, me ce- 116 el caso. El agenciero invent6 un desperfecto en su casa, aproveché un descuido de su marido para robarle fa lave inglesa que us6 para el crimen y después la tiré muy cerca. Todas las pistas sefialaban a su esposo: el plomero asesino. Alberto Montes, su esposa y los chicos rien, felices. El hombre se levanta y propone un brindis. —A la salud de los inspectores. {Muchas gracias! Lisazo se sonroja con el impensado ascenso que le ha otorgado el duefio de casa. Amigorena lo palmea, sonriente. Y en vez de aclarar el error, amplia el brindis. —Y ala salud de la cocinera —propone, levantando su vaso. El loco de la pala FE caso de los sospechosos de la Escuela Agraria me lo conté Amigorena, por primera vez, una tarde de sibado. Recuerdo que era sibado porque ju- gaba Platense yen el bar atronaba la radio con el relato del partido, Fastidiado, el inspector me dijo que guat- dara las piezas del ajedrez, que dejamos al cuidado del duefio de El Calamar, y nos faimos a caminar por el barrio, Cuando pasamos frente a un enorme colegio de la zona, Amigorena se qued6 mirando la fachada y se perdié un rato en sus recuerdos, Luego me dijo, con su media sonrisa habitual: —Uno de los casos mas raros en los que participé fue el de la Escuela Agraria de Coronel Vallejos. To- dos dicen que lo resolvi yo, pero eso, diria un amigo, es relativo. Lo miré, sonrei y no hizo falta que le pidiera que empezara a contarmelo. report Nos sentamos en un banco de piedra que habia la vereda del colegio y Amigorena fue desgranandi historia, que le gustaba mucho. La repit una vez sola, Con el recuerdo de la primera chatl los apuntes que tomé, cuando volvid a contarmela tarde que en El Calamat no molestaba la radio, el atchivo que titulé: 30 en el OBES Sospechosos 1 Elinspector Amigorena relee el recorte del diario A tualidad, de Coronel Vallejos, y lo deja sobre el escritori En letras de molde, el escandaloso titular cumple con su’ funcion de llamar la atencién de los lectares, por poco curiosos que sean. "El loco de la pala ataca de nuevo", dice, y al leerlo una vez mas Amigorena silba despacito, como le gusta hacer cuando esta concentrado. —Pero mird el titulo que inventaron —dice en voz muy baja, para si mismo. Se estira en el sillon y se aco- moda la cabellera, peinada hacia atras, otra de sus cos- ‘tumbres. Detras del vidrio de la oficina se ven las silue- tas de algunos de los miembros de la Escuela Agraria, el instituto donde hubo, en el ditimo mes, dos asesinatos. La directora, el vicedirector, dos profesores y el presi- dente de la comision de padres lo esperan: quieren res- puestas, exigen avances en la investigacién, resultados. Pero el inspector Amigorena alin no tiene nada para decirles. \Vuelve sobre el legajo, pensativo. Repasa los hechos y aparta, de entre los recortes, informes y declaracio- nes, las fotos de los principales sospechosos. Son tres. Levanta la primera foto. En la cartulina se ve la cara larga y flaca de Pablo Wintrop: cuarenta afios, profesor de Historia, soltero. El timido profesor fue expulsado de un colegio de seforitas hace unos afios, por un confuso asunto. En el interrogatorio que unos cuantos dias atrés le realiz6 el inspector, el hombre le aseguré que una estudiante se habia enamorado de él, y que esa habia sido la causa del despido, pero era una explicaci6n difi- cil de creer: su escualida figura, su aspecto de hombre reconcentrado y taciturno no le hacen ninguin favor. El profesor Wintrop es un solitario, al que no se le cono- cen mas aficiones que las de leer y dar largos paseos por el campo que circunda la Escuela Agraria. €s, en suma, un sospechoso muy prometedor. El inspector deja la foto en el escritorio y levanta la segunda fotografia. Observa el rostro barbudo de Eugenio Correa, el pedn todo servicio del instituto. En ese inmenso colegio ubicado en medio de la nada, a veinte kilémetros de Vallejos, hacen falta hombres fuertes como el peén, hombres realmente conocedo- res del trabajo del campo. Y Correa, que ha vivido casi toda su vida en las cercanias de la escuela, es con- siderado indispensable, a pesar de los antecedentes Penales que el inspector ha descubierto. Hace ya al- gun tiempo, Correa pas6 una temporada en prision, condenado por golpear a otro peén, en una pelea de bar. Al parecer, la paliza propinada a su rival fue tan salvaje que lo mando al hospital un par de meses. Los testigos, segun consta en los expedientes, declararon que el hombre, enardecido, parecia querer destrozar 32 al derrotado adversario, sin importarle que este ya €5= tuviera vencido. Por violento, entonces, Correa es otro sospechoso. El inspector deja la foto y la cambia por la tercera y Ultima: desde la cartulina ajada lo mira Ellas Samaniego, ef cocinero. Samaniego no tiene anteces dentes penales ni equivocas historias en su pasado [a= boral, pero mas de una estudiante ha declarado que al cocinero le gusta rondar cerca de los dormitorios con la excusa de cosechar legumbres de le huerta, 0 recolectar los huevos que las gallinas de la escuela, atendidas por los alumnos del Ultimo afio, ponen en abundancia. Tal vez solo sea un viejo baboso, como dijo redondamente una de las chicas del instituto, pero no se lo puede descartar Amigorena reordena el legajo y antes de invitar ala comitiva que lo espera, levanta el teléfono. Marca Un interno y su voz suena un poco dubitativa cuando da la orden, —Lopez —dice— usted tiene que hacerse cargo del 50. No le veo otra salida Unos minutos después soporta las arias quejas de Sus visitantes, mientras intenta convencerlos de que tie- ne en marcha un plan infalible. El profesor Wintrop levanta la vista del monton de papeles que tiene amontonados sobre el escritorio y mira a la clase. —Gonzalez, Moncada, Rearte... —dice con su in- confundible voz de pito mientras entrega las evaluacio- nes corregidas, A pesar de la amenaza latente del loco de la pala, el colegio sigue recibiendo alumnado, chicas y chicos que recién terminan el secundario y que, atrai- dos por la aventura de estudiar y trabajar en el cam- _ po, pretenden ingresar al prestigioso colegio. ¥ a todos ellos hay que evaluarlos. Por certo, al profesor Wintrop Je encanta tomar examen, esa ha sido una de las prime- fas averiquaciones recabadas por Lopez en una semana “de pesquisa, Terminada la clase, Lopez se acerca al profesor. Tiene “Pensadas dos 0 tres preguntas interesantes, pero cuan- ‘do esta por hablarle se acerca a ellos Samaniego, el co- Ginero. £1 hombre, al que han tildado de baboso, obser- va a las chicas con excesiva atencién, entrecerrando los (j0s al mirar: *Tal vez solo Sea un problema de miopia", piensa Lopez, pero no le cabe duda de que debe tenerlo en la lista de los sospechosos. —Tenems que hablar —le dice el cocinero al profe- Sor—. Lo espefp, pase por la cocina, en cuanto pueda Lopez toma nota de la invitacién, que le parece un tanto extrafia, y se retira del salén. Un rato despues, mientras conversa con una estudiante, ve que Wintrop uza el patio con paso répido, Se disculpa con la estu- diante y lo mas sigilosamente que puede sigue el cami- No del profesor. Con enorme sorpresa descubre que en la cocina se han reunido Wintrop, Samaniego y el pe6n Correa. Lopez se rasca la barbilla. Los tres sospechosos juntos, eso si que es muy raro: casi parece una reunion preparada para facilitarle la investigacion, Se acerca a la ventana pero comete la torpeza de voltear unas latas, asi €5 que se esconde tras una puerta a toda velocidad. Alertados por el ruido, los tres hombres se dispersan rapidamente, Lopez maldice su fala: habria pagado por escuchar lo que esos hombres hablaban. 36 silueta cafda. En el piso, despatarrada, yace una mujer, gorda, fuerte, de cara colorada y pecosa —jLa alemana! —poco menos que grita Samani 90, sorprendido. / —Mird vos, la alemana... —musita Correa, acar ciandose los nudillos doloridos. —2Cémo supieron que yo...? —balbucea Lopez, in: terrumpiendo a sus salvadores. —Me di cuenta cuando corregi su examen —di Wintrop, con una timida sonrisa. Era demasiado hort ble para que fuera de una autentica estudiante. Instalada en una precaria casa cerca de la escuela, detras de la chancherla, la viuda se dedicé a perpe- trar su loca venganza. Primero ‘a emprendio contra los, chanchitos, que robaba sin cesar, luego contra los ter- neros guachos, hasta que empez6 a agredir, con su pala asesina, a los estudiantes de la escuela. El inspector Amigorena sacude la cabeza. Su error podria haberle causado la muerte a otros chicos, 0 a Lopez. Mientras caminan rumbo a la pequena fabrica de quesos, cercana al tambo donde se originé el drama, el inspector Amigorena resume los hechos. La joven agen- Vv € te Mariana L6pez, y los ex sospechosos Correa, Sama- ; niego y Wintrop, lo oyen en silencio: —Hicimos correr la voz de que hablamos infiltrado a uno de los nuestros en el colegio —dice el inspector- Dejamos notoriamente en clarc que tenfamos tres sos- pechosos, convencidos de que el asesino, uno de uste- des tres, terminaria por ponerse nervioso y de alguna manera se delatarfa. Lo que nunca esperamos fue que los propios sospechosos usarian, para atrapar ala verda- dera culpable, nada menos que el cebo que habiamos preparado para ellos. —Nosotros sablamos dos cosas —dice con su voz de pito el profesor Wintrop—: que los tres éramos inocentes y que la nueva estudiante, Lopez, no era precisamente una colegiala —Y por eso nos confabulamos —aporta Samanie- go, echando una furtiva mirade a la falsa estudiante. —iY por qué me hicieon perseguir a Win- trop? —pregunta la agente Lopez, disimulando su incomodidad. —Porque las chicas no se ztrevian a salir de noche de sus habitaciones —agrega el profesor—. Habia que Ala mahana siguiente, ya en la escuela, Amigorena se reprocha en silencio como es que se le escapé la po= sibilidad de una cuarta sospechosa, Dorotea Hoffmann, apodada la alemana, habia sido la mujer del tamber de la Escuela Agraria y, al enviudar, fue quien qued6 cargo del tambo. Pero las cosas no funcionaron como correspondia: los estudiantes le explicaron al inspector como la mujer se equivocaba en la seleccién de las va~ cas, como confundia las alzadas, cmo a veces ordefia- ba vacas que tenian las ubres enfermas, y otras cosas por el estilo que Amigorena no habla terminado de en- tender. Pero si le ha quedado claro que por culpa de la alemana, que no sabia hacer su trabajo tan bien como el tambero fallecido, el tambo producia mucha menos leche y la fabrica, muchos menos quesos. Finalmente, las autoridades de la escuela decidieron reemplazarla; le habian ofrecido que trabajara en la cocina, pero la mujer, que se creia capaz de manejar el tambo tan bien como lo habia hecho su esposo, decidié dejar el colegio, llena de odio. 38 tentar al criminal y se nos ocurrid que lo mejor era usa a la agente que nos perseguia. —Jamas pensamos que seria la alemana —se lament Correa, todavia acariciandose el puo—. Yo nunca an le habia pegado a una mujer Todos sonrien. Llegan al tambo vacioy recorren calla dos, pensativos, las instalaciones de la fabrica que fun: ciona detrds. Wintrop, en nombre de la escuela, tom un par de quesos de cascara colorada y se los regala a los policias. Amigorena y Lopez agradecen: la scent Lopez, sonriente y orgullosa, el inspector, todavia alg turbado por su error. Un rato después, cuando la patrulla que se lleva a la mujer policia y al inspector atraviesa la tranquera de la Escuela Agraria, Amigorena piensa, con la vista perdida en el campo, que de todos sus casos, este 5 cl primero resuelto por los sospechosos. El robo del libro erta tarde otofal, Amigorena entr6 a El Calamar cuando yo lefa un viejo libro, ajado, amarilleado por el tiempo, No le gusté que no hubiese desplegado las piezas en el tablero y hasta me pregunté si no lo habia llevado, pero se tranquilizé cuando le dije que si, que tenia el juego en la mochila, pero que quetia ter- minar ese libro porque debia devolverlo a la biblioteca. Me pregunt6 de qué se trataba. Le expliqué que era una rareza, una antigua novela policial, Tivtearse con el peligro, de Alvaro Yunque, que yo habia retirado de la biblioteca del diario, El inspector comenté que no lo conocia y pregunté (intencionado, pero yo atin no lo sabia) si se lo podia considerar un incunable. Le contesté que por supuesto que no, mientras lo guardaba en la mochila y sacaba el tablero. Luego, cuando empezamos la par- tida, me conté la historia que, precisamente, yo titulé: 39 40. El incunable Lisazo se acerca al inspector Amigorena, con un caf en la mano. El inspector levanta la vista del crucigram. del diario que ha tratado de resolver, sin éxito. —Oiga, Lisazo, rio de Europa, tres letras. No es el Rin, ya lo probé. : El ayudante del inspector menea la cabeza. E! Unic rio de tres letras que conoce (gracias a los crucigramas, por supuesto), es precisamente el Rin. Y es eso lo que dice, para disgusto del inspector, que lo mira con el ceo fruncido y lo frunce aun mas cuando toma el primer Sor- bo del pocillo humeante. Lisazo no sabe si atribuir la cara de enojo de su jefe a su respuesta negativa o al café que, como siempre, le ha salido mal. De todos modos, Amigorena termina el café y pre~ gunta qué novedades hay. —Nos dieron el caso del libro, inspector. —Ah, el incunable de la casa de antigiedades, ya me acuerdo. ;Y por qué 2 nosotros? —Porque parece que la dueia es amiga de un mi- nistro, inspector. Hay que resolverlo pronto, y para eso el mejor es usted. Amigorena deja pasar el elogio sin hacer comenta- rios y pide que le traigan el archivo. Lisazo, que ya lo tie~ ne preparado, espera a que el inspector deje el pocillo y se lo pone en la mano. Es una carpeta con algunas hojas mecanografiadas. Amigorena las lee en diagonal, dete- niéndose en los datos més importantes, que menciona en voz alta, mientras su ayudante torna nota mental —"El libro, un opisculo que se crela perdido, habria sido la segunda produccién de la primitiva imprenta de la Universidad de Cérdoba, en 1766, paco antes de la a9 expulsion de los Jesuitas. Considerado de altisimo valor hist6rico y econémico, figuraba en el catdlogo de la Casa Quirés, en Avenida Alvear y Ayacucho. Y estaba guar- dado, con los cuidados que el libro merecia, en un cofre ‘con llave, Estaba asegurado por un valor de $500.00, a pesar de que algunos especialistas dudaban de que realmente se tratara de un producto de la imprenta cor- dobesa. La duefia de la Casa Quirés, Mercedes Quir6s, viuda de Estrazulas, denuncié que el libro desaparecié del local durante la noche del pasado jueves 10 de marzo. La ‘mujer descubrié el robo al abrir el local, el viernes 11 ala mafiana. No faltaba ningtin otro objeto” Amigorena deja el archivo sobre la mesa. —Bien, Lisazo, me imagino que tendra el auto listo. | ayudante sonrie. Por toda respuesta toma el im- permeable de su jefe, lo ayuda a ponérselo y abre la puerta del despacho. Un rato después llegan a una coqueta casa de an- tigiiedades, en plena Recoleta. Los atiende una mujer joven, bonita, alta. Tal vez demasiado bien vestida para ser empleada, piensa el inspector, mientras muestra su credencial y pregunta por la viuda de Estrézulas. —Soy yo —dice la mujer, y Amigorena tiene que do- minar el gesto de sorpresa. El experimentado investiga dor ha caido en un prejuicio: viuda, y dena de una casa de antigiiedades, habia imaginado una mujer con olor a naftalina, muy diferente de esa joven belleza. —{No tiene empleados? —pregunta el inspector, extendiendo su mano. —Tengo un unico empleado, Roberto, pero trabaja solo por la tarde. Y una sefiora que hace la limpieza, que viene los lunes, miércoles y viernes, por la mafiana, sefior... —dice la mujer. 41 inspector Amigorena, a sus ordenes. Mercedes Quirés de Estrézulas sonrie levemente, Ofrece un café ("lo pido a la cafeterta de aca a la vuel en un minuto lo traen”, aclara), pero el inspector rech za el convite. En cambio, le pide a la viuda que tenga | amabilidad de volver a contar, con todo detalle, !o qu pas6 con el famoso incunable desaparecido. Mercedes Quirés amplia su sonrisa. —Permitame una correccién, inspector. Incunables son {os libros impresos entre 1450 y 1501, los primeros que hicieron desde que Gutenberg invent6 la imprenta. En I ‘Argentina hay solo cincuenta, veintinueve en la Bibliot Mayor de Cérdoba y veintiuno en la Biblioteca Nacional, acd en Buenos Aires. El optisculo que nos robaron es Un, libro antiguo y muy valioso, pero no es un incunable. Amigorena devuelve la sonrisa y mira a su ayudante —Hay que corregir los archivos, Lisazo. Recuerde: buscamos un incunable. —Luego se vuelve hacia la an: ticuaria—: Digame, entonces, como fue que descubri6 la desaparicion del libro. La mujer relata los hechos tal como los recuerda, con todo detalle. E! jueves de la semana anterior ella y su empleado cerraron las puertas del local, tras haber controlado que todo estuviera en orden. A la mafana siguiente, cuando llegé al negocio, antes que su em- pleado, descubrié la caja fuerte abierta, y que el libro no estaba. Hizo de inmediato la denuncia, Fin de la his- toria. No habian forzado las puertas del local, no habla ningun boquete en las paredes, no habia absolutamen- te ningun indicio de violencia. Alguien, que necesaria- mente tuvo que tener una copia del juego de llaves, entré al local por la noche, sacé el libro de su cofre (que tena también una cerradura, que no fue violada) y se lo llev6, tras cerrar todo cuidadosamente detras de si. 42 ‘Amigorena le pide a la mujer que le relate toda la historia una vez mas. Pregunta qué reaccién tuvo su empleada, y ja mujer le responde que cuando se ente- 16, al llegar el viernes por al tarde, se sorprendié tanto como ella. Luego el inspector pregunta como se habian ido ella y Roberto el jueves a la noche; qué habia he- cho ella al llegar, qué habia hecho y dicho el empleado cuando entré al local el viernes. Incluso quiere saber “qué ropa tenfan puesta, La anticuaria se sorprende por la pregunta, pero responde que el jueves llevaba un tra- Je sastre, de color gris. Y que el viernes lo habia cam- biado por una falda larga, marron, y una camisa blanca. erto habia usado el mismo pantalén negro los dos , pero el jueves habia traldo una camisa celeste y el viernes, una chomba bordé. Amigorena pregunta por qué Roberto no viene por las mafianas, y Mercedes Qui- 16s le informa que es profesor de inglés en un instituto Privado. Entonces Amigorena pide que le cuente todo lo que sepa de la sefiora de la limpieza. La duefia del local desestima cualquier duda sobre su empleada: la mujer, de nombre Olga, ha trabajado con ella y con sus padres, de quienes Mercedes heredé el local, desde hace muchos afios. Es de absoluta confianza, lo mismo que Roberto. Luego el inspector pregunta Por los acontecimientos raros de la semana, cualquier cosa que haya parecido fuera de lo normal, distinta, por tonta 0 poco importante que parezca. Mercedes Quirés hace un esfuerzo de memoria. Cuenta que el lunes vendié un jarrén que tenia en el local desde hacia muchos afios. Que el mismo lunes, 0 quizas el martes, no lo recuerda bien, pero seguro fue Por la mafiana, habla entrado una turista australiana, que se interesé muchisimo en un viejo mueble ropero, Porque, seguin dijo, habia tenido uno igual en Sidney, Fry ta Ames TS ae on 16 vive solo. Después de almorzar acostumbra pasar por SU ‘casa, juega al ajedrez con la computadora, a veces hace algo de zapping, otras veces duerme una siesta breve, A\las cuatro entra en Casa Quirés, donde trabaja desd hace catorce afios. Por las noches pocas veces sale. tiene novia, Amigorena le pregunta cOmo son sus clases de Inglés, y cémo ensefia Espafiol. EI hombre par animarse un poco. Dice que tiende a tomar temas d interés de los alumnos, que hablen de la actualidad, qu ‘aparezcan en los diarios. Y que las clases més agradable: se dan con los estudiantes extranjeros, que se interesar mucho en las costumbres locales: las comidas tipicas, e! futbol, el tango, la realidad social, politica, artistica, dependiendo de las edades de los alumnos. Intercam- bian experiencias: los turistas cuentan su propia historia y cémo es la vida en sus paises, Olivares relata la suya, la nuestra. Amigorena, como sorprendido, pregunta si alguna vez les cuenta su experiencia de anticuario. —Si, e8 una profesion muy interesante —responde el empleado, y Amigorena no alcanza a descubrir si el profesor habla en serio o ironiza La conversacién dura un rato mas y luego Amigorena deja que el hombre se vaya. Lisazo, que se ha aburrido sentado en la barra del café, pregunta si debe seguitlo. Amigorena dice que no. En cambio, iran al instituto. El instituto de Inglés debe su cantidad de alumnos extranjeros a su ubicacién en el centro mismo de San Telmo, a pocos metros de la Plaza Dorrego. Amigorena muestra su placa y pide ver el registro de alunos. Pre- guna si hay fichas, legajos. —Algo asi —le contesta una secretaria aburrida—. Cuando se inscriben les tomamos una fotito con la cé- mara de la computadora y llenamos una ficha. Poca cosa, “Amigorena pide ver los archivos. Luego se hace im- primir dos de las fichas, Con ellas en la mano, se dirige a un hostel de la zona. Pregunta por una de las estudiantes que figura en una de las fichas, pero la chica anda de mochilera por el Noroeste, desd2 hace tres meses. Luego se dirige 2 un segundo albergue juvenil, bastante pobre y un poco sucio. Esta vez le dicen que la muchacha por la que pregunta ha salido, pero que seguramente volverd en poco rato, Amigorena pregunta si Jenny Harrison, que de ella se trata, tiene um pulover azul. La empleada del albergue se re, creo que si. Es mas, rre parece que lo llevaba puesto hace un rato. ‘Amigorena pide entrar al cuarto que la joven com- parte con otras seis estudiantes, La chica duda. El ins- pector sabe ser persuasivo: —Puedo venir més tarde con una orden judicial Pero si vengo con una orden voy a venir con una ins- peccién de Trabajo, a ver si todos los empleados tienen los papeles en regla, y otra de Salubridad, a ver como andamos de limpieza. La chica lo invita a pasar y le seftala amablemente cual es el armario de Jenny. El inspector abre la puerta y encuentra, tal como pensaba, un libro grande, forrado en papel de diario. Quita el forra improvisado y le mues- tra a Lisazo la portada del famoso libro desaparecido Unas horas después, mientras Jenny Harrison y su ami- go Alfred Thompson se encuentran detenidos en la co- misaria de San Telmo, a la espera del consul australiano, Amigorena explica el caso a la viuda de Estrdzulas y a su empleado, el profesor Olivares. —Los ladrones eran dos j6venes en viaje de placer, que vieron una oportunidad de vivir una aventura excitante 48 y ganar buen dinero —comienza el inspector, mientras toma el café que, esta vez si, ha aceptado que la anticua- tia le invite—. No eran delincuentes profesionales, pero estuvieron a punto de salirse con la suya. Cuando el profesor acd presente les conté que habla en su tra bajo un libro que valfa una fortuna, idearon el plan. Y pensé que si las cerraduras no estaban forzadas, y nadi mas que usted tenia las llaves, el robo se tenia que haber hecho desde adentro. Por eso, cuando me conto que | joven australiana se habia interesado en el mueble, I revisé. Senti un tenue olor a desodorante femenino y Vien el suelo una brizna de lana azul. Evidentemente, en un descuido, ella entré en el armario y alli se quedo por dos dias, a la espera de que su cémplice se llevara al libro. Por Ia noche lo sacé del cofre, con la llave que ella sabia que estaba en la caja recistradora, y al otro dia se lo dio al mochilero, que se lo llev6 y dej6 a cambi6 la cantimplora con agua — ‘Pero yo habria visto el cofre vaclo! —dijo Merce- des—. Y ademas, ¢c6mo sabian dénde estaba la llave? 2Y como se fue la chica sin que la vigramos? Amigorena no tiene mas remedio que mirar a Oliva- res, que baja la cabeza. —Los australianos idearon el plan con la ayuda de su profesor. Fue él quien les facilité la llave del cofre y quien dejé salir a su alumna en algdn momento en que usted no estaba presente, por ejemplo, en algun momento en que usted fue al bafio. Y fue él quien revi- 86 todo la noche previa al descubrimiento, y le aseguro que nada faltaba. £1 mismo dejé el cofre abierto y vacio, para que usted lo encontrara a la manana siguiente. Mercedes mira a su empleado, con toda la sorpresa del mundo pintada en el rostro, —iPor qué, Roberto? —pregunta, al bode del sollozo. Roberto Olivares no tiene nada para decir. Se deja conducir por Lisazo sin oponer ninguna resistencia y echa hacia el local una mirada cargada de nostalgia. ‘Antes de despedirse, Amigorena se siente obligado a explicar, tal vez para poder entender también él, el porqué de Olivares, —Quizés estaba muy aburrido, Mercedes, simplemente aburrido. 49 _ Pelea de fondo ta raro que en El Calamar consumiéramos algo mas que un café, pero una tarde, para la hora de la metienda, luego de una jornada en la que yo no habia tenido tiempo ni siquiera de comer un sind- wich, me atrevi a pedirle al mozo de siempre un café con leche con cuatro medialunas en vez de las tradicionales tres, y una porcién de torta de ricota que no parecia demasiado vieja, Cuando el inspec- tor llegé me encontré con la mesa Ilena de comida y silb6 bajito. —Epa, mi amigo. Ni que estuviéramos en Las Violetas. Yo me ref: por cietto que mi abundante metienda ‘no tenia mucho que ver con el tipico té con masas de la confiteria de Medrano y Rivadavia. Amigorena esperd a que terminara de comer mientras instalaba el tablero en su mesa. Cuando me senté frente a él, descubsi que mi merienda le habia 51 recotdado un caso, uno que habia empezado, pre mente, frente a Las Violetas. - Uno que yo atchivé con ua titulo minimo: Box Elinspector Amigorena termina su café en Las Viole: ‘tas, paga la cuenta y antes de irse echa una nueva mira da, muy admirada, a la cantidad de tortas, sandwiches de miga, pastelitos, y masas dulces y saladas que acom- pafian el té que dos viejitas pequefias, de aspecto fragil, devoran con lenta sabiduria. No puede menos que son- reirles y luego sale rumbo al estadio de la Federacion de Box, frente a la famosa confiteria, cruzando Rivadavia. En las inmediaciones del estadio se arremolinan cientos de espectadores. Amigorena vuelve a sonreir: ese viernes se presenta grato. Al inspector, que desa- prueba el uso de la violencia para resolver sus casos, curiosamente le gusta mucho el boxeo, le parece un deporte sutil, més alla de las trompadas con que los boxeadores se obsequian en el ring. Se sabe un enten- dido del deporte de los putios y, como tal, bastante co- nocido entre los amantes del boxeo, los apostadores, los entrenadores, los empresarios. Por eso no le resulta raro que de camino al estadio tenga que saludar varias, veces, a algunos amigos, a gente que apenas recuerda y a otros que no recuerda en absoluto, Uno de los que saluda es un apostador de poca monta, un tipo chiquito y nervioso al que todos apodan Laucha, y que suele le- vantar apuestas en los alrededores del estadio —inspector —e dice el Laucha, tomandolo de un codo, y sacudiéndoselo con insistencia—. Tengo la 52 precisa: hoy gana Pedroni, juéguese todo lo que ten ga, que paga siete a uno. ‘Amigorena sonrie. Pedroni versus Arnaiz es la pelea estelar de la noche, la Que cierra la velada. Y es prac- ticamente imposible que gane Pedroni; el pibe Arnaiz, n boxeador joven y en ascenso, es el favorito de todos, tanto que las apuestas lo favorecen por escéndalo. Que el veterano Pedroni, un boxeador que ya esta muy cer- ano al retiro, le gane a Arnaiz seria poco menos que milagroso. EI Laucha adivina, detras de la sonrisa de Amigore- na, lo que este opina, pero insiste —Yo sé lo que le digo, inspector le dice bajando la voz hasta que se transforma en un susurro—: esté todo arreglado, Arnaiz se vaa tirar entre el séptimo y el octavo, no pasa de ahi. Amigorena lo mira un poco mas serio. —£ por qué me contas eso, Laucha? —Nunca esté de més hacerle un favor a la autori- dad, inspector —le sonrle el Laucha—. Juéguese unos pesos, no se vaa arrepentir. ‘Amigorena niega con la cabeza. No le gusta apos- tar, y tampoco le gusta mucho el Laucha, ni que el pe- quefio apostador pueda considerar que él le debe un favor. Le dice que no, le agradece el gesto y sigue su camino hacia las plateas. Ya instalado a pocos metros del ring, el inspector disfruta de las tres peleas preliminares y espera, con cierta ansiedad, el anuncio de la pelea de fondo. EI dato del Laucha le ha picado la curiosidad. Echa una mirada a los asientos del ring side y descubre en primera fila a Ignacio Fioravante, un empresario due- fio de un casino, famoso por sus vinculaciones con el juego, las apuestas, y por su interés en el boxeo, en las carreras de autos, en las de caballos. Se dice del emp! sario que es el duefio de los pases de varios jugador de futbol, y que también es el secreto representante d unos cuantos boxeadores. A Amigorena no le gusta ni un poco. Al tal Fioravante nunca le han probado nad pero todo el mundo rumorea que el hombre no se ds taca precisamente por su honestidad. Ha sido procesa do varias veces, por desfalco, por contrabando y otr delitos econdmicos, pero siempre ha logrado la abs lucion. Amigorena comienza a hacer una lista mental de los asuntos turbios en los que Fioravante ha estado involucrado; va por el quinto o sexto caso cuando lo interrumpe la voz del presentador. Se acerca, al fin, la pelea mas importante de la noche Suben los pigiles y el locutor, con voz engolada grandes aspavientos, anuncia al joven Arnaiz, siete pe- leas como profesional e igual niimero de triunfos, y al veterano Pedroni, cuyo récord es de cuarenta y siete pe- leas, con treinta y cuatro triunfos, dos empates y once derrotas. Saludan los boxeadores en el centro del ring y el combate comienza Los dos primeros asaltos resultan parejos, de los que suelen llamarse “de estudio". Recién hacia el final del segundo, Pedroni conecta un cross preciso y eso parece animarlo para el ring siguiente, que comienza con su claro predominio. Arnaiz parece desorientado, EI cuarto y quinto rounds también los gana el vete- rano, y Amigorena empieza a sospechar que el Lau- cha le ha dado un dato verdadero. E! publico asiste silencioso y sorprendido a la lenta construccion de la victoria que esté realizando Pedroni. En el séptimo, sin embargo, Arnaiz logra conectar un uppercut al higado de su rival y luego un jab que impacta en pleno rostro del veterano. Suena el gong y Pedroni se dirige a su incon, visiblemente confundido. En el minuto de des- canso, Amigorena cree percibir movimientos nerviosos en el entorno de Fioravante, que hasta el momento ha asistido al espectaculo sonriente, y luego de los golpes de Arnaiz parece contrariado. Uno de los hombres que acompafian al empresario hace bocina con sus manos y grita hacia el rincén de Arnaiz. Hay demasiado ruido en el estadio como para entender con claridad, pero a Amigorena le parece off que el tipo repite "tranquilo, ‘tranquilo, y que el joven boxeador mira hacia el espec- tador con mas nervios que tranquilidad. Comienza el octavo round. Pedroni tira algunos golpes desmafiados y Amaiz parece no tener ganas de golpearlo, Alguien chifla desde la platea y pronto llegan insultos desde todos lados. Un manotazo de Pe- droni pega en una oreja de Arnaiz, que como por ins- ‘into saca un recto que estalla en la nariz de Pedroni. La cabeza del veterano se va hacia atras como si el golpe hubiera sido tremendo, y luego Pedroni se tambalea y Cae aparatosamente, Amigorena se sorprende en su butaca: el golpe no le ha parecido de knock-out. Sin embargo, cuando el arbitro llega a contar diez, Pedro- ni sigue en el piso, como desmayado, Mientras Arnaiz festeja su triunfo con poca alegria, un médico y uno de los segundos de Pedroni se llevan al boxeador a los vestuarios. Amigorena mira hacia la butaca de Fioravan- te. El empresario discute con sus acompajiantes, parece enojado. El inspector se pregunta si el hombre habré apostado por el derrotado. La gente empieza a dispersarse lentamente. Ami- gorena todavia esta a medio camino entre las pla- teas y las puertas de salida cuando oye por primera vez la noticia que pronto corre por el estadio entero. 58 desarrolla Iuego en los suplementos deportivos: * (Trax gedia en el boxeo!”, reza el titulo de la nota que cuer ta la muerte de Omar Pedroni, victima de los golpes, La curiosidad de Amigorene sigue intacta. No import que sea sabado, el inspector se dice que tendra qui investigar, que tomara el caso, 0 lo que a él le pare que es un caso. Apenas termina de desayunar se diri ala morgue, donde sabe que encontrard a la victim: y habla con su amigo el doctor Serrano, que esta guardia. Luego de un rato de charla, deja la morgue se dirige a la casa del médico de la Federacion de Bo: Serrano le ha dado la direccién, que el hombre ha de- Jado junto con el certificado de defuncién de Pedroni: Ya es el mediodia cuando el inspector toca el tim- bre del doctor Niteroy. El médico, aunque se sorprende por la visita, se muestra amable y colaborador. Explica la causa de la muerte de Pedroni con una suficiencia tal, que Amigorena piensa que est’ oyendo una clase en la Facultad de Medicina. Terminada la entrevista, el ins- pector para a almorzar en una parrilla y, luego del café, se dice que ha llegado el momento de visitar al em- presario Fioravante en su mansion de las Lomas de San. Isidro. Tras una hora de viaje, toca al portero eléctrico del enorme portén. Fioravante no es tan amable como el doctor Niteroy, pero accede a responder las preguntas de Amigorena, como si no le importara. ;Habia apos- tado por Pedroni? Si. ¢Por qué? Por que habia tenido el palpito de que el veterano les daria una sorpresa a todos. a cat cng en fl fay fa su desagradable Amigorena no festeja el chiste, ni res con gesto adusto, y se retira ponde. Saluda Esa noche no habra peleas en la Federacién de Box, que estaré cerrada por duelo, pero Amigorena recorrera la zona. Piensa encontrar por alll al Laucha, y a otros per- sonajes de su calafia. Y no se equivoca Para la hora de la cena Amigorena ya sabe que el ru- mor es que Fioravante ha perdido mucho dinero, y que ‘Arnaiz tiene su carrera comprometida. El empresario no le perdonaré facilmente los golpes que terminaron con la pelea, con la vida de Pedroni y con sus ganancias, aunque haya sido una desgracia. Amigorena busca en la guia el ndimero del joven boxeador. La madre del mu- chacho responde el llamado. Arnaiz es soltero y al pare- cer no ha despegado atin de las faldas maternas. Esta, le dice la mujer, en el gimnasio del club Almagro. Hacia alll se dirige el inspector. —Una pifia de nada, le di, jefe, una pifia de nada —le jura Arnaiz al inspector, cuando este le pide que le cuente su impresion de los tltimos momentos de la pelea. Arnaiz suda en la bicicleta fija y el inspector no le pide que pare. Parece angustiado, y el ejercicio tiene ‘que hacerle bien. —En serio, yo no queria pegarle fuerte —insiste el boxeador, y se detiene al darse cuenta de que lo que estd diciendo no es ldgico. ‘Amigorena sonrie. No hace falta que le pregunte nada mas. Durante los siguientes tres dias Amigorena se dedica a investigar en qué han estado Pedroni y su mujer du- rante la Ultima semana. Se entera de que el veterano boxeador ha ido a bailar a uno de los boliches de Fiora- vante, que su mujer ha estado en una agencia de viajes, que Pedroni pasé por el consultorio médico: al parecer queria asegurarse de llegar en optimo estado, y con el peso justo, a la gran pelea. Y se sorprende con un dato 59 ow curioso: también la mujer del boxeador ha visitado el despacho del médico. El ultimo dato que le falta al ins- pector se lo confirman en el banco donde el fallecido boxeador tenia sus ahorros, retirados dos dias antes de la pelea El inspector ata cabos y vuelve a la morgue. Serrano no esta, pero el médico de guardia le entrega el informe que su amigo ha dejado preparado. Luego, con el docu- mento en la mano, Amigorena llama a la casa del médico Niteroy y a su ayudante Lisazo. —Tenemos que ir rapido a Ezeiza, Lisaz0 —dice Ami- gorena cuando el ayudante llega con el auto oficial— Ponga la sirena y maneje como usted sabe Un rato después, llegan al aeropuerto, apenas unos minutos antes de que los pasajeros aborden el ultimo vyuelo a Miami Alli esta, tal como Amigorena suponia, el doctor Niteroy ¥ con él, Vanina Omtz, viuda de Pedron! —Quedan detenidos —les dice el inspector Ami- ‘gorena, blandiendo el informe de la morgue como si fuera un arma— por el asesinata de Omar Pedront envenenado Niteroy empieza 3 negar, pero Ia vedette se quiebra sin siquiera esperar a que su complice vea el informe —iMe dyste que el veneno no se iba a notar que no se hacian autopsias por una conmocion cerebral, me dijste que era seguro, estupido, estupido! —grita, his- terica. Niteroy ya no puede callarla los qritas de la mu= Jet, mas que la autopsia, son Ios que los llevan a prision Un rato més tarde, cuando ya la policia aeroportua- ria se ha llevado los dos detenidos, Arnigorena s# sien: te en la obligacion de explicarse con Lisazo —£1 doctor habia acordado con Pedrom que este se liraria en el octavo round, justo al reves de lo que se habla arreglado con Amaiz y el empresario de ambos, Ignacio Fioravante. Pero no podia simplemente fingir, porque Fioravante no le permitira salirse con la suya: la represalia podria ser terrible. Por eso el doctor le suministr6 un tran- quilizante a Pedroni, que llegado el momento se habria caido con el golpe de un nifio. Lo que Pedroni no sabia era que su médico queria quedarse con toda la ganancia de las apuestas realizadas, y que el supuesto tranquilizante era letal. Ni mucho menos sabria, pobre tipo, que el médi- co queria quedarse tambien con la Ortiz: indudablemente el movil no era solo el dinero, Habia resultado ambicioso el doctor Niteroy, y enamoradizo, isazo se queda pensando. Todavia tiene una duda. —Pero acémo se dieron cuenta en la morgue, ins- pector? .Qué juez les ordend hacer una autopsia fuera de la rutina? —Ningun juez. Serrano es mi amigo desde hace muchos anos, y sabe que a veces mis palpitos son buenos. —Con esos palpitos tendria que apostar, inspector —le dice Lisazo, sonriendo Amigorena tambien sonrie —Eso me sugirieron la noche del viernes, pero a mi no me agradan las apuestas. Ya ve que son otros los juegos que me gustan ol Vacaciones uando me tocaron las primeras vacaciones luego del traslado a Policiales decidi que me iria a la Patagonia, a ver a mis patientes del sur. Se lo con- té al inspector en El Calamar y se sorprendié de que me fuera tan lejos. A él no le gustaban las vacaciones, nunca le habian gustado, Me tef con el comentario, casi que sin poder creerlo. Amigorena no solia sonreir cuando bromeaba, asi que tal vez era una ironia, Pero no, no lo era, Nunca le habian gustado los viajes, no le agradaba que lo obligaran a dejar el trabajo para tomar un descanso que decfa no necesitar, y cuando al fin lo obligaban a tomarse los dias que le correspondian, por lo general se quedaba en la ciudad vacia, casi extrafia, en que se convertia Buenos Aires en verano. Sin em- bargo, cierta vez habia viajado a Neuquén, cerca de donde yo viajaria muy pronto. Y por supuesto, en el sur habia tenido un caso, el de... 64 El muerto de Arroyo Verde Cuando el comisario mayor Landaburo convoca 2 su despacho al inspector Amigorena, este suspira, preocupado. Hacia rato que el comisario lo perseguia con el tema de las vacaciones. Una verdadera tortura, El inspector recorre los largos pasillos del Departamento Central de la Policia y al fin se detiene frente al despa- cho de Landaburo. Vuelve a suspirar y golpea la puerta vidriada. —Adelante —dice la voz inconfundible del comisa- rio mayor. —{Me llamé, comisario? —pregunta el inspector, y se queda esperando, de pie, frente al escritorio. —Si, hombre, siéntese —responde Landaburo, Tie- ne en la mano un legajo, y lo sacude con fastidio—. Me llamaron de la direccién de Personal, ;Cuanto hace que no se toma vacaciones, Amigorena? 2No le gusta descansar? El inspector se sienta y vuelve a suspirar. No lo hace Casi nunca, y esa manana es la tercera vez que suspira en menos de una hora —Mucho no, comisario. Usted sabe me gusta y. Landaburo no lo deja terminar —Usted tiene que tomarse vaca dejar pasar. (Hace como seis afios que no se las toma! Vayase un mes, divirtase, descanse, tome sol, pes- Que... {Qué 5€ yo! Lo veo en un mes. ¥traiga alfsiores, EI inspector intenta sontel, pero no puede Un mes! {Qué va a hacer durante todo un mes, um lantut simo mes, sin trabajo? cise?

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