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Escribir y reescribir
Un manual para la corrección
de los textos narrativos
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ESCRIBIR Y REESCRIBIR
Un manual para la corrección
de los textos narrativos

Gloria Fernández Rozas

Colección: creativaescritura

EDICIONES Y TALLERES DE ESCRITURA CREATIVA FUENTETAJA


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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos


© Gloria Fernández Rozas

1ª edición:

© Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja


C/ San Bernardo 13, 3º izda. 28015 Madrid
tel. 91 5311509
http://www.fuentetajaliteraria.com
ISBN:
Depósito legal:
Impresión: Infoprint S.L.
Impreso en España
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Indice

CORREGIR ES SEGUIR CREANDO .........................................15


Algunas cuestiones previas .......................................................17
Cómo se fragua una historia ....................................................23
De tristezas, catástrofes y entusiasmos ....................................27
La aventura de la revisión ........................................................33
Las tres lecturas y el método de las cinco preguntas ..............39
Lo que queda atrás ...................................................................45
PRIMERA LECTURA...................................................................49
¿Cuento o novela? .....................................................................51
Empezar por el principio..........................................................59
La importancia de la primera frase .........................................63
La voz del relato........................................................................71
El talante del narrador .............................................................87
El esqueleto de la historia ........................................................93
El personaje ............................................................................103
Cuando los personajes toman la palabra ...............................113
El paso del tiempo ..................................................................119
Los paisajes .............................................................................129
Acabar por el principio...........................................................135
SEGUNDA LECTURA................................................................141
El equilibrio ............................................................................143
La unidad ................................................................................149
La verosimilitud ......................................................................159
Argumentos secretos ...............................................................163
TERCERA LECTURA.................................................................169
Desfallecimientos ....................................................................171
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ANTE EL TEXTO .......................................................................179


Un caso práctico: primer borrador ........................................181
Revisión y estrategias de corrección ......................................185
Segunda versión......................................................................197
Algunos testimonios ................................................................203
DECÁLOGO MÁS ONCE...........................................................211

BIBLIOGRAFÍA .........................................................................215
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A Tino, que me presentó a Dupin,


a Holmes y al mismísimo Long John Silver
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—No abras la boca sin antes haber rumiado las palabras


con los labios bien apretados —dijo—. Porque en cuanto
las sueltes podrás pagarlo caro. Más tarde, recordé que en
uno de los cuentos de Las mil y una noches, una palabra
mal dicha podía ser catastrófica para el desdichado que,
al pronunciarla, hubiese disgustado al califa. A veces,
incluso llamaban al siaf, que era el verdugo. Sin embargo,
las palabras podían salvar a la persona que sabía
ensartarlas ingeniosamente. Que es lo que le pasó a
Shahrazad, la autora de los mil y un cuentos. El rey estaba
a punto de cortarle la cabeza, pero ella supo impedirlo en
el último instante, todo lo que hizo para conseguirlo fue
utilizar palabras. Yo deseaba saber cómo lo había hecho.

Ella sabía cómo hablar por la noche. Valiéndose


únicamente de palabras podía ponernos en un gran barco
que navegaba desde Adén hasta las Maldivas, o llevarnos
a una isla en que las aves hablaban como los seres
humanos. En sus palabras viajábamos hasta más allá de
Sind y Hind (India), dejábamos atrás los territorios
musulmanes, vivíamos peligrosamente y trabábamos
amistad con cristianos y judíos, que compartían sus
extraños alimentos con nosotros y nos observaban rezar
nuestras plegarias, del mismo modo que nosotros los
observábamos rezar las suyas. A veces llegábamos en
nuestros viajes a territorios tan lejanos que no había
dioses sino adoradores del sol y del fuego, pero tía
Habiba los presentaba de tal manera que incluso nos
parecían afables y simpáticos. Sus cuentos hacían que yo
desease ser adulta para convertirme en una fabulista
experta. Quería aprender el arte de hablar en la noche.

FATEMA MERNISSI, EN EL UMBRAL


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Agradecimientos

Un libro es siempre una ocasión para el agradecimiento. En el


caso de éste, si me dejara llevar, dedicaría la mitad de sus páginas
al recuerdo de las personas que quiero. Pero eso no es posible, de
modo que tendré que elegir. Así es la escritura, siempre eligiendo.
Quiero empezar por Ramón Cañelles, a quien tanto agradez-
co su confianza al encomendarme este libro. A Chema Álvarez le
agradezco que esté siempre pendiente de todo y que me facilite
tanto el trabajo. A Clara Obligado, inmensa en sabiduría literaria
y que tanto me ha enseñado. Al grupo Cori Ambó al que pertenecí.
Nunca olvidaré aquel magnífico y feliz concierto que interpreta-
mos. A Alfredo, compañero de viajes inolvidables, algunos por
paisajes literarios y de la fantasía. A mi hija Clara, cuya curiosi-
dad fue el motor para que yo inventara algunos cuentos. A Charo
Guillén, siempre ahí, compañera de vértigos y lecturas. A Floro,
que me prohibía leer mientras guardaba libros de poesía bajo la
cama. A Dora, cuya peculiar forma de ser hizo posible que yo
fuera tan cuentista. A Jesús, silencioso y cálido, cuya casa ya no
veo desde mi ventana, pero que imagino llena de libros y con luz
en la cocina. A mi abuelo Lisardo que siempre leía el mismo libro,
una y otra vez, año tras año. A mi tatarabuelo Melchor, que murió
a manos de un oso, suceso que siempre me hizo sentir especial,
como si mi familia, mi historia, formaran parte de lo legendario;
tan especial que esa sensación podía, por momentos, con la es-
trechez de nuestra casa de Usera, de nuestra vida y la de aquellos
tiempos. A Miguel Sarabia (me alegró tanto que no pudieran con
él las balas de Atocha), por ser rojo, por mostrarnos otros cami-
nos, por recitarnos El Quijote, por ponernos a Beethoven en las
clases de matemáticas, por aquellos juicios donde se resolvían
toda clase de conflictos de aquel colegio que cabía en un pequeño
piso de la calle Ramón Luján.
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A todos ellos, y sin duda a alguno más, les debo que la litera-
tura forme parte de mis días. Unos lo han propiciado, otros lo
hacen posible. A todos ellos mi agradecimiento sin fin. Yo me paso
la vida presumiendo de haberlos conocido.
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CORREGIR ES SEGUIR CREANDO


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Algunas cuestiones previas

En arte las cosas no salen «como salgan». Los buenos


poetas lo saben, los buenos pintores y los buenos músicos.
Hay reglas. Claro que esto parece reaccionario. Pero todo
buen revolucionario sabe que está tratando de abolir unas
reglas para establecer otras. ¿Para qué engañarnos?

AUGUSTO MONTERROSO, VIAJE AL CENTRO DE LA FÁBULA

En literatura no hay verdades absolutas, lo hemos oído decir


mil veces. Y es por eso que un libro como éste puede resultar un
poco pretencioso. Podría parecer un intento de poner puertas
al campo, porque el arte tiene en sí mismo algo de transgre-
sor, y ese punto de negligencia, similar al de la vida, que para
Nietzsche suponía la diferencia entre una obra bien hecha y
una obra maestra.
De cada uno de los consejos que aparecen en estas páginas el
lector podrá encontrar una excepción brillando con fuerza en el
universo literario. Por eso me gustaría que se leyesen con cierta
precaución, que se tomasen las sugerencias como meras pistas
orientativas, no como recetas infalibles, con la idea de que la ver-
dadera ayuda nace en el momento en que nos ponemos a pensar.
Porque es en la reflexión, en el análisis, donde está la clave y
donde encontraremos las respuestas.
La buena novela, el buen relato, no lo es porque esté escrito
correctamente, fiel a las reglas de la gramática o del género; lo es
por su armonía, por la adecuada conjunción de sus elementos,
porque, como las piezas de un reloj, estos elementos encajen y se
ajusten y se empujen y se necesiten y pongan en marcha la
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18 Gloria Fernández Rozas

máquina y consigan entre todos que la obra empiece a latir. «Por


sí misma, la corrección estilística no presupone nada sobre el
acierto o desacierto con que se escribe una ficción», nos dice Var-
gas Llosa. En Cartas a un joven novelista cuenta:

Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir


«cada vez más mal». Quería decir que, para expresar lo que
anhelaba en sus cuentos y novelas, se sentía obligado a buscar
formas de expresión cada vez menos sometidas a la forma
canónica, a desafiar el genio de la lengua y tratar de imponer-
le ritmos, pautas, vocabularios, distorsiones, de modo que su
prosa pudiera representar con más verosimilitud aquellos per-
sonajes o sucesos de su invención. En realidad, escribiendo así
de mal, Cortázar escribía muy bien.

Mi intención al escribir este libro es precisamente hacer pen-


sar en las distintas posibilidades que un texto nos ofrece, en los
caminos que nos permitan acercarnos a esa idea que nos resultó
tan fascinante mientras la pensábamos.
Y ahí va la primera sugerencia: demos un voto de confianza a
la intuición. La intuición siempre está detrás de cualquier obra de
arte. Gracias a ella podemos conseguir efectos simbólicos, cargas
poéticas, resonancias atávicas, sorprendentes relaciones, no siem-
pre fáciles de urdir solo con el intelecto.
Pero no nos engañemos, esa intuición no es un don regalado
por los dioses. No hablo de la intuición virgen, la inocente. Me
refiero a la intuición madura, la que surge del mundo de la ex-
periencia. Su fuerza, su agudeza, su efecto certero, dependen en
gran medida de las vivencias, de la cultura, del sentido estético.
Y es ahí donde entra en juego lo que de verdad es importante si
queremos escribir algo grande: la formación del escritor.
Volvamos a las palabras de Vargas Llosa:

Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo


que sé sobre el estilo, en vista de esas perentorias exigencias de
consejos prácticos de su carta, le doy éste: ya que no se puede
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 19

ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y


usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísi-
mo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto,
sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de
sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos
de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar
la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su
disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus
convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente
las figuras y maneras de su escritura, pues si usted no consigue
elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún
otro a aquello que usted quiere contar, sus historias difícil-
mente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las
haga vivir.

No nos olvidemos de que nosotros somos nuestro propio


límite. Y sería un tanto ingenuo creer que seremos capaces de lle-
gar a escribir algo bueno si no hemos dedicado tiempo a nuestra
formación, a la lectura, al estudio, al análisis del trabajo de los
maestros. «Los seres humanos, como los chimpancés, pueden
hacer muy pocas cosas sin modelo», nos dice John Gardner. Un
escritor se forma leyendo, observando y analizando los mecanis-
mos que convierten una obra en obra de arte, o los que la llevan
al fracaso. Se aprende a escribir escribiendo.

Para la mayoría de los artistas —escriben Thaisa Frank y


Dorothy Wall en su libro Cultiva tu talento literario—, improvi-
sar casi nunca significa ser totalmente espontáneo. Cuando un
pianista de blues improvisa un riff, eso que suena a pura inven-
ción es en parte el resultado de muchos años de practicar esca-
las, acordes, carrerillas y compases hasta que se convierte en
algo completamente natural. En un momento de pura inspira-
ción, el pianista recurre a lo necesario para crear nuevas for-
mas. Si tiene talento oiremos un nuevo arreglo sorprendente y
satisfactorio. Pero hay una historia detrás y muchas horas de
trabajo.
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20 Gloria Fernández Rozas

El gusto, el criterio, el sentido estético, se forman leyendo


porque con la lectura vamos interiorizando los mecanismos que
consiguen dar vida a un relato, de manera que, poco a poco, los
vamos incorporando a ese patrimonio interior del que se nutre la
intuición. La lectura es en este sentido nuestra aliada. Gracias a
ella se van aprendiendo casi sin darnos cuenta muchas de las re-
glas del lenguaje, muchas de las claves que permiten sustentar la
arquitectura de la obra literaria. De este modo, algunas de las di-
ficultades que la escritura presenta se van resolviendo de un
modo natural, como ocurre con las reglas de nuestra lengua que,
al hablar, respetamos sin darnos cuenta. «Después de 40 años he
llegado a escribir de forma espontánea», decía Italo Calvino. Si
hay un gran bagaje de experiencias lectoras, no nos será difícil
confiar en nuestro criterio, en nuestras decisiones estéticas, en
nuestro instinto.
Claro que para que esto pase quizá haya que leer de un modo
un poco especial, a la manera que Nabokov recomienda en sus
lecciones: el que resulta de la combinación del sentido artístico
con el científico. Él lo explica así:

El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo


en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad
científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio,
si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de
paciencia —pasión de artista y paciencia de científico—, difí-
cilmente gozará con la gran literatura.

No gozará y seguramente no sacará mucho partido de lo que


lee. Al escritor se le supone una profunda carga cultural y de ex-
periencias. Será de ahí de donde se nutran sus ideas y el modo
diferente de exponerlas.
Por lo tanto, a la hora de escribir, en el escritor intervienen,
además de su propio mundo imaginario, su intuición de la obra
de arte y su conocimiento de los mecanismos que permiten que
funcione la maquinaria de la ficción. Pero no debemos menos-
preciar la labor de artesano que exige una obra de arte. El escritor
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 21

debe saber qué hacer para ajustar con precisión de orfebre cada
una de las piezas que forman la ficción. Y aquí, además de saber
los modos que emplearon los maestros, necesitará una buena
dosis de paciencia, un gran amor por lo que hace, mucho sen-
timiento de ese que llena de fuerza las palabras y preña de vida
las historias. Y un fuerte compromiso con lo que está haciendo. Si
faltan estos ingredientes poco podrá hacerse con un puñado de
reglas.
Este libro nace de mi experiencia como profesora de Escritu-
ra Creativa. En mis clases dedicamos mucho tiempo a la lectura,
a la investigación de lo que leemos, con la seguridad de que leer
y desentrañar lo que encierran los relatos nos enseña a escribir
casi tanto como los propios ejercicios de escritura.
Este libro, por lo tanto, quisiera ser sobre todo una invitación
a la lectura. Ahí está todo, todos los temas y los distintos modos
de enfocarlos. Solo leyendo podremos saber lo que aún está por
decir, que en realidad es ya muy poco, y nos permitirá valorar lo
que de especial y único tienen nuestra voz y nuestras ficciones.
Dice Gardner que, sea cual sea su genialidad, el escritor que
no esté familiarizado con los mejores efectos posibles está vir-
tualmente condenado a buscar solamente efectos menores. A lo
que yo no tengo nada que objetar.
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Cómo se fragua una historia

De los más diversos estímulos nacen los cuentos. El


tiempo y la experiencia van armando en la mente del
narrador una suerte de procesadora de relatos, de
maquinita que de las informaciones que recibe el cerebro
aparta algunas y le permite anunciar: aquí hay un cuento.

ADOLFO BIOY CASARES, SOBRE LA ESCRITURA

Puede que resulte interesante dedicarle unos renglones a re-


flexionar sobre el proceso que seguimos cuando nos ponemos a
escribir; proceso cuyo origen puede estar en una imagen, una
palabra, un gesto, una chispa poética preñada de posibilidades y
que es, con frecuencia, solo una intuición en la mente del escritor.
«La primera idea de un trabajo creativo (de una novela, una
película, una comedia, etc.) es una tenue luz que se enciende du-
rante unos segundos sobre la obra, como si, por ensalmo, ya es-
tuviera realizada. Es una prefiguración. Desde ese momento el
esfuerzo del escritor se orientará a encontrar todos los elemen-
tos capaces de recrear esa imagen perfecta, esculpida en la
memoria pero demasiado lejana para acercarse a la intuición
mítica, absoluta (y tal vez también equivocada)», dice Vincenzo
Cerami en su Consejos a un joven escritor.
La realidad suele ser el detonante de muchas historias por eso
el escritor debe estar atento a todo lo que ocurre a su lado. Debe
tener una mirada capaz de percibir la realidad, pero también algo
más: debe saber encontrar las grietas de esa realidad, los huecos
que se ocultan en sus esquinas, eso que pasará desapercibido a
una mirada fugaz. Es ahí donde está muchas veces el germen de
una historia.
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24 Gloria Fernández Rozas

Con frecuencia se piensa que para construir historias se pre-


cisa una gran imaginación. Yo creo que más bien se necesita una
manera diferente de mirar. Conseguirla será cosa de mirar mucho
y de educar la mirada: mirar el mundo, sí, pero con una inten-
ción, la de detectar aquellos elementos que podrían convertirse en
historias. Supongo que también hay que tener un cierto gusto por
la elucubración.
Tampoco para esto existen fórmulas, pero mientras ejercitamos
nuestros sentidos nos podemos ayudar con algunos ejercicios. En
su libro Gramática de la fantasía, Gianni Rodari hace propuestas
lúdicas y efectivas para construir historias: el binomio fantástico,
dos palabras cuya asociación generará una historia; la hipótesis
fantástica, «Qué hubiera pasado si…», sugerencias que funcionan
como anzuelos que sacarán a la superficie diferentes posibili-
dades de desarrollo de esos elementos de los que se parte. Tam-
bién como anzuelos nos pueden servir los titulares de los periódicos,
fotos, otros cuentos. Cualquier cosa puede encender en nuestra
mente esa tenue luz de la que habla Cerami.
De esa luz, que podríamos llamar intuición, y de las infinitas
posibilidades que sospechamos nos puede ofrecer, surge el deseo
de escribir. Deseo que, en un primer momento, es el deseo de lec-
tor que espera que la historia le sea revelada. Será el primero en
vivirla. Pero no vale cualquier historia. De las múltiples que po-
damos imaginar solo sobrevivirán las que sean capaces de atrapar
a alguno de nuestros fantasmas internos. De este encuentro sur-
girá la incertidumbre de qué podría pasar y así se genera la obsesión
y el compromiso necesarios para continuar la historia.
«Escribiendo a partir de aquello que nos obsesiona y excita y
está […] integrado en nuestra vida se escribe mejor, con más con-
vicción y energía, y se está más equipado para emprender ese
trabajo apasionante, pero asimismo, arduo, con decepciones y
angustias, que es la elaboración de una novela», dice Vargas
Llosa en Cartas a un joven novelista.
Desde el primer momento el escritor empieza a ser ya su pro-
pio crítico y desechará ideas y argumentos ya trillados y rebuscará
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en su mente hasta encontrar ideas frescas o aspectos no usados por


otros escritores.
El escritor recurrirá a la memoria continuamente. Allí está
todo lo que sabe y allí encontrará lo que necesita para dar forma
a las ideas y convertirlas en palabras.
Armado de su memoria como depósito de cachivaches,
como archivo enciclopédico, el escritor se pondrá a planificar,
a organizar los materiales. En este proceso surgirán distintos
argumentos que se irán puliendo hasta que lleguen a ajustarse
a esa idea original o a esa intuición poética generadora de todo.
Para llegar hasta aquí el escritor ha tenido que tomar ya
muchas decisiones; algunas las toma sin darse cuenta, de un
modo automático, otras serán motivo de larga reflexión. Se pro-
duce un ir y venir en su mente de modo que se van diseñando
objetivos que a la vez son el origen de nuevas ideas.
En ese magma impreciso donde se mezclan intuiciones,
proyectos y exigencias, el escritor percibe una certeza, algo que
aún no tiene forma, es algo abstracto pero ya contundente, ver-
dadero, único, quizá jamás expresado de ese modo o visto desde
esa perspectiva. Conseguir atrapar esa idea intuitiva de la obra y
convertirla en obra es la labor del escritor. Materializar por medio
de palabras ese conjunto de ideas que lo han conmovido y con-
seguir que esa emoción siga latiendo en las palabras para que
otros, los lectores, se sobrecojan con ellas será la tarea que tiene
por delante.
No tardará en imaginar al lector: el escritor sabe que ese lec-
tor existe, necesita tener a un lector imaginario que dé sentido a
su historia. Este interlocutor con el que mantendrá un diálogo
constante a lo largo de la obra provocará la duda, el contraste. Y
confirmará en el lugar de escritor al que escribe.
De esas incursiones a la memoria de las que hablábamos
antes, el escritor consigue rescatar una gran cantidad de infor-
mación y tratará de organizarla para que ese lector reciba y
comprenda el mensaje que se le quiere transmitir.
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26 Gloria Fernández Rozas

Es la hora de poner en palabras esas ideas. Aquí entran en


juego otras nuevas exigencias, las propias de la literatura, del
lenguaje: las leyes gramaticales. Y el escritor tendrá que volver a
tomar decisiones.
Lo que imaginó antes de comenzar a escribir, esa intuición
poética de la obra de arte, estará presente a la hora de traducir
a palabras las ideas. Las decisiones que a partir de ese momen-
to tome irán encaminadas a dotar de coherencia al texto, a ex-
ponerlo con claridad, a que la prosa fluya, a mantener en pie un
argumento, a dar la información necesaria para que ese lector
imaginario pueda comprender lo que lee. Pero las decisiones
irán más allá; de ellas dependerá el efecto que el texto transmi-
ta, la atmósfera de ese mundo ficticio, su verosimilitud, el brillo
y la coherencia de las imágenes.
Durante la escritura de ese primer borrador el escritor corre-
girá ya algunos aspectos que no se ajusten a su idea o al modo de
expresarla. Pero será cuando ya esté finalizada la primera versión
cuando dedicará todo su tiempo, su entusiasmo y su obsesión a
revisar lo escrito.
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De tristezas, catástrofes y entusiasmos

Fue por esta época que descubrí que las novelas se


escribían principalmente con obsesiones y no con
convicciones, que la contribución de lo irracional era, por
lo menos, tan importante como la de lo racional en la
hechura de una ficción.

MARIO VARGAS LLOSA, HISTORIA SECRETA DE UNA NOVELA

Mientras escribes sé tú mismo, desbórdate y apasiónate,


pero sé sobrio cuando te releas.

ANDRÉ GIDE

Mucho se ha escrito sobre el proceso creador. Filósofos, psicoa-


nalistas, pensadores, artistas, han llenado horas y páginas tratando
de desentrañar sus mecanismos. Y muchos son los que han asocia-
do el impulso de la creación a un estado de cierta infelicidad.
Escribo para encontrar respuestas, para organizar el mundo,
para comprenderlo, para saber qué lugar ocupo, para huir de la
realidad. Estas respuestas son habituales a la pregunta de por qué
se escribe. Y no cabe duda de que detrás de cada una de ellas se
esconde una necesidad, un cierto vacío que el acto de la escritura
intenta llenar. Una herida, una carencia, una frustración, es lo
que parece mover al escritor, o al pintor, o al músico, a iniciar una
expedición en busca de ese algo esencial que se precisa para se-
guir viviendo. «La escritura viene de la trastienda de la mente,
donde los pensamientos se hallan aún sin formular y la ansiedad
permanece silente. De ahí es de donde procede: del desasosiego
silente», nos dice Martin Amis.
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28 Gloria Fernández Rozas

Si echamos un vistazo a nuestro propio proceso creativo quizá


también saquemos esa misma conclusión. Lo cierto es que no se
suele estar especialmente brillante, creativamente hablando, en
esas rachas de placidez con que la vida, de vez en cuando, nos
sorprende.
Cuando todo está bien, cuando uno se encuentra satisfecho,
¿qué necesidad hay de hacerse preguntas? Es cuando la angustia
nos ataca, cuando no entendemos el mundo que nos rodea, cuan-
do todo son preguntas, cuando la creación tiene más posibilida-
des. Para ser escritor hay que escribir muy bien y estar un poco
moribundo, decía Gómez de la Serna.
Vistas así las cosas, se me ocurre que quizá fuera interesante
rastrear la mitología para descubrir qué carencia o frustración
movió a los dioses a emprender la creación de este mundo que ha-
bitamos, qué tristeza se escondía en su alma para que su imagi-
nación necesitara reconfortarse con esa fantasía que debió de ser
el proyecto de lo que ahora somos.
En un trabajo que escribió entre 1907 y 1908 titulado El poeta
y los sueños diurnos, Freud dice que los instintos insatisfechos son
las fuerzas impulsoras de las fantasías y que cada fantasía es una
satisfacción de deseos, una satisfacción de la realidad insatisfe-
cha. Considera que el hombre feliz jamás fantasea, que solo el in-
satisfecho lo hace. ¿Os habéis parado a pensar alguna vez cómo
nacen las fantasías? Según Freud las fantasías se mueven en tres
tiempos: el presente, el pasado y el futuro; surgen de una situa-
ción del presente susceptible de despertar uno de los grandes de-
seos del sujeto; éste regresa a algún momento del recuerdo, casi
siempre infantil, donde ese deseo fue satisfecho, y crea una situa-
ción referida al futuro para representar ahí su deseo ya satisfecho.
Ahí está la fantasía, fraguada por la necesidad de algo, por el re-
cuerdo de esa necesidad satisfecha en algún momento de la vida
y resuelta de manera que esa representación, ese dibujo de la sa-
tisfacción, satisfaga.
Es un proceso parecido al que se produce en los sueños, con
la diferencia de que en los sueños no intervenimos activamente.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 29

Éstos surgen también de necesidades insatisfechas y buscan algún


tipo de satisfacción, pero se elaboran con elementos que se alma-
cenan en el inconsciente sobre los que no tenemos control. Si, ya
despiertos, nos tomamos el tiempo de desenredar ese ovillo que es
el sueño, encontraremos muchas claves que nos ayudarán a com-
prendernos. Con las fantasías también podemos hacerlo. Ambos,
sueños y fantasías, están constituidos por elementos muy perso-
nales, muy íntimos, que forman una especie de jeroglífico suscep-
tible de ser interpretado a niveles muy profundos.
Parece ser que la fantasía en los adultos cumple la función que
el juego tiene en los niños. Aunque fantasear es jugar sin manos, sin
aferrarse a los objetos tangibles que los niños usan para conectar
sus juegos con la realidad. Lo que resulta sorprendente es que los
niños juegan siempre a ser mayores y que los adultos recurramos
continuamente a elementos de la infancia para elaborar nuestras
fantasías. Toda la vida queriendo ser mayores y cuando lo somos no
podemos soportar la nostalgia de esa época dorada de la infancia,
aunque no haya sido tan dorada. De la insatisfacción surge la fan-
tasía y de la fantasía parte el escritor para elaborar su obra.
Así que se escribe cuando no se está totalmente satisfecho, un
poco moribundo (pero solo un poco, porque una entrega total a la
melancolía nos impediría la acción). Cuando se emprende esa
búsqueda en la que esperamos encontrar una respuesta a nuestra
frustración, puede que haya infelicidad, pero también hay entu-
siasmo, ilusión, quizá una ilusión muy ilusa, que nos impulsa a
pensar que esta vez sí encontraremos el consuelo.
El entusiasmo es lo que nos permitirá dedicar tiempo y vida a
desentrañar los signos de ese mapa del tesoro que está en el co-
mienzo de toda obra. Entusiasmo y obsesión trabajando de la
mano. Sin estas compañeras de viaje tiraríamos pronto la toalla.
«La condición más preciosa del escritor. El fanatismo. Tiene que
tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación,
debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se
puede hacer nada importante», dice Sábato en El escritor y sus
fantasmas.
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30 Gloria Fernández Rozas

Claro que la conclusión de un proyecto no asegura ver satis-


fechas esas carencias o insatisfacciones que están en el origen de
la búsqueda. Pero puede que las tranquilice esa fe en el trabajo,
ese volver a intentarlo, ese no darse por vencido que nos aleja de
la muerte. Un proyecto es a la vez camino y meta.
Uno se salva de la muerte gracias a la creación. Se obsesiona
y se entrega a ella como única manera de sobrevivir. Con los cinco
o seis sentidos puestos en esa criatura salvadora, que depende de
nosotros y de la que nosotros dependemos. De esta seriedad de
planteamiento puede que surja otro de los elementos importantes
que el escritor debe tener en cuenta. El compromiso con lo que
hace.
No me voy a referir aquí al aspecto social del compromiso del
escritor. Parto de la base de que todo escritor, todo hombre o
mujer, en realidad, debe estar comprometido con la vida y con el
mundo en el que vive. Nada de lo humano debe serle ajeno. Me
gustaría, más bien, enfocar el tema desde una óptica más precisa,
más concreta: el compromiso con el propio proyecto artístico,
con la obra.
Es frecuente para muchos escritores la concepción de la es-
critura como búsqueda. Uno se va creando con la creación. A
veces, es al releer lo escrito cuando el escritor comprende el
lugar que ocupa con respecto a las cosas del mundo. Se escribe
para saber dónde se está y lo que se piensa, y para sentir la emo-
ción que provoca cada una de las palabras que se elige, palabras
viejas, a veces sin fuerza de tan usadas, pero que van cobrando
vida cuando el que escribe las piensa y las siente y las llena así
de verdad.
En ese encontrarse con las palabras hay compromiso: en asu-
mirlas, en el hecho de hacerlas nuevas y suyas, en ir hasta el fin
de sus consecuencias, en aceptar su significado y sus matices, en
hacerse cargo de lo que expresan. El compromiso implica traba-
jar seriamente con las palabras, no darse por vencido a la prime-
ra, dejando así todo en manos de la intuición. Implica comprobar
que todo está en orden, que ningún elemento incontrolado nos
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 31

traiciona, que todo está de acuerdo con lo que sentimos, con lo


que queremos expresar.
Páginas atrás yo cometía el atrevimiento de lanzar al aire el
primer mandamiento del buen escritor: dale una oportunidad a tu
intuición. Quizá debería matizar la regla: dale una oportunidad a
tu intuición, pero no termines de fiarte de ella. O cree en tu intui-
ción, pero asegúrate de que no te traicione o de que no te com-
prometa con algo que no estás dispuesto a asumir. Es decir, una
vez plasmada tu intuición, revísala. Plántate delante del borrador.
Seguramente encontrarás cosas que te desagraden y te desani-
men, pero también descubrirás otras que te sorprenderán porque
ni tú mismo sabías que eras capaz de crearlas.
Puede que descubrir cuáles son los problemas del texto nos
llene de desánimo; leer esa primera versión es doloroso porque
confirmar que no hemos acertado, que no hemos tenido la capa-
cidad o el ingenio suficientes para conseguir nuestro propósito, es
un golpe a nuestra autoestima.
Habrá que empezar de nuevo. Partiremos de cero, o de bajo
cero si contamos la fuerza que resta esa primera decepción. El
escritor sentirá menguado su entusiasmo por esa decepción,
pero tiene a su favor que en esa primera lectura seguramente ha
descubierto también un buen número de aciertos. Reforzándose
con ellos renovará el entusiasmo que necesita para seguir in-
tentándolo.
Una vez aceptada esa primera decepción conviene mantener
el tipo, seguir leyendo y no rendirse a este impulso que nos lle-
varía a lanzar a la papelera esos folios garabateados.
«No está escrito en mármol», leí una vez en un manual intalia-
no de corrección titulado La revisione. No está escrito en mármol,
así que nada está perdido. Nos llevará varias lecturas analizar en
profundidad el texto, pero cuando demos con los problemas nada
impedirá rectificar ese primer borrador.
Infelicidad, frustración, carencias, entusiasmo, compromiso,
humildad, fuerza, paciencia, obsesión, fanatismo…, parece que la
lista de emociones que se ponen en juego a la hora de escribir es
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32 Gloria Fernández Rozas

infinita. Pero con todo eso debemos lidiar. El paso por una expe-
riencia creadora marca, estigmatiza, nos hace algo más sabios,
algo más viejos, nos señala con algunas cicatrices que tienen un
cierto parecido a las que la vida deja. El escritor, como pasa con
los héroes de las historias, nunca será el mismo al terminar su
obra.
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La aventura de la revisión

Pongo del revés las frases. En eso consiste mi vida.


Escribo una frase y, después, le doy la vuelta. Luego, la
miro y la vuelvo a poner del revés. A continuación, como.
Seguidamente, vuelvo y escribo otra frase. Luego, me
tomo un té y doy vuelta a la nueva frase. Después, leo las
dos frases y les doy la vuelta. Luego, me tumbo en el sofá
y pienso. A continuación, me levanto, las tiro a la papelera
y comienzo desde el principio. Y, si dejo esta rutina
durante un día, me desespero de aburrimiento y por cierta
sensación de pérdida de tiempo.

PHILIP ROTH, LA VISITA AL MAESTRO

La revisión consiste en una evaluación de lo escrito al compa-


rarlo con lo que se ha planificado a partir de esa primigenia idea
de la obra de arte. La revisión permite comprobar las desviacio-
nes que se han producido en este proceso y lo lejos que quedan
las palabras de aquello que queríamos expresar. A esa idea ten-
dremos que regresar con frecuencia en esta nueva etapa de la
creación y comenzará un camino de cambios, de descartes, de
planteamientos nuevos que permitirán que la historia vaya en-
contrando su forma.
Cuando empezamos a escribir daríamos cualquier cosa por
encontrar un libro de recetas literarias, secretos de alquimia ca-
paces de convertir en oro las palabras. La posibilidad de que
exista un manual así, un manual del perfecto escritor, hace que
rastreemos estantes de librerías. Inútil misión, aunque a veces
nos topamos con algunos decálogos célebres, como los de Quiro-
ga o Borges o Monterroso. Sus consejos están muy bien, lo que
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34 Gloria Fernández Rozas

ocurre es que sirven sobre todo al escritor algo experto, ese que
ya es capaz de detectar el humor y la ironía que destilan.
El caso es que con los años de oficio se llega a comprender
que esas fórmulas magistrales de alguna manera sí existen porque
cada escritor tiene un modo peculiar de cocinar su guiso y, por lo
tanto, del análisis de sus obras podremos ir sacando conclusiones.
Pero la mejor receta mágica es el trabajo, la reflexión sobre
lo que estamos haciendo, no darnos por vencidos y mantener el
entusiasmo hasta el final. Y el final no llega mientras seamos ca-
paces de mejorar el texto. No debemos olvidar que todo, inclui-
das las incontables revisiones, forma parte de eso que llamamos
creación.
Cuando alguien me dijo que en un cuento no hay que contar-
lo todo me pareció una receta literaria de ese manual inexistente.
También me lo pareció el consejo de huir de la explicación, o la
magia del número tres en las repeticiones, o que la acumulación
de adverbios acabados en «-mente» produce, además de eco, una
sensación de descuido.
Estos y muchos otros consejos ayudan a mejorar el resultado
de un texto, aunque no le otorgan la categoría de arte. El arte, la
genialidad, es un camino terriblemente solitario, imposible de en-
señar, inaccesible para el común de los mortales. Un camino al
que uno debe enfrentarse solo, armado de su bagaje personal, de
su intuición y de sus propias necesidades artísticas. Para este iti-
nerario no hay recetas posibles. La genialidad, por lo tanto, es
cosa de cada uno. Aquí nos limitaremos a buscar algunas claves
que nos permitan simplemente mejorar el resultado de un relato,
lo que no es tarea baladí.
La revisión no debe ser una labor mecánica; como decíamos
antes, forma parte del proceso creativo hasta tal punto que, en
muchas ocasiones, de esa revisión puede surgir una historia
nueva. Hasta que no entregamos nuestro relato al editor, nuestros
textos son cuadros cuyo óleo permanece fresco, lo que nos per-
mite, por lo tanto, cambiar el color y hasta retirar con una espá-
tula toda la materia sobrante.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 35

«No está escrito en mármol», decía aquel manual. Y eso,


además de suponer una facilidad a la hora de corregir, resulta
tranquilizador; no hay que tirar el bloque de mármol por culpa de
una frase desgraciada. Puede rehacerse, tacharse o ampliarse, y
se dispone de todo el tiempo del mundo para averiguar qué es lo
que queremos decir.
Acercar posiciones entre las ideas y el modo de expresarlas,
encontrar las palabras que mejor se ajusten, ocupa gran parte de
nuestra atención cuando leemos nuestros trabajos. «Lo escrito,
dicho como está pensado», decía Lorca. En realidad, esta tarea es
lo menos parecido a un acto mecánico. Es más bien una expedi-
ción en busca de un tesoro, un gran enigma que hay que desen-
trañar, una aventura que nos pondrá al borde de nuestras fuerzas
y que, por momentos, nos llenará de desánimo. «Escribir es sobre
todo corregir», nos recuerda Ricardo Piglia.
Volviendo al símil de la pintura, la primera versión de un re-
lato, el borrador, suele ser solo un esbozo, un boceto, o una man-
cha de color, algo de lo que partir. Quizá tengamos que andar y
desandar varias sendas hasta dar con el camino adecuado. Y en
eso consiste esta parte del trabajo. Según Piglia ésta es la ventaja
que la escritura tiene sobre la vida y quizá su sentido: «La escri-
tura es el lugar donde los borradores de la vida son posibles, tal
vez por eso se hace literatura».
Un elemento imprescindible a la hora de la revisión es tomar
distancia con el texto. Leemos pero con frecuencia no sabemos
qué es lo que buscamos. Si además leemos emocionados, se em-
pañará nuestra mirada. Nada mejor que dejar pasar algo de
tiempo antes de enfrentarnos al primer borrador. Nos sentiremos
más libres y más lúcidos.
En las diversas lecturas del manuscrito vamos a tener la opor-
tunidad de reflexionar sobre aspectos que nos pasaron inadverti-
dos. Podremos ver nuestra historia desde distintas perspectivas.
Veremos con otros ojos la cara del recién nacido que, aunque du-
rante el embarazo imaginamos mil veces, no acaba de concretar-
se hasta ese primer borrador. La comparación con la natividad
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36 Gloria Fernández Rozas

acaba aquí. Por suerte, este otro hijo no es tan definitivo como un
recién nacido. Podemos sentir una emoción parecida, el prodigio
de la vida siempre emociona, ya sea en un ser vivo o en una his-
toria que respira. Pero nuestra criatura de papel nos permite al-
gunos reajustes que no permite la otra.
Lectura tras lectura detectaremos los elementos que nos apar-
tan del camino de la emoción, obstáculos con los que tropezamos,
que nos interrumpen, que nos obligan a detener nuestro paso.
Con mucha frecuencia se trata de excesos de información, retahí-
las de palabras que nos alejan del objetivo, paja que oculta la fuer-
za de las palabras. O de una perspectiva pobre del narrador, o una
falta de autoridad narrativa que hace que la historia se tambalee,
o de palabras demasiado abstractas que no permiten apreciar los
detalles y restan vida a los sucesos que narran. O de personajes
vacíos, deshumanizados, huecos, faltos de coherencia. Estos pro-
blemas son los que hacen que el lector detenga la lectura, los que
lo expulsan, aunque sea momentáneamente, de eso que Gardner
llama «el sueño de la ficción».
Si el proceso que seguimos para construir una obra es la
reflexión, la conversión de las ideas en palabras y la revisión
de lo escrito, este último apartado supone una nueva reflexión.
Reflexionaremos de un modo más concreto. No se trata ya de
vagar entre la infinidad de todo lo posible. Ya hemos delimitado
la parcela de trabajo. Estamos ya ante una de esas posibilidades.
Es ya una historia separada de las infinitas historias que en un
principio podíamos elegir. Ahora tendremos que investigar en los
detalles. Algunos habrán sido captados con precisión a la prime-
ra. Pero otros quedan ocultos detrás de la emoción de las pala-
bras. Dar con los posibles problemas del texto es el trabajo que
tenemos por delante. La idea de que un cuento es perfecto cuan-
do no puede ser de otra manera me parece acertada.
Frank y Wall comparan el borrador con la primera capa de un
yacimiento arqueológico. Puede que solo encontremos indicios
del tesoro que se oculta a varios metros de profundidad. Hay que
pensar que ese primer borrador es ya el fruto de un trabajo. Aunque
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 37

solo sea por eso se merece una lectura atenta y comprensiva.


«Convive con la frustración y con el problema», aconsejan estas
autoras a la hora de corregir. Y más nos vale, porque en numero-
sas ocasiones detectaremos el problema y no sabremos cómo so-
lucionarlo. De estos momentos de duda, de meditación, de tanteo,
aprenderemos muchas cosas y, sobre todo, nos iremos curtiendo.
Pero en esta parte del proceso de la escritura nos sentimos espe-
cialmente vulnerables, por eso quizá convenga señalar los acier-
tos del texto cuanto antes.
A la hora de revisar no solo debemos estar atentos a detec-
tar el error, o lo que no funciona, también todo aquello a lo que
podríamos sacar más partido: por ejemplo, los objetos que pu-
dieran sernos útiles debido a su carga simbólica, o los escena-
rios y paisajes que nos ayudarían a potenciar o remarcar algún
aspecto de la historia. De este modo no solo corregiremos lo
que no termina de encajar en el relato sino que profundizare-
mos, tirando de los hilos, hasta sacar a la superficie aquellos
elementos que quedaron parcialmente enterrados en una pri-
mera versión.
No debemos pensar que con ese primer borrador acaba algo;
si el texto no está muy bien escrito este planteamiento nos depri-
mirá. Pensemos más bien que con ese borrador estamos empe-
zando algo, así la exigencia y la responsabilidad disminuyen.
Pensemos, para reconfortar el ánimo, que con el tiempo, la
práctica y mucha lectura, se va afinando el olfato de corrector; los
fallos se detectan con mayor rapidez y las posibles soluciones acu-
den antes si nos respalda una buena formación.
Tampoco debe preocuparnos que todo este trabajo que hace-
mos con el borrador nos desvíe de ese plan primero que trazamos
para la historia. Puede que esa primera intuición fuera solo eso,
una chispa que originó que algo se pusiera en movimiento. Quizá
tengas que recorrer de la mano de las palabras caminos que no
imaginabas. Escuchemos a la historia: si sabemos escuchar, y eso
se va aprendiendo, ella misma nos hablará de sus límites y de sus
ambiciones. No tengamos miedo a transgredir los límites que
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38 Gloria Fernández Rozas

hemos planteado. A veces, es fuera de la historia donde nos en-


contraremos con la verdadera historia.
Otro posible problema es el de saber cuándo hay que poner fin
a la corrección. No debemos olvidar una debilidad: la del correc-
tor infatigable que se refugia en el manuscrito como en su propia
casa (después de todo está edificado con materiales muy íntimos),
y se niega de este modo a darlo por concluido; para él siempre
habrá algo mejorable, significativamente mejorable. Ya Borges
decía que entregaba los manuscritos al editor para no seguir co-
rrigiendo.
Sí, también se precisa coraje para concluir una historia, casi
tanto como para emprender la aventura de escribirla.
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Las tres lecturas y el método


de las cinco preguntas

Cuando se enfrenta a algún problema, ¿se ha parado


alguna vez a pensar y a preguntarse «por qué» cinco
veces? Aunque parece fácil, tiene cierta dificultad. Por
ejemplo, supongamos que una máquina deja de
funcionar:
1. ¿Por qué se ha detenido la máquina?
—Se ha producido una sobrecarga y el fusible ha
saltado.
2. ¿Por qué se ha producido una sobrecarga?
—El cojinete no estaba suficientemente engrasado.
3. ¿Por qué no estaba suficientemente engrasado?
—La bomba de engrase no bombeaba lo suficiente.
4. ¿Por qué no bombeaba lo suficiente?
—El manguito de la bomba estaba estropeado y vibraba.
5. ¿Por qué estaba estropeado el manguito?
—No tenía ningún filtro y entró un fragmento de metal.
Repetir «por qué» cinco veces, como hemos hecho en
este ejemplo, nos ayudará a descubrir la raíz del problema
y a corregirlo. Preguntando «por qué» cinco veces y
contestando a cada pregunta, podemos llegar a la causa
real del problema, que a menudo se esconde detrás de
síntomas más obvios.

TAIICHI OHNO, EL SISTEMA DE PRODUCCIÓN TOYOTA

Ohno San lo explica muy bien. No hay error que se resista a


un interrogatorio. La mayor parte del tiempo que dedicamos a la
revisión estará destinada a indagar en los límites de la historia
que contamos y aquellos elementos que le son necesarios. Y será
por medio de preguntas, cinco, o cien, como efectuaremos esa es-
pecie de control de calidad que nos permitirá saber el estado del
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40 Gloria Fernández Rozas

texto, detectar el error y su origen, los aspectos que lo desvían de


ese punto concreto que está en nuestro objetivo. Pero lo cierto es
que no siempre ese lugar de destino está claro desde el principio.
En ocasiones solo sabemos adónde no queremos ir, lo que no deja
de suponer ya una referencia útil. De todos modos para seguir
adelante en esta investigación es imprescindible que entablemos
un diálogo con la historia.
Cuando tengamos ante nuestros ojos ese primer borrador em-
pezarán las preguntas: ¿Qué significa esto? ¿Es lo que quería con-
tar? ¿Dónde se desvía de mi idea? ¿Cómo puedo volver al camino
del que me he desviado? ¿Estoy seguro de que es ahí donde quie-
ro volver o me gusta este nuevo derrotero que toma la historia?
Seguirán muchas otras preguntas. Unas irán destinadas a ave-
riguar si están presentes todos los elementos básicos del relato.
Las respuestas a ¿quién?, ¿qué?, ¿cómo?, ¿por qué?, ¿cuándo?,
¿dónde?, nos ayudarán a ajustar los ejes que sustentan su estruc-
tura. Las respuestas nos permitirán ir haciendo los cambios ne-
cesarios. Tacharemos, añadiremos, sustituiremos, acortaremos,
desarrollaremos, sin miedo, con la tranquilidad de que nada es
definitivo. Buscamos dentro de sus muchas posibilidades la
auténtica forma de eso que queremos contar. Escribir una histo-
ria es más bien atrapar una historia, ajustar a la perfección ideas
a palabras, captar detalles precisos y exclusivos de ese mundo que
retrata. Por eso no vale cualquier cosa: lo que nos sirvió para so-
lucionar un relato no nos sirve para el siguiente, porque cada uno
tiene sus propias necesidades y en dar con ellas está la grandeza
del artista.
La revisión y la posterior corrección de aquello que no termi-
na de convencernos se parecerán mucho a lo que hacen las manos
de un dios creador que moldea el barro de donde saldrá su cria-
tura; de este modo modifica, perfila, recorta rebabas, ajusta el ser
que está creando. Pero precisamente porque las historias tienen
mucho de seres vivos, seres únicos y concretos, no siempre se
puede añadir o cortar, sin más, o estirar a capricho. No podremos
perder de vista las necesidades de la criatura, su identidad. Más
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 41

que en una invención, el trabajo de revisión se convertirá en una


búsqueda.
Como buen explorador, el escritor debe contar con una serie
de cualidades que le permitan sobrevivir en esa selva indómita
que con frecuencia encuentra en su camino. Desarrollar los sen-
tidos, la percepción, para detectar lo que no está bien, es algo que
se irá consiguiendo con el trabajo. Una vez más encontramos la
solución en el trabajo, en la experiencia, en el análisis de las lec-
turas. Y sobre todo en dedicar tiempo a la reflexión.
Claro que detectar un error no significa que sepamos cómo so-
lucionarlo. Es entonces cuando descubrimos con decepción que
la experiencia adquirida en la selva tropical no sirve de mucho en
los paisajes helados del Polo Norte. Haber escrito una novela no
nos garantiza que seamos capaces de escribir otra. Pero la expe-
riencia nos puede abrir los ojos, nos puede alertar sobre algunos
peligros, nos permite no cometer algunos errores, nos da agilidad,
nos enseña unos cuantos trucos de supervivencia, de los que no
disponíamos en la primera aventura. Así que, aunque no nos ga-
ranticen el éxito de la expedición, aunque esas experiencias no
nos sirvan para solucionar los problemas concretos de todas las
aventuras, serán un buen equipaje.
El diálogo con la historia es un método infalible; y para que
ese diálogo sea fructífero, nada mejor que alejarse un poco de
ella; como ocurre con los problemas personales, la distancia per-
mite una mayor clarividencia. ¿Quién dijo que el cajón de la mesa
era el mejor consejero de un escritor?
Leer en voz alta nos ayudará también. Muchos errores se cap-
tan con esta prueba: ritmo, excesos descriptivos, cacofonías, arti-
ficialidad de los diálogos. Es cosa de tiempo ir acostumbrando el
oído a detectar los errores. Vargas Llosa cuenta lo siguiente en su
ya mencionado libro Cartas a un joven novelista:

No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una


teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella —única—
que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escri-
tor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado?
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42 Gloria Fernández Rozas

Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien.


Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo —entre palabra e
idea— se traducía en armonía musical. Por eso, Flaubert
sometía todas sus frases a la prueba de la gueulade (de la chi-
llería o vocería). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en
una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue
su casita de Croisset: «la alée des gueulades» (la alameda del
vocerío). Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído
le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos
y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persi-
guió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó.

Mi propuesta en este libro es hacer al menos tres lecturas del


primer manuscrito, de modo que, en cada una de ellas, podamos
fijarnos en distintos aspectos del mismo. En la práctica serán
más, siempre son más, porque necesitaremos a veces dos o tres
lecturas para detectar un solo error. Así que al menos tres lectu-
ras, con la mirada y el oído puestos en diferentes asuntos. Pero no
debemos olvidar que, aunque despiecemos los relatos para ver
cada elemento por separado, cada uno de estos elementos susten-
ta a los demás y es sustentado por ellos.
Aunque es el cuento el género que suelo trabajar en los talle-
res, y sobre el que habla especialmente este libro, muchos de los
comentarios y estrategias que contiene son de amplio espectro y
pueden muy bien aplicarse a la narrativa de ficción en general,
con la que comparte tantos elementos. Es cierto que el modo en
que se trabajan algunos de estos elementos es diferente en un
cuento y en una novela, pero considero que la reflexión que pro-
ponemos podrá ser útil a la hora de tomar las decisiones conve-
nientes en cada caso.
En una primera lectura comprobaremos si la voz del narrador
y la perspectiva desde la que cuenta son las adecuadas; si el tono,
el tiempo y el espacio son los que la historia necesita; también si
la trama está bien armada y si hay una buena distribución de la
tensión dramática; nos fijaremos en los personajes y en su fun-
ción, y en si el desenlace responde a las expectativas que se han
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 43

ido creando. Para ayudarnos a tomar decisiones, en este libro ha-


cemos un repaso de algunos preceptos literarios, y escuchamos la
voz de estudiosos de la literatura y escritores que reflexionaron
sobre todos estos asuntos.
La segunda lectura nos permitirá comprobar aspectos relacio-
nados con la unidad, el significado, la verosimilitud, el equilibrio,
la intriga, el simbolismo, los detalles; nos servirá para ajustar
datos, para comprobar que encajan las informaciones, los colores,
los olores o las estaciones de año; comprobaremos si quedan fle-
cos y si es necesario todo lo que aparece en el relato.
En una tercera lectura echaremos un vistazo al discurso, a la
prosa en su conjunto, trataremos de descubrir si se produce algún
desfallecimiento, ese tipo de socavones que abaratan las palabras
y facilitan así que el lector abandone la lectura. Será también el
momento de fijarse en los aspectos gramaticales, las frases enre-
dadas, la efectividad de los verbos, la adecuación de los sustanti-
vos, la precisión de los adjetivos, la puntuación.
Y así, poco a poco, dedicándole tiempo a la revisión, uno va
formando en su interior a ese crítico ideal que cada escritor es
respecto de su propia obra.
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Lo que queda atrás

En cada rincón del libro otro libro, posible y a menudo


incluso probable, ha sido arrojado a la nada. Un libro
sensiblemente diferente, no tan solo en lo que tiene de
superficial, como puede ser la intriga, sino en lo que tiene
de fundamental: su registro, su timbre y su tonalidad. Y
estos libros desvanecidos sucesivamente, arrojados por
millones a los limbos de la literatura —y es por eso que a
un crítico preocupado por explicar a la perfección le
importarían—, estos libros que no han visto el día de la
escritura, de alguna manera cuentan, no han
desaparecido totalmente. Durante páginas, capítulos
enteros, es su fantasma quien ha tirado, halado del
escritor, excitando su sed y azotando su energía: es a su
luz que páginas enteras del libro, a veces, han sido
escritas.

JULIEN GRACQ, LETRINAS

La escritura, como la vida, nos exige una continua elección.


Ya desde el proyecto de obra nos decidiremos por una de las múl-
tiples historias posibles que esperan ser contadas. (Algunos sos-
tienen que esto no es así, que en realidad son las historias las que
eligen al escritor). «Se nos ofrece la posibilidad de decirlo todo,
de todos los modos posibles; y tenemos que llegar a decir algo, de
una manera especial», nos dice Italo Calvino de ese instante de-
cisivo del escritor; del escritor y de la obra, puesto que supone su
nacimiento.
De todos las posibles temas, tendremos que decidirnos por
uno; será solo uno de los caminos el que tomaremos para ir
dando forma a un argumento; volveremos a elegir para decidir
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46 Gloria Fernández Rozas

los acontecimientos, las acciones, los personajes, sus nombres,


sus pasiones; de todos los posibles modos de expresar todo esto,
volveremos a elegir el que le sea adecuado; elegiremos, una por
una, las palabras. Así llegamos a formar el primer borrador.
Pero toda elección supone una pérdida. Elijo esto, pero dejo
todo lo demás. Cuando estamos diseñando una historia, la pérdi-
da llega a extremos dramáticos si lo que tenemos que dejar atrás
no es la inmensidad de lo posible sino algo tan concreto como un
tramo de lo ya redactado, una página, cuatro páginas, una buena
imagen que, a pesar de su acierto o su brillantez, no tiene sitio en
ese mundo exigente que es un relato.
Y sin embargo hay que aprender a decir adiós, estar dispuesto
a sufrir ese trance; de otro modo será difícil que podamos des-
prender el mármol que no es rostro de ese bloque de piedra, como
dice Chéjov en una carta a un colega en la que hace algunos co-
mentarios a un cuento que no acaba de gustarle:

Usted como escritor tiene un defecto, y uno verdaderamente


grave. En mi opinión es éste: usted no corrige ni elabora sus
obras y por eso resultan con frecuencia adornadas y sobrecar-
gadas. Sus obras carecen de la condensación que da vida a las
cosas breves. En sus cuentos hay habilidad, hay talento y sen-
tido literario, pero muy poco arte. Usted reúne a sus persona-
jes de manera correcta, pero no de manera plástica. O es usted
demasiado perezoso o no quiere amputar de un solo golpe todo
lo que es inútil. Para esculpir un rostro en un bloque de már-
mol, hay que desbastar la piedra bruta hasta remover de ella
todo lo que no sea rostro. ¿Me explico? ¿Me entiende usted?

Llamar «algo inútil» a una serie de párrafos que bien han


podido costarnos horas, si no días de trabajo, puede ser muy
deprimente, pero habrá que sobreponerse, olvidarnos un poco de
nosotros y mirar hacia la obra. Ella es lo que importa; conseguir
que un puñado de palabras cobre vida y eche a andar merecerá
cualquier esfuerzo; como los dolores del parto se dan por buenos
si la criatura respira y tiene un corazón que palpita ansioso.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 47

Hay que aprender a desechar —dice García Márquez—. Un


buen escritor no se conoce tanto por lo que publica como por
lo que echa al cesto de la basura. Los demás no lo saben, pero
uno sí sabe lo que echa a la basura, lo que va desechando y lo
que va aprovechando. Si desecha es que va por buen camino.

Ésta es una de las cosas que hay que aprender cuanto antes.
Puede que oigamos a algunos escritores decir que apenas co-
rrigen sus textos, pero serán los menos o será porque antes de
ponerse a escribir tienen ya muy madura la obra; la han ido
construyendo en su cabeza y cuando la llevan al papel ya han
sido corregidos muchos de sus problemas. Pero la gran mayoría
de escritores dedica muchas horas de trabajo a pulir los ma-
nuscritos.
Como ejemplo veamos el dramatismo con que vive este mo-
mento el grandísimo escritor Thomas Wolfe según comenta en su
Historia de una novela:

En primer lugar, el manuscrito, aún en su forma inacabada,


requirió los más drásticos cortes, y a causa de la manera en
que había sido escrito, y también de la fatiga que sentía, yo no
estaba preparado para realizar por mí mismo la tarea que nos
imponía.
Cortar ha sido siempre la parte más difícil y desagradable de
mi oficio de escritor; siempre he tenido tendencia a alargar
más que a reducir. Además, cualquiera facultad crítica que yo
hubiera podido tener respecto a mi obra había sido seriamen-
te dañada, por lo menos en aquel tiempo, por el trabajo deli-
rante de los cuatro años anteriores. Cuando la obra de un
hombre ha brotado de él por espacio de casi cinco años como
lava ardiente, cuando a todo, incluso a lo superfluo, se le ha
dado fuego y pasión, se ha fraguado al rojo vivo con las
energías creadoras, es muy difícil convertirse de pronto en un
frío cirujano, en un implacable extirpador [...].
Pero lo que tenía que afrontar, la amarguísima lección que
todo el que quiera escribir debe aprender, es que un escrito
puede ser en sí la pieza más acabada que uno haya hecho
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48 Gloria Fernández Rozas

jamás, y no obstante no tener cabida en el manuscrito que se


quiere publicar. Esto es algo muy duro, pero hay que afrontar-
lo, y nosotros lo afrontamos.
Mi ser se estremecía con la sangrienta mutilación. Mi alma
se encogía ante la carnicería de tantas cosas hermosas des-
membradas en las que había puesto el corazón. Pero tenía que
hacerse y lo hicimos.
El primer capítulo del original, un capítulo que el mismo edi-
tor reconoció como uno de los mejores que yo hubiese escrito
nunca, fue implacablemente suprimido en razón de que no era
realmente un comienzo, sino a lo sumo una introducción, algo
que conducía al verdadero inicio; en consecuencia, debía ser
sacado. Y así ocurrió con el resto. Capítulos de cincuenta mil
palabras fueron reducidos a diez o quince mil, y habiendo
aceptado esta imperiosa necesidad finalmente adquirí una
suerte de insensibilidad y una o dos veces realicé por mí mismo
más cortes de los que mi editor estaba dispuesto a consentir.

Un gesto que puede suavizar un momento tan frustrante como


el de la amputación, la supresión de párrafos o frases de nuestro
primer borrador, consiste en abrir una carpeta donde podemos ir
guardando todo eso que el relato no nos admite. No hay por qué
tirarlo a la papelera. Puede que podamos recuperarlo en otro mo-
mento, puede que esa imagen que en este cuento no tiene cabida
la encuentre en otro, más adelante. También puede que no sea así,
seguramente no lo será, pero de momento el dolor del desprendi-
miento se hará más llevadero.
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PRIMERA LECTURA
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¿Cuento o novela?

Una buena ley sería que el cuento no sea novela ni


poema ni ensayo, y que a la vez sea ensayo y novela y
poema siempre que siga siendo esa cosa misteriosa que se
llama cuento.

AUGUSTO MONTERROSO

Con frecuencia el primer error que un texto presenta es un


mal tratamiento del tema, una mala adecuación entre la historia
y las estrategias de género que usamos para contarla. No es raro
que tras esta primera lectura nos encontremos con cuentos dados
de sí, que se dilatan hasta perder la fuerza, con novelas compri-
midas, raquíticas, sin desarrollo, que se ahogan en la falta de
espacio y tiempo narrativo, que impiden paladear y seguir la evo-
lución de los acontecimientos.
Detectar la vocación de esa idea de la que surgirá una histo-
ria, saber lo que está destinada a ser, no siempre resulta fácil. A
veces hasta que no está escrita una primera versión no descubri-
mos la respuesta.
A pesar de la gran libertad de la que la narrativa contemporá-
nea disfruta (recordemos que Cela decía que quizá la única defi-
nición sensata que pudiera darse sobre la novela fuera la de decir
que «novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admi-
te, debajo del título y entre paréntesis, la palabra novela»), y de
que siempre encontraremos cuentos o novelas que se resisten a
ser clasificados, nos puede ayudar en esta aventura repasar algu-
nas de las características de cada uno de los géneros, tratar de de-
limitarlos en pocas palabras, ver sus diferencias y sus semejanzas.
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52 Gloria Fernández Rozas

El primer elemento diferenciador lo podemos encontrar en la


extensión, que es, podríamos decir, la parte más visible. Pero si
fuera solo cosa de extensión, convertir un cuento en novela podría
depender de la disposición del escritor, de sus ganas de desarro-
llar la historia. Lo cierto es que un cuento no podría alargarse
para convertirlo en novela porque de hacerlo seguramente se
anularía su fuerza, su intensidad. «Con su ensanchamiento se di-
luiría, se disolvería lo que antes era apretado gránulo emocional»,
dice Baquero Goyanes.
Pero cuento, novela corta y novela comparten una caracterís-
tica: son composiciones en prosa que cuentan una historia: algo
que le ocurre a un personaje que se ve enfrentado a un conflicto
que debe llegar a una solución. Por lo tanto comparten los ele-
mentos que una historia necesita para su desarrollo: alguien que
cuente, un espacio, un tiempo, unos personajes, un conflicto, un
desenlace… Será en el distinto tratamiento de estos elementos
donde un género se separa del otro.

El tiempo como límite


En una novela no hay límite de tiempo ni de páginas, permite
una morosidad que el cuento no admite. El cuento, en cambio, se
concibe desde ese límite, dispone de poco tiempo para desarro-
llarse, lo que exigirá un gran esfuerzo de economía.
«[...] la novela se desarrolla en el papel y por lo tanto en el
tiempo de lectura, sin otros límites que el agotamiento de la ma-
teria novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de lí-
mite, y en primer término de límite físico...», explica Cortázar en
Algunos aspectos del cuento.
La brevedad de un cuento lleva de la mano la condensación,
la rapidez, la intensidad. Y todo ello produce en el lector el efec-
to de fogonazo, de emoción súbita y fuerte, en contraposición con
el que la novela ofrece, que sería más bien una emoción prolon-
gada y de distinta intensidad a lo largo de su desarrollo.
«La novela nos produce la impresión de que estamos leyendo
algo que pasa, y sin prisa acompañamos a sus personajes en un
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 53

largo viaje por los capítulos que, uno a uno, son incompletos. El
cuento, en cambio, nos cuenta algo que pasó, y con impaciencia
aguardamos el desenlace», dice Anderson Imbert.

El efecto
Sí, el efecto distinto que producen en el lector será otro ele-
mento diferenciador. La novela corta está más cerca del cuento
que de la novela. Ambos, novela corta y cuento, comparten una
misma esencia, pretenden un efecto único, una única e intensa
emoción. La novela ofrece distintos momentos de diversa intensi-
dad. Estas palabras de Baquero Goyanes nos pueden servir para
asentar esta idea:

La novela corta no es un cuento dilatado, es un cuento largo,


cosa muy distinta, ya que la primera denominación se refiere a
aumento arbitrario y la segunda alude a un asunto para cuyo
desarrollo no son necesarias digresiones, pero sí más palabras,
más páginas.
La emoción estética proporcionada por la novela corta y por
el cuento es de signo distinto a la entrañada en la novela. En el
cuento y en la novela corta, la nota emocional es única y emi-
tida de una sola vez, más o menos sostenida, según su exten-
sión, pero, por decirlo así, indivisible.
La novela es un conjunto de notas emocionales que podríamos
comparar con la sinfonía musical, cuyo sentido completo no
percibimos hasta una vez oído el último compás, leído el último
capítulo. El tono de éste podrá ser distinto del de los anteriores,
a diferencia de lo que ocurre en el cuento, animado por un
mismo tono emocional, único, sin interferencias, llámense éstas
acciones secundarias, paisajes o diálogo accesorio.

Cortázar usa la comparación entre fotografía y cine para ex-


plicarlo:

La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con


el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en
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54 Gloria Fernández Rozas

principio un «orden abierto», novelesco, mientras que una foto-


grafía lograda presupone una ceñida limitación previa,
impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cáma-
ra y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa
limitación [...]. Mientras en el cine, como en la novela, la cap-
tación de una realidad más amplia y multiforme se logra
mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos,
que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el «clímax»
de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se
procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista
se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acerca-
miento que sean significativos, que no solamente valgan por sí
mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en
el lector como una especie de apertura, de fermento que pro-
yecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho
más allá de la anécdota visual y literaria contenidas en la foto
o en el cuento.

Carácter unitario y compacto


Un cuento tiene un tema, un único núcleo anecdótico sobre el
que giran todos los elementos. Un cuento narra una experiencia
única e irrepetible, suficientemente extraordinaria como para que
merezca ser contada.
Una novela puede tener varios temas y en ella se acumulan
diversos núcleos y se hace un seguimiento cronológico de los
acontecimientos.
Si en el cuento se produce una rápida revelación del asunto,
en la novela la revelación es paulatina, se van acumulando nue-
vos aspectos en la medida que se van añadiendo incidentes a la
idea primera.

Todo al servicio de la estructura


A diferencia de la novela, el cuento exige que todos los ele-
mentos estén al servicio de una estructura. Permitirá el uso de
descripciones de lugares, de personajes, de objetos, pero solo en
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 55

la medida en que el cuento los necesite, lo que obliga al escritor a


elegir solo aquellos datos que sean útiles para su desarrollo.
Un cuento no necesita empezar con un detallado análisis para
facilitar al lector la entrada en el mundo de la ficción; no necesi-
ta preparación, va directamente al asunto, a la crisis. «Un buen
cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras
frase», dice Cortázar. Y continúa:

Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y anali-


cen su primera página. Me sorprendería que encontraran ele-
mentos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe
que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por
aliado el tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad,
verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio lite-
rario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa
sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el
espacio del cuento tienen que estar como condensados, some-
tidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa
«apertura» a que me refería antes.

Esta exigencia de economía la tendremos en todos los ele-


mentos de los que se compone un cuento. Un cuento es un todo
cuyas partes o unidades narrativas no son independientes sino
que están subordinadas a esa totalidad. Un cuento puede estar
contado por medio de fragmentos, relatos dentro del relato, dos
sucesos paralelos, pero estos fragmentos o sucesos deben estar
muy bien ajustados de manera que todos ellos se subordinen a la
unidad.
Es posible que desde estas premisas podamos encontrar ya al-
gunos aspectos susceptibles de ser corregidos en nuestro primer
borrador.
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56 Gloria Fernández Rozas

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—¿Es cuento o tiene vocación de novela?


—¿Cuenta una sucesión de hechos que se van encadenando y
que implican a muchos personajes?
—¿Cuenta un hecho único? ¿Trata un único tema? ¿Tiene un
único núcleo alrededor del cual giran todos los elementos?

En la práctica del taller de escritura nos enfrentamos todos los


días a estas cuestiones. Vemos que una intención de acaparar si-
tuaciones, un «querer contarlo todo», con frecuencia diluye la in-
tensidad de un único núcleo, lo que sería el alma de un cuento.
Mostrando diferentes puntos de interés, protagonistas varios que
compiten por ser el héroe, el cuento deja de serlo para convertir-
se en un grupo de cuentos engarzados o en un relato que pide más
espacio y tiempo para desarrollar la historia.
Un caso muy frecuente es aquel en el que un escritor no quie-
re renunciar a una visión múltiple y a mostrar las consecuencias
que determinado suceso tiene para todos y cada uno de los per-
sonajes que intervienen en la historia.
Llegar a comprender que lo que cada personaje vive y el modo
en que enfrenta ese acontecimiento con frecuencia es materia de
suficiente interés para un cuento y es el primer paso hacia la acla-
ración de estas dudas y la solución del conflicto.
El segundo paso pide del que escribe una elección: decidir
cuál de esas historias posibles es la que quiere contar.
Esta decisión sin duda tendrá que ver con el asunto del que se
quiera hablar, con la idea que quiera transmitir. Por poner un
ejemplo, imaginemos que un mismo suceso para un personaje su-
pone el estremecimiento de la envidia, mientras que en otro hace
que surja un espíritu de superación. La decisión va a depender de
cuál de esos asuntos nos interesa más. Puede que convivan en el
mismo texto, pero no con la misma categoría; uno de los temas y
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 57

uno de los personajes serán los protagonistas y lo demás tendrá


que estar a su servicio.
Pero saber detectar si esa idea que surge de nuestra fantasía
es materia de cuento o de novela no es siempre algo fácil de ver.
A veces, es cuando comprobamos que un cuento no consigue
coger altura, cuando vemos que pesa demasiado, cuando com-
prendemos que tiene demasiados temas, demasiados personajes,
demasiados focos de atención.
De todos modos, puede que sea insuficiente para una novela
este material que parece ser una rémora en un cuento. Habrá que
analizar con detalle cada caso, sin olvidarnos de que un cuento
suele hablar solo de un tema, de un suceso, tiene un solo prota-
gonista, a veces dos, pero no más.
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Empezar por el principio

6 de agosto de 1884

Ni siquiera tengo título para mi novela, y temo que


tendré que llamarla simplemente Verena: la heroína.
Preferiría algo más descriptivo —aunque algo meramente
descriptivo no serviría. The Newness (Lo nuevo); The
Reformers (Las reformadoras); The Precursors (Las
precursoras); The Revealer (La reveladora); etc.— todos
muy malos, y con el inconveniente adicional de que la
gente dirá que fueron tomados del Evangéliste de Daudet.

HENRY JAMES, CUADERNOS DE NOTAS

Un relato comienza con el título. Así nos lo explica Anderson


Imbert:

[...] el cuento comienza con el título y termina con el punto


final. El título cumple diversas funciones: moraliza, ornamenta,
define el tema, clasifica un género, promete un tono, prepara una
sorpresa, incita la curiosidad, nombra la protagonista, destaca el
objeto más significativo, expresa un arrebato lírico, juega con
una ironía [...]. Un cuento comienza con el título y termina con el
punto final pero lo importante es que tanto el principio como el
final sean satisfactorios: esto es, abran y cierren la curiosidad. En
otras palabras, lo que importa no es el esquema extraartístico que
va de la Causa al Efecto sino el esquema artístico que va de la
Solicitud a la Satisfacción.
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60 Gloria Fernández Rozas

Un título es, sobre todo, una promesa: atrae la atención, des-


pierta la curiosidad, marca el tono, puede indicar el tema, suge-
rir un misterio, incluso puede ser el propio desenlace del relato
que sirve a la vez de principio y fin y de este modo lo redondea,
como ocurre en el cuento de Cortázar «No se culpe a nadie». Un
título es la esencia de un relato, la fórmula más concisa de defi-
nición de una obra.
En la historia de la literatura encontramos toda clase de títu-
los: los que nombran al protagonista: Tom Jones, Moll Flanders,
Robinson Crusoe; los que son un símbolo o una metáfora: Ulises,
La Colmena; los que indican el tema: Sentido y sensibilidad, Or-
gullo y prejuicio; los hay sorprendentes e inesperados, como «Un
buen día para el pez plátano».
David Lodge dice que los títulos siempre significan más para los
escritores que para los lectores, quienes suelen olvidarlos o confun-
dirlos. Sea como fuere, elegir el título de un cuento o novela suele
producirnos verdaderos dolores de cabeza. Dar con algo significati-
vo, original, sorprendente, que funcione como un reclamo, no será
nada fácil. Conviene huir de los que resultan excesivamente abs-
tractos, como La sombra de la tristeza, La venganza, La amistad; no
tienen la fuerza suficiente como para suscitar nuestro interés. En
cambio, nadie puede negar el poder de seducción de títulos como El
desorden de tu nombre, La vida, instrucciones de uso o Para Esmé,
con amor y sordidez.
Según Umberto Eco, el escritor no debe facilitar interpreta-
ciones de la novela, aunque toda novela deba llevar un título y
el título es siempre una clave interpretativa. Según él los títulos
que más respetan este principio son los que se limitan al nom-
bre del protagonista. Y califica de «lujo raro» el caso de Los tres
Mosqueteros donde Dumas cuenta precisamente la historia del
cuarto.
En sus Apostillas a El nombre de la rosa confiesa que pensó
titular su novela La abadía del crimen pero que lo descartó por-
que fijaba la atención casi exclusivamente en la intriga policía-
ca. Su sueño era titularla Adso de Melk pero no pudo convencer a
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 61

los editores, a quienes no les gustan estos títulos. Se decidió por


El nombre de la rosa porque la rosa es una figura tan simbólica,
con tantos significados y resonancias, que el lector queda deso-
rientado al sugerirle muchas interpretaciones.
Un título no debe desvelar el desenlace. Títulos como La ven-
ganza, Ajuste de cuentas o El asesino era el padre pueden chafar
desde la primera línea la intriga del relato, salvo en los casos en
que el relato se construye en otra línea de intriga más soterrada,
menos obvia. Hay que ser un escritor bastante hábil para salir ai-
roso de retos así.
Dar con el título a veces es una especie de milagro, de revela-
ción, pero con frecuencia es una decisión que se toma cuando la
obra está acabada. Conviene ir apuntando todos los títulos que se
nos ocurran y en algún momento reconoceremos el adecuado.
Cuentan que Dickens tenía una lista de catorce títulos posibles
para su novela Tiempos difíciles.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Un título debe ser sugerente.


—Debe seducir al lector.
—Debe sorprender.
—Debe despertar el deseo de leer.
—No debe desvelar demasiado, y menos el desenlace.
—Debe mantener un cierto acuerdo de tono con el relato.
—Debemos cuidar el sonido, su musicalidad.

En los trabajos del taller no es raro encontrarse con títulos


poco trabajados, obvios en muchos casos. Los alumnos a veces
tardan en comprender que el título no es un mero trámite para
empezar un cuento o para acabarlo.
El título puede ser la clave, o el anzuelo para captar la aten-
ción del lector, para despertar su curiosidad. Pueden suponer la
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62 Gloria Fernández Rozas

primera intriga del relato. Particularmente me gustan los títulos


que cuando acaba el cuento hacen que el lector oiga el clic de una
llave que termina de cerrar una historia.
Son muy interesantes aquellos títulos que no agotan su signi-
ficado en una primera lectura, sino que hacen un guiño irónico al
lector, al que piden una cierta complicidad y la colaboración que
permite completar algún otro sentido.
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La importancia de la primera frase

Algunas frases de la obertura resumen la ópera a la que


sirve de introducción; de la misma manera, la primera
página de una novela nos da su tono, su ritmo y, a veces,
su argumento.

ROLAND BOURNEUF Y RÉAL OUELLET, LA NOVELA

Como ocurre con el título, con frecuencia es cuando la prime-


ra versión está concluida cuando descubrimos cuál va a ser ese
párrafo que abrirá al lector la puerta a la ficción. Para el lector es
ahí donde empieza, pero para el escritor el principio de un relato
es algo que se ha ido modificando en la medida en que la historia
iba creciendo.
Empezar a escribir es delimitar, separar, elegir una de la infi-
nidad de posibilidades de historias, de personajes, de tiempos, de
pasiones, es fragmentar algo al todo. Así lo explica Calvino:

Hasta ese instante previo al momento en que empezamos a


escribir, tenemos a nuestra disposición el mundo —el que para
cada uno de nosotros constituye el mundo, una suma de datos,
de experiencias, de valores—, el mundo dado en bloque, sin un
antes ni un después, el mundo como memoria individual y como
potencialidad implícita; y lo que queremos es extraer de ese
mundo un argumento, un cuento, un sentimiento: o, tal vez más
exactamente, queremos llevar a cabo un acto que nos permita
situarnos en el mundo […]. El principio es siempre ese instante
de distanciamiento de la multiplicidad de los posibles; para el
narrador, supone desprenderse de la multiplicidad de las histo-
rias posibles para aislar y hacer narrable aquella historia que ha
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64 Gloria Fernández Rozas

decidido contar […]. El principio es también la entrada en un


mundo completamente distinto: un mundo verbal. Fuera, antes
del principio, existe, o se supone que existe, un mundo comple-
tamente distinto, el mundo vivido o vivible. Pasado este umbral
se entra en otro mundo...

No, no es fácil tomar la decisión de elegir ese primer párrafo


que separa el mundo real del que el escritor ha imaginado. Quizá
sea por eso que los antiguos poetas y narradores recurrían a fór-
mulas hechas que les facilitaban la entrada a la vez que les ayu-
daban a vencer el horror vacui que provoca la página en blanco.
Los poetas más antiguos invocaban a la musa:

Háblame, Musa, de aquel varón de gran ingenio que, después


de asolar la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguí-
simo tiempo; vio las poblaciones, conoció las costumbres y los
ánimos de muchos hombres y padeció gran número de trabajos
en su navegación por el Ponto, mientras se afanaba por salvar su
vida y volver con sus compañeros a la patria.
HOMERO, LA ODISEA

Los narradores orales usaban unas palabras mágicas para em-


pezar a contar sus historias. Los cuentos maravillosos reproducen
esta fórmula:

Érase una vez un príncipe que quería casarse pero tenía que
ser con una princesa de verdad. Así es que dio la vuelta al
mundo para encontrar una que lo fuera, pero aunque en todas
partes encontró no pocas princesas, que lo fueran de verdad era
imposible de saber, porque siempre había algo en ellas que no
estaba bien. Así es que regresó muy desconsolado, tal era su
deseo de casarse con una princesa auténtica.
HANS CHRISTIAN ANDERSEN, «LA PRINCESA Y EL GUISANTE»

En la literatura moderna ya no hay esa necesidad de rito, ni


de palabras prodigiosas que nos instalan con su sola presencia en
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 65

el mundo de la ficción. Podemos empezar de tantos modos distin-


tos que resultaría difícil clasificarlos. No hay más que mirar los
primeros párrafos de relatos y novelas para comprender que las
posibilidades son infinitas.
Pero veamos algunas sugerencias que pueden ayudarnos a
conseguir un buen principio.

El principio de un relato debe tener movimiento, no empezar


detenido, estático, frenado, sino tirando hacia adelante. Debe su-
ceder algo. Por eso no conviene empezar con una larga descrip-
ción, un personaje que sueña, o reflexiona, o recuerda su pasado.
Aún no sabemos quién es el personaje; difícilmente el lector podrá
asimilar toda esa información. Es pronto para que comparta con
el lector sus recuerdos. Debemos esperar a que el lector se sitúe,
lo conozca, sepa qué es lo que le ocurre, cuál es ese problema por
cuya solución habrá de luchar.
De poco nos sirve saber su pasado, sus pensamientos, sus pe-
sadillas, si no sabemos quién es y a qué se enfrenta. Cien años de
soledad empieza con un recuerdo, es verdad, pero después de que
el personaje y su problema han sido presentados al lector:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el co-


ronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota
en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era enton-
ces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a
la orilla de un río de agua diáfanas que se precipitaban por un
lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos.

El principio de un relato debe atrapar la atención del lector, sor-


prenderle. Y para eso conviene presentar cuanto antes al perso-
naje frente a su problema, frente a su conflicto. Empezar cuanto
antes. Si se presenta así está garantizada la seducción del lector,
que querrá saber cómo el personaje llegó hasta allí y cómo saldrá
de ese atolladero. El objetivo de esas primeras frases es ése,
atrapar la atención del lector. Y un primer párrafo puede ser un
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66 Gloria Fernández Rozas

anzuelo, como pasa en el ejemplo anterior de la obra de García


Márquez.
Por eso conviene un principio in medias res, es decir, en medio
de la historia, cerca del suceso importante, aunque luego tenga-
mos que volver atrás, por medio de flashback, en busca de expli-
caciones. Contar una historia cronológicamente suele resultar
tedioso y poco económico, ya que tendemos a acumular informa-
ción. En cambio, con un principio in medias res nos será más fácil
limitar los excesos, ya que aportaremos solo las informaciones
que se necesiten para entender la historia y seguir su desarrollo.
El principio de Cien años de soledad también empieza in me-
dias res. El coronel Aureliano Buendía está ya frente al pelotón de
fusilamiento, lo que suscita ya la primera pregunta en el lector:
¿cómo ha llegado ahí? Saber la respuesta será uno de los motivos
por los que seguiremos leyendo.

El principio debe suponer una promesa de lo que vendrá des-


pués, es una invitación al lector a entrar en la historia y la tarjeta
de presentación del escritor como mago, como embaucador, que
nos sacará de la realidad para transportarnos a ese mundo de la
ficción. Denis de Rougemont nos dice esto en el primer capítulo
de El amor y Occidente:

«Señores, ¿os gustaría oír un bello cuento de amor y de


muerte?...»
Nada en el mundo podría gustarnos más.
Hasta tal punto que este comienzo de Tristán de Bedier debe
considerarse el tipo ideal de primera frase de una novela. Es el
rasgo de un arte infalible que nos lanza desde el umbral del
cuento al apasionado estado de espera del cual nace la ilusión
novelesca.

El principio debe ser sencillo, claro. No hay que cargar de per-


sonajes, ni nombres, ni descripciones de lugares o fechas esas pri-
meras frases. El lector no puede retener tantos datos. No tiene
base para asociarlos con nada, no los relaciona con personaje
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 67

alguno, no los asimilará, serán datos perdidos. El lector se en-


frenta en esos momentos a la complicada tarea de traspasar las
puertas que lo introducen en un mundo desconocido. Nuestro
papel es ayudarlo a entrar con facilidad. Conviene no abusar de
su paciencia, para lo que, cuanto antes, debemos convencerle de
que no se ha equivocado eligiendo esta lectura.

El principio debe provocar inquietud y llenar de preguntas al


lector, quien se sentirá atrapado en las redes de la ficción si con-
seguimos intrigarlo.Los principios que aparecen a continuación
cumplen estos requisitos.
Empezamos por un principio claro, sencillo, que atrapa sin el
menor titubeo.

Esta es la historia más triste que jamás he oído.


FORD MADOX FORD, EL BUEN SOLDADO

El lector querrá saber qué razón lleva al narrador a empezar


con este comentario.

Julio Cortázar nos corta la respiración con el principio de su


cuento «Axolotl»:

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba


a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas
mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimien-
tos. Ahora soy un axolotl.

¿Qué ha pasado para que se convierta en ese extraño ser que


no se sabe muy bien si es reptil o anfibio?

También nos llena de preguntas el principio de Moby Dick:

Llamadme Ismael.

¿Por qué quiere que se le llame así? ¿Cómo se llama en reali-


dad? ¿Por qué no quiere dar su nombre verdadero? ¿Qué oculta?
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68 Gloria Fernández Rozas

El principio de un relato suele ser lo último que se escribe o


que se retoca. Una vez resuelto el desenlace habrá que volver a él
para ajustar principio y fin. Con frecuencia se usa un mismo su-
jeto en estos dos momentos de la obra, lo que suele ayudar a re-
dondearla. Podríamos decir que el desenlace responde así a las
preguntas que el principio del relato plantea.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

Un buen principio:
—Debe facilitar el camino de entrada a la ficción no llenando
esos primeros renglones de datos: nombres, muchos personajes,
fechas, lugares.
—Debe empezar cuanto antes, presentando al personaje
frente a su problema, esto nos ayudará a atrapar la atención del
lector.
—Debe empezar con movimiento, no con situaciones estáticas
y detenidas, como pueda ser una descripción larga.
—Debe sorprender, agarrar el corazón del lector con algo que
no espera.
—Debe ser intenso.
—Junto con el título debe ser lo último que se decida. Una vez
acabado el relato hay que comprobar que ese final concuerda con
el principio.
—Hay que tener en cuenta que contar una historia desde el
principio, siguiendo un orden cronológico, suele resultar monó-
tono. El interés del lector puede decaer porque se tarda mucho en
entrar en el conflicto. El principio in medias res nos permite evi-
tar este problema y empezar en medio de la situación, aunque
luego necesitemos viajar al pasado para explicar los antecedentes.

Es frecuente encontrarnos en las primeras versiones de un


cuento con lo que podríamos llamar falsos principios. Uno de
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 69

los errores más frecuentes es el de considerar como comienzo


de un cuento todas aquellas frases que el escritor ha necesitado
para adentrarse en una historia, las que le sirven para vencer el
pánico a la página en blanco, las que son de tanteo, de aproxima-
ción a la historia. No es raro que sea hacia mitad de la primera
página o incluso más adelante cuando aparezca la verdadera pri-
mera frase del cuento. La reconoceremos porque es diferente,
más audaz, sencilla y clara, y porque es la verdadera puerta que
permite el paso a la ficción.
Conviene dedicarle especial atención a los comienzos del
cuento para evitar cargarlos de aquello que seguramente le es ne-
cesario al escritor para llegar a la historia, pero que, en realidad,
no forma parte de ella. Así las liberaremos de todo lo que no solo
no les es necesario, sino que hace que nazcan torpes y lentas.
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La voz del relato

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera


persona o en segunda, usando la tercera del plural o
inventando continuamente formas que no servirán de
nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos
me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer
rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis
tus nuestros vuestros rostros. Qué diablos.

JULIO CORTÁZAR, «LAS BABAS DEL DIABLO»

No es extraño que se diga que la elección del narrador es una


de las decisiones más importantes y, con frecuencia, la primera
que debe tomar un escritor. De ella puede depender el éxito del re-
lato. El narrador es ese ser ficticio, hecho de palabras, al que el
escritor encarga la misión de contar la historia. Es el intermedia-
rio entre el escritor y el lector. A través de él nos acercaremos al
relato. Podríamos decir que es el primer personaje que hay que in-
ventar y el más importante, ya que de él va a depender el tono, la
perspectiva, la información. Incluso el retrato de los personajes
podemos obtenerlo a través de su mirada, mirada que surge desde
una posición concreta, física y afectiva, en relación a lo que narra.
El narrador, por tanto, es el que nos cuenta la historia, y el
punto de vista desde el que cuenta es el lugar donde se sitúa para
contarla, el ángulo de visión desde el que focaliza.
El tipo de narrador que uno elige depende de la historia que
quiere contar, ya que la misma historia contada desde distinto
punto de vista se convierte en una historia diferente. Sírvanos
como ejemplo el cuento de Caperucita Roja y pensemos en la po-
sibilidad de que la historia fuera contada, por ejemplo, por el
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72 Gloria Fernández Rozas

Lobo Feroz o por la propia Caperucita o por el leñador, que solo


presencia una parte de la misma. Los relatos resultantes serían
cuentos muy distintos del que conocemos.
La variedad de voces narrativas es muy amplia; incluso, den-
tro de un relato, pueden convivir distintos puntos de vista. El aba-
nico que se nos ofrece va desde un «mostrar objetivamente» a «un
decir subjetivo», considerando el «decir» como el «resumen sub-
jetivo» y el «mostrar» como el «detalle objetivo»; el «decir» impli-
ca un alejamiento retrospectivo de la acción (alguien cuenta algo
que ya ha ocurrido), mientras que el «mostrar» sugiere que se pre-
sencia la acción (escena que se desarrolla ante nuestros ojos).
Una historia puede estar contada por alguno de los persona-
jes que interviene en ella, sea el protagonista o un testigo de los
sucesos, o por una voz externa a ese mundo ficticio, una voz anó-
nima que no corresponde a ningún personaje. Este lugar desde el
que el narrador cuenta se nos muestra por medio de la persona
gramatical que usa para narrar. Atendiendo a este detalle ya po-
demos hacer una clasificación.

El narrador que emplea la persona gramatical «él» está fuera


del espacio donde se desarrolla la acción, es decir, no forma parte
del mundo que narra. De acuerdo con el grado de implicación
que tiene con la historia nos encontramos con distintos tipos de
voz, que pueden ir desde la omnisciencia más absoluta, ésa que
conoce pasado, presente y futuro, y lo que piensan y sienten todos
y cada uno de los personajes, a un narrador «cámara» que regis-
tra asépticamente solo lo que ve y oye. Veamos con más detalle al-
guno de ellos:
El narrador OMNISCIENTE es aquel que imita a un dios todopo-
deroso, pues todo lo ve y todo lo sabe. Se instala en un ángulo de
visión desde donde nada se le escapa; puede moverse en el tiem-
po y en el espacio y, como dice Anderson Imbert: «capta lo suce-
sivo y lo simultáneo, lo grandioso y lo minúsculo, las causas y los
fines, la ley y el azar». Este narrador cuenta lo que sienten, hacen
y anhelan los personajes. Sabe lo que nadie sabe, puede situarse
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 73

en la cima del mundo para ver a vista de pájaro los aconteci-


mientos, o acercarse para mostrar los detalles más insignifican-
tes. Por poder, puede contar sus propias reflexiones, puede
enjuiciar y mostrar su modo divino de percibir el mundo. En
muchas novelas clásicas este narrador cuenta desde una subjeti-
vidad que podría identificarse con la del propio autor. Es fre-
cuente encontrarlo en las grandes novelas del XIX.
Veamos un ejemplo de esa omnisciencia que hoy en día consi-
deramos excesiva porque dirige demasiado al lector y apenas le
deja espacio para que saque sus propias conclusiones:

Y restregó precipitadamente el resto de los fósforos que había


en el manojo, de tal forma no quería perder a la abuela; y los fós-
foros lucieron tanto que había más luz que en pleno día. La
abuela no había sido nunca tan hermosa ni tan alta; levantó a la
muchachita en sus brazos y volaron en resplandor y gozo, más y
más alto, adonde no había frío, ni hambre ni miedo —estaban
con Dios.
Pero en la fría madrugada, sentada en el rincón junto a la
casa, estaba la muchachita con rojas mejillas, con la sonrisa en
los labios —congelada la última noche del viejo año. La mañana
de Año Nuevo se abrió sobre el pequeño cuerpo sentado con los
fósforos, de los que un haz estaba casi consumido. Ha querido
calentarse, dijeron; nadie supo todo el esplendor que había visto,
con qué gloria había entrado con la abuela en el gozo del Año
Nuevo.
HANS CHRISTIAN ANDERSEN, «LA NIÑA DE LOS FÓSFOROS»

En la actualidad se usa poco un narrador tan «sabiondo» y


procuramos que la voz narrativa no resulte excesivamente mani-
puladora. A veces nos encontramos con este tipo de narrador en
relatos de marcado tono irónico.

La novela actual recurre con frecuencia a una omnisciencia


más discreta, una OMNISCIENCIA SELECTIVA. Ésta se da cuando el na-
rrador se identifica con un personaje y funcionará como una voz
que cuenta lo que ve el personaje y lo que pasa por su mente.
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74 Gloria Fernández Rozas

Podría parecerse bastante a la visión de una primera persona,


pero ofrece un mayor distanciamiento crítico.
En ocasiones esta voz nos permite salvar algunos obstáculos.
Por ejemplo, el del mismo vocabulario o madurez narrativa si se
trata de un protagonista muy niño. Miguel Delibes usa este na-
rrador en El príncipe destronado, lo que le permite mostrar desde
una cercanía similar a la de una primera persona lo que sería im-
posible narrar en primera persona, ya que la edad del niño no
permite ni la comprensión de los hechos ni la capacidad narrati-
va necesaria para ser contados.
Esto mismo ocurre, por ejemplo, en el cuento «Bestiario» en
el que Cortázar usa este tipo de narrador para contarnos una his-
toria que la misma niña protagonista no acaba de comprender y
por lo tanto sería difícil que pudiera contar:

Entre la última cucharada de arroz con leche —poca cane-


la, una lástima— y los besos antes de subir a acostarse, llamó
la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remo-
loneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de
su madre. Se miraron entre ellas y después las dos a Isabel,
que pensó en la jaula rota y las cuentas de dividir y un poco en
la rabia de misia Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la
escuela. No estaba tan inquieta, su madre e Inés miraban
como más allá de ellas, casi tomándola como pretexto; pero la
miraban.

Este narrador selectivo puede ir rotando e identificándose con


distintos personajes a lo largo de la historia, lo que proporciona
un recurso muy interesante, la polifonía, el multiperspectivismo.

El narrador CUASI OMNISCIENTE rebaja su omnisciencia consi-


derablemente con respecto a los anteriores. Su poder es más limi-
tado. En vez de contar, muestra. Su forma de narrar es totalmente
aséptica, casi documental, nada personal, imparcial. Es un narra-
dor objetivo, un narrador «cámara», que registra lo que ve y oye.
Puede moverse en el espacio, pero no tiene poder para meterse
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 75

dentro de las mentes de los personajes. Muestra, pero ni inter-


preta ni opina. Veamos un ejemplo de esta voz extraído de la
novela El amante de Marguerite Duras.

Le dice que no quiere que le hable, que lo que quiere es que


actúe como acostumbra a hacerlo con las mujeres que lleva a su
piso. Le suplica que actúe de esta manera.
Le ha arrancado el vestido, lo tira. Le ha arrancado el slip de
algodón blanco y la lleva hasta la cama así desnuda. Y entonces
se vuelve del otro lado de la cama y llora. Y lenta, paciente, ella
lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo. Lo hace con los ojos ce-
rrados, lentamente. Él intenta moverse para ayudarla. Ella pide
que no se mueva. Déjame. Le dice que quiere hacerlo ella. Lo
hace. Le desnuda. Cuando se lo pide, el hombre desplaza su
cuerpo en la cama, pero apenas, levemente, como para no des-
pertarla.

Cuando un narrador usa el «yo» como persona gramatical nos


está indicando que pertenece al espacio donde ocurre la historia,
y se relaciona con los personajes que en ella viven. Es un narra-
dor PROTAGONISTA si cuenta su propia historia.
Es el recurso más apropiado para expresar con espontaneidad,
con intimidad, los sentimientos, ya que esta cercanía consigue una
gran fuerza emotiva. Pero no debemos olvidar que aunque hable en
primera persona no es el autor. Este narrador tiene sus propias ca-
racterísticas, su propia opinión, su propio modo de hablar, lo que
irá caracterizándolo.
El problema que presenta esta voz narrativa es la limitación
de su perspectiva, a veces una dificultad muy grande porque no
puede dar al lector la información que necesita. Dice Anderson
Imbert: «Todo lo que no haya entrado en la conciencia de ese “yo”
no debe entrar en su narración». Sabe y puede contar lo que él
piensa y siente y lo que habla con los demás personajes. Pero nada
más. Solo puede contar con certeza lo que ve desde el ángulo en
que se instala. Tiene una subjetividad total y no podemos esperar
de él juicios objetivos sobre los acontecimientos o los personajes
que le rodean.
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76 Gloria Fernández Rozas

El narrador protagonista tiene varias posibilidades depen-


diendo de dónde esté situado, temporalmente hablando, en rela-
ción a los sucesos que narra. Esto produce diferente tipos de
discurso.
Cualquier narrador puede contar una vez concluidos los he-
chos, cuando ya ha habido un desenlace: es, digamos, el modo ló-
gico de contar. Uno, al final de su vida, o cuando ya la vida está
medio vivida, mira hacia atrás, recapitula y escribe. El resultado
puede ser un libro de memorias.
Los narradores epistolares nos acercarán vertiginosamente a
los hechos. Un diario íntimo nos dará cuenta de ellos todos los
días y descubriremos paso a paso el devenir del personaje.
Para acercar aún más al lector al momento de la acción recu-
rrimos al monólogo interior. Aquí el personaje cuenta lo que pien-
sa en el momento que pasa. Esta ventaja de inmediatez lleva
consigo la desventaja de la poca información sobre los hechos que
el narrador puede brindar al lector. Es su pensamiento el que
habla, por lo tanto no puede poner en antecedentes al lector con-
tando cosas que uno mismo, por obvio, nunca se contaría. Aquí
los datos deben ir saliendo como por casualidad, disimulando que
esa información que se da va dirigida al lector para ayudarle en
la comprensión de lo que se cuenta. Suele conmover el tono inti-
mista y evocador de esta voz.
Un paso más hacia el inconsciente es el fluir de la conciencia
del narrador. Aquí el discurso va perdiendo la coherencia que aún
tenía el monólogo interior. Esta voz trata de imitar la manera en
que se suceden los pensamientos, los recuerdos, los aconteci-
mientos de actualidad y la asociación de ideas. Como ejemplo,
veamos unas líneas de uno de los más famosos monólogos de la
historia de la literatura, el de Molly Bloom, que aparece en el
último capítulo del Ulises de Joyce:

[...] mal está tener que aguantar el olor de esas mujeres pin-
tadas una o dos veces tuve la sospecha haciendo que se acerca-
ra cuando me encontré el pelo largo en su americana sin contar
cuando entré en la cocina haciendo él como que bebía agua 1
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 77

mujer no es bastante para ellos él tuvo toda la culpa claro de


estropear a las criadas y luego proponiendo que comiera con
nosotros en la mesa el día de Navidad si te parece O no gracias
no en mi propia casa robándome las patatas y las ostras 2 con 6
la docena saliendo a ver a su tía si te parece robo vulgar y
corriente es lo que era pero yo estaba segura de que tenía algo
con aquella me basto yo sola para averiguar una cosa como lo
que él dijo no tienes pruebas ella era la prueba…

También con la persona gramatical «yo» se expresa el narra-


dor PERSONAJE TESTIGO. Participa de los sucesos pero no es el pro-
tagonista. Puede ser subjetivo o tratar de tomar distancia. Cuenta
las cosas que les ocurren al protagonista y a otros personajes,
pero su visión es tan limitada como la de cualquier testigo. No
tiene acceso a la mente de los demás. Conoce los acontecimientos
porque los presencia o porque alguien se los cuenta. Puede ex-
presar sus propios pensamientos pero no podrá saber lo que pien-
san los demás. No tiene capacidad para entrar en la mente de los
protagonistas pero habla con ellos y, por medio de ese cruce de in-
formación, nos tiene al tanto de lo que pasa. Un narrador testigo
es el Doctor Watson, que nos cuenta Las aventuras de Sherlock
Holmes. Esta voz narrativa es muy empleada en la novela po-
licíaca. Detectives como Philip Marlowe (Raymond Chandler) y
Sam Spade (Dashiell Hammett) cuentan sus historias desde el
punto de vista del investigador. El lector se va enterando de los
hechos a la vez que el detective.
Puede ser un buen recurso para acrecentar el misterio y dar
fuerza trágica a lo que se narra, evitando caer en la subjetividad
y el cierto melodramatismo que podría suponer la voz directa e
implicada afectivamente de los protagonistas. Pero también aca-
rrea dificultades al no poder dar al lector ciertas informaciones.
Con frecuencia se usan recursos como una carta o un diario ínti-
mo para explicar lo que de otro modo no podría explicarse. Como
ejemplo de esta voz, veamos un fragmento de El nombre de la
rosa, novela con la que Umberto Eco rinde homenaje a Sherlock
Holmes, construyendo un detective, fray Guillermo de Baskerville,
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78 Gloria Fernández Rozas

y un ayudante, Adso de Melk, que, como el Doctor Watson, cuen-


ta las peripecias de una investigación.

Guillermo puso encima de la mesa un folio que había encon-


trado en el suelo, y se inclinó sobre él. Me pidió que lo ilumina-
se. Acerqué la lámpara y vi una página que hasta la mitad estaba
en blanco, y que luego estaba cubierta por unos caracteres muy
pequeños cuyo origen me costó mucho reconocer.
—¿Es griego? —pregunté.
—Sí, pero no entiendo bien—. Extrajo del sayo sus lentes, se
los encajó en la nariz y después se inclinó aun más sobre el per-
gamino. —Es griego. La letra es muy pequeña, pero irregular. A
pesar de las lentes me cuesta trabajo leer. Necesitaría más luz.
Acércate…
Mi maestro había cogido el folio y lo tenía delante de los ojos.
En lugar de ponerme detrás de él y levantar la lámpara por en-
cima de su cabeza, lo que hice, tontamente, fue colocarme de-
lante. Me pidió que me hiciese a un lado y al moverme rocé con
la llama el dorso del folio. Guillermo me apartó de un empujón,
mientras me preguntaba si quería quemar el manuscrito. Des-
pués lanzó una exclamación. Vi con claridad que en la parte su-
perior de la página habían aparecido unos signos borrosos de
color amarillo oscuro.

Narrador ambiguo llama Vargas Llosa al que habla usando la


segunda persona gramatical porque detrás del «tú» puede escon-
derse un narrador omnisciente que ordena que sucedan los he-
chos desde fuera del espacio narrado, o bien puede ser la voz de
un narrador personaje, que se desdobla y se habla a sí mismo, al
lector o a otro personaje.
Precisamente esa ambigüedad hace que esta voz resulte a
veces muy inquietante porque para el lector no es fácil descubrir
dónde está situada para contar la historia y a quién se dirige con
ese «tú». Esa voz puede estar cargada de reproche o ser una ame-
naza, o la voz de la conciencia, o tener una intención de enseñan-
za, o de sacar a la luz la verdad: uno ante el espejo, sin
escapatoria, o ante el cadáver, o ante una fotografía. Este efecto
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de inquietud es el que produce, casi hasta el sobrecogimiento, la


voz que narra «Aura», el cuento de Carlos Fuentes:

Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace


todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie
más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la
taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y bara-
to. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado.
Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento
perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario.
Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en
Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recá-
mara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Sólo falta tu nom-
bre. Sólo falta que las letras más negras y llamativas del aviso
informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo
becario de la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles,
acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxi-
liar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero
si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815.
Acuda en persona. No hay teléfono.

Acertar con el narrador apropiado es cosa de tiempo, de prác-


tica y de jugar con distintas posibilidades hasta encontrar la ade-
cuada. Una vez decidida la historia, o diseñada al menos, nos
plantearemos quién será su narrador, pensando desde qué pers-
pectiva esa historia se ajusta más a lo que queremos contar. Esto
no siempre se sabe de antemano, con frecuencia tenemos que ir
ajustando la historia, y en numerosas ocasiones descubrimos,
cuando ya está contada, que no es ésa, precisamente, la mirada
más interesante. La clave está en saber escuchar lo que la histo-
ria pide. Es ella la que determina la voz más adecuada.
La decisión dependerá no solo de la cantidad de datos que un
determinado narrador puede ofrecer (hay que tener en cuenta que
solo podrá dar aquella información de que dispone), sino del
grado de implicación con la historia, la objetividad o la subjetivi-
dad, la complicidad con lo que cuenta. La posición que adopte el
narrador afectará al lector en el modo de percibir la historia y de
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alguna manera condicionará su reacción. La narración del robo


de un bolso puede provocar distintas complicidades según desde
dónde se cuente. Si vemos los hechos desde la posición de la víc-
tima seguramente tendremos claro que el ladrón es un tipo des-
preciable. Si el narrador se sitúa del lado del ladrón, y desde allí
nos cuenta la necesidad que le arrastra a robar, seguramente nos
sentiremos conmovidos por el conflicto moral de este hombre y
nuestra actitud ante el delito será diferente.
Recapitulemos lo dicho hasta aquí, antes de mirar hacia el pri-
mer borrador para hacerle las preguntas que pueden ayudarnos a
confirmar el acierto de una determinada elección.

FUNCIONES DEL NARRADOR

—Es el intermediario entre el escritor y el lector.


—Es el encargado de contar la historia.
—Organiza los hechos y los relata.
—Decide qué aspectos oculta a fin de intrigar al lector.
—Decide el tono, el lenguaje, el ritmo de la historia.
—Organiza el tiempo del relato.
—Decide el orden en que se cuentan los hechos.
—Puede situarse fuera de la historia o dentro de ella.
—Puede narrar subjetivamente o mostrar objetivamente.

ALGUNOS TIPOS DE NARRADOR

1) Omnisciente
—Cuenta desde fuera de la historia.
—Emplea la tercera persona como voz narrativa.
—Puede observar todo lo que ocurre en el relato.
—Sabe todo sobre los personajes y los acontecimientos.
—Puede ver el interior de los personajes.
—Puede opinar aunque no haga alusiones a su propia persona.
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—Sabe más que el lector y los personajes.


VENTAJAS
—Tiene facilidad para moverse en el tiempo y el espacio.
—Puede saberlo todo, causas y consecuencias.
—Sabe incluso lo que los personajes ignoran.
—Puede jugar con la intriga anticipando hechos y ocultan-
do datos.
INCONVENIENTES
—Resta iniciativa al lector ya que le da las cosas muy elaboradas.
—Puede resultar manipulador al interpretar los hechos.

2) Cuasi omnisciente
—Cuenta desde fuera de la historia.
—Usa como voz narrativa la tercera persona.
—Resulta menos manipulador que el omnisciente puesto que
se limita a mostrar los hechos y los personajes.
—Se entera de los acontecimientos a la vez que el lector.
—Es anónimo como una cámara de cine.
—Tiene cierta similitud con el narrador testigo en el sentido
de que ocupa un lugar secundario en la visión de la historia.
Como ventaja sobre el narrador personaje-testigo es que puede
acompañar a los personajes allí donde estos se muevan.
—Utiliza los diálogos para informar de lo que ocurre en el in-
terior de los personajes.
VENTAJAS
—Tiene un gran poder de sugerencia.
—Deja espacio libre para que el lector complete la historia.
—Da al lector libertad de interpretación.
INCONVENIENTES
—No puede meterse en la mente de los personajes.
—Solo sabe lo que está en su campo de visión.
—Tiene una visión muy limitada de los acontecimientos.
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3) Narrador protagonista
—Cuenta desde dentro de la historia, de hecho cuenta su pro-
pia historia.
—Usa la primera persona.
—Es subjetivo.
VENTAJAS
—Precisamente esa subjetividad conmueve al lector.
—Puede resultar muy cercano porque la voz le llega al lector
directamente desde el protagonista de los hechos.
—Esa cercanía resulta muy convincente.
INCONVENIENTES
—Es siempre parcial.
—Su visión es muy limitada.
—Sabe lo que piensa y siente e interpreta los acontecimientos
desde su subjetivismo.

4) Narrador personaje testigo


—Narra desde dentro de la historia.
—Usa la primera persona .
—Participa de los hechos aunque no como protagonista.
—Es más subjetivo que el cuasi omnisciente.
—Tiene entidad de personaje y esta presencia puede ayudar a
la verosimilitud de la historia.
VENTAJAS
—Puede resultar más creíble.
—No necesita mucha elaboración en su lenguaje porque se ex-
presa como un personaje, de acuerdo a su modo de ser, cultura y
personalidad.
INCONVENIENTES
—Su campo de visión es muy limitado.
—Sabe lo que ve, lo que piensa y lo que los otros le cuentan.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 83

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Elegir un narrador u otro, o hacer cambios de narrador


dentro de un relato, debe responder a las exigencias de la propia
historia.
—Podemos detectar un narrador inadecuado cuando vemos
que se atribuye conocimientos que por su situación en relación a
la historia no puede tener.
—Nos ayudará a saber si la decisión es la adecuada hacer
pruebas cambiando el narrador para ver qué efecto produce. El
tiempo que dediquemos a estas pruebas siempre es tiempo bien
empleado. Una mala elección puede hacer fracasar la historia.
—Como siempre, por medio de preguntas iremos comproban-
do lo adecuado de la elección:
¿Qué ventajas tiene cada uno de los puntos de vista?
¿Qué ventaja tiene usar un solo narrador?
¿En qué momento la historia pide otra perspectiva?
¿Resultan bruscos los cambios de narrador?
¿Desconciertan al lector, le obligan a detenerse, a salirse de la
historia para identificar esa voz que habla?

Uno de los problemas que detectamos con mayor frecuencia


en el primer borrador es la arbitrariedad en el uso de distintos na-
rradores y perspectivas narrativas dentro de un mismo relato.
Partiendo de la base de que cualquier relato, corto o largo, puede
alternar distintos narradores y puntos de vista, conviene aclarar
que los cambios en la perspectiva no pueden ser arbitrarios ni de-
pender del gusto o de la improvisación del escritor.
Solo si la historia pide ese cambio, solo si responde a un plan
estratégico, solo si se efectúa con naturalidad la muda de narra-
dor (como denomina Vargas Llosa a estos cambios), sin sobresal-
to, procurando que el lector apenas lo perciba, y motivado
siempre por una necesidad de la propia historia, solo así los cam-
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84 Gloria Fernández Rozas

bios de perspectiva favorecerán al relato. Si, por el contrario, res-


ponden a un impulso del escritor, si no están respaldados por la
lógica de la narración, si el narrador se atribuye cualidades de
movilidad o acceso a informaciones que desde la perspectiva pri-
mera no podría tener, entonces el lector se sentirá perturbado,
desconcertado, y tendrá que apearse del sueño de la ficción para
tratar de averiguar qué es lo que pasa, de quién es esa voz que de
pronto toma la palabra, o cómo ese narrador dispone de la infor-
mación que está dando.
Sigamos con el ejemplo del robo que usamos páginas atrás
para desarrollar un poco más esta explicación: de las distintas po-
sibilidades, de las distintas historias que caben dentro de la histo-
ria de un robo, decidimos elegir la historia del ladrón, porque en
principio puede parecernos más rica en matices la posibilidad de
ver lo que de víctima puede tener el delincuente y nos puede per-
mitir abordar el suceso con una mayor profundidad.
Antes de decidir la voz adecuada, reflexionaremos un poco
sobre los pros y contras de algunas posibles voces narrativas. Una
primera persona protagonista, es decir, la voz del ladrón, podría
ser adecuada. Pero una primera persona nos puede resultar de-
masiado subjetiva a la hora de valorar con distancia crítica o con
cierta perspectiva este suceso. La voz omnisciente nos permitiría,
en cambio, la inmediatez del suceso y la información necesaria
para valorarlo, y una mayor objetividad en la mirada, ya que no
deja de ser otro el que cuenta. Bien, nos decidimos por ésta y la
ponemos a trabajar.
La voz del narrador entonces nos cuenta cómo el ladrón se
sitúa en la esquina a esperar a su víctima, cómo el hambre de sus
hijos le sirve de estímulo para vencer el miedo, el frío, la inquie-
tud de esa noche en la que de pronto se convertirá en un delin-
cuente. Ve pasar a la gente y observa su aspecto porque de ello va
a depender la decisión del asalto. El narrador nos cuenta lo que
ve el ladrón, lo que piensa, los ánimos que debe darse para seguir
ahí acechando.
Imaginemos que durante la escritura del texto, el narrador se
independiza de nuestra voluntad, se nos va de las manos, como
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 85

tantas veces ocurre y, de pronto, pasa un autobús y el narrador de-


cide cambiar de posición y situarse en la cabeza de un pasajero de
ese autobús que ve al ladrón por la ventanilla y desde ahí nos
cuenta que hay un hombre en la esquina; piensa que puede que
tenga frío, simplemente, pero también puede que esté escondido
a punto de poner la navaja en el cuello de algún viandante. Des-
pués de esto el narrador vuelve a su posición primera y sigue
desde la perspectiva del ladrón la narración de los hechos.
Es posible que esta visión desde el exterior, este cambio de pers-
pectiva resulte interesante, pero el lector se preguntará por qué
razón el narrador elige a ese pasajero del autobús y no a otro, o por
qué no elige a alguien que mira desde una ventana de ese mismo
edificio, o por qué no a todos ellos, uno tras otro. La sensación de
extrañeza que provoca esa nueva perspectiva será suficiente para
que el lector tenga que interrumpir su atención lectora, tenga que
salirse de la historia para intentar responder a esas cuestiones.
Pero es posible que esa visión externa al suceso, otro punto de
vista, nos resulte interesante para la historia, por ejemplo, porque
ese pasajero va a ser la víctima días después; de ser así, debemos
poner los medios para que los cambios no sean bruscos ni incom-
prensibles. El escritor debe preparar al lector para esos cambios.
Por un lado, avisándole cuanto antes de que el narrador tiene la
capacidad de moverse en el espacio y el tiempo de la historia y de
cambiar el lugar desde el que cuenta. El narrador debe mostrar
sus reglas de juego, sus posibilidades, desde el principio; de este
modo el lector no se sentirá engañado. Así nos lo explica Gardner:

Uno de los problemas con los que puede topar el principian-


te al emplear el punto de vista omnisciente es el de establecer-
lo en primer lugar y, a lo largo del relato, desplazarlo con
agilidad por la mente de todos los personajes. A fin de estable-
cer este punto de vista cuando arranca la narración, el escritor
debe ocuparse bastante pronto de distintos personajes y entrar
en sus mentalidades, establecer las reglas en cuanto pueda;
dicho de otro modo, debe crear la expectativa de que, cuando
quiera, pasará de una conciencia a otra.
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86 Gloria Fernández Rozas

Una vez decidida la necesidad de muda del narrador, nos en-


frentamos a la forma de hacerlo. En el modo discreto y artístico
de hacer estos cambios podemos ver la categoría del escritor. Una
posibilidad es el uso de pequeños puentes, que pueden ser obje-
tos, preguntas, un mismo punto de atención que puede ser visto
por distintas miradas, que permitan el paso de un narrador a otro,
y que propicien con suavidad el surgimiento de otra voz, o de otro
enfoque, como podemos ver en este ejemplo escrito para ilustrar
este tema:

Sintió pánico al pensar que alguien pudiera reconocerlo. ¿No era


ése el señor Juan? Adiós a su fama de hombre honrado, adiós a poder
andar con la cabeza bien alta. Si alguien lo reconocía quedaría marca-
do para siempre. Pero el señor Juan, como le llamaba la clientela, lo
saludó de lejos y no pensó que estuviera a punto de hacer ningún dis-
parate, sino que se emocionó al imaginar que el pobre Braulio habría
quedado allí con su mujer y que se quedaría helado si ella no se daba
prisa en arreglar a los chicos, seguramente irían al circo ése que habían
puesto al final de la avenida. ¡Que se diviertan! voceó desde la otra
acera y Braulio soltó un saludo que era como un grito de petición de
auxilio, como un venga señor Juan y haga que me olvide de esta lo-
cura, venga señor Juan y hábleme de mi vida, del policía Rosendo que
era mi padre y su amigo, hábleme y haga que le acompañe a su ferre-
tería para enseñarme algún artilugio de esos modernos, un sacacor-
chos alemán, o cualquier cosa de ésas que tanto le fascinan.
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El talante del narrador

Yo necesitaba un tono convincente para que resultaran


parecidas las cosas que lo eran menos. Y lograrlo sin
romper la unidad del relato.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Hemos visto que es el narrador el que cuenta la historia y que


lo puede hacer desde una posición determinada con respecto a
ella. Pero el narrador no se limita a contar, sino que lo hace con
una voz y una emoción concreta. Cuenta de un modo peculiar. Su
voz puede estar impregnada de ironía, puede hablar con la rigi-
dez de un informe judicial o con la voz llena de la emoción pro-
pia de la confidencia íntima; es decir, puede hablar con tonos dis-
tintos de acuerdo a su sentimiento hacia lo que cuenta, a su acti-
tud emocional frente a la historia y hacia los personajes.
Tampoco para el escritor elegir el tono del narrador va a ser
un asunto fácil; esta decisión va a tener consecuencias muy im-
portantes para la historia. El efecto que el relato producirá en el
lector va a depender en gran medida del tono en que sea contado.
Y para tomar esta decisión el escritor tendrá que pensar en eso,
en el efecto que pretende producir en el lector y en la historia que
quiere contar.
Los tonos posibles son tantos como los estados anímicos o las
emociones que mueven al narrador. Pueden ir desde la desafecta-
ción del tono frío y formal hasta lo emotivo del tono confidencial,
pasando por el sentimental, intelectual, cómico, coloquial, dubi-
tativo, elegante, triste, moralizante, cínico, trágico…
En un texto escrito en tono frío o estrictamente formal encon-
traremos una información clara, precisa, con pocos adjetivos,
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88 Gloria Fernández Rozas

poca ambigüedad; el sujeto de la enunciación perderá protago-


nismo porque queda un poco escondido detrás de las informa-
ciones.
En un tono íntimo, confidencial, el sujeto es el verdadero pro-
tagonista y sobre él girarán todas las informaciones. La subjetivi-
dad será su marca más importante. Para ello usará adjetivos que
maticen lo que ocurre a su alrededor. La información no será tan
precisa, o no tiene por qué serlo, ya que se llena de la ambigüe-
dad propia de una mirada desde dentro del personaje, o desde
muy cerca.
Como ejemplo veamos un mismo texto visto con distinto ta-
lante por el narrador.

El sol se ha puesto ya detrás de los cristales, y hay que en-


cender la lámpara. Pero no lo hace: inmóvil continúa Amargari-
ta en la penumbra, hasta que apenas puede distinguir los mue-
bles del salón, los libros de los estantes. Solo ve la luz borrosa
del crepúsculo, el cielo amatista y oro. Ella misma se convierte
en una sombra muy oscura y solitaria.
¿En qué piensa Amargarita Páez en esta lenta tarde de do-
mingo? Enciende por fin la lámpara, se prepara un té y lo sirve
en la tacita de porcelana frágil y de delicados dibujos, y en la
mesa camilla, con el brasero encendido, se arrebuja en su bata
color granate apasionado, mientras bebe la infusión reconfor-
tante y dulce. Pero no parece salir de su abstracción, ni siquiera
dirige una mirada hacia el ordenador en la mesa cercana, ni a
los otros libros que forman por doquier torres inestables. Ha tra-
bajado varias horas en su tesis, tecleando con ímpetu en el pro-
cesador de textos, tomando datos en fichas vorazmente. ¿Pero
en qué piensa ahora nuestra señorita? ¿Quizás, como especialis-
ta en sintaxis que es, construye hipótesis sobre algún tema no
tratado hasta hoy por estructuralistas ni generativistas? ¿Se su-
merge en profundas reflexiones sobre el significado último del
triángulo de Ogden y Richards, o sobre las propuestas de
Chomsky? ¿O piensa acaso en el príncipe de Golconda o de
China, o más bien que ya no hay príncipes que cantar? De pron-
to busca una antología de los peores poemas modernistas que
guarda escondida al fondo de un estante para leerla a solas,
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 89

como en estos momentos, sin testigos que puedan delatarla por


tan abyecta afición.
LOLA ROBLES, AMARGARITA PÁEZ

Podemos ver al narrador omnisciente que se sitúa muy cerca


de la protagonista para contarnos esta historia. Amargarita llena
el texto, sus sensaciones nos vienen explicadas por los adjetivos
que nos informan del sabor del té y de lo agradable que le resulta
a la protagonista. La vemos en la intimidad disfrutando del peca-
do inconfesable de su afición a la mala poesía. Hay también algo
de ironía en su mirada. De vez en cuando el narrador cambia de
tono e introduce algunos elementos de tonos apelativo e indeciso;
ocurre cuando pregunta «¿Qué piensa ahora nuestra señorita?
¿Quizás...?»
¿Pero cómo sería este texto narrado más fríamente?

A las siete de la tarde la iluminación es inexistente. No obstan-


te Amargarita no hace ademán alguno de encender la lámpara.
Por fin se decide, luego prepara una taza de té que se toma sen-
tada a la mesa de una mesa camilla y cubierta con una bata. Está
abstraída, no mira hacia el ordenador ni hacia los libros. Ha tra-
bajado varias horas en su tesis, tecleando en el procesador de
textos, tomando datos en fichas. Como especialista en sintaxis
que es, construye hipótesis sobre un tema no tratado hasta hoy
por estructuralistas ni generativistas. En este preciso momento
podría estar reflexionando sobre alguno de estos temas: 1º, el
significado último del triángulo de Ogden y Richards; 2º, sobre las
propuestas de Chomsky; 3º, en el príncipe de Golconda; 4º, en el
príncipe de China; 5º, en que ya no hay príncipes que ensalzar.
Súbitamente se levanta y coge una Antología de los peores poe-
mas modernistas que está colocada en un estante y se dispone a
leer.

El efecto es muy diferente. Y aunque en este caso el cambio


haya empeorado considerablemente el resultado, no se puede
decir que haya un tono mejor que otro, del mismo modo que no
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90 Gloria Fernández Rozas

se puede decir que hay un narrador mejor que otro, puesto que
todo va a depender de lo que pretendamos.
Es frecuente que a lo largo de un relato, más tratándose de
novelas, el narrador use diferentes tonos. El texto, de este modo,
se llena de matices que pueden enriquecerlo, siempre y cuando se
sea capaz de conseguir que los cambios que se producen sean co-
herentes con lo que se cuenta. En el texto de Lola Robles vemos
que esa incursión del narrador en los tonos indeciso-apelativo-
irónico combina muy bien con el otro tono, más íntimo.
Si pretendemos un efecto humorístico puede dar buenos re-
sultados usar tonos que contrasten con el tema que se trata; temas
muy emotivos, como un entierro, un encuentro amoroso o un par-
tido de fútbol, contados con la frialdad de un informe: recorde-
mos la magia que Cortázar consigue con sus «Instrucciones para
llorar» o «Instrucciones para subir una escalera».
Como siempre, será probando con los diversos tonos y combi-
naciones posibles como daremos con el que conviene a nuestra
historia. No debemos conformarnos con el primer tono que apa-
rece, el que sale cuando nos ponemos a escribir; a veces es el
acertado, pero no tiene por qué serlo siempre. No debemos de-
jarlo a la improvisación; lo importante es que sea el escritor el que
decida y que esa decisión tenga un fundamento, y que esté supe-
ditada a las necesidades de la propia historia.
La atmósfera es otro elemento que tiene que ver con la actitud
con la que el narrador nos transmite el aire que se respira en los
lugares y en el tiempo en el que se desarrollan las acciones. La
atmósfera no solo depende del escenario, sino que emana de la
asociación de todos los elementos que forman parte del suceso
que se cuenta y de cómo todo esto es percibido por el narrador.
Dice Anderson Imbert:

La atmósfera, pues, es la reacción del narrador, es la forma


artística que da a su estado de ánimo, la objetivación de un
sentimiento vago que penetra el relato por todos sus poros. La
descripción produce efectos atmosféricos pero no siempre es
el factor más importante. La trama, la caracterización, la idea,
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 91

el estilo, el vocabulario y los ritmos de la prosa, todo, en fin, lo


que surge del proceso de la creación artística contribuye a la
formación de la atmósfera.

Un buen trabajo con la atmósfera nos permitirá insistir en di-


ferentes aspectos de la historia. Nos servirá como presagio de fu-
turos desastres o de buenos augurios que reforzarán las acciones
y prepararán el desenlace; nos puede ayudar a reforzar el estado
anímico del personaje. Cuando se busca un ejemplo del buen uso
de la atmósfera se suele recurrir al cuento de Poe «La caída de la
Casa Usher» porque en él la atmósfera es la verdadera protago-
nista. Como veremos en este ejemplo, por medio de los adjetivos,
los sustantivos y los verbos que usa para la descripción, el narra-
dor va tejiendo una densa niebla que termina por producir en el
lector la misma opresión que siente el protagonista.

Durante todo un obtuso, oscuro y mudo día de otoño en que


las nubes colgaban del cielo, bajas y opresivas, yo, yo solo, había
estado atravesando a caballo una región singularmente triste del
campo; y por fin, cuando ya caían las sombras del anochecer,
me encontré a la vista de la melancólica Mansión de los Usher.
No sé cómo fue, pero apenas di un vistazo al edificio me sentí so-
brecogido por un tremendo abatimiento.

Si hiciéramos la prueba de cambiar los adjetivos, por ejemplo,


por otros menos oscuros, comprobaríamos que esa opresión ago-
biante que provoca el original, esa densidad del aire, se diluiría.
Los lugares, el vocabulario, el ritmo, los propios personajes, las
acciones, la complejidad sintáctica, son ingredientes que intervie-
nen a la hora de formar ese aire que envuelve a todo relato. Para
sacar partido de ellos el escritor debe ser consciente de la impor-
tancia que la atmósfera tiene para producir un determinado efec-
to, esa sensación precisa que emana de ese mundo concreto,
especial y único.
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92 Gloria Fernández Rozas

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—¿El narrador mantiene el mismo tono a lo largo del relato?


—¿Si cambia de tono lo hace de manera lógica de acuerdo a
los sucesos de la historia?
—¿Armoniza el tono con la historia?
—¿Es coherente el tono con la distancia desde la que el na-
rrador cuenta?
—¿Hemos sacado partido de la atmósfera del relato de mane-
ra que la historia se beneficie de esa atmósfera, se sienta reforza-
da por ella?

Quizá el problema más usual que nos encontramos al revisar


un borrador es la mezcla inadecuada de tonos. No todas las com-
binaciones son efectivas. A veces, la verosimilitud de una historia
puede írsenos de las manos por una elección poco afortunada. Un
comentario excesivamente poético en un contexto duro, un rastro
de humor o banalidad en una situación dramática, puede hacer
daño al texto. La paradoja está en que es eso mismo lo que a veces
lo salva. Así es esta aventura de escribir. No nos quedará más re-
medio que detenernos para analizar minuciosamente las peculia-
ridades de cada caso.
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El esqueleto de la historia

Hágame el favor de darme un argumento, sea divertido


o no, una anécdota puramente rusa... Hágame este favor,
deme un argumento y yo le hago inmediatamente una
comedia de cinco actos, que será, se lo juro de las más
divertidas.

GOGOL, CARTA A PUSHKIN

Son muchos los elementos que hay que tener en cuenta a la


hora de construir la trama de una historia, elementos que deben
armonizar entre sí para que produzcan el efecto de unidad que
todo relato debe tener. Hay que organizar los sucesos de manera
tal que la trama tenga el poder de atrapar la curiosidad del lector
hasta el final. Hay que dotar de significado a esos sucesos y llenar
de verdad ese mundo que es el relato. Si es así, si conseguimos
que la historia se sustente, palpite, estaremos más cerca de la ver-
dadera literatura, que no es otra que aquélla que trasciende a los
propios personajes, a los paisajes, a sus historias, a las palabras,
para convertirse en algo que va más allá, a la esencia de lo hu-
mano, a lo universal.
Dominar los secretos de la escritura es labor de toda una vida,
como lo es la de conocer a las personas; porque cada persona y
cada historia es única y distinta y el mismo rasero no nos sirve
para medirlo todo. Cada historia precisará, por lo tanto, de dife-
rentes estrategias para ser abordada.
A pesar de esas diferencias, todas las historias tienen algo en
común, como veíamos páginas atrás: todas cuentan las peripecias
de un personaje que quiere conseguir algo y debe enfrentarse para
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94 Gloria Fernández Rozas

ello a una serie de obstáculos. El motor de ese deseo del héroe, el de-
sencadenante de todo, será un problema, algún tipo de conflicto.
Toda historia nos presenta a un personaje frente a su conflicto. Éste
es uno de sus elementos fundamentales.
Sin conflicto no hay cuento, del mismo modo que no hay
cuento sin personaje. Gracias al conflicto el personaje ve rota su
cotidianeidad, lo que genera algún tipo de deseo. Será este deseo
por conseguir algo el que ponga en marcha al héroe.
Los manuales nos hablan de tres tipos de conflicto:
—Conflictos con otros hombres.
—Conflictos con fuerzas superiores: de la naturaleza, como te-
rremotos, o de cualquier otra índole: guerras, incendios, etc.
—Conflictos consigo mismo.

Para conseguir su objetivo, para solucionar su problema, para


sobreponerse a la situación que le ha trastocado la vida, el perso-
naje deberá luchar. La lucha del personaje contra aquello o aquél
que se opone a que consiga su objetivo debe ser reñida. A más di-
ficultad, a más riesgo, más fuerza tendrá el relato. No habrá rela-
to si el personaje quiere algo y lo consigue sin dificultad; no habrá
relato si el personaje no se juega nada, del mismo modo que no
habrá relato si el personaje es feliz y, por lo tanto, no tiene nada
que conseguir. De una situación estática, donde no pasa nada, no
saldrá un relato.
Con frecuencia, un fallo que impide que nuestras historias co-
bren vida es que carecen de un buen armazón, un esqueleto que
las sostenga. Para armar este esqueleto partiremos de este pe-
queño esquema: un relato surge siempre de una situación inicial
y acaba en otra, la situación final, que es distinta de la primera.
Entre esa primera situación y la última ocurren una serie de su-
cesos que son la materia de la trama.
Llamamos trama, por lo tanto, a lo que ocurre entre esa si-
tuación inicial, con la que empieza un cuento, y la situación final,
con la que acaba. La trama, lógicamente, se desarrolla en el tiem-
po. La trama organiza los sucesos de un modo determinado, da
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 95

cuenta de las acciones del personaje, la lucha contra su oponente,


la búsqueda de solución a su conflicto. A diferencia del argumen-
to, que cuenta los sucesos de modo cronológico, la trama los or-
ganiza de acuerdo a una intención, como, por ejemplo, conseguir
un efecto, intrigar al lector u otras necesidades del propio relato.
El resultado de la lucha entre el protagonista y su oponente
puede acabar con la victoria del personaje, si consigue lo que
quiere, o con su derrota, si no lo consigue. Estamos ante el de-
senlace, el punto donde se da una solución al problema, donde se
resuelve el conflicto y donde se satisface la curiosidad del lector.
No debemos olvidar que el primer objetivo de todo relato es
atrapar la atención y el interés del lector. Lo conseguirá gracias a
la intriga, que funciona suscitando preguntas y retrasando las res-
puestas. Esas preguntas sin respuesta se convierten en una fuerza
retadora, en un enigma que el lector querrá resolver: ¿qué?, ¿por
qué? Y cuando el enigma se aclara, el texto se termina. La solu-
ción pone el límite a la historia.
Para aplazar las respuestas, el escritor puede valerse del en-
gaño, la simulación; o puede usar el equívoco, una mezcla de ver-
dad y mentira; puede dar la sensación de que no hay salida, de
que el enigma es irresoluble; puede jugar con una respuesta sus-
pendida, empezar a darla pero interrumpirse por algún motivo;
también puede dar una respuesta parcial.
La clave de un buen tratamiento de la intriga está en separar
las pistas y en que en narrador engañe lo menos posible al lector.

Desde este punto de vista, el de la intriga, podemos ver el texto


de este modo:
Planteamiento: formulación de las preguntas.
Desarrollo del texto: dilación de las respuestas.
Desenlace: la revelación. Final del texto.

A la hora de organizar nuestras historias debemos tener pre-


sente la estructura del cuento clásico: planteamiento, nudo o de-
sarrollo y desenlace.
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96 Gloria Fernández Rozas

En el planteamiento se dan algunos de estos hechos:


—Se muestra la situación de la que arranca el cuento.
—Se presenta al personaje.
—Se muestra el lugar y el tiempo donde ocurren los aconteci-
mientos.
—Se nos presenta un hecho que revela el conflicto.

En el nudo veremos a los personajes en acción, enfrentándo-


se con los obstáculos. La progresión de los incidentes va en au-
mento:
—Dilaciones.
—Algún accidente.
—Una noticia oculta.
—Nuevos peligros.
—Luchas físicas y psíquicas .
—Momentos de inquietud porque el personaje no sabe lo que
ocurrirá.
—Interrupción de alguna revelación del personaje por la apa-
rición de alguien.
—Digresiones que desvían la atención.
—Indecisión del personaje.

Así hasta llegar a su punto de máxima tensión: el clímax.


El resultado de la lucha no tardará en resolverse. Y tiene que
resolverse de algún modo. A esa solución llamamos desenlace.
Dice Anderson Imbert: «Ese personaje, sea que luche con otro
personaje o consigo mismo, con las fuerzas de la naturaleza o de
la sociedad, con el azar o con la fatalidad, nos interesa porque
queremos saber cómo su lucha ha de terminar. Un problema nos
hace esperar la solución; una pregunta, la respuesta; una tensión,
la distensión; un misterio, la revelación; un conflicto, el reposo;
un nudo, el desenlace que nos satisface o nos sorprende.»
Para asegurarnos de que no falta ninguna de las piezas que
hasta ahora hemos visto como fundamentales podríamos someter
el cuento a un primer interrogatorio:
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 97

—¿Quién es? Personaje.


—¿Qué quiere conseguir? Deseo.
—¿Quién se lo impide? Oponente, dificultad.
—¿Cómo luchará para conseguirlo? Acciones que realizará
para acercarse a su objetivo
—¿Lo conseguirá? Solución.
A estas preguntas podríamos añadir dos más:
—Si lo consigue, ¿qué pierde a cambio?
—Si no lo consigue, ¿qué gana en compensación?
La posibilidad de que, si lo consigue, pierda algo, o que, si no
lo consigue, encuentre alguna compensación es una manera de
dar profundidad y trascendencia a los hechos. El riesgo hace que
los personajes adquieran peso cuando actúan y así facilitan el
cumplimiento de esa otra regla de todo cuento, la transformación
del personaje.
El personaje que encontramos en la situación inicial nunca es
el mismo que encontramos en la situación final, como decíamos
antes. Como pasa en la vida, los sucesos marcan. Y aunque el per-
sonaje decidiera seguir siendo el de antes y volver a su vida ante-
rior, inevitablemente sería otro, puesto que tiene en su haber una
nueva experiencia, la que le proporciona la reflexión tras la que
podrá decidir dejar o no las cosas como estaban.
Esta compensación, este «extra» que gana o pierde, que viene
de la mano del desenlace, puede ser algo abstracto, la culpa, por
ejemplo, que haga que el personaje se modifique interiormente.

Con un pequeño esquema como éste nos ayudaremos a formar


el esqueleto del relato. Teniéndolo es más fácil ponerse a escribir.
Incluso, antes de coger el bolígrafo, podemos saber si la historia,
de acuerdo a este cuestionario, está descompensada, si está re-
suelta, o si el conflicto es suficientemente poderoso como para
que merezca la pena ser contado.
Sí, claro, al esqueleto luego hay que añadirle los músculos, los
nervios, el cerebro y el corazón. Pero es mucho más fácil si el es-
queleto ya se sostiene solo.
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98 Gloria Fernández Rozas

Existe una representación espacial del cuento clásico que se


conoce como triángulo de Freitag, explicada por Lara Zavala en
«Para una geometría del cuento» en El cuento y sus alrededores.
Como lo expuesto anteriormente, puede servir también para or-
ganizar los elementos que intervienen en la trama y para introdu-
cir un nuevo concepto: los puntos de giro.

AB. Planteamiento: situación de la que surge el relato. Pre-


sentación del personaje. Dónde y cuándo ocurre. Informaciones
que despierten el interés y dirijan la atención hacia el conflicto
que va a surgir.
BC. Nudo: el personaje actuando. Desarrollo del conflicto.
Obstáculos que el personaje se encuentra en el camino. Progre-
sión de incidentes que van complicando las cosas y que las diri-
gen hacia el momento clave, el clímax. Es el momento en el que
confluyen todas las fuerzas que han ido apareciendo en los pun-
tos anteriores.
CD. Corresponde a la resolución del conflicto.

Los puntos B y D corresponden a lo que llamamos puntos de


giro, es decir, sucesos que ocurren durante la trama y que hacen
que la historia cambie de dirección y rompa su inercia. Se trata
de sucesos que suponen un quiebro, un punto de inflexión, un
nuevo impulso que ayuda a mover la historia.
Estos puntos de giro son dos y nos sirven para separar los tres
bloques de la historia: planteamiento, nudo y desenlace. El pri-
mero marcará la transición entre el planteamiento y el nudo, y el
segundo supondrá el paso entre el nudo y el desenlace.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 99

El concepto de punto de giro es usado en la construcción de


guiones cinematográficos. La guionista Linda Seger en su libro
Cómo convertir un buen guión en un guión excelente comenta las
diferentes funciones que cumplen estos sucesos, además de arti-
cular la historia en tres actos. Estas funciones consisten, funda-
mentalmente, en reavivar los problemas, aumentar la tensión
dramática, obligar al personaje a tomar nuevas decisiones que lo
apartan de su objetivo y hacer que cambie el curso de los aconte-
cimientos.
Seger utiliza otros dos elementos: detonante y clímax. El pri-
mero, como ya hemos visto anteriormente, sucede al principio de
la historia: es en realidad el suceso que origina la historia. «El de-
tonante es el primer empujón que pone en marcha la trama. Algo
pasa, o alguien toma una decisión. El personaje principal se pone
en movimiento. La historia ha comenzado», dice Sánchez-Escalo-
nilla en su Estrategias de guión cinematográfico.
El clímax ocurre en el tercer acto de las películas, el que co-
rresponde al desenlace en la obra literaria. Supone un momento
culminante en el conflicto. A partir de ahí la historia ya busca su
final.

Considero que estos esquemas pueden resultar útiles a la hora


de organizar los sucesos de un relato. No son recetas infalibles ya
que cada relato pedirá una extensión y una disposición determi-
nada. Estas estructuras corresponden, como decíamos antes, a es-
tructuras del cuento tradicional y clásico. Pero debemos partir de
ahí. Aunque la literatura moderna a veces prescinde por medio de
una elisión del planteamiento o incluso del desenlace, dejando la
historia en puertas de una resolución pero sin resolverla, nos
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100 Gloria Fernández Rozas

vendrá bien ajustarnos a estos preceptos hasta tener experiencia


con el género y poder decidir en qué dirección queremos que vaya
nuestra apuesta artística. Si los tenemos presentes nos será más
fácil desarrollar y concluir nuestras historias. No podemos olvi-
dar que para poder superar las reglas, hay que conocerlas, como,
según comenta Lara Zavala refiriéndose al diagrama de Freitag,
han hecho algunos escritores:

Tanto Chéjov como Joyce y sus continuadores han modifica-


do el diagrama al colocar en un mismo punto el giro dramáti-
co de la acción (punto C) y el desenlace (D) o bien al evitar la
exposición introductoria (AB). Cuentistas posteriores han ido
todavía un paso más allá y han tramado una bifurcación a par-
tir del punto C de manera que el desenlace queda abierto a la
imaginación del lector.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—No falta ninguno de los elementos que son imprescindibles


para que el relato exista.
—El esqueleto de la historia se sustenta. Para ello sometere-
mos a la historia al cuestionario de las siete preguntas.
—No hay excesiva demora en presentar el conflicto.
—El personaje encuentra bastantes dificultades en su camino.
—Las preguntas tienen la fuerza suficiente como para que el
lector quiera saber la respuesta.
—La trama se organiza de modo que el interés va en aumento.
—Los dos puntos de giro impulsan la historia y la llevan en
otra dirección.
—Todo converge y gira en un punto, clímax.

En la práctica del taller el principal problema que encon-


tramos es que las historias no siempre se terminan. Con mucha
frecuencia se quedan en el planteamiento o a mitad del nudo.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 101

Plantean el conflicto del protagonista y se quedan ahí, dejando al


lector con la pregunta «¿y?» en los labios.
A veces se limitan a mostrar la vida calma del protagonista
antes del conflicto y el detonante con el que daría comienzo el
verdadero cuento.
Las palabras nos enredan, dibujamos el escenario o incluso
describimos concienzudamente al héroe, pero nos olvidamos de
que todo eso está ahí para ayudarnos a contar cómo ese héroe se
enfrenta a su conflicto y lucha movido por su deseo y supera las
dificultades o sucumbe a ellas. Ahí acaba una historia, no antes.
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El personaje

Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa,


pero el misterio lo da la intuición; la intuición misma es
misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el perso-
naje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevi-
vir, entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de
cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis
experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que
haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de
eso, ha surgido lo que es ajeno al autor. El problema,
como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y
qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida.
En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmedia-
tamente se mete en un callejón sin salida. Una de las
cosas más difíciles que me ha costado hacer, precisamen-
te es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo.
Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no
con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación
del ensayo, en la elucubración; llega uno a meter sus pro-
pias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer
creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de
pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres
humanos, cuál es el principio que movía a las acciones
del hombre.

JUAN RULFO

Los personajes son los responsables de las acciones. Pueden


ser su motor o estar a su servicio. Pero de cualquier modo son una
combinación de elementos ficticios cuyo ensamblaje debe ser tan
perfecto que el resultado sea una verdad conmovedora. Como
dice Vincenzo Cerami en su Consejos a un joven escritor:
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104 Gloria Fernández Rozas

La historia termina de esa cierta manera solo porque el per-


sonaje está hecho de esa cierta manera. Lo que equivale a decir
que el personaje determina por completo la historia y que una
determinada historia solo se tiene en pie si el personaje está
hecho de una determinada manera.

Dependiendo de su complejidad E. M. Forster los clasificó en:


Personajes redondos, aquellos cuya complejidad pide tiempo y
espacio para desarrollarse; suelen vivir por este motivo en las no-
velas, cuya extensión permite este desarrollo. A lo largo de la his-
toria irán evolucionando, transformándose.
Suelen ser protagonistas, motores de la acción y, como nos
pasa a las personas, son maleables, susceptibles a los cambios, a
la madurez y a la evolución.
Por otro lado tenemos a los:
Personajes planos: son aquellos que tienen rasgos peculiares
que mantienen a lo largo de la historia. Suelen estar al servicio de
la acción y apenas tienen desarrollo. Muchos de los personajes se-
cundarios son planos. Más que con la calidad del personaje esta
clasificación tiene que ver con su desarrollo: por eso, un persona-
je que tiene una función específica en el relato se presenta como
un personaje plano y si ese mismo personaje fuera el protagonis-
ta de su historia podría mostrar las peculiaridades de su persona-
lidad, lo que lo transformaría en personaje redondo.
También el género determina sus características. Ya la propia
extensión física de un cuento impide un desarrollo del personaje
como nos permite la novela. El personaje del cuento es sintético,
construido sobre una idea o una característica. De él solo apare-
cerá aquello significativo para el entendimiento del relato; el es-
critor dispone de poco espacio para mostrarlo, por lo que debe
cuidar con esmero la elección del detalle que mejor lo represente.
Al personaje de la novela se le permite desarrollarse, divagar,
viajar al pasado, recordar. El escritor puede, en este caso, entre-
tenerse en los detalles.
Así explica esta diferencia Isabel Cañelles en La construcción
del personaje literario:
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 105

Ninguna historia de ficción podría existir sin personajes,


pero no en todas se les puede dejar desenvolverse a sus anchas.
Podríamos decir, para entendernos, que en la novela el per-
sonaje es el motor de la acción y en el cuento es la acción el
motor del personaje.

Dentro del relato los personajes pueden tener mayor o menor


importancia, pero siempre deben tener una función; de no ser así
no deben aparecer en el texto porque un relato es un espacio re-
ducido en el que solo caben los personajes directamente afectados
por el suceso que cuenta. Recurriremos de nuevo a Linda Seger y
a su clasificación de personajes para ver con claridad la función
que desempeñan.
El protagonista es la figura central, el sujeto de la acción, el
héroe de la historia que se cuenta. A su alrededor pueden apare-
cer otros personajes que le acompañan, que le ayudan o que le
ponen dificultades y se enfrentan a él para evitar que consiga su
objetivo; podemos llamarlos ayudantes y oponentes.
Algunos personajes pueden servir de contraste con el protago-
nista a través de las diferencias que tienen con ellos. Servirán en-
tonces para marcar por oposición los rasgos de personalidad del
personaje principal. El mejor ejemplo lo encontramos en El Qui-
jote: Sancho pone de relieve las peculiaridades del hidalgo.
La función de otros personajes puede ser la de informadores.
Por medio de ellos y sus intervenciones evoluciona la trama. Sus
palabras promueven la acción. Son personajes catalizadores que
pueden proporcionar una oportuna información, una pista, algo
que ayude a resolver una duda. Ayudan a mantener en movi-
miento el relato. En algunos casos nos permiten saber aquello que
es difícil mostrar dramáticamente. El protagonista se sincera con
el confidente y el lector se entera de ese modo de algunos sucesos
difíciles de contar de otra manera.
A veces, la aparición de un personaje puede servir para con-
seguir un alivio cómico, para relajar la tensión en situaciones
muy dramáticas.
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106 Gloria Fernández Rozas

Pero, ¿cómo presentamos a los personajes? Oigamos lo que


nos dice Lodge en El arte de la ficción:

La manera más simple de presentar a un personaje, muy


común en las viejas novelas, consiste en suministrar su des-
cripción física y el resumen de su biografía […] Es magnífico,
pero pertenece a una cultura más paciente y ociosa que la nues-
tra. Los novelistas modernos suelen preferir dejar que las
características de un personaje aparezcan progresivamente,
alternándolos con acciones y palabras o encarnándolos en
ellas. En cualquier caso, toda descripción incluida en un relato
es sumamente selectiva; su técnica básica es la sinécdoque:
tomar la parte por el todo.

Para Cortázar también es inútil entregarse a largas descrip-


ciones de los personajes:

Pocas veces me molesto en describir la cara que tiene un per-


sonaje.
Creo que una cara de mujer, digamos, La Maga, no puede ser
muy diferente, según los lectores. Porque hay toda una carac-
terología, una conducta, una palabra, una voz, que le dan una
fisonomía. Alguien puede verla más alta o más baja, más rubia
o más morena, con tal o cual color de ojos; serán detalles más
o menos secundarios que no creo que modifiquen una especie
de fisonomía central.
Entonces si se llega a eso a través de la vida del personaje
para qué molestarse en hacer lo que hacían los escritores del
pasado: «entró fulanito, de estatura mediana, su cabeza coro-
nada de bellos cabellos, etcétera». Lo considero completamen-
te inútil.

Un personaje puede ser presentado por el narrador. Y será


más o menos objetivo de acuerdo a la implicación que tenga con
la historia. Lo puede mostrar directamente, describiendo sus ras-
gos físicos, su manera de ser, su indumentaria.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 107

Bajó la camarera; alta y esbelta, con la temperatura primave-


ral escrita en rojo en la nariz. Le siguió la doncella de la señora;
joven, espabilada, regordeta y soñolienta.
WILKIE COLLINS, SIN NOMBRE

También puede describirlo a través de un objeto, o un detalle


en el que se insiste a lo largo del texto.

A continuación apareció la pinche de cocina; afectada de un


tic doloroso en la cara y sin pretender disimular sus sufrimien-
tos. En último lugar bajó el lacayo, bostezando desconsolada-
mente.
WILKIE COLLINS, SIN NOMBRE

Lo puede mostrar por su nombre. Los nombres, además de ser-


vir para diferenciar al personaje, siempre significan algo más. Los
nombres evocan, informan, son símbolos, incluso pueden ser una
premonición del destino del personaje. Y podemos usar ese signi-
ficado añadido para reforzar alguna idea o para poner en eviden-
cia la falta de algo. Nombres como Paz, Dolores, Angustias, Pilar,
Pío, Casto, pueden servir para caracterizar al personaje. También
podemos buscar con ellos un contraste cuando aplicamos esos
nombres a personajes cuya manera de ser los contradice. Por
ejemplo, si llamamos Casto a un donjuán, o Paz a una terrorista.
El nombre, por lo tanto, no solo es un rasgo identificador de
un personaje sino que tiene una carga simbólica muy útil, ya que,
por medio de él, se pueden reforzar aspectos de su personalidad
o carácter.

—Tiene cara de llamarse Esteban.


Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para
comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas,
que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que
al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de
charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, «EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO»
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108 Gloria Fernández Rozas

También la falta de nombre puede significar cosas. Si nos re-


ferimos al personaje con un simple él o ella, la niña, la mujer,
puede querer decir que es cualquiera, que es un cualquiera, es
decir, nadie, o que es tan pobre que no tiene ni nombre, como po-
demos interpretar en el siguiente pasaje:

Con aquel frío y en aquella oscuridad iba por la calle una


pobre muchachita con la cabeza descubierta y los pies descal-
zos; [...] iba por lo tanto la niña con sus piececitos descalzos,
rojos y azules de frío.
HANS CHRISTIAN ANDERSEN, «LA NIÑA DE LOS FÓSFOROS»

Otorgando nombre solo a algunos personajes, se marca una


diferencia, y no solo de importancia en cuanto a la categoría del
personaje, sino en relación al narrador, a la importancia que tie-
nen para él y para otros personajes.
Por medio de sus propias palabras, por su modo de expresar-
se, podemos hacer su retrato. A ese modo peculiar de hablar,
tanto del narrador como de los personajes, lo llamamos registro.
Este modo de expresarse dependerá de la personalidad de cada
cual, de su formación, de su procedencia, del nivel social y cultu-
ral de cada uno. Un error frecuente es el desajuste entre voz y per-
sonaje. Atribuimos una serie de características al personaje que
luego no son reflejadas en sus palabras.

O
dímelo to de
Anna Livia! Quiero oírlo to
de Anna Livia. Bueno, conoces a Anna Livia? Sí, claro, tol
mundo conoce a Anna Livia. Cuéntamelo to. Cuéntamelo ya.
Te vas a morir cuando te enteres. Bueno, ya sabes lo del viejo
calandrajo ganforro que hizo lo que sabes. Sí, ya lo sé, sigue.
Lava listo y no despatriques. Súbete las mangas y desmarra tu
farfulla.
JAMES JOYCE, «ANNA LIVIA PLURABELLE» (FINNEGANS WAKE)
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 109

Por lo que dice, por sus opiniones, por lo que piensa:

Mo opinaba que con las palomas había que ir a la raíz del pro-
blema, que no es el guano sino la paloma. La mierda no es la
mierda (éste era el mantra de Mo): la mierda es la paloma.
ZADIE SMITH, DIENTES BLANCOS

Por sus acciones:

Por eso, la mañana de la casi muerte de Archie empezó en la


carnicería Hussein-Ishmael como todas las mañanas: Mo se
asomó a la ventana, apoyó el vientre en el alfeizar y, blandiendo
el cuchillo, describió un mortífero arco para cortar el goteo
amoratado.
—¡Fuera! ¡Fuera, cagonas de mierda! ¡Ajá! ¡SEIS!
En el fondo era críquet, el deporte típicamente inglés, en su
versión adaptada por inmigrantes: seis era el máximo de palo-
mas que uno podía cargarse de una pasada.
ZADIE SMITH, DIENTES BLANCOS

Por el modo en que lo ven otros personajes. La opinión que


otros tienen de él, por el afecto o rechazo que produce en otros.
Es, por lo tanto, una visión subjetiva.

La chica situada en la mesa contigua a la mía también era pe-


lirroja. Llevaba los cabellos con raya al medio y peinados para
atrás, como si los detestara. Sus ojos eran grandes, oscuros y de
expresión famélica; tenía rasgos toscos y no iba maquillada, con
excepción del pintalabios que brillaba como un letrero de neón.
Su traje de calle era de hombreras demasiado anchas y solapas
excesivamente llamativas. El jersey naranja protegía su cuello y
lucía una pluma negra y naranja en su sombrero a lo Robin
Hood, encajado en la coronilla. Me sonrió y vi que sus dientes
eran tan delgados y afilados como los de un Papá Noel paupé-
rrimo. No le devolví la sonrisa.
RAYMOND CHANDLER, «TRISTEZAS DE BAY CITY»
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110 Gloria Fernández Rozas

Los personajes estereotipados, caricaturas, ésos que actúan


como se espera de ellos, tienen ya un significado previo a su apa-
rición, pero en general los personajes se van presentando, como
nos ocurre en la vida con las personas, por medio de una acumu-
lación de datos.
No debemos olvidar que a la hora de crear un personaje es im-
portante que el escritor tome distancia. No conviene caer rendido
a sus encantos antes de haberle trazado su destino. De no hacer-
lo así será el afecto el que decidirá.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Que los datos que demos sobre un personaje no sean gra-


tuitos. Además de ofrecer una información deben tener otro obje-
tivo, por ejemplo, insistir en algún aspecto relacionado con el
tema del relato o con la propia personalidad del personaje.
—Que no haya en el relato ningún personaje que no tenga una
función. Si su papel es prescindible, se debe prescindir de él.
—Cada personaje habla, actúa, siente de acuerdo a su propia
personalidad. Si dialogan es necesario procurar que no hablen
del mismo modo. Para marcar la diferencia se puede recurrir a
distintas fórmulas sintácticas, vocabulario distinto, y siempre de
acuerdo a la idiosincrasia de cada uno. Preguntas como las que
siguen nos ayudarán a ajustar los distintos registros: ¿Hablaría
así este personaje? ¿Tiene la cultura suficiente para emplear ese
tipo de palabras? ¿El habla es apropiada a su edad? ¿Sus pecu-
liaridades psicológicas le permiten expresarse así?
—Que estén marcadas también las diferencia léxicas entre los
personajes y el narrador.
—De la infinidad de detalles que conforman al personaje se
eligirán aquellos más significativos, los que se quedan grabados y
ayudan al lector a reconocer inmediatamente su presencia.
—Que no se hagan descripciones excesivas. Es más visual un
solo detalle elegido con cuidado que datos y datos sobre su vesti-
menta, sus orígenes, su familia, etc.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 111

—Que no se de nombre a personajes cuya función e impor-


tancia en el relato es pequeña. El nombre siempre significa algo.
—Que no se de nombres parecidos a distintos personajes, esto
confunde al lector, siempre y cuando no sea ése el efecto que se
pretende conseguir.
—Que narrador no explique cómo es un personaje, sino que le
deje actuar, hablar y mostrarse él mismo.
—Que el personaje se mueva con independencia, habite su
vida y decida sobre ella; hablamos de independencia en el senti-
do de que es importante que no se vea la mano del escritor que
mueve sus hilos.

El problema más importante que encontramos en el primer


borrador suele ser la falta de consistencia del personaje, su falta
de autenticidad, de verdad. Esto provoca la desconfianza en el
lector, que siente que el personaje es una especie de marioneta
que se mueve a conveniencia de las circunstancias y no que, fren-
te a cualquier suceso, sigue los pasos que marcaría su propia idio-
sincrasia.
Esto con frecuencia se debe a que el escritor no consigue rom-
per el cordón umbilical que le conecta a su creación, lo manipu-
la, no termina de verlo como un ser independiente y capaz de
gestionar sus propias crisis.
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Cuando los personajes toman la palabra

Al transcribir directamente las palabras del personaje,


el lector descubre por sí mismo la naturaleza del
hablante; no solo por las ideas que éste expresa, sino por
su forma de hablar, por sus modismos.

VLADIMIR NABOKOV

Todos sabemos lo que es el diálogo. Podríamos decir que es el


intercambio de frases entre dos o más personajes Pero quizá lo
que no nos hemos parado a pensar es el lugar de privilegio que
supone. El narrador se retira, deja de narrar para que el lector
oiga, sin intermediarios, la voz y el tono de los personajes. Si lo
hace así es porque considera que esas palabras deben ser oídas
por el lector directamente, sin el subjetivismo de su mirada. Es
ésta una de las razones por las que debemos elegir con cuidado el
momento y la conversación que vamos a escenificar. No vale cual-
quiera, puesto que el diálogo va a dar relieve a ese cruce de pala-
bras entre personajes.
Aunque supone la retirada del narrador, el narrador no siem-
pre lo hace del todo y suele intervenir con pequeñas aclaraciones,
incisos, que informan al lector sobre alguna peculiaridad impor-
tante de la escena o de los personajes, aspectos de los que ellos no
pueden informar.

—No gracias, ahora no me apetece tomar nada— dijo sujetán-


dose el estómago para impedir que el ruido producido por el
hambre la pusiera en evidencia.
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114 Gloria Fernández Rozas

La utilidad del diálogo parece indiscutible, no es fácil mostrar


al personaje tan directamente de otro modo, sin embargo no todos
los diálogos son necesarios, ni siquiera interesantes. En saber
cuándo y qué diálogos benefician al relato y cuáles le suponen una
carga y perjudican su ritmo consiste el dominio de su técnica.
Pero ¿para qué sirve un diálogo?
Además de para presentar una conversación entre personajes
sin la relativa manipulación del narrador, oír directamente una
conversación sin que nadie nos la cuente, tiene otras funciones:
Informa: un diálogo resulta un modo ágil, rápido y económi-
co de informar al lector de aspectos de la historia o de sucesos del
pasado que de otro modo necesitarían de páginas de discurso del
narrador. Gracias a su poder de síntesis puede evitar explicacio-
nes largas y farragosas. Esto es efectivo siempre que alguno de
los personajes desconozca los sucesos que se cuentan. Si todos
los que intervienen en la conversación saben ya lo que se dice se
cae en el artificio al descubrir que ese diálogo pretende, en rea-
lidad, informar al lector, que es el único que lo desconoce.
Informa sobre el personaje: las palabras describen al persona-
je, nos informan sobre el origen, su cultura, su posición.
Como ocurre en la vida, las palabras suelen mostrar más de lo
que el que habla pretende. Dicen más de lo que nos proponemos
decir porque llevan consigo una serie de informaciones que no
controlamos al hablar.
Da importancia al momento: un diálogo marca una diferencia,
hace resaltar esa escena sobre el resto del relato. Por eso no es ba-
ladí la elección de la situación que elegimos para mostrar esceni-
ficada.
Impulsa el relato: lo que se dice en la conversación impulsa el
relato porque provoca reacciones de los personajes que se con-
vertirán en nuevas acciones.
Produce un efecto rítmico: rompe la monotonía de los largos
parlamentos del narrador. El cambio supone un descanso.
Efecto estético: es un descanso para la vista. Páginas y páginas
sin diálogo suelen producir un cierto desánimo. El aspecto liviano
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 115

de una página con diálogo tiene un efecto estimulante. Pero claro


está que no debe ser ésta la causa de su inclusión en el relato. Es,
una vez más, una exigencia de la historia.

Veamos algunas cualidades que debe reunir el diálogo:


Concisión: un diálogo no puede cargar con palabras inútiles;
debe ser preciso y rápido. Debe durar lo que en la realidad du-
raría la conversación. Esa adecuación a la realidad ayudará a su
verosimilitud.
Dice Umberto Eco en Apostillas a El nombre de la rosa:

En cierta ocasión, Marco Ferrari me dijo que mis diálogos


son cinematográficos porque duran el tiempo justo. No podía
ser de otro modo, porque, cuando dos de mis personajes habla-
ban mientras iban del refectorio al claustro, yo escribía miran-
do el plano y cuando llegaban dejaban de hablar.

Naturalidad: un buen diálogo no debe causar extrañeza ni por


las palabras ni por la artificialidad de su puesta en escena, a no
ser que estemos escribiendo un relato humorístico o sarcástico.
La naturalidad es la adecuación de la palabra a la escena y a los
personajes que en ella intervienen. Rasgos de naturalidad pueden
ser las interrupciones del parlamento de un personaje por otro,
frases inacabadas, a imitación del modo de hablar en la realidad.
Dinamismo: el diálogo debe ser fluido y ajustar siempre la ve-
locidad a la situación que muestra. No será igual el ritmo de un
interrogatorio policial que una charla relajada entre amigos.
Coherencia con el personaje: la voz debe ser fiel al personaje,
ajustarse a su modo de ser, a su personalidad. No resultará cohe-
rente un juez que hable como un campesino.
Intensidad: no debemos olvidar el momento que viven los per-
sonajes a la hora de expresarse. Las palabras deben estar llenas
de la carga emocional del personaje, incluso pueden mostrar sus
intentos para ocultar esa emoción.
Evocación: las palabras del personaje deben decir más de lo
que dicen. A veces, incluso, sugerirán lo contrario. Ese poder de
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116 Gloria Fernández Rozas

sugestión llena de fuerza y profundidad los diálogos, los hará ne-


cesarios puesto que esa segunda intención o discurso oculto apor-
ta nuevos significados.
Necesidad: un diálogo debe aportar algo al relato, algo que de
otro modo no se puede ofrecer o al menos no con esa precisión o
fuerza.
Coherencia entre los discursos de todos los personajes: las pala-
bras de un personaje tendrán que ver con las de los que intervie-
nen en la conversación. No debe parecer que cada uno cuenta
algo sin atender a las reacciones de los demás. El discurso de un
personaje condiciona, motiva y hace evolucionar el discurso de su
interlocutor. Esto no quiere decir que necesariamente un perso-
naje deba contestar a la pregunta del otro o seguir el hilo exacto
de lo que el otro dice. Puede responder con una pregunta, o res-
ponder a lo que el otro no se atreve a preguntar. Puede responder
no a esa palabra explícita de su interlocutor, sino a ésa que no se
dice pero que se deja entrever.
Sorpresa: un diálogo debe ser vivo, en cierto modo inesperado.
El lector debe sentirse sorprendido por aquello que los persona-
jes dicen. Por ejemplo, los personajes no deben escenificar aque-
llo que ya el narrador ha dicho antes, si esta escena no aporta
ningún dato nuevo.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Que cada personaje hable con su propio registro, su propia


manera de expresarse.
—Que el diálogo sea dinámico. Para evitar la monotonía de
preguntas y respuestas, los personajes pueden responder con nue-
vas preguntas o usar gestos o silencios.
—Que no lo digan todo. Que no lo expliquen todo, que in-
sinúen, que no terminen de decir toda la verdad, que esa verdad
se diga más bien a través de las acciones o gestos que reflejan lo
que en realidad sienten.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 117

—Comprobar que todos los «dijo» que aparecen son necesa-


rios. A veces se entiende perfectamente quién es el que habla y no
es necesario ponerlo en cada parlamento. En otras ocasiones se
pueden cambiar por acciones o pensamientos del personaje: Se
levantó de la mesa, recogió una pelusa de la alfombra. No quería
decirlo.
—Pero si hay que poner dijo, no pasa nada. Es preferible esta
expresión que otras que, según el texto, pueden resultar excesiva-
mente pomposas: exhortó, amonestó, enunció.
—Que el narrador no adelante lo que luego van a hablar los
personajes. O que no explique después lo que ya ellos se han dicho.
—Que digan cosas que sorprendan al lector, o bien por el
asunto o bien por el modo. No hay nada más aburrido que diálo-
gos que no dicen nada.
—Que los tramos elegidos para ser escenificados a través de
diálogos tengan una justificación. Que no sea lo primero que se
nos ocurre sino el producto de una reflexión de acuerdo a las ne-
cesidades del relato.
—Que los personajes no se digan aquello que ya saben con el
único fin de que se entere el lector.

Suelen ser muchos los problemas que el primer manuscrito


presenta con los diálogos. Quizá el más importante sea la mala
elección de aquello que va a ser dialogado. Olvidamos con fre-
cuencia que el diálogo es un lugar de privilegio dentro de un
texto, por lo tanto lo que elegimos para que sea oído directamen-
te por el lector debe ser algo importante. Ni fórmulas corrientes
de saludo o de despedida, ni explicaciones obvias, ni aquello que
el lector espera que se digan los personajes, ni lo que ya sabe,
tiene cabida en un diálogo artístico.
Pero la excesiva extensión de los parlamentos, largas parrafa-
das inverosímiles, también consiguen que un diálogo se resienta.
O un exceso de literariedad. A veces esas frases «tan bonitas» con-
siguen hacernos desconfiar de la verdad de esa historia.
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El paso del tiempo

El cuento, como cualquier otra creación humana, cobra


sentido en el tiempo. Es tiempo concentrado. Sus
palabras se suceden una tras otra: tiempo. Sus personajes
sienten, piensan, quieren, se lanzan al porvenir,
recuerdan el pasado: tiempo. La acción está entramada
en la historia: tiempo. La acción está entramada en un
proceso mental: tiempo. Se describe un paisaje como
estado de ánimo: tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT, TEORÍA Y TÉCNICA DEL CUENTO

En efecto, el relato se desarrolla en el tiempo y normalmente


se narra cuando el suceso ya ha concluido, por lo que el desenla-
ce ya suele condicionar el relato entero. Esto es muy evidente en
los relatos cortos. En las novelas puede dar la sensación de que la
acción no ha acabado, sino que se sigue desarrollando mientras
se narra.
El tiempo tiene que ver con la posición del narrador con res-
pecto a la historia que cuenta. Para marcar su posición el narra-
dor hará uso de los distintos tiempos verbales; por medio de ellos
organizará desde el punto de vista temporal la información para
que el lector pueda seguir los acontecimientos, sin perderse ni
confundirse.
Para Genette, según cita el propio Anderson Imbert, son cua-
tro los tipos de relación entre el tiempo del narrador y el tiempo
de la acción narrada. Y los denomina de la siguiente manera:
Narración ulterior: emplearía tiempos verbales del pasado e
indicaría que la narración es posterior a las acciones. La distan-
cia puede estar marcada por medio de fechas. Esta distancia
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puede variar a lo largo de la narración, por ejemplo, un hecho pa-


sado puede cobrar importancia al relacionarse con el presente del
narrador. Alguien cuenta la historia de los poderes malignos de
un anillo y ese anillo es el que luce en la mano el que cuenta la
historia.
Narración anterior: el uso de tiempo futuro o presente en los
verbos cuando en realidad cuenta hechos que ya han ocurrido y
que, por las marcas históricas, el lector puede interpretar. Por
ejemplo, un hecho que ocurre en Hiroshima el 3 de agosto de
1945: una mujer le cuenta a su enamorado el plan de huir de su
casa en los días siguientes para liberarse de la opresión paterna y
del compromiso de casarse con alguien a quien no quiere. Huirán
juntos. Le dice: Espérame al caer la tarde en tal sitio. Iremos a
otra ciudad, buscaremos casa y trabajo y viviremos una vida feliz
los dos juntos. El lector sabe lo que va a ocurrir esos días en Hi-
roshima, la bomba y sus consecuencias seguramente impedirán
que los amantes realicen su sueño.
Narración simultánea: el presente de la acción corresponde al
presente de la narración. El narrador sigue la acción muy de
cerca. Los cuentos en forma de carta o diario íntimo tienen ese
efecto de simultaneidad.
Narración intercalada entre los momentos de la acción. De
modo que la narración reactúa sobre la acción. Anderson Imbert
pone el ejemplo del cuento epistolar que compila cartas de varios
corresponsales: una carta cuenta una anécdota que modifica la
actitud del destinatario, lo que provoca un giro de la acción.

Es importante comprender que la posición del narrador con


respecto a la historia es otro elemento que, usado adecuadamen-
te, ayudará a conseguir ese efecto persuasivo que todo buen rela-
to debe tener.
Como ocurre con el punto de vista o el espacio, el narrador
puede moverse en el tiempo, ir al pasado o imaginar el futuro.
Nuestro problema como escritores será resolver artísticamente
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estos saltos en el tiempo. En general cualquier tipo de muda debe


resolverse con discreción, apenas debe ser percibida por el lector.
Pero cuando hablamos de tiempo también nos podemos refe-
rir al orden en que se producen los acontecimientos de la historia
y a las alteraciones de la secuencia cronológica de los sucesos
cuando se narran. El narrador (o el personaje) puede elegir el
orden que considera más apropiado, puede contar un suceso
antes o dejarlo para el final porque con ello consigue aumentar la
inquietud del lector o un determinado efecto. Para hacer esto
cuenta con dos recursos, uno que le permite retroceder en el tiem-
po, llamado analepsis, y otro que le permite adelantarse, anticipar
sucesos que ocurrirán después, que llamamos prolepsis.
La definición de analepsis sería, según Genette, «toda evoca-
ción fuera de tiempo de un acontecimiento anterior al punto en
que se encuentra la historia». Es lo que también llamamos una
retrospección, un flashback, viajes al pasado para recuperar suce-
sos, informaciones, datos que el relato necesita para seguir avan-
zando. La prolepsis sería la operación opuesta. Es una acción
prospectiva en vez de retrospectiva. Supone un adelanto en el
tiempo.
«Gracias a los cambios temporales, la narración evita pre-
sentar la vida como una sucesión de acontecimientos uno detrás
de otro y nos permite establecer relaciones de causalidad e
ironía entre sucesos muy separados en el tiempo», nos dice
David Lodge.
Los relatos que comienzan in medias res recurren a la retros-
pección y a la anticipación para aportar los datos que la historia
necesita, de este modo muestra los antecedentes de ese suceso
con el que comienza el relato. Por ejemplo, Crónica de una muer-
te anunciada cuenta los sucesos que ocurren el día de la muerte
del protagonista. Pero empieza con el anuncio de algo que ocu-
rrirá más tarde («El día que lo iban a matar»).
En las primeras frases de Cien años de soledad se produce una
anticipación («Muchos años después»), seguida inmediatamente
de una retrospección («el recuerdo de aquella tarde»).
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Por medio de estas anticipaciones el narrador consigue un


efecto importante, intrigar al lector; al adelantarle algo de lo que
sucederá se garantiza el interés por saberlo todo; querrá saber los
antecedentes que llevan al protagonista ante esa situación de con-
flicto.
Pero cuando hablamos de tiempo también nos referimos a la
duración y velocidad de los sucesos en sí y la relación entre lo que
duran y lo que el narrador tarda en narrarlos.
Un relato cuenta una serie de hechos que se corresponden y
evocan hechos reales que pueden ocurrir fuera del mundo ficticio.
Pero no siempre el narrador narra los sucesos a la misma veloci-
dad a la que éstos sucederían o suceden. La narración de una
cena de negocios puede ser resuelta en un par de renglones, lo
que no quiere decir que necesariamente la cena haya durado un
minuto. Por medio del resumen el narrador puede dar noticias de
hechos que duran más de lo que él tarda en narrarlo. Podríamos
decir que en el relato jugamos con dos tiempos distintos. Uno, el
que duran los hechos, el tiempo de la acción, y otro, lo que se
tarda en contarlo, el tiempo de la narración.
A veces la duración de estos tiempos es muy parecida. Ocurre
cuando el narrador nos muestra una escena donde los personajes
actúan y hablan. Lo que dura esa escena se puede parecer bas-
tante a lo que duraría en la vida real.
Pero el narrador va a jugar con estos dos tiempos distintos
para aumentar la velocidad de la narración o disminuirla de
acuerdo a las exigencias del relato. Puede producir un desajuste
entre ambos tiempos de modo que el tiempo de la narración,
como decíamos antes en el ejemplo de la cena de negocios, sea
menor de lo que duraría el hecho narrado. Esto ocurre cuando el
narrador resume o escamotea acontecimientos, quitándose
meses, o años, de un plumazo con una frase del tipo «cinco años
después...».
El narrador puede también hacer que el tiempo de la narra-
ción dure más que el del hecho narrado. Ocurre esto cuando el
narrador detiene la acción, deja quietos a los personajes y se en-
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tretiene en describir los escenarios, los rasgos o peculiaridades


psicológicas de los personajes, los objetos. En este caso el tiempo
de la narración se estira, se dilata. La velocidad disminuye. El
ritmo se hace lento.
Y de este modo, resumiendo, mostrando y describiendo el na-
rrador puede manejar la velocidad y el ritmo, ambos elementos
importantísimos del relato.
Dice Norman Friedman: «[...] aquellas partes de la acción que
son más importantes —y esto, por supuesto, estará relacionado en
cada caso con el efecto pretendido— deben ser naturalmente en-
fatizadas mediante una representación expandida, y las menos
importantes deben ser condensadas.» Así que dependiendo de la
importancia de lo que se cuenta y del momento concreto que se
esté narrando podemos aplicar distintas velocidades. Para ello
disponemos de varias figuras:
La elipsis: ocurre cuando se omite algún momento de la ac-
ción. Podemos indicar explícitamente el tiempo transcurrido o
dejar que el lector lo deduzca por los datos de que dispone.
La descripción: ocurre cuando se interrumpe la marcha de la
acción y el narrador se entretiene describiendo escenarios y per-
sonajes.
La digresión: ocurre cuando en la historia principal se inter-
calan reflexiones o recuerdos.
El análisis: ocurre cuando las disertaciones toman una im-
portancia tal que hacen que la historia principal pierda su impor-
tancia.
La escena: ocurre cuando el narrador muestra los sucesos y
los diálogos casi a tiempo real.
El resumen: narra en pocos párrafos las acciones que abarcan
días, meses o años. Prescinde de los detalles, de diálogos. Se suele
usar como transición entre dos escenas, sirve de fondo del que so-
bresalen las escenas.

El narrador puede decir lo que ha ocurrido o puede mostrar el


acontecimiento como si se estuviera desarrollando ante los ojos
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del lector. La primera opcion, el decir del narrador, tiene que ver
con el resumen. Resulta más subjetivo. El narrador dice su visión
personal. Es él el que elige una serie de datos, no todos, para con-
tar el suceso. Es él el que resume, sintetiza y explica los aconteci-
mientos.
Cuando el narrador muestra, la acción se desarrolla ante los
ojos del lector. No hace resúmenes, sino que nos acerca a los es-
cenarios, nos muestra a las personas actuando, hablando.
Para mostrar las diferencias entre ambos modos de contar An-
derson Imbert echa mano de términos tomados de la pintura y el
drama. Dice así:

Pintura: en el cuento resumido (o cuento-versión) el narra-


dor proyecta lo que tiene pintado en su memoria. El modo con
que lo presenta es pictórico, panorámico. Los acontecimientos
son objetos descritos por la conciencia reflexiva del narrador
omnisciente o de uno de los personajes.
Drama: el cuento escenificado (o cuento-espectáculo) el
narrador reabre un tiempo vivido como en una resurrección,
y hace que una acción dramatizada desfile ante los ojos del
lector. El modo con que lo presenta es dramático, escénico,
directo. El narrador parece estar ausente. Finge al mismo
tiempo que se calla y que muestra. Se hace transparente para
que, a través de su diafanidad, veamos los acontecimientos.

De la combinación de estos modos de contar depende, como


hemos dicho, el ritmo. La escena muestra los acontecimientos a
tiempo, más o menos, real. El resumen dice lo que ocurrió y elige
para contar solo algunos de los acontecimientos, los más significati-
vos. Su uso acelera el ritmo. La digresión se entretiene con las des-
cripciones, reflexiones, la acción se detiene. El ritmo se ralentiza.
Decidir qué se resume, qué se escenifica o qué se desarrolla, depen-
derá de la importancia de la información en relación al conjunto.
El ritmo, además, podemos reforzarlo usando adecuadamen-
te el lenguaje. Si la situación que estamos contando precisa de un
ritmo lento, podemos ayudar a conseguirlo usando:
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—Oraciones largas, subordinadas.


—Verbos que no indiquen acción acabada.
—Perífrasis verbales.
—Campo semántico que indique lentitud.
—Adjetivación más abundante.
—Descripciones, reflexiones, recuerdos.

Si el ritmo que queremos conseguir es rápido, podemos usar:


—Frases cortas, simples.
—Verbos que indiquen acción terminada.
—Campo semántico relacionado con la rapidez.
—Adverbios acabados en «-mente».

Estos ejemplos, un poco exagerados, pueden servir para asen-


tar estos conceptos.

Situación lenta contada con lentitud:

Había sido una fiesta magnífica y no quería que la noche acabara.


Mientras preparaba una taza de té se fue quitando los zapatos, el ves-
tido, despacio, como si no quisiera desprenderse de nada de lo que
la rodeaba. Con la taza en la mano se fue a la cama y allí se tomó la
bebida lentamente, a sorbos pequeños y ruidosos. Y se dejó arrullar
por una música suave del radiodespertador. La sonrisa no se le iba de
la cara. Mientras el sueño aparecía se dispuso a recordar la fiesta para
revivirla.

La misma situación contada a más velocidad:

Fue una fiesta magnífica. No quería que acabara la noche. Se pre-


paró un te y se quitó la ropa. Ya en la cama puso la radio y se tomó la
bebida. Sonreía. Antes de dormir recordó la fiesta para revivirla.

Una situación rápida contada con rapidez:

Salió a toda prisa. Cruzó la calle y corrió todo lo que pudo para des-
pistarlo. Por fin, el portal. De un empujón desencajó la puerta y subió
el primer tramo de escaleras. Oía en las sienes los latidos de su co-
razón. Sintió miedo. Sabía de sobra que ese tipo era capaz de todo. Y
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siguió subiendo. Un ruido en el portal la obligó a acelerar el paso y


voló sobre los últimos peldaños. Tenía ya la llave en su mano pero tuvo
que ayudarse con la otra para apaciguar el temblor y acertar con la ce-
rradura.

La misma situación contada con ritmo lento:

Fue saliendo y se dispuso a cruzar la calle. Luego se puso a correr


con la intención de despistarlo. Cuando llegó a la altura del portal no
se entretuvo en abrir con la llave, simplemente con un empujón se de-
sencajó la puerta, una puerta de madera, con la pintura saltada por di-
ferentes lugares. Iba subiendo el primer tramo de escalera mientras
percibía el sonido de su corazón. La escalera era de madera, estaba
gastada y llena de basuras. En las paredes había nombres escritos,
mensajes, algún dibujo obsceno. Sentía miedo de ese hombre. Esta-
ba harta de sus insinuaciones, de sus presiones. Y no iba a escucharle
más. Ni siquiera la amenaza de denunciarla iba a convencerla. Le pa-
recía oír ruidos abajo, en el portal, y los últimos peldaños los subió
algo más deprisa. Buscó en el bolso hasta encontrar las llaves y al co-
gerlas observó que le temblaba la mano. Así que la sujetó con la otra
para poder abrir la puerta.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Si la situación del narrador con respecto de la historia es la


que permite más posibilidades a la historia. Para confirmarlo po-
demos jugar con los tiempos verbales y comprobar el efecto que
produce.
—Que la organización temporal de la trama ayuda a crear in-
triga y a mantener al lector pendiente de la historia. El principio
in medias res suele dar buen resultado.
—Que están bien elegidos los tramos en los que se usa el re-
sumen y aquellos otros que se desarrollan más. Es un modo de
dar relevancia a algunos sucesos. También es el modo de trabajar
el ritmo del relato. Recordemos que en las descripciones el ritmo
se ralentiza, las acciones quedan detenidas. El resumen, en cam-
bio, proporciona rapidez.
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—Que aquellas situaciones que presentamos como escenas no


sean elegidas porque sí. Mostrar de ese modo es hacer sobresalir,
acercar al lector a la situación, para que vea con sus propios ojos
y oiga con sus propios oídos; es dar a lo que se está escenificando
una importancia mayor que al resto de situaciones que el narra-
dor resume.
—Que el ritmo tenga que ver con lo que está sucediendo.
—Que la sintaxis también está en armonía con el ritmo del su-
ceso, que las frases estén adecuadas a las acciones: frases cortas,
ritmo rápido; frases largas, subordinadas, ritmo lento.

En los primeros borradores que leemos en el taller de escritu-


ra es frecuente encontrarse con una mala adecuación de los su-
cesos y el modo en que son contados. La elección de los asuntos
que deben ser desarrollados, resumidos o mostrados a tiempo real
a los ojos del lector, suele ser algo que se confirma y ajusta ya ter-
minada la primera versión. Es mirando a su conjunto cuando po-
dremos valorar adecuadamente la categoría de los sucesos en re-
lación a la obra y es entonces, también, cuando podremos decidir
la extensión e importancia que cada uno tiene en relación al todo.
Suele ser la descripción la parte del texto que más hay que re-
tocar. Tendemos a recargar los relatos de párrafos descriptivos, lo
que produce un peso excesivo que hace que el cuento progrese
con excesiva lentitud. El lector de hoy es un lector que sabe mu-
chas cosas, ha viajado, conoce ciudades y paisajes y, por lo tanto,
no precisa, como el lector de siglos pasados, que le expliquen mi-
nuciosamente cómo es el mundo. La descripción debe servir
para algo más que para hacer el retrato de paisajes o persona-
jes. Detenernos en ellos debe tener otra intención que va más
allá de lo meramente informativo. La descripción puede servir-
nos para reforzar el tema, para dilatar la intriga, o para mostrar
los sentimientos del personaje. En el cuento «Conservación», de
Raymond Carver, por ejemplo, encontramos una minuciosa des-
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cripción de los alimentos que se están pudriendo en un frigorífi-


co estropeado. Describir ese asunto con tanto detalle le sirve al
autor para reforzar la metáfora de situación del cuento, que com-
para ese frigorífico con la pareja protagonista que también está
estropeada y empieza a pudrirse.
En el cuento «Catedral», del mismo autor, hay un momento en
el que se muestran los pasos mínimos que el protagonista da para
poner en marcha un magnetofón. Carver no quiere explicar cómo
son esos pasos, simplemente quiere mostrarnos la tensión del per-
sonaje, el tiempo que se dilata debido al miedo a oír esa cinta en
la que puede descubrir algo que no quiere.
Buscar esta segunda intención en las descripciones nos ayu-
dará a economizarlas puesto que no describiremos todo, sino
solo aquello que pueda servirnos para reforzar algún otro as-
pecto del texto.
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Los paisajes

Ciertos lugares hablan con su propia voz. Ciertos jardines


sombríos piden a gritos un asesinato; ciertas mansiones
ruinosas piden fantasmas; ciertas costas, naufragios.

ROBERT LOUIS STEVENSON

La vista de un trigal soplado por el viento nos crea


unas expectativas muy diferentes de las que nos crea la
vista de un callejón tenebroso en un suburbio. Por aso-
ciar cosas con emociones, ese trigal, ese callejón, nos
afectan como símbolos. Nos sugieren acciones posibles,
nos preparan para oír cuentos alegres o lúgubres. Bien,
la función más efectiva del marco espacio-temporal de un
cuento es la de convencernos de que su acción es proba-
ble. Un personaje que anda por sitios determinados y
reacciona ante conflictos característicos de un periodo
histórico es inmediatamente reconocible. Lo paradójico
es que si el sitio y el periodo, por auténticos que sean,
están en el cuento como mero fondo, pueden trastocarse
por otros sitios y periodos sin que disminuya la intensi-
dad vital del personaje o la singularidad de una aventura.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT

El espacio es o puede ser algo más que el lugar donde ocu-


rren los acontecimientos que vamos a narrar, ya que cada uno de
los espacios posibles lleva consigo una carga simbólica que po-
demos utilizar para reforzar un tema, una idea o simplemente
para remarcar un estado de ánimo de nuestro personaje. Es fácil
imaginar, por ejemplo, que los lugares de tránsito puedan ser
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metáforas de la vida. También sabemos que no produce el mismo


efecto un campo de alfalfa florida que se mueve al ritmo de la
brisa que el camarote de un barco zarandeado por una tormenta.
Es por este motivo por lo que no debemos dejar al azar la elección
del lugar donde nuestros personajes viven sus aventuras.
Por medio de la descripción de un espacio podemos dar cre-
dibilidad a aquello que contamos, podemos ayudar al lector a vi-
sualizar los acontecimientos, incluso pueden convertirse en
atmósfera y pasar a tener un papel más protagonista. Oigamos el
comentario de E. M. Forster sobre la sensación espacial de Gue-
rra y paz:

Entonces ¿por qué Guerra y paz no es deprimente? Tal vez,


porque se desarrolla en el tiempo y, además, en el espacio, y la
sensación espacial nos anima antes de aterrorizarnos y deja
tras de sí un efecto semejante a la música. Después de haber
leído durante un rato Guerra y paz comienzan a escucharse
acordes grandiosos y no sabemos a ciencia cierta de dónde
proceden. No surgen de la historia, aunque Tolstói, como
Scott, está bastante interesado en lo que ocurre a continua-
ción, y es tan sincero como Bennett. No proceden de los episo-
dios ni tampoco de los personajes. Surgen de las vastas
extensiones de Rusia, sobre las que han sido desparramados
episodios y personajes; de la suma total de puentes y ríos hela-
dos, de bosques, carreteras, jardines y extensiones que cobran
grandeza y sonoridad después que los hemos atravesado.

Esta clasificación de los espacios y sus posibilidades simbóli-


cas que aparece a continuación usa sucintamente la realizada por
Javier del Prado Biezma en su Análisis e interpretación de la no-
vela, texto absolutamente recomendable al que remito para am-
pliar estos y otros muchos conceptos sobre la construcción de la
novela. Podríamos dividir los espacios del siguiente modo:
Espacio natural: campo, paisaje, lugar de la ensoñación y de
la huida de la realidad, metáfora del yo y de su libertad.
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Espacio social: estaría en contraposición al natural. Indicaría


un entramado que muestra las estructuras de la sociedad civil. La
ciudad es casi siempre metáfora del poder, de la opresión y de la
esclavitud del individuo.
Espacio privado: aquellos lugares donde el yo se manifiesta en
sus dimensiones más íntimas; puede ser una casa, o una habita-
ción, o un rincón de una habitación, un lugar protegido, escondi-
do, resguardado.
Espacios públicos: se contraponen a los privados. Represen-
tan una estructura social, una iglesia, una oficina, unos grandes
almacenes. La relación de los personajes con estos espacios, el
hecho de encontrarse a disgusto o cómodos en su interior, nos
podrá poner de manifiesto la relación de subordinación o de do-
minio que el personaje tiene en el interior de esa estructura social
que representa.
Espacio real: lugar donde el personaje vive
Espacio imaginario: contrapuesto al real, sería aquél creado a
partir de las ensoñaciones del personaje: paisajes, países exóticos,
ciudades míticas. El estudio de estos espacios es muy interesante
ya que en ellos van impresas las marcas de la insatisfacción, la ca-
rencia y del deseo del personaje.
Espacios donde el eje vertical predomina sobre el eje horizontal:
ciudades llenas de campanarios como en la obra de Proust; pai-
sajes llenos de montañas como en la obra de Stendhal, o llenas de
rascacielos. En estos paisajes la mirada y el espíritu pueden volar,
parecen poder desprenderse de su gravidez material. Son espa-
cios abiertos que también pueden ser símbolo de la soledad.
Espacios donde el eje horizontal predomina sobre el eje vertical:
trazado de calles de una ciudad que obliga al personaje a mover-
se a ras de suelo en esa perspectiva de laberinto de callejas, pla-
zas y de cuadrículas. Ciudades de Galdós, de Balzac.
Espacios donde predomina la materia blanda: las telas, el agua,
el follaje, la humedad, las nubes.
Espacios donde predomina la materia dura: paredes lisas,
casas, calles llenas de esquinas, piedras, adoquines, lugares
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132 Gloria Fernández Rozas

donde la tierra vence a la hierba y donde la roca se impone al fo-


llaje.
Espacios interiores: símbolo de lugar protegido y también de
reclusión.
Espacios exteriores: símbolo de peligro y también de libertad.
Espacio frontera: lugar entre dos lugares, lugares mediadores,
una playa que separa mar y tierra, un balcón que separa el afue-
ra y el adentro, una puerta, una ventana.
Espacios que se mueven horizontalmente: trenes, barcos, auto-
buses, carruajes, que implican el viaje, que podría ser la metáfo-
ra o el simbolismo universal del paso por la vida.
Espacios que se mueven verticalmente: ascensores, escaleras
mecánicas del metro que se pierden en la profundidad; puede ha-
blar de un ascenso o descenso de otra índole en relación a la si-
tuación del personaje. El tránsito de uno a otro nos puede servir
para mostrar con más claridad lo que ocurre dentro de un perso-
naje.
Espacios ilocalizables, inalcanzables: lugares a los que nunca
se llega como el horizonte, lontananza, el lugar del espejismo, lu-
gares que no tienen un sitio, podría ser el símbolo de lo inalcan-
zable.
Espacios que cambian de forma, como el desierto, el cielo, el
mar.

Seguramente hay otras muchas posibilidades. Si analizamos


con detenimiento los relatos o novelas que leemos vamos a en-
contrar infinidad de pistas que nos llevan más allá de lo que a des-
cripción de ambiente se refiere, paisajes con otras resonancias
que llenan de significado y fuerza las acciones y actitudes de los
personajes.
Veamos algunos de los comentarios que Javier del Prado Biez-
ma hace sobre el tratamiento espacial de El nombre de la rosa y
sus diferentes niveles de lectura:

La abadía-fortaleza eleva, roca sobre roca, su altura, como


metáfora de un poder en el que se funden la presencia de lo
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divino y la presencia de lo humano y, sabemos que Papa y


Emperador viven y laten a cada instante en el interior de sus
muros, aunque ninguno de los dos esté nunca presente. Sin
embargo, esta altura nunca es ingrávida, nunca espiritual. Las
torres construyen una geometría densa que se enraíza en la tie-
rra (la roca) sin la que nada sería. Un poder que siempre resi-
de en lo alto.
La abadía-microcosmos se despliega ante los ojos del lector,
según nos la va describiendo Adso, como un juego de recintos
perfectamente modulados, incluidos los unos dentro de otros,
pero cuya geometría racional va engendrando, como todos los
delirios del espíritu, una red de corredores que crean un labe-
rinto en el que puede perderse incluso la persona que mejor
sabe leer el espacio, Guillermo de Baskerville. La abadía es un
laberinto y una ratonera, con un centro mágico al que no se
puede llegar; todo aquel que se acerque caerá en la trampa y
será víctima de su osadía. La creación ambiental, una perfecta
ordenación de las ventanas, que difícilmente sabemos hacia
qué lado del exterior dan, contribuye a la creación del laberin-
to, en el que uno no puede guiarse con los ojos del cuerpo y en
el que uno tiene que echar mano de los ojos de la inteligencia,
e incluso de la erudición.
La abadía-ratonera es el espacio privilegiado para la inven-
ción de un crimen, y no hay espacio más apto para el lento
pero inexorable desvelamiento del crimen, paso a paso, de
rincón a rincón, sea ese crimen el de unos pobres monjes que
mueren en su aventura por conocer el secreto de la biblioteca
o el crimen de Estado que el poder siempre acaba cometiendo
contra aquellos que se enfrentan a sus prohibiciones.
Toda la abadía, en su organización, hasta el sancta sancto-
rum de la biblioteca, es la metáfora, en su secreto, de esta
prohibición, que siempre nos remite al Paraíso Perdido.
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134 Gloria Fernández Rozas

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—El espacio no es solo el marco donde ocurren los aconteci-


mientos, sino que podemos hacer uso de su simbolismo.
—¿Puede servirnos para reafirmar el tema del relato?
—¿Refleja metafóricamente lo que le ocurre al personaje?
—¿Refleja la encrucijada en la que se encuentra el personaje?
—¿Cambia el espacio de acuerdo a las distintas escenas y si-
tuaciones del relato?
—¿Esos cambios son lógicos y coherentes con los aconteci-
mientos de la historia?
—¿Cómo cambiaría la historia si los acontecimientos ocurrie-
sen en otro sitio, en la cocina, en el balcón, en un pasillo, en la
calle?

En general, la lectura de un primer manuscrito pone en evi-


dencia que no hemos aprovechado adecuadamente el simbolismo
de los escenarios. No siempre esto se tiene en cuenta cuando se
empieza a escribir. Son muchas las cosas que hay que atender y
en un primer momento solemos dedicar nuestra atención al desa-
rrollo de las acciones o al movimiento de los personajes.
Aunque con frecuencia el inconsciente trabaja a nuestro favor
y sugiere los espacios más adecuados a los sucesos que la historia
narra. Pero en una primera lectura del manuscrito hay que ase-
gurarse de que esa elección inconsciente es buena, que los esce-
narios, además de permitir que en ellos se desarrollen las
acciones, contribuyen a añadir significado a la historia.
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Acabar desde el principio

Dentro de lo que cabe generalizar, éste es el defecto


inherente a toda novela: el final se estropea. Y hay razones
que lo justifican. En primer lugar, la debilidad física
amenaza al novelista igual que a cualquier obrero. Y, en
segundo lugar, existen dificultades. Los personajes dejan
poco a poco de obedecer al autor; han puesto cimientos
sobre los que luego no quieren construir y, entonces, el
propio novelista tiene que ponerse a trabajar para que la
obra quede terminada a tiempo. Finge que los personajes
actúan para él. Pero los personajes están ausentes o
muertos.

E.M. FORSTER, ASPECTOS DE LA NOVELA

Comenzaremos por el final. Me he convencido de que


del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por
el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la
frase final para una historia que, precisamente, acaba de
concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.

HORACIO QUIROGA, MANUAL DEL PERFECTO CUENTISTA

Conviene que para el escritor el desenlace de la historia esté


claro antes de empezar a escribir su relato. De alguna manera la
resolución del conflicto que el relato plantea tendrá que ver con
lo que quiere transmitir, con su idea del mundo y las cosas, con su
posición ideológica frente al conflicto. En ese sentido, la elección
de un desenlace no es inocente, ni puede ser casual. El escritor es
un dios que castiga o premia, que da otra oportunidad o cierra las
puertas, que recompensa un esfuerzo o fulmina al canalla. Henry
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136 Gloria Fernández Rozas

James lo describía como «un reparto, por fin, de premios, pensio-


nes, maridos, mujeres, bebés, millones, párrafos añadidos y frases
alegres».
Y ya con vistas a su concepción del final, elegirá las primeras
frases. Así, el final está ya latente en el principio de la historia y
lo estará en el desarrollo, será el resultado de esa lucha de fuer-
zas, de esa sucesión de tensiones que es un relato.
En el desarrollo del relato la curiosidad del lector ha ido en
aumento. Quiere saber si el personaje tomó las decisiones ade-
cuadas, si saldrá victorioso. Se ha ido identificando con él página
a página. El desenlace supone, por fin, la explicación a los enig-
mas. Con él se satisface la curiosidad del lector y acaba la intriga.
En palabras de Anderson Imbert:

Un enigma despierta la curiosidad: se resuelve con una expli-


cación. Un conflicto produce incertidumbre: se resuelve con un
ímpetu. Una tensión crea expectativa: se resuelve con un relaja-
miento.

El relato puede tener un final redondo, que remate cada una


de las cuestiones que han aparecido en su desarrollo, o puede
tener un final más abierto, insinuando distintas posibilidades. Lo
que sí debe ser es un final inevitable e inesperado. El narrador
debe ir dando pistas, mínimas para que no se descubra antes de
tiempo la resolución, pero las suficientes como para que sea ine-
vitable. El narrador tiene que ir preparando el camino para ese
final, dejando caer miguitas de pan, leves señales, que encami-
narán nuestros pasos hacia ese final único.
Pero, a veces, no es tan consciente la construcción de un rela-
to. Nos ponemos a escribir y nos dejamos llevar por la historia.
Nos ponemos a escribir sin saber muy bien cómo acabará todo.
No está tan clara la solución del conflicto. Esperamos que, en lo
que dura el tiempo de la escritura, aparezca la solución que nos
muestre una salida. La solución suele estar ahí, aunque no siem-
pre somos capaces de verla.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 137

Cada principio lleva agazapado su propio final. Si se tiene la


paciencia suficiente con la historia terminaremos encontrando su
resolución. Según Millás el problema está en saber oír, en saber
descifrar los códigos que articulan toda historia; dice: «La infor-
mación está contenida de tal manera en esa primera idea, que
hace que el cuento o la novela no puedan ser más que de una ma-
nera».
Habrá que escuchar a la historia, seguir sus pistas, probar
distintas posibilidades hasta encontrar el desenlace adecuado,
ése que la naturaleza de la historia pide, ése que le da sentido.
Puede que nos ayude en esta tarea conocer algunos tipos de fi-
nales:
Final terminante o cerrado: la historia se resuelve de un modo
completo. El conflicto se resuelve y en esa resolución quedan
todos los cabos atados.
Final abierto: la historia podría continuar. No se ha llegado a
un punto definitivo. El problema queda sin resolver.
Final dilemático: se produce cuando el problema tiene dos so-
luciones y la solución se deja en manos del lector.
Final circular: la historia termina como empieza, con la
misma frase o con la misma situación.
Final sorprendente: el final hace dar un giro completo a la his-
toria.
Final promisorio: se sugiere por medio de un comentario del
narrador un posible final: «Tal vez, dentro de unos años...»
Final invertido: el protagonista cambia de actitud con respec-
to al principio. Si empezaba amando puede acabar odiando.

Llenos de humor e ironía son los consejos que Quiroga ofrece


en su Manual del perfecto cuentista. Debajo de este guiño al lector
se encuentra interesantes sugerencias:

Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, lloran-


do, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale
tan solo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla
así tampoco.
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138 Gloria Fernández Rozas

He observado que el llanto sirve por lo general en literatura


para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo.
Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace
sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta
frase final:
«¡Estaba muerta!»
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasado
más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe
tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los
admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuen-
tos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:
«Nunca más volvieron a verse.»
Puede ser más contenida aún:
«Solo ella volvió el rostro.»
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en
el autor, cabe esta sencilla frase:
«Y así continuaron viviendo.»
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más
cortante de estilo:
«Fue lo que hicieron.»
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e iróni-
ca suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:
«El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas sí tiene impor-
tancia para los personajes.»
Esto no obstante, existe un truc para finalizar un cuento, que
no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a
los prosistas que escriben también en verso. Es este el truc del
«leitmotiv».
Comienzo del cuento: «Silbando entre las pajas, el fuego
invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura
dormía...»
Final: «Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego
apagaba sus últimas llamas...»
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el
comienzo de un cuento no es, como muchos desean creerlo, una
tarea elemental. «Todo es comenzar.» Nada más cierto; pero hay
que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 139

por ciento de los casos, saber adónde se va, «La primera pala-
bra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con
miras al final».

Sí, también hay una serie de finales que debemos evitar:


Final que no es final, porque la historia queda tan abierta que
deja el relato incompleto.
Final excesivo o fulminante, donde todos mueren o aquél donde
no solo se cierra el asunto central del relato, sino que se zanja todo
lo zanjable, personajes secundarios y sucesos que se han usado en
beneficio del asunto principal.
Final de sopetón, aquél que cierra precipitadamente, que no
ha sido preparado a lo largo del relato, aquél al que le falta espa-
cio, aire.
Final esperado, previsible, aquél que se adivina. Se dan dema-
siados datos, lo que permite al lector saber cómo acaba la histo-
ria antes de tiempo.
Final mágico: algún suceso inesperado, del que no se han
dado pistas, resuelve la cuestión: una quiniela, encontrar tirado
en la calle un décimo de lotería, cualquier suceso que tenga que
ver con la excesiva casualidad.
Final moralizante, al estilo de las fábulas, donde se le dice al
lector la enseñanza que debe aprender.
Final explicado: se le explica al lector lo que ocurre por si no
entiendo el desenlace. No hay que olvidar que es el lector el que
debe sacar las conclusiones.
Final increíble, donde los buenos triunfan a costa de la verosi-
militud de la historia y de la coherencia interna de la misma.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Que el desenlace sea el que la historia pide de acuerdo a su


desarrollo. Que sea coherente con el conjunto.
—Que exista una cierta relación con el principio. En un
relato corto conviene acabar con el mismo sujeto o con algún
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140 Gloria Fernández Rozas

elemento que cierre alguna expectativa de las que aparecen en el


principio.
—Que el tono sea adecuado al del relato. Por ejemplo, puede
resultar chocante un final excesivamente poético en un relato có-
mico.
—Que dé sentido al relato. Que cierre y lo llene de significación.
—Que sorprenda al lector, que lo deje impresionado, parali-
zado durante algunos segundos, quizá más, que tarde en recupe-
rarse de su impacto.

En relación al desenlace, el problema más frecuente del pri-


mer borrador —en el caso de que se haya dado con el verdadero
final de la historia, lo que a veces pone a prueba nuestra pacien-
cia de escritores— es que se dilate en exceso por medio de expli-
caciones. El brillo de un final rápido puede perderse por el afán
de rematarlo todo y bien, y de contar la reacción que todos los
personajes tienen ante ese desenlace.
Los finales demasiado rematados no suelen ser bien aceptados
por los lectores, que se sienten excesivamente dirigidos. En gene-
ral, el lector agradece un final sugerido que necesite de su cola-
boración para que se cierre la historia. Es el momento de sacar
conclusiones, es el momento del fogonazo que deja el alma del
lector en vilo, lo que no será fácil que ocurra si ese final va lleno
de explicaciones que copan ese espacio y ese momento de des-
lumbramiento que es del lector.
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SEGUNDA LECTURA
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El equilibrio

No se necesita mucha preparación para escribir un


cuento: pero sí alguna para saber si ese cuento está bien o
mal.

AUGUSTO MONTERROSO, VIAJE AL CENTRO DE LA FÁBULA

Como hemos visto hasta ahora, todo lo que aparece en un re-


lato debe tener una función. Personajes, acontecimientos, objetos,
escenarios, todo debe ser necesario y debe tener la proporción
adecuada para que un relato tenga vigor. La falta de equilibrio se
produce por la inadecuada proporción de los distintos elementos
que componen un texto. Un relato donde dos terceras partes de su
extensión están dedicadas a la descripción, sin una intención «na-
rrativa» que funcione puede indicarnos un cierto desequilibrio.
El desequilibrio puede producirse por muchas causas: por la
mala disposición de las acciones en el desarrollo de la trama, por
la acumulación de personajes en algún tramo del relato, por el ex-
ceso de pensamientos de los personajes, o por diálogos que se es-
tiran innecesariamente.
Para valorar si todo lo que aparece en el texto es necesario, si
su proporción es adecuada y tiene su función, puede resultarnos
útil observar cómo funcionan y para qué sirven los distintos enun-
ciados que lo forman. Para ello echamos mano de las sugerencias
de Roland Barthes sobre el análisis de las acciones y su clasifica-
ción en funciones, partiendo de la base de que una función es una
unidad de contenido. Pero veámoslo en pocas palabras y referido
a un ejemplo concreto.
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144 Gloria Fernández Rozas

Como se iba de viaje, una vecina le pidió a Remedios que le cuida-


ra su gato. Así que Remedios lo cogió en sus brazos y lo meció emo-
cionada. En el lugar más soleado del salón y junto a un enchufe instaló
una cuna de mimbre que guardaba en el trastero e intentó poner al
gato sobre el colchón mullido.
Acababa de salir de la bañera y llevaba puesto aún un albornoz, así
que tuvo alguna dificultad para desenganchar las uñitas finas que se
habían quedado enredadas en los rizos del algodón.
El día era frío por lo que colocó sobre el lomo del gato una manti-
ta eléctrica cuyos bordes remetió bien por los costados del colchón
para que el gatito no pudiera desabrigarse. Enchufó la manta a la co-
rriente, se vistió de calle y se fue al supermercado. Pensaba comprar
unos higaditos que, cocinados al jerez, harían que el gato se rechupa-
ra los bigotes.
Cuando regresaba de la compra, al subir las escaleras, notó un li-
gero olor a quemado. Y al abrir la puerta el humo ya anieblaba el pa-
sillo y el salón.
Tiró las bolsas al suelo, se arrancó el abrigo que también cayó en el
pasillo, y con la cunita entre sus brazos echó a correr hacia el cuarto de
baño y la metió en el agua de la bañera, que aún no había vaciado.
Cogió al gatito por el cuello y sintió un estremecimiento al notar su fie-
bre. El cuerpecito ya se dejaba hacer.
Cuando al día siguiente regresó la vecina y fue a recoger a su gato,
Remedios la hizo sentarse, le preparó una tila y, mientras le entregaba
una caja que contenía el lamido y chamuscado cuerpo del animal, em-
pezó a recriminarla por su decisión de ausentarse, ya que, le dijo, ape-
nas ella había cerrado la puerta y mientras le preparaba un cómodo
lugar para dormir, el gato debió sentirse tan abandonado que decidió
suicidarse. Primero metió las uñitas en el enchufe pero ella consiguió
llegar a tiempo de salvarlo; pero su desesperación debía de ser tal que
decidió zambullirse de una vez por todas, para siempre y en picado,
en el agua espumosa de la bañera.

Un relato está formado por un conjunto de enunciados o fra-


ses que cuentan una historia. Pero no todos los enunciados tienen
la misma categoría e importancia en el desarrollo de la historia.
Teniendo en cuenta esa importancia en el avance de la acción, en
el relato podemos dividir estos enunciados en cuatro funciones:
núcleos, catálisis, informantes e indicios. Por una parte, están
los que distribuyen las acciones, los acontecimientos, a lo largo
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 145

del relato, que llamamos núcleos y catálisis. Y, por otra parte,


están las funciones que informan, que pueden ser informantes e
indicios.
Núcleos son aquellos enunciados que corresponden a las
acciones importantes, aquellas que producen un cambio en la his-
toria, una transformación importante en los acontecimientos. Se
relacionan entre sí cronológica y lógicamente y corresponden a
los momentos claves del relato. Los núcleos no se pueden cam-
biar. De hacerlo cambiaría el argumento del relato.
Núcleos podrían ser en este ejemplo que la vecina viaje, que le
encargue el cuidado del gato, que Remedios lo abrigue demasia-
do, que el gato se achicharre, que Remedios lo ahogue.
Catálisis son los enunciados que muestran las acciones inter-
medias, las secundarias, las que ocurren entre un núcleo y otro.
Suponen un cierto descanso en el relato. En este caso serían que-
Remedios le busca una cuna, que lo instala en el salón, que va al
mercado, que sube las escaleras.
Podríamos decir que los núcleos hacen que la acción avance y
las catálisis la entretienen.
Informantes son los que proporcionan datos sobre las accio-
nes y los personajes. Son datos concretos que permiten situar la
historia y ver con claridad a los personajes: nombres, lugares,
edad. Son la base de la descripción, los elementos explícitos. Son
informantes los datos concretos que nos orientan sobre el espacio
y nos sitúan en el tiempo.
Los indicios nos hablan de las cualidades de la acción o de los
personajes. Como su nombre indica permiten conocer sin nom-
brarlas características de un personaje o de una situación. Las
hojas secas de los árboles nos indican que estamos en otoño; el
humo que sale de una chimenea en una casa en medio del campo
nos indica que está habitada. Son los elementos de la insinuación,
de lo no explícito; elementos que es preciso interpretar. Gracias a
ellos podemos deducir rasgos psicológicos de los personajes o su-
cesos que no se explican directamente. El olor a quemado, el
humo que lo invade todo son indicios de que el gato se está que-
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146 Gloria Fernández Rozas

mando. Los excesos de cuidados, la mantita eléctrica, la cunita,


los higadillos al jerez, nos hablan del carácter enfermizamente
protector de Remedios. El hecho de que dé la vuelta a los aconte-
cimientos y le cuente esa otra historia a su vecina nos puede hacer
pensar que es una redomada embustera o que no es una mujer va-
liente que planta cara a los sucesos y que es capaz de inventar lo
que sea para descargar las culpas en otro y así salvarse de la bron-
ca.
Se puede dar el caso de que un enunciado sea informante e
indicio a la vez o catálisis e indicio si es que cumple las dos fun-
ciones.
Que Remedios se arranque el abrigo y lo tire al suelo cuando
llega del supermercado es indicio porque nos indica su estado de
ánimo, su ansiedad por la sospecha de que al gatito le ha ocurri-
do algo, pero también nos informa de su modo de vestir, de la
época del año.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Un relato debe tener al menos dos núcleos, dos puntos de


giro. Si no los tiene puede quedarse en una mera descripción sin
la fuerza significativa suficiente para atraer al lector.
—Las catálisis necesitan un núcleo con quien relacionarse,
pero los núcleos no necesitan nada. Son suficientes para construir
el armazón de un relato.
—Mayor número de catálisis en los momentos claves puede
hacer que aumente la tensión al demorarse levemente las ac-
ciones. Los núcleos desempeñan la función de hacer avanzar
las acciones y las catálisis, los indicios y los informantes demo-
ran el relato.
—Uno de los errores frecuentes en una primera versión, sobre
todo cuando somos principiantes, es el exceso de enunciados con
la función de informantes. La descripción ocupa gran parte del
texto. Y este exceso es un defecto que convierte el relato en un me-
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 147

canismo lento, tedioso y que anima al lector a abandonar la lec-


tura. Un texto cargado de informantes retrasa la acción.
—Cuidado con que los indicios no sean demasiado explícitos
y propicien que el lector conozca los hechos antes de tiempo.
—No olvidemos el poder de la sugerencia. Los informantes
dicen, los indicios sugieren. Un cierto número de informantes
pueden servirnos para autentificar, para dar verosimilitud a lo
que se dice; los datos concretos lo acercan a la vida real.
—Un texto con un número adecuado de indicios resulta suge-
rente, deja espacio al lector y le permite que colabore con sus in-
terpretaciones en el desarrollo de la historia.
—Un texto con un número excesivo de indicios puede desve-
lar demasiado pronto aspectos que deben reservarse para el de-
senlace.

El desequilibrio en el primer manuscrito con frecuencia viene


dado por la escasez de núcleos en comparación con el número de
informantes que el cuento presenta.
Como veíamos capítulos atrás, el exceso en las descripciones
ahoga el relato, lo ralentiza y lo desequilibra. Un relato es sobre
todo acción y todo lo demás debe estar a su servicio.
Es ante el primer borrador, viendo ya un todo, cuando pode-
mos hacer los ajustes necesarios para evitar que el exceso de in-
formantes tape todo lo demás.
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La unidad

En la urdimbre del relato se entrelazan hilos que


recorren a lo largo y a lo ancho la trama y el tiempo.

ENRIQUE PÁEZ, ESCRIBIR

Uno de los aspectos que intentaremos detectar durante la re-


visión es la cohesión del texto, el efecto de unidad. El relato no
es un conjunto de párrafos o frases sueltas, entre ellas debe
haber una hilazón que las comunique y las convierta en partes
de un todo. Para lograrlo el escritor ha tenido que emplear una
serie de elementos que le sirven para relacionar la información
dada con la que va dando y con la que dará después. De este
modo se consigue que los acontecimientos se vayan sucediendo,
que el texto se deslice sin sobresaltos llevando la atención del
lector hasta el final. Esos elementos funcionan como eslabones
que unen unos párrafos a otros, una escena a otra, y así hasta el
final.
El escritor se sirve de una serie de mecanismos para encade-
nar el discurso, para relacionar unas frases con otras a fin de pro-
ducir el efecto de sucesión entre ellas. Veamos algunos:
Anáforas: llamamos así a la palabra que remite a alguna ex-
presión que ya ha aparecido en el discurso. Son anáforas, por
ejemplo, los pronombres.

Pedro fue a comprar. En su monedero apenas había tres euros.


Tuvo que conformarse con unas manzanas. Tenía hambre y las sa-
boreó. Hubiera dado uno de sus días por un trozo de carne.
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150 Gloria Fernández Rozas

Son anáforas las expresiones que indican tiempo en relación


con otro tiempo anterior. Por ejemplo: tres días después, enton-
ces, etc.

Catáforas: se llama así a la anticipación que realiza una pala-


bra de algo que vendrá después (en el ejemplo siguiente la carta
se desarrolla a partir de ese encabezamiento, es decir, lo impor-
tante viene después). Es un procedimiento para crear intriga y
atrapar la atención del lector.

El sentido de esta carta que ahora entrego es el de confesar un de-


satino. Léala con atención. Cada uno de estos renglones está escrito
con lágrimas.

Determinación: algo que aparece indeterminado la primera


vez (un padre, un hijo) se determina las veces sucesivas para que
no haya duda de que no es cualquiera, sino uno concreto (el
padre, el chico). Por ejemplo:

Un padre y un hijo fueron a merendar. El padre quería enterarse del


resultado de unos exámenes. Pero como el chico no quería hablar, al
hombre no le quedó más remedio que...

Coordinación copulativa: sirve para agrupar informaciones


que están relacionadas. Se trata de un modo muy sencillo de co-
hesión.

Pedro decidió ir a comprar y bajó la escalera y cruzó la gran aveni-


da que separa su casa del mercado y, como apenas llevaba dinero,
solo compró algo de fruta, manzanas y naranjas. Luego, cuando llegó
a casa se sentó en el sofá y se tomó la fruta mientras veía la tele.

Repetición: repitiendo palabras el escritor también pone en


contacto una frase con la frase siguiente y la anterior, un párrafo
con el que le precede y el posterior, y una escena con otra. Esta
especie de puntadas irán tejiendo un hilo, y el hilo una red que
unirá la primera palabra de un texto con la palabra final.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 151

La casa era muy vieja, la casa tenía fantasmas, la casa iba a acabar
con nuestra tranquilidad. No es que me gusten las viviendas nuevas,
no es eso. Pero sí me gustan las que tienen cocinas luminosas, las que
no gruñen cuando pisas su suelo de madera, las que no protestan, las
que no asustan a los niños, las que no rumorean. Bruno insistió tanto
que acabamos comprando aquel edificio ruinoso.

En este párrafo encontramos varias repeticiones. La palabra


«casa» aparece varias veces y también algunos sinónimos. La pa-
labra «fantasma» solo aparece una vez pero sí hay algunos verbos
que remiten a ella. Los ruidos que emite la casa no parecen pro-
pios de un ser inanimado: gruñen, protestan, asustan, rumorean.
También hay algunas referencias a lo viejo, lo ruinoso, lo lumino-
so (al decir que le gustan las cocinas luminosas da a entender que
esa casa no la tiene), que ayudan a crear la atmósfera que refuer-
ce la existencia de ese fantasma.
Pero veamos otro ejemplo. En esta ocasión es el principio del
cuento de Carver titulado «Catedral», que hemos usado ya para
algún otro ejemplo.

Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la


noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba
visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi
mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo.
Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría
en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, des-
pués de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el
ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magne-
tofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo
no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La
idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el
cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces
van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que
yo esperase con ilusión.

Carver quiere dejar muy claras las ideas sobre las que se sus-
tenta este relato: que viene alguien de visita, que se trata de un
amigo de la mujer, que es ciego y que al narrador no le gusta esta
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152 Gloria Fernández Rozas

visita. También aparecen dos elementos que imitan la realidad: el


cine, el magnetofón, que nos permiten vivir un «como si» que
tendrá una gran importancia en el desenlace de este relato.
Si leéis el cuento podréis comprobar que prácticamente están
aquí todos los elementos que vertebran la historia. Y lo cierto es
que en vez de utilizar un párrafo entero, Carver podría haber em-
pleado un par de oraciones para dar esta información al lector:

Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a casa a pasar la


noche y a mí no me hacía ilusión.

Pero Carver es un buen escritor y no iba a dejar pasar la opor-


tunidad de hacer que el narrador diga: «No me hacía ilusión».
También sabe que en un primer párrafo el escritor debe lanzar los
hilos de la historia, esos hilos de los que debe ir tirando para tejer
su urdimbre. Algunos de esos hilos son:
—Se siente excluido.
—Se siente celoso.
—Le carga bastante esa amistad.
—Como buen tipo acomplejado necesita marcar bien los de-
fectos ajenos para sobresalir.
—El cine, el magnetofón, nos advierten de otro modo de per-
cibir la realidad, de otro modo de ver y oír, que será un tema del
cuento.
Tirando de estos hilos llegará el escritor hasta el final del re-
lato. Veamos de nuevo el párrafo. Subrayaremos las palabras que
nos hablen de esa exclusión, del sentimiento de celos, de lo car-
gante que le resulta esa amistad. Pondremos en cursiva aquellas
palabras que el narrador emplea para dejar bien claro que el tipo
es ciego y lo que supone ese defecto.

Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la


noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba
visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi
mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo.
Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 153

en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, des-


pués de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el
ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magne-
tofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no
le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea
que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine,
los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van
guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo espe-
rase con ilusión.

Subrayo «su esposa había muerto» porque de alguna manera


este elemento sirve para acercar nuevamente al ciego y a la mujer.
Del mismo modo subrayo «ella no le había visto» porque la
idea de ver una vez más significará solo eso, ver, percibir con los
ojos y no querrá decir nada más. No verse no es motivo para no
quererse. El ciego no la ve pero tiene su amistad, asunto que no
agrada mucho al narrador, como nos dice sin decirlo.
Con los elementos que se repiten en este párrafo y que se se-
guirán repitiendo a lo largo del texto el escritor quiere llamar
nuestra atención, quiere reproducir el malestar de ese marido,
quiere que sintamos el desprecio que provoca sentirse excluido y
abre también una pequeña ranura por donde se cuela un hilo de
luz que nos habla de otra manera de percibir la realidad, lo que
terminará al final del relato siendo una gran ventana por donde
entrará la luz a raudales.
Una vez más las palabras, las frases, son maletas con doble
fondo donde se guardan nuevos y conmovedores significados car-
gados de intención. La repetición, la redundancia, va formando
piedra a piedra el puente que nos permite adentrarnos en la his-
toria. Frase a frase vamos asentando lo conocido por medio de las
reiteraciones, lo que nos permitirá avanzar con seguridad hacia
la información nueva; así se va formando un entramado que sus-
tenta la historia, que la cohesiona y cuyos hilos están ahí, pero son
tan naturales, tan orgánicos que ni nos damos cuenta que existen.
Pero además de conseguir la cohesión y unidad de un texto la
repetición puede tener un efecto poético, persuasivo y expresivo.
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154 Gloria Fernández Rozas

Somos pobres, muy pobres, tan pobres que mi madre cuece una y
otra vez los huesos rancios de jamón que nos regala el tendero.

Había agua en el dormitorio, en las cajas de zapatos, agua en la co-


cina, agua por todas partes. En algún lugar de aquel océano inespera-
do se estaba diluyendo, palabra a palabra, cada una de tus cartas.

En estos casos también encontramos ese efecto potenciador;


esa insistencia nos indica que la pobreza y la inundación no son
algo que se quiera decir de pasada, sino que en los textos respec-
tivos, para esos personajes, tendrán un significado especial.
Repitiendo ayudamos a que la atención del lector se fije en de-
terminados elementos. Pero, como la mayoría de los recursos con
los que cuenta el escritor, la repetición tiene en sí misma la virtud
y el defecto, y, precisamente, como defecto se suele señalar con
mucha frecuencia la repetición de palabras, frases, o incluso
ideas. ¿Cuándo deja de ser virtud para convertirse en un pesado
repiqueteo? ¿Cuándo dejan de sernos útiles estas anáforas y catá-
foras y se convierten en una molesta repetición?

Por supuesto, y como siempre, dependerá del texto y de la


intención del escritor. Pero podríamos empezar por decir que las
repeticiones se notan. Cuando una repetición está bien hecha el
lector pasa sobre ella sin darse cuenta, sin interrumpir su mar-
cha. Una repetición inadecuada, en cambio, es aquella que nos
hace tropezar, nos entretiene, nos aburre, nos despista, no solo no
nos marca el camino que nos dirige hacia el final del relato, sino
que nos hace detenernos.
Las repeticiones adecuadas son las que insisten en aquello
que importa, aquello que el escritor quiere dejar claro para que el
lector no lo olvide. Son necesarias aquellas repeticiones que nos
permiten crear una especie de entramado que nos ayude a afian-
zar conceptos, insistir en ideas, redundar en los temas que se tra-
ten en el relato. Serán necesarias aquéllas que tienen una función
estilística, aquéllas que busquen reproducir una sensación, aqué-
llas que tengan una intención expresiva.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 155

Podremos prescindir de las que no aportan ninguna de estas


cualidades, las que producen una sensación de torpeza, de falta
de gracia y estilo del escritor. Oigamos a Don Quijote recriminar
a Sancho por este modo torpe de contar:

—Pero, como todo eso, yo me esforzaré a decir una historia


que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de
las historias; y esteme vuestra merced atento, que ya comienzo.
«Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal,
para quien lo fuera a buscar...! Y advierta vuestra merced, señor
mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no
fue así comoquiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino,
romano, que dice: “Y el mal, para quien le fuere a buscar”, que
viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté
quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos
volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos
éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.»
—Sigue tu cuento, Sancho —dijo Don Quijote—, y del cami-
no que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.
—«Digo, pues —prosiguió—, que en un lugar de Estremadu-
ra había un pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras),
el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba
Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora
que se llamaba Torralba, la cual pastora llamada Torralba era
hija de un ganadero rico, y este ganadero rico....»
—Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho —dijo Don Qui-
jote—, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en
dos días; dílo seguidamente y cuéntalo como hombre de enten-
dimiento, y si no, no digas nada.

Veamos ahora una versión del párrafo de Carver conveniente-


mente destrozado por repeticiones torpes y poco efectivas:

Un hombre ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la


noche en casa. Desde que era viudo, su mujer había muerto tras una
larga y penosa enfermedad, estaba visitando a los parientes de su
mujer en Connecticut. Este hombre, conocía a mi mujer desde hacía
muchos años, llamó a mi mujer desde casa de unos parientes. Mi mujer
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156 Gloria Fernández Rozas

y este hombre, hacía diez años que no se veían, se pusieron de acuer-


do. El hombre vendría en tren: tras cinco horas de viaje, y en la esta-
ción estaría mi mujer para recibirlo.

Repetimos palabras, repetimos estructuras sintácticas, pero


no percibimos una intención expresiva, ni el cuidado del escritor
en insistir en las palabras claves de esta historia. El ciego parece
menos ciego, la amistad pierde fuerza y por lo tanto pierden fuer-
za la sensación de exclusión del protagonista y el rechazo y la
necesidad de hundir al rival. Es decir, se repiten elementos tan
innecesarios que insistir en ellos obliga a desviar la atención de lo
importante de la historia, además de producir una sensación de
tedio y descuido.
La repetición de estructuras sintácticas, mantener un mismo
orden en los elementos de las oraciones, produce una sensación
monótona muy fuerte, una especie de letanía hipnótica que tam-
bién distrae nuestra atención:

La casa, que estaba en las afueras, parecía abandonada. Las venta-


nas, que no tenían cristales, estaban abiertas. El camino, que hacía
años que no recorría, estaba lleno de maleza.

Son este tipo de repeticiones las que hay que evitar.


Los hilos de los que habla Páez en la frase que abre este capí-
tulo tienen que ver con la isotopía, término que introduce Grei-
mas y que consiste en la recurrencia de elementos que a lo largo
de un texto giran alrededor de uno o varios ejes semánticos que lo
conforman como un todo.
Son los «caballos» a los que se refiere Palahniuk al hablar de
las clases sobre minimalismo que Tom Spanbauer imparte en su
taller de escritura. Lo explica así en Error humano:

El primer aspecto que se estudia es lo que Tom llama los


«caballos». La metáfora es la siguiente: si vas en carromato de
Utah a California, usas los mismos caballos para todo el cami-
no. Si en lugar de «caballos» ponéis «motivos recurrentes» o
«ideas repetidas» os haréis una idea. En el minimalismo, un
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 157

relato es una sinfonía, que crece y crece pero nunca pierde la


línea melódica original. Todos los personajes y las escenas, las
cosas que parecen distintas, todas ilustran algún aspecto del
tema de la historia.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Conviene saber distinguir las repeticiones que tienen una


función y aquellas que repiten palabras poco interesantes. Como
con cualquier otro elemento que interviene en un relato, dejar
solo aquéllas que tienen una función, o bien para cohesionar el
texto, o bien para insistir en la idea, el tema del cuento o en algún
aspecto que queramos resaltar.
—Utilizar sinónimos permite la cohesión del texto sin repetir
palabras.
—Por medio de la reiteración se consigue que el lector no se
olvide de lo importante.
—La repetición de un mismo objeto puede servirnos de puen-
te entre escenas.
—Para comprobar la cohesión de un texto y el orden adecua-
do de su argumentación podemos hacer un pequeño ejercicio:
resumir el contenido de cada párrafo en una frase. Leídas estas
frases, una tras otra, comprobaremos que:
—No haya grietas, cortes o saltos entre ellas
—No se repiten las ideas
—Cada párrafo supone un avance argumental con respec-
to al anterior
—Dispuestas las ideas de ese modo y orden el texto tiene
sentido
Al escribir el primer borrador normalmente no tenemos en
cuenta la necesidad de esos hilos que sujetan el relato y que le dan
unidad. Será al revisarlo cuando tenderemos o reforzaremos esos
hilos y tiraremos de ellos hasta el final.
Gracias a esa reiteración semántica conseguimos la cohesión.
Los motivos literarios, esas unidades de significado mínimas que
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158 Gloria Fernández Rozas

usamos para reforzar un tema, nos servirán para formar estos


hilos. En el cuento de Borges «El Sur», podemos ver con claridad
cómo funcionan estos elementos formando al menos dos hilos,
uno que tiene que ver con el color rojo y otro que tiene que ver
con los objetos punzantes. Ambos ejes semánticos recorren el
cuento, cohesionándolo, y preparando su final.
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La verosimilitud

[...] convención tácita (que) se establece entre el lector


y el autor: éste hará ver que cree lo que cuenta y aquél
olvidará que todo es inventado.

ALAIN ROBBE-GRILLET

Lo verdadero puede a veces no ser verosímil.

NICOLÁS BOILEAU

«Para poder inventar libremente hay que ponerse límites», nos


dice Umberto Eco en las Apostillas a El nombre de la rosa. Y pro-
sigue:

En poesía, los límites pueden proceder del pie, del verso, de


la rima, de lo que los contemporáneos han llamado respirar
con el oído… En narrativa, los límites proceden del mundo
subyacente. Y esto no tiene nada que ver con el realismo (aun-
que explique también el realismo). Puede construirse un
mundo totalmente irreal, donde los asnos vuelen y las prince-
sas resuciten con un beso: pero ese mundo puramente posible
e irreal debe existir según unas estructuras previamente defi-
nidas (hay que saber si es un mundo en el que una princesa
pueda resucitar solo con un beso de un príncipe o también con
el de una hechicera, o si el beso de una princesa solo vuelve a
transformar en príncipes a sapos o, por ejemplo, también a los
armadillos).
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160 Gloria Fernández Rozas

Hacer que parezca verdad un puñado de mentiras es el reto


del mago que construye historias, convencer al lector de que esos
personajes respiraron y que sus corazones latieron mientas duró
su ficción.
La verosimilitud es uno de los ingredientes más frágiles, más
volátiles del relato. Y es así porque un mínimo detalle impruden-
te puede derrumbar ese castillo de palabras que lo construye.
Solo si convencemos al lector de la autenticidad de lo que se
cuenta conseguiremos nuestro objetivo de encantadores. Y lo con-
seguiremos si el relato es coherente, si todo encaja, si sus ele-
mentos se ajustan a la lógica de su mundo. Los límites de ese
mundo que construimos serán los límites del relato.
La verosimilitud se establece por medio de un pacto entre el
escritor y el lector: el lector se creerá lo que el escritor le cuenta
mientas le resulte creíble. No es tan importante el suceso que
cuente como que ese suceso se adapte a las leyes del mundo
donde sucede. Que Gregorio Samsa se convierta en cucaracha re-
sulta verosímil en La metamorfosis porque ese mundo donde un
pobre hombre se convierte en insecto tiene una serie de leyes, un
contexto, una coherencia, una lógica, que el relato en ningún mo-
mento transgrede. Kafka propone un pacto al lector ya desde el
primer párrafo de la obra: te voy a contar la historia de un tipo
que una mañana se despierta convertido en un insecto. Que el lec-
tor siga leyendo significa que acepta el trato de creer la historia
que se le propone y seguirá haciéndolo mientras le resulte creíble.
Eso es posible porque Kafka es fiel a las leyes de ese mundo que
ha creado.
Para conseguir esa confianza del lector, el escritor se servirá
de una serie de técnicas. La apariencia de realidad será una de
ellas, la introducción de elementos que el lector reconoce ayudará
a crear ese mundo que por muy fantástico que sea estará gober-
nado por sus propias leyes.
Los datos concretos, fechas, lugares, acontecimientos históri-
cos, descripciones muy precisas, son algunos de los trucos que
convencen al lector de la autenticidad de lo que lee. Los detalles
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 161

nos harán creer en lo que vemos. Para ello, objetos y ropas deben
guardar una lógica con la historia y el tiempo y el espacio donde
ocurren. Los personajes deben ser coherentes con su mundo. Y
coherentes con su propia experiencia vital. Puede ser verosímil
que un osito de peluche nos hable de cómo es una fábrica de ju-
guetes o de cómo pasa la vida en el escaparate de una tienda, pero
esta verosimilitud se tambaleará si nos cuenta cómo es el hambre
en África si él no ha salido nunca del estante de una vitrina.
«La credibilidad —dice Martín Gaite— no viene determinada
por la verdad objetiva de los hechos tanto como por su talento (el
del escritor) para hacérnoslos sentir como verdaderos.» Su ma-
nera de embaucar al lector con la apariencia de verdad conse-
guirá que crea. «Es un largo proceso de enredar al lector, de darle
pruebas, falsas pruebas», dice Bioy Casares.
Pero esos mismos pequeños detalles que apuntalan la verdad,
pueden ser suficientes para que se desplome. Ese reloj de pulsera
que el soldado romano lleva en la muñeca en algunas películas,
un plato de patatas en una historia castellana del siglo X, un fusil
en la Edad Media, son fallos más que suficientes para que des-
confiemos de lo que estamos leyendo.
«La verosimilitud literaria depende íntegramente de las nor-
mas internas de la propia obra de arte, y no de su comparación
con la realidad externa del texto […]. El texto, pues, crea, o no, su
propia verosimilitud mediante juegos de perspectivas y contrastes
que funcionan solo dentro de él —lo importante, recuérdese, es el
artificio, la invención—. La verosimilitud, en consecuencia, es un
problema interno, no externo […]. La literatura hace aparecer
como posible, como verosímil, en fin, lo que en la vida real sería
totalmente absurdo y disparatado», explica Rey Hazas en Deslin-
des de la novela Picaresca.
También resultarán poco creíbles las situaciones gastadas,
tópicas.
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162 Gloria Fernández Rozas

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Una buena documentación puede ayudar a crear la aparien-


cia de verdad.
—Un narrador que cuenta algo que le han contado, incluso
poniendo en duda que sea verdad, puede hacer que el lector iden-
tifique con él sus propias dudas, lo que le ayudará a aceptar la his-
toria como verdadera.
—Una historia debe ajustarse a las propias leyes del mundo
que retrata. Todo lo que no pudiera pasar ahí no debe pasar en el
papel.
—También puede resultar inverosímil el comportamiento de
un personaje, o el habla, si se sale de la lógica de su edad y con-
dición.
—Las casualidades son difíciles de creer. La ficción, en este
caso, es bastante más exigente que la realidad.

A veces, cuando detectamos en el taller fallos de verosimilitud


en algún texto, el autor trata de rebatirlo argumentando que ese
suceso pasó así en la vida real.
Puede que haya pasado así en la vida real, pero ello no es ga-
rantía de que en un relato resulte verosímil. Las reglas que rigen
la realidad no siempre son las que rigen la ficción. Y esto nos obli-
ga a pararnos ante la historia y meternos en ella, a olvidar la rea-
lidad para fijarse en esa otra realidad, la del relato, y así poder
comprender sus mecanismos. Eso nos permitirá no traicionar las
leyes de su lógica.
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Argumentos secretos

Huyo de las metáforas; solo los malos escritores se


ponen felices con ellas. Incluso los símiles son peligrosos
porque dan la impresión de que el autor duda de la
inteligencia de sus posibles lectores. «La negra noche
tendió su manto» es un ejemplo de lo que no debe hacerse
nunca en prosa. «Cayó la noche» ya es menos malo, pero
sigue dando idea de «literatura». Lo mejor es: «Se hizo de
noche» o «Llegó la noche». Cualquier otra forma de decir
esto es basura.

AUGUSTO MONTERROSO VIAJE AL CENTRO DE LA FÁBULA

Dice Cerami en su libro Consejos a un joven novelista que la


evocación es la clave de todo lenguaje artístico. Evocar, traer al-
guna cosa a la imaginación, invocar a los muertos, llamarlos para
que vengan desde el «más allá». También esto lo hacen las pala-
bras. Cada palabra significa algo concreto pero significa siempre
algo más porque conecta con ese «más allá» de cada uno, el
mundo de la memoria, el de la experiencia, el del inconsciente.
En ese más allá la palabra encontrará una resonancia que la lle-
nará de fuerza, de manera que no solo transmitirá informaciones,
sino que conseguirá una emoción.
Al escribir un cuento o una novela nos vamos a servir de esta
magia de la resonancia, del reforzamiento, de las dobles lecturas,
de los otros significados. Un modo de enriquecer la obra, de ha-
cerla más intensa, es dotarla de argumentos secretos. Para ello
disponemos de símbolos, metáforas, metáforas de situación, his-
torias con doble fondo.
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164 Gloria Fernández Rozas

En el prólogo a su Biblioteca de los Símbolos dicen Jaime Co-


breros y Julio Peradejordi:

Un símbolo es, según la definición menos restrictiva, un estí-


mulo capaz de trasladar a quien lo recibe del plano de lo feno-
menológico y existencial al de lo absoluto e inamovible.
El símbolo abre el campo de la conciencia haciendo percibir
todos los aspectos de la realidad: lo sensible y lo velado, lo
manifiesto y lo oculto, lo consciente y lo inconsciente.
El símbolo actúa abriendo el consciente más inmediato y, al
mismo tiempo, haciendo emerger hasta la superficie de la con-
ciencia elementos inconscientes por asociación y encadena-
miento espontáneo de emociones, imágenes, recuerdos y
pulsaciones, concatenando así una reserva de significados.
Al despertar tanto nuestro consciente como nuestro incons-
ciente, el símbolo nos revelará a nosotros mismos, poniendo a
cada uno frente a su «otro».

Con este potencial de sugerencia no parece adecuado desa-


provechar lo que el símbolo pone a nuestra disposición a la hora
de crear ficciones. Desde luego, son ingredientes que hay que tra-
tar con mucho cuidado, evitando siempre los excesos. En el mo-
mento que esta intención de significado queda en evidencia,
queda en evidencia el escritor y todo el artificio que usa para con-
seguir su objetivo. Esto rompe la verdad de la ficción.
En el capítulo dedicado a los espacios ya hablábamos del sim-
bolismo de los paisajes y de su capacidad para influir en aspectos
más profundos de la historia. A lo largo de la escritura del relato
recurriremos con frecuencia a lo simbólico, a lo mitológico y a lo
metafórico, con ese mismo fin, ampliar el sentido de aquello que
escribimos, procurar que no se agote en una lectura, dotarlo de
diferentes niveles de significado.
Dar con una buena metáfora no es nada fácil. Algunos dicen
que las buenas metáforas se pueden contar con los dedos y,
además, ya están hechas. Pero esto no debe desanimarnos. Siem-
pre podemos encontrar un nuevo matiz, una imagen vista con
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 165

otra mirada. En la historia de la literatura encontraremos una y


otra vez la comparación del tiempo con un río, el ocaso con la
muerte, el amanecer con la vida, las mujeres con las flores y los
ojos con estrellas. Pero no todas las metáforas llevan la misma in-
tención. Una misma imagen puede sugerir afecto, o dolor, o sole-
dad terrible según el modo en que se expresa. Veámoslo en unos
ejemplos seleccionados por Borges para una de las conferencias
recogidas en Arte poética.

Desearía ser la noche para mirar tu sueño con mil ojos.


Las estrellas miran hacia abajo.
Pero no envejeceré hasta ver surgir la enorme noche, nube
que es más grande que el mundo, monstruo hecho de ojos.

Estos tres ejemplos utilizan la misma metáfora, la compara-


ción de los ojos con las estrellas o las estrellas con los ojos. Sin
embargo, al leerlas nos provocan sentimientos muy diferentes. En
palabras de Borges «en el primer caso el poeta nos hace sentir su
ternura, su ansiedad; en el segundo, sentimos una especie de di-
vina indiferencia hacia las cosas humanas; y, en el tercero, la
noche familiar se convierte en pesadilla».

Hay metáforas de otro nivel, como las metáforas de situación,


que usan acontecimientos que suceden alrededor de los persona-
jes, acontecimientos aparentemente casuales o insignificantes
pero que sin embargo potencian o refuerzan algún aspecto fun-
damental. Un frutero lleno de fruta que se va deteriorando a lo
largo del relato o un ramo de flores que se marchitan, pueden ser
el reflejo de otro deterioro más profundo y fundamental, el del
individuo o familia que vive en esa casa. Del mismo modo, el pro-
ceso de construcción de un puente, que puede verse desde la ven-
tana de esa misma casa, el rebrotar de una planta que parecía
muerta, pueden indicar lo contrario, que una relación revive, que
hay un acercamiento o que se están afianzando los lazos entre los
personajes. No podemos olvidar aquel frigorífico tan estropeado
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166 Gloria Fernández Rozas

como el matrimonio que protagoniza «Conservación», el inolvi-


dable cuento de Carver del que ya hemos hablado.
Otro modo de aumentar la riqueza del texto es añadir otra his-
toria al relato, una historia secreta, es decir, contar dos historias
cuando aparentemente se está contando una. Ricardo Piglia en su
Tesis sobre el cuento nos dice que un cuento siempre cuenta dos
historias.

El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en


los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un
relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El
efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia
secreta aparece en la superficie.

También Borges habla de la segunda historia:

Ya que el lector de nuestro tiempo es también un crítico, un


hombre que conoce, y prevé, los artificios literarios, el cuento
deberá constar de dos argumentos; uno, falso, que vagamente
se indica, y otro, el auténtico, que se mantendrá secreto hasta
el final.

Como veíamos antes, en su relato «Catedral», Carver nos


cuenta la visita que un ciego hace a una pareja. Pero bajo esta his-
toria se esconde otra mucho más profunda, más esencial, que
habla de la soledad, del achatamiento, de la falta de visión, otro
tipo de visión, del protagonista.
Una segunda historia es la que nos congela la voz en «¿Por qué
no bailáis?», otro cuento de Carver. Tras el argumento aparente
del hombre que, por una separación, quizá un fracaso, vende sus
muebles a la puerta de casa a una pareja que empieza su vida, se
esconde otra historia más oscura. Una especie de trampa que el
vendedor tiende y en la que cae esa joven, que aún no es capaz de
entender lo que le pasa, pero que no quiere dejar de hablar del su-
ceso. Ese hombre ha provocado en su vida seguramente algo irre-
versible, la sospecha de que todo puede quebrarse, hasta el amor
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 167

más puro puede desvanecerse; será cosa de tiempo y de que se


den las condiciones adecuadas, parece decirnos en silencio. Ella
no ha llegado hasta este pensamiento, aún no, solo nos muestra la
ansiedad por lo ocurrido y sus ganas de seguir hablando para cal-
mar esa desazón. De esta segunda historia, Carver no cuenta
mucho, da alguna pista que nos hace pensar en el vendedor
como en un cazador que tantea el terreno y pone sus trampas en
los lugares estratégicos. Luego, se nos muestra a la chica ha-
blando nerviosa con sus amistades. A partir de ahí el trabajo es
del lector.
También son argumentos secretos las referencias mitológicas
que aparecen en los cuentos. Las alusiones a los mitos cristianos
en los cuentos de Rulfo, como, por ejemplo, ese padre que lleva a
hombros a su hijo en «No oyes ladrar los perros», que encuentra
en nuestro inconsciente una referencia tan potente que vuelca su
emoción en lo que leemos: el pastor que lleva a la oveja desca-
rriada a hombros. La misma imagen nos evoca a Eneas huyendo
en medio de las llamas de la ciudad tomada y llevando a cuestas
a su padre Anquises.
También la de velar el cadáver de Cristo es la referencia mi-
tológica que encontramos en «El ahogado más hermoso del
mundo», donde García Márquez hace uso del mito cristiano hasta
en su estructura, ya que el relato está construido sobre la parado-
ja de la muerte que da la vida, el ahogado que con su sola pre-
sencia es capaz de hacer nacer la vida en un triste acantilado. En
este cuento también hay muchas referencias a la mitología crási-
ca: Nausícaa, Hércules, Odiseo; y a otras mitologías más moder-
nas: Frankenstein, Gulliver.
Con frecuencia, durante la lectura, estos ecos mitológicos nos
pasarán inadvertidos. Dar con ellos dependerá de nuestro bagaje
cultural y de nuestra capacidad de interpretación, pero lo que es
seguro es que la buena literatura hace uso de estos recursos para
dotar a sus historias de un mayor significado, y para cautivar al
lector, a veces sin que se dé cuenta, ya que estas resonancias fun-
cionan también a un nivel inconsciente.
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168 Gloria Fernández Rozas

Esta segunda historia de un relato nos puede permitir otros


planos de lectura, y al igual que las metáforas nos abrirá nuevas
posibilidades de interpretación y emoción.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Que los objetos e imágenes que aparecen añadan un signifi-


cado simbólico.
—Que el efecto que producen es el adecuado al tema que tra-
tamos, que tiene que ver con lo que se cuenta, que insiste en algún
aspecto fundamental.
—Que no abusamos de los símbolos e imágenes. La clave está
en que sean pocos, discretos y cuidados.
—Que no sean gratuitos, que pertenezcan a ese mismo mundo
del relato, que compartan sus elementos y usen sus mismas claves.

El momento de revisar nuestro relato será el de las compro-


baciones. En primer lugar podemos intentar descubrir si tras el
argumento aparente se esconden otros: una segunda historia,
metáforas que pueden convertirse en metáforas de situación; qué
objetos amueblan el escenario y si se puede encontrar en ellos al-
guna significación especial que refuerce ideas o sentimientos. De-
bemos hacer el recorrido hacia atrás, desmontando las imágenes
y comprobando que sugieren aquello que queremos. No debemos
olvidar que la aparente espontaneidad esconde con frecuencia un
concienzudo trabajo. Y aún a riesgo de dañar nuestra vanidad de
escritores debemos renunciar a aquellas imágenes que, por muy
buenas e ingeniosas que sean, no sirven a la causa del relato, no
están al servicio de la historia.
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TERCERA LECTURA
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Desfallecimientos

La cualidad principal de la prosa es la precisión: decir


lo que se quiere decir, sin adornos ni frases notorias. En
cuanto la prosa «se ve», es mala.

AUGUSTO MONTERROSO, VIAJE AL CENTRO DE LA FÁBULA

Escribir de nuevo a partir de la idea general. Al


corregirlo se ha hecho afectado. No revisar (la versión
anterior). Volver a escribir a partir de la idea general.

FRANCIS SCOTT FITZGERALD,


(BORRADOR DE EL ÚLTIMO MAGNATE)

Las palabras son el vehículo que nos permite comunicar la


emoción, pero un inadecuado modo de usarlas también puede ser
el obstáculo para transmitirla. En lugar de puente, cuando esto
ocurre, las palabras se convierten en una pantalla que impide que
el lector se conmueva.
Podemos llamar desfallecimiento de la prosa a la disminución
de su fuerza y su vigor, al decaimiento, al desaliento de ánimo, a
su desvanecimiento; problemas que hacen de la prosa un meca-
nismo torpe y pesado, que impide que el lector se deslice por la
página sin tropiezos.
El desfallecimiento también tiene que ver con la desmesura y
con la impostación del efecto, con los símbolos ya muy usados en
la tradición lírica y con la pretensión de manipular al lector con
el uso de adjetivos contundentes y autoritarios.
El desfallecimiento es el mal gusto, la salida fácil, que sugie-
ren una falta de recursos del escritor.
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172 Gloria Fernández Rozas

Los siguientes ejemplos muestran esa dificultad para llegar a


la emoción.

La prosa sensiblera
Es la que muestra un gusto por el sentimentalismo, por el me-
lodrama, por lo excesivo en la forma y la pobreza del fondo, tan
sin fundamento que resulta falso. Tiene una pretensión de emo-
ción que viene de parte del narrador, de sus palabras exageradas.
Pero la emoción no brota de los sucesos, de las situaciones. Ape-
nas conocemos al personaje y queda sin justificación el llanto o la
pasión que se le pretende adjudicar. No es acumulando lágrimas
y expresiones desgarradas del narrador como emocionaremos al
lector, sino cargando de sentimiento a los personajes y las accio-
nes que realizan.

María, buena y prudente mujer, es maltratada sin piedad por un


marido sin escrúpulos. ¡Un borracho indecente! Un hombre sin
hombría que la golpea con contundencia hasta romperle las costillas y
ella llora desconsolada y empapa las lágrimas de su desdicha en un
pañuelo limpio y primorosamente almidonado que demuestra la ab-
negación y el mimo con que lleva su casa.

La prosa frígida
Gardner la define como «la que caracteriza al escritor que
presenta materiales serios pero no logra someterlos y llevarlos a
buen puerto».
Es aquélla que empobrece el relato porque no se consigue
transmitir el sentimiento que vibra en los personajes. Se produce
una especie de abaratamiento de los sucesos, el escritor se queda
en la superficie de los acontecimientos, no es capaz de profundi-
zar en ellos y dar así el verdadero valor a lo que ocurre.

Paola terminó de vestirse. Pero cuando salió de detrás del biombo


aún se estaba subiendo la cremallera de la falda.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 173

—Siento no poder darle ninguna esperanza. El resultado de las


pruebas no deja lugar a dudas.
—¿Dos meses?
Paola ya se había puesto el abrigo y rebuscaba en su bolso.
—Tiene usted un trabajo horrible —sacó su billetero y mientras lo
revisaba encontró el recibo de la tintorería que creía haber extraviado.
Lo puso delante de los billetes y sacó del abultado departamento de
tarjetas de crédito una pequeña cartulina de color rojo intenso.
—Tenga, el restaurante del que le hablé.
Salió del hospital con cierta prisa, quería llegar antes de que cerra-
ran la tintorería. «Dos meses», se dijo, «qué cruel es la vida». Paró un
taxi y ya dentro se acordó de que no llevaba billetes menores de 100
euros.

La prosa hinchada
Es la prosa afectada, teatral, pretenciosa. Rebuscada. El esti-
lo ahoga la ficción. El lector se siente arrojado fuera de lo que está
leyendo para desarticular imágenes, para desentrañar el sentido
de frases excesivamente alambicadas. Leyéndola vemos al escri-
tor más pendiente de las palabras, de la originalidad y del estilo
que de la misma ficción. Podemos imaginar al escritor paladean-
do con gusto las palabras, la originalidad de sus imágenes.

El día muere entre las sedas de sangre del atardecer. Bruno, majes-
tuoso y altivo, preside la reunión de directivos que ya está a punto de
terminar. Tumultuosos pasos recorren el corredor por el que el perso-
nal de la fábrica pone fin a su jornada de trabajo. En su eco ensorde-
cedor, Bruno cree reconocer los gritos de la abulia, el virus de la
desidia que, con su boca hedionda, ha hecho presa a esa plantilla, que
alguna vez fue ejemplo de abnegación y orden. Se seca el sudor con
abatimiento mientras paladea la desilusión de comprobar que esos
mismos que alguna vez apadrinó convocaban la funesta huelga, mor-
diendo, de este modo, la mano que les dio las viandas.

La prosa oscura
Podemos llamar así a la prosa confusa, cargada de reflexiones,
palabras abstractas, que impiden de verdad meterse de lleno en lo
que cuentan.
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174 Gloria Fernández Rozas

En esta prosa se huye del detalle concreto, precisamente ése


capaz de conseguir el milagro de convertir en vida un puñado de
palabras. La prosa oscura se convierte en disertación, se olvida
de que tiene por delante una trama que desarrollar, se olvida de
los personajes y de las acciones, se queda en palabras, muchas
palabras, puede que muy interesantes, pero nada apropiadas
para un relato. La prosa oscura es ardua, monótona, pesada,
difícil.

Jaime trata de encontrar el sentido último de sus reflexiones. Pero


le falta la capacidad para valorar ese misticismo que ensombrece su
vigor. Evidentemente su negativa ha puesto fin a muchos años de dia-
tribas, de enfrentamientos, que hubieran posibilitado una salida airosa
a tanto conflicto.
Se asomó a la ventana tratando de encontrar el impulso vital que le
ayudara a discriminar de una vez por todas en esa maraña de pensa-
mientos. Pero le sobrecogió la falta de estrategias que le obligaba a
deambular de nuevo por parajes sin salida.

La prosa rígida
La prosa fría, ésa que usa palabras que se hacen extrañas en
el cuerpo de una ficción, más propias de informes administrati-
vos; ésa que huele a burocracia o palabra hueca, sin sentimiento.
Con frecuencia es ésa que usa expresiones de fuera de la ficción,
propias de la realidad, del tipo «violencia de género», «lacra del
terrorismo». Usa la asepsia de lo políticamente correcto y para
ello recurre al registro periodístico. Impide que el lector se impli-
que en afectos y usa expresiones distantes, técnicas, a veces para
alejarnos de ellos.

Roberto informa a Mati sobre los hechos de los que ha sido testigo
en la puerta de los juzgados. No quería herir susceptibilidades, ni
alentar expectativas, ni promover estados de ansiedad, por eso trata
de ser escueto y claro. La lacra de la violencia de género, que se pier-
de en la noche de los tiempos, una vez más había golpeado a la
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 175

comunidad. La benevolencia y la falta de rigor con que las autorida-


des judiciales trataban a los presuntos agresores facilitaban su excar-
celación. El Nene estaba ya en la vía pública y venía a por ella.

La prosa cursi
Es la prosa con exceso de azúcar, llena de diminutivos y adje-
tivos antepuestos al sustantivo. Y colores, muchos colores, el color
del amor, y el color de la nostalgia y el color de la melancolía, o
el de la amistad.
Si el escritor de prosa hinchada se deja llevar por el brillo de
las palabras, el escritor de prosa cursi se deja llevar por buenos
sentimientos, poco profundos, pero buenos. Le seducen las pala-
bras inocentes, sencillas, algo naif. Éste podría ser otro ejemplo
de lo prohibido.

Como si aleteara entró Merche en el despacho, con una taza de


café que ofreció a su jefe. Éste tenía las sienes plateadas a pesar
de su juventud. Había sido el destino cruel e implacable quien
había cercenado una dulce vida marital y henchido de sombras los
surcos de su frente.
Un maravilloso sol entraba por las ventanas. Merche esperó
apoyada en una de ellas a que su jefe se terminara el café. Algu-
nas nubecillas de verano tiznaban de blanco el azul intenso de la
mañana. La emoción le llenó el pecho de mariposillas cuando a sus
espaldas esa voz amada le dijo que tenía que dictarle una carta.

La prosa cacofónica
Es la prosa que rima, la que está llena de ecos, de sonidos que
se repiten. Esa que parece descuidada, verbos en el mismo tiempo,
que machaconamente insisten con su terminación «-aba» o «-ía».
Su eco nos impide entregarnos a la ficción, nos sobresalta su feal-
dad.
Hay palabras especialmente proclives a producir cacofonía.
Nombres como María o Lucía, Vicente o Clemente nos darán mu-
chos problemas. Los nombres de ellas repetirán la última sílaba
con los verbos en imperfecto de la segunda y tercera conjugación,
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176 Gloria Fernández Rozas

así como con las palabras «día» y «todavía», que se usan con fre-
cuencia. Los de ellos, con los adverbios acabados en «-mente».

Recurrente, muy recurrente, como siempre, había sido su interven-


ción. Quería verles las caras, pero no era muy intensa la luz del salón.
Por su mente habían pasado infinidad de posibilidades. Pero había
sido un año de muchas penalidades. Concretamente estaban sin pagar
las facturas del último trimestre, al conserje se le había tenido que dar
la indemnización por el despido y urgía contratar a una secretaría de
dirección. Julián sintió una presión muy fuerte en el pecho a la altura
del corazón.

La prosa tópica
No hay nada que muestre mejor la pobreza de un texto que en-
contrar entre sus líneas esas frases hechas y expresiones trilladas
que llamamos tópicos. Su uso de alguna manera nos aleja de la
idea de creación.
El escritor debe reinventar cada una de las palabras que usa,
buscar la intensidad que han ido perdiendo por el uso y la cos-
tumbre. La creación debe llegar hasta cada una de las palabras,
exige un modo novedoso de usarlas y el no recurrir a fórmulas ya
gastadas. Están tan integradas en el lenguaje oral que apenas nos
damos cuenta de que se nos cuelan en los textos.

Una mujer de edad indefinida observaba con sus ojos profundos y


una amplia sonrisa en la boca a dos niños de temprana edad que ju-
gaban en la arena. De pronto todo se oscureció. Unos nubarrones en-
capotaron el cielo y la mujer pudo oír un grito agudo de procedencia
desconocida. A lo lejos la sirena de una ambulancia empezaba a sonar.
La gente corría desesperada. Ella sintió que el miedo la embargaba.
Con sus propios ojos vio a un hombre ensangrentado levantarse del
suelo. Una tenue brisa le movía el flequillo y le impedía ver con preci-
sión la figura titubeante del herido. No obstante lo vio caer de nuevo
y retorcerse en la acera. Una extraña sensación le sacudía las entrañas
mientras emprendía la marcha en medio de la marea humana que se
alejaba de la playa.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 177

La prosa explicativa
La prosa que explica es la que quita espacio al lector, le impi-
de ver con sus ojos y sacar sus propias conclusiones. También
suele rebajar la emoción, sobre todo si lo que se explica son los
sentimientos. Para hablar de sentimientos, sin nombrarlos, conta-
mos con un buen recurso: el correlato objetivo.

[...] en poesía y en literatura —dice Cernuda— nunca debe


hablarse de sentimientos ni de emoción, sino tratar de comu-
nicarlos, para lo cual hay que expresarlos.

El correlato objetivo consiste en trasladar esa emoción del


personaje a una imagen, que por ella misma la mostrará sin ne-
cesidad de explicaciones.
Hacer que el personaje permanezca pensativo asomado a una
ventana o que contemple una foto de la cartera, ya nos está ha-
blando de añoranza, sin necesidad de que expliquemos lo que
siente.

No acababa de creérselo. Emprendió el camino a casa pero no era


consciente del lugar al que le dirigían sus pasos. Se sintió abandonada
en la noche. Un dolor muy intenso, mezcla de angustia y decepción, la
iba desgarrando por dentro mientras recordaba sus palabras. Adiós a
su futuro. La soledad empezó a pesarle mucho en los hombros y una
especie de desazón empezó a presionarle la garganta. No podía gri-
tar, pero la rabia y una especie de angustia habían empezado ya a co-
rrerle por las venas y amenazaban con hacerla explotar.

A LA HORA DE REVISAR DEBEMOS TENER EN CUENTA:

—Leer con mucha atención para detectar si nuestra prosa


sufre alguna de estas enfermedades.
—En el caso de que así sea debemos pensar que la naturalidad
es una de las mayores virtudes y será esta referencia la que deberá
guiar nuestro trabajo de corrección.
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178 Gloria Fernández Rozas

—Para captar y poder transmitir el sentimiento, el escritor


debe contar «de verdad», implicándose. Debe ser el primer con-
vencido de la autenticidad de lo que cuenta.

Todos estos problemas de la prosa son frecuentes. Pero sobre


todo al principio, quizá lo que más nos cuesta comprender es que
lo sencillo también puede ser literatura. A veces hay que desa-
prender, renunciar a esas ideas que pretenden mostrarnos que lo
literario solo es aquello que está lleno de metáforas y construc-
ciones alambicadas.
Los excesos en este sentido tiñen la prosa de la intención algo
cosmética del escritor, lo que inevitablemente rebaja su verdad.
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ANTE EL TEXTO
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Un caso práctico: primer borrador

EL LADRÓN

Padilla estaba convencido de que el hombre tenía una infinita


capacidad para soportar todo clase de desgracias. De hecho él era
un buen ejemplo. Feo, abandonado por la única mujer que con in-
terés amoroso se le había acercado en su vida y malviviendo en un
cuarto de pensión que olía a legumbres y a esmalte de uñas, Padi-
lla dedicaba sus días a buscar algo de acomodo, y a luchar por la
vida con una fuerza más bien escasa pero que lograba regenerarse
en cada amanecer. Se sabía avanzando por la cuerda floja pero, eso
sí, con la barbilla en alto, para evitar el influjo del abismo que le ten-
taba sin cesar.
Además de escribir interminables notas para un libro con el
que pretendía acometer el tema del plagio como salida a escrito-
res que con los años habían perdido la capacidad de fabular,
Padilla pasaba sus horas dedicado a la limpieza, a despojar con-
cienzudamente la alfombra o la tapicería de restos de fibra a los
que era muy alérgico.
Estaba convencido, también, de que no iba a ganar la partida
ajedrez, un interminable reto con un vecino de cuarto que aprove-
chaba cualquier descuido para robarle las naranjas o algún bote de
melocotón. El destino, en fin, le había dado la espalda, y era cosa
de seguir aguantando el envite de la mala suerte.
Aquella tarde se encaminó hacia una céntrica cafetería para dar
la clase a un alumno del que cada vez estaba más harto. Cinco años
atrás, cuando aún eran tiempos de cierto esplendor, un individuo in-
deciso y amarillento se había presentado en su casa para pedirle
que le ayudara a escribir una carta. Padilla no vio ningún problema
en ello, y menos cuando el hombre estaba dispuesto a pagarle lo
que fuera. Quedaron en verse cada quince días durante los cuales
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182 Gloria Fernández Rozas

el alumno trabajaba la sintaxis, las conjugaciones verbales y las nor-


mas de cortesía epistolar.
Cinco años después redactaba mejor que su maestro pero había
olvidado por completo a quien y aquello que quería contar. Así que
seguían con sus clases, buscando en los entresijos de su alma senti-
mientos o sucesos dignos de ser narrados, y reconstruían recuerdos
con la intención de identificar a la persona que le había llevado a
emprender semejante empresa.
Pero hacía más de dos años que el tipo no le pagaba y Padilla
no entendía muy bien por qué seguían viéndose.
Dio su clase entregado a fondo a la lección y cuando el alumno
se fue, Padilla se sintió más timado que nunca. No solo porque una
tarde más el hijoputa conseguía escaquearse de pagar los cafés con
la dichosa frasecilla de «Hoy te toca pagar a ti ¿verdad?, sino por-
que comprobaba su propia falta de límites, que su paciencia era en-
fermiza y su soplapollez infinita.
Moviendo la cabeza como si se dijera no escarmientas, Padilla,
no escarmientas, se acercó al mostrador para pagar la consumición.
Mientras esperaba ser atendido vio que en el suelo, medio enterra-
do entre servilletas arrugadas y cáscaras de cacahuetes, había un
monedero de señora.
Sin una sola duda se agachó para cogerlo y entregárselo al ca-
marero. Seguramente la dueña no tardaría en darse cuenta del ex-
travío y volvería a buscarlo.
Lo acababa de coger cuando oyó gritar desde la puerta del bar:
¡Ladrón¡ ¡Al ladrón que me ha robado el monedero!
Padilla supo que también esto iba a aguantarlo. Y que todos le
miraran. Y los insultos y los empujones de una mujerona que le
agredía con unas inmensas tetas embutidas en un suéter negro. Y el
calambre que le producía tener el brazo en alto con el monedero
como si estuviera mostrando a todo el mundo el objeto de su delito.
Se sintió rodeado por gente que le aturdía con sus voces. El ca-
marero desde detrás de la barra le preguntaba con malos modos si
el monedero era suyo. Y, claro, Padilla que seguía con la mano en
alto, respondió que no.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 183

Y supo que también podría soportar la presión de las miradas y


la sonrisa del camarero y los gritos de la dueña pidiendo que llama-
ran a la policía y diciendo que seguramente el muy cabrón la había
seguido desde el despacho del notario porque resulta que precisa-
mente acabada de cobrar un cheque al portador de tres mil euros.
Y fue entonces cuando creyó ver una baliza que le impedía la
marcha, una sombra que era más grande que él. Las piernas le invi-
taban a desplomarse mientras unas lágrimas extrañadas empezaron
a rodarle por sus mejillas. La gente que le rodeaba se había girado
hacia la mujer para seguir mejor las explicaciones, para enterarse de
cómo ella había sospechado que la venía siguiendo.
Padilla notaba ahora una presión en el pecho, el codo de al-
guien que le empujaba hacia atrás. Y fue reculando, cediendo a la
fuerza que le repelía, los cuerpos que le expulsaban en su afán por
oír de primera mano lo que la mujer no dejaba de relatar, sintiendo
que la libertad le esperaba a su espalda, que la puerta se abría, que
el destino, al fin, se apiadaba de su persona y le mostraba una calle
algo mojada que le invitaba a correr.
No dejó de hacerlo hasta llegar a su casa y subió las escaleras
con la respiración sobresaltada. El monedero latía en su mano como
un segundo corazón.
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Revisión y estrategias de corrección

El relato nace a partir de una escena en la que un hombre re-


coge del suelo de un bar un monedero de mujer y, en el momento
en que se lo va a entregar al camarero para que se lo devuelva a
su dueña, cuando lo reclame, da marcha atrás y decide echar a co-
rrer con él en la mano.
Esta escena se resuelve con una frase que pensé podría ser la
frase que cerrara el relato: «El monedero le latía en la mano como
un segundo corazón».
Con estos datos me pongo a escribir. Sin pensar mucho más
en la historia decido dejar la mano suelta a ver qué va saliendo.
En esas sesiones de escritura suelta se encuentran cosas intere-
santes, asociaciones inconscientes, algunas metáforas, se va per-
filando el protagonista. A veces ya se decide el narrador y el tono
en que va a contar la historia.
Sé que la mayor parte de las frases no podrán salvarse, pero
servirán para sugerir otras. También así voy haciéndome cargo de
una historia que aún no es ni una idea, solo un pequeño fogonazo
en algún lugar de mi intuición.
Este primer borrador que escribo es el resultado de esta se-
sión de acercamiento a la historia, a la que me enfrento a tientas.
No es fácil dar forma a esa chispa poética que he tratado de
concretar en la escena de la fuga con el monedero. Pero me sirve
como punto de partida.
Termino de escribir y ni siquiera releo lo escrito. Directamen-
te lo archivo y dejo que pasen algunos días. No es que me olvide
completamente de la historia. Padilla, el protagonista, ya se ha
instalado en mi cabeza y seguramente anda haciéndose cargo de
su conflicto, un conflicto que no es muy probable que yo, en ese
primer borrador, haya sido capaz de captar. Demos tiempo al
tiempo.
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186 Gloria Fernández Rozas

Pasados unos días, y quizá porque Padilla no deja de insinuár-


seme en esos momentos de calma que preceden al sueño, decido
sacar una copia de ese primer borrador de historia que he escrito.
Sé que estos días han sido muy útiles para poner distancia y para
entender un poco más a mi personaje. Aún sin leer el texto, ya sé
algunos de los problemas a los que tendré que enfrentarme.
Así que me hago cargo del manuscrito y empiezo a leer en voz
alta. Aunque en este momento lo menos urgente son los fallos
sintácticos, las cacofonías o tópicos, ya encuentro muchos, pero
paso de largo. Es otra cosa lo que voy buscando.

Título
No funciona. Además de ser muy simple, descubre desde el
principio el desenlace. Cambiar.

Primera frase
Es impactante por su grandilocuencia. El lector entra de in-
mediato en un tono tragicómico. La idea de dar el tono a la na-
rración en la primera frase está muy bien, pero sospecho que no
es el tono adecuado a esta historia. Quizá, si lo cambio, la frase
pierda su fuerza. Tendré que replanteármela después de haber de-
cidido el tono.

Narrador
Releo de nuevo en voz alta tratando de fijarme en la voz que
cuenta la historia. El narrador es un omnisciente selectivo que se
identifica con Padilla y que mantiene esa focalización a lo largo
de la historia. Ni opiniones, ni sentimientos de otros personajes
son incorporados a su narración, y cuando parece que lo hacen
se trata en realidad de suposiciones del protagonista. No me pa-
rece mal, en principio, la elección del narrador. Aunque quizá pu-
diera hacer alguna prueba para ver si una primera persona me
aporta algún beneficio a la historia. De dejar la voz omnisciente
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debería probar que se sitúe más cerca del protagonista y que re-
baje su mirada irónica, de modo que me aporte las ventajas de
esa intimidad de la primera persona, pero sin caer en la entrega
total de su subjetivismo.
No, definitivamente no me gusta ese tono. Lo encuentro casi
humorístico. Quizá me sea más fácil dar con el adecuado cuando
tenga claro el tema del relato.

Estructura
Lo primero que salta a la vista es que este primer borrador
tiene un fallo grande de estructura. Parece que cuenta dos histo-
rias, la de la carta y la del monedero, pero en ningún momento
esas dos historias comparten nada, salvo un personaje.
Enseguida me acuerdo de Piglia y su tesis sobre el cuento en
la que defiende que todo cuento cuenta dos historias, una eviden-
te y otra escondida que saldrá a la superficie en el desenlace y
dará sentido así al cuento.
Dibujo en un papel esta imagen e imagino que el cuento va a
ser así:

Con los elementos de que dispongo hasta el momento trato de


buscar posibles puntos en común entre ambas historias, tiro de
diferentes hilos para ver hasta dónde me llevan...
Quizá el alumno podría ayudarle a huir al final; quizá sea él el
que le acusa para evitar así pagarle todo lo que le debe...
No, no va por ahí mi intuición.
Pienso que quizá la salida esté en algo que tenga que ver con
la carta. En el primer borrador no cuento nada de esa carta.
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188 Gloria Fernández Rozas

Y una carta en un relato es una llamada de atención muy impor-


tante como para no darle un contenido. Es crear unas expectati-
vas que luego no se satisfacen.
Se me ocurre de pronto que, quizás, a quien quiere escribir la
carta sea a su padre, para comunicarle algo vital, quizá un repro-
che, para vengarse tal vez.
Tan vital es hacerlo que el tipo no quiere que le escriban la
carta, sino que quiere escribirla él, quiere aprender a escribir
para poder decirle a su padre de su puño y letra lo que piensa
de él.
Se me ocurre que entre ambas historias podría haber un cier-
to paralelismo, no evidente para los personajes, pero sí incons-
ciente, que puede ir evolucionando a lo largo del relato y se re-
suelve con esa reacción final del protagonista.
Podría ser que el protagonista también tuviera asuntos pen-
dientes con su propio padre, cuentas que ni siquiera se ha permi-
tido pensar y que de algún modo se van movilizando a lo largo de
los días de clase y relación con su alumno.
Quizás acepta el trabajo de enseñar a su alumno, no porque
ese dinero le puede venir bien, sino por el tipo de carta que tienen
que escribir. Según pasa el tiempo y habla y conoce al alumno,
empieza a sentirse mal, no sabe qué pasa, pero ya no está a gusto.
Él no se da cuenta, pero algo se ha roto en su interior, algo que ha
sustentado su propia vida y su manera de ser. Salir corriendo con
el monedero podría mostrar ese corte, la transgresión, acceder a
otro modo de vivir.
Esta estructura podría equilibrar la trama. Y los dos elemen-
tos que aparecen, la carta y el monedero, podrían ya tener algo
que los relacionara. Los dos objetos podrían ser la misma cosa. El
alumno escribe al padre para decirle que le odia. Padilla con ese
gesto final podría estar diciendo lo mismo al suyo. Además del
odio, esos objetos podrían ser como una confesión. El alumno
pudo haber sido el autor de algún asunto sucio. De pronto pienso
que un crimen es perfecto cuando no se encuentra al culpable,
pero también siempre que se sepa que es un crimen. Quizá le pasó
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 189

eso al alumno, hizo una fechoría que no se consideró tal; pudo


haberse considerado un accidente, por ejemplo. O culpar a otro
cuando él quizá quería que se supiera que era el autor. Puede
que el alumno tardara meses en tomar la decisión, en planear el
asunto, en armarse de valor. Quizá necesitaba que apareciera su
sello. Podría ser su modo de plantar cara a algo, o su forma de
protestar.
El odio de Padilla podría ser el que está en la sombra y poco
a poco podría ir emergiendo hasta dar lugar a ese final. Releo el
borrador tratando de encontrar alguna pista. Las palabras
«monedero» y «corazón», en la línea final, me hacen pensar en
lo femenino. Pienso en una homosexualidad reprimida, quizá
castigada.
No sé muy bien hacia dónde voy, pero siento una cierta
alegría, como si no estuviera muy alejada de aquello que me gus-
taría contar. Con estos elementos me pongo a diseñar una nueva
estructura, con su planteamiento, nudo y desenlace. Ya puedo in-
cluir también dos puntos de giro que permitan impulsar la histo-
ria y sacarla de esa planitud del primer borrador.

Planteamiento
—Mostrar al personaje y ya, de algún modo, el conflicto con
el padre. (Vive en una pensión que es un modo de vivir en casa,
de no haberse ido de casa, de no haber roto sus lazos. Se le nom-
bra por el apellido, el del padre.)
—Alguien se presenta para pedirle que le ayude a escribir una
carta.
—Él no acepta.

1º Punto de giro:
El tipo le dice que la carta es a su padre. Padilla entonces
acepta, aparentemente no por esto, sino por que ve al tipo muy
afectado y necesitado de ayuda. Esta decisión le llevará a impli-
carse en esa historia lo que repercutirá en la suya propia.
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190 Gloria Fernández Rozas

Nudo
—Puede desarrollarse durante varias semanas o meses.
—Le enseña a escribir.
—El alumno le cuenta cosas de su vida que puede ir movili-
zando a Padilla interiormente.
—Hablan de sus padres.
—En las conversaciones debe ir apareciendo algún dato que
nos pueda dar la clave del desenlace. Es decir, si el desenlace va
a ser la transgresión, la desobediencia al padre, la revelación, hay
que ir mostrando disimuladamente esa situación previa de opre-
sión, de falta de libertad, la subyugación que tiene.
—De algún modo tiene que verse alguna toma de conciencia
personal, pero muy disimuladamente, quizá fumar un cigarrillo
sin filtro, alguna desobediencia pequeña que ya vaya poniendo en
la pista del final.
—Centrar la escena en un día, el día que va a ocurrir el asun-
to del monedero.

2º Punto de giro
Será que ella lo acusa de ladrón. Esta acusación puede recor-
darle otra de la que no supo salir airoso.

Desenlace
—De algún modo se revela, desobedece, asume aquello de lo
que se le acusa. Le nace otro corazón, que podría indicar que em-
pieza otra vida.

Personajes
Partimos de un personaje paciente y pasivo, algo aburrido
que no promete mucho. Es cierto que al final reacciona y actúa
de un modo inesperado. ¿Pero reacciona contra qué? ¿Qué le ha
hecho cambiar durante el cuento? El relato no me ofrece estas
respuestas.
El registro lingüístico del personaje que uno se imagina no
cuadra con los insultos, lo que resulta bastante cortante.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 191

El nombre de Padilla: miro en el diccionario para saber si


tiene algún significado que pueda ser útil en el relato. La padilla
es un horno pequeño con una abertura central que sirve para que
entre el aire y para sacar las cenizas. Es totalmente casual, lo más
probable es que sea una aportación del inconsciente, que sabe
mucho más que yo. Me gusta lo que sugiere, un horno donde se va
cociendo algo, lo que no deja de ser una metáfora de lo que le ocu-
rre al protagonista a lo largo de la historia. Por otro lado, la forma
de este horno recuerda al monedero y, de algún modo, al sexo fe-
menino, lo que podría reforzar la idea de esa homosexualidad so-
terrada que se sugería antes.
No hay diálogos, poco sabemos de lo que los personajes ha-
blan, salvo por lo que el narrador nos hace llegar tamizado por su
propia mirada. Quizá sería un modo de ver mejor a los persona-
jes ponerlos a hablar, también serviría para quitarle un poco de
poder al narrador.

Tiempo
El cuento tarda en arrancar. Sería mejor empezar por «Aque-
lla tarde», es decir, in medias res.
Aunque hasta que no modifique la estructura no sabré qué co-
mienzo es el acertado. Lo que está claro es que éste no sirve. El
cuento empieza detenido.

Paisajes
Analizo los espacios que aparecen en el relato. Una pensión,
una cafetería, la calle; todos tierra de nadie. Creo que no es mala
la elección, la falta de un lugar propio del protagonista puede in-
cidir en esa idea de no haber encontrado su propio lugar porque
no ha sido capaz de resolver su conflicto con el padre. Podría in-
corporarse el cuarto de baño, que es el lugar de los secretos, de lo
que no se comparte, de lo que se hace a solas.
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192 Gloria Fernández Rozas

Desenlace
En principio bien, aunque hay que ver si la nueva estructura
permite este final.

Equilibrio
Sobran cosas, se crean expectativas que no se desarrollan y
aparecen informaciones que no sirven para nada. Me refiero a
datos como su alergia al polvo o ese vecino que le roba, por
ejemplo.

Unidad
Claramente no la tiene. Como decía en el apartado de estruc-
tura, el texto son dos historias que no se rozan. El discurso no
puede salvar esta escisión tan grande.

Verosimilitud
No encuentro elementos que rompan la verosimilitud.

Argumentos secretos
Sin darme cuenta han salido algunos motivos literarios que
podrían reforzar y preparar el desenlace. El tema del robo apare-
ce enseguida, primero al hablar del tema del libro que está escri-
biendo: el plagio. Segundo, al hacer referencia a ese vecino de
habitación que le roba la fruta. Vuelve a aparecer al ser robado
por el alumno que, no solo no le paga, sino que le gorronea el
café. Sin duda es demasiado evidente, sobrecargado y lo que
puede ser un ingrediente interesante pierde de este modo toda su
frescura. Tendré que aligerarlo en este sentido, hacerlo más sutil,
menos obvio. Quitar alguna de estas referencias.
Faltan objetos, dejo demasiado peso en el narrador. Y muchas
de las cosas se podrían decir a través de los objetos: ropa, la mesa
de trabajo de Padilla, sus objetos de aseo.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 193

A partir de aquí ya me pondría a escribir una segunda versión


y, luego, una tercera. Y dejaría para la definitiva el repaso grama-
tical y estilístico. Pero en este ejemplo de corrección, voy a usar
también este primer borrador para trabajar algún aspecto gra-
matical. De hecho aparecen errores importantes que ya puedo
evitar en la segunda versión.
Aunque en este libro no se le dedique espacio, en la práctica
de la corrección la revisión gramatical (sintaxis, puntuación, or-
totipografía) ocupará una gran parte del trabajo.
Quizá sea interesante advertir del peligro de confiar esta mi-
sión a los correctores ortográficos automáticos que la informáti-
ca nos ofrece. El texto literario tiene matices que solo el autor
debe controlar. Esto no quita para que usemos su ayuda, pero
siempre decidiendo los cambios, palabra por palabra.
Lo que sí resulta muy práctico en la corrección es la herra-
mienta que, por ejemplo en el programa Word de Microsoft se
denomina «Control de Cambios». Supongo que todo el mundo la
conoce, lo que no hace todo el mundo es usarla. La ventaja de este
recurso es que permite una especie de reflexión permanente con
el texto por medio de los comentarios que se pueden añadir a
cada palabra. Con frecuencia no tenemos desde el primer
momento la seguridad absoluta sobre la conveniencia o no de un
cambio. Los comentarios que aparecen en el texto permiten tener
a la vista las dudas, las posibles soluciones, en notas claras y que
podemos ir cambiando en la medida que se va haciendo la luz.
escribiryreescribirfinalladrontimes2.qxp 30/10/2008 10:11 Página 194

194 Gloria Fernández Rozas

EL LADRÓN
|Padilla estaba convencido de que el hombre tenía
una infinita capacidad para soportar toda clase de
Comentario 1: El olor de
desgracias. De hecho, él era un buen ejemplo. Feo, la pensión es algo tópico.
abandonado por la única mujer que con interés amo-
roso se le había acercado en su vida, y malviviendo Comentario 2: Falta coma

en un cuarto de pensión |que olía a legumbres y a Comentario 3: Frase exce-


sivamente larga. La sucesión
esmalte de uñas|, Padilla dedicaba sus días a buscar de subordinadas quita toda
algo de acomodo, y a luchar por la vida con una fuer- fuerza narrativa al relato.
Mejor dividirla en dos o tres
za más bien escasa| pero que lograba regenerarse en frases cortas, que comuni-
cada |amanecer|. Se sabía avanzando por la cuerda quen una sola idea y que
consigan un mayor impacto.
floja pero, eso sí, con la barbilla en alto, para evitar La descripción de la habita-
el influjo del abismo que le tentaba sin |cesar.| | ción, bastante evocativa en
la clave de humor que pare-
Además de |escribir interminables notas para un ce tener esta narración,
libro| con el que pretendía acometer el tema del pla- queda debilitada.

gio como salida a escritores que, con los años habían Comentario 4: Utilización
excesiva de lugares comu-
perdido la capacidad de fabular, Padilla pasaba sus nes. La poética dudosa de
horas dedicado a la limpieza, a despojar concienzu- este párrafo podría sugerir
dos posibilidades: una
damente la alfombra o la tapicería de restos de fibra narración deliberadamente
a los que era muy |alérgico|. "kitsch" o el simple mal
gusto. Para entrar en el pri-
Estaba convencido, también, de que no iba a ganar mer terreno, que puede ser
la partida de ajedrez, un interminable reto con un perfectamente válido, las
imágenes deben tener cierta
vecino de cuarto que aprovechaba cualquier descui- originalidad, pero ésta es
do para robarle las naranjas o algún bote de melo- inexistente en frases como:
"el influjo del abismo que le
cotón. El destino, en fin, le había dado la espalda, y tentaba..." o "con la barbilla
era cosa de seguir aguantando el embate de la mala en alto".

suerte. Comentario 5: Frases muy


largas y sin acciones originales
Aquella tarde se encaminó hacia una céntrica cafe- en todo el primer párrafo
tería para dar la clase a un alumno del que cada vez Comentario 6: Tópico del
estaba más harto. Cinco años atrás, cuando aún eran libro interminable.

tiempos |de cierto esplendor|, un individuo indeciso y Comentario 7: Aparece el


mismo problema: frases
amarillento se había presentado en su casa para poco contundentes y utiliza-
pedirle que le ayudara a escribir una carta. Padilla no ción de lugares comunes.

vio ningún problema en ello, y menos aún cuando el Comentario 8: Concretar


ese “esplendor”. Así no sig-
hombre estaba dispuesto a pagarle lo que fuera. nifica nada. Y es un tópico.
Quedaron en verse cada quince días durante los cua-
les el alumno trabajaba la sintaxis, las conjugaciones
verbales y las normas de cortesía epistolar.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 195

Comentario 9: Falta coma

Cinco años después| redactaba mejor que su maes- Comentario 10: Falta coma

tro| | pero había olvidado por completo a quién y Comentario 11: Poética
dudosa: "entresijos de su
aquello que quería contar. Así que seguían con sus alma..."
clases, buscando en los entresijos de su alma senti- Comentario 12: El sonido
mientos o sucesos dignos de ser narrados, y recons- “illa” se repite mucho en este
tramo: Padilla, frasecilla….
truían recuerdos con la intención de identificar a la
persona que le había llevado a emprender semejante Comentario 13: Fuera de
tono
|empresa|.
Comentario 14: Falta cie-
Pero hacía más de dos años que el tipo no le paga- rre de comillas
ba y Padilla no entendía muy bien por qué seguían Comentario 15: Fuera de
viéndose. tono
Dio su clase entregado a fondo a la lección y cuan- Comentario 16: Correcciones
debidas a falta de concordancia
do el alumno se fue, |Padilla| se sintió más timado que
nunca. No solo porque una tarde más el |hijoputa| con- Comentario 17: Se recurre
al discurso directo y se omi-
seguía escaquearse de pagar los cafés con la dichosa ten los signos distintivos
frasecilla de “Hoy te toca pagar a ti ¿verdad?|,| sino (comillas), es decir que el lec-
tor debe participar activa-
porque comprobaba su propia falta de límites, su mente al identificarlo y
paciencia enfermiza y su |soplapollez| |infinita|. entenderlo como tal, como
hace Cortázar en "La señorita
Moviendo la cabeza como si se dijera no escar- Cora" por ejemplo. La cues-
mientas, Padilla, no escarmientas, se acercó al mos- tión es que tal vez no es per-
tinente utilizar en un mismo
trador para pagar la |consumición|. Mientras capítulo ambas posibilidades:
esperaba ser atendido vio que en el suelo, medio discurso directo claramente
señalado y discurso directo
enterrado entre servilletas arrugadas y cáscaras de no señalado, en favor de la
cacahuetes, había un monedero de señora. armonía y unidad de estilo

Sin una sola duda se agachó para cogerlo y entregár- Comentario 18: Signo invertido
selo al camarero. Seguramente la dueña no tardaría en Comentario 19: La misma
darse cuenta del extravío y volvería a buscarlo. duda con estas dos últimas fra-
ses que en el comentario 17
Lo acababa de coger cuando oyó gritar desde la
Comentario 20: Aquí
puerta del bar. ¡Ladrón|¡| ¡Al ladrón que me ha roba- observo una sucesión de fra-
do el |monedero|! ses que deberían tener senti-
do por sí solas pero que no lo
Padilla supo que también esto iba a aguantarlo. Y tienen, "Y que todos le mira-
ran", por ejemplo. En teoría
que todos le miraran. Y los insultos y los empujones esto es gramaticalmente un
de una mujerona que le agredía con unas inmensas error (al menos eso parece),
sin embargo se suele aceptar
tetas embutidas en un suéter negro. Y el calambre en favor del estilo. Este
puede ser un asunto intere-
que le producía tener el brazo en alto con el mone- sante para el lector. Hasta
dero como si estuviera mostrando a todo el mundo el qué punto se puede ser flexi-
ble en cuestiones gramatica-
objeto de su |delito|. les, qué concesiones son
permitidas. Ver
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196 Gloria Fernández Rozas

Se sintió rodeado por gente que le aturdía con sus


voces. El camarero |desde| detrás de la barra le pre-
guntaba con malos modos si el monedero era suyo.
|Y, claro,| Padilla, que seguía con la mano en alto,
respondió que no. Comentario 21: Quitar y
poner comas
Y s|upo| que también podría soportar la presión
de las miradas, la sonrisa del camarero, los gritos Comentario 22: Innecesario.
Ese “claro” se sale del tono
de la dueña pidiendo que llamaran a la policía,
Comentario 23: No es reco-
diciendo que seguramente el muy cabrón la había mendable comenzar una frase
seguido desde el despacho del notario, porque con una conjunción.. Si se
abusa resulta repetitivo y
resulta que precisamente acababa de cobrar un che- estridente
que al portador de quinientas mil |pesetas|.
Comentario 24: Evitar la
Y fue entonces cuando creyó ver una |baliza que utilización excesiva de "y"
le impedía la marcha|, |una sombra más grande que en esta zona

él|. |Las piernas le invitaban a desplomarse| mien- Comentario 25: Término


marino que no corresponde
tras unas lágrimas extrañadas empezaron a rodarle al mundo del relato
por |sus| mejillas. La gente que le rodeaba se había
Comentario 26: Además,
girado hacia la mujer para seguir mejor las expli- las balizas son pequeñas
caciones, para enterarse de cómo ella había sospe-
Comentario 27: Raro: las
chado que la venía siguiendo. piernas no invitan a desplo-
Padilla notaba ahora una presión en el pecho, el marse

codo de alguien que le empujaba hacia atrás. |Y| Comentario 28: Mejor
“las” en vez de “sus”
fue reculando, cediendo a la fuerza que le repelía,
los cuerpos que le expulsaban en su afán por oír de Comentario 29: De nuevo
muchas frases comienzan con
primera mano lo que la mujer no dejaba de relatar, “Y”. Resultan muy machaconas
sintiendo que la libertad le esperaba a su espalda, Comentario 30: Expresión
que la puerta se abría, que el destino, al fin, se apia- rebuscada, e incorrecta.
Mejor punto y verbo en
daba de su persona y le mostraba una calle algo forma personal: “Subió…”
mojada que le invitaba a correr.
|No dejó de hacerlo hasta llegar a su casa| y subió
las escaleras con la respiración sobresaltada. El
monedero latía en su mano como un segundo
corazón.

Sin más, me pongo a escribir un nuevo borrador. Voy a tratar


de incorporar estas reflexiones a la historia, pero sé que mi tra-
bajo no acaba tampoco en esta segunda versión. Una nueva lec-
tura, una nueva reflexión y vuelta a empezar.
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Segunda versión

PADILLA

El estruendo en la calle iba a más y Padilla terminó por abrir la


ventana del baño y asomarse, con media cara tapada por la espu-
ma de afeitar. Un coche se había estrellado contra una acacia y la
gente sacaba en ese momento al conductor. No parecía estar heri-
do, pero lo tendieron en el suelo y lo taparon con una manta. El
árbol no había tenido tanta suerte. Una de sus ramas se había que-
brado y cortaba la calle.
—Muévete, gilipollas, ¿te quieres mover de una vez, maricón de
mierda?
Un policía había sacado su porra y se dirigía hacia el conductor
de un Renault rojo que acababa de insultarle, cuando los golpes en
la puerta del baño obligaron a Padilla a ocuparse de su barba.
—¡Ya voy! Que no pueda nunca acabar tranquilo…
Se limpió deprisa los grumos de espuma que le colgaban del bi-
gote y abrió la puerta para evitar que entrara Francisca, que estaría
ya a punto de usar su llave maestra.
—Qué prisas, oiga, todos los días igual.
—Todos los días igual, ustedes. ¿Es que no saben que hay otros
huéspedes que tienen que irse a trabajar? Ande, salga de una vez,
que hay un hombre que pregunta por usted.
—¿Por mí?
Cuando Padilla entró en el salón encontró a un tipo muy gran-
de, tanto que su cuerpo ocupaba más de la mitad del tresillo. Ma-
noseaba un llavero como si estuviera nervioso y se puso en pie al
verle entrar.
Padilla solo había visto en las revistas a un hombre tan musculado.
—Necesito que me enseñe a escribir. Tengo que escribir una
carta.
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198 Gloria Fernández Rozas

—Se la puedo escribir yo.


—No, tengo que hacerlo yo. Y me urge.
—Es que enseñarle a escribir es cosa de mucho tiempo y ahora
no puedo. Estoy acabando un libro y también me urge entregarlo.
El editor…
—¿Un libro?, ¿usted escribe libros? Pensé que era maestro. ¿Y
de qué va?
—Sobre el plagio, el fraude, ya sabe, hacer creer a los demás
que se es lo que no se es. Lo siento, pero no voy a poder ayudarle.
—Qué faena, tenía que escribir…
—¿A quién…?
—Hace mucho que sé que tengo que escribir esa carta.
—Lo siento, de verdad, pero no puedo ayudarle.
—A mi padre, es una carta que tengo que escribir a mi padre.
A Padilla le pareció que el hombre de pronto perdía altura. Las
manos aún jugaban con un llavero de cobre que parecía la llama de
la Estatua de la Libertad. Se había quedado callado, ahí, en medio
del salón, quieto, mirando sus manos, el llavero, esperando.
—Venga, quizá no nos lleve tanto tiempo, después de todo. Los
martes tengo un rato libre por las tardes —Padilla se sorprendió de
oír su voz.
—No sabe cómo se lo agradezco. Aquí estaré como un clavo.
—No, aquí no. Mejor en un bar —apuntó la dirección en una li-
breta que había junto al teléfono—. Sobre las cinco. Está al otro
lado del puente, suele estar tranquilo a esas horas.

A partir de ese día se encontraron todos los martes. Se senta-


ban en un rincón del local, ajenos a los demás clientes, y el alumno
mostraba a Padilla folios y folios de letras torpes que, poco a poco,
fueron enderezando su trazo.
Un día, Padilla lo felicitó por su entusiasmo y el hombretón se
derrumbó sobre la mesa deshecho en lágrimas. Instintivamente
trató de animarlo y se le acercó y le palmeó el hombro. El tipo tenía
los ojos muy pequeños y enrojecidos, pero no parecía incómodo. A
las palabras de ánimo asentía sin más. Padilla sabía que su papel de
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 199

maestro también incluía eso, sobre todo cuando se trataba de al-


guien que estaba poniendo tanto interés por aprender.
—¿También usted es de la Dolorosa? Mi madre era de la Dolo-
rosa. Pobrecita.
La medalla se le había salido por la abertura de la camisa al
hacer el gesto de acercarse al gigante.
—No, es solo un recuerdo —Padilla escondió la medalla en su
lugar.
—De su madre. La mía murió de pena. Ese cabrón nunca la respetó.
Durante esas semanas Padilla sintió muchas veces ganas de pre-
guntarle por el contenido de la carta. Pero no terminaba de atre-
verse, a pesar de que su alumno iba cogiendo tanta confianza que
ya había empezado a tutearlo.
—¿Y tú no tienes nombre?
—Sí, pero todo el mundo me llama Padilla. Ya mi padre me lla-
maba así.
—Y me quejo yo del mío, pero también debía de ser raro el
tuyo, eh, llamar a un niño como si fuera un empleado de gasoline-
ra. ¿No sería escritor también?
—No, era militar.
—No me digas más, os tendría firmes.
—Sí, firmes y siempre con miedo a que nos torciéramos.
—¿También a ti te pegaba?
—Una vez me dio una paliza que casi me mata. Me pilló con el
bolso de mi madre. Me gustaba mucho jugar con sus cosas. Aún lo
veo en la puerta gritándome que soltara el bolso.
—¿Cuándo vamos a empezar a escribir la carta?
—Pronto, aún tienes que aprender a separar bien las palabras.
—¿La semana que viene tú crees que podremos empezar? Estás
mejor sin bigote, sabes, pareces más joven.

Se acordó de este comentario cuando una mañana salió de la


ducha y vio su cara difuminada por el vaho en el espejo del baño.
Le pareció ver el rostro de su madre. En los ojos se parecían. Y ahora
que estaba más delgado, también en la curva del la barbilla.
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200 Gloria Fernández Rozas

Ese día tuvo que avisar a su alumno para suspender la clase.


Algo le había sentado mal y prefería no salir de casa. Pero durante
la conversación cambió de idea. Lo notó decepcionado y ansioso.
Le habían llegado noticias.
—No quiero que se muera sin que lo sepa.
Cuando Padilla llegó al bar ya estaba allí su alumno. Estaba muy
excitado y le mostró, con cara de súplica, las páginas escritas.
—Es que no puede morirse sin saberlo. ¿Me entiendes? Tene-
mos que escribir ya la carta.
—¿Qué vas a decirle?
Una mujer salió sofocada del bar, como si acabara de enterarse
de una mala noticia. Algunos clientes se asomaron para verla alejar-
se. Reían. Desde la ventana también él la veía.
—Que fui yo. Que el autógrafo de la Sarita Montiel se lo rompí
yo. Que no fue mi madre. Siempre presumiendo de cómo la había
conocido. Se lo hubiera dicho entonces, pero ella no me dejó. No
me importaba que me moliera a palos, pero no me dejó. No puede
morirse sin saberlo. Yo no podría vivir si se muere sin saber cómo lo
odiaba. Nadie puede escribir esta carta por mí. Y tenemos que ha-
cerlo hoy.
Padilla no sabía qué decir. Se le quedó mirando sin saber muy
bien qué decir. Sintió un escalofrío y unas ganas horribles de vomi-
tar, pero no dijo nada. Luego, hizo señas al camarero para que se
acercara. Cuando le trajo la manzanilla, protestando por tener que
servirle en la mesa, ya estaban haciendo el primer borrador de la
carta.
Casi una hora después, Padilla vio a su alumno alejarse por la
acera. Le pareció que todo temblaba a su paso.
Aunque eran las siete de la tarde, parecía noche cerrada. Le
apetecía poco salir a la intemperie, pero se puso el abrigo y se
acercó a la barra para pagar. A esas horas ya había mucha gente en
el bar y le costó trabajo abrirse paso para que le atendieran.
Mientras le cobraban miró el suelo sin mirar y le pareció ver, entre
servilletas y cáscaras de cacahuetes, un monedero. Se agachó a
cogerlo y se acordó de la mujer que un rato antes había salido
corriendo.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 201

Lo estaba abriendo para ver si había algún dato de su dueña,


cuando desde la puerta del bar oyó sus gritos:
—¡Ladrón! ¡Suelta eso de tus manos! ¡Es mi monedero! ¡Me ha
robado el monedero!
Padilla pensó que su estómago le estaba jugando una mala pa-
sada, y aunque todos le miraban y le aturdían con sus voces, sus
ojos no podían apartarse de aquella boca, que de pronto le resultó
tan familiar, y que no dejaba de gritarle. Le dolía el brazo de tener-
lo en alto mostrando el monedero, pero la gente le aprisionaba de
tal modo que no podía bajarlo. La mayoría se había girado hacia la
mujer, que estaba ya junto al corrillo que le rodeaba, y había em-
pezado a explicar cómo la habría seguido hasta el bar desde la no-
taría, y cómo, después de robarle el monedero, se habría hecho el
remolón en el bar para que nadie sospechara. Pero a ella no se le
olvidaba una cara. Que había vuelto porque solo podían habérselo
robado allí. Que en cuanto lo vio supo que no era de fiar.
Padilla notaba ahora una presión en el pecho, el codo de al-
guien que le empujaba hacia atrás. Y fue reculando, cediendo a la
fuerza que le repelía, los cuerpos que le expulsaban en su afán por
oír de primera mano lo que la mujer no dejaba de relatar. Sintió el
aire fresco a su espalda, que la puerta se abría y le mostraba una
calle que le invitaba a correr.
Corrió por las calles. Miraba su imagen quebrarse y resurgir en
los escaparates. Cruzó el puente. La pensión quedó atrás y supo lo
que allí dejaba, pero ya no podía parar de correr. El monedero
latía en su mano como un segundo corazón.
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Algunos testimonios

¿Todos los escritores corrigen? Lo cierto es que sí, que salvo


raras excepciones, la mayor parte del tiempo de escritura los
escritores lo pasan corrigiendo, luchando con las palabras, tra-
tando de encontrar ese matiz necesario que las haga únicas e
imprescindibles.
No hay más que echar un vistazo a la correspondencia de
Gustave Flaubert para comprender lo laborioso que le resultó
componer su obra. Veamos algunos de sus comentarios. Veamos
también la manera en que otros escritores afrontan esta etapa de
la creación.

GUSTAVE FLAUBERT
(Correspondencia con Louise Colet)
Noche del viernes 14, 15 de agosto, 1h., 1846.
Auguras que un día haré hermosas cosas. ¿Quién sabe? (esta
es mi gran palabra)... Solo se llega a alcanzar el estilo tras una
labor atroz, con una obstinación fanática y abnegada.

Noche del sábado, 2h., Croisset, octubre 1847


Has de saber que estoy agotado de escribir. El estilo, que es algo
que me tomo muy en serio, me altera los nervios horriblemente. Me
lleno de despecho, me reconcomo. Hay días en que estoy enfermo
y por la noche tengo fiebre. Cada vez me siento más incapaz de ex-
presar la Idea. ¡Qué extraña manía la de pasarse la vida consu-
miéndose a propósito de palabras y sudando para redondear frases!
Hay veces, es cierto, que se disfruta enormemente; pero, ¡con cuán-
tos desánimos y amarguras pagamos ese placer! Hoy, por ejemplo,
he empleado ocho horas en corregir cinco páginas, y creo que he
trabajado bien. Juzga para lo demás; es lamentable.
escribiryreescribirfinalladrontimes2.qxp 30/10/2008 10:11 Página 204

204 Gloria Fernández Rozas

Croisset, jueves, 4h. de la tarde, 22 de julio de 1852


Estoy copiando, corrigiendo toda la primera parte de Bovary.
Me escuecen los ojos. Querría, de un solo vistazo, leer esas ciento
cincuenta y ocho páginas y resumirlas con todos sus detalles en
un único pensamiento. Dentro de ocho días, contando desde el
domingo, releeré todo a Bouilhet y al día siguiente o al otro, me
verás. ¡Qué perra es la prosa! Nunca se acaba; siempre hay algo
que rehacer. Sin embargo, creo que puede obtener la consistencia
del verso. Una buena frase en prosa debe ser como un buen verso,
insustituible, igual de rítmico, igual de sonoro. Esa es, al menos,
mi ambición (estoy seguro de una cosa, y es de que nadie ha ima-
ginado jamás un modelo de prosa tan perfecto como el que yo
concibo; pero en lo relacionado con la ejecución, ¡cuántas flaque-
zas, cuántas flaquezas, Dios mío!). Tampoco me parece imposible
conceder al análisis psicológico la rapidez, la claridad, el arreba-
to de una narración puramente dramática. Nunca ha sido inten-
tado y sería hermoso. ¿Lo habré conseguido un poco? No lo sé.
Actualmente no tengo una opinión clara sobre mi trabajo.

Croisset, domingo noche, 19 de febrero de 1854


Sólo vivimos por el aspecto externo de las cosas; por lo tanto
hay que cuidarlo. En cuanto a mí, declaro que concedo más im-
portancia a lo físico que a lo moral. No hay desilusión que me haga
sufrir tanto como una muela picada ni propósito necio que me mo-
leste más que una puerta que chirría, y por eso la frase mejor in-
tencionada fracasa en su efecto desde el momento en que hay en
ella una asonancia o una ambigüedad gramatical.

(A Ernest Feydeau)
Croisset, ¿mayo? de 1859
El estilo se encuentra bajo las palabras tanto como en el inte-
rior de las palabras. Es tanto el alma como la carne de una obra.

ITALO CALVINO
(Entrevistado por Damien Pettigrew)
Escribo a mano, y hago muchas, muchas correcciones. Diría
que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 205

cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo.


Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con
una caligrafía diminuta. Llega un momento en el que ni siquiera
yo mismo puedo descifrar mi letra, así que uso una lupa para ver
lo que he escrito. Tengo dos caligrafías diferentes. Una es de buen
tamaño, con letras bastante grandes: las «o» y las «a» tienen un
gran agujero en el medio. Esa es la caligrafía que uso cuando
estoy copiando o cuando estoy bastante seguro de lo que estoy es-
cribiendo. Mi otra caligrafía corresponde a un estado mental
menos seguro y es muy pequeña: las «o» son como puntos. Es muy
difícil descifrarla, incluso para mí mismo.
Mis páginas están siempre cubiertas de tachaduras y revisio-
nes. En una época hacía una cantidad de versiones manuscritas.
Ahora, después de la primera versión, manuscrita y llena de ta-
chaduras y agregados, empiezo a mecanografiar, descifrándola
sobre la marcha. Cuando finalmente releo la versión mecanogra-
fiada, descubro un texto absolutamente distinto, al que con fre-
cuencia vuelvo a revisar. Después hago más correcciones. En
cada página intento primero hacer las correcciones a máquina,
después corrijo un poco más a mano. Con frecuencia la página se
vuelve tan ilegible que tengo que volver a mecanografiarla. Envi-
dio a esos escritores que pueden seguir adelante sin corregir.

JORGE LUÍS BORGES


(Entrevistado por Ronald Christ)
Al escribir sus cuentos, ¿revisa usted mucho?
Al principio sí lo hacía. Después descubrí que cuando un hom-
bre llega a cierta edad encuentra su verdadero tono. Hoy día trato
de repasar lo que he escrito durante las últimas dos semanas o así
y, por supuesto, hay muchos errores y repeticiones que evitar,
ciertos trucos favoritos de los que no debe abusarse. Pero pienso
que lo que escribo ahora se encuentra siempre a cierto nivel y que
no puedo mejorarlo mucho ni tampoco arruinarlo mucho.
Consecuentemente, dejo que salga, me olvido de ello y me pongo
a pensar en lo que estoy haciendo. Las últimas cosas que he esta-
do escribiendo han sido milongas, canciones populares.
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206 Gloria Fernández Rozas

JUAN RULFO
(En Pedro Páramo, treinta años después)
En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el pri-
mer capítulo de una novela que, durante muchos años, había ido
tomando forma en mi cabeza. Sentí, por fin, hacer encontrado el
tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto
tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que
debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto
a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos
verdes y azules.
Al llegar a casa después de mi trabajo en el departamento de
publicidad de la Goodrich, pasaba mis apuntes al cuaderno. Es-
cribía a mano, con pluma fuente Sheaffers y tinta verde. Dejaba pá-
rrafos a la mitad, de modo que pudiera dejar un rescoldo o encon-
trar el hilo pendiente del pensamiento al día siguiente. En cuatro
meses, de abril a agosto de 1954, reuní trescientas páginas. Con-
forme pasaba a máquina el original, destruía las hojas manuscritas.
Llegué a hacer otras tres versiones que consistieron en redu-
cir a la mitad aquellas trescientas páginas. Eliminé toda divaga-
ción y borré completamente las intromisiones del autor. Arnaldo
Orfila me urgía a entregarle el libro. Yo estaba confuso e indeci-
so. En las sesiones del centro, Arreola, Chumacero, la señora
Shedd y Xirau me decían: «Vas muy bien». Miguel Guardia encon-
traba en el manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas.
Ricardo Garibay, siempre vehemente, golpeaba la mesa para in-
sistir en que mi libro era una porquería.

HENRY JAMES
(Cuadernos de notas)
34 De Vere Gardens, 2 de febrero de 1889
[...] esta vez, creo, es de veras un buen tema: salvo que de-
masiado pálido. Me he empeñado en contar y describir dema-
siado —teniendo en cuenta los data de los que parto—, una de
las razones para lo cual estribaba en el miedo a que la historia
fuese demasiado sucinta. Por miedo a hacerla demasiado pe-
queña, la he hecho demasiado grande. Como error, sin embargo,
es bueno, y vislumbro la salida. Variedad y concisión debe ser mi
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 207

fórmula para el resto del relato —rapidez y acción—. Como de


costumbre, desde luego, me he extendido en exceso con el primer
capítulo —he sido demasiado complacientemente descriptivo e
ilustrativo—. Pero puedo repararlo con solo aplicar un poco de
voluntad —voluntad de atenerme a la brevedad y la rapidez en el
manejo de los diversos episodios—. Es imposible que me quepan
todos a menos que tenga esto en cuenta.

RAYMOND CARVER
(Entrevistado por Mona Simpson)
Describa lo que ocurre cuando escribe un relato.
Escribo rápidamente el primer borrador, como dije. En gene-
ral, manuscrito. Simplemente, lleno las páginas tan rápido como
puedo. En algunos casos, uso una especie de taquigrafía personal,
notas de lo que haré más tarde, cuando vuelva al relato. A veces
tengo que dejar algunas escenas inconclusas, incluso no escritas;
son ésas las escenas que requieren más tarde un meticuloso cui-
dado. Quiero decir, todo requiere un meticuloso cuidado, pero
dejo algunas escenas para la segunda o tercera versión, porque
hacerlas bien me llevaría demasiado tiempo en el primer borra-
dor. Ahí se trata de consignar un bosquejo, el sostén del relato.
Después, en las revisiones siguientes me ocupo del resto. Cuando
termino la versión manuscrita, mecanografío una segunda ver-
sión y de ahí parto. Siempre me parece diferente, mejor, por
supuesto, si está mecanografiada. Cuando estoy escribiendo a
máquina la primera versión, empiezo a rescribir y a agregar y qui-
tar un poco. El verdadero trabajo viene después, cuando ya he
hecho tres o cuatro versiones. Lo mismo ocurre con los poemas,
aunque los poemas pueden tener cuarenta o cincuenta versiones.
Donald Hall me dijo que a veces escribe cien versiones de sus poe-
mas. ¿Se imagina eso?

JOHN CHEEVER
(Entrevistado por Annette Grant)
¿Cómo sabe cuándo un cuento está bien? ¿Lo sabe desde el prin-
cipio o va criticando a medida que escribe?
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208 Gloria Fernández Rozas

Creo que la ficción tiene cierto peso. Por ejemplo, mi último


cuento no está bien resuelto. Tengo que reescribir el final. Supon-
go que es cuestión de lograr que exprese una idea determinada.
Hay una forma, una proporción y uno sabe cuándo algo anda
mal.
¿Por instinto?
Supongo que, en el caso de alguien que ha escrito durante
tanto tiempo como yo, es probablemente por lo que se denomina
instinto. Cuando algo sale mal, simplemente no está bien.
¿Cómo sabe cuando un libro llega a una conclusión satisfactoria?
En toda mi vida, nunca terminé nada para mi absoluta y du-
radera satisfacción.

RICHARD FORD
(Entrevistado por Bonnie Lyons)
¿Y las correcciones?
Siempre hice muchísimas correcciones en todos mis libros,
excepto en el segundo —La última oportunidad—, que fue leído
por Donald May cuando estaba escrito en primera persona. Nos
encontrábamos en Nueva York, en ese barcito irlandés al lado de
Algonquin, y me dijo que no era bueno. Fue un momento horrible.
Estábamos en ese barcito oscuro y melancólico y Donald puso las
manos sobre la mesa, me miró y dijo: «No me gusta tu libro».
¡Uyyy! Tuve que respirar hondo y tragármelo. Después dije: «Está
bien, dime todo lo que puedas». Me dijo todo lo que no le gustaba
del libro y además me dijo que no sabía qué demonios iba a hacer
yo con él, porque tal como estaba era impublicable.
¿Y cuál fue el destino de ese libro?
Lo retomé y cambié el punto de vista de la primera a la terce-
ra persona. Fue publicado, pero muy poca gente lo leyó. Ahora se
vende en edición de bolsillo y alguien está haciendo una película
basada en él... así que llegó a tener vida propia y lectores.
¿Donald May no lo llamó para decirle: «Bueno, estaba equivocado»?
No estaba equivocado. Tal como lo había escrito, no era un
buen libro. Pero modifiqué el punto de vista y al hacerlo permití
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 209

que el libro admitiera toda la riqueza de material que la primera


persona no había admitido. No sabía qué sacrificios iba a costar-
me un cambio como ése, pero me llevó otro año volver a imagi-
narlo en tercera persona.
¿El punto de vista de la primera persona es más fácil?
No creo que sea más fácil, por lo menos en sentido genérico.
Cada manera de narrar tiene sus bellezas y sus dificultades.
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Decálogo más once

Cree en tu intuición, pero no termines de fiarte de ella.

II

Desenamórate de lo que tu mano escribe.


Con esa distancia escucha su voz.

III

Comprueba que lo que hay es suficiente para comprender


la historia. Pero ni una palabra de más.

IV

Recuerda que todo, todo lo que interviene en


una ficción, está a su servicio.

No pongas piedras en el camino del lector. Hasta un insignificante


adjetivo puede ser un obstáculo que le obligue a detenerse.

VI

La sutileza es una virtud. La economía, otra.

VII

No abarates lo que escribes. Sé exigente,


no te conformes con facilidad.
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212 Gloria Fernández Rozas

VIII

No dejes que se te vea dentro de la ficción.

IX

Evocar y emocionar son las dos primeras reglas de lo artístico.

No te enamores del personaje antes de haber trazado


su destino. El amor impide la clarividencia.

XI

Ten en cuenta que la ficción es mucho más exigente


que la realidad para eso de las casualidades.

XII

Desconfía del camino fácil. Si es fácil estará trillado.

XIII

Considera inteligente al lector, porque lo es.

XIV

Lo artístico es sobre todo cosa de paciencia y tesón.

XV

Nunca des al lector todo lo que te pide.

XVI

No menosprecies lo pequeño. Una coma,


a veces, es una decisión moral.
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Escribir y reescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos 213

XVII

No hay nada inocente en las palabras.

XVIII

El talento es saber esperar.

XIX

Léelo todo, pero no te olvides de esa receta para ser un


hombre sabio: una mirada a los libros y dos a la vida.

XX

Aunque parezca increíble, la espontaneidad


es algo que se consigue con trabajo.

XXI

No olvides el consejo de Nabokov:


Confíe en la erección repentina de su vello dorsal.
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ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR

EN MADRID EL 15 DE NOVIEMBRE DE 2008


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