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Allí donde estalló la luz

Te busqué entre los destrozados,


Hablé contigo. Tus restos me miraron y yo
Te abracé. Todo acabó.

Raúl Zurita.

Te busco desde entones en todas las calles que recorro con mi paso vagabundo.
Perdí ya memoria de aquellos sones ¿Caribeños? ¿Africanos? Esos que sólo
aparecen cuando el olor ácido de tu presencia invade mi cama –en sueños o
visiones fugaces-, de aquél ayer perdido entre el humo y la niebla de mis miedos
más secretos.
La vida siempre fue para nosotros búsqueda y entrega impostergables. No
concebíamos existir sólo para repetir los viejos rituales, frenando el corazón ante
cada vano intento por mantener los equilibrados parámetros que nos enseñaron a
usar para defendernos de los demás ¿Fue esa la causa de la huída inadvertida
por todos los que nos despidieron? Partimos cobijados por el silencio de aquella
hora previa al amanecer para perseguir al destino que encontramos más acá de lo
irreal.

Tus dedos flacos recorren mi espalda desnuda. No te gustan mis pecas, son muy
absurdas (la piel trigueña es gruesa y fuerte, no debería tener esas manchitas
diminutas como islitas desperdigadas en el mar).
La verdad es que no te interesa mi anatomía, sólo te obsesiona esa cicatriz que
nunca te dejo mirar pero que palpas, hueles, besas y hasta oyes en las horas en
que el tedio nos vence y nos enterramos en nuestra soledad, hasta alcanzar esos
segundos de inconsciencia suprema en la que se mezclan el sudor con nuestros
gritos y el deseo de escapar de todo vestigio de realidad. No me mires, apaga la
luz para que sólo puedas adivinar mi silueta. Acércate casi reptando, no detengas
tu marcha, deja caer tu deseo sobre mis ansias. Así… pierde la noción de ti
mismo, confúndete, gira, no pienses, sólo siente… así… húndete en la bruma

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oscura que nos va tragando mientras tu corazón se acelera y todo se vuelve
temblor y latido…
Las horas muertas caen como hojas desmayadas ante nuestros ojos. Tú silbas
esa tonadita monocorde que siempre está en tu mente, agazapada entre los
fantasmas y tus preguntas aún sin hacer. Nuestro código es muy simple, no hay
palabras ni gestos, sólo presagios arrancados al viento, los que oteamos de la
mañana a través de ese humo pestilente que surge desde los basurales llenos de
niños, perros y gallinazos disputándose los desperdicios.
¿Qué buscas cuando vas allá como en sueños y regresas con esos silencios
viejos que hieren tu voz?

Amabas llegar hasta el malecón, sentarte en esa piedra resbalosa para sentir la
borrasca de las olas espumando a tus pies y quedarte muy quieto hasta que la
reventazón se hacía más violenta, mojándote de arena y sal. Regresabas
corriendo por el acantilado para beber ese café horroroso que hervíamos en latas
de manteca vacías. Para mí el día recién empezaba a dibujarse con claridad a
partir de la segunda taza, quizá porque mis sentidos se negaban a aceptar la
sordidez que nos iba envolviendo. Acaso fue por eso que mis lienzos acaparaban
todo mi mundo. Pintaba echada en el suelo disparejo del terrado, creando formas
y colores que luego tú descifrabas y nunca llegaste a entender. Te fui perdiendo el
paso poco a poco, cuando esa voz de colinas subterráneas te gritó que te fueras.
Yo no pude oírla, ni comprendí las señales de aquél día. Sin embargo seguí
acompañando tus desvaríos y juntos nos fuimos hundiendo en ese hueco del que
logré salir pero en el que tú aún te debates tercamente.
Morir es rozarse con la quimera y soñar con la realidad.

…Quiero alcanzar esa sombra que se escabulle cuando te veo tendida en la arena
pintando, bañada de sol. Mis silencios lo van royendo todo, me van ahogando en
el tráfago de mis días sin tiempo. Me aferro a este débil hilo que aún me conecta
con ese misterio insufrible que es existir. Me duelen tus ojos preguntándome ¿El
veneno de la memoria tiene antídoto? El eco de tus pupilas clavadas en mi

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mutismo acribilla mi alma. Sólo te pido que almacenes una chispa del extravío
que alcanzaré al liberarte de mí. Allí donde estalló la luz, quedará grabada la
cicatriz que dejó mi vuelo agónico sobre tu comarca anegada de soledad…

Me pregunto si alguna vez te amé. No, lo nuestro fue sólo el exterminio de la


inocencia, algo que perdimos en alguna esquina del tiempo. Tú eras mi único
punto de contacto con la realidad –ahora lo sé-. Aquella mañana en la que
decidiste fundirte con el viento y la sal y así acabar con tu frenética carrera, morí
yo más que tú.
Desde entonces me negué a regresar al terrado, dejé mis lienzos y el café, viajé y
viajo sin pasaporte ni destino por estos pueblos vetustos de niños sin infancia y
callejas dolientes. Desde entonces mi paso trotamundo no conoce descanso y
mis pestañas cargan con el peso de tus insomnios anegando el universo con tu
presencia.
Y es también por eso que aún sigo buscándote debajo de los escombros, con el
secreto anhelo de poder conjurar el horror de mis años mudos, almacenando en
el alma el otro lado de mis sueños. Sigo buscándote debajo de cada piedra para
quizá hallarte prisionero en el sótano de tus noches y devolverte a la vida que ya
no es más el túnel oscuro e inexorable por el que transitas como un niño aterrado.
Y aunque mi voz no te toque y mi cuerpo ahora sólo sea el despojo de lo que fui,
te seguiré buscando en el goce de mi muñeca seccionada, en la belleza de unos
dedos rozando la muerte, en las flores marchitadas que tercamente engasto en el
hueco de mi pecho.
Así será, a pesar que me entierres un cuchillo en los ojos cada vez que regresas
para llorarme con un ramo de azucenas al pié del acantilado, justo allí donde
estalló la luz, allí donde sólo yace el polvo de mis huesos, debajo de una pequeña
cruz sin epitafio.

Chorrillos, octubre de 2006.

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