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Staff
Moderadora
Deydra Eaton

Traductoras
Liillyana Adriana Alyssa Deydra
Eli Hart Ale Wilde Volkov Sofía Belikov
*~Vero~* florbarbero Snows Q Nats
francisca Polilla Cynthia
Valen Rose Julieyrr Delaney
Jasiel Odair Alexa Colton Gabibelieber
EyeOc Julie Val_17
4

Correctoras
Julieyrr Valentine Anakaren Alessandra
Key Ryder Gaz Holt Wilde
Melii MaryJane LIZZY’ NnancyC
Alaska gabibelieber Alyssa SammyD
Young Karool Shaw Volkov Victoria
Cotesyta Marie.Ang Jasiel Odair Momby
AriannysG Elle Cami G. Merlos
Chio West Val_17 Meliizza Ann Farrow
Eli Hart mariaespe Verito Mire
*Andreina F* Itxi Paltonika Pau!!

Diseño
Bruja_Luna_
Índice
Sinopsis Capítulo 19
Capítulo 1 Capítulo 20
Capítulo 2 Capítulo 21
Capítulo 3 Capítulo 22
Capítulo 4 Capítulo 23
Capítulo 5 Capítulo 24
Capítulo 6 Capítulo 25
Capítulo 7 Capítulo 26
Capítulo 8 Capítulo 27
Capítulo 9 Capítulo 28
Capítulo 10 Capítulo 29
5
Capítulo 11 Capítulo 30
Capítulo 12 Capítulo 31
Capítulo 13 Capítulo 32
Capítulo 14 Capítulo 33
Capítulo 15 Capítulo 34
Capítulo 16 Epílogo
Capítulo 17 Sobre la Autora
Capítulo 18
Sinopsis
Conoce a Sloane Emily Jacobs: una estresada patinadora artística
sobre hielo de Washington, DC, quien se atragantó durante las
competencias nacionales y no está segura de estar lista para un regreso.
Lo que sí sabe es que daría cualquier cosa para escapar de la masa de
miseria que es su vida.
Ahora conoce a Sloane Devon Jacobs: una valiente jugadora de
hockey sobre hielo de Filadelfia que ha sido suspendida de su equipo por
muchos golpes agresivos contra cadera. ¿Su castigo? Campamento de
hockey, ahora, que está jugando de la peor manera en la que haya jugado
jamás. ¿Si lo arruina? Su vida se acabará.
Cuando las dos Sloane se encuentran por casualidad en Montreal
y deciden cambiar lugares durante el verano, cada chica piensa que ella
es la afortunada: sin extraños para juzgar o reírse de Sloane Emily, ni
cazatalentos esperando que Sloane Devon sea una heroína. Pero a Sloane
E. no se le ocurrió que evitando lentejuelas y axels iba a conocer a un 6
sexi jugador de hockey, y Sloane D. no esperaba encontrarse con un
familiar (y muy guapo) rostro de casa. No pasa mucho tiempo antes de
que las Sloane descubran que convencer a la gente que eres alguien más
podría ser más difícil que ser tú misma.
1
Traducido por Liillyana
Corregido por Julieyrr

Sloane Emily
La música en mi cabeza va in crescendo, los timbales suenan como
una tormenta de verano. Empujo con fuerza el hielo y me doy la vuelta,
con el viento azotándome la cara con trozos de pelo. Coloco los brazos en
posición de arabesco. Miro por encima del hombro. Me agacho por la
rodilla, respiro hondo y salto, giro, giro... 7
Y aterrizo fuerte y rápido con un ruido de platillos que solo yo oigo.
—Maldita sea —murmuro. Quería un triple, pero una vez más,
fallé. Me acobardé en el último segundo y lo doblé, un movimiento que se
está convirtiendo rápidamente en mi firma. Y el aterrizaje fue una mierda
total. Prácticamente puedo oír la voz de mi madre en mi cabeza,
lamentándose de otro salto fallido.
Me pongo de pie y patino en círculo alrededor del centro del hielo
con las manos en las caderas, sacudiendo primero el pie derecho y luego
el izquierdo, mi movimiento estándar de “Contrólate, Sloane”. En dos
horas de práctica, conseguí hacer dos triples medianamente decentes, y
las dos veces estaba segura de que me iba a partir la pierna en dos con
la fuerza del aterrizaje.
El miedo que he tenido desde que empecé a practicar de nuevo hace
unos meses es cada vez más real: lo he perdido, y no va a volver.
Ejecuto un giro de camello bajo y rápido en el punto muerto del
hielo, como si la física del giro imposiblemente rápido enviara el miedo y
la duda volando hacia los asientos vacíos que hay sobre mí. Me enderezo
del giro un poco mareada e inmediatamente me enfado por no haber
centrado bien, algo que aprendí a hacer cuando solo tenía seis años. ¿Qué
me pasa?
Un rayo de luz entra por una puerta abierta en lo alto de la última
fila de las gradas. Veo a Henry bajando las escaleras desde el entresuelo,
con sus vaqueros reglamentarios y su jersey de lana raído. Su pelo gris
asoma por un gorro de lana negro y me pregunto, como suelo hacer, si
es el mismo que lleva desde que empecé a jugar en esta pista cuando
tenía cinco años o si lo cambia cada pocos años. Aunque hace un día
templado de treinta dos grados en Washington DC, Henry usa pantalones
largos y lana todo el año, y nunca le falta el gorro. Supongo que es el
resultado de toda una vida manteniendo una pista de hielo.
Baja las escaleras hasta que su nariz está casi pegada al cristal que
rodea la pista. Acelero el ritmo y hago un último triple, solo por él. Apenas
aterrizo y tengo que salirme medio segundo después de tocar el hielo,
pero Henry aplaude de todos modos.
—Hola, pequeña —me llama, su apodo cariñoso de cuando yo era
una patinadora pequeña. No le importa que ahora que mido un metro
sesenta y cuatro, soy una de las patinadoras más altas y tengo dieciséis
años, ese nombre ya no me sirva—. Es hora de cerrar. Fuera del hielo. —
Puede que Henry sea mi mayor fan, pero también es muy estricto con las
normas.
Patino hacia él y luego lanzo una fuerte parada de hockey como
James me enseñó cuando era niña. Las cuchillas emiten un satisfactorio
ruido sobre el hielo mientras patino hasta detenerme a centímetros de
donde está Henry. —¡Bueno, vale, me voy! —Respiro con dificultad por el 8
último salto, que probablemente ha sido demasiado para esta sesión.
Siento que mis muslos empiezan a hacerse gelatina.
Sacude la cabeza, sonríe y abre la puertecita para dejarme salir de
la pista. —¿No tienes escuela mañana?
—La escuela terminó, Henry —le digo—. La semana pasada.
—Así que supongo que será mejor que me acostumbre a echarte al
cierre durante los próximos tres meses, ¿eh?
—No —respondo—. De hecho, esta es la última vez que me verás,
Henry. Me voy a Montreal por la mañana.
—¿Te envían a alguna escuela privada de lujo o algo así? —Henry
se ríe. A él le gusta fingir que soy una señorita del cincuenta y cinco, y a
mí me gusta fingir que soy una patinadora rebelde. Él está un poco más
cerca de la verdad que yo.
—Peor. Campamento de skate. “Cuatro semanas intensivas de
entrenamiento con antiguos atletas olímpicos, rodeada de más de
cincuenta jóvenes promesas” —digo, citando el folleto.
—Un destino peor que la muerte, estoy seguro. Para alguien que
está aquí todas las malditas noches, ¿no es el campamento de patinaje
el plan perfecto para el verano?
—Aquí la única persona a la que tengo que impresionar eres tú, y
llevas aplaudiéndome desde que aprendí a patinar hacia atrás —digo.
—Te exiges demasiado —dice. Me pone la mano en el hombro—. No
es para tanto. O te gusta o no te gusta. O puedes hacerlo o no. ¿Y, niña?
Llevo años observándote y sé que puedes hacerlo. Lo que tienes que
averiguar es si te gusta.
Es un milagro que mis piernas de gelatina no se derrumben debajo
de mí inmediatamente. Sin embargo, Henry sabe que la pregunta es
demasiado grande para mí y ni siquiera espera una respuesta. Entra en
el hielo detrás de mí y se dirige lentamente hacia donde está la máquina
para pulir el hielo.
En los vestuarios, me quito los patines, me despojo de las mallas y
el leotardo y los sustituyo por unos vaqueros desgastados y una camiseta
blanca. Después de pasar horas girando en spandex, no hay nada mejor
que ponerse ropa holgada, suave y cómoda. En realidad, hay algo mejor:
meterse en un baño caliente. Pero según el mensaje de voz que mamá me
ha dejado antes, eso no está en el programa de esta noche.
Recojo mi ropa de patinaje y la meto en el bolsillo delantero de mi
bolsa negra de patinaje, anotando que la sacaré cuando llegue a casa
para que no se fermente. Me quito el elástico del moño y me miro en el
espejo para ver si puedo hacer algo con lo que veo, pero mi largo pelo
negro, normalmente brillante y liso, es un lío sudoroso y encrespado. Me
lo vuelvo a enrollar en un pseudomoño y lo sujeto con el elástico. Mamá 9
vendrá a recogerme en cualquier momento, así que no hay tiempo para
la ducha y el peinado que estoy segura preferiría.
Me miro por última vez en el espejo, me cuelgo el bolso al hombro
y atravieso la pesada puerta azul que da al vestíbulo. Atravieso el brillante
linóleo y salgo por la puerta principal, pero no hay ni rastro del reluciente
sedán plateado que conduce mamá, regalo de papá en su vigésimo quinto
aniversario. Saco el móvil del bolso y veo que aún le quedan diez minutos.
Mamá siempre llega a tiempo. Siempre tiene razón, y punto.
Vuelvo dentro a esperar.
Me acomodo en uno de los bancos del estrecho pasillo frente a las
vitrinas de trofeos. Probablemente he pasado días de mi vida sentada
aquí. Entre las clases, los entrenamientos y los partidos de hockey de
James, siento que la pista es la casa de mi infancia, no la casa colonial
de ladrillo de dos plantas de Alexandria. Rebusco en mi bolsa de patines
mi libro de lectura de verano, pero no está. En mi mente puedo ver mi
ejemplar de Retrato del artista joven en la mesita de noche. Detesto
quedarme sin nada que leer. Me levanto y me paseo por el suelo.
La vitrina de trofeos ocupa toda una pared del vestíbulo y, aunque
la he mirado cientos de veces, no puedo evitar echar un vistazo a las
fotografías de varios equipos de patinaje de la última década. Una chica
pequeña y desgarbada sonríe pícaramente en todas ellas, con un espacio
kilométrico entre sus dos dientes delanteros. Su pelo negro azabache,
cortado en una severa cuña, brilla en todas las instantáneas. En algunas
está levantando medallas hacia la cámara, en otras está haciendo
piruetas y en una incluso está haciendo salchichón. En todas parece
completamente feliz, como si fuera la reina del hielo.
Doy un paso atrás y me estremezco al ver las fotos de mi yo
adolescente. Gracias a Dios, crecí a pasos agigantados, me hice una
ortodoncia por valor de varios miles de dólares y por fin dejé ese horrible
corte de pelo bob que mi madre siempre decía que era “¡tan bonito!”. Si
fuera más delincuente juvenil, rompería el cristal y quemaría esas fotos.
Me imagino lo que dirían los periódicos al respecto.
La última foto es mía en las seccionales, a los trece años. Llevo un
vestido azul marino con brillantitos plateados en el cuello y una falda
corta con vuelo. Había decidido que era mi vestido de la suerte, porque
con él quedé primera en las regionales. Sostengo un ramo de rosas rojas
casi más grande que yo y enarbolo una medalla de oro sobre mi cabeza.
Me alegro de que no haya ninguna foto mía de los nacionales junior
de ese año. Me mostraría con el mismo vestido azul marino, patinando
sobre el hielo con el trasero tras no conseguir un doble... ¡un doble! Y ese
momento, hace tres años, fue el final de mi carrera competitiva, hasta
ahora.
Mi mente ya está yendo allí, a esa desastrosa rutina. Aumento la
velocidad, me doblo, salto, giro...
10
¡Honk! ¡Honk!
Me doy la vuelta. A través de las puertas de cristal veo el Mercedes
plateado de mi madre. Me sacudo los recuerdos, agarro mi bolso y salgo
corriendo hacia el coche.
—Emily Sloane Jacobs, ¿tienes que vestir como un chico de la calle
cada vez que vamos a cenar? —Mamá saca el coche a la carretera y al
instante se incorpora al tráfico. Su voz es aguda y grave, como se pone
siempre en los atascos de Washington cuando tiene que estar en algún
sitio muy importante.
Me encantaría saber cuándo fue la última vez que mi madre se
encontró con un niño de la calle, pero me guardo el comentario para mí.
Seguramente iría seguido de un comentario sobre mi “boca listilla”.
Cuando no digo nada ni me disculpo por mi aspecto, veo que sus
manos se tensan sobre el volante. —Sinceramente, ¿por qué no puedes
seguirme la corriente esta vez? Es nuestra última cena en familia antes
de que te vayas de campamento.
Me estremezco al oír la palabra “campamento”, que para mí no
evoca imágenes de tiro con arco, natación y divertidas manualidades con
purpurina. No. Este verano va a significar ampollas, bolsas de hielo,
entrenamientos matutinos, mallas, calentadores, guantes y orejeras,
tratando de evitar la secreción nasal durante sesiones de ocho horas en
el hielo. Va a significar presión de los entrenadores, presión de los
compañeros y, lo que es peor, presión de mí mismo. Habrá purpurina,
pero desde luego no será en divertidas manualidades.
—¿Viene James? —pregunto.
—Sí, James va a venir, es un miembro de esta familia, y al parecer
el único que sabe vestirse como un miembro civilizado de la sociedad. —
Suspira.
Si James viene, entonces esta cena definitivamente no es para
celebrar mi viaje al Centro Penitenciario Purpurina. Últimamente, James
ha sido exiliado extraoficialmente de las cenas familiares, desde que
anunció sus planes de hacer una doble licenciatura en biología y asuntos
internacionales con el objetivo de lograr “un futuro verde y pacífico”.
Cuando mis padres no están gritándole sobre una vida como hippie
abraza-árboles arruinado o “lo que parece” para mi padre, simplemente
están nadando en la negación total. En la última aparición de papá en
Fox, le dijo a esa estirada de Nina Shelby, con sus trajes impecables y su
pelo de casco, que James era estudiante de medicina.
Así que esta cena puede ser sobre la unión familiar, pero solo del
tipo que se ve bien delante de las cámaras. Se me hace un nudo en el
estómago. Estamos creando un espectáculo para la prensa, seguramente
para ayudar a ciertos artículos ciegos en los sitios de cotilleos de
11
Washington sobre un senador de alto rango jugueteando con una guapa
y joven empleada.
Este es el tipo de unión que hace que mi familia se sienta como si
estuviera dividida por la mitad.
—Por favor, Sloane. ¿Puedes arreglar… esto? —Mamá mueve una
mano en mi dirección.
No estoy segura de si está señalando mi atuendo o a mí, en general,
como persona.
Pero es inútil discutir. Nunca sirve de nada discutir con mis padres.
Además, mamá ya tiene bastante con lo que lidiar. Casi me da pena.
Rebusco en mi bolso hasta que encuentro una americana de lana
a cuadros y una pashmina de color camel, ambas apenas arrugadas. Es
lo mejor que puedo hacer dadas las circunstancias de la cena sorpresa.
Mamá echa un vistazo desde el asiento del conductor y se limita a decir:
—Cuando lleguemos a casa, esos vaqueros irán directos a la basura.
No tiene sentido decirle que los agujeros han sido colocados ahí,
estratégicamente y a la moda, por la buena gente de J.Crew, y que de
hecho he pagado un extra por los agujeros. Pero si no tuvo ningún
problema en tirar una minifalda de cuero rosa de Marc Jacobs que
costaba lo suficiente para alimentar a una familia de cuatro personas
durante un mes, no se lo pensará dos veces con mis vaqueros de ochenta
y nueve dólares. Como he dicho, casi me da pena.
Me enrollo el pañuelo al cuello y casi me estrangulo con él cuando
mamá gira bruscamente a la derecha en Pennsylvania Avenue, pisa a
fondo el acelerador y se detiene en el puesto de aparcacoches de Capital
Grille. En un movimiento rápido, sale del coche, se cuelga el bolso al
hombro y entrega las llaves a un empleado con el chaleco rojo. Me
despliego del asiento del copiloto. Mis músculos ya empiezan a estar un
poco tensos después de tantos saltos y aterrizajes.
El aparcacoches aparca el coche y mamá, vestida con un impecable
traje marfil, me da un último repaso. Obtengo el suspiro esperado, esta
vez con una mirada extra. —Abróchate la americana —me dice, gira sobre
sus talones y cruza la puerta giratoria.
Antes de que pueda seguirla, respiro hondo, cuadro los hombros e
intento ignorar el mal presentimiento que se me agolpa en el estómago.
Las cenas familiares de Jacobs suelen parecer bonitas desde fuera, pero
para los que están dentro parecen un interrogatorio de Guantánamo. Dos
horas de papá. Dos horas de mamá y papá.
Gracias a Dios que tendré a James.
Dentro del restaurante poco iluminado, me dirijo a la mesa grande
que está cerca del centro del comedor, pero cerca de una gran ventana
que da a la calle. Es el lugar para ver y ser visto, y ha sido nuestra mesa
habitual desde que papá dejó de ser senador junior hace cinco años. Me
12
apresuro a buscar el codiciado “asiento oculto”, aquel cuyo respaldo da
a la ventana. Aquí suelo evitar que me hagan fotos. Por suerte, James
aún no ha llegado o me la habría arrebatado. Solíamos pasar horas
discutiendo quién se quedaba con la silla. Normalmente ganaba yo, pero
lavaba mucha ropa y fregaba muchos platos para compensarlo. No
importa que mi madre emplee a una criada a tiempo completo; papá dice
que las tareas forjan el carácter.
Como si él supiera algo de carácter.
Mamá está sentada en su asiento habitual a la derecha de papá (su
asiento es el que da a la ventana, lo que garantiza una foto). Papá está al
otro lado de la sala charlando con uno de los muchos donantes de pelo
plateado y “amigos de la familia” que sin duda interrumpirán nuestra
cena esta noche. El camarero ya le está sirviendo a mamá una copa de
su pinot gris favorito.
Agarro mi copa de agua y empiezo a beber. El entrenamiento me
ha dejado agotada. Veo que mi madre me mira desde el otro lado de la
mesa y recuerdo que no es propio de una dama beber como si llevara días
perdida en el desierto, así que me contengo. Resistirse es inútil esta
noche. Tengo que superarlo. Casi me dan ganas de irme al campamento
de patinaje.
Casi.
—¡Seej! —Me giro al oír mi apodo desde que nací, la vocalización de
mis iniciales, S.E.J., ya que mi hermano de cuatro años no podía, o no
quería, decir “Sloane”. Alzo la vista y veo a James abriéndose paso por el
restaurante, y fiel a su estilo, va vestido como un miembro civilizado de
la sociedad de Washington, con caquis, una camisa a cuadros (con las
mangas remangadas, por supuesto) y zapatos náuticos de cuero con
borlas. Tiene el aspecto de alguien que ha pasado el día en una goleta
frente a la costa de Martha'’s Vineyard, y si no fuera por su pelo negro
azabache y el hueco de sus dientes delanteros, podría confundírsele con
un miembro del clan Kennedy. Tengo que reprimir una risita al
imaginármelo en una reunión de la sección de Georgetown de
Greenpeace. Debe de encajar perfectamente.
Me da un tirón del moño despeinado y se sienta en la silla contigua
a la mía, frente a mamá. Después de la silla de papá, es la que tiene más
probabilidades de hacerte aparecer en una foto del periódico con un pie
de foto sobre “reuniones y saludos” o “grupos de presión” o cualquier otro
eufemismo de Washington para recaudar dinero.
—Me alegro de verte, niña —me dice. Acomoda su silla y alisa una
servilleta de lino blanco sobre su regazo—. Aunque he oído que no te veré
mucho más. Campamento de patinaje, ¿eh? Creía que esos días se
habían acabado. 13
Mamá casi se atraganta con su sorbo de vino, pero logra un hipo
más digno. —Tu hermana se estaba tomando un descanso del patinaje
para centrarse en los estudios, pero echa mucho de menos el hielo. Está
lista para su gran regreso.
A duras penas consigo reprimir una mueca. Al otro lado de la mesa,
James me guiña un ojo. Estoy segura de que esas palabras exactas están
en algún comunicado de prensa, justo debajo de “El senador Jacobs
inicia su campaña de reelección”.
—Bueno, a por el oro, Seej —dice James. Le hace señas al camarero
para que se acerque y pide una cerveza. Mi madre añade rápidamente:
"En vaso, por favor". Antes de que la camarera se vaya, hacemos nuestros
pedidos: ensalada y pollo al horno para mamá; un entrante de pescado
que James confirma que es sostenible; lo de siempre, filete a término
medio, para papá; y una hamburguesa, patatas fritas y ensalada para mí
(con una mirada de reojo de mamá).
Finalmente, papá se sienta junto a mamá. Me doy cuenta de que
sigue pensando en el hombre de la mesa de al lado, en dinero o en política
o... ¿no es todo dinero? —¿Qué va a pedir cada uno?
—Ya hemos pedido, papá —digo, evitando el contacto visual—. Te
lo has perdido.
—Te pedí el filete —añade mamá, y le pone en la mano un vaso de
whisky de fondo grueso.
—Me alegro de verte, James —comenta papá entre sorbos de su
bebida—. ¿Qué tal los finales?
—Estupendos —responde—. Me fue muy bien. Creo que volveré a
entrar en la lista del decano.
—Excelente. Se lo diré al personal para que lo añadan al boletín —
dice papá. Ahogo un gemido—. ¿Ya has empezado a mirar facultades de
medicina?
—No, papá —dice James. Su sonrisa no se ha borrado. Tiene una
extraña habilidad para ignorar el cebo de papá y oír solo lo que él quiere
oír, como si el padre que ve sentado a la mesa saliera directamente de
una comedia de situación nocturna (y no de una de las disfuncionales).
No sé cómo lo hace. Aunque no debería sorprenderme. Papá hace lo
mismo—. Pero he empezado a buscar programas de política pública en
los que pueda centrarme en la política medioambiental. La Escuela
Kennedy tiene un programa estupendo.
Papá se anima al instante al mencionar Harvard y la política, y la
tensa conversación se anima un poco. Resulta chocante cómo parece
estar hablando con un hijo totalmente distinto, imaginando una dinastía
política mientras James parlotea sobre la política de agua limpia en el
tercer mundo en relación con las Naciones Unidas.
14
Llega la comida y me pongo a comer la hamburguesa. La única
cualidad redentora de estas cenas es que las hamburguesas de aquí son
posiblemente lo mejor que me he llevado a la boca. Hace un par de años
descubrí que podía conseguir que el chef les pusiera aguacate, y eso ha
hecho que toda la experiencia de la cena familiar sea mucho más
llevadera. Con el primer bocado, un espeso chorro de jugo de carne y
grasa corre por mi barbilla hasta la servilleta. Cielo.
—Sloane, ¿no es hora de que vuelvas a tu dieta de entrenamiento?
—dice mamá. Su cara se tuerce de disgusto—. Mucha fruta y verdura,
algo de proteína magra, ¿no? Tu cuerpo necesita un buen combustible
para rendir al máximo.
—Claro —digo entre bocado y bocado—. Seguro que habrá mucho
de eso en el campamento.
—Bueno, será mejor que empieces pronto —contesta mamá.
Empuja un poco los tomates cherry en el plato y, finalmente, se lleva uno
a los labios. Te juro que se pasa al menos cinco minutos masticando ese
tomate y, para cuando termina, yo ya me he comido casi toda la
hamburguesa.
—Déjala en paz —dice James—. Tiene muy buen aspecto. Y
además, es una atleta. Puede comer lo que quiera.
—Gracias, James —respondo, y le doy otro bocado monstruoso a
la hamburguesa.
—Estás preciosa, cariño —dice papá, y mamá suspira y bebe un
sorbo de vino, claramente enfadada porque papá no se ha puesto de su
parte y ha fomentado mi dieta “sana” (sin grasas, sin sabores, sin
diversión)—. Por eso tiene a Preston en el anzuelo. ¿Cuándo van a salir
por fin?
—Um, ¿nunca? —respondo. Mis padres intercambian una mirada.
Es la primera vez que me miran a los ojos esta noche. Ninguno de los dos
aprecia mi sarcasmo, por eso suelo mantenerlo en secreto. Al menos eso
les une.
—Preston es un joven agradable, Sloane —dice mamá.
En realidad, Preston Brockton-Moore es un reptil. Una serpiente
viscosa, repugnante y escurridiza que no quiere otra cosa que abrirse
camino a hurtadillas hasta un escaño en el Congreso, y también los
pantalones de todas las hijas de todos los políticos a este lado del
Potomac.
Papá, claro, lo adora, sobre todo porque su padre es Archibald
Brockton, que posee el delicioso doble atributo de tener más dinero que
Dios y ser propietario de una empresa de medios de comunicación.
¿Prensa y dinero gratis? Añade un recorte de impuestos y es la versión
de mi padre del paraíso en la tierra.
15
—Creo que ustedes dos hacen una gran pareja —dice papá—. Y
Archibald dijo que Preston se va a Princeton en otoño.
—Vale —digo, bajando los ojos a mi plato. No puedo mirar a papá
directamente. Hace meses que no puedo mirarlo.
—Bueno, te interesa Princeton, ¿no?
—Quiero ir a Brown —respondo—. O a Columbia.
—Pero también solicitarás plaza en Princeton, por supuesto. Y si
Preston ya está allí, seguro que eso te ayudará en tu decisión.
—Sí, en el sentido de que decidirás quedarte muy, muy lejos de
Princeton —me susurra James. Agradezco que lo haya dicho para no
tener que hacerlo yo.
—Oh, en serio, Sloane, actúas como si el chico fuera un asesino
con hacha —dice mi madre. Levanta la copa para tomar otro sorbo de
vino pero la encuentra vacía, así que la levanta hacia el camarero y le
hace un pequeño gesto con la mano—. Es listo y guapo y viene de una
familia maravillosa.
—Mamá, me arrinconó en aquella fiesta de beneficencia e intentó
abusar de mí. Estuvo robando bebidas del bar toda la noche.
—Esa gala benéfica fue encantadora. La madre de Preston llevaba
un Monique Lhuillier precioso —dice mamá, pasando una vez más por
encima de lo que acabo de decir—. ¿Para qué era?
—¡Para el centro de crisis por agresión sexual! —Prácticamente
chillo.
—Baja la voz, cariño. Es tan inapropiado. —Un segundo, ¿eso es
inapropiado? La ironía se le escapa por completo, o tal vez simplemente
no le importa. A su lado, papá está enterrado en su teléfono, enviando
mensajes a Dios sabe quién, y James está concentrado en su comida
Siento que la sangre me sube por el cuello y empieza a retumbar
en mis oídos. Quiero gritarle que seguir sus consejos sobre relaciones
sería como aprender a apagar fuegos en el Hindenburg. Lo único que me
impide gritar es la amenaza de que otro comensal saque un iPhone y lo
grabe todo. Vivir esta cena una vez ya es bastante malo; definitivamente
no necesito revivirla para toda la eternidad en YouTube.
—Supongo que tu nivel de exigencia es más bajo que el mío",
murmuro finalmente. James me da un codazo en las costillas justo en el
momento en que papá se atraganta con un bocado de filete, y cuando
levanto la vista, papá me está mirando fijamente. Por primera vez en toda
la noche, ha oído de verdad lo que estaba diciendo.
James me hace un movimiento casi imperceptible con la cabeza
que sé que significa No, no vale la pena, aborta. No puedo creer que lo
haya dicho, nada menos que en público. Los Jacob no pierden así el
control. Vuelvo los ojos a mi hamburguesa. Le doy otro mordisco, pero de
16
repente me sabe a serrín y arena. Tengo que beber un trago de agua para
tragarla sin atragantarme. Esta comida, para mí, ha terminado.

***

Después de cenar, James coge un taxi para volver a su residencia


y papá se va a su oficina a corregir unos comunicados de prensa. Eso nos
deja a mamá y a mí en el coche de camino a casa, en Alexandria. Los
monumentos pasan borrosos mientras salimos de DC. En este momento,
no veo la hora de llegar a Montreal. Quiero estar en cualquier sitio menos
aquí.
Mamá divaga sobre la lista de la maleta y se pregunta si necesitaré
dos vestidos de etiqueta o tres. Le doy la espalda, aprieto la mejilla contra
el cristal y miro fijamente el cielo nocturno.
—Le pedí a Rosie que sacara tu vestido de tirantes azul marino y
ese tan bonito color champán. ¿Crees que deberías llevarte también ese
rosa con volante en la parte delantera? —pregunta mamá. No contesto,
lo cual está bien, porque parece que no necesita que lo haga. Ya ha
cambiado de zapatos.
Un rayo de luz atraviesa la oscuridad. Una estrella fugaz. Es raro
ver una estrella tan brillante en DC debido a toda la contaminación
lumínica. Por alguna razón, me dan ganas de llorar. No había visto una
estrella fugaz desde que era pequeño, desde que mamá y papá eran mis
héroes. Desde que creía en ellos. Desde que ellos creyeron en mí.
Cierro los ojos y pido un deseo.
Deseo ser otra persona.

17
2
Traducido por Eli Hart & *~Vero~*
Corregido por Key

Sloane Devon
Siento todos los ojos del estadio puestos en mí. Los aficionados, mis
compañeros, todo el mundo. Pero solo hay un par de ojos que me
importan.
El entrenador Butler se pasea por la banda. Sus ojos van y vienen
entre mí, el disco, la portería y el marcador. Mis patines, destartalados 18
pero en perfecto estado, están en posición de tiro. El disco flota sobre el
hielo justo en la punta de mi patín derecho. La portera del Liberty Belles
se mueve de un lado a otro con su camiseta roja y azul, preparada para
bloquear mi tiro. El reloj del periodo avanza y el marcador indica un
empate.
Es el momento. Esta vez puedo hacerlo; puedo sacudirme la
depresión de las últimas semanas. Todo lo que necesitaba era una
situación de vida o muerte como ésta. Lo tengo. Lo tengo.
Pero cuando intento respirar hondo, el aire viene demasiado rápido
y jadeo como si me estuviera ahogando. Y entonces los siento. Empiezan
en los hombros y bajan por los brazos hasta la punta de los dedos.
Empiezan los nervios. De repente no puedo concentrarme. Hormigueo.
Punzadas. Como quieran llamarlo, es todo lo que puedo sentir, todo en
lo que puedo pensar. Tengo que hacerlo. No puedo hacerlo. Tengo que
hacerlo. Ignóralo. Es todo mental. Está en tu cabeza. Vuelvo a bajar los
ojos hacia el disco, levanto el palo, giro la cintura y... ¡BAM!
Estoy de bruces, besando el hielo. Ruedo sobre mi espalda. Mi
visión empieza a arremolinarse en un túnel de luz blanca y brillante, y
por un segundo todo lo que puedo ver es una camiseta roja y azul con el
número veintidós que se aleja patinando. Me lanza una rápida mirada
por encima del hombro. Me giro y veo al entrenador Butler negando con
la cabeza.
Me quedo tumbada un segundo, preguntándome si debería estar
enfadada porque me ha pillado por sorpresa o agradecida por no haber
tenido que hacer (e inevitablemente fallar) ese tiro. Cuando intento
respirar, algo se atasca en mis pulmones. No hay aire. Parpadeo varias
veces hasta que todo vuelve a la normalidad y veo a mi compañera de
equipo Gabby Ramírez, con el número sesenta y tres, que aparece sobre
mí. Se levanta el casco hasta que su coleta rubia blanqueada sale
disparada
—Oye, chica, ¿estás muerta?
—Aire —jadeo—. Necesito…
Gabby se levanta y grita hacia las líneas laterales: —¡Solo se quedó
sin aire! ¡Está bien!
Cuando por fin recupero el aliento, Gabby toma mi gran guante
sudoroso con el suyo y me arrastra hasta mis patines. —Respira despacio
—dice.
Luego veo el número veintidós de las Belles, sin casco como si fuera
a patinar tranquilamente, agitando su bastón hacia mí, doblada de risa.
—Que se joda —murmura Gabby, siguiéndome con la mirada—.
Jugadora sucia. Lo tenías controlado, amiga.
19
—Sí —murmuré, pero sigo mirando a la veintidós. Cuando me pilla
viendo, me mira con desprecio. Siento que todo lo que estaba enrollado
en mí se desenreda rápidamente. Me siento suelta, como si nada me
retuviera.
Me quito los guantes. Gabby intenta agarrarme por detrás de la
camiseta, pero soy demasiado rápida. Puede que no tenga puntería, pero
aún puedo esprintar como un patinador de velocidad. En dos parpadeos
estoy delante de ella, y en tres la arrastro hasta el suelo.
—¡Qué diablos! —grita.
—¿Lo repartes pero no lo aguantas? —grito. Retiro el brazo para
golpearla. ¿Esta vez? No hay hormigueo.
Mi puño impacta en su cara y su cabeza cae de golpe sobre el hielo.
Veo sangre, pero no sé si viene de ella o de mí. Intento mirarme el puño
para ver si me he roto un nudillo o algo, pero unas manos me agarran
por los hombros y de repente me arrastran por el hielo. El entrenador
Butler grita algo sobre disciplina, quizá sobre tenerla o quizá sobre
necesitarla. No lo sé; grita demasiado rápido y demasiado alto. El resto
del equipo me mira con la boca abierta. Cuando llegamos al banquillo, el
entrenador casi me empuja contra la pared.
—Vestuarios —gruñe.
—El partido no ha terminado, entrenador —jadeo. ¿No debería
estar esperando en el área de castigo?
—Vete —dice, y luego se aparta de mí.
Atravieso la puerta metálica y me apoyo con fuerza en el Hornet,
un mural amarillo y negro desconchado que lleva en la pared de nuestro
vestuario desde la época medieval. En cuestión de segundos oigo un
timbre y vítores desde un lado del estadio. El lado equivocado. Hemos
perdido.
—¡Maldita sea! —grito, me quito el casco de un tirón y lo lanzo por
la sala. Se estrella contra una taquilla amarilla y deja una pequeña
abolladura. Me arrastro por el suelo de goma con los patines, lo recojo y
me escondo en una de las duchas. El equipo llegará en cualquier
momento y no puedo enfrentarme a ellos.
Paso más de media hora agazapada en la cabina de minusválidos,
en un rincón oscuro de los vestuarios, hasta que oigo a la última jugadora
sacar su bolsa por la puerta. Espero un poco más para asegurarme de
que no hay ruido y luego vuelvo a mi taquilla para cambiarme y salir de
aquí. Me tumbo en uno de los antiguos bancos de madera y empiezo a
desabrocharme los patines.
Oigo la puerta abrirse a medias. —Jacobs, ¿estás ahí?
Respiro, preguntándome si podré volver a la caseta de
minusválidos antes de que me vea el entrenador Butler. Pero con mis 20
patines a medio desatar y él a medio camino de la puerta, es bastante
improbable.
—Jacobs, no te he visto salir, y tu equipo tampoco. Tú estás ahí
dentro y yo voy a entrar. Si no estás decente, habla ahora.
Podría gritar algo sobre estar en ropa interior, pero es inútil. En
algún momento voy a tener que aguantar su sermón; más vale que sea
ahora. —Adelante —respondo finalmente.
El entrenador Butler entra a grandes zancadas, cruza la pista y se
sienta en el banquillo frente a mí. Se quita la gorra amarilla de los
Hornets y se inclina hasta apoyar los codos en las rodillas. Luego me mira
fijamente a los ojos.
—No sé en qué estabas pensando. Ese tipo de estupideces no se
hacen en mi equipo —dice el entrenador. Su voz es uniforme y totalmente
fría. Es peor que gritar—. Me avergüenzo de cómo te has comportado. —
Sacude la cabeza—. No te entrené para jugar así.
—Lo siento —digo. Siento que se me hace un nudo en la garganta,
pero me lo trago. En el hockey no se llora, al menos no yo. Pero me siento
como si me hubieran dado un puñetazo en el esternón. Nos quedamos en
silencio unos instantes. El entrenador me mira fijamente y yo mantengo
los ojos clavados en el suelo.
—Jacobs, estás en la banca.
Mi mirada se clava en la suya. —Pero la temporada ha terminado
—digo con la voz chillona.
—Yo seré entrenador el año que viene, y a menos que planees
mudarte a otra escuela, será mejor que planees aparcar tu culo en el
banquillo durante los tres primeros partidos de la próxima temporada.
—¡No puede hacer eso! — ¿Tres partidos? ¡Eso es toda una vida! Es
cuando vienen los cazatalentos, cuando empiezan las visitas a las
universidades. ¿A la banca?
—Puedo, y lo haré —dice—. No toleraré peleas. Podrías haberle
hecho mucho daño a esa chica.
—Se abalanzó sobre mí —respondo, pero inmediatamente sé que
no es lo correcto.
—Fue un golpe legal. Lo vi. Estabas demasiado ocupada recitando
el soliloquio de Hamlet o alguna tontería mientras enfilabas ese tiro. ¿Qué
esperabas, una invitación grabada a la portería?
Vuelvo a bajar los ojos. No se me ocurre ninguna explicación. No
sin desvelar mi secreto. Tiene razón, por supuesto. Si hubiera estado
prestando siquiera una pizca de atención a lo que ocurría a mi alrededor
en lugar de enloquecer, habría visto venir a esa chica a la legua. Estaba
demasiado ocupada pensando en no hacer el tiro... otra vez. 21
Intento respirar hondo, pero me ahogo en un sollozo. Sale como un
ruido estrangulado que convierto en una retahíla de maldiciones
furiosas. El entrenador ya me ha oído decir palabrotas antes; o digo
palabrotas o rompo a llorar, lo cual no es una opción. El entrenador se
limita a observarme. Su mirada es intensa, sus ojos entrecerrados en una
mezcla de confusión y algo que no puedo leer.
—No sé qué te pasa últimamente, pero tienes que controlarte.
Encuentra la forma de controlarte o no te tendré en mi hielo —dice el
entrenador. Se pasa la mano por el pelo y se coloca la gorra de béisbol en
la cabeza—. Ahora ve a ducharte y sal de aquí. Vete a casa.

***

Salgo de la bodega de la esquina y vuelvo a casa arrastrando los


pies con las manos en los bolsillos, la bolsa de hockey colgada de un
hombro y una bolsa de plástico con una pizza congelada rebotando
torpemente contra mi muslo. Intento no pensar en el partido, en la pelea,
en la suspensión... ni, por supuesto, en los cosquilleos. Porque si empiezo
a pensar en algo de eso, especialmente en los hormigueos, mi cerebro
simplemente seguirá el camino hacia su conclusión natural, que es que
el hockey se ha acabado.
Y si el hockey se ha acabado, entonces mi vida se ha acabado.
Sin hockey no hay ojeadores. Sin ojeadores no hay beca
universitaria, lo que significa que no hay vida fuera de este estúpido
barrio que es mitad casas adosadas repletas de niños y abuelos y tías y
tíos y mitad hipsters de UPenn que convierten las lavanderías en lugares
de brunch con mimosas para todo el mundo. Es solo cuestión de tiempo
que nuestro casero nos suba tanto el alquiler que ya no podamos
permitirnos vivir aquí. Y sin universidad y sin casa no es una ecuación
bonita.
Al doblar la siguiente esquina, agacho la cabeza y me preparo para
enfrentarme a los pandilleros y rufianes que están en la entrada, a dos
puertas de distancia. Si están metidos de lleno en el club, la chica, la
nueva canción de moda o la actividad ilegal del día, normalmente puedo
pasar sin apenas silbar. Al acercarme, veo un par de botellas vacías en
bolsas de papel marrón en la entrada, y enseguida sé que esta noche no
tendré tanta suerte.
—Oye, chica, ¿quieres traer esa pizza y ese buen culo aquí?
—Ajá, es difícil decir cuál quiero probar primero. —Oh qué asco.
Hay una ronda de dame eso cinco y “oooh, sí”. Siento los golpes en
mis oídos de nuevo, el calor subiendo por mi cuello, pero si salto a estos 22
tipos como lo hice el veintidós, será la policía y no el entrenador Butler
quien me saque. Eso si los colegas no me provocan una conmoción
cerebral... o algo peor. Aquí afuera no es como el mundo controlado y
contenido de la pista. Aquí afuera es salvaje. Aquí tengo que controlarme.
—Vete a la mierda —murmuro, y redoblo el paso hasta pasarlos.
Oigo las risas y los gritos hasta que doblo la siguiente esquina y meto la
llave en la cerradura de la puerta principal. Dentro, dejo la bolsa de los
patines al pie de la escalera y las llaves sobre la mesa, junto a un montón
de facturas sin pagar y folletos de comida para llevar. No oigo la televisión,
así que llamo—: ¡Papá! —Ya debería estar en casa del trabajo.
—Cocina —responde.
Papá está sentado en nuestra pequeña mesa de formica azul
desconchada. Parece cansado, pero eso no es nuevo. Desde que mamá se
fue el mes pasado, no creo que haya dormido nada. Y si duerme, no creo
que cuente si lo hace en el sofá delante de la televisión.
—Tenemos que hablar, Sloane —dice, y ahí es cuando veo que
debajo del agotamiento, hay algo más. La última vez que tuvimos que
hablar, mamá ya se había ido para su estancia de noventa días en
Pleasant Meadows o Calming Breezes o como quiera que se llame el lugar.
Lo único que recuerdo es el folleto que papá me pasó por la mesa. En el
anverso aparecía el nombre en letra azul sobre una foto de un par de
personas sonrientes que no se parecían en nada al desastre en que se
había convertido mi madre, haciendo un picnic en algún lugar verde que
parecía un mundo lejos de Filadelfia.
—Sí, está bien —digo. Saco la caja de pizza de la bolsa y la envuelvo
en un puño—. Déjame poner esto en el horno.
—La pizza puede esperar. Siéntate.
Dejo la pizza congelada en la encimera y me desplomo en el asiento
frente a él, preparándome para las noticias.
—Llamó el entrenador Butler —dice, con la voz ronca—. Dice que
te metiste en una pelea. Otra vez. Dice que te ha suspendido a partir de
la próxima temporada.
Estoy tan sorprendida que solo puedo mirar. El entrenador Butler
nunca nos delata, nunca. Ni cuando Julie Romer se hizo un tatuaje de
un avispón en la parte baja de la espalda (aunque hizo que la enfermera
se lo mirara para asegurarse de que no estaba infectado), ni cuando nos
pilló en posesión de la asquerosa mascota de peluche del bulldog de la
escuela Middlebury (tuvimos que devolverla), ni cuando Madeline Gray
se presentó al entrenamiento con tanta resaca que vomitó en el hielo
durante los sprints (tuvo que hacer cinco recuperaciones matutinas y
firmar un compromiso de no consumir alcohol). Confiamos en él. ¿Cómo
pudo hacerme esto? 23
—Sloane, tolero mucho de ti. —Papá suspira. Se fija en un punto
de la mesa donde la fórmica azul está tan desconchada que empieza a
verse el aglomerado—. Ese novio músico matón, tus notas mediocres. Te
dejo salirte con la tuya en muchas cosas porque tienes hockey. Es tu
boleto. Sabes que no podemos permitirnos enviarte a la universidad. No
irás a la universidad sin él. Yo no quiero eso para ti, y tú no quieres eso
para ti, así que ¿qué demonios estás haciendo para que te suspendan en
tu último año?
—¡Pero ella me atacó! ¡Y ese réferi estaba totalmente con Liberty!
¡Lo compraron! —Todo sale a borbotones, todas las palabras que puedo
decir para ocultar las que no puedo. No puedo contarle lo del hormigueo,
no cuando acaba de explicarme todas las repercusiones de morderla en
el hockey. Oh, lo siento, papá, es solo que estaba tan asustada por no ser
capaz de golpear el lado ancho de un granero con una bola de cuatro
cuadrados que acabé placando a una rubia de la escuela Liberty. Así que
ya ves, ¡no es para tanto! En cualquier caso, ¡mi carrera en el hockey ha
terminado!
Mientras hablo de cómo apenas la toqué, papá levanta la mano.
—Ahórratelo.
—¿Ves? Ni siquiera quieres oír mi versión. —Cruzo los brazos sobre
el pecho y me encorvo aún más en la silla.
Ignora el comentario. —Por suerte, tu entrenador busca lo mejor
para ti y ha llamado con una sugerencia —dice—. Cree que necesitas
cambiar de aires. Uno de sus antiguos compañeros de la universidad
dirige un campamento de hockey en Montreal y ha hecho una llamada
en tu nombre. Te irás mañana. Si terminas el verano con un buen informe
de este campamento, podrás empezar la temporada con tu equipo el
próximo otoño. No hay daño, no hay falta.
Es tanta información que no sé qué procesar primero. ¿No estoy en
la banca? ¿Pero tengo que ir al campamento de hockey? Los entrenadores
van a ver que no puedo hacer un tiro. Puedo ocultarlo durante una
semana, pero después alguien lo notará. Y entonces ese alguien llamará
al entrenador Butler. Llamarán a papá. Y entonces estoy jodida.
Pero eso no es lo primero en lo que caigo.
—¡No puedo irme mañana! —estallo—. Es verano. ¡Tengo planes!
Iba a pedir trabajo en el Freeze y a ahorrar. Y no puedo dejar a Dylan. —
En cuanto lo digo, lo de Dylan, me doy cuenta de que no es verdad.
—Bien, falta al campamento de hockey. Pero no vas a jugar al
principio de la próxima temporada. Y los ojeadores no van a verte, y tienes
una suspensión en tu expediente, y entonces la universidad se cae del
radar.
24
Sacudo la cabeza, aunque sé que tiene razón. —No puedo creer que
me estés haciendo esto.
—Tomamos nuestras propias decisiones, Sloane —dice papá—. Y
francamente, tienes suerte de tener un entrenador dispuesto a
comprometerse y hacer llamadas telefónicas en tu nombre.
—Esto es una mierda —digo.
—Déjalo ya, Sloane. Sinceramente, ¿qué diría tu madre si estuviera
aquí?
—Bueno, no está, porque obviamente tomó sus decisiones —
replico—. Pero tú también la echaste, así que supongo que no debería
sorprenderme.
Veo que el dolor empieza en los ojos de papá y luego se extiende
como una piedra en el agua. Inmediatamente me siento culpable. No dice
nada, se levanta de la silla. Me mira fijamente. —Tienes un autobús a las
nueve de la mañana, así que será mejor que hagas la maleta —dice, y
sale de la cocina. Le oigo subir las escaleras arrastrando los pies. Unos
minutos después, la puerta de su habitación se cierra de golpe.
Vuelvo a la entrada de la casa, donde se me ha caído la mochila, y
saco el móvil del bolsillo delantero. Como no sé con quién más hablar, le
envío un mensaje a Dylan, apretando las teclas con tanta fuerza que me
preocupa que se me salga el pulgar por el otro lado.
Un día horrible. Tenemos que hablar cuanto antes.
Subo la mochila por las escaleras hasta mi habitación y la arrojo
sobre la cama con tanta fuerza que el sonido hace eco de mi nivel de ira.
Estoy. Furiosa.
En el Vid con amigos. Ven.
Genial. Sabe que no tengo una identificación falsa, y aunque la
tuviera, sabe que no iría a Vid y pasaría el rato mientras un montón de
sus amigos se emborrachan. Idiota. La vida es un helado de chocolate
con una cereza encima, ¿verdad?
Saco mi gran bolsa negra de la parte superior del armario y empiezo
a meter ropa, sin prestar atención a lo que realmente necesito. Un
puñado de sujetadores deportivos, un par de pares de vaqueros, algunos
jerseys, algunas camisetas... ¿A quién le importa? De todas formas, no
voy a pasar de la primera semana. Quizá después de que me echen pueda
ponerme en camino, cambiar mi billete de vuelta por un lugar más cálido.
Algún lugar donde el hockey ni siquiera exista.
Oigo el sonido de piecitos subiendo las escaleras, y luego un rostro
negro borroso asoma por la puerta. Doy un salto en la cama y acaricio mi
edredón.
—Ven aquí, Zaps.
Zaps es lo único bueno que salió de la bebida de mamá. Una tarde, 25
después de terminar una botella de algún tinto barato, mamá hojeaba los
canales y vio a uno de esos anuncios tristes de una sociedad protectora
de animales cuando una estrella de pop de los noventa cantaba su viejo
hit mientras que las imágenes de los animales abandonados y heridos
aparecían en la pantalla. Diez minutos más tarde, mamá y yo estábamos
en un autobús hasta el albergue local, y menos de una hora después de
eso, estábamos saliendo de un taxi en frente de nuestra puerta con Zaps,
una mezcla de terrier con una correa de color rojo brillante. Su nombre
es en realidad Zapruder, como el tipo que hizo esa película infame sobre
el asesinato de Kennedy. Tonto, lo sé, pero fue la elección de mamá. Le
encantaba la historia. Tal vez todavía le encante. Es difícil ver dónde se
encuentran sus afectos más allá de un vaso vacío o una botella.
Zaps salta sobre la cama y acaricia mi axila, luego comienza a
lamer mi cara vigorosamente. —¡Tranquilo, chico! —me quejo, pero muy
pronto me he disuelto en risitas. No puedo creer que tenga que dejar este
pequeñín mañana. ¿Papá incluso va a recordar sacarlo a pasear?
Pensar en papá me trae de vuelta ese horrible sentimiento de culpa.
No debería haberle acusado de echar a mamá. Fue ella. Ella eligió
emborracharse y conducir después de beber no una, sino dos botellas de
vino. Y tampoco era la primera vez. Ni siquiera fue sorprendente cuando
finalmente chocó contra algo. Por suerte, solo era un buzón en la esquina
y no un niño pequeño en la acera. Lo que significa que fue su elección ir
a rehabilitación, incluso si parecía que el tribunal no le daba muchas
opciones.
Eligió, eligió y eligió hasta que se fue.
Suspiro sobre el cuello de Zaps. Mamá no siempre ha sido así,
aunque los últimos tres años han sido tan miserables que parecen
eternos. Siempre le gustaba tomarse una copa de vino o dos, pero cuando
yo estaba en octavo, dejó su trabajo como profesora de estudios sociales
en una escuela magnet de la ciudad para cuidar de la abuela Rosa, a la
que le habían diagnosticado cáncer de pulmón. No fue fácil para mamá
dejar un trabajo que le encantaba para ver a su madre cada vez más
enferma. No la culpé cuando bebió... al principio. Aunque me entristeció
la muerte de la abuela Rosa el año pasado, tenía la esperanza de que las
cosas volvieran a la normalidad. Pero en ese momento mamá estaba
demasiado ida. No pudo recuperar su antiguo trabajo, y no se recompuso
para solicitar algo nuevo. Todo fue cuesta abajo rápidamente después de
eso.
Me acurruco en la almohada, abrazada a Zaps, hasta que me
duermo y sueño con algún lugar lejos de Montreal, incluso lejos de
Filadelfia. En algún lugar lejos del hockey y lejos de casa. Sueño con ser
alguien, cualquiera, que no sea yo.
26
3
Traducido por francisca Abdo
Corregido por Melii

Sloane Emily
Hemos llegado al punto sin retorno.
—Sloane, quiero que te tomes esto en serio. Si te esfuerzas, vas a
recuperar todo lo que perdiste y más. Eres una joven bella y talentosa, y
sé que puedes lograr grandes cosas.
—Está bien, mamá —respondo. Ajusto mi bolso de mano en mi
27
hombro y observo la fila creciente en seguridad—. Daré lo mejor de mí.
—Bien, mejor, mucho mejor, nunca descanses… —bromea mamá,
su sonrisa para la foto extendiéndose por su cara.
—… hasta que tu bien supere por mucho a tu mejor —termino. Si
los Jacobs tuvieran un lema familiar, ese sería. Mamá y papá lo han
estado repitiendo desde que tenía cinco.
Pone un brazo alrededor de mi hombro y me da palmaditas en la
espalda dos veces. Su versión de un abrazo.
—Excelente. Oh, tu padre quería que te diera esto. —Busca en su
bolso de marfil Chanel y saca un sobre blanco de la oficina del senador
Robert Jacobs de Virginia. Miro el sobre y veo el sello de la comunidad en
la esquina superior derecha. El sobre está sellado, y él firmó su nombre
como en una carta de recomendación—. Ten un verano maravilloso —
dice. Hay una breve pausa en donde creo que va a tratar de abrazarme
de nuevo, pero en vez de eso, me palmea el hombro. No somos una familia
que nos abracemos mucho. Fomentar la excelencia, sí. ¿Demostraciones
públicas de afecto? No mucho—. Te conviene ir hasta tu puerta —dice
por fin—. El embarque comienza en una hora, y la fila se está volviendo
larga.
—Está bien —respondo. Otra pausa—. Adiós, mamá.
Atravieso el control de seguridad sin que los agentes me manoseen
y salgo corriendo hacia el baño. Es cavernoso y de un blanco brillante.
La puerta se cierra detrás de mí y el sonido rebota en la porcelana y los
azulejos. Solo hay otra mujer en los lavabos, aplicándose delineador de
ojos. Sus ojos me miran y luego vuelven al espejo. Introduzco mi bolsa de
mano en la cabina para minusválidos del final de la fila y hago el bailecito
necesario para meter todo el equipaje y cerrar la puerta.
Una vez dentro, me siento encima de la maleta y saco el sobre del
bolso. Aquí puede haber una confesión, una disculpa... o ambas cosas.
Paso el dedo índice por debajo del sello, rasgo su nombre y me
tiemblan tanto las manos que me hago un corte con el papel. Pero cuando
abro el sobre, no encuentro la confesión que esperaba. Ni siquiera una
disculpa. De hecho, no hay ninguna carta dentro. En su lugar, hay un
montón de billetes de cincuenta dólares.
Confundida, le doy la vuelta al sobre para ver si hay algo que se me
haya pasado, tal vez un mensaje o una nota. Pero lo único que veo es mi
nombre garabateado en el anverso con tinta negra de una de sus
elegantes plumas estilográficas. Al mirar más de cerca, me doy cuenta de
que la letra no es suya. Es gorda y torcida, como la de una mujer. Se la
preparó uno de sus ayudantes. Y lo único que encuentro es una nota que
escribió él mismo, justo debajo de su firma en el reverso del sobre. Para
emergencias, dice.
Vuelvo a hojear la pila de billetes, contando rápidamente para mis
28
adentros. Mi padre cree que necesito mil dólares para emergencias. Más
bien es lo que cree que cuesta mi silencio. Si él supiera que yo estaría
encantada de mantener la boca cerrada gratis. No tengo ningún interés
en pensar siquiera en lo que vi en su despacho hace dos semanas, y
mucho menos en hablar de ello.
Respiro hondo y cuento hacia atrás desde diez. No hay nada más
embarazoso que llorar en el baño de un aeropuerto por problemas con
papá. Cuando estoy segura de que no voy a convertirme en el caso
perdido de la Terminal B, vuelvo a meter el dinero en el sobre y lo meto
en la bolsa hasta el fondo, esta vez no para no perderlo, sino para no
tener que pensar en ello. Una de las razones por las que acepté ir este
verano fue para alejarme lo más posible de mi padre. Ahora, saber que
ese sobre está en el fondo de mi mochila me hace sentir como si lo llevara
conmigo, o al menos una fuerte dosis de su culpa. No soy tan estúpida
como para tirar mil dólares, pero no voy a mirarlo si no es necesario.
“Ojos que no ven, corazón que no siente” es otro de los lemas de mi
familia.

***

Necesitaré dos aviones, una escala en Toronto, pasar por la aduana


y un coche muy reluciente para llegar al hotel donde pasaré mi primera
noche en Montreal. El día de la mudanza al campamento no es hasta
mañana por la tarde, pero mis padres reservaron mi vuelo para un día
antes. Mamá dijo que era para que pudiera tener un día para relajarme
del viaje antes de entrar, pero cada vez más empiezo a pensar que papá
solo quería librarse de mí un día antes.
Estoy enojada. Completamente enojada. Por lo que hizo mi padre,
porque lo vi, y porque cree que puede darme un sobre con dinero y
conseguir que me calle, como si fuera uno de esos blogueros de cotilleos
políticos (que, por lo que he oído, se compran muy fácilmente).
Las horas de viaje no han hecho nada para calmar la masa de
miseria que se arremolina dentro de mi cerebro. Lo único que han hecho
es cambiar el engranaje de mi ansiedad del pasado al futuro, porque la
realidad ha empezado a imponerse: Campamento de patinaje. Un regreso.
Nacionales junior. Uf. Me paso el trayecto en coche del aeropuerto al hotel
ideando planes creativos pero totalmente impracticables para romperme
una pierna.
El coche sale de la calle y entra en una entrada saliente abarrotada
de botones que hablan en francés. Un joven botones rubio me coge de la
mano y me guía hasta el patio del hotel. —¿Te estás registrando?
—Sí —respondo y le dedico una leve sonrisa. Estoy agotada y huelo
a avión. No estoy de humor para coquetear.
29
—¿Nombre? ¿Y quizás tu número de teléfono? —El botones me
dedica una sonrisa torcida que parece demasiado práctica. Frunzo el
ceño.
—Sloane Jacobs —digo— y no.
Se ríe como si me estuviera haciendo la difícil y garabatea una
etiqueta de equipaje, que pega al asa de mi maleta. Me hace otra para la
bolsa de los patines y me quita el bolso del hombro. Al instante pienso en
el sobre con dinero y me echo atrás.
—No, gracias —le respondo, y agarro la asa con más fuerza—. Esto
me lo quedo yo.
—Me aseguraré personalmente que llegue a su habitación —dice el
botones, de una manera que deja claro que está acostumbrado a hacer
que las chicas entreguen mucho más que sus bolsos. Tira del asa, que se
desliza de mi hombro, y el bolso cae al suelo. Un par de libros, mi teléfono
y una colección de bálsamo labial se esparce por todas partes.
—¡Lo siento mucho! —La cara del botones pierde toda la confianza.
Inmediatamente entra en modo pánico. Se arrodilla y persigue un tubo
de bálsamo de cereza.
Me agacho, cojo la bolsa y me levanto tan rápido que tengo que dar
un paso atrás. Mi pie cae sobre algo que no es el suelo. Es blando y
abultado y cede bajo mis pies. Siento que mi tobillo se tuerce hacia un
lado y empiezo a caer hacia atrás.
Mi mano se cierra alrededor de un puñado de tela, pero es solo una
salvación temporal. Estoy en el suelo, tumbada encima de una especie
de bolsa de lona de gran tamaño que huele como un pie, mientras una
chica morena a mi lado está de culo encima de mi maleta, mirándome
fijamente. Puede que esté en el suelo, pero me doy cuenta de que es alta,
puede que incluso un poco más que yo. Lleva una sudadera con capucha
y unos vaqueros holgados.
—¿Qué demonios? —Se aparta la larga melena negra de la cara
mientras se levanta, haciendo una mueca de dolor.
—Lo siento. —Me levanto, rotando los tobillos para comprobar el
dolor—. Me estaba cayendo y…
Me interrumpe. —¿No te importó a quién te llevaste por delante?
¿Por qué no te fijas la próxima vez?
—Lo siento, fue un accidente —digo. ¿Cuál es su problema?
—Da igual —suelta, y me lanza una mirada que contiene tanto
veneno que me sorprende no caerme muerta en el acto. De repente, con
esa mirada, todo el cansancio y la rabia del día se apoderan de mi pecho.
A pesar de que cada parte de mi cerebro me grita que me dé la vuelta y 30
lo deje pasar, las siguientes palabras salen de mi boca antes incluso de
que pueda detenerlas.
—No me habría tropezado si no hubieras dejado tu equipaje en el
suelo. En serio, ¿quién hace eso? —digo con mi voz más desagradable de
chica mala de competición. Ni siquiera pestañea. Algo me dice que no soy
ni de lejos la persona más mala con la que se ha cruzado.
Se acerca un paso más. Puede que esto me sobrepase. —La
mayoría de la gente mira por dónde va, princesa.
—Bueno, la mayoría de la gente es más consciente de los demás...
cara de boba.
—¿Cara de boba? ¿Cuántos años tienes, doce? —se burla.
Estoy medio tentada de pegarle. No es que sepa cómo. Pero quizá
una pelea de gatas en la calle sea suficiente para que me deporten a
Estados Unidos.
—Señoritas, ¿puedo ayudarlas? —Un hombre alto y delgado con
un bigote muy tonto y nada irónico aparece ante nosotros.
—Estaba registrándome cuando esa chica me ha dado un golpe en
el... —dice la chica morena, justo cuando empiezo a hablar por encima
de ella.
—Bueno, dejó su bolso en el camino y yo... —empiezo a decir.
El hombre bigotudo levanta una mano delgada.
—Señoritas, permítanme ayudarlas. Me llamo François y soy su
conserje. Les ruego que disculpen a mi personal por haber provocado este
pequeño amontonamiento. Enviaré su equipaje arriba y estaré encantado
de invitarlas a cenar en el restaurante esta noche. Díganle sus nombres
a Jeffrey —señala casi imperceptiblemente con la cabeza a uno de los
botones— y él se encargará de que sus maletas las esperen y de que la
camarera tenga su nombre para la cena.
El botones (por suerte no el de dudosa reputación), que al parecer
se llama Jeffrey, se acerca con un puñado de etiquetas de equipaje y me
mira expectante.
—Mis maletas ya están etiquetadas —le digo.
—Entonces puede ir directamente al mostrador a facturar —dice
François con voz suave. Me señala la puerta giratoria. Paso por delante
de la otra chica y empujo la puerta sin mirar atrás.

31
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Traducido por Valentine Rose
Corregido por Alaska Young

Sloane Devon
Papá me deja en la estación de autobuses a primera hora en la
mañana. No hablamos desde nuestra pelea de anoche, y estando de pie
frente al resplandeciente plateado autobús, lamento un poco lo que dije.
Pero incluso lamento más hacia donde me dirijo. El hecho me recuerda
que no puedo jugar, y tengo ocho horas en un autobús para pensarlo. 32
—Sé que esto no es lo que querías para el verano, pero será bueno
para ti —dice papá como si me leyera la mente. O quizá lo lee por todo mi
rostro. Nunca fui buena en ocultar mis emociones. Sé que no solo piensa
en mi futuro, sino también en Dylan. Nunca le gustó, no desde que él
vino a cenar y llamó a mi progenitor “papá”. Papá se refería a él como “el
Fonz”1 incluso desde entonces, y solo cuando es amable. Usualmente es
algo más parecido a “rufián” o “bola de grasa”, y en ocasiones es solo “ese
chico”.
—Como sea —murmuro.
El conductor abre el compartimiento de maletas, y mis compañeros
de viaje comienzan a dejar las suyas ahí. Papá toma mi bolso y lo sitúa
bajo mi lona, dejándome con la mochila para el viaje. Asiento, luego me
volteo para subir al autobús. Me agarra del brazo.
—Sloane, por favor —dice, cansado—. No te vayas enojada. Somos
todo lo que tenemos.
Siento una ligereza en mi pecho y el comienzo de un nudo en mi
garganta, y sacudo la cabeza para alejarlo. —Adiós, papá —digo.

1Es un personaje ficticio de la serie “Días Felices” conocido por ser rebelde y
problemático.
—Espera, tengo algo para ti —dice. Saca un arrugado y doblado
billete de veinte dólares y lo deja en mi mano. Abro mi mano para verlo
desdoblarse en cinco veintes. Cien dólares.
—Papá, no lo necesito —digo, intentado devolvérselo. Lo presiona
en mi palma de nuevo, luego envuelve su mano en la mía.
—En caso de emergencias, Sloane —insiste—. Te vas a un país
extranjero. Nunca se sabe.
Mirar los billetes doblados me entristece inmediatamente. Sé que
el efectivo es probablemente lo último que tiene hasta el día de paga en
la próxima semana. Deseo haber repuesto el refrigerador con pizzas antes
de salir resoplando esta mañana.
—Gracias, papá —digo, después le doy un honesto abrazo de
despedida. Me volteo y subo al autobús. Camino por la mitad del pasillo
hasta una fila vacía. Dejo mi mochila en el estante sobre mi cabeza y me
desplomo en el asiento de la ventana. Veo a mi papá de pie en el gentío,
sus manos en los bolsillos observándome. Sé que se quedará ahí hasta
que el vehículo parta.
Para el momento que llegamos a Montreal, mis piernas se sienten
como si hubiesen sido corrompidas por mil saltamontes. El viaje en
autobús duró ocho horas, ocho horas sentada junto a un hombre que olía 33
a jarabe y atún. Ocho horas oyendo a la chica de delante aullar hasta
gastar dos baterías de móvil. Ocho horas de puro infierno de transporte
sin adulterar. Nueve si cuentas la hora que pasamos en la frontera, donde
todos tuvimos que bajar del autobús y quedarnos allí mientras la patrulla
fronteriza se aseguraba de que no estábamos intentando introducir dos
kilos de anfetaminas en nuestro equipaje. Casi deseé haber olvidado mi
pasaporte, que hasta ahora solo había utilizado una vez, para asistir a
un torneo de hockey en Toronto. Ni siquiera tiene sellos.
La estación de autobuses se halla a ocho cuadras del mi hotel para
esta noche, pero el pensamiento de abordar otro autobús me pone de mal
humor, así que opto por arrastrar mi bolso, mi lona y mi mochila por todo
el camino a pie. Cuando finalmente llego al hotel, empujo mi equipaje por
la masa de autos y limosinas, buscando un lugar en la larga entrada de
piedra. Ya puedo decir que este sitio es diez veces mejor que cualquier
otro en el que alguna vez me quedé. Mi prima, Theresa, es conserje en el
hotel Westin en Filadelfia, así que consiguió una habitación con la misma
compañía por casi nada. Todo a mi alrededor, botones en definidos
uniformes corren a toda velocidad de auto en auto, abriendo puertas,
sonriendo, sacando bolsos de hombros y dejándolos en carritos, pero
nadie echa un vistazo a mi dirección. Típico. Seguramente, perciben que
no pertenezco a este lugar.
Mi lona comienza a deslizarse de mi hombro. Hasta ahora, estos
me duelen, así que la bajo, al instante comienzo a quitarme mi mochila.
Siento un tirón, y antes de que lo sepa, me estoy cayendo. Aterrizo en mi
codo y dejo escapar un quejido.
Alzo la vista para ver a una delgada chica de cabello oscuro vestida
pulcramente levantándose del suelo y limpiando la mugre invisible de su
ropa.
—¿Qué demonios? —Me quito el cabello de mi rostro así tengo una
mejor vista de ella.
—Lo siento. Me estaba cayendo y… —se calla con un encogimiento
de hombros. Como si no fuese para tanto. Ni siquiera me mira. La observo
rotar un tobillo delgado y frotarse un lugar en sus brillantes bailarinas
doradas.
—¿No te importó a quién te llevaste por delante? —la acuso,
terminando su oración—. ¿Por qué no te fijas la próxima vez?
—Lo siento —dice. Por fin me mira y veo que se le cruza por la cara
una breve expresión de horror. Probablemente no tengo un aspecto tan
impecable después de ocho horas de viaje—. Fue un accidente.
—Da igual.
—No me habría tropezado si no hubieras dejado tu equipaje en el
suelo. En serio, ¿quién hace eso? 34
No puedo creerlo. ¿Ahora yo soy grosera? —La mayoría de la gente
mira por dónde va, princesa.
—Bueno, la mayoría de la gente es más consciente de los demás...
cara de boba. —Luce tan orgullosa de sí misma que no puedo evitarlo.
Suelto una carcajada. ¿Qué es esto, el jardín de niños?
—¿Cara de boba? ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? —Me río y le grito
a la vez. Veo a la chica elevar sus manos empuñadas, pero sé que no hará
nada. Tiene demasiado miedo de arruinar su atuendo. Podría con ella sin
dudarlo.
Un botones estirado, que debe ser el jefe, porque usa un definido
traje negro, nos interrumpe y comienza a ordenarnos, chasqueando sus
dedos para conseguir etiquetas para nuestras maletas y dirigiéndonos a
nuestras habitaciones.
Cuando la señorita Malcriada finalmente se ha ido, lentamente
comienzo a calmarme. Jeffrey, botones un delgado, pecoso y tembloroso
a quien probablemente podría taclear, se me acerca arrastrando los pies.
—¿Su nombre, señorita?
—Sloane —respondo—. Sloane Jacobs.
—Muy bien, señorita Jacobs, pondré estas etiquetas en su equipaje
y lo mandaré a su habitación —dice—. Puede ir a facturarla.
Espero unos pocos segundos solo para asegurarme que la señorita
Malcriada tuvo tiempo de irse y dirigirse a su habitación; no deseo volver
a verla. Luego me adentro en el hotel y cruzo el amplio suelo del vestíbulo.
Pero con cada paso siento un dolor en mi rodilla, encima de la rótula,
atacando el interior de mi pierna. Para el momento que me ubico en la
puerta, prácticamente cojeo. Conozco ese dolor. Lo he sentido a lo largo
de muchos entrenamientos y en particular en juegos difíciles, e incluso
algunas veces cuando llueve. Quedó por encima de un golpe desagradable
que me hice la temporada pasada. Genial. Tendré que tomar mi deliciosa
siesta usando mi enorme corsé de rodilla.
En lo que la mujer detrás del mostrador escribe en su computador
para registrarme, cambio de peso a mi pierna buena y miro alrededor. Un
enorme candelabro de cristal cuelga sobre mi cabeza, y agua cae por la
pared de piedra negra detrás del escritorio en algún tipo de silencioso
espectáculo de agua. Parece como si viniera aquí para una noche de paz
y felicidad antes de ir al dormitorio del campamento de hockey y después
para ser expuesta como el gran fracaso que soy, luego escabulléndome
de regreso a Filadelfia para un futuro como mesera con un problema de
manejo de ira.
Sé que el entrenador Butler se enojaría si supiera que, a una hora
de entrar a tierra canadiense, estuve cerca de pelearme a golpes con una
princesa. Así no habría campamento de hockey para mi futuro. Hasta
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podría ir a la cárcel. Pero ¿tal vez eso sería mejor?
Mi habitación se encuentra en el quinto piso, y es pequeña. Muy…
pequeña. Es, en realidad, del tamaño de mi habitación en casa, solo que
la mía no tenía un baño incorporado. Una pared entera es una ventana
con vista a la ciudad, mientras que la pared opuesta tiene una puerta
deslizante de vidrio para la ducha con azulejos azules. La mesa de noche
se ilumina de blanco y de extraña forma, y cuando me acerco más me
doy cuenta que la funda se desliza para revelar el lavado.
A pesar del hecho de que es del tamaño y forma de un estudio de
departamento en un barrio pobre, el lugar sigue luciendo increíblemente
sorprendente. Todo es blanco y azul, y la luz brillando de los faroles
escondidos lo hace lucir como todo un spa en una nave espacial. La cama
ocupa la mayoría del espacio, y justo como esperaba, es crujiente, blanca
y acolchada.
—¡Siesta! —grito, tirándome a la cama, olvidando mi rodilla hasta
que incluso la suavidad de mi celestial cama envía un fuerte dolor a mi
pierna—. Ugh —gruño contra el cobertor—. Primero el corsé, luego la
siesta.
Ruedo sobre mi espalda y levanto mi pantalón a la altura de mi
rodilla, la cual luce, desafortunadamente, hinchada como una bombita
de agua y enseña los comienzos de un feo moretón morado. Olvida el
corsé, necesito envolver y enfriar esta cosa antes que se hinche hasta que
ni siquiera pueda dejarme el pantalón puesto.
Cautelosamente salgo de la cama, dirigiéndome al tocador donde
tomo la hielera azul, enseguida cojeo al pasillo. Miro a la izquierda, luego
a la derecha, pero no veo nada que proporcione alguna dirección hacia
una máquina de hielos. Elijo la izquierda, lejos de los elevadores, y cojeo
por la alfombra de felpa.
Diviso una alcoba al final del pasillo y redoblo el paso para volver
a mi habitación, pero en mi frenesí por el hielo no me doy cuenta de que
hay una puerta abierta a mi derecha. Una mujer que parece modelo, con
un vestidito negro, unos quince centímetros más alta que yo, sale al
pasillo a grandes zancadas, sin mirar apenas en ninguna dirección.
Tengo que apartarme para evitar otra colisión. ¿Es que ninguna de estas
personas tan correctas mira por dónde va?
—Disculpa —dice, dando la primera palabra de dos silabas extra.
Lo dice de una manera que implica claramente que es imposible que haya
una disculpa para mí. Soy casi consciente del olor del autobús mohoso y
las rancias papas fritas que parece quedarse en mí. Antes que pueda
decir algo, la modelo se ha ido.
Me las arreglo para hallar el hielo sin ningún incidente. Volviendo
a mi habitación, veo que mis maletas han sido por lo menos enviadas.
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Abro la cremallera y contengo el aliento, esperando que el miedo salga.
Pero todo el aire se me va de un tirón cuando no veo mis viejos patines
blancos y negros, sino que veo un par de brillantes patines blancos. Y por
el olor del cuero y el brillo de las cuchillas son lustrosamente nuevos, o
al menos se hallan muy bien cuidados.
—¿Qué demonios? —digo. Ahora veo que el bolso de lona parece
superficialmente el mío. Es mucho más nuevo, y mucho más bonito.
Alcanzo la maleta de ruedas, negra como la mía pero sin la cinta adhesiva
en la esquina. Es también mucho más nueva y tiene unos diez bolsillos
más que la mía. La llevo a la cama y la abro para no encontrar mis
pantalones favoritos ni mi montón de suéteres de práctica, sino una
colección de prendas cuidadosamente ordenadas y enrolladas hechas de
una tela que luce como si debería ser usado por duendes o hadas del
bosque.
Un montón de colores pasteles, materiales transparentes, e incluso
un poco de lentejuela. Y a diferencia de mi bolso, que huele a primavera
irlandesa y cinta atlética, este huele como si hubiera estado saliendo con
cualquier criatura mística usando la ropa dentro: frutal y floral y por lo
general femenino. Con rapidez, entro en un ataque de estornudos.
Vuelvo a tapar la maleta para cerrarla y compruebo la etiqueta.
Lleva mi nombre.
—¡Maldita sea, Jeffrey! —murmuro. El idiota debió haber cambiado
las maletas. La chillona del vestíbulo debe tener la mías. Genial, y yo que
esperaba nunca volverla a ver.
Voy a tomar el teléfono para llamar y una vez más olvido mi rodilla,
la cual no pierde su tiempo en recordarme que aterricé en ella hace una
media hora atrás.
Me tiendo de espalda en la cama. Cierro los ojos y tomo respiros
lentos y profundos hasta que el dolor disminuye. Y prontamente me doy
cuenta: no puedes pasar el verano jugando hockey cuando no puedes
caminar por una habitación de hotel. Por primera vez en todo el día, me
siento aliviada. No puedo jugar hockey… porque mi rodilla se lesionó. Eh,
al fin las cosas andan mejorando. Quizá me enviarán a casa. Quizá no es
muy tarde para aplicar al equipo de hockey Freeze.
Al menos la Princesa Bonita tiene que dormir con mi apestoso bolso
de patines en su habitación. Conseguirla de vuelta puede esperar. Tomo
una de las siete almohadas extras del otro lado de la cama, la acuno bajo
mi rodilla para tomar algo de altura, pronto velozmente caigo en el primer
pacifico sueño que he tenido en mucho tiempo.

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5
Traducido por Jasiel Odair
Corregido por Cotesyta

Sloane Emily
—Señorita, me perdí. ¿Qué quieres decir con que no juegas hockey?
Respira hondo. No seas grosera. La amabilidad llega muy lejos. La
recepcionista, en cuya brillante etiqueta de latón se lee “Monique”, me
mira fijamente desde debajo de un flequillo rubio. Es la primera vez que
me mira. Durante toda la conversación, ha mantenido los ojos fijos en el 38
ordenador que hay en el escritorio. Es hora de probar una nueva táctica.
—Sé que no es culpa tuya. Solo intento explicarte lo que pasa para
recuperar mi equipaje —digo. Sonrío y pongo cara de no estar enfadada.
—¿Estás diciendo que tienes el equipaje de Sloane Jacobs en tu
habitación? —La recepcionista entrecierra los ojos y arruga la nariz como
si acabara de pedirle que resolviera algún tipo de logaritmo loco.
—Sí —le contesto.
—¿Y que en realidad necesitas el equipaje de Sloane Jacobs?
—Sí —digo. Intento echarme el pelo hacia atrás para que no me
caiga sobre la cara. Ojalá tuviera una goma para sujetarlo, pero todo eso
está en mi equipaje real—. Mira, quizá el botones cambió las etiquetas.
O las ha duplicado. O puede que seamos dos
—¿Dos Sloane Jacobs? —Se ríe de mi mala broma—. Sinceramente
lo dudo. ¿Dos Jane Smiths? Sí. ¿Dos Sloane Jacobs? No.
—Bueno, entonces tienes que encontrar a la chica que se registró
al mismo tiempo que yo esta tarde, porque ella tiene mi bolso, que incluye
un par de patines artísticos personalizados muy caros. Es así de alta —
le digo, con mi mano a unos centímetros más o menos por encima de mi
cabeza—. Y tiene el pelo largo y oscuro, y ojos oscuros.
—Así que se parece a ti —dice.
—No. Quiero decir, apenas —respondo.
—Así que tú tienes mi bolso —dice una voz detrás de mí. Me doy la
vuelta y veo a la chica de antes, que sigue llevando la sudadera negra y
naranja con el extraño logotipo en la parte delantera y lo que supongo
que son los mismos vaqueros holgados.
—¿Y tú eres? —La recepcionista se inclina sobre el mostrador. Esta
es probablemente la mayor emoción que ha tenido en todo el día.
—Soy Sloane Jacobs —contesta ella, y si estuviera bebiendo algo,
escupiría.
—¿Eres Sloane Jacobs?
—Sí, ¿y tú quién eres?
—Soy Sloane Jacobs —digo. Espero que la chica ponga cara de
sorpresa, quizá incluso que se desmaye del susto, pero se limita a fruncir
el ceño.
—¿Es esto algún tipo de broma? —pregunta.
—¿Te parece gracioso? —espeto. Entonces respiro hondo—. Mira,
¿podemos resolver esto? Me gustaría mucho recuperar mi maleta para
poder cambiarme esta ropa de avión.
—¿De verdad te llamas Sloane Jacobs? —Me mira de arriba abajo.
—Se parece a ti —dice la recepcionista, aún escuchando.
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—No se parece en nada a mí —dice la chica desagradable, y por la
forma en que me mira, creo que es un insulto.
—Da igual, ¿me das mi maleta, por favor? —digo. Ya estoy cansada
de esta conversación. Estaba deseando pasar la noche en mi increíble
habitación de hotel antes de que mañana me echen a los lobos. Esta
locura me está quitando mucho tiempo para comer comida basura y ver
películas.
—Señoritas, veo que han bajado para su cena. —La voz chillona y
cortante de François se interpone entre nosotras.
—No… —Empiezo a protestar, al mismo tiempo que Sloane dice—:
Eso no es…
Pero François nos ignora. Se desliza detrás del mostrador y se
inclina hacia Monique, que susurra en francés. François asiente casi
imperceptiblemente y sale de detrás del mostrador. Con una especie de
magia francocanadiense, nos coge por los codos y nos lleva al comedor.
Pasa junto a la anfitriona y nos guía hasta una gran mesa cubierta
con un mantel blanco en un rincón de la sala. Una lámpara blanca cuelga
sobre nuestras cabezas y me dan ganas de agarrarla, apuntar a la cara
de esta chica y empezar a interrogarla sobre el paradero de mi bolso.
—Por favor, disfruten de lo que quieran, cortesía del hotel —dice
François, y cuando abro la boca para preguntar por mis maletas, levanta
una fina mano para hacerme callar con toda la experiencia de un hombre
cuyo trabajo consiste en satisfacer todos los caprichos de la gente—. Por
favor, acepten mis más sinceras disculpas por la confusión con su
equipaje. Mientras cenan, haré que uno de nuestros botones les cambie
el equipaje. Le pido disculpas por las molestias.
—Disculpe, pero no estamos juntas —dice la otra Sloane.
—Lo siento, señoritas, creí que se conocían —dice, mirándonos—.
Por desgracia, el restaurante está lleno por esta noche. Puedo ofrecerles
el desayuno a una de ustedes si quieren cenar por separado, pero esta es
la única mesa que tengo esta noche.
—Bueno, me muero de hambre —dice ella, y se deja caer en una
silla. Me mira como desafiándome a dar marcha atrás. Idiota. Vacilo solo
durante un segundo.
—Yo también —respondo. Me siento en la silla vacía frente a ella.
Llamaré a esto entrenamiento para el campamento de patinaje y aceptaré
el reto.
Un camarero se apresura y nos pone menús de gran tamaño en las
manos, y me doy cuenta de que, con toda la confusión, no he comido
desde que estaba en el avión. Mi estómago ruge mientras miro los platos.
—Um, no puedo leer el menú. ¿Qué idioma es esto? —Echo un 40
vistazo a mi menú y veo a Sloane mirando amenazadoramente al suyo,
como si pudiera amenazar con sacarle el inglés.
—Bueno, es un restaurante italiano, así que los platos están en
italiano, y estamos en Montreal, así que las descripciones están en
francés —le digo, tratando de parecer útil, pero por la forma en que me
mira, me doy cuenta de que probablemente parezca altanera.
—Genial, dos idiomas que no hablo —murmura.
—Dos idiomas que yo sí —le respondo—. Bueno, uno y medio. Mi
italiano está oxidado. No lo uso desde el verano pasado, cuando mis
padres me llevaron de viaje a Roma.
—Dios mío, hace años que no visito Venecia, así que parece que se
me ha escapado el italiano —dice, saltándose el sarcasmo y yendo directo
a lo desagradable. Entrecierra los ojos al pie de su menú—. Tomate, eso
es “tomate”. Sé eso. Es solo que no quiero terminar comiendo perro.
—Puedo ayudar —le digo—. ¿Qué quieres comer?
—No lo sé, espaguetis suena bien, supongo. —Este sitio no es
precisamente de espaguetis con albóndigas, pero busco en la sección de
pasta algo que le pueda gustar.
—¿Eres vegetariana?
—¡Por supuesto que no! —dice.
—Bien, bien, relájate —contesto, saltándome el entrante de puerros
confitados para ella. El camarero se acerca en el momento en que decido
la cena para las dos.
—Hola. ¿Ya saben que van a pedir?
—Me gustaría cavatelli al pomodoro y aceite de oliva con un vaso de
agua, por favor. Para ella pappardelle con albóndigas de ternera con salsa
de tomate, y ¿qué quieres beber? —No puedo evitar sonreír. Mi francés
ha regresado después de un lapso momentáneo.
Madame LeGarde estaría orgullosa.
—Agua está bien —dice Sloane, evitando mis ojos.
El camarero asiente, coge nuestros menús y se apresura a volver a
la cocina para informar de nuestro pedido.
—Me has pedido perro, ¿verdad?
—Espaguetis con albóndigas, básicamente —respondo—. Pero las
albóndigas están hechas de gatito. Espero que te parezca bien. —Doblo
la servilleta en mi regazo. Al otro lado de la mesa veo que Sloane empieza
a meterse la servilleta en la camisa. La pareja de la mesa de al lado,
ambos vestidos de pies a cabeza de negro, con un diamante gigante
brillando en la mano izquierda de la mujer, sacuden la cabeza. Hago 41
ademán de alisar la mía sobre mi regazo, y Sloane deja caer rápidamente
la suya sobre su regazo también, con las mejillas un poco enrojecidas.
Hago como que no me doy cuenta.
Nos quedamos un minuto sentadas en un silencio incómodo. El
camarero vuelve con una jarra de agua y nos llena los vasos.
—Me asusté mucho cuando abrí el bolso y vi que no era mío —digo
finalmente.
—Ya somos dos —contesta. Bebe un trago de su vaso de agua y lo
vuelve a dejar sobre la mesa con demasiada fuerza. El agua resbala por
el borde y se acumula en la mesa. Un camarero aparece de la nada y la
limpia—. Me alegro de que las recuperemos antes de que tenga que
ponerme algo.
—¡Mi ropa es linda! —protesto.
—Mírame —dice. Hace un gesto al logo estampado en el pecho—.
¿Te parece que esto grita linda?
—Supongo que no —digo.
—Se acabó la discusión. Recuperaré mi bolso en cuanto termine
esta comida.
Más silencio. Sloane se entretiene mirando por la ventana. Nunca
he conocido a alguien más antisocial que ella. Por fin llega el camarero y
nos pone los platos calientes delante. Por la forma en que Sloane se
zambulle, está claro que decidí bien para ella. Masticamos en silencio
durante unos minutos hasta que no puedo más.
—Entonces, ¿cuál es tu segundo nombre?
Levanta la vista a media mordida, ligeramente confusa. —Devon —
dice.
—Bueno, al menos no es el mismo —le digo—. Me llamo Emily, el
nombre de mi abuela.
—No sé de dónde salió Devon. Sé que mi madre sacó Sloane de una
vieja película, Ferris Bueller’s Day Off. —Una mini tormenta cruza su
rostro, pero tan rápido como vino, se ha ido.
—Sloane era el nombre de mi abuelo —le contesto.
—¿Te pusieron el nombre de tu abuelo?
—Los nombres de la familia son muy importantes para mí, bueno,
para mi familia. —Al pensar en mi familia se me revuelve el estómago.
—¿Por qué? —Levanta las cejas—. ¿Eres de la realeza o algo así?
—Mi padre es senador —le digo, y tengo el momento estándar de
incomodidad que siento cada vez que lo digo. Lo último de lo que quiero
hablar ahora es de la carrera política de mi padre. Hay un momento de
silencio. Sloane parece percibir mi incomodidad. Me alivia que cambie de
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tema.
—Entonces, vi que tienes patines —dice—. ¿Estás en Disney sobre
hielo o algo así?
—Patinadora artística —le contesto, ignorando su sarcasmo.
—¿Y no es lo mismo?
—Ni siquiera cerca —le digo—. Uno es un deporte y el otro no.
—¿Me estás tomando el pelo? El patinaje artístico no es un deporte,
como tampoco lo es la natación sincronizada.
—Conozco a muchos atletas olímpicos que no están de acuerdo
contigo —espeto—. En ambos aspectos.
Niega con la cabeza, sonriendo. No puedo creer que comparta un
nombre con este rayo de sol.
—¿Y tú juegas hockey, supongo? —digo—. Al menos, eso es lo que
dice el hedor de tu bolsa y tus camisetas gigantes.
—Claro que sí —responde—. Ahora, eso es un deporte real.
—Claro, porque ser una de las veinte personas que van a toda
velocidad por el hielo chocando contra la gente es muy estresante —
replico.
—¿Veinte? ¿Alguna vez has visto un partido de hockey?
—Fue una hipérbole. Mi hermano jugaba al hockey en la escuela
secundaria, así que he visto algunos partidos. A mí no me parece tan
difícil.
—Oh sí, definitivamente no tan difícil como patinar agitando los
brazos y sonriendo para la cámara.
—Tal vez cuando tienes cinco. Más bien en un estadio abarrotado,
con un foco sobre ti, lanzándote por los aires e intentando aterrizar sobre
una hoja más fina que un cuchillo de cocina mientras un montón de
jueces puntúan cada uno de tus movimientos. —El mero hecho de decirlo
en voz alta hace que empiece a sudar detrás de las orejas y siento que se
me acelera un poco el pulso.
—Sí, eso es definitivamente más fácil que alinearse para un tiro
ganador de un partido delante de cientos de personas mientras cuatro
chicas gigantes patinan hacia ti tan rápido como pueden con el único
objetivo de arrasarte el culo —dice—. Prefiero enfrentarme a un montón
de jueces que a un montón de sicarios sobre el hielo.
—No podrías durar ni un día en mis patines —le digo.
—Si no puedo aguantar un día en los tuyos, te doy cuatro minutos
sobre el hielo en los míos. Te mearás en los pantalones y llorarás por tu
madre después de un choque contra las tablas. 43
—Oh, por favor, prefiero esconderme en un equipo que pasarme el
verano con todas las miradas puestas en mí —le digo, y me doy cuenta
de que no estoy hablando solo de patinar. Rebusco en mi bolso y saco el
folleto del Instituto de Patinaje Baliskaya de Montreal. En la portada hay
una foto de la residencia principal. Es una magnífica mansión de piedra
con tejado de terracota y amplios jardines delante, todo rodeado de verjas
de hierro. Su situación, en medio de la ciudad, la hace aún más hermosa.
—¿Me tomas el pelo? ¿Vas a pasar aquí el verano? —Toma el folleto
y mira la portada.
—Sí, cuatro semanas. —Suspiro.
—No sé por qué suenas tan deprimida. Este lugar parece increíble.
—Empieza a hojear el folleto. Imágenes de patinadores sonrientes se
intercalan con fotos de los dormitorios y el comedor. Parece una mezcla
de Harvard y Hogwarts. Señala una foto de una habitación con dos camas
de matrimonio y un sillón acolchado junto a un ventanal que da a un
frondoso jardín—. ¿Me tomas el pelo?
—Si te gusta tanto, ¿por qué no vas tú? —le digo—. Parece que el
patinaje artístico te parece una tontería, después de todo.
—No me tientes —murmura.
Le doy vueltas a la pasta en el tenedor. El folleto me recuerda lo
que me espera en las próximas cuatro semanas: perfección. Y si hay algo
que no soy, es perfecta. Me pasaré el verano cayéndome de culo mientras
intento saltos que ya no puedo hacer. Comeré comida insípida para poder
ponerme otro leotardo. Fingiré ser amiga de los competidores crueles que
son mis compañeros de campamento. Me acordaré de hace tres años,
cuando comí hielo en los nacionales junior, poniendo fin a mi temporada
y posiblemente a mi carrera.
Un auténtico sueño. Daría cualquier cosa por no tener que hacerlo.
Incluso...
Y entonces me golpea. Como un codazo directo al estómago.
—Puedes hacerlo, sabes —suelto.
—Sí, claro. —Vuelve a la página de los dormitorios y suspira. La
siguiente página muestra a una chica vestida con lentejuelas rojas y
pedrería, y Sloane se echa a reír—. ¿Me imaginas así?
—En realidad, sí —le digo.
—¿De qué hablas? —Me mira fijamente.
No respondo de inmediato. Las piezas del puzle acaban de encajar
en mi cabeza. Aunque parezca una locura, podría funcionar. Miro a
Sloane, con su largo pelo negro y su complexión atlética. Es unos dos
centímetros más alta que yo. Sabe patinar, lo sabemos. Así que es un tipo
diferente de patinaje, ¿a quién le importa? Y si fracasa, al menos se dará 44
cuenta de que no es tan fácil. Todo el mundo siempre piensa que es tan
fácil ser yo.
—Nos parecemos. Hasta la recepcionista lo pensó —digo, tanto
para mí como para ella.
Sloane parpadea desde el otro lado de la mesa, mirándome como si
me hubiera vuelto loca.
Y puede que sea así.
Pero la idea no me abandona: Aquí está. Mi oportunidad de ser otra
persona durante un rato.
Mi oportunidad de cambiar.
6
Traducido por EyeOc
Corregido por AriannysG

Sloane Devon
Ahora lo entiendo: Esta chica, esta otra Sloane, está total, completa
e indiscutiblemente loca. No como un loco desahuciado en un autobús,
sino como solo pueden estarlo las chicas ricas.
Puede permitirse arriesgar todo su futuro por capricho, porque
siempre habrá alguien que limpie sus desastres y pague por sus errores 45
(literalmente).
A mí no me parece tan mal.
Miro del folleto a Sloane y viceversa, y una pequeña palpitación de
tentación empieza a tamborilear en mi cerebro. El patinaje artístico es
mucho más fácil que el hockey. Nadie intenta romperte las piernas o
romperte los sesos cuando patinas. No hay tiros que hacer o fallar, lo que
significa que no hay hormigueos. Y no hay ojeadores ni entrenadores que
esperen que me convierta en un héroe, así que no hay forma de fracasar.
Vuelvo a mirar a Sloane Emily. —¿De verdad crees que podamos
hacer esto?
Esboza una enorme sonrisa. Debe de tomar mi pregunta como un
acuerdo, porque lo siguiente que sé es que me está arrastrando de la silla
(es sorprendentemente fuerte) y subiendo a su habitación para conspirar.
Cuando llegamos a su puerta, Sloane la abre de un golpe con la
cadera. Dentro, tira el bolso sobre la mesa y se gira para mirarme.
—¿Vas a entrar? —dice.
La visión de la habitación que tengo ante mí me detiene en seco.
Esto es lo que obtienes cuando pagas una habitación en un hotel como
éste. Es un loft gigante en el último piso, en la esquina del hotel, con todo
en una habitación de gran tamaño. Las ventanas del suelo al techo, que
deben tener al menos seis metros de altura, dan a toda la ciudad. En una
esquina hay dos mullidas camas de matrimonio como la que tengo yo en
mi diminuta habitación. En otra esquina, un banco de sofás en forma de
L frente a una enorme televisión de pantalla plana. Parcialmente oculta
tras una mampara de privacidad hay una ducha acristalada lo bastante
grande como para albergar a todo mi equipo de hockey, un jacuzzi para
casi la misma cantidad y una amplia encimera de azulejos con no uno,
ni dos, sino tres lavabos. ¿Para qué necesitas tres lavabos? Y hay otro
enorme televisor frente al jacuzzi, para que puedas ver la tele mientras te
das un baño caliente. Lo único que le falta a este lugar es un rapero, su
séquito y varias botellas de champán caro.
Sloane se dirige directamente a un armario de caoba que hay cerca
de los sofás y abre la puerta de un tirón para revelar un minibar que es
cualquier cosa menos mini. La puerta del armario se encuentra repleta
de botellitas de licor, vino, agua y latas y botes de frutos secos y otros
aperitivos. Hay una nevera de cristal llena de refrescos, agua con gas y
cerveza. Sloane saca un cajón debajo de la nevera lleno de caramelos
suficientes para ayudar a un niño a despegar. Probablemente cueste lo
suficiente para enviar a ese niño a Harvard. No hay precios de nada, pero
me lo imagino. Recuerdo la vez que mis padres me llevaron a Nueva York
por Navidad para ver el árbol del Rockefeller Center cuando tenía ocho
años. Nos alojamos en un Marriott en Times Square, y entonces me
pareció un palacio. Me comí un tarro de gominolas del minibar y a mi
padre casi le da un infarto por el precio de catorce dólares. Y ese lugar 46
no era ni la mitad de bonito que este.
—¿Una barra de caramelo? —dice Sloane. Revuelve las existencias
y saca una de la marca Butterfinger para ella.
—Snickers —digo, y me avienta una barra enorme—. ¿No cuestan
como doce dólares cada una?
—Se carga a la habitación, que se carga a la tarjeta de crédito de
mis padres, lo que significa que todo esto es juego limpio.
—¿No se molestarán? —pregunto, pero no pierdo tiempo en pelar
el envoltorio y darle un bocado gigante.
—Mi madre se enfadará porque me he comido mi peso en azúcar,
pero a papá le dará igual. Come, necesitaremos combustible para pasar
toda la noche. —Por un segundo detecto un rastro de amargura en su
voz, pero desaparece enseguida y esboza una sonrisa.
Me lanza una bolsa de Bugles, seguida de una Coca-Cola en una
botella de cristal. Se quita los zapatos y se sienta en una esquina del sofá.
—Ahora hablemos de los términos.
—¿Términos? Está bien, senador —le contesto. Me siento a su lado
y no me molesto en quitarme las zapatillas antes de apoyarlas en la
enorme otomana.
—Oye, si vamos a hacer esto, lo vamos a hacer bien —dice Sloane
entre bocados de dulce.
—Ni siquiera creo que hayamos establecido que definitivamente
vamos a hacer esto. Y no hay prácticamente manera “correcta” de fingir
ser otra persona mientras pasas un verano participando en un deporte
que nunca has jugado, en el que la otra persona es supuestamente un
profesional.
—Falso —dice. Saca la última Butterfinger del envoltorio, se la mete
en la boca y agarra un chocolate—. Las dos somos excelentes patinadoras
sobre hielo. Solo que nuestras habilidades son diferentes. Y todos en este
campamento sabe que llevo tres años fuera del juego. Quiero decir que
vas a estar oxidada. Si eres tan buena como dices que eres en el hockey…
—Oye, soy buena —espeto, pero casi inmediatamente comienzo a
sentir un hormigueo en mi hombro. Lo ignoro—. Sé patinar.
—Bueno, para llegar a ser buena en el hockey, imagino que tienes
que ser muy trabajadora. Tienes que aceptar los comentarios y escuchar
a tus entrenadores. Y puedes hacer todo eso en mi campamento, y quién
sabe, quizá haya alguna habilidad latente para el patinaje artístico
escondida debajo de esa ropa holgada.
—Lo dudo —digo.
—Yo juzgaré eso —dice Sloane.
—¿No te olvidas de algo? 47
—¿Qué?
—Eh, ¿cómo se supone —hago un gesto hacia mí— que me van a
confundir contigo? ¿Todas esas patinadoras no se van a dar cuenta en
un segundo?
—Llevo un tiempo fuera de juego —dice. Saca su laptop—. Digamos
que he cambiado. —Abre iPhoto y se desplaza a través de algunas viejas
fotos de sí misma en spandex en el hielo. Hace doble clic en una y la pone
a pantalla completa. Prácticamente doy un salto hacia atrás.
—¡Demonios! ¿Tanta cirugía plástica? —Me inclino hacia atrás y
entrecierro los ojos para ver su rostro diminuto, intentando encontrar
algo de la belleza morena que tengo delante.
—Nop —espeta—. Solo pubertad, aparatos y un corte de pelo
decente, gracias. Ahora volvamos a lo nuestro.
Durante la siguiente hora, Sloane me enseña los fundamentos del
patinaje artístico. Saca su reluciente MacBook y pone vídeos de YouTube
de sus antiguos espectáculos. Me hace levantar los brazos y luego los
moldea en lo que ella llama “brazos de ballet”, con los dedos levantados
y esculpidos como si fuera la hora del té o algo así. Me siento ridícula.
Pero cada vez que se me caen los brazos, Sloane Emily me da una
palmada en la espalda y me dice que los apriete. Escucho la música de
sus programas largos y cortos en un bucle continuo, y cuando creo que
estoy por tirarme de los pelos por oír Madame Butterfly demasiadas veces,
cambiamos a un tutorial de hockey.
Despejo el escritorio y, con las botellitas de licor, le enseño las
posiciones y a preparar las jugadas. Le hablo de entrenamientos y
ejercicios. Le enseño algunas de las habilidades básicas del hockey sobre
patines e incluso le pongo algunos vídeos de viejos partidos de los Flyers
en YouTube. A las tres de la madrugada, ya hemos devorado casi todo el
contenido del cajón de los caramelos, hemos probado todas las
variedades de frutos secos y nos hemos acabado los refrescos. Solo nos
queda el agua con gas, que me sabe asquerosa, y las botellas de licor sin
abrir, que ella no ofrece y yo evito.
—Creo que voy a vomitar —dice. Deja caer al suelo una bolsa de
Skittles enrollada y luego la alinea con mi palo de hockey para practicar
su tiro al cubo de basura volcado.
—Te dije que pararas con la bolsa gigante de dulces de mantequilla
de maní, pero no me escuchaste —digo. Estoy viendo vídeos antiguos de
programas olímpicos en los que Tara Lipinski y Sarah Hughes sonríen y
giran para ganar medallas de oro.
—Puf, no menciones los dulces. —Lanza la bolsa hacia la izquierda,
donde rebota en la silla del escritorio y rueda bajo el minibar—. Maldición
—murmura. Utiliza el extremo del palo para rescatar la bolsa de Skittles
48
y vuelve a disparar. Esta vez cae dentro de la papelera—. ¡Yupiii! —grita,
saltando con el palo de hockey sobre la cabeza y cayendo de espaldas
sobre la cama en señal de victoria—. ¿Viste eso? ¡Lo hice!
—Sloane, vas a tener que bajar el tono si quieres triunfar en un
partido de hockey. ¿Yupiii? ¿Me tomas el pelo? Nadie, y me refiero a
nadie, es tan cursi en el hielo. Así es como pierdes los dientes.
—Puedo ser ruda —dice, y no puedo contener el bufido—. ¡Sí puedo
hacer!
—Entonces déjame darte una bofetada.
—¿Qué? ¡No!
—Vamos, déjame golpearte en la cara. —Me acerco a ella y me
inclino, con las manos en las caderas.
—¿Por qué? —Protege su cara con una almohada en caso de que le
lance un ataque furtivo.
—Mis compañeras de equipo y yo lo hacemos siempre antes de los
partidos. A la mayoría de la gente le asustan los deportes de contacto
porque tienen miedo de que les peguen. Se les mete en la cabeza que
recibir un golpe es horrible e insoportable, pero en realidad no es tan
malo. Y cuando te dan una bofetada, eso recalibra tu dureza.
—Estás loca. —Me tira la almohada. La golpeo hacia el piso.
—Y vas a hacerlo —digo. La agarro por los hombros y la levanto,
luego la coloco justo delante de mí—. No voy a hacerte sangrar ni nada,
solo voy a darte una buena bofetada, ¿vale?
Respira profundo. —Está bien —dice. Levanto la mano, pero en
cuanto está cerca de mi hombro, se sobresalta y se agacha.
—¡Quédate quieta! —regaño, pero me río—. No me puedo creer que
en el despiadado mundo de la danza sobre hielo o lo que sea nunca te
hayan dado una bofetada.
—Patinaje artístico —corrige—. Tenemos mucha más clase. Por lo
tanto, no hay bofetadas. Solo hazlo.
—Está bien. —Sonrío, luego respiro hondo para prepararme, pero
ella cierra los ojos.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Hazlo ahora! —Así que la abofeteo. No le doy todo
lo que tengo, pero es suficiente para que me escueza un poco la palma de
la mano. Abre los ojos de par en par. Por un momento me preocupa que
llore o que me devuelva la bofetada. Pero veo cómo crece la sonrisa hasta
que toda su cara se resquebraja y le entra la risa más loca que he oído
en mi vida.
—No me digas que te di una bofetada tonta —digo, mirándola,
ahora tirada en el piso, sosteniéndose el estómago en busca de aire. Pero 49
en segundos, también me estoy riendo, y ambas estamos en el piso con
una sobrecarga de azúcar. Hace falta unos cuantos minutos antes de que
recuperemos el aliento y nos enderecemos, subiendo a las camas hasta
que nos estamos mirando la una a la otra.
—Ah oye, tienes una cicatriz en la barbilla como yo —dice. Alarga
la mano y me pasa el dedo por la cicatriz, una marca de cinco centímetros
en el lado izquierdo de la barbilla que baja verticalmente por debajo—.
¿Fue por el hockey?
—No, esa es por el viejo gato malvado de mi mamá, Lenin. Intenté
acariciarlo cuando tenía nueve años, y esto es lo que conseguí.
—¿Lennon por los Beatles?
—Como el revolucionario ruso. Mi mamá era… es, una nerd de la
historia. —Levanta una ceja y ladea la cabeza, tratando de entender mi
lapsus verbal, pero no le doy la oportunidad de preguntar—. ¿Y la tuya?
—digo rápidamente, para cambiar el tema—. ¿Alguien te hizo lo de Tonya
Harding?
—Nada tan glamuroso. Me caí de un andén cuando tenía once
años. Mi padre estaba dando su discurso de aceptación después de su
segunda victoria electoral, y me aburrí con todos los agradecimientos y
Dios Bendiga a Estados Unidos. Mi mente empezó a divagar, perdí el
equilibrio y me caí.
—¿En serio? —Trato de contener una risita—. Por favor dime que
está en alguna parte de YouTube.
—Por suerte no —dice. Se mira las manos, que están perfectamente
dobladas sobre el regazo. Se queda callada un momento—. Se me da muy
bien mantenerme fuera del foco.
—Así que cicatrices a juego —digo en un esfuerzo para cortar la
tensión—. ¿Alguna otra lesión?
—Por supuesto. Patinar es completamente brutal para tu cuerpo.
—Probablemente no tan brutal como patinar y que una alemana
corpulenta se abalance sobre ti a una velocidad de mil ciento veinte y
nueve kilómetros por segundo. ¿Ves mi nariz? —La miro directamente—
. ¿Ves cómo se inclina hacia abajo y luego, justo después del puente, se
curva hacia la derecha?
—Mierda, está torcida como una carretera de montaña —dice. Se
inclina y me agarra la barbilla, girando mi cabeza a la izquierda y luego
a la derecha—. Estoy segura de que cualquier cirujano medio decente
podría arreglarlo.
Me alejo. —Nunca. Es una insignia de honor. Me dieron con un
disco en la cara en mi primer año. —Sonrío con orgullo e inclino la cabeza
hacia arriba para que pueda ver mejor el bulto correspondiente—. Sangró 50
mucho, pero tuvieron que sacarme del hielo dando patadas y gritando.
Todavía tengo la camiseta en el armario. Parece una autopsia. Supera
eso.
—Está bien, ¿Qué tal esto? —Se levanta y se baja los pantalones.
Me cubro la cara con las manos.
—¡Basta, basta, princesa! ¡No me interesa eso!
Me aparta la mano de la cara. —Mira —dice.
En el muslo derecho, justo debajo de la cadera, tiene un moratón
morado y negro tan grande que no podría cubrirlo con una mano. A
medida que se extiende por la pierna, empieza a volverse rojo y azul, con
un feo rasguño rojo en el centro.
—¿Pelea en el bar? —pregunto.
—Un triple lutz —dice. Toma mi mano y la roza sobre el moretón—
. ¿Lo notas?
La piel está dura, tensa e hinchada, como si se hubiera tragado
una pelota de softball. —Asqueroso —digo, y quito la mano—. ¿Qué, vas
a incubar arañas bebes en esa cosa?
—¡Qué asco! ¡Esa imagen me acompañará siempre! —Se sube los
pantalones y vuelve a tumbarse en la cama, pero esta vez noto que cae
del lado izquierdo—. Es un hematoma. He caído de culo tantas veces en
ese mismo sitio, intentando recuperar el triple, que mi pierna ha dejado
de ser un simple moratón y ha empezado a acumular sangre y tejido
cicatricial bajo la piel. Bonito, ¿eh? Va a quedar genial en bañador.
—¿Desaparecerá?
—Sí, una vez que deje de caerme en el hielo y de saltar como antes
—murmura. Se pasa la mano distraídamente por el moratón, ya oculto
por la sudadera. Frunce el ceño y mueve ligeramente la boca, como si le
dijera a un amigo invisible: “Me decepcionaste”. La estudio un momento.
Me pilla mirando y rápidamente desvío la mirada.
—Está bien, está bien. Escucha esto. —Acerco mi cara a su oído.
Abro mucho la boca, luego la cierro, abro y cierro, como un pez jadeando,
pero el único sonido es el crujido de mi mandíbula. No sé qué le parece a
ella, pero en mi cabeza es como si alguien partiera lápices del número
dos por la mitad con un petardo.
—¿De qué es eso?
—Séptimo grado, los regionales de la escuela media. Me golpearon
con un hombro en la mandíbula. Dislocado, después inmovilizado con
cable quirúrgico por dos semanas. No se quebró, pero suena así desde
entonces.
—Pues si quieres hablar de lesiones crónicas, ¿qué te parece esto?
—Tira su pierna derecha sobre mi regazo, se quita el calcetín y mueve el 51
pie delante de mis ojos. En la planta del pie, justo encima del arco, tiene
una especie de bulto grande, duro y escamoso del tamaño de una pelota
hinchable, de esas que cuestan dos monedas de veinticinco centavos, no
una. Le aparto el pie de la cara.
—¿Qué demonios es esa cosa?
—Esa es mi criatura —dice con una malvada sonrisa—. Creo que
a estas alturas es una ampolla bajo un callo bajo una cicatriz. Lo he
tenido prácticamente toda mi vida de patinadora. Me durará hasta que
me jubile, amiga mía, y puede que incluso más. Intenta pavonearte con
sandalias de tiras y plataforma con eso en el pie.
—Eso es peor que los juanetes de mi abuela. Qué asco. ¿Le has
puesto nombre a esa cosa?
—A lo mejor lo llame Devon. —Se ríe. —¿Así que gano?
—Yo diría que es un empate. Y vas a tener que aprender a recibir
golpes si quieres durar un día con mis patines. Juego al patinaje artístico
de contacto total, amiga.
—Sí, y estás acolchado como un maniquí de pruebas de choque. Lo
único que me separa de una lesión son unas mallas bronceadoras y algo
de licra con pedrería. ¿P.D.? Aterrizar sobre un diamante de imitación es
muy doloroso.
—Oye, ¿cómo manejamos a los padres? —pregunto.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, si llama tu padre o algo así, ¿qué le digo? ¿Qué le
llamas? Quiero decir que si alguien nos va a poder delatar, son nuestros
padres.
—No tienes que preocuparte por eso —dice. Frunce el ceño—. Dudo
mucho que mi padre llame.
Su tono me dice que esta conversación ha terminado. Supongo que
si se equivoca, esquivaré las llamadas.
—Bueno, si mi papá llama —digo—, solo quéjate de tu rodilla y
acepta cualquier cosa que diga sobre los Phillies. Y no lo llames Pops.
—Uh, sí —dice, mirándome de lado—. No hay problema.
—Así que… —La miro. Una combinación de excitación y nervios
burbujea en mi pecho—. ¿De verdad vamos a hacer esto?
Ella levanta una ceja que es más un desafío que cualquier palabra
que pudiera haber dicho. Puede que sea elegante y guapa, con una maleta
llena de lycra y cuchillas doradas en sus patines, pero hay algo en esta
Sloane que va en serio de una forma para la que ni siquiera estoy segura
de estar preparada.
Pero tampoco estoy preparada para un campamento de hockey, así 52
que, llegados a este punto, seguiré a Sloane en la oscuridad.

***

A la mañana siguiente me despierto sobre un montón de


envoltorios y migas. La boca me sabe a feria de hace tres días. A través
de mi bruma somnolienta, veo una Coca-Cola medio vacía en la mesita
de noche y la agarro. Le doy un trago, ignorando el sabor a jarabe. Al
menos es mejor que la fiesta de papas fritas y chocolate que tengo en la
boca. Debo. Encontrar. Un. Cepillo de dientes.
—Buenos días, Sloane Devon, ¿estás lista para el glamour? —La
voz de Sloane Emily resuena en la habitación desde su posición en medio
del suelo; lleva un crop top rosa y pantalones negros elásticos, y está
contorsionada en un pretzel sobre una esterilla de yoga rosa.
Me echo el edredón sobre la cabeza. —¿Cómo demonios estás ya
despierta? —murmuro.
—La fuerza de la costumbre —dice, aunque su voz suena extraña,
y cuando miro por debajo del edredón, veo que es porque está boca abajo,
con los brazos agarrando las piernas por encima y por detrás para que
su cuerpo forme un círculo. Solo de verla se me revuelve el estómago—.
Años y años de hielo a las cinco de la mañana te fastidian el reloj interno.
Ya aprenderás.
—Dios mío, he cometido un gran error. —El entrenador Butler solo
organiza entrenamientos los sábados por la mañana como castigo si
estamos haciendo el tonto, e incluso entonces no suelen empezar hasta
las nueve de la mañana.
—¡Levántate, dormilona! —dice, saltando sobre la cama—. Tienes
que ducharte y parecer Sloane Emily. No puedes llevar esa sudadera al
campamento de patinaje artístico. Se te acabará la fiesta antes de que
entres por la puerta. Te tendí algo de ropa y agrupé el resto de mis cosas
en mi maleta por conjunto para ayudarte. Ah, y me he tomado la libertad
de cambiar nuestra ropa interior, porque aunque llevar tus vaqueros está
bien, llevar tu ropa interior es, bueno, raro.
—Hablas demasiado —contesto, metiéndome aún más bajo las
sábanas. Me arrepiento de haberle dado la llave de mi habitación—. Y
demasiado rápido. Frases de una palabra hasta después de tomar café.
—¡Levántate! —grita, tirando el edredón de la cama. Es igual que
mamá. En cuanto lo pienso, siento un dolor agudo en el estómago que
me levanta de la cama. Lanzo una mirada a Sloane y me voy a la ducha—
. Pediré algo para desayunar abajo. ¿Huevos o tortitas?
53
—Ambos —digo. Voy a necesitar mucha grasa en el estómago para
superar esto.
Dos horas, dos huevos fritos, cuatro tiras de tocino, un montón de
papas fritas caseras y una pila de tortitas más tarde, y llevo un conjunto
que haría que mi equipo de hockey se mease de risa.
—¿Estás segura de esto? Nadie de allí te conoce, ¿verdad? Hace
tres años que no compites. Podría ponerme lo que quisiera.
—Nadie va a creer por un segundo que me pondría cualquier cosa
de tu maleta, me conozcan o no. —Sloane Emily me enrolla un pañuelo
de gasa color lavanda alrededor del cuello y retrocede para dejarme
espacio para mirarlo en el espejo de cuerpo entero. Llevo unos leggings
capri negros (una prenda que ni siquiera sabía que existía) debajo de una
minifalda gris vaporosa, rematada con una camisola de seda color crema.
Y cuando me quejé de que me sentía desnuda, me dio el “pañuelo”, que
parece tener la consistencia y el color del algodón de azúcar y no hace
casi nada por ocultar mi pecho, que intenta hacer una escapada.
—Está bien, tienes un poco más de busto que yo, pero no es para
tanto —dice, ajustando la bufanda un poco sobre mis bubis—. Cuando
estés en el hielo podrás llevar tus propios sujetadores deportivos.
—Definitivamente te estás llevando la mejor parte de este trato —
digo. A mi lado, lleva mis bermudas negras favoritas con una camiseta
blanca y mi sudadera amarilla con cremallera de la secundaria Jefferson
encima.
—Por favor, parezco un delincuente juvenil. Lo único que le falta a
este conjunto es un bote de pintura en spray —dice—. Y espera a ver
dónde te alojas. Estoy segura de que será mejor que los dormitorios de la
Universidad de Montreal. Probablemente tendrás tu propia habitación.
Ahora date prisa. —Me sonríe—. Tu coche te espera abajo.
François debe tener la mañana libre, lo cual es bueno por si es tan
observador como complaciente. Desde luego notaría algo raro en Sloane
Emily luchando bajo el peso de mi bolso de equipo mientras yo me paseo
por el vestíbulo con una maleta con ruedas y una diminuta (comparada
con la mía) bolsa de patines.
Sloane Emily tenía razón: Mi coche me está esperando. Pero no es
solo un coche. Es una limusina. Casi se me caen los patines.
—Un placer hacer negocios contigo, Sloane Jacobs —dice Sloane
Emily. Asiente hacia la limusina para confirmar que, de hecho, es para
mí. No entiendo por qué rechazaría esto a cambio de un autobús urbano
a una residencia universitaria. Esa chica debe tener algo más. Sea lo que
sea, no quiero saberlo. Me alegro de hacerle un favor quitándole todo este
lujo de las manos.
—Igualmente, Sloane Jacobs —respondo. Nos damos la mano de
esa forma tan cursi y muy dura que parece que estamos protagonizando
un remake de West Side Story y negociando una tregua, no ejecutando
54
un plan que podría hacer que nos echaran del país y nos castigaran por
el resto de nuestras vidas naturales. Pero ya es demasiado tarde para
echarse atrás.
Un chófer vestido de traje y con un gracioso sombrerito negro sale
a toda prisa del asiento del conductor y se dirige a la puerta trasera. La
abre, se hace a un lado y hace ese gesto de “Por aquí, mademoiselle” que
solo he visto en las películas. Solo que esto es real, y es para mí. Ahora
soy esa Sloane Jacobs. Le dirijo un último saludo a Sloane Emily, subo
al coche y acabo caminando como un oso por el asiento de cuero. Para
cuando me acomodo, ella ya se ha subido mi bolsa de hockey al hombro
y se dirige hacia la parada del autobús.
A pesar de todos nuestros planes, nuestras charlas de ánimo y una
bofetada en la cara, no estoy segura de que aguante un solo día en mi
lugar. Tampoco estoy segura de que yo dure tanto en el suyo.
7
Traducido por Adriana
Corregido por Chio West

Sloane Emily
Un autobús, sucio de gravilla, se detiene tembloroso. Subo detrás
de una anciana diminuta que arrastra una especie de carrito de alambre
lleno de latas de tomate. Pega un golpecito con su vieja cartera en la caja
del billete y se aleja por el pasillo. Echo las dos monedas que he estado
guardando desde que Sloane me contó el billete esta mañana y miro al
conductor para ver si tengo que hacer algo más. Me mira con el ceño
55
fruncido. Eso significa que puedo irme. Me siento en la parte delantera
del autobús, junto a una mujer de mediana edad y aspecto cansado que
lleva un arrugado traje de negocios. Olfatea un par de veces, me mira mal
y se sienta en el pasillo. No la culpo. La bolsa de hockey de Sloane Devon
huele a calcetines sudados que han sido marinados en jugo de pepinillos
y luego secados al sol en un pantano.
Un anciano empieza a avanzar por el pasillo, se detiene y me mira
fijamente. Por un momento creo que va a apuntarme con un dedo largo
y fino y gritar: “¡Impostora!”. Pero entonces le veo mirar al asiento de al
lado, donde he dejado una de mis maletas.
—Oh, lo siento —le digo y coloco el bolso en mi regazo. Me acomodo,
cruzando los tobillos y sentándome derecha como me han enseñado. Miro
alrededor del autobús para verificar a mis compañeros de viaje. Al otro
lado del pasillo, un chico en una gorra de béisbol duerme profundamente,
recostado contra la ventana, con la boca muy abierta. Unos cuantos
asientos más atrás, un adolescente se sienta encorvado en su asiento,
con las piernas extendidas hacia afuera del pasillo. Una mujer en frente
de mí tiene su cabeza en su regazo, su cabello largo y castaño cayendo
en cascada alrededor de sus rodillas.
No puedo recordar la última vez que estuve en un autobús, que no
sea por un evento escolar. Es exactamente tan asqueroso como siempre
lo había imaginado.
Con cada sacudida por la calle, me relajo un poco. Me inclino
contra el asiento. Descruzo mis tobillos y posiciono mis pies en el piso en
una postura amplia, dejando mis rodillas apartarse un poco para hacer
espacio para mi bolso. Prácticamente escucho a mi mamá siseando en mi
oído: “¡Sloane Emily Jacobs, siéntate derecha!”
Pero no está aquí. Estoy en un autobús público en Montreal, de
camino a jugar hockey por cuatro semanas. Puedo sentarme como quiera
y nadie me va a decir lo contrario.
Este va a ser el mejor verano que haya tenido.
Cuatro paradas más tarde, las puertas del autobús se abren de
golpe y un chico alto que parece ser la encarnación humana de un perro
pastor se sube. Su andar es seguro y está sonriendo, como si montarse
en un autobús apretado y maloliente es la mejor cosa que le ha sucedido
en toda la semana. Tiene el cabello castaño y desgreñado que con algún
producto para peinar y media hora con un secador de pelo, podría ser
esculpido a una decente apariencia de Bieber. Parece que está más a
favor del estilo natural que involucra una toalla de mano y un fuerte
viento.
Deambula por el pasillo y se deja caer con despreocupación a mi
lado, en el asiento que desocupó la mujer de negocios con una nariz
sensible. Intento casualmente mirarlo sin voltear mi cabeza: linda nariz,
56
perfectamente respingada con unas pecas casi imperceptibles. Hermosa
mandíbula. Pestañas largas.
Mira la lona apestosa a mis pies, luego a mí. Me dedica una amplia
sonrisa y noto el pequeño espacio entre sus dos dientes delanteros,
creando un pequeño arco dentro de su boca (desde mi propia aventura
de ortodoncia, tiendo a prestar demasiada atención a los dientes de las
otras personas). Su sonrisa torcida titubea un poco y es en ese momento
que me doy cuenta que he pasado de echar un vistazo discreto a mirar
completamente.
—¿Hockey? —dice, señalando mi bolso.
—No, yo eh… —Comienzo, pero luego rápidamente cierro la boca
de golpe, porque estoy a punto de decirle que patino sobre hielo. Por Dios,
primera prueba y ya fallo. Espero que Sloane Devon lo esté haciendo
mejor. Me aclaro la garganta y luego continuo, esperando que no note el
momento de doble personalidad—: Sí, juego hockey.
—Genial —dice. Vuelve su sonrisa—. Así que basado en el equipaje
y el hecho de que estás en el autobús ochenta y seis, supongo que vas de
camino a Élite también.
Reconozco el nombre de mi destino, El Campamento de Hockey de
Élite para jóvenes y centro de formación, de mi sesión informativa de
anoche con Sloane Devon. —Sí —le respondo. Excelente, una respuesta
correcta.
—¡Increíble! Yo también. —Levanta su mano y me lleva un par de
segundos antes de darme cuenta que quiere chocar los cinco. Coloca un
poco de euforia detrás de ello y froto mi palma pulsante en la pierna de
mis pantalones. Mmm. Sloane Devon me advirtió que a los jugadores de
hockey les gusta el contacto físico. Pero quizás esa sea una buena cosa.
Ni siquiera se me ocurrió que escapar de mi atroz y brillante verano,
podría conocer a sexys jugadores de hockey—. Soy Matt. Matt O’Neill. Así
que, ¿de dónde eres?
—Sloane Jacobs —le respondo—. De Filadelfia. —Dos respuestas
más correctas (aunque para ser justos, la del nombre no va a ser muy
difícil). Estoy dando brincos de alegría en mi cabeza. Mentalmente llevo
la cuenta de mis puntos. Quizás esto no sea tan difícil después de todo.
—¡No bromees, yo también! —me dice. Casi choco con mi propia
lengua—. ¿Dónde vives?
Ay mierda. No puedo arruinar esto ahora, ¡acabo de llegar! Siento el
mismo sabor metálico en mi lengua que viene justo antes de que intente
un salto triple-triple, el cual hace que el hematoma palpite un poco en mi
pierna. ¿Cómo fue qué dijo? Me devano los sesos. Algo con… ¿comida?
¿Carne? ¡Ah, pescado!2
—Fishtown —le digo, dejando escapar un suspiro que he estado
conteniendo. Esperando sonar tan alegre como la primera vez cuando se
57
sentó.
—Genial, vivo en Chestnut Hill —dice. Me mira como si esto debiera
significar algo. Le dedico una débil sonrisa. He estado en Filadelfia una
vez, cuando mi clase de sexto grado visitó La Campana de la Libertad y
El Independence Hall. Más allá de eso, era por lo general nada más que
una parada en Amtrak de camino a uno de los viajes de compras de
mamá hacia Nueva York. Si voy a sobrevivir a esta conversación, debería
cerrar la boca ya. Pero Matt no está escuchando nada de eso—. ¿A qué
escuela vas?
—Voy a Jefferson —le respondo. Gracias a Dios que el alto nivel de
azúcar de anoche no parece haber dañado mi memoria—. ¿Tú?
—A Riverside —dice. Me da una especie de sonrisa torcida y se
encoge de hombros. Maldición, es lindo.
Reconozco el nombre del pequeño círculo de colegios privados de
élite de la región del Atlántico medio. Es guapo, y claramente inteligente
si está en Riverside. Lo miro y veo que me sonríe con esa sonrisa fácil, y
mi estómago da una pequeña voltereta. Me fijo rápidamente en los
cordones de mi sudadera con capucha, deseando llevar algo un poco más
lindo, o al menos algo que me quede bien. Pero me lo quito de la cabeza.

2En inglés pescado es fish y el nombre de la ciudad comienza por fish.


No necesito ese tipo de distracción este verano. Además, un chico tan
guapo como Matt probablemente tenga un millón de novias, o un millón
de chicas que quieren ser su novia. Siempre he evitado las relaciones, en
parte porque entre todos mis entrenamientos nunca tendría tiempo, y en
parte porque los chicos de la escuela son perros a los que les vendría bien
una buena dosis de Cesar Millan.
—Probablemente nos hemos visto en los torneos —dice Matt. Mis
manos se ponen frías inmediatamente. Mi estómago se siente nervioso,
como si estoy a punto de ir sobre la primera colina de una montaña rusa.
—Quizás —le digo. La palabra sale demasiado brusca.
Lanza un brazo alrededor de la parte de atrás de mi asiento por lo
que puede girarse y tener una mejor visión de mí. —¿Jugaste en el All-
East Invitational?
—Eh, no —digo—. Estaba enferma.
—Qué lástima, ese torneo estuvo genial. ¿Qué hay del de la cosa de
caridad para el hospital para niños?
—Nop —digo. Mantengo mis ojos fijos en mis rodillas. Solo puedo
decir no tantas veces antes de que sospeche. ¿No puede dejar de
preguntar?
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—¿Fueron campeones de la ciudad el año pasado?
Ni siquiera respondo, porque hay una respuesta correcta que no
conozco. En lugar de eso, prefiero mirarme las uñas, que no les vendría
mal un retoque después del entrenamiento de hockey de anoche en el
hotel.
El autobús se estremece hasta detenerse, las puertas se abren con
un sonido silbante y otra línea de pasajeros hace una fila. Una pequeña
rubia en una escotada camiseta sin mangas sube y veo los ojos de Matt
seguirla por el pasillo. Al menos la distracción lo hace callarse. Salvada
por la rubia.
Por el resto del viaje, en su mayoría ignoro a Matt. Habla de aquí y
allá sobre Filadelfia, preguntándome si he estado en algún lugar llamado
Geno o si conozco a cierto chico o a aquel entrenador. Trato de darle
respuestas a medias o vagos encogimientos de hombros, pero mi falta de
atención solo parece volverlo más conversador.
Mientras habla, estudio mentalmente, me preparo para mi llegada
a Élite. Cuando el autobús finalmente se detiene en nuestros dormitorios
y Matt salta, me apresuro a recoger mis maletas y seguirlo. Sé, por leer
el folleto anoche que todos los jugadores estarán en el mismo edificio, un
piso del mismo sexo. Las puertas de los dormitorios están flanqueadas
por globos rojos y blancos. Adentro, Matt pasa por la mesa de registro,
pero no antes de chocar los cinco con la chica sentada detrás de ella. Ella
le sonríe mientras él se dirige directamente hacia los ascensores. Se para
en seco y se gira.
—Fue un placer conocerte, um… ¿Cómo dijiste que era tu nombre?
—Sloane —le digo. Siento un pequeño pellizco en mi estómago.
—Cierto, Sloane. —Sonríe—. Nos vemos por ahí.
Le doy mi nombre a la chica en la mesa, una rubia de apariencia
feroz en una camiseta roja con el símbolo de Élite estampado a lo largo
de su pecho de tamaño considerable.
—Soy Mackenzie —dice. Pasa su dedo por la lista, luego destapa
un resaltador amarillo con los dientes y lo arrastra por mi nombre.
—¡Oh, también eres de Filadelfia! —dice, con una gran sonrisa en
su rostro y mi estómago da volteretas. ¡Otra vez no!—. Debes conocer a
Matt.
Mi estómago deja de hacer volteretas cuando me doy cuenta de que
ella no es de Filadelfia. Gracias a Dios.
—Lo acabo de conocer en el autobús —le digo, agradecida de que
al menos en este caso, puedo decir la verdad.
—Es lindo, ¿verdad? —Mackenzie comienza a reunir varias hojas
de papeles y los mete en un sobre y los archiva para mí—. Este es su
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segundo verano. Domina totalmente. En el hielo y fuera del hielo, si sabes
a lo que me refiero. —Me guiña un ojo.
—Claro —le digo. Uf. ¿Domina? ¿Qué es esto, un rodeo?
Mackenzie lanza una mirada hacia los ascensores, como si Matt
pudiese reaparecer. Luego se inclina hacia delante.
—Eres nueva. Eso significa que será tu turno muy pronto —dice.
Uf por dos. Me pregunto cuando fue su turno. Hago una promesa privada:
no más miradas a Matt ni hablar con él este verano.
Diez minutos más tarde, estoy parada afuera de una puerta con el
número doscientos catorce en una placa de latón antiguo, llevando mi
llave, una guía de orientación, una lista de contactos de emergencia y un
directorio de campista en mi mano. Meto la llave dentro de la cerradura
y la muevo un poco antes de que se gire. El seguro suena y la pesada
puerta se abre de golpe en una sala común de linóleo de azulejos. Hay
un sofá biplaza hecho de algo verde y resistente al fuego y una mesa de
centro de madera que luce como si tres generaciones de estudiantes la
han usado para un reposapiés.
Sabía que un campamento de hockey sería de baja categoría en el
departamento de alojamiento, pero no esperaba nada de esto. Por un
momento, me imagino a mi habitación al otro lado de la ciudad, con
camas matrimoniales acolchadas y baños privados. Luego me recuerdo
lo que estoy obteniendo a cambio. Claro, que esto no es tan agradable,
pero no tendré que pasar mi verano teniendo a extraños juzgándome,
susurrando sobre mí y riéndose cada vez que meta la pata.
Dormiría en una celda de prisión por ese trato.
Fuera de la sala principal hay dos puertas. Voy a la de la izquierda,
más cercana a mí, y la abro. Me sorprende encontrar una habitación
soleada con una cama individual y un ventanal gigante en la pared del
fondo. Y las sábanas parecen nuevas (al menos, eso me digo a mí misma).
Dejo las maletas en la cama y me apresuro a acercarme a la ventana, que
da a un frondoso parque al otro lado de la calle. Abro la ventana, asomo
la cabeza y respiro aire fresco.
Me siento bien. Sé cómo me llamo, este cuarto parece acogedor, las
vistas son magníficas y nadie espera que haga un axel.
Un portazo me saca de mi ensueño. Me sobresalto tanto que doy
un respingo y me golpeo la cabeza contra el marco de la ventana. Oigo a
alguien entrar en la habitación. Una sombra cae sobre mí y se me erizan
los pelos de los brazos.
—Fuera.
Me doy la vuelta lentamente y veo a una chica al menos una cabeza
más alta que yo. Con su conjunto, parece lo bastante musculosa como
para levantarme en peso, y tal vez a la otra Sloane también. Dos largas 60
trenzas rubias cuelgan sobre sus gruesos hombros, las coletas menos
bonitas que he visto en nadie. Con sus brazos musculosos y las trenzas
de Heidi, parece la alemana enfadada de la que me advirtió Sloane.
Trago saliva.
—Ah, Soy Sloane —le digo, pero ni siquiera parpadea—. No lo
entiendo.
—Soy Melody y esta es mi habitación —dice.
—¿No son iguales las habitaciones?
Finalmente parpadea y suelta un pequeño bufido. —Sí, iguales,
excepto que esta es la mía, y esa —agita la mano por encima del hombro—
es la tuya. Fuera, chica nueva.
—Em, estaba aquí primero —le digo, pero lo oigo más como una
pregunta que como una declaración, y mi voz suena imposiblemente
diminuta y etérea. Quizá es que llevo la vida de otra persona que no me
queda bien, pero mi compostura habitual me ha abandonado. Cualquier
atisbo de ella desaparece cuando Melody da un paso de gigante hacia mí,
y tengo que decirme a mí misma que es solo mi imaginación la que la
hace un metro más alta.
—Llevo tres veranos viniendo aquí, y ésta siempre ha sido mi
habitación. —Si no estuviera ya pegada a la ventana, daría un paso atrás.
Tal y como están las cosas, me planteo saltar por la ventana—. Pero oye,
si quieres ganar la habitación, eres bienvenida a intentarlo.
En un instante, me viene a la cabeza desde una pelea a puñetazos
hasta una especie de ritual de novatadas terrorífico. Y yo que pensaba
que Tonya Harding daba miedo. Agarro la mochila de la cama e intento
aparentar que me voy porque no me apetece y no porque me vaya a mear
encima.
Apenas he cruzado la puerta, se cierra con fuerza detrás de mí.
Cruzo a lo que aparentemente es mi habitación. Empujo la puerta con la
puntera de goma de las zapatillas de Sloane Devon. Un paso y un rápido
barrido visual de la habitación y enseguida sé por qué merece la pena
luchar por la habitación del otro lado del pasillo.
Esta es aproximadamente la mitad del tamaño de la otra. Estiro
mis brazos: puedo tocar las dos paredes al mismo tiempo. Me apretujo
cerca de la cama individual y camino hacia la ventana. Es casi demasiada
estrecha para encajar mi cabeza a través de ella y gracias al gran árbol
creciendo a unos centímetros de distancia, ni una rendija de luz entra.
Suspiro y me tiro a la cama. Sé mi nombre. Sé mi nombre. Repito
una y otra vez como un mantra y cuando no parece borrar la tensión en
mi cuello, cambio a No axel triple. No axel triple. A través de la pared (la
cual está demasiado cerca de mi cabeza) oigo la cisterna de un inodoro
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tan fuerte que parece que un niño pequeño podría ser succionado por
ella. Luego se abre un grifo, tan fuerte como una manguera de incendios.
Al parecer, mi vecino es la ducha comunitaria del piso. Excelente. Al
menos no tendré que andar mucho para lavarme los dientes. Y mi
compañera de piso puede protegerme en una pelea de bar, suponiendo
que no la haya empezado ella.
Para despejarme la mente de la descomunal bárbara de al lado, me
doy la vuelta y examino mi bolso en el piso hasta que encuentro mi
teléfono. Deslizo mi dedo por la pantalla para ver mis mensajes y veo un
pequeño círculo rojo con uno en él indicando que tengo un mensaje de
voz. Es de mamá. Tecleo el botón de reproducir y escucho mientras su
voz entrecortada y ligeramente sin aliento sale del altavoz.
—Solo te llamaba para asegurarme de que hayas llegado sana y
salva. Hazme saber así no me preocupo.
Reviso mis llamadas perdidas para ver si hay algo más, pero no hay
nada. Papá no llamó.
Escribo rápidamente un mensaje para mi madre haciéndole saber
que estoy bien y meto mi teléfono debajo de una de las almohadas fuera
de la vista.
—¡No apagues el aire acondicionado o va a ser una sauna aquí! —
La voz gruñona de Melody viene de la puerta. Luego la puerta se cierra
de un portazo. Supongo que no está interesada en hacer amigos.
Arrojo mi almohada sobre mi cara. Gritar, dormitar o ahogarme, no
puedo decidir qué camino tomar.
No axel triple. No axel triple.

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Traducido por Alessandra Wilde
Corregido por Eli Hart

Sloane Devon
Paso un momento genial en el paseo en limusina por unos veinte
minutos y estoy en el medio de un solo de batería cuando el coche gira y
sale de la carretera hacia un camino circular de adoquines. Presiono mi
nariz contra la ventana. Hemos pasado a través de un conjunto de
puertas de hierro forjado en la entrada del complejo de campamentos.
Mientras llegamos a la entrada, el edificio entra a la vista más allá de los
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antiguos árboles majestuosos. Mi boca se abre y la ventana se empaña al
instante.
Las fotografías en el folleto no le hacen justicia. El Instituto de
Patinaje de Baliskaya o IPB, para abreviar, parece haber salido de una de
esas novelas aburridas del siglo XIX que se supone que leo en la clase de
inglés y que en realidad nunca lo hago. Dos pisos de piedra caliza que
han resistido perfectamente. Un techo a dos aguas, con una larga fila de
ventanas abuhardilladas. Una puerta frontal negra brillante con una
aldaba de gran tamaño en la forma de un animal mítico que no reconozco.
Rosales gigantes, ponderados por la explosión de flores de color rosa y
rojo.
Un auto Mercedes de color plata brillante se retira delante de
nosotros, permitiendo que mi limusina (¡¿mi limusina?!) se detenga justo
en frente de la entrada. Agarro un resquicio de una cabeza rubia y un
bolso de Louis Vuitton (uno de verdad, no uno de las falsificaciones de
Chinatown que todo el mundo en la escuela llevaba) que desaparecen por
la puerta. Salgo de la limusina mientras que el controlador descarga mis
maletas. Hay mariposas agitándose en mi estómago, y no estoy segura de
si estoy asustada o emocionada o ambos. He estado en un campo de
hockey o dos en mi día, pero por lo general implican literas y dormitorios
con olor a calcetines sudados. Algo me dice que esto va a ser diferente.
Le doy una propina al conductor con el efectivo que Sloane Emily
me dio antes de salir, luego arrastro mis maletas a la puerta principal.
¿La otra chica llamó a la puerta? Miro a mi alrededor buscando un
timbre. Nada. ¿Qué pasa si no tengo que interrumpir? ¿Se supone que
voy a ser convocada? ¿Por qué no hay una señal? Alcanzo la aldaba de
bronce pero decido en el último segundo que, como la mayoría de cosas
de lujo en casas lujosas, es probablemente solo para mostrar. Tomo una
respiración profunda, luego agarro el pomo, lo giro y empujo la puerta
abierta.
Me preparo para el sonido estridente de una alarma, pero en
cambio me recibe el sonido de la música clásica flotando suavemente a
través de la puerta de entrada con piso de madera. Doy un paso tentativo
dentro y miro alrededor. Oigo un parloteo y una risa que viene de algún
lugar de la casa, pero la recepción está vacía.
—El proceso de registro es aquí, querida —anuncia una voz suave.
A mi izquierda, en lo que podría haber sido una vez una sala de estar de
una cierta clase, hay un escritorio para registrarse. Un mostrador de
caoba de alta calidad atraviesa parte de la habitación, y una mujer
delgada de más edad con un severo moño gris y gafas de montura
metálica se sienta detrás de él, un ordenador portátil de plata brillante
abierto delante de ella—. ¿Nombre?
—Sloane Jacobs —digo, y por una fracción de segundo, me siento
como yo misma otra vez. 64
La mujer ingresa la información rápidamente en la computadora,
luego se dedica a la organización de una pila de papeles y carpetas.
Apenas me mira mientras me explica que mi habitación está al final del
pasillo y subiendo por la gran escalera (usa literalmente las palabras
“gran escalera”); me da un calendario para los primeros días, un mapa
de los jardines, y un manual del estudiante, y nota que llego tarde y me
perdí la sesión de orientación de la mañana.
—¿Tarde? ¿Cómo puedo llegar tarde? Dijo que tenía que estar
aquí…
—¿Quién ha dicho eso, querida?
Me doy cuenta de que no puedo decirle que llego tarde porque la
verdadero Sloane Jacobs (al menos, a la que le pertenecen estos patines
de cuero blanco) no me dijo que había una sesión de orientación por la
mañana. En cambio, murmuro una disculpa. La mujer en el mostrador
asiente de manera cortante, luego me señala hacia la escalera (eh, la gran
escalera) a mi habitación.
—¿Dónde está mi llave? —Examino la carpeta, en busca de un
sobre o una de esas tarjetas-llave de plástico, como en un hotel.
—No hay llaves, querida. El código de honor está en la carpeta, así
que no hay necesidad de bloquear las habitaciones. Si tienes algo valioso,
solo tráelo aquí abajo y puedo ponerlo en la caja fuerte.
¿No hay llaves? Ya no estamos en Fishtown, Zaps. El pensar en mi
perrito adorable, y mi casa, hace que mi corazón duela por un momento.
Soy la segunda persona que lo abandona. Espero que sepa que voy a
estar de vuelta.
Me dirijo a la gran escalera. Oh, y es grande. Lo bastante ancha
como para subir con un Buick; enmoquetada en algo rojo y grueso como
para dormir en ella. El vestíbulo y la escalera están llenos de campistas,
que es de donde venía todo el ruido. Me abro paso entre la multitud de
chicas delgadas y con forma de jirafa, sintiéndome un poco como un toro
en una cacharrería. Me preocupa rozarme con una de ellas y que salga
despedida de mí, aterrizando en algo antiguo y de valor incalculable. Veo
que algunas me miran con desconfianza al pasar y me pregunto si
estarán preocupadas por lo mismo.
A mitad de las escaleras, me detengo para acomodar el bolso del
patín de Sloane Emily. La parte inferior se balancea un poco más de lo
que esperaba y golpea a la derecha en una pequeña chica asiática de
cabello negro. Me lanzo inmediatamente a cogerla, pero no se mueve, ni
siquiera un poco.
—Fíjate por donde te mueves, ¿sí? —Alarga la mano para alisar un
pelo suelto que se ha escapado de su moño. Murmuro una disculpa. A lo
mejor estas chicas no son tan delicadas como pensaba. 65
En la parte superior de las escaleras, un discreto letrero de metal
me lleva a la izquierda, hacia el dormitorio de damas. Otra flecha apunta
hacia la derecha y anuncia el cuarto de caballeros. Sofoco un bufido. Oh
Dios, este lugar es totalmente Jane Austen. Odiaba esos libros.
Mi habitación, número doce, está al final del pasillo. El pomo de la
puerta de vidrio es pesado y resbaladizo, pero tengo la puerta abierta en
el primer intento, y lo que me saluda en el interior es mucho más cerca
de un hotel que cualquier dormitorio que he visto o he imaginado. Dos
camas simples en la pared izquierda, cada uno con un edredón blanco
esponjoso, frente a dos enormes armarios de aspecto antiguo a la
derecha. Un mullido sofá está enclavado en un ventanal gigante en la
pared del fondo, a la salida a la derecha, otra puerta está levemente
abierta, lo que lleva a mi propio cuarto de baño.
Ya hay un bolso de ropa de color rosa y un equipaje de mano de
color rosa a juego colocado sobre la cama más cercana a la ventana, y
me doy cuenta hay una gran maleta de color rosa, también a juego, lo
suficientemente grande como para contener su propietario en el piso
junto a la cama. Mi compañera de cuarto ya debe estar aquí, así que llevo
mis maletas sobre la cama cerca de la puerta y empiezo a desempacar.
Apenas he comenzado cuando escucho la puerta abrirse con un
crujido. Me vuelvo para ver una pequeñita y minúscula muchacha que
gira bailando un vals con un conejo de peluche. Y me refiero a un vals de
verdad. Se pasea como si fuera la dueña del lugar y me mira como si yo
no.
—Ivy —dice, y puesto que no es mi nombre, supongo que debe ser
el suyo—. Tú debes ser Sloane. —Oigo un acento sureño muy leve en su
voz. No ofrece la mano ni un segundo vistazo, solo pasa rozándome y me
rodea llegando a su lado de la habitación. Se sube a la cama, acomoda
una almohada, y saca una revista de la mesa de noche. Supongo que eso
es todo el saludo que consigo.
—Síp —le digo. Ya que no me mira, me tomo la oportunidad de
examinarla. No puede medir más de un metro cincuenta. Su cabello,
puede haber sido una vez de color marrón, pero ahora ha sido iluminado
a una pulgada de su vida en unos seis diferentes tonos de rubio que,
definitivamente, no se producen naturalmente, está sujeto en una coleta
muy alta y apretada. Y hay un lazo atado a su alrededor. Un lazo. Un lazo
rosa. Esto no presagia nada bueno.
Tiene ojos estrechos almendrados y una boca ligeramente hacia
abajo en las esquinas. Es el tipo de cara que hace que me pregunte si
haber nacido con ella la convirtió en una Chica Pesada, o si los años de
fruncir el ceño y hacer pucheros hicieron que su rostro se desarrolle de
esa manera. Sea lo que sea, es pequeñita y está vestida de color fucsia,
así que probablemente es inofensiva. Decido que lo mejor es simplemente 66
hacer caso omiso de ella, lo cual es perfecto, ya que parece no tener
intención de interactuar conmigo.
Sigo deshaciendo las maletas, pero tanto levantar y levantar peso
y subir escaleras ha hecho que se me hinche un poco la rodilla, y para
cuando termino de guardar el resto de los vaqueros de Sloane Emily (en
serio, ¿cuántos pares puede necesitar una chica?) en el último cajón de
mi armario, las punzadas de dolor empiezan a acentuarse. Encuentro mi
ungüento y un paquete de hielo instantáneo, uno que robé de mi propia
bolsa de equipo antes de entregárselo a Sloane Emily, y golpeo el paquete
sobre la mesa para activarlo. Luego me recuesto en mi propia cama y
estoy lista para hacerle DHCE a mi rodilla (DHCE, el mejor amigo de un
atleta. D: descanso, H: hielo, C: compresión y E: elevación).
Oigo la caída de la revista a la mesa y levanto la mirada para ver
los ojos entrecerrados de Ivy concentrados en mí.
—Oh, Dios mío, ¿me dieron a una lisiada? —murmura.
Me le quedo mirando. —Sabes que te escucho, ¿verdad? —Sigo
envolviendo mi rodilla y luego ajusto la envoltura con dos dientes de
metal—. Un poco de simpatía no estaría fuera de lugar.
—Si crees que te voy a ayudar a cojear por aquí, te equivocas —
Asiente—. No estoy aquí para hacer amigos.
—No puedes estar hablando en serio. —Al oír la frase más famosa
de la telerrealidad, miro instintivamente a mi alrededor en busca de las
cámaras. Ya tengo fantasías de encontrarme con Ivy sobre el hielo, mi
hielo. Le borraría esa sonrisita amarga de la cara tan rápido que no
tendría tiempo de poner los ojos en blanco. Respiro hondo para liberar la
tensión. No puedo meterme en una pelea a puñetazos en mi primer día.
Podría limpiar el hielo contigo cualquier día con dos piernas de vago.
—Por favor. Eso puede funcionar en cualquier pista de película de
Disney Channel en la que patines, pero aquí no eres nadie —dice Ivy, y
me doy cuenta de que debo de haberla amenazado en voz alta—. ¿Qué,
pensabas que podías huir a Canadá y esconderte de tu épico fracaso? Ah,
sí, lo he leído todo sobre ti, y entre que te atragantaste en los nacionales
júnior y esa rodilla maltrecha, eres casi completamente inútil como
competidora. ¿Por qué no te retiras ya a los Ice Capades?
Su acento sureño está en toda su gloria ahora. Debe olvidarse de
enunciar cuando se molesta tanto. Estoy lista para decirle que puede
tomar su actitud y metérsela donde el sol no brilla, pero algo que me dijo
me da una idea.
Si Sloane realmente se subestima (si la gente está esperando que
falle) entonces nadie va a esperar mucho de mí por medio de ballet sobre
hielo o saltos de fantasía. Las bajas expectativas son mis amigas. Así que
me encojo de hombros.
—Mis padres me enviaron, así que aquí estoy —contesto. Sus ojos
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se estrechan, y me doy cuenta de mi actitud indiferente la enfurece aún
más que una buena pero pasada de moda arremetida. Le sostengo la
mirada, como si estuviera desafiando a un toro. Puede que no sea capaz
de mantenerme al día en su hielo, pero no voy a jugar a ser una pequeña
presa fácil de débil voluntad fuera del hielo.
—Patético —dice, y por fin aparta la vista. Agarra un pañuelo de
color rosa y negro del sofá, lo enrolla alrededor de su cuello, y se dirige
hacia la puerta. Vacila antes de abrirla—. Y pensé que el dicho era que la
cámara añade cinco kilos. Debes escribirle a esos camarógrafos una nota
linda de agradecimiento.
Prácticamente me hierve el cerebro. Mientras me esfuerzo por
encontrar la réplica perfecta que no incluya un grito primitivo, ella sonríe
y se marcha. La puerta se cierra tan fuerte tras ella que el óleo que cuelga
sobre mi cabeza casi se cae de la pared.
Entierro la cara en una almohada grande y grito tan fuerte como
puedo. Mi transformación en la otra Sloane Jacobs ya debe de haber
empezado, porque en Filadelfia Ivy estaría arrancándose los dientes de la
alfombra oriental. Recuerdo la advertencia del entrenador Butler sobre
mi temperamento y mi futuro. Puede que cuatro semanas aquí me afecten
más que cuatro semanas jugando al hockey.
—¿Estás muerta?
Me asomo por la almohada para ver una cabeza rapada y una
amplia sonrisa. Un guapo hombre afroamericano acaba de asomar la
cabeza por la puerta.
—Todavía no —murmuro. Me doy la vuelta, haciendo una mueca
de dolor que se dispara por mi rodilla. Ajusto la bolsa de hielo por lo que
está de nuevo en mi rodilla.
—Perdona la intrusión —dice alegremente. Tiene unos bíceps bien
definidos y unos hombros musculosos, que claramente quiere lucir con
el ajustado escote en V azul ligeramente transparente—. Sé que los chicos
son personas no gratas en los cuarteles de las damas, pero cuando vi a
Ivy Loughner saliendo de aquí, tuve que venir a conocer a la pobre alma
que está atrapada compartiendo habitación con ella. Soy Andy.
—Sloane Jacobs —le digo—. ¿Cómo conoces a Ivy?
—Oh, no la conozco. Afortunadamente. Acabo de verla aterrorizar
a algunos pobres y temerosos atletas junior esta mañana. Creo que utilizó
las palabras “líder sin talento del Gremio de las Paletas” —dice—. No me
puedo imaginar lo que es compartir un espacio con ella.
Sonrío. —Por lo menos sé que no es personal. ¿Entonces aterroriza
a todos?
—Chica, de seguro no es personal. Deberían conectarla a una 68
aspiradora, porque esa chica necesita que le succionen la actitud de
perra.
El comentario me hace reír con tanta fuerza que desato mi sexy
carcajada de cerdo. —Me habrías venido bien hace cinco minutos.
—Puedes utilizarme siempre que lo desees —dice con un guiño.
Bueno, ¿y eso? He hecho mi primer amigo en el campamento de
patinaje.

***

El horario en mi carpeta brillante dice “Noche de Cena Formal de


Inauguración”, de modo que busco en el armario de Sloane Emily y hallo
un par de pantalones de color caqui y una blusa de botones de color verde
menta. En lugar de mi regular cola de caballo desordenada, arreglo mi
cabello en una trenza floja, y hasta me pongo un poco de rímel y brillo de
labios con sabor a sandía.
Apenas he abierto mi puerta cuando oigo a Andy.
—Oh, cariño, no.
—¿Qué? —digo, mirando hacia abajo para ver si mis pantalones
están arrugados o si tengo pasta de dientes en mi blusa.
—¿Me estás diciendo que no empacaste un vestido? —No espera a
que le responda, solo pasa junto a mí y se aventura abriendo el armario.
Hojea las perchas hasta que se encuentra con un sexi vestido de un solo
hombro de color rosa con un volante en cascada desde el hombro hasta
la cintura.
—No voy a usar eso —le digo. Es tan brillante que siento que tengo
que apartar mis ojos antes de que me quemen las retinas.
—¿Entonces por qué lo has traído? —responde. Pregunta justa. Me
olvidé que todo esto se supone que es mío. Busco a tientas una respuesta
que deje el asunto y que el vestido esté de vuelta en el armario. Sacude
el vestido hacia mí—. Este es formal. Ese —Hace un gesto a mi atuendo—
, es la escuela dominical.
Miro del vestido al rostro severo de Andy, luego de vuelta al vestido.
Podría luchar. Podría decirle que mi madre empacó, que es una loca del
control (y de la impresión que recibí de Sloane Emily, probablemente
estaría en lo correcto). Pero al mirar a Andy poniendo cara de asco por
mi atuendo, me doy cuenta de que no vale la pena. Soy Sloane Emily, y
este es el vestido de Sloane Emily. Le quito la percha mientras él se da la
vuelta para hacerle frente a la esquina. Me cambio mi sujetador por uno
sin tirantes, y luego me escabullo en el vestido. Espero que Sloane Emily
aprecie mi mucho menos cegador y flexible guarda ropa. 69
—Ta-da —le digo, sacudiendo las manos.
—Perfecto. —Me arrastra hacia el espejo de cuerpo entero en la
puerta y suelta mi trenza. Reorganiza mi cabello en una cola de caballo
floja a un lado y cae en cascada por mi hombro al descubierto. Luego
trota de nuevo al armario, rebusca durante un segundo, y vuelve con una
brillante diadema negra y un par de tacones negros de punta abierta.
Cuando ha terminado conmigo, tengo que admitir que me veo muy bien.
Apuesto a que Dylan se comería su asquerosa gorra de los Phillies si
pudiera verme. Por un momento pienso en tomarme una foto y enviarle
un mensaje de texto, solo por la satisfacción de decirle “Mírame ahora”,
pero no quiero tener que explicarle dónde estoy. Si es que le interesa
preguntar.
Andy entrelaza su brazo con el mío.
—Vamos, Sloane Jacobs —dice—. Vayamos allí antes de que te
pierdas toda la diversión.
El comedor parece Hogwarts mezclado con uno de esos programas
de Masterpiece Theatre, con ventanales que van del suelo al techo,
paneles de madera brillante y relucientes lámparas de araña. Incluso hay
camareros con bata blanca corriendo de un lado a otro para llenar vasos
de agua. La tarjetita que hay encima de mi plato indica cuatro platos, y
mi estómago empieza a rugir.
Cuando el primer plato aterriza en frente de mí, estoy lista para
devorarlo. Por desgracia, le doy una mirada a mi plato y me doy cuenta
de que no habrá nada para “devorar”. La ensalada, si se puede llamar
así, está hecha de cerca de seis hojas de lechuga romana, dos rodajas de
pepino en grasa y una llovizna casi imperceptible de algo que puede o no
ser una vinagreta.
Me inclino hacia Andy.
—No hay ensalada en mi ensalada.
—¿Y esperabas...? —pregunta. Una rápida mirada a su cara me
dice que esta es la porción estándar en el mundo del patinaje, este mundo
del patinaje, de todos modos. Andy puede ser mi amigo, pero no sabe la
verdad. Y tiene que seguir así. Tengo que dejar de soltar lo primero que
sale de mi boca, sino me voy a meter en tantos problemas aquí como lo
hago en casa.
—Solo me sorprendió que no haya más apio. Ya sabes, es como el
único alimento que quema más calorías al comerlo de lo que contiene. —
Lanzo una risita rápida por mencionar lo que vi en un artículo de dietas
en una revista de modas.
—Eso es un mito —responde Andy. Exhalo; al menos no me he
descubierto en la primera comida—. Después de la cena podemos ir a la 70
tienda de la calle. Solo un tercio de estos patinadores sobrevivirá con esta
comida. El resto de los mortales comemos barritas de chocolate cada
tanto.
Trato de hacer que mi ensalada dure el mayor tiempo posible, pero
en tres bocados se ha ido y un mesero se lleva el plato vacío. Lo siguiente
es una sopa, que viene en una taza tan pequeña que me pregunto si lo
robaron de juego de té de una niña. Me resisto a la tentación de beberlo
como un chupito. Cuando el plato principal por fin llega, me alegro de ver
que es en un plato de tamaño para adultos, pero mi ánimo cae cuando
veo que es una pechuga de pollo deshuesada y sin piel, a la parrilla y
cubierto con una pila de verduras en miniatura. Junto a ella está una
bolita de lo que parece ser no más de una docena de granos de arroz
integral y una ración de hacinamiento de brócoli al vapor. A mi alrededor
hay chicas que cortan su pollo en piezas pequeñas, de vez en cuando se
llevan uno a la boca y mastican unas mil veces antes de tragar.
Me dan ganas de gritar. O pedirles sus sobras.
En cuestión de minutos estoy tragando mi último bocado de pollo,
mientras que algunos de los otros patinadores en mi mesa están todavía
en su primer bocado de brócoli.
—Esto no es un campo de refugiados, sabes. —La ácida voz rezuma
en mi oído, el acento grueso y almibarado. Me doy la vuelta y veo a Ivy,
en rosa de la cabeza a los pies, su vestido una réplica del mío. Cuando lo
reconoce, cruza los brazos sobre el volante y me mira. Se vuelve hacia su
amiga, que parece que le gustaría que le cosieran los labios al culo del
vestido de Ivy—. Mira, Sabrina. Qué lindo. Piensa que, si se viste como la
mejor, puede ser la mejor.
Sabrina se ríe como si estuviera viendo un episodio de Saturday
Night Live, que es apropiado, ya que la actuación de Ivy es casi igual de
cansadora.
—Si quieres comer como una leñadora, meterte en ese vestido y
andar por ahí con cara de osito de gominola —me susurra al oído Ivy—,
estás en tu derecho, pero he pensado en darte un consejo de compañera
de piso: el rosa es mi color característico.
Soy partidaria de pasar desapercibida y sé que tengo que controlar
mi ira, pero no voy a dejar que esta chica maníaca de pesadilla me acose.
Dejo caer el tenedor en el plato, donde cae con estrépito.
—Escucha, Steel Magnolia, puedes llevar tu culo estreñido hacia
allá, o le estarás poniendo hielo a tu rodilla junto a mí.
Sabrina abre mucho los ojos y retrocede un poco, como si le
preocupara que pudiera estallar una pelea a puñetazos y ella quedara
atrapada en medio.
—No le hagas caso a la lesiada —le dice Ivy a Sabrina sin apartar
la vista de mí. Su mirada es férrea. Finalmente, gira, coge a Sabrina del 71
brazo y las dos regresan a su mesa.
—Quiso decir “lisiada” —dice Andy.
—Sé lo que quiso decir —contesto con los dientes apretados.
—Oh, así que la mirada perpleja era por…
—Nada —murmuro, porque estoy bastante segura que si admitía
que intentaba averiguar cómo quitar el brazo de su cuerpo y golpearla
con él, me etiquetarían como “sin clase”. El camarero pone el postre
delante de mí, un plato de cristal transparente con una bola de sorbete
coronada con una hoja de menta. Lo aparto. Estoy demasiado enfadada
para comer. Necesito pensar. Necesito un plan.
—Está tratando de desquiciarte —dice Andy, sirviéndose mi postre
descartado—. Creo que su lema es: “Los que pueden, hacen; los que no,
hacen que la competencia tenga demasiado miedo para enfrentarlos”.
—Creo que es hora de hacer mi propia guerra psicológica —digo.
En lugares tan remilgados como éste, todo son bromas, y yo soy la reina
de las bromas en Jefferson. Pregúntale a Libby Keegan, la novata del año
de la temporada pasada, que patinó en los campeonatos con Icy Hot en
sujetador deportivo.
—Me interesa un poco de color —dice. Se inclina en complicidad.
Me giro, lo miro fijamente y, lentamente, esbozo una sonrisa.
—Gracias, Andy. Me acabas de dar una idea.

***

Me paso horas tumbada en la cama, esperando a que Ivy ronque y


pueda estar segura de que no se despertará. Salgo sigilosamente de mi
habitación y avanzo por el pasillo, pasando la escalera y el cartel que me
dirige a la habitación de los caballeros. Llego a la habitación 22, la de
Andy, giro el pomo y abro la puerta en silencio. Andy está en la cama más
cercana a la puerta. Por lo visto, su entusiasmo no lo ha mantenido
despierto: está profundamente dormido y tengo que sacudirlo un poco
para despertarlo. Se da la vuelta y me fulmina con la mirada.
—Perturbas completamente mi sueño de belleza —susurra.
—Es hora del juego —le digo. Su compañero de habitación ronca
como una sierra en la otra cama, así que no me preocupa demasiado
despertarle.
—¿Hablabas en serio?
Asiento con la cabeza.
—Necesito tu ayuda. Tijeras… ¿tienes?
72
Nos arrastramos por el pasillo y entramos en mi habitación, donde
Ivy sigue muerta para el mundo. Le hago señas a Andy para que entre en
el cuarto de baño y quito la tapa del retrete, donde he guardado mis
provisiones en una bolsa Ziploc. Un par de medias desnudas de Sloane
Emily, una goma elástica y un sobre de polvo saborizado de frambuesa
que compré después de cenar en la tienda de la calle, mientras Andy se
llenaba de litros de helado y barritas de caramelos.
—Asegúrate de que sigue dormida —susurro, y él asiente.
Me pongo manos a la obra para cortar uno de los pies de los
leotardos y rellenarlo con el polvo saborizante. Luego coloco las mallas
sobre la alcachofa de la ducha y las sujeto con la goma elástica. Le hago
señas a Andy para que vuelva.
—Necesito que me vigiles mientras hago esta parte. —Andy se
coloca detrás de mí mientras yo me subo a la repisa de la bañera y
desenrosco la bombilla de la lámpara de arriba. La envuelvo en papel de
cocina y la tiro a la papelera.
—Estás muy loca —susurra Andy. Siento un repentino malestar.
Se supone que no soy la antigua Sloane. Se supone que debo ser la Sloane
Jacobs guapa, desenvuelta y perfecta, no la Sloane Jacobs desaliñada y
asustadiza. Dudo. Podría desmontarlo todo en segundos e ignorar a Ivy
durante las próximas cuatro semanas. Eso es lo que probablemente haría
Sloane Emily.
Entonces veo la montaña de maquillaje de Ivy, alineada en filas
perfectas sobre la encimera. Ha tenido la amabilidad de coger mi neceser
(el de tela de flores rosas que me prestó Sloane Emily, lleno de tubos y
botes que ni siquiera sé usar) y lo ha tirado al suelo. Junto al inodoro.
—Recuérdame que no me meta contigo —dice Andy, sacudiendo la
cabeza.
—No lo olvidarás —le contesto con una sonrisa maligna.

***

Me despierta el grito más fuerte, largo y estridente que he oído en


mi vida parecido al de una víctima de asesinato en una película de
categoría B.
—¿Quién? ¿Qué? ¡OH DIOS MÍO! —La voz de Ivy atraviesa la puerta
cerrada del baño, la almohada de plumas que me cubre la cabeza y se
clava en mi tímpano como un pincho. A pesar del dolor que me produce
el grito que rompe los decibelios, lo único que puedo hacer es sonreír.
Oigo cómo se abre la puerta del baño y me tomo un momento para
serenarme y borrar la sonrisa de mi cara. Me asomo por debajo de la 73
almohada y veo a Ivy saliendo del baño. Su arco iris de reflejos rubios es
ahora de varios tonos de fucsia, un color que también le recorre la cara,
el cuello y los hombros. Se agarra a una de las mullidas toallas de baño
blancas. Mejor dicho, una de las esponjosas toallas que antes eran
blancas. Ahora está manchada de varios tonos de rosa y rubor.
—¡TÚ! ¡Tú hiciste esto! —grita, agitando un dedo de color salmón
en mi dirección.
—Dios mío, tenías razón, Ivy —contesto, toda inocencia fingida—.
El rosa es tu color característico.
9
Traducido por florbarbero
Corregido por *Andreina F*

Sloane Emily
Mi teléfono suena debajo de la almohada, el cual se ha convertido
en mi lugar favorito para guardarlo. El número de Sloane Devon parpadea
a través de la pantalla. Toco en el botón para responder luego de ver la
hora: siete y trece de la mañana. Dos minutos antes de la hora en que mi
alarma está programada para sonar. 74
—¿Cómo es la vida entre el grupo de los diamantes de imitación?
—Aún no hay diamantes de imitación —dice Sloane Devon. Apenas
la conozco, pero escuchar su voz es extrañamente reconfortante—. Sin
embargo, tu compañera de piso, Ivy Loughner, es un verdadero encanto.
—Oh, he oído hablar de ella. Es al parecer el General Patton3 de la
guerra psicológica.
—Bueno, voy a librar mi propia batalla. No vas a creer lo que acabo
de hacer. —Cuenta los detalles sobre una broma que resultó en teñir a
Ivy de color rosa. Resoplo en mi almohada. La vi una vez en un evento
hace unos cuatro años atrás. Era un pequeño duende de doce años de
edad, vestida con una malla con tul rosa alrededor de su trasero. Le daba
a su entrenador, un hombre de por lo menos unos cuarenta años, una
completa reprimenda sobre el volumen de su música. Puedo imaginar lo
que debe ser vivir con ella.
Una vez más pienso en lo afortunada que soy, ser una terrible
jugadora de hockey es un infierno mucho mejor que matarme siendo una
patinadora artística de elite este verano. El camión que generalmente se
asienta justo en la parte superior de mi pecho se ha ido.

3George Smith Patton, Jr., fue ungeneral del Ejército de los Estados Unidos, y además
fue uno de los generales más temidos por los alemanes durante la Segunda Guerra
Mundial.
—Tu compañera de cuarto tampoco es una delicia —le digo—.
Apenas tuvo que mirarme para decidir que me odia.
—Probablemente sea algo dura —dice Sloane Devon—. Una gran
cantidad de jugadoras de hockey que conozco son tan competitivas que
terminan comportándose como unas perras. Probablemente todo sea por
el juego. Si realmente quieres que te respeten vas a tener que demostrar
tus habilidades en el hielo.
—Querrás decir tus habilidades —murmuro.
—Oye, esto fue idea tuya, princesa. Ahora tienes que dormir en la
cama que tú misma hiciste, o como sea que se diga.
—Hecho, y terminado. —Bostezo. Nunca supe que fingir ser otra
persona podía ser tan agotador. Ayer fueron todos los registros y las
tareas de capacitación, que son, básicamente, desglosadas por edad.
Estoy con todo el resto de los juniors y seniors, lo que significa que estoy
con Melody.
Hoy será nuestro primer día en el hielo, y estoy horrorizada.
Esto ya iba a ser difícil sin ningún monstruo con furia competitiva
como compañera de habitación tratando de matarme en el hielo.
—¿Cómo llevas esto? ¿Lo de mostrar mis habilidades, quiero decir? 75
—No es que sea fácil seguir tus piecitos brillantes, pero puedo
manejarlo —dice suavemente. De todas formas, estoy bastante segura de
que no ha comenzado a entrenar completamente tampoco. Hago una nota
mental para llamarla mañana y ver el grado de confianza que tiene
entonces.
—¿Piecitos brillantes? Tenemos la misma talla de zapatos —la
contradigo.
—Sabes lo que quiero decir. Te has pasado años entrenando para
moverte como una bola de algodón mientras yo voy por ahí intentando
tumbar a todo el mundo. Es como si tú fueras un coche deportivo y yo
un todoterreno mediano.
—No te entiendo —le digo, tratando de no quedarme dormida en
medio de la metáfora.
—Están en el mismo chasis, pero uno tiene un cuerpo más grande
—dice. Hay un momento de silencio en el que trato de desenredar lo que
está diciendo—. ¿No sabes lo que es un chasis, verdad?
—Mi cabeza solo tiene un espacio limitado, y en estos momentos
me estoy esforzando en tratar de aferrarme a la información nueva sobre
el hockey y sobre ti —le digo.
—Bueno, parece estar funcionando. Un día, y nadie sospecha nada.
—¿Ves? Sabía que podíamos hacer esto. —Me permito sonreír.
—Sí, vamos a ver cómo van las cosas en el hielo.
—Vamos, no será nada estar en el hielo —le respondo.
Nos reímos durante un minuto, luego colgamos. Me acurruco en
mi pequeña cama doble, tirando del suave edredón hasta mi barbilla, y
aprieto al Oso Buddy que me regaló mi hermano cuando mis padres me
trajeron a casa del hospital. El oso marrón suave y esponjoso tiene una
oreja blanca que no coincide con el resto de su pelaje, cortesía de nuestro
breve experimento con un perro en casa. Peppermint era un perrito
magnífico, un golden retriever de raza pura por el que rogamos James y
yo. Cuando llegó a nuestra casa con una cinta roja atada alrededor del
cuello, parecía que merecía estar en un comercial de comida para perros.
Un espécimen perfecto, dijo mi madre. Pero después se comió la manija
del maletín de papá y un par de mocasines de cuero de mamá. Luego,
cuando fue por la alfombra oriental del vestíbulo y los zócalos del
comedor formal, fue todo. Lo regresaron al criadero.
Pero en su última noche en casa, secuestré su jaula y lo guardé en
mi habitación, donde comió una de las orejas del Oso Buddy. Al día
siguiente, estaba tan angustiada, en parte por la pérdida de Peppermint
y en parte por mi pobre oso mutilado, así que James cortó la oreja de uno
de sus viejos osos y la unió al Oso Buddy. Y así es como mi oso marrón
suave y esponjoso terminó con una harapienta oreja blanca. 76
Pienso en llamar a James. Le encantaría que por una vez en mi
vida haya sido rebelde, que estoy viviendo la vida de otra chica mientras
ella está en el otro lado de la ciudad, tratando de vivir la mía. Y como ex
estrella del hockey de la escuela secundaria, le encantaría verme
intentando jugar.
Busco bajo mi almohada, donde dejé mi iPhone, tocando mi lista
de Favoritos en la brillante pantalla, pero me detengo antes de llegar a su
nombre. Si le digo lo que he hecho le encantará, pero también querrá
saber por qué lo hice. ¿Por qué, después de tantos años de obediencia y
restricción, finalmente decidí mostrarles el dedo corazón a mis padres y
a mi carrera de patinaje y empezar a fingir que soy jugadora de hockey?
Y “no sé” no lo va a satisfacer, sobre todo porque sí lo sé, y el sería capaz
de decirlo de inmediato. Tendría que decirle lo que vi, lo que sigo viendo
cada vez que cierro los ojos y trato de concentrarme en un salto. Lo que
significa (lo que podría significar) si alguna vez es divulgado. Mi familia
no es perfecta, pero al menos está entera, y es probable que no se quede
de esa manera por mucho tiempo más si mamá se entera de lo que pasó.
Salgo de la cama y abro el armario. Hasta el momento, el único
inconveniente de toda esta experiencia (además de Melody) es el armario.
Cuatro pares de remeras, dos pares de pantalones vaqueros, un par de
pantalones de color caqui de corte, y una falda de mezclilla hasta la
rodilla. Eso es lo que Sloane Devon me dio para trabajar por las próximas
cuatro semanas. Por lo menos tengo ropa interior bonita. Y escoger qué
ropa ponerme, no será difícil. Parece que hoy será una remera.
—Hola. ¿Eres Sloane? —Una cara sonriente de duendecillo se
asoma por debajo de un tapiz de rastas rubias en mi puerta.
—Esa soy yo —le contesto, girando. Es cierto: Soy Sloane Jacobs,
jugadora de hockey, residente en Filadelfia y entusiasta del ska, que no
distingue a un congresista de la oposición de un senador junior y a la
que no pillarían ni muerta con mi vestido rojo favorito de patinadora.
—Soy Cameron —dice. Ingresa un paso más en mi habitación—.
Cameron Rosenbaum. Soy tu PE.
Recorro mi limitado banco de conocimientos de hockey, pero no se
me ocurre nada que se corresponda. PE... ¿papel ecológico? Eso no puede
estar bien. Mi cara debe de mostrar mi confusión, porque Cameron me lo
explica.
—Pareja de entrenamiento —dice—. Compañera. Sistema de apoyo.
Haremos entrenamientos, ejercicios y cosas juntas. La lista fue publicada
esta mañana. La vi cuando hacía mi carrera matutina.
—Oh, cierto. Pareja de entrenamiento. Sí, pensé que habías dicho
PB y estaba como: “¿Qué?” —Me río, y Cameron también lo hace, pero por
la mirada en su cara, no se lo traga, y puede creer que estoy metida en 77
las drogas.
—No te preocupes, retomarás toda la jerga bastante rápido —dice,
antes de hacer el medio paso necesario para llegar a mi cama y dejarse
caer junto al Oso Buddy—. Este es mi segundo verano aquí.
—Parece que hay una gran cantidad de clientes asiduos —le digo.
Trato de no estar demasiado asqueada por el hecho de que sus rastas
están todas sobre mi almohada. Seguramente lava esas cosas, ¿no?—. Es
la tercera vez aquí de mi compañera de piso.
—¿Quién es tu compañera de piso?
—Melody —le digo, y Cameron se ríe.
—Por la expresión de tu cara, veo que ya la has conocido.
Se ríe de nuevo. Lleva pantalones capri rojo brillante combinados
con una remera simple de algodón negro y zapatillas de ballet negras.
Una delgada cadena de plata rodea su cuello, y un pequeño colgante de
horquilla cuelga de ella. Incluso tiene pequeños pendientes de diamantes
en sus orejas, lo que es extraño para una criatura llena de cuentas de
madera en su cabeza. A pesar de sus cuestionables elecciones para el
cabello, creo que me agrada.
—No me decido si es mala o simplemente asusta —digo.
—Es solo extremadamente competitiva. Se toma el hockey muy en
serio. No le gustan los novatos o los débiles, y odia a la gente nueva. Solo
demuéstrale lo que tienes y te irá bien.
¿Qué tengo? Salvo por un decente lutz triple y un moretón en mi
trasero, eso sería: nada.
—Eso es lo que dijo Sloane —murmuro, y luego mi boca se seca
inmediatamente.
—¿Qué? —Arruga la frente.
Me doy cuenta de mi error demasiado tarde y lucho por arreglarlo.
—Quiero decir, pienso lo mismo —le digo. Solo soy una loca que
habla de sí misma en tercera persona. Por lo menos ahora sé por qué
Melody parece odiarme tanto. No solo soy nueva, también soy una novata
y una debilucha. Tengo la trifecta.
—Mira, si la aniquilas en el hielo una vez, prácticamente te deja en
paz. Eso es lo que me pasó con ella el verano pasado.
—Uhhh... —le digo, pero lo que estoy pensando es: improbable. Me
pregunto qué pasa si ella te aniquila en el hielo. Voy a necesitar otra
estrategia aparte de fingir un dolor de estómago para faltar a la práctica—
. ¿Cómo acabaste con ella finalmente? 78
—La puse contra las tablas durante una práctica el año pasado —
dice—. Tuve que hacerlo cuando ella no miraba, y estoy bastante segura
de que golpearla me dolió tanto como a ella. Juro que esa chica está llena
de plomo. Pero creo que lo hice lo suficientemente bien como para que no
me molestara más. Solo se trata de ser la alfa. Si la vences en el hielo,
estarás genial.
Entonces estoy jodida, a menos que sea legal en el hockey hacer
tropezar a alguien mientras se ejecuta un giro de camello. Pero tal vez...
—¿Qué pasa? —Se sienta, apoyando las zapatillas de ballet en el
suelo, y eleva una de sus perfectas cejas rubias.
—Acabo de tener una idea —le digo. Puede que no esté lista para
Melody en el hielo, pero puedo traer el hielo a ella—. ¿Hay un congelador
en este lugar?
—Hay una máquina de hielo en el piso de los chicos. El segundo,
arriba.
—Incluso mejor.
Salto, doy zancadas hacia la puerta y le hago un gesto a Cameron
para que me siga. Giro la cerradura superior de la puerta, por si acaso, y
luego entro en la habitación de Melody y abro el cajón superior de lo que
debería haber sido mi tocador. Empiezo a rebuscar entre el contenido.
—¿Dónde están sus sostenes? —Dejo a un lado una pila de shorts
de chico grises, buscando algo incluso más transparente o picante.
—¿Te refieres a esto? —Cameron enlaza con el dedo la correa de un
sujetador deportivo blanco reforzado industrialmente y lo cuelga delante
de mi cara.
—No, algo que parezca de chica. —Quito de un golpe el sujetador
de debajo de mi nariz.
—Lo siento, pensé que conocías a Melody. —Cameron arruga su
pequeña nariz respingona alegremente hacia mí, y veo un puñado de
pecas casi invisibles bailando a través de su piel.
—¿Qué es eso?
—Amiga, ella usa dos de estos chicos malos a la vez. No lo sabrías
debido a sus remeras Nike, pero la chica tiene una buena estantería.
En todos mis años de dormir fuera de casa y pasar la noche en el
campamento de verano, nunca he congelado un sostén deportivo, mucho
menos uno que parece diseñado por el arquitecto del puente Golden Gate.
Pero supongo que este verano va a estar lleno de primicias: jugar al
hockey por primera vez (que no sea en un juego improvisado contra mi
hermano), desobedecer a mis padres por primera vez, suplantar a alguien
por primera vez. 79
Con Cameron sacamos todos los sostenes que encontramos, seis
en total, y los remojamos en el lavabo del baño. Luego subimos los dos
tramos de escaleras hasta el piso de los chicos y nos metemos en el
cuartito que contiene una máquina expendedora llena de Gatorade y una
de esas viejas máquinas de hielo con la puerta corredera en las que
prácticamente podría caber una persona dentro. Cameron sostiene la
bolsa con los sostenes mojados mientras los acomodo cuidadosamente a
lo largo de la montaña de hielo. Esperemos que nadie quiera una bebida
fría durante el próximo par de horas. Quiero a estos chicos malos bien
congelados para el momento en que alguien los vea.
—Ahora definitivamente vas a tener que enfrentarla en el hielo —
dice Cameron—. Pero con esto deberías ganarte el respeto de todos los
demás por aquí.
—Ya vamos a llegar a eso —le respondo. Espero. Pongo el último
sujetador, uno con aro gris que tiene un poco de cinta adhesiva sobre
una esquina donde el aro trata de escapar. Estupendo. Cierro la puerta.
Salgo de la habitación, doblo la esquina, y choco directamente con
lo que parece ser una pared de ladrillos. Solo que la pared de ladrillo lleva
un buzo suave y llega a agarrarme antes de que caiga de culo. Levanto la
vista para ver los ojos grandes de un Matt con el cabello revuelto, como
si recién hubiera despertado, mirándome por debajo de su flequillo.
—Hola, bonita, mira por dónde vas —dice, fingiendo un acento
sureño. Sus manos siguen en mis brazos, y siento un calor que irradia
hacia mis palmas. Es la encarnación viva y palpitante de ese arquetipo
de chico genial sin esfuerzo, posiblemente sueco, tal vez californiano, sin
dudas semental de todas las series de televisión para adolescentes. Ya
entiendo perfectamente por qué Mackenzie lo adoraba.
Entonces recuerdo lo que dijo Mackenzie. Eres nueva. Ya te tocará
tu turno.
Me alejo rápidamente.
—Uh, sí, lo siento —digo. Por encima del hombro de Matt veo a un
chico igual de alto con la cabeza rapada, un par de gafas de sol, y el cuello
de la camisa levantado hasta las orejas.
—¿A escondidas en el piso de los chicos? —dice el chico, con una
sonrisa en su rostro.
—Esto difícilmente es entrar a escondidas —le digo—. Me perdí.
Pero gracias. No me di cuenta de que estaba en el piso equivocado. Nos
vemos más tarde. —Agarro el brazo de Cameron y prácticamente la llevo
a rastras por las escaleras.
—Santo Dios, él es DEMASIADO. SEXY. CARAJO —gime Cameron, una
vez que llegamos a nuestro piso. 80
—Tú también no —murmuro.
—Uh, sí, todas las chicas con un corazón palpitante creen que es
hermoso —dice. Luego se ríe—. Y casi todas las chicas con un corazón
palpitante han estado ahí. Algunas al mismo tiempo.
—¿De qué hablas?
Se inclina de forma conspiradora.
—El verano pasado, supuestamente salía con Sarah Black, pero
luego la entrenadora Hannah lo encontró besándose con Holly Scott en
el armario de un conserje. —Sacude la cabeza, asombrada. Me siento un
poco mareada. Cualquier pensamiento amable que tuviera sobre Matt
sale volando por la ventana, y juro en ese momento mantenerme alejada
de él.
—Vamos —le digo—. Vayamos a desayunar.
Después de desayunar, me dirijo a mi habitación para ponerme la
ropa de entrenamiento para el primer partido del verano. Dos veces me
giro rápidamente hacia el cubo de la basura, preocupada por si los
nervios me hacen vomitar, pero mi desayuno se queda en su lugar.
Saco una de las camisetas de Sloane de un cajón, me la pongo por
encima de la cabeza y cierro el cajón. Se queda a medio camino y tengo
que darle un golpe. No se mueve. Doy un paso hacia atrás, lista para ir a
por ello con mis manos, pero luego me imagino a Melody. Está en el hielo,
llamándome novata y ordenándome que duerma en el baño. Doblo
ligeramente las rodillas, echo la cadera hacia atrás y golpeo el cajón. Se
cierra con tanta fuerza que toda la cómoda se inclina hacia atrás sobre
dos patas, golpeándose contra la pared antes de enderezarse.
—Jaque mate, Sloane. —Suelto una risita. Me froto la cadera con
la mano en el lugar del impacto. Voy a tener que practicar eso un poco
más antes de intentarlo con un humano de verdad. Por suerte, tengo esta
cómoda todo el verano y no parece querer defenderse.

81
10
Traducido por Polilla
Corregido por Valentine Ryder

Sloane Devon
Mierda.
Me siento como si un extraterrestre se hubiera metido en mi cuerpo
y me hubiera drenado toda la energía. Me cuesta concentración y
esfuerzo parpadear correctamente. Siento que se me han calcificado los
isquiotibiales. Tenía la impresión de que el patinaje artístico era solo 82
ballet sobre hielo con algunos saltos, pero... No.
Empezamos la mañana a las seis con una clase de yoga de noventa
minutos. Me tambaleé, me estiré y saludé al sol o lo que fuera con el
sudor cayéndome por los ojos todo el tiempo. Después, tomamos un
desayuno rápido (copos de avena, un plátano y un yogur... yo tomé dos)
y fuimos a la piscina para hacer aeróbic acuático. Me imaginaba a
viejecitas con gorros de natación de flores caminando cuidadosamente
por la piscina.
¿Sabías que puedes usar pesas en la piscina? Yo no, pero ahora
mis bíceps sí. Nuestro “descanso” consistía en revisar cintas de rutinas
olímpicas y analizar los valores de los puntos, lo que implicaba
matemáticas. En verano.
Después de comer, por fin salimos a la pista y, por suerte, yo estaba
en un grupo grande con todos los demás patinadores avanzados, es decir,
los que tenían entre catorce y diecisiete años. En un grupo de unos
treinta, pude esconderme en la parte de atrás y agitar los brazos mientras
practicaba figuras y giros. Me tambaleaba, fingía y esperaba que nadie
me viera. Hubo muchas miradas extrañas y de reojo, pero nadie me pidió
que me fuera, así que supongo que eso es una ventaja.
Cuando llego a mi habitación, estoy a punto de desmayarme. Abro
la puerta sin llave y me encuentro con Ivy, Sabrina y otras dos secuaces
idénticas sin nombre haciéndose la manicura y la pedicura. Ver a cuatro
chicas poner los ojos en blanco y suspirar en estéreo es suficiente para
que salga corriendo de la habitación.
Bajo las escaleras y recorro la primera planta hasta que encuentro
un salón vacío. Y aunque el sofá parece de adorno, cuando me tumbo en
él descubro que el cuero es suave como la mantequilla y el relleno es
mullido y esponjoso.
En unos minutos me duermo. En mi sueño, estoy en la pista de
hielo de Filadelfia, jugando contra un equipo formado únicamente por
clones de Ivy vestidos con camisetas de color rosa intenso, todos con el
número 1. Tengo el disco y el balón en la mano. Tengo el disco y me dirijo
hacia la portería.
—¿Por qué no te retiras ya a los Ice Capades? —gritan al unísono
doce Ivy. Siento un cosquilleo en los hombros y en las articulaciones.
Justo cuando retrocedo para lanzarme, miro hacia abajo y veo que, en
lugar de mis patines de hockey perfectamente rotos, llevo unos rígidos
patines artísticos de cuero blanco.
—¡Lisiada! —chillan las doce Ivy, y la punta de mi patín se clava en
el hielo. Me precipito hacia delante, con la cara y las rodillas apuntando
directamente al hielo.
Me despierto de un tirón, con una mano en la rodilla palpitante y 83
la otra en la nariz, que afortunadamente sigue intacta.
—Da patadas cuando duerme. Casi como mi perro —dice una voz
desconocida.
—No seas mala —responde Andy con voz cantarina.
Abro los ojos y veo frente a mí a una chica alta con una mata de
pelo crespo color zanahoria y brillantes ojos esmeralda, recostada en un
sillón de cuero que hace juego con el sofá en el que sigo tumbada. Su
piel, donde no está cubierta de pecas, es pálida, casi translúcida. La
reconozco del patinaje en grupo de esta mañana. Andy está encaramado
a su lado.
—Hola. —Me siento y trato de sacudirme el sueño y el recuerdo de
la pesadilla. Espero que no sea una señal de lo que está por venir.
—¿Un sueño de patinaje? —pregunta la chica. Cuando la miro, me
explica—: Tus piececitos volaban sobre el sofá.
—Si. Más bien como una pesadilla sobre patinaje.
Asiente con simpatía. —Soy Beatrice Brown, pero puedes llamarme
Bee.
—Sloane Jacobs —le digo, enderezando suavemente mi rodilla
palpitante.
—Gusto en conocerte, Sloane —dice, bajando la voz—. Andy dice
que eres una de nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Adicta a la comida chatarra —explica. Él asiente enérgicamente—
. No vas a subsistir a base de pollo al horno y verduras al vapor. ¿Cierto?
—Así es —contesto, feliz de haber conocido a otra persona aquí a
la que no tengo que mentirle sobre mi apetito de jugadora de jockey.
—Entonces vamos. —Se levanta de la silla y ladea la cabeza hacia
la puerta.
—Pero la cena…
—Si te interesa quedarte a ver variaciones sobre el tema de las
cosas de hoja verde, adelante. Pero vamos a comer hamburguesas. —Al
oír hablar de hamburguesas, mi cuerpo se despierta de golpe y mis
reservas de energía se disparan.
—¿No nos meteremos en problemas si faltamos a la cena? —le
pregunto.
—Por favor, nadie nos extrañará —responde Andy—. IPB es como la
universidad. Siempre y cuando te presentes a clases y hagas el trabajo,
a nadie le importa lo que hagas el resto del tiempo.
Todavía no había estado en el campus de IPB, y me alegro de tener
la oportunidad de explorar. A pocas manzanas del campus hay bloques 84
residenciales repletos de estas locas casas adosadas: tres plantas con
entradas exteriores y escaleras de caracol trepando por las fachadas
como hiedra metálica. Me imagino cómo serán si están cubiertas de hielo
en los brutales inviernos canadienses.
Bee parece saber adónde va y lidera el camino, girando en una
concurrida calle comercial. Un letrero blanco indica rue st. denis. La calle
está abarrotada de boutiques, salones, restaurantes y pubs, por no
hablar de la gente. Pasamos por delante de una tienda con un escaparate
lleno de pasteles, y me detengo para apretar la nariz contra el cristal,
intentando no babear.
—Conozco un lugar mucho mejor a un par de cuadras —dice Bee.
Agarra la correa de mi bolso y me saca de la calle.
—Bee nació aquí —dice Andy. Tenemos que ir a paso ligero para
seguirla, y me alegro de haber pensado en vendarme la rodilla antes de
salir.
Unas manzanas más tarde, llegamos a un estrecho edificio de dos
plantas cubierto de pintura roja desconchada. Un letrero de neón azul en
lo alto indica que es el pub de Shay. Una pizarra anuncia hamburguesas
dobles con queso y guacamole al dos por uno.
—Perfecto —dice Bee, celebrando y abriendo la puerta—. Les va a
encantar esto, chicos.
El interior es oscuro y tiene paneles de madera, está viciado por
generaciones de cerveza, cigarrillos viejos y humo de carne, mugriento
por la presión de décadas y manos. Hay una gramola antigua en un
rincón y fotografías descoloridas pegadas a las paredes. Es una auténtica
mierda. Ya estoy enamorada.
—¿Alguien quiere cervezas? —Bee ladea la cabeza hacia la barra,
donde un camarero joven y sexy está sirviendo una pinta para el único
cliente sentado allí, un camionero con sobrepeso cuyos pantalones no
cubren completamente su trasero.
—Mierda —me susurra Andy.
Apenas le oigo. Bee sigue observándome atentamente, esperando a
que responda. Pensé que un lugar como el campamento de patinaje
artístico me alejaría de los tipos de Dylan que siempre intentan meterme
bebidas por la garganta y se deleitan con el carácter especial extraescolar
de mi postura de “Solo di no”.
Mi corazón late con fuerza. No quiero perder a mis nuevos amigos.
No quiero explicar por qué no bebo. Y no quiero aceptar el vaso y luego
verterlo en una planta en algún lugar cuando no estén mirando.
Bee se inclina y me pasa un brazo por el hombro. —Amiga, estaba
bromeando completamente. Como si yo tuviera una falsa. Además, la 85
cerveza sabe a pis de vaca. ¿Coca-Cola?
—Sí —consigo graznar, tan abrumada por el alivio que casi la
abrazo.
—¡Tres conmigo! —dice Andy.
Bee se dirige a la barra mientras Andy y yo aparcamos en una mesa
cercana que está casi nivelada gracias a dos paquetes de azúcar
encajados bajo una de las patas. Bee vuelve con tres refrescos. Bebemos
en silencio durante unos minutos hasta que aparece un chico de la cocina
con cuatro platos llenos de papas fritas y hamburguesas con queso.
—Uh, solo somos tres —señala Andy. Desliza un plato delante de
mí y empuja el cuarto al centro de la mesa.
—¡Dos por uno! ¿Qué? ¿Qué, crees que entre nosotros tres, jóvenes
atletas fornidos, no podemos albergar eso?
Bee toma una papa de su plato y la arrastra por un río de kétchup.
Ayer me habría reído a carcajadas si alguien se hubiera osado a describir
a los patinadores artísticos como “atletas fornidos”, pero después del
entrenamiento de hoy, sé que es la verdad.
—Dios —digo, pero sale más bien “Diosssssh”. Ya tengo la boca
llena de hamburguesas.
Bee se inclina un poco más cerca.
—¿Notaron al camarero del bar? —pregunta entre mordidas—. Es
tan sexy.
Andy mira por encima de mi hombro y jadea. Me doy la vuelta para
echar un vistazo, pero me agarra del brazo.
—¡No seas obvia! —susurra en voz alta.
—¡Lo siento, lo siento! —respondo. Regreso a mi hamburguesa.
—Hoy ha sido un día muy malo —dice Bee, limpiando un poco de
guacamole de su boca con el dorso de la mano. Ya la amo—. ¿Ejercicio y
figuras? ¿Que acaso tenemos cinco años?
—A IPB le encantan esos fundamentos —responde Andy.
—Bueno, a mí no. Espero conseguir por fin mi triple-doble a finales
de este verano, y no va a suceder si tengo que pasarme el tiempo trotando
por la pista y practicando extensiones.
—Toda la habilidad del mundo no ganará las Olimpiadas —dice
Andy—. Solo pregúntale a Evgeni Plushenko.
—Uf, siempre el defensor de Lysacek ¿cierto? —Bee lanza una papa
frita que rebota en la frente de Andy, dejando una pequeña marca de
grasa.
—Lo bonito gana el oro, Bee —dice Andy. Se frota la mancha de
86
grasa con la esquina de la servilleta—. Además, muy pronto estaremos
saltando. Saltando hasta que nuestros tobillitos se partan de alegría. Así
es como eliminan a los débiles.
Me atraganto. El guacamole casi me sale por la nariz.
—¿Te encuentras bien, Sloane? —pregunta Andy mientras Bee me
da una fuerte palmada en la espalda.
—Tubería equivocada —explico con una débil sonrisa.
El tocadiscos hace clic, un número pasado de moda con un brazo
que cambia discos de vinilo de verdad. Una lengüeta raspa y la guitarra
de “More Than a Feeling” llena el bar.
—¡Me encanta esta canción! —Bee toma el tenedor y empieza a
sincronizar los labios con los primeros versos.
—Patiné una rutina de exposición con esta canción el año pasado
—dice Andy.
—Apuesto a que fue sexy. —Bee se ríe.
—Oh, lo fue. ¡Te enseñaré! —Andy salta de su silla y levanta ambos
brazos y una pierna por encima de su cabeza. Luego se va corriendo hacia
la máquina de discos, saltando y girando por el camino. Aplaudimos. Él
vuelve de un salto a nuestra mesa y me coge de la mano—. ¿Alguna vez
patinaste en parejas?
Sin un momento para pensar (o enviarle un mensaje a Sloane Emily
para la respuesta correcta), decido ir con la verdad. —¡Nop!
—Entonces sigue mi ejemplo y por amor de Dios, ¡ponte de puntas
de pie!
Andy me levanta de la silla y me acerca a su pecho. Me baja y luego
me levanta hasta que los dedos de los pies se despegan ligeramente del
suelo. Hago lo que me dice y me pongo de punta de pies, quitándome las
chanclas en el proceso. Andy gira por el suelo. Instintivamente, extiendo
los brazos como las chicas de los vídeos de YouTube que Sloane Emily
me hizo ver.
Andy me deja en el suelo, luego ejecuta un salto giratorio, que hago
todo lo posible por emular, tambaleándome en el aterrizaje mientras él lo
pega perfectamente. Se desliza por el suelo hacia mí y pone sus manos
alrededor de mi cintura, y luego estoy volteando. Es todo lo que puedo
hacer para no darle una patada en la cabeza cuando me deposita de culo
sobre sus hombros.
—Por el amor de dios, cruza las piernas —dice él—. Esto no es
burlesque.
Bee nos vitorea. —Algo me dice que ya has hecho esto antes.
—¡Campeón estatal junior por parejas de Illinois dos años seguidos! 87
—contesta Andy. Saluda al inexistente público mientras yo contengo la
respiración, intentando desesperadamente no caer en picado al suelo.
Con solo un ligero apretón como advertencia, Andy me lanza hacia atrás
por encima de su hombro y por debajo de su brazo, y entonces estoy de
pie sobre el suelo a cuadros blancos y negros del bar—. Soy un excelente
compañero.
No es broma. Apenas hice nada de trabajo, y por la mirada
impresionada en la cara de Bee, Andy me hizo parecer bastante buena.
Tal vez debería darle una vuelta a esto de las parejas. La seguridad en los
números.
Tomamos nuestros asientos, riendo. A pesar de que Andy ha hecho
casi todo el trabajo, me ha entrado sed. Tomo mi vaso y sorbo la última
Coca-Cola con la pajita
—¿Relleno de bebidas? —pregunto.
Andy y Bee me pasan sus vasos.
Estoy a medio camino del suelo cuando sucede. Mi pie aterriza en
algo blando (probablemente la papa frita que Bee le lanzó a Andy) y se
sale de debajo de mí. Apenas consigo sujetar las gafas mientras caigo,
caigo, caigo...
Me atrapan.
Un par de brazos me agarran con fuerza y me ponen de pie.
—Ten cuidado —dice una voz en mi oído—. El seguro no cubre a
las chicas de hermandad borrachas.
—No estoy borracha —le digo, encogiéndome de hombros una vez
que me aseguro de que estoy firme. Dejo los vasos en la barra y me doy
la vuelta—. Y no estoy en una hermandad.
Las palabras se apagan en un pequeño gorgoteo. Está claro que
éste es el camarero del que hablaba Bee. Es más o menos de mi estatura,
quizá unos tres centímetros más alto. Lleva una camiseta de los Montreal
Canadiens que anuncia su victoria en la Copa Stanley del setenta y
nueve. El logotipo se extiende por su pecho, distorsionándolo un poco.
Tiene la piel oscura, del color del café con leche, los ojos castaños y el
pelo oscuro, grueso y largo, que se le enrosca alrededor de las orejas y la
mandíbula afilada.
¿En una palabra? Él es SEXY.
También me resulta extrañamente familiar. Hay algo en su cara
que hace que mi registro mental vuele a toda velocidad. Le veo un corte
pequeño en la ceja izquierda, donde nunca le volvió a crecer el pelo. En
la oreja derecha tiene una pequeña mancha de donde solía llevar un
pendiente. Todo me resulta muy familiar, pero no consigo localizarlo.
—¿Sloane Jacobs? —Sus ojos se abren y su voz se suaviza—. Oh, 88
vaya. Eres tú, ¿verdad? ¿Qué estás haciendo en Canadá?
¡Ding ding ding! Fernando Reyes, más conocido como Nando por
sus amigos y compañeros de equipo. Fue nombrado All-state los cuatro
años de preparatoria, jugador del año de la escuela de Filadelfia, y mi
compañero de equipo en el City Peewee cuando yo tenía nueve años y él
once. Fue entonces cuando se hizo esa cicatriz en el ojo. De hecho, fui yo
quien se la hizo, o al menos el disco que lancé durante un entrenamiento.
Mirándolo ahora, me sorprende no haberlo visto antes. Tiene los
mismos ojos, la misma complexión robusta, el mismo cabello oscuro e
indomable. Solo que ha crecido un poco. O mucho, en realidad. Iba a la
escuela al otro lado de la ciudad, así que solo le conocía a través de la red
de hockey. Lo último que recuerdo es que había conseguido una increíble
beca para McGill, pero sus padres se mudaron poco después de la
graduación, así que nunca supe mucho de él
—Nando, hola —le digo, de repente muy incómoda con mi atuendo.
Ojalá llevara algo menos ceñido. Cruzo los brazos sobre el pecho e intento
sonreír como si nada fuera raro.
—Casi no te reconocí —dice. Me da un abrazo de oso, uno de esos
que los chicos dan con tres fuertes golpes en la espalda—. Has crecido
como treinta centímetros desde la liga de niños.
—Sí, tú también —le digo.
—¿Todavía juegas al jockey?
—Sí, um… más o menos. —Es una respuesta rara, pero por suerte
no parece darse cuenta.
—Si estás en la ciudad por un tiempo, deberías venir a mi partido
de preparación. Sería bueno ponernos al día. —Toda su irritación ha
desaparecido. Ahora me sonríe. Prácticamente me derrito en el suelo.
—Por supuesto —le digo, ignorando completamente a Andy y Bee,
y al hecho de que no se supone que sea la Sloane que juega al jockey este
verano. Solo puedo pensar en pasar más tiempo con Nando.
Oigo que alguien se aclara la garganta, y Nando se gira para ver a
un tipo fornido en la barra, golpeando la parte superior de su vaso de
pinta vacío.
—Escucha, tengo que volver al trabajo, pero dame tu número. Me
encantaría que nos pusiéramos al día —dice él. Asiento con la cabeza,
saca su teléfono y teclea mi número. Me hace una especie de saludo de
Boy Scout con los dos dedos y vuelve a la barra.
Vuelvo a la mesa con las manos vacías, olvidándome por completo
de las bebidas. Andy y Bee ni siquiera se dan cuenta.
—Por favor dime que acabas de darle tu número al camarero sexy
—dice Andy.
89
—Sí, uh, lo conozco de casa —digo—, de cuando éramos pequeños.
Al instante me arrepiento de haberlo dicho. Si por alguna razón
Andy y Nando hablan alguna vez, podría salir a relucir que Nando es de
Filadelfia y que yo soy una gran mentirosa. Me meto rápidamente cuatro
papas fritas en la boca para evitar responder a cualquier otra pregunta.
Esto de vivir otra vida es más difícil de lo que pensaba. Mire donde
mire, hay una especie de mina terrestre de la verdad a punto de explotar
y dejarme en evidencia.
Aunque en el caso de Nando... puede que merezca la pena.
11
Traducido por Julieyrr
Corregido por MaryJane

Sloane Emily
Estoy en los nacionales junior, detrás de la mesa de los jueces,
esperando en la alfombra azul para saltar al hielo. Todas las chicas tienen
trece y catorce años, pero yo tengo dieciséis y llevo puesto el vestido rosa
empolvado de mi programa largo de catorce años. Sobresalgo por encima
de las demás chicas. Me preocupa pisotearlas. 90
Luego estoy sobre el hielo. Estoy girando, patinando, dando la vuelta
al final de la pista, cogiendo velocidad, preparada para un triple. Si lo
consigo, el primer puesto está en el bolsillo.
Justo antes de saltar, miro a las gradas, como hago siempre, y ahí
están mis padres, como siempre. A la derecha de papá, mamá lleva uno
de sus impecables vestidos a medida, el azul empolvado que hace brillar
sus negros ojos irlandeses. Pero a su izquierda, no está James, que
siempre intentaba reorganizar su agenda para hacer mis competiciones.
En su lugar, es una pelirroja alta con una falda lápiz gris y una camisa de
seda crema, desabrochada escandalosamente baja. Al principio no la
reconozco, porque está fuera de lugar, como cuando ves a tu profesora de
biología en el gimnasio y no sabes dónde está.
Entonces me doy cuenta: Es Amy, la secretaria de prensa de mi
padre. La miro cuando salto y la miro cuando caigo sobre el hielo. Mis ojos
están en ella mientras el público jadea. Y mis ojos están puestos en ella
cuando se acerca y besa a mi padre con fuerza en los labios.
Me despierto con un sobresalto, parpadeando, tratando de recordar
por qué estoy en esta pequeña habitación. Veo el palo de hockey en un
rincón. Todo vuelve. Encuentro a Oso Buddy encajado entre la cama y la
pared, y lo agarro fuertemente, centrándome en mi respiración.
Cuando era pequeña y me despertaba de una pesadilla después de
haber visto accidentalmente una película de Stephen King, mi mamá me
hacía un poco de “café” en mi taza rosada de las princesas Disney. En
realidad era solo un vaso de leche en la que ella había tirado un poco de
café descafeinado de su propia taza, pero me hacía sentir grande y nunca
me falló al calmarme. Finalmente superé mis pesadillas, y por lo tanto mi
necesidad de reconfortante café nocturno. Pero en los últimos meses, las
pesadillas han vuelto, esta pesadilla en particular.
En casa, me he acostumbrado a bajar las escaleras a hurtadillas,
con mis calcetines peludos deslizándose por la baldosa de mármol de la
cocina, para prepararme mi propia leche para el café. Últimamente es
más de vainilla francesa, con solo una pizca de leche desnatada. No me
ayuda mucho a dormir, pero la cafeína caliente con sabor a vainilla me
tranquiliza.
Pero en esta pequeña celda de habitación, no hay cafetera ni
mármol, y Sloane Devon tiene mis calcetines peludos al otro lado de la
ciudad. Entonces, ¿qué haría Sloane Devon?
Me bajo de la cama y me pongo unos pantalones de pijama de
franela holgada. Hace calor en mi habitación, así que dejo la sudadera
con capucha en la parte de atrás de mi silla de escritorio y me aventuro
con tan solo la vieja camiseta blanca con la que dormía. De camino a la
zona común, contengo la respiración, preocupada por el chirrido de la
puerta, preocupada porque el sonido de mi respiración sea suficiente
para despertar a Melody. Lo único peor que una pesadilla sería la furia 91
incurrida por despertar a mi gigante dormido compañero de cuarto.
Me pongo de puntillas por el pasillo y subo al ascensor. El botón
del sótano, donde recuerdo una pequeña cocina de cuando Cameron y yo
fuimos a explorar antes, está agrietado y desgastado, y no importa
cuántas veces lo pulse, no se enciende. Sin embargo, el ascensor se pone
en marcha.
Después de lo que parecen minutos en un ascensor glacialmente
lento, las puertas se abren y dejan ver el linóleo marrón del sótano. Al
otro lado de la habitación, algún viejo partido de hockey cruje por la
pantalla del televisor a bajo volumen, pero no veo a nadie. Alguien debe
de haberlo dejado encendido. Me alegra tener un poco de sonido; no hay
nada peor que el tenso silencio de un sótano solitario.
Me dirijo a la esquina del fondo, donde hay una cocina antigua con
una nevera, un microondas, un fregadero y, gracias a Dios, una cafetera.
Quizá pueda sentir el sabor del hogar. Pero cuando cojo la cafetera para
llenarla de agua, me doy cuenta de que el fondo del vaso está lleno de
posos secos y cristalizados de la última vez que alguien hizo café (quizá
el verano pasado, por el aspecto de la cafetera).
—¡Ay! —Deslizo la olla de nuevo en la cafetera. Me siento patética.
Después de ir a tales extremos para huir de casa, estoy parada en un
sótano sucio tratando de encontrarla de nuevo.
—¿Algo en lo que pueda ayudar?
La voz grave surge aparentemente de la nada, y el sobresalto me
hace dar un salto giratorio que acaba casi sentándome sobre la encimera.
Junto con mi acrobacia demente se oye un aullido fuerte y femenino que
suena como si acabara de ver a alguien tirando una caja de gatitos al
suelo. Demasiado para mi fachada de chica dura de hockey.
—Guau, eso fue gracioso.
La desgreñada cabeza de Matt O'Neill se asoma desde el respaldo
de un desvencijado sofá. Su pelo, normalmente alocado, se ha convertido
en el de un científico loco. El resplandor de la pantalla del televisor
ilumina su mechón de pelo. O quizá sea la luz que desprende su sonrisa
blanca y brillante. Casi espero que me muestre un tubo de Colgate y
empiece a soltarme una perorata sobre el control del sarro.
Inmediatamente cruzo los brazos sobre el pecho para disimular el
hecho de que me he saltado estúpidamente el sujetador en mi sigilo ninja
para llegar hasta aquí, y hace frío. Pero con las manos bajo las axilas, no
puedo ajustarme la coleta, ni comprobar que la costra de baba no sigue
en mi mejilla.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto, tratando de sonar como si en
realidad no me importara saber.
Matt apunta un control remoto a la TV, interrumpiendo la acción. 92
—Veo una vieja película de hockey que he traído. Me mentalizo para
mañana —dice. Me doy cuenta de la pila de cajas de DVD en blanco sobre
la mesa de café.
Mañana nos dividiremos en equipos por primera vez y jugaremos
un partido reglamentario completo. Me da miedo, pero también cruzo los
dedos para que Melody acabe en mi equipo. No ha sido capaz de atacarme
durante los entrenamientos, pero sé que en cuanto salgamos al hielo
durante el partido, será cuestión de tiempo.
—Oh, genial —le digo, todavía de espaldas contra la encimera.
—¿Quieres venir conmigo? —Acaricia el cojín junto a él, demasiado
cerca.
—No, gracias —le digo rápidamente.
—Vamos, no muerdo —responde. Apuesto a que hay por lo menos
cinco chicas arriba que con mucho gusto aceptarían su oferta, mordiera
o no. Me quedo plantada, Matt no se ve disuadido—. ¿Dónde estabas
antes? Tuvimos pista abierta, y un montón nos metimos en un partido
perverso de mantener distancia. Debiste haber venido.
—Estaba en mi habitación, organizándolo todo. Ya sabes, lavando
—respondo. Es cierto. Gracias a una semana de brutales entrenamientos
a tope, mi habitación olía como una vieja cámara frigorífica.
—Sabes, cuando dijiste que eras de Filadelfia, pensé que serías un
poco más... aventurera —dice, levantando una ceja.
—Oye, soy aventurera —digo, pero por la forma en que tengo los
hombros encorvados y los brazos agarrados al cuerpo como una camisa
de fuerza, no puedo imaginarme que esté transmitiendo muchas de esas
vibraciones.
—Entonces tú y yo tenemos definiciones muy distintas de la
aventura —dice.
Me siento tentada de responderle: ¿Cambiar lugares con una chica
a la que acabas de conocer cuenta cómo aventura? Pero Matt vuelve a
apuntar el mando a la pantalla, y los hombrecitos sobre el hielo empiezan
a dar vueltas de nuevo, el locutor grita algo sobre una jugada de poder,
sea lo que sea eso.
Aflojo mi agarre de kung fu. ¿Tiene razón Matt? Desde que llegué,
estoy desesperada por no meter la pata. Intento seguir las reglas y hacer
lo que me dicen.
Así soy yo.
Y no vine aquí (a convertirme en Sloane Devon) para ser yo. Vine
aquí para alejarme de todo eso. Una lista de cosas impropias de Sloane
Emily pasa por mi cabeza, cada una más loca que la otra. Mostrarle el
dedo corazón. Lanzarle la cafetera sucia. Exhibirme ante él. Casi me
muero de risa cuando pienso en acercarme y darle un puñetazo en la 93
cara a Matt, algo que yo nunca haría y que Sloane Devon probablemente
tampoco haría si viera lo guapo que es.
Entonces veo la alarma de incendios.
Dejo caer los brazos y me dirijo a grandes zancadas hacia el sofá.
Doy la vuelta por el lateral y camino delante de su vista, más allá del
partido de hockey, hasta la pared opuesta, donde una caja de plástico
transparente cubre la manilla roja. Meto los dedos bajo la tapa, la apago
y me giro para asegurarme de que me está mirando.
Y así es. Ha vuelto a poner el juego en pausa y me mira con una
mezcla de diversión y desconcierto. Mantengo mis ojos fijos en los suyos.
—¿Quieres aventura? —digo.
—No lo harías —dice Matt.
—¿Es un reto?
Se ríe. —Un reto doble. Con una cereza en la cima.
¿Qué haría Sloane Devon?
Me doy la vuelta y activo el interruptor.
La cacofonía es instantánea. La sirena suena a un bocinazo por
segundo, fuerte y rasposa, como si la empujaran por un embudo de barro
antes de salir por los altavoces. Las luces estroboscópicas de emergencia
parpadean desde las esquinas de la sala. Al instante, me arrepiento de lo
que he hecho. ¿Y si me pillan? ¿Y si me detienen?
—¿Qué demonios? —Matt se tapa los oídos, pero la sonrisa de su
cara es inconfundible. Dice algo más, pero no puedo oírlo entre el chirrido
de las sirenas y la presión de las palmas de las manos sobre los oídos.
Sacudo la cabeza y él asiente con la cabeza hacia la puerta en la que está
impresa la salida roja. Echamos a correr.
En la acera, nuestros compañeros empiezan a salir con los ojos
desorbitados, algunos descalzos, otros sin camiseta. Los entrenadores
hacen señas a todos para que crucen la calle y se aparten de la trayectoria
del camión de bomberos. Ya lo oímos gritar a lo lejos. Mierda, había
olvidado que vendrían los bomberos de verdad. Miro a Matt asustada,
pero se pasa un dedo por los labios y se calla. No lo dirá.
Me estremezco, deseando haber cogido mi sudadera con capucha.
Por supuesto, no me había dado cuenta de que iba a recurrir a la
delincuencia menor. Pensaba que iba a por una taza de café. Matt me
rodea los hombros con un brazo y tira de mí. Pero no quiero que se haga
una idea equivocada, así que me alejo.
—¡Oh Dios mío, mira! —Cameron cruza la multitud en la acera y
aparece junto a Matt. Señala. Melody sale a trompicones del edificio, con
las trenzas despeinadas y caídas. Tiene los ojos entrecerrados y las cejas
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casi se le juntan en una V de enfado en la frente. Y, como yo, también
está claramente sin sujetador, sorprendida por la alarma. Tiene los
brazos tan cruzados sobre el pecho que me preocupa que vaya a perder
el riego sanguíneo en la parte inferior. Sin embargo, a pesar de todos los
malabarismos que hace para cruzar la calle, no es capaz de contener su
amplio... bueno, ya sabes. Casi siento lástima por ella, pero entonces la
veo golpear con la cadera a una caravana casi contra el bordillo.
—Supongo que sus bienes siguen congelados, como se suele decir
—susurro, y Cameron y yo nos echamos a reír.
Matt mira de Melody a Cameron y a mí, y de nuevo a Melody.
—¿Fuiste tú? ¿Congelaste los sujetadores de Tundra? Un par de
chicos los encontraron. ¡Escuché que se quedaron con uno y piensan
subirlo al mástil!
—¿Tundra? —Cameron y yo repetimos casi al unísono. Y entonces
pasamos de las risitas a una carcajada en toda regla.
Los entrenadores se abren paso entre la multitud, contando e
interrogando aleatoriamente a la gente sobre la causa de la alarma. No
puedo parar de reírme. La entrenadora Hannah tiene un portapapeles y
va marcando nombres a medida que avanza entre la multitud.
—Tenemos que salir de aquí antes de que te delates —dice Matt.
Levanta la mano y llama la atención de Hannah. Ella asiente y nos marca
a los dos en su lista, luego se dirige a una multitud de ancianos que están
debajo de un árbol jugando al hacky sack en pijama.
—Ahora es nuestra oportunidad —dice Matt. Me toma de la mano
y me aleja del grupo para rodear el edificio antes de que los entrenadores
nos vean. Corremos hasta los aparcamientos de bicicletas de la parte
trasera del edificio y él saca una llave del bolsillo de su sudadera.
—¿En serio? ¿Una escapada en bicicleta? —Me quedo mirando la
reluciente bicicleta de montaña, pintada de rojo brillante y cromada, que
está sacando del portabicicletas—. ¿Tienes una de repuesto para mí?
—Nop. Solo una. Mis padres me la enviaron para que pudiera
explorar la ciudad. —Se encoge de hombros y noto una expresión algo
avergonzada en su rostro. Vuelve con la bicicleta, se sube y le da unas
palmaditas al manillar.
—Um, imposible. ¡No voy a ir en el manillar! ¡Eso es peligroso!
—Ah, ¿muy valiente cuando estás haciendo un toca y corre, pero
demasiado cuidadosa para subir al manillar? —Niega con la cabeza—.
Vamos, la mayoría de las chicas se suben directamente. —Me mira con
picardía y no sé qué me ofende más: la idea de que soy una más en la
larga lista de chicas que se suben a su manillar o la idea de que no soy
tan valiente como las demás. 95
—No soy como la mayoría de las chicas —le digo, cruzando los
brazos otra vez.
Algo parpadea en los ojos de Matt. —Lo sé —dice—. Eres mejor.
Entonces me rodea la cintura con las manos y me levanta, de modo
que puedo depositar mi trasero directamente sobre los barrotes. Me
alegro de estar de espaldas a él para que no pueda ver mi expresión de
terror mientras pedalea, aunque probablemente vea cómo agarro con
fuerza el manillar.
Pedalea por las calles de Montreal, pasando por delante de bloques
de casas adosadas de las que salen locas escaleras como andamios. Matt
gira bruscamente a la derecha, lo que hace que casi me mee en los
pantalones del susto, y pronto estamos en una bulliciosa calle llena de
pubs, tiendas, bistrós y lo que parecen bodegas pero tienen carteles de
neón en las ventanas que dicen depanneur. Tienda de conveniencia. Oigo
en mis oídos la voz de Madame LeGarde taladrándome en mis clases
extraescolares de francés.
Delante de nosotros, la luz verde empieza a parpadear.
—¿Qué significa eso? —pregunto por encima del hombro.
—Es como la flecha verde en Estados Unidos. Significa que
tenemos derecho a girar —dice, y cuando llegamos a un bache, sus labios
me rozan ligeramente el cuello. Una descarga eléctrica me recorre desde
ese punto hasta el ombligo.
Yo, Sloane Emily Jacobs, estoy sentada en pijama en el manillar de
la bicicleta de un chico, siendo paseada por una ciudad extranjera a
medianoche.
No quiero ni imaginarme lo que diría mi madre. La idea me hace
sonreír.
Recorremos varias manzanas hasta salir de las zonas más
vecinales y adentrarnos en el centro de Montreal. Es tarde, así que todos
los edificios de oficinas están a oscuras, pero los hoteles están llenos de
turistas que pasean, fotografiando viejas iglesias encajonadas entre
nuevos rascacielos de cristal. Es el típico centro urbano, con la diferencia
de que hay arte y esculturas por todas partes. Durante el trayecto, Matt
me da golpecitos en el hombro y me señala con el dedo los lugares que
quiero ver.
Me giro para ver una estatua de un ángel con un enorme agujero
en el torso, pero Matt pedalea tan rápido que tengo que girar la cabeza
por encima del hombro para ver bien. Y al hacerlo, esta vez son mis labios
los que casi rozan su mejilla. Giro la cabeza hacia delante tan rápido que
casi me da un latigazo cervical. El corazón me late con fuerza. ¿Se habrá
dado cuenta? Y entonces vuelvo a sentir su cálido aliento cerca de mi
oreja. Mi corazón se ralentiza hasta casi detenerse mientras espero a que
hable. 96
—Ya podemos volver. —Hay mucho ruido en la bici, el ruido del
tráfico y del viento, pero lo único que oigo es su voz y lo único que siento
es su respiración. Asiento con la cabeza y Matt da la vuelta a la siguiente
manzana para emprender el camino de vuelta.
Cuando nos bajamos de la bici en la residencia, me sorprende lo
silencioso que está todo. Deben de haber apagado las sirenas hace rato,
y ahora que estamos parados, el silencio es casi ensordecedor. Le pone el
candado a la bicicleta y le sigo al interior de la residencia. Su mano roza
la mía mientras caminamos, pero la aparto de un tirón y vuelvo a
cruzarme de brazos. Me había olvidado del problema de la ropa interior.
Entramos en el ascensor y se vuelve hacia mí. Vuelvo a sentir su
aliento en mi cuello y reprimo un escalofrío.
—Fue muy divertido —dice. Hace una pausa. Parece a punto de
decir algo más.
Una de tantas, me recuerdo a mí misma. Céntrate en el patinaje.
—Sí —le digo secamente—. Por supuesto.
La puerta del ascensor se abre en mi planta y salgo disparada como
si éstas fueran a golpearme en cualquier momento. Matt sale del ascensor
justo detrás de mí.
—¿A dónde vas? —pregunto.
—Voy por las escaleras —dice. Señala el final del pasillo—. Parece
una tontería subir otros dos pisos.
—Oh. Está bien —le respondo. Siento una opresión en el estómago.
Recorro los diez escalones del pasillo hasta mi puerta y saco la llave. Se
me eriza el vello de la nuca al escuchar los pasos de Matt. Ni siquiera se
detiene.
—Buenas noches, Sloane —grita por encima del hombro.
—Buenas noches —respondo. Pero la puerta de la escalera ya se
cerró detrás de él.

97
12
Traducido por Alexa Colton & Francisca Abdo
Corregido por gabihhbelieber

Sloane Devon
Estoy cultivando mi propia criatura.
Me siento en el borde de la cama y me quito el calcetín sudado para
examinar a mi nuevo amigo, que se ha unido a mí tras una semana de
agotadoras sesiones de patinaje artístico. Es del tamaño de un guisante,
burbujeante y ampolloso, con un duro callo rojo que empieza a formarse 98
en la parte superior. Si crece más, tendré que ponerle nombre e invitarlo
a formar parte de la familia.
Estoy criando a mi criatura durante horas de sesiones calurosas y
sudorosas sobre el hielo, con los pies metidos en unos apretados patines
de cuero. Aunque estos patines tienen estampada en la lengüeta en
dorado la misma talla que mis propios patines de hockey, debe de
tratarse de alguna talla europea loca o de una conspiración de la
industria del patinaje artístico para arruinar los pies de las chicas de
América.
Acerco el pie a mi regazo para examinar los progresos de la criatura.
Suena el teléfono de la habitación y casi me caigo al suelo en un nudo de
brazos y piernas.
Me pongo de rodillas y cojo el teléfono de la mesa que hay entre mi
cama y la de Ivy.
—¿Hola? —Estoy ligeramente sin aliento.
—Sloane, cariño, esperaba encontrarte. He intentado llamarte al
móvil varias veces esta última semana, pero no me has contestado. —La
voz al otro lado del teléfono es profunda y enérgica. Algo en mi cerebro
pasa silbando: he escuchado la voz antes. Estoy tan ocupada tratando de
ubicarla que solo murmuro un hola, y el hombre continúa—: Sloane, sé
que las cosas han estado tensas últimamente, y eso es culpa mía. Debería
haber hablado contigo acerca de lo que viste. Sabes que te amo a ti y a
tu hermano más que a nada, y amo a tu madre, pero...
Un jadeo se me atrapa en la garganta y casi me ahogo con la lengua.
Es el padre de Sloane Emily y no sabe que no soy ella. Y lo que es peor,
divaga en ese tono cortante de algo relacionado con una “indiscreción”.
Oh Dios, tengo que hacer que pare. Tengo que hacer que pare de hablar
y que Sloane Emily le llame y termine lo que sea que esté empezando.
Toso fuerte y balbuceo, y el efecto es bueno. Se detiene en medio
de la frase, un largo silencio al otro lado del teléfono.
—¿Sloane? ¿Te encuentras bien?
¿Qué hago, qué hago? Si finjo que soy Ivy, se asustará y se
avergonzará de contar secretos a un desconocido. Pero si intento ser
Sloane Emily, sabrá por el sonido de mi voz que no soy ella. Tengo que
decir algo.
Vuelvo a toser, me aclaro la garganta y bajo un poco la voz hasta
que estoy segura de que suena convincentemente grave.
—Eh, papá, yo eh, no me siento muy bien. Creo que me he resfriado
en la pista. Tendré que llamarte luego.
Hay otro largo silencio y me preocupa que se haya acabado la fiesta. 99
Le oigo suspirar fuerte y largamente. —Por favor, Sloane. Me gustaría
hablar de esto.
—Sí, lo haremos. —Toso de nuevo, y luego, cuelgo el teléfono antes
de que pueda decir nada más. Mierda, eso estuvo cerca. Voy al armario y
rebusco entre las perchas hasta que llego a la rebeca de los bolsillos
profundos, donde he estado guardando el teléfono para mantenerlo
alejado de las manos de Ivy.
Llamó tu padre. Le contesté. Lo cubrí diciendo que me estoy
poniendo enferma. Llámalo. AHORA.
Pulso Enviar. No tengo ni idea de qué iba todo eso, pero por lo que
parece, puede que la perfecta Sloane Emily no tenga la familia perfecta
que yo creía. Me quito esa idea de la cabeza. Ya tengo suficientes
problemas aquí en el Hotel de Hielo. Anoche sobre un alijo de ositos de
goma y algunos videos de viejas rutinas de parejas de Andy, había
tramado un plan retorcido. Me arriesgo demasiado patinando sola. Es
demasiado fácil detectar mis debilidades. Así que hoy tengo una reunión
con Juliet Rowe, la directora del campamento de IPB, para hablar con
ella sobre el cambio a parejas. No tengo ni idea de si me lo van a permitir,
pero tengo que intentarlo. Esta última semana intentando esconderme
mientras patino sola ha sido demasiado dura.
Prefiero derribar a Andy que dejar que me lleve por el hielo.
Cierro el teléfono y lo vuelvo a guardar en el bolsillo de la chaqueta.
Me miro en el espejo y me veo como Sloane Emily, con unos capris negros,
una camiseta blanca y un cárdigan rosa pálido con florecitas amarillas
bordadas. Puede que me parezca un poco a una profesora de guardería,
pero al menos no me parezco a mí misma: la chica cuya madre está en
rehabilitación, que salió con un perdedor como Dylan durante casi un
año, que no puede guardarse los puños para sí misma.
Me sonrío en el espejo.
Me calzo unas chanclas y bajo las escaleras a toda prisa. El
despacho de Juliet está en el vestíbulo, justo detrás del mostrador donde
me registré el primer día. Llego a la recepción y me guían a través de unas
puertas francesas de caoba. Juliet está sentada detrás de un escritorio
que parece tan grande como para vadear un río, y solo parece más grande
delante de su delicado marco de mariposa. Según el folleto de Sloane
Emily, Juliet solía entrenar a atletas olímpicos. La miro sentada, con un
pañuelo azul empolvado entre los dedos, y trago saliva. Es la mujer más
pequeña que me ha asustado.
—Señorita Jacobs, por favor, siéntate. —Me señala una de las sillas
de cuero acolchadas que hay frente a su escritorio. Me siento en él y, a
diferencia del sofá de arriba, es tan duro e incómodo como parece. Me
muevo inquieta mientras los botones de latón se clavan en mi trasero.
Veo que Juliet me mira y arruga la nariz—. ¿Qué puedo hacer por ti hoy?
—Quería hablar con usted sobre el cambio a parejas durante el
100
verano —le digo. Lo mejor es meterme de lleno, y además quiero terminar
esta conversación lo antes posible y largarme de aquí. No estoy segura,
pero me preocupa que Juliet tenga el poder de oler el hockey en mí.
—Bueno, eso es muy poco ortodoxo —dice. Su acento es extraño,
una mezcla de inglés estadounidense y una pizca de canadiense, con
algunos matices franceses y posiblemente rusos.
—Lo sé, pero esperaba poder probar algo nuevo, después, bueno...
—No sé muy bien qué iba a decir, pero me pareció buena idea inventarme
una excusa. Bajo la férrea mirada de Juliet, mi mente se queda en blanco.
—Sí, conozco tu historia —responde. Hay una larga pausa y me
pregunto si quiere que hable de ello. Por lo que he deducido de Ivy y
Sloane Emily, hace unos años ocurrió algo que apartó a Sloane de la
competición, y hace tiempo que no patina. Por lo visto, se suponía que
este verano iba a reaparecer, pero parece que no va a ser así—. En general
sería imposible, ya que invitamos a un cierto número de patinadores
individuales y a otro cierto número de patinadores por parejas al
programa. Tienes mucha suerte de que Miranda Bates se rompiera el
tobillo antes de llegar.
Me dan ganas de reír. Nunca nadie ha sido tan directo como para
decir que la desgracia de otro es mi beneficio, pero la mirada de Juliet me
dice que habla muy en serio.
—Necesitamos una chica más en pareja —dice, y luego olfatea. Oh
Dios, puede oler el hockey. Lo sabía—. Supongo que esa serás tú.
Suelto un enorme suspiro y le doy las gracias, pero Juliet ya ha
vuelto a centrar su atención en el ordenador. Supongo que nuestra cita
ha terminado. Gracias a Dios.
Dejo la silla, probablemente con la huella de los botones de latón
en el trasero, y salgo corriendo por la puerta antes de que cambie de
opinión o me expulse del campamento.
En la oficina exterior, me encuentro con Andy prácticamente
saltando de alegría. —¿Y bien?
—¡Listo!
—¡Sí! —dice—. He oído que una chica se rompió la tibia, así que
supuse que funcionaría. Nos estamos asociando para la exhibición de
final de temporada.
Trago saliva. Durante la última semana, de lo único que se habla
es de la estúpida exhibición que no es exactamente una exhibición, ya
que seremos juzgados y habrá ganadores (y perdedores). Los chicos de
las parejas se han estado peleando por hacerse amigos. Nadie quiere
quedarse fuera o quedarse con un compañero inútil. Los patinadores
individuales han estado soltando indirectas no demasiado sutiles sobre 101
la música que han elegido para asegurarse de que nadie elige lo mismo.
Es un patinaje sobre hielo muy pasivo-agresivo.
—Tú y yo —le digo, esperando que no se dé cuenta de que la idea
de la exhibición me hace vomitar el almuerzo. Pobre Andy. Cuando me
levanta, soy tan grácil como uno de esos hipopótamos de Fantasía, si a
esos hipopótamos les faltaran cuatro dedos y estuvieran sordos. Él no va
a comprar mi pedigrí de patinaje de imitación por mucho tiempo. Pronto
será la hora de callarse.
—Por supuesto que cambiaste a parejas. —La voz almibarada hace
que se me erice el vello de los brazos—. No es adorable.
—Buen trabajo de tinte, Ivy —le dijo mientras me doy la vuelta. Ha
tardado dos días y tres horas en volver a tener el pelo rubio decolorado.
Levanto la mano y señalo una zona cerca de la frente—. Parece que les
faltó una parte.
Me aparta la mano.
—No creas que esto ha terminado, Sloane Jacobs —dice—. No se
ha acabado.
—Claro que sí, Ivy —le digo dulcemente. Otra ventaja de lo de la
pareja: me sacará del grupo de Ivy y me meterá en el de las parejas, lo
que significa clases más largas, ya que somos el doble. Más gente detrás
de la que esconderme. En la competición de final de temporada seguiré
teniendo que hacer individuales, como todo el mundo, pero al menos solo
será el programa corto. Eso significa que me ahorro (y le ahorro al
público) dos minutos de horror.
También significa que ni siquiera tendré que tener una sesión
individual con un entrenador, ya que todos nuestros uno contra uno van
a ser dos contra uno, con Andy interfiriendo, aunque no se dé cuenta.
Ivy gira sobre sus talones y se marcha. Andy está prácticamente
doblado de risa. —¿Qué crees que te hará?
—No me preocupa —le contesto—. Ahora, vamos a practicar.

***

Otro día de entrenamiento ha dejado mi cuerpo destrozado. Los


isquiotibiales están prácticamente calcificados de tanto extender las
piernas y me siento un poco como el Hombre de Hojalata cuando vuelvo
a mi habitación. Tanto estar de pie me ha afectado al cuello y a los
hombros, por no hablar de la tensión en el torso. Siento los abdominales
como si Muhammad Ali los hubiera usado todo el día como saco de pesas.
Cojeo hasta mi habitación y miro la cama. Parece tan mullida y
suave como en el folleto que me enseñó Sloane Emily, y estoy deseando 102
caer en ella.
Mi teléfono zumba dentro del bolso. Lo saco y veo un mensaje de
texto de un número que no reconozco.
Hoy jugamos un partido amistoso. ¿Te apuntas como en los
viejos tiempos? —Nando.
Respiro, vuelvo a leer el mensaje y noto que se me afloja el cuello.
Dejo el móvil en el suelo, me agacho para estirar las piernas y lo leo por
tercera vez. Los viejos tiempos. Me levanto y vuelvo a respirar profundo,
como si estuviera haciendo yoga, y me doy cuenta de que los abdominales
ya no me duelen tanto como hace unos minutos. Vuelvo a leer el texto y
sonrío.
De repente, ya no me duelen en absoluto.
Una búsqueda en Google, dos autobuses y un paseo de veinte
minutos más tarde, estoy de pie en un rellano de hormigón mirando hacia
una pista de hielo. Solo que ésta no es perfectamente cristalina y lisa. No
hay media docena de princesas delgaduchas haciendo ochos sobre el
hielo. No hay música clásica sonando suavemente en el sistema de
sonido. Esto no es IPB.
Esto es la Rue de St. Laurent Patinoire Communauté. Y con los
patines de hockey alquilados sobre el hombro y el brazo lleno de equipo
maloliente alquilado, estoy lista para lanzarme al hielo con la docena de
chicos de allí abajo que trabajan en tiros sorpresivos y marcas al son de
algo ruidoso y metálico que es demasiado ruidoso y metálico para que el
sistema de sonido malo pueda soportarlo.
—Entonces, ¿crees que tus habilidades siguen siendo fuertes? —
Nando ya está preparado y se dirige a la pista, con un palo de hockey en
una mano y una caja de pecheras amarillas y rojas en la otra. Al verle,
con el cabello oscuro rizándose bajo el casco negro y los ojos marrones
brillando tras la máscara, casi se me cae el casco.
—Sin lugar a dudas —le contesto.
—Entonces ve a cambiarte. Puedes estar en mi equipo. —Agarra
una pechera de la caja y me la lanza. Tengo que contenerme para no
saltar al vestuario. Mientras me cambio, me pregunto si Sloane Emily
estará en algún lugar de la ciudad haciendo axels en secreto. Debe estar
ocupada poniendo hielo en cada moratón de su cuerpo. Mi cuerpo apenas
aguanta intentando patinar. Es imposible que sobreviva al campamento
de hockey.
Soy la única chica en el hielo, pero eso no es inusual. Jugué hockey
mixto hasta que llegué a la secundaria, lo que a menudo significaba
chicos más Sloane. Nando hace algunas presentaciones rápidas y me
saludan con una inclinación de cabeza o un ronco “Hola”. En cuestión de
minutos todos tenemos las pecheras y el disco se deja caer.
103
Nando mencionó que era solo un partido amistoso, pero estos
chicos saben lo que hacen. Intento buscar al eslabón débil del equipo
amarillo para aprovecharme de él y robarle el disco, pero no lo encuentro.
Y por la forma en que todos se abalanzan sobre mí cuando Nando me
pasa el disco, está claro que todos suponen que nuestro eslabón débil
soy yo.
Llevo una semana sin jugar y estoy oxidada. Tardo unos minutos
en volver a adaptarme en los patines sin el tacón agregado. Una buena
embestida que me hace caer de espaldas es suficiente para recordarme
que no debo mantenerme tan erguida.
Nando se acerca patinando y se detiene justo al lado de mi cabeza.
—¿Estás bien?
—Sí —murmuro, agradeciendo llevar el casco puesto para ocultar
el rubor que me sube a las mejillas. Odio haberme puesto en ridículo
delante de Nando. Este es mi juego. Vuelvo a mi hielo. No debería caerme
como un niño de hockey. Vuelvo a subirme sobre los patines, le hago un
gesto con la cabeza para demostrarle que no estoy muerta y me coloco en
mi sitio.
En cuanto me acomodo, vuelvo a sentirme bien, como cuando
monto en bici o en una moto. Y me doy cuenta de que algunas de las
nuevas técnicas de giro que he aprendido en las sesiones de grupo me
resultan incluso útiles. Soy capaz de robarle el disco a un patinador
amarillo llamado Mathieu ejecutando un giro de camello casi perfecto
mientras paso mi palo por debajo del suyo. A pesar de tener la máscara
puesta, veo que se queda con la boca abierta.
Soy capaz de ofrecer muchas asistencias, sobre todo a Nando, que
es un as colocándose perfectamente para el disparo. Han transcurrido
diez minutos y el equipo rojo va ganando dos a cero. Nos tomamos un
tiempo muerto. Me he olvidado casi por completo de la vida en IPB y de la
criatura que crece en mi pie. Ni siquiera los patines alquilados pueden
contenerme. Esto es exactamente lo que necesitaba: hockey comunitario.
Sin luces, sin entrenadores, sin ojeadores, solo jugar.
He vuelto.
Suena el timbre y volvemos al hielo. El equipo amarillo debe de
haber tenido un buen partido, porque en tres minutos han marcado dos
goles. Empatamos dos a dos. En la siguiente jugada, el número ocho del
rojo, cuyo nombre no he oído, toma el disco y lo conduce hacia la portería
amarilla, donde yo estoy patinando hacia atrás lista para asistir. Un
jugador amarillo carga contra él y el ocho me pasa el disco sin apenas
mirarme. Escudriño el hielo rápido para ver cuál debe ser mi siguiente
movimiento, pero todo el mundo está cubierto o fuera de posición. Solo
estoy yo, el portero y la red.
—¡Dispara! —La voz de Nando rebota en el hielo y rodea las tablas.
Por el rabillo del ojo, veo a Mathieu patinando con fuerza, apuntándome.
104
Es ahora o nunca. Planto las cuchillas y levanto el palo. Voy a marcar.
Voy a recuperar la ventaja. Por una fracción de segundo, aparto la vista
de la portería y veo a Nando mirándome, intentando esquivar a un
jugador amarillo que se le echa encima.
Me late el corazón. Subo el hombro y estoy lista…
Empiezan los hormigueos, primero como pequeños pinchazos en la
articulación, luego como un enjambre de abejas que vuelan por mi brazo
hasta la punta de los dedos. En cuestión de segundos, el jugador amarillo
está encima de mí, robándome el disco y alejándose patinando. Nadie se
lo esperaba. Yo estaba preparada para el tiro perfecto y le dejé que
patinara y se lo llevara. Suena el timbre, el marcador se invierte y el
equipo amarillo aplaude. Tres a dos. Han ganado.
Trago saliva y golpeo el hielo con el palo para no echarme a llorar.
En el hockey no se llora, y menos delante de un grupo de chicos. Nos
alineamos por el buen juego y los chicos me agradecen que haya venido.
Todos son muy amables, lo que me hace sentir peor. Si me hubieran
regañado por fallar ese tiro, me sentiría bien, pero los “buen intento” y
los “buen partido” me parecen de lástima.
No sé patinar, no sé jugar al hockey. Dios, quizá debería dedicarme
al curling. Estoy en el país adecuado para ello.
De vuelta a los vestuarios vacíos de las chicas, me doy una ducha
rápida y me vuelvo a poner la ropa de calle. Tengo que devolver el equipo
y volver al IPB antes de que alguien se dé cuenta de que me he ausentado.
En el vestíbulo, devuelvo el equipo y los patines y me doy la vuelta
para volver al autobús, pero Nando me está esperando en la puerta. Lleva
la mochila colgada del hombro, una camiseta azul ajustada y desteñida
que deja ver los restos de su ducha después del partido.
—Buen partido —dice.
—En realidad no —contesto.
—Fallaste un tiro. No puedes acertarlos todos.
—No acerté ninguno —digo un poco demasiado forzosamente.
—Sí, pero tuviste muy buenas asistencias. Esos dos puntos que
marcamos fueron gracias a ti.
—Las asistencias no traen a los ojeadores —digo, luego cierro de
golpe la boca. Demasiado.
Frunce el ceño y sacude la cabeza. —Los ojeadores no son todo.
—Dice el tipo que los tiene tras suyo —contesto.
—¿Por qué no vamos a comer algo? —sugiere. 105
—Ojalá pudiera. —Maldita sea. No puedo creer que tenga que
abandonar a Nando para volver al país de las reinas de hielo—. Para la
próxima.
Está obviamente decepcionado, pero sonríe. —Por lo menos déjame
llevarte —dice.
Una mirada a esos rosales en frente del IPB, y no creerá ni por un
segundo que es un campamento de hockey.
—En realidad, estoy, tomando una clase —digo, aferrándome a la
mentira, otra que tendré que recordar para más adelante. El IPB parece
una escuela privada de moda—. Para obtener créditos universitarios, ya
sabes. Ya que estoy aquí, dos pájaros de un tiro. En fin. Puedes dejarme
allí.
Le sigo hasta su coche y, mientras camino, noto una punzada en
la rodilla. La adrenalina debe de haber sido suficiente durante el partido,
pero ahora que vuelvo a tierra firme, noto que la rigidez aparece
rápidamente.
Lo sigo cojeando hasta un Mini Cooper viejo y destartalado,
original, que parece una lata de atún con ruedas. Abre la escotilla de
atrás y mete la bolsa. Tiene que dar dos portazos para que se cierre.
Cuando Nando gira la llave, el coche chisporrotea un segundo,
luego ruge y nos ponemos en marcha. Después de darle la dirección, me
quedo un rato en silencio y miro por la ventanilla cómo pasa la ciudad,
contenta de no tener que darle indicaciones porque no sé muy bien cómo
volver.
—Entonces, ¿cómo está tu mamá? —La pregunta me sacude como
un puñetazo en el estómago.
—¿Te acuerdas de mi mamá? —pregunto con cuidado.
—Claro, solía venir a todos nuestros partidos con esa camiseta roja
de Mamá Jacobs. —Cuando sonríe, las comisuras de sus ojos se arrugan.
Durante el tiempo que jugué, mi mamá tenía una de esas camisetas
con el color del equipo que yo usaba esa temporada. Animaba más fuerte
que todas las otras mamás, y la mayoría de los papás. Una vez mencionó
las clases de patinaje artístico, cuando yo estaba aprendiendo a patinar.
Pero cuando le di un pisotón, negué con la cabeza y le dije: “Ni hablar,
José”, se subió enseguida al tren del hockey. Papá era un fanático del
hockey, pero él trabajaba muchas horas, así que era mamá quien me
llevaba a los entrenamientos por toda la ciudad. Siempre se aseguraba
de vestirse con los colores de mi equipo esa temporada, y aprendió lo
suficiente sobre el deporte como para animar junto con los otros padres
e incluso gritar a los árbitros alguna que otra vez. Pero dejó de venir a
mis partidos en el último año, cuando las cosas empezaron a irle mal... y
a irnos mal
106
—Está bien —respondo rápidamente. —¿Cómo va la universidad?
—Bien —dice, con la misma rapidez. Es obvio que no quiere hablar
de ello, y yo no quiero presionarle.
El dolor punzante en la rodilla está empeorando. La verdad es que
debería operarme, ya que el traumatólogo me lo lleva recomendando
desde hace más de un año, pero cuando me lo dijo por primera vez no
quise tomarme el tiempo necesario. Y ahora que mamá se encuentra en
rehabilitación, no parece el momento adecuado. Por no mencionar el
hecho de que cada céntimo que me sobra se va en cubrir sus problemas
legales y su tratamiento. Incluso con el seguro, la cirugía sería una gran
cantidad de dinero que estoy bastante segura de que no tenemos.
Un par de ibuprofenos y algo de hielo y voy a estar bien para el
entrenamiento de mañana. Solo tengo que dejar de pensar en ello.
—Esta noche has estado muy bien —le digo en un esfuerzo por
olvidarme de la rodilla—. Siempre fuiste un gran líder de equipo. Incluso
de pequeño.
—Gracias —dice. Su hermosa sonrisa ha regresado—. Tú también
estuviste genial.
—Estuve bien —contesto.
—Sloane, eres muy dura contigo misma —dice—. Puedo ver cómo
te pones nerviosa ahí fuera. Tienes que calmarte.
—Es fácil para ti decirlo —contesto. Es él quien tiene la beca.
—No es cierto —dice—. Se lo que se siente estar agobiado, ¿sabes?
La presión puede acabar contigo.
Lo miro, preguntándome si dirá algo más. Pero justo ahí detiene el
coche y llegamos al IPB.
—Bonito lugar —dice, mirando a través del parabrisas hacia la
colina donde está el edificio principal.
—Sí, no está nada mal —digo. Salgo de su pequeño auto lo más
rápido que puedo antes de que empiece a preguntar mucho. Cuando me
bajo del asiento, mi rodilla casi gime con ira, y me tropiezo en la acera.
—¿Estás bien? —Nando se mueve para verme por la ventanilla del
acompañante. No respondo; estoy demasiado ocupada apretando los
dientes contra el dolor. En un instante, sale del coche y se pone a mi
lado—. Déjame ayudarte.
—No, no —digo—. Estoy bien. Solo necesito quedarme parada por
un minuto.
—Déjame al menos ayudarte a llegar a la puerta. —Me da la sonrisa
más genuina que he visto en toda mi vida. Me duele el pecho. No quiero
decirle buenas noches. Es como volver a despedirme de casa. 107
Así que asiento y me coge en brazos. Le rodeo el cuello con los
brazos y él sube por el largo camino circular hasta la puerta principal.
—Eres la chica delgada más fuerte que he conocido —dice al llegar
al patio en frente de la puerta—. ¿De qué estás llena, de plomo?
—Músculo —respondo. Me pone suavemente de pie.
—Apuesto que sí —dice. Se queda un segundo mirando a su
alrededor, se mete las manos en los bolsillos y se encoge de hombros—.
Entonces…
—Uh, um, gracias —digo. Es casi de mi altura, así que estamos
casi frente a frente, nariz con nariz.
—No hay de qué. —Su voz es casi un susurro. Me sonríe, una media
sonrisa torcida, pero no se inclina. Lo cual es bueno. Pienso. Respiro
hondo. Es Nando, un chico que me conoció cuando todavía estábamos
demasiado asustados para ver partes de Los Goonies. Nando, que conoce
mi juego, a mi madre; que podría exponerme a todo el mundo. No debería
besarlo. No debería besarlo. Pero esa mirada, y está tan cerca, y...
La puerta principal se abre de golpe e Ivy casi me derriba. Se
detiene en seco cuando me ve allí de pie. Mira a Nando, luego a mí y luego
a Nando otra vez. Doy un paso atrás y pongo distancia entre nosotros.
Nando murmura un rápido “adiós” y prácticamente corre hacia su coche.
—Mmm, la hija del senador es muy escandalosa. —Ivy levanta una
ceja desafiante hacia mí.
—No sé de qué hablas —respondo. Me dirijo al interior, tratando
desesperadamente de disimular mi cojera.
El destino de Ivy no es tan importante para ella como torturarme,
ya que me sigue hasta la habitación.
—Saliendo con un pueblerino —dice y puedo oír la satisfacción que
resuena en su voz—. Ese es el tipo de comportamiento con el que pueden
expulsarte del campamento, sabes.
Me doy la vuelta. —¿Qué quieres, Ivy?
—¿Qué quieres decir? —El veneno sureño gotea de cada palabra.
Prácticamente me hace ojitos como Scarlett O'Hara y, francamente, me
importa un bledo. Esperaba que mi broma bastara para asustarla, para
que supiera que iba en serio y me dejara en paz. Parece que la he juzgado
mal.
—Basta de tontería, Ivy, y dime qué tengo que hacer para callarte.
Se acerca a mí y se cruza de brazos, como si hubiera estado
esperando este momento desde que nos conocimos.
—Quiero que te apartes de mi camino —dice. 108
—Ni siquiera estoy en tu categoría —respondo—. Me he pasado a
las parejas. ¿Qué más quieres?
—Quiero acabar este verano en lo más alto, siendo la comidilla del
IPB.Quiero todos los ojos puestos en mí, para que cuando empiece esta
temporada competitiva, sea de mí de quien todo el mundo hable, y no de
ti.
No puedo creerlo. No puedo creer que admita que me tiene miedo.
No puedo creer que me pida a mí, bueno, a Sloane Emily, que abandone
la competición. No puedo creer que esté diciendo todo esto en voz alta. Y
no puedo creer que me haya dado la salida perfecta para ser una
patinadora semiterrible todo el verano. Ni siquiera dudo.
—Trato hecho —digo. Extiendo la mano para estrechársela, pero
ella me mueve los dedos.
—Manicura —explica, guiña un ojo y sale de la habitación.
13
Traducido por Jasiel Odair
Corregido por Karool Shaw

Sloane Emily
Me inclino hacia el espejo para comprobar que me he cepillado bien
los dientes. Mientras compruebo el lugar de la muela del juicio, siento un
golpe por detrás. Me inclino hacia delante y me golpeo la frente contra el
espejo.
—¡Ay! —me quejo. Me vuelvo para ver a Melody haciendo cola en el 109
fregadero junto a mí. Lleva toda la semana chocando “accidentalmente”
conmigo. Tengo los dos hombros magullados y doloridos porque, cada vez
que veo a Melody en cualquier sitio (en el hielo, el pasillo, la cafetería
durante las comidas), se dirige directamente hacia mí, golpeándome el
hombro y haciéndome perder el equilibrio. Gracias a sus ataques se me
han caído un par de patines, un puñado de discos y tres botellas de zumo
de arándanos—. ¿Te importa?
—Oh, lo siento mucho —se burla—. Siempre pareces estar en mi
camino.
Ésta también ha sido su excusa en el hielo, incluso cuando estoy
en su equipo. Al principio pensé que me odiaba porque era una novata,
pero es peor que eso.
Si Cameron hubiera sido capaz de contener sus bromas sobre
Melody y sus bienes congelados. Pero no. Dos días después de la alarma
de incendios, Melody se acercó por detrás de Cameron haciendo una
broma del tipo “Hace un poco de frío aquí, ¿verdad?”, y las cosas han ido
mal desde entonces.
Me enjuago y escupo, sin llegar a escupirle encima, y vuelvo a mi
habitación. Por desgracia, mi cerebro está demasiado inquieto para
dormir. Saco mi teléfono. Como mi itinerancia internacional de datos está
desactivada durante el verano, no puedo navegar por Facebook ni jugar
hasta altas horas de la noche a Words with Friends. Lo único que puedo
hacer es leer mis mensajes antiguos. Algunos de mamá preguntándome
cómo van las cosas, todos respondidos con un “bien” o “genial”. Hay uno
de James diciéndome que Haití es increíble y que ya está planeando
volver durante las vacaciones de primavera del año que viene. Casi me
hubiera gustado estar en casa para ver la cara de papá cuando James se
lo dijo.
Y luego está el más reciente, de Sloane Devon, diciéndome que
llame a mi padre. Ya han pasado dos días, pero no me atrevo a llamarlo
de nuevo. Me preocupa lo que dirá, o lo que no dirá. No he decidido si
quiero que saque el tema, que se disculpe o que haga como si no hubiera
pasado nada. En general, no quiero pensar en ello en absoluto, así que
he estado evitando la llamada.
Tumbada en mi cama gemela extralarga, magullada y dolorida por
todas partes, con el sonido de un retrete silbando al otro lado de la pared
y la lista de miserias de mi vida rondando por mi cabeza, me doy cuenta
de que me siento igual de atrapada que cuando estaba en Washington,
entrenando para los nacionales junior y esperando contra toda esperanza
que me rompiera el tobillo. Es la misma sensación de la que intentaba
escapar cuando miré a Sloane Devon a los ojos en el hotel y le pedí que
intercambiáramos nuestras vidas durante el verano. Vine aquí para
escapar de eso. Vine aquí para ser otra persona.
Necesito un plan. 110
Cuando mi alarma suena a las siete, eso es exactamente lo que
tengo. Un plan. Para Melody, al menos. En la cola del desayuno me
preparo un plato con beicon, huevos, tostadas de trigo y un tazón de
avena. Voy a necesitar mucha energía.
Veo a Cameron en nuestra mesa habitual del fondo y me abro paso
entre la multitud. Sus rastas rubias están recogidas en un nudo sobre la
cabeza y lleva su sudadera con cremallera Lululemon azul empolvado
favorita. Dejo caer la bandeja y me acomodo en mi asiento.
Cameron mira mi plato mientras saborea su desayuno favorito, una
rosquilla de sésamo con salmón y alcaparras, un clásico de Montreal.
—¿Piensas caminar por Toronto con eso?
—Hoy es el día —le digo.
—¿Por fin vas a vengarte?
—No he estado holgazaneando exactamente —replico.
Se encoge de hombros. —No vas a durar mucho con ese armatoste
buscándote. Tienes que dar un paso adelante y hacer algo al respecto.
Echo el azúcar moreno en la avena y le doy un buen bocado. Me
tomo un tiempo para tragar y repaso mi historia una vez más.
—Sabes que no soy una gran jugador física, ¿verdad? Quiero decir,
yo no soy una buena defensora, y en realidad no voy por los puntos.
—Claro, supongo —dice Cameron. Solo hemos tenido un par de
simulacros de juego, pero parece que mi técnica de ocultación ha
funcionado, y en este caso funcionará a mi favor.
—Bueno, vine aquí a trabajar en mi agresión. Ya sabes, intensificar
mi juego —le digo. Levanto mis ojos del plato. Cameron está jugando con
el suyo, y ella parece curiosa pero no sospecha—. Necesito tu ayuda.
—Claro —responde. Se mete el último bocado de rosquilla en la
boca y mastica con fuerza—. La agresión no es un problema para mí.
Es cierto. En dos días, he visto a la adorable, dulce y pretenciosa
Cameron derribar a suficientes patinadores como para formar un equipo
entero. Es como una pequeña bola de demolición humana, y los equipos
contrarios se desmoronan a su alrededor. Incluso derribó a Melody
durante un ejercicio defensivo ayer por la tarde.
—Tenemos nuestro primer partido de práctica esta mañana —le
digo. Lo he estado temiendo desde la primera vez que vi el calendario.
Conozco las reglas del hockey. Técnicamente sé patinar sobre hielo y me
he desenvuelto bien en los ejercicios. Pero enfrentarme a un grupo de
chicas que han jugado desde que podían andar, una de las cuales es del
tamaño del gigante verde y me odia, es posiblemente peor que enseñar
una teta en la televisión nacional en mitad de mi largo programa—. Voy
a por ella, pero necesito que me ayudes. Ni siquiera me acercaré si me
111
está mirando.
—Tú eres la jefa, puré de manzana —dice Cameron. Me guiña un
ojo—. La distraeré para que puedas venir y aplastarla.
—Algo así —respondí. Me trago el último trozo seco de avena. Tardo
lo suyo en tragarla. Reproduzco en mi cabeza los vídeos de YouTube que
vi anoche en el portátil. Esta mañana he practicado con la cómoda hasta
que prácticamente le ha crecido una boca y ha pedido clemencia.
Todo lo que necesito ahora es no tener miedo.
Consigo mantener mi determinación durante toda la mañana
mientras me abro camino a tientas a través de los ejercicios y finalmente
llega el momento de la verdad. La entrenadora Hannah, una jugadora de
hockey de McGill y antigua campista de Elite que es una de nuestras
madres durante el verano, nos divide en dos equipos. Melody va de negro
y yo de blanco. No es difícil. La mayoría de mis compañeras barajan la
esperanza de acabar en el mismo equipo que Melody, así que es fácil
saltar a la línea de fuego del equipo blanco.
—Muy bien, señoritas. Durante las dos últimas semanas han
estado jugando en sus posiciones, intentando lucirse. Pero ya basta de
presumir. Hoy quiero verlas fuera de sus zonas de confort. Prueben
posiciones diferentes. Si normalmente juegan en ataque, prueben en
defensa. Y todas deberían turnarse en la portería. Hoy no tienen que
demostrar nada, solo divertirse —dice Hannah, y luego hace dos toques
rápidos con el silbato para indicar que tenemos que mover el culo.
Nos ponemos las camisetas de entrenamiento y salimos al hielo.
Me colocan en la defensa derecha, frente a Melody, que claramente ha
ignorado las instrucciones de Hannah de salir de su zona de confort. Vive
en la defensa. Es tan cómodo para ella como la camiseta extragrande tan
poco favorecedora con la que duerme. Cuando me ofrezco voluntaria para
vigilar a Melody, Amanda Gallatin se queda boquiabierta. Nadie vigila a
Melody, y desde luego nadie se ofrece voluntario para intentarlo.
—Solo estoy tratando algo nuevo —digo, e intento encogerme de
hombros. Parece un espasmo en el cuello. Trago saliva. Todavía siento el
último bocado de avena en la garganta, que me hace sentir que voy a
vomitar.
Pero tengo que hacerlo. Por mí. Por mi nueva yo.
—Muy bien, patinadoras, hagámoslo —dice Hannah, poniéndose la
camiseta a rayas por encima de la cabeza—. Jueguen limpio. Jueguen
con inteligencia. Muéstrenme lo que tienen.
Cameron se alinea en el centro del hielo contra Rosie Eastman, una
guapa morena de Michigan con dos largas coletas que le salen por debajo
del casco. Hannah levanta el disco, hace sonar el silbato y lo suelta. 112
Se desata el caos, o al menos eso me parece a mí. Hannah patina
hacia la banda, fuera de la línea de fuego, mientras Cameron y Rosie
batean el disco para intentar quitárselo. Cameron gana y el disco pasa a
otra jugadora blanca cuyo nombre no recuerdo. Cameron gana, y el disco
pasa a otra jugadora blanca cuyo nombre no recuerdo. En cuestión de
segundos, la jugadora blanca cae de culo y Melody sale en dirección
contraria. Esquiva a Cameron, que intenta robarle el disco, hace girar a
otra patinadora blanca y dispara. La luz parpadea, suena el timbre y el
marcador muestra el uno a cero.
—Si vas a ofrecerte voluntaria para defenderte de Melody, al menos
podrías intentarlo. —La jugadora blanca que fue arrasada por Melody
pasa patinando, con los ojos oscuros entrecerrados—. Que ella sea un
camión humano no te da carta blanca para quedarte ahí parada.
Ni siquiera puedo responder. El corazón me late con fuerza, todo
ha sucedido demasiado rápido. Sacudo la cabeza y vuelvo a intentar
tragarme el nudo que tengo en la garganta. Tengo que despertarme. He
venido a jugar. Voy a jugar.
Rosie y Cameron vuelven a estar en el centro del hielo. Hannah
tiene el disco. Suena el silbato, inicia el forcejeo, pero esta vez mantengo
mis ojos en Melody. Donde ella va, yo voy. Puede que no conozca muy
bien los entresijos del hockey, pero patino bastante bien. Y rápido. La
mayoría de la gente no se da cuenta de la velocidad que se necesita para
dar esos saltos. Así que cuando me esfuerzo un poco en patinar, no tengo
ningún problema en mantener el ritmo.
Me doy cuenta de que Melody está sorprendida. Hasta ahora solo
me había visto en ejercicios, nunca en un escenario de juego. No para de
cambiar de dirección, de dar volteretas a izquierda y derecha, de esprintar
y detenerse, con sus trenzas volando, y todo el tiempo estoy a su lado.
Cameron se acerca a la portería contraria. Pasa el disco a Jen, otra
jugadora blanca, que se prepara para el disparo. Melody va a por ella
inmediatamente, pero yo me contengo. Cuando Jen ve que Melody va a
por ella con toda su fuerza, le pasa el disco rápidamente a Cameron.
Melody se gira y va a por Cameron, colocándose perfectamente entre mi
amiga y las tablas. Este es mi momento, lo sé.
El corazón se me sale prácticamente de la camiseta. Patino tan
fuerte como puedo, con la cabeza gacha y los hombros por delante. Solo
necesito tres zancadas y estoy sobre ella. Está mirando a Cameron y al
disco, así que no me ve, con mi cadera y mi hombro apuntando justo a
su pecho.
El choque es alborotado. Suena como si mil Sloane se hubieran
llevado a un millón de Melody contra la pared. Ella gruñe con fuerza. Su
palo de hockey se estrella contra el hielo y cae de espaldas. Consigo
enderezarme y la rodeo. Levanta la vista y yo le sonrío como si hubiera
113
hecho un triple-triple mientras aún se ata los patines. Por la expresión
de su cara, la he pillado. Lo sé, y ella lo sabe.
—Buena defensa, Sloane —dice Hannah al otro lado del hielo—.
Salvaste el disparo de Cameron.
Ni siquiera me di cuenta de la luz intermitente o la bocina, pero sí
veo el marcador: uno a uno.
Melody coge su palo y se pone en pie. Ahora está por encima de mí.
Mira hacia abajo, con los ojos entrecerrados. Pero al cabo de un segundo,
su rostro se suaviza un poco, un poquito, de modo que solo yo puedo
verlo porque estamos cara a cara. Entonces asiente, casi
imperceptiblemente, y se aleja patinando.
Casi me meo encima.
El resto del partido transcurre sin demasiado dramatismo y
perdemos cuatro a dos. Pero no me importa. Melody jugó duro. Me
derriba un par de veces, pero solo cuando me interpongo en su camino.
No me estaba apuntando, ya no.
¿Y la mejor parte? Sobreviví a mi primer partido de hockey sin
parecer idiota. Claro, solo conseguí manejar el disco una vez (Cameron
me lo pasó y yo se lo pasé rápidamente a Jen), pero no hice ninguna
estupidez como tirar a portería equivocada o coger el disco e intentar
lanzarlo dentro.
El resto de la tarde transcurre entre ejercicios y conversaciones de
estrategia, y me encuentro prestando mucha atención. En lo alto de mi
propio milagro personal sobre el hielo, me pregunto qué podría pasar si
realmente intentara ser buena en esto. Quizá los deportes de equipo sean
lo mejor. Menos presión, menos juicios, y aquí nadie ha llorado todavía.
Cuando vuelvo a mi habitación después de cenar, estoy agotada.
Me doy la ducha más larga y caliente de mi vida. Me pongo un par de
cómodas sudaderas de Sloane Devon y una camiseta suave, lavada el
número justo de veces. Quizá esto de vestirse como un chico de trece
años tenga algo de cierto.
Luego me subo a la cama. Miro el móvil, pero no hay mensajes.
Todo lo que veo es el viejo mensaje de Sloane Devon al principio de la
lista, diciéndome que llame a papá lo antes posible.
Hoy he obrado un milagro. Tal vez es hora de otro.
Si algo he aprendido del silbido casi constante del inodoro, es que
estas paredes de bloques de hormigón con su interior hueco son
irritantemente finas. Me meto el móvil en el bolsillo de los pantalones de
chándal, me calzo unas chanclas y salgo de puntillas a la sala común.
—Lindo bloqueo. —Melody se encuentra sentada en la sala común.
Teniendo en cuenta que casi no me habla ni una palabra desde que nos 114
mudamos, no esperaba que dijera algo, y mucho menos un elogio.
—Gracias —le digo.
—Cuida tu culo —dice, pero hay un atisbo de sonrisa en su cara.
No parece precisamente amistosa, pero tampoco parece que se disponga
a hacerme la vida imposible. Oh, me va a pillar, pero creo que quizá solo
en el hielo. Y con eso puedo vivir. Al menos ahí abajo llevo protecciones
y casco.
La saludo con la cabeza y salgo al pasillo.
Me dirijo hacia el exterior y rodeo la parte trasera del edificio. No
quiero que nadie me oiga. Al comprobar que no hay nadie, me apoyo en
el portabicicletas y pulso el número de móvil de mi padre en el menú de
favoritos. Solo suena dos veces antes de que conteste.
—¿Sloane?
—Hola, papá.
—¿Cómo está el campamento? —Hay un poco de estática, o quizás
es el viento, pero su voz suena extraña, tal vez algo tensa.
—Oh, ya sabes, lo de siempre —le contesto, y tengo que detenerme
de casi reír de lo absurdo de la afirmación—. Un montón de patinaje.
—Me alegro de que te lo estés pasando bien —dice—. Parece que
también se te ha pasado el resfriado.
—¿Qué? —le digo.
—Tu resfriado. Hace dos días, cuando te llamé, estabas tosiendo
en el teléfono.
Oh, Dios mío. Sloane Devon debe haber hablado realmente con él.
—Oh, está bien —chillo—. ¡Se ha ido!
—Escucha, me alegro de que hayas llamado. He estado esperando
para hablar contigo.
—¿Qué pasa? —Hay un largo silencio en el otro extremo de la línea.
Le escucho aclararse la garganta un par de veces—. Papá, es tarde y estoy
cansada. Si no vas a hablar, me voy a la cama.
Me escandalizo un poco con la afirmación. Nunca le había hablado
tan claro a ninguno de mis padres. Puede que esté realmente agotada, o
puede que solo esté drogada por mi victoria en el hielo. Sea lo que sea, es
obvio que a mi padre también le choca.
—No me gusta tu tono, Sloane —me dice. Ahora es cortante y
enfadado, como cuando la prensa lo interroga sobre algo de lo que no
quiere hablar.
—Ya somos dos, papá —le replico—. Sé que es un año electoral.
Voy a ser una buena hija. No tienes que preocuparte por mí. Sé que estás 115
ocupado con todo lo demás de lo que tienes que preocuparte.
Le oigo respirar con dificultad. Balbucea durante unos segundos.
—Eso está fuera de lugar —dice—. Completamente inapropiado.
—Te veré en Washington —digo y pulso el botón rojo de Finalizar
llamada. Agarro el teléfono con fuerza. El corazón me late tan deprisa que
solo quiero lanzar el teléfono tan fuerte y tan lejos como pueda. El
impulso es tan fuerte que levanto el brazo por encima de la cabeza,
apuntando al aparcamiento de al lado.
—¿Interrumpo algo?
Me doy vuelta y veo a Matt, con las llaves del candado de su bici en
la mano. Lleva una sudadera negra con cremallera sobre unos vaqueros
holgados y desgastados, y tiene el pelo mojado y enroscado alrededor de
la mandíbula, recién salido de la ducha. Dios mío, está tan bueno. Dios
mío, basta. Dios mío, ¿cuánto tiempo lleva ahí?
—Una mala llamada —respondo. Más. Necesito más. Piensa—. Solo
una amiga que tiene problemas de chicos.
Parece que se lo cree, por suerte. Estaría frita si escuchara algo
sobre Washington, o peor, sobre la campaña. Me digo a mí misma que
tenga más cuidado la próxima vez. Pero no habrá una próxima vez. No
pienso volver a llamar a mi padre este verano. Suelto el teléfono y vuelvo
a meterlo en el bolsillo.
Me lanza una media sonrisa patentada de Matt O'Neill y se encoge
de hombros. —Chicos —dice—. Nada más que problemas.
—Tú sabrás —respondo, antes de que pueda detenerme.
Su sonrisa vacila. —Escucha, no estoy seguro de lo que has oído
hablar de mí…
Lo interrumpo. —No he escuchado nada.
—Creo que sí escuchaste algo —dice. Se acerca y percibo su olor:
menta, trébol y algo ahumado. Intento no tambalearme—. Sé que tengo
cierta reputación, pero no quiero que pienses…
—¿Es cierto? —Lo vuelvo a interrumpir.
—¿Qué es cierto?
—¿La historia de la chica y el armario del conserje? —Veo cómo el
reconocimiento le recorre la cara en oleadas, primero de asombro, luego
de enfado y después de otra cosa. ¿Vergüenza? ¿Arrepentimiento? No
puedo distinguirlo en la penumbra.
—Sí, es verdad —dice. Abre la boca para continuar, pero lo detengo.
—Eso es todo lo que necesito saber —le digo. Vuelvo al dormitorio.
Le oigo llamarme desde el portabicicletas. 116
—Sloane, espera, déjame explicarte —dice, pero no necesito una
explicación.
Ni de él. Ni mucho menos de mi papá.
14
Traducido por Jasiel Odair
Corregido por Marie.Ang

Sloane Devon
Las parejas apestan.
Tenía la impresión de que sería la mitad de difícil. Pensaba que mi
incompetencia destacaría la mitad. Pero resulta que pares apesta dos
veces. Apesta el doble.
Aunque vamos a ser compañeros de exhibición, en clase Andy está
117
en el grupo de los buenos, mientras que yo estoy en el grupo de los malos.
Y en la mayoría de las clases me emparejan con Roman Andrews, un
larguirucho rubio con cara de pizza de Kansas cuyo traje del programa
largo es una réplica exacta del uniforme del capitán Kirk. Empezó a sudar
en cuanto nuestros nombres aparecieron juntos en las listas de
entrenamiento.
Luego están nuestros entrenadores, Katinka y Sergei Bolosovic, ex
campeones nacionales rusos convertidos en dúo de marido y mujer.
Sergei no habla mucho inglés, así que su entrenamiento se reduce sobre
todo a levantar las cejas, gruñir y poner los ojos en blanco. Katinka hace
todo lo posible por apoyarle, pero todos los consejos que le da parecen
sacados directamente de la Guerra Fría.
Sé patinar y hacer piruetas, y he estado practicando todos esos
movimientos con los brazos en mi habitación cuando Ivy no está para
mirarme mal. ¿Pero cuando se trata de dejar que alguien me levante por
encima de su cabeza? Eso no se me da tan bien. Me cuesta depositar mi
confianza en un par de brazos que tienen más o menos la misma
densidad que un trozo de linguini cocido.
—¡Sloane! ¡Tienes que hacer la elevación! —Katinka patina sobre el
centro de hielo, donde estoy completamente de culo, mis piernas hacia
delante en forma de V. Roman se eleva sobre mí, suspirando.
—Sigues diciendo eso, pero todavía no sé lo que significa. —Lo digo
en voz baja, pero Katinka me oye.
—Sé que es la primera vez que lo haces con pareja. No es fácil, lo
sé. Pero debes intentarlo. —Me ofrece un octavo de sonrisa, que en Rusia
es prácticamente un abrazo—. Cuando Roman te eleva, debes elevarte.
Respira con la elevación, ¿sí?
—Sí —respondo. Me pongo de pie sobre los patines y giro, cara a
cara con Roman. Mirando sus brazos larguiruchos y caderas estrechas,
pienso que el problema de elevación puede que no sea solo conmigo.
—Roman, elevación. —Katinka asiente y cruza los brazos detrás de
su espalda. Me sentiría más cómoda si fuera ella quien se preparara para
atraparme, porque parece que lo último que Roman levantó por encima
de su cabeza fue su figura de acción de Han Solo mientras la colocaba
encima de su cama. No es ninguna broma, el chico trajo sus muñecos al
campamento de verano.
—Haré lo que pueda —dice Roman, con otro suspiro colosal.
Katinka cuenta, y Roman y yo nos colocamos al lado del otro. El
movimiento, que tres parejas antes que nosotros lograron sin incidentes,
requiere que yo retroceda una zancada. Entonces Roman me toma la
mano derecha, tira de mí hacia él, me rodea la cintura con las manos y 118
aprovecha el impulso para levantarme. Es una “elevación elemental”,
como dice Katinka, porque Roman usa las dos manos y yo no estoy boca
abajo, gracias a Dios. Ni siquiera se supone que me levante mucho
tiempo. Se supone que es una elevación fluida, mis brazos artísticamente
sobre mi cabeza. Después, se supone que me deposita con gracia de
nuevo sobre el hielo.
Hasta ahora me ha depositado sobre mi trasero. Tres veces.
Muchas gracias, Roman.
A la velocidad requerida, me dejo caer hacia atrás. Roman me
agarra la mano con su palma sudorosa y tira de mí. Sus manos rodean
mi cintura. Inspiro y trato de ir con el ascensor, como dice Katinka, pero
cuando siento que mis patines abandonan el suelo, oigo a Roman soltar
un gruñido como no he oído fuera de un partido de tenis de Wimbledon.
No me inspira confianza. Así que hago lo que me sale natural. Intento
agarrarme. Me agarro a sus manos, que me sujetan la cintura con tanta
fuerza que creo que sus huesudos deditos van a dejarme moratones.
Siento que sus brazos se doblan, que se suelta.
Grito y me agito, como si intentara alzarme de nuevo en el aire,
como si me cayera de un viaje a caballito. Esto hace que Roman se suelte.
Y vuelvo a caer. Balanceo las piernas para bajarlas antes que mi trasero,
pero no es el hielo con lo que hacen contacto. Es Roman, o, para ser más
exactos, la ingle de Roman.
El impacto es tan fuerte que me duele la rodilla. Katinka gime, los
demás patinadores jadean y creo oír a Sergei decir “Dios mío”.
La única persona que no hace ruido es Roman. Está de rodillas,
doblado, mirando algún punto invisible en el hielo, con la cara cada vez
más roja. Parece una olla a presión a punto de estallar con el chorro más
largo y ruidoso de blasfemias.
—Roman, lo siento mucho —le digo. A pesar de que fue su culpa
más que nada. Intenté la elevación. ¿Qué intentó él?
Alza la vista y centra su mirada enojada en mí. Sus ojitos redondos
y brillantes se estrechan. —Tú —apunta finalmente—. Tú eres la peor
pareja. Nadie podría ser tu pareja. ¡Nadie!
Sergei y Katinkase se acercan rápidamente a él. Sergei ayuda a
Roman con sus patines y empieza a sacarlo del hielo. Pero antes de irse,
él mira por encima del hombro y grita: —¡Nadie!
Cielos. ¿Muy reina del drama, Roman?
—Creo que necesito una nueva pareja —le digo a Katinka, que me
ofrece lo que creo que es un asentimiento simpático. Es eso o considera
enviarme a un campo de concentración ruso.
—Vamos a encontrar a alguien más... sustancial —responde. 119
—Sí, está bien —acepto—. ¿Preferiblemente alguien que pueda al
menos levantar el equivalente a mi peso?
—Los músculos no son el problema. Necesitas un compañero que
te controle, porque no confías. Debes confiar —dice Katinka.
Al otro lado del hielo, los otros tres patinadores varones parecen
casi encogerse detrás de sus parejas. Sus lenguajes corporales gritan: ¡Yo
no! ¡Por favor Dios, yo no!
—¿Tal vez Andy podría unirse a este grupo? —Le pongo a Katinka
mi cara más patética, con la esperanza de que se apiade de mí—. Creo
que podríamos hacer buena pareja.
—Andy es muy buen patinador. —Me mira con dureza, como si
intentara determinar si voy a hundirlo conmigo. Ese octavo de sonrisa
reaparece, una ceja arqueada—. Sí, creo que tienes razón. Mañana nos
vemos durante el tiempo libre. Necesitan trabajar. —Espero que quiera
decir “necesitan entrenar” pero creo que se refiere a que necesito una
seria renovación patinadora. A solo dos semanas de la exhibición final,
estoy segura de que tiene razón.
Al menos Ivy estará feliz. No voy a serle competencia (ni a su
spandex), aquí. Será el cuento de Cenicienta del verano si consigo no
mutilar a mi compañero.
Después del entrenamiento me tumbo en la cama, boca arriba, con
los brazos y las piernas extendidos a mi alrededor. Resulta que caer de
culo una y otra vez es bastante agotador. Cuando acepté el intercambio,
pensé que le daría a mi cuerpo un poco de descanso de la guerra corporal
que es el hockey. Supuse que mi rodilla podría incluso tener un poco de
tiempo para curarse durante estas cuatro semanas. Error, error, doble
error.
Oigo un solo de batería procedente del interior del armario: mi tono
de llamada. Me quejo y pienso que mi teléfono podría estar en Filadelfia.
Es imposible que me levante y vaya hasta allí.
¿Quién podría estar llamándome? Papá no se ha molestado en
ponerse en contacto conmigo desde que me fui, así que yo tampoco me
he molestado en llamarle.
Mamá siempre me obligaba a llamarla y decirle dónde estaba. Esa
era la regla. A cambio de no tener nunca un verdadero toque de queda,
tenía que aceptar llamarla cada vez que “cambiara de sitio”, como ella
decía. Incluso en su peor momento, siempre contestaba al teléfono
cuando la llamaba y siempre lo esperaba. Pero desde que se fue, no he
hablado con ella en absoluto. Nada de teléfonos en los primeros treinta
días. Son las normas.
Los tambores alcanzan un tono febril y sé que la llamada pronto
irá al buzón de voz. ¿Y si es papá? ¿Y si es una emergencia?
120
El solo de batería vuelve a empezar y ahora sé que solo me quedan
unos segundos.
—Oh, demonios —murmuro, y salto de la cama con la última pizca
de energía que me queda. Abro de golpe la puerta del armario, me meto
la mano en el bolsillo, saco el teléfono y pulso el botón de respuesta sin
ni siquiera comprobar el número—. ¿Hola?
—¿Sloane? —No es mi padre, aunque es sin duda la voz de un
hombre.
—¿Quién habla?
—Nando.
Me toma cinco segundos antes de que todo encaje. Nando, por
supuesto. Nando, con sus ojos oscuros, ese contoneo seguro pero no
arrogante, sus labios cerca de los míos y…
—¡Oh, Nando! ¡Hola! ¿Cómo estás? —Sale un poco más entusiasta
de lo que esperaba. Me gustaría poder tragarme las palabras. Sueno como
una bienvenida en Walmart.
—Estoy muy bien—dice. Oigo la sonrisa en su voz profunda—. Solo
quería ver si podías escapar. Nada de hockey esta vez. Tal vez comida.
¿Podemos pasar el rato?
—Eso suena bien —le respondo. Me dejo caer en la cama, con el
teléfono apretado contra mi oído, cansada y emocionada a partes iguales.
Nando. Semental, dulce y asombroso Nando. Esto compensa totalmente
mi horrible rutina en la práctica de hoy.
Pero luego recuerdo que antes de que finalmente abandonara la
pista avergonzada, Katinka me dijo que si no empezaba a mejorar, me
programaría sesiones nocturnas en el hielo. Se me cae el estómago.
Katinka no lo dijo, pero estoy casi segura de que esto es el equivalente a
dar clases particulares después de la escuela para el niño que no puede
aprobar el examen de álgebra. No me importa si el patinaje artístico no
es lo mío, no puedo hacer otra actuación como la de hoy. Nadie va a creer
que soy Sloane Emily si paso el noventa por ciento de mi tiempo boca
abajo. Y peor que eso, seré una perdedora. Seré la peor. Estaré en el
último peldaño, si ya no lo estoy; probablemente ya se ha difundido la
noticia de mi ataque a Roman. No puedo soportar eso.
Si voy a pasar este verano sin humillarme por completo, no puedo
pasar las noches con Nando, incluso si tiene un tiro genial.
—¿Puedo recogerte en una hora?
—Lo siento —digo—. Esto suena muy bien, pero no puedo. —Puedo
sentir la emoción desvaneciéndose, el agotamiento tomando el control—.
Estoy retrasada en todo. Tengo que concentrarme.
—¿Estás retrasada? Por lo que vi el otro día en el partido no lo 121
parecía —dice. Ah, claro, se supone que debo estar en una cancha de
hockey. Mierda.
—Pues recuerdas cómo era —explico—. ¿Antes de que te recluten?
Es mucha presión.
—Sí, lo recuerdo. —Algo cambia en su voz—. Escucha, tal vez en
otro momento. Tienes que relajarte de vez en cuando, o créeme, la presión
te afectará.
—Totalmente —concuerdo—. Te llamaré pronto, ¿sí?
—Suena bien —responde—. Buenas noches, Sloane.
Cuelgo, me doy la vuelta y arrojo mi teléfono debajo de la cama.
Siento una punzada en el hombro ante el movimiento. Entierro mi cara
en las sábanas y gimo. Pero sé lo que tengo que hacer. Si puedo ponerme
manos a la obra para el viernes, tal vez Katinka me deje salir de mi
detención, es decir, entrenamiento adicional.
Me lleva quince minutos atarme las zapatillas. Así de cansada
estoy. Me lleva otros diez bajar las escaleras y llegar al ala este del edificio,
donde están todos los estudios de práctica. Cuando llego allí, siento que
se me renueva la energía. Elijo un estudio al final del pasillo, con la
esperanza de que sea el último al que entre alguien.
La habitación tiene aproximadamente el tamaño de un dormitorio
principal. Las paredes delantera y trasera están reflejadas una contra la
otra. Hay un escritorio en la esquina con una computadora y un equipo
de sonido completo. Abro YouTube y entro en algunos videos instructivos
que me mostró Sloane. Los presenta una sonriente Nancy Kerrigan con
flamantes mallas negras y un polar ajustado, deslizándose sin esfuerzo
sobre el hielo haciendo demostraciones de salchows y giros paralelos.
Presiono Reproducir, luego doy un paso atrás y hago los movimientos
junto con ella en mis zapatillas. Y cuando termina el vídeo, lo hago de
nuevo.
A medida que avanzo por una serie de videos de coreografía, me
pongo a pensar en esas frescas noches de otoño en casa en nuestro patio
trasero. De acuerdo, “patio trasero” podría ser una descripción caritativa
de los seis metros cuadrados de hormigón roto que componen nuestro
patio cercado. Pero era mi propio pequeño cuarto de práctica bajo la luna.
Sacaba un disco y mi palo ahí, y practicaba tiros una y otra vez contra la
pared de ladrillos hasta que mi vecina, la señora Fernández, asomaba su
cabeza cubierta con ruleros por la ventana del piso de arriba de al lado y
me rogaba que parara. Cuando terminaba, mamá estaba “dormida” en el
sofá, con el resplandor de alguna película en su cara y una copa de vino
vacía en el suelo junto a ella. Cuando era más joven, la despertaba y la
ayudaba a subir las escaleras para ir a la cama, pero en los últimos años
simplemente la dejé allí. Cada vez era más difícil despertarla.
En la pantalla brillante de la sala de práctica, Kristi Yamaguchi
salta y gira sobre el hielo con un vestido negro y dorado en los Juegos
122
Olímpicos del noventa y dos. Ella se eleva para realizar un salto con las
piernas extendidas. La multitud ruge y dejo caer los brazos. Me quedo
ahí, observándola mientras ella pasa a la sección lenta. El comentarista
habla de cómo, si logra realizar este único salto, seguramente ganará la
medalla de oro.
Ella patina hacia atrás, preparándose para el salto, y contengo la
respiración. Sube, se tambalea y cae del salto. Su mano cae sobre el hielo.
Vuelve a ponerse de pie y termina su presentación; con una sonrisa
casi convincente en su rostro. Dejo escapar un largo suspiro. El nombre
más importante en el patinaje artístico se cayó delante de millones de
espectadores.
Luego se levantó y terminó. Y obtuvo una medalla de oro.
Quizás yo también debería levantarme.
15
Traducido por Julie
Corregido por Elle

Sloane Emily
Mis uñas son un desastre.
Y no son solo mis uñas. Mis cutículas están desiguales, hay callos
formándose en mis manos, y la manicura francesa que me hice en mi
salón favorito en Arlington antes de irme, está en seis tonos de gris. Es
todo por tener las manos metidas en los guantes sucios de Sloane Devon 123
durante cinco horas al día. No sé cuándo fue la última vez que limpió
esas cosas, pero a juzgar por el olor, diría que fue en la época en que
Justin Timberlake seguía sacando álbumes.
Por suerte hoy me he propuesto a hacer algo al respecto. Usé mi
laptop para buscar un salón con una manicura perfecta y encontré uno
en la Rue St. Denis a solo unas cuadras de distancia.
Hoy es nuestra mañana libre de entrenamiento. Es un momento en
el que podemos mejorar cualquier rigidez o dolor en los músculos o
practicar algo nuevo que hayamos aprendido en clase. Tengo la intención
de arreglar mis cutículas, muchas gracias.
Recojo mi teléfono, las llaves, y el bolso y me dirijo hacia la puerta.
A mitad de camino por el pasillo, me doy cuenta de que probablemente
debería preguntarle a Cameron si quiere venir. Me doy la vuelta y camino
por el pasillo, pasando mi habitación y hacia el cuarto de baño. Cameron
tiene una habitación al otro lado del baño, pero la suya es individual, es
decir, tiene su propia sala de estar y Melody no.
Llamo a la pesada puerta de madera.
—¡Ya voy!
La puerta se abre y Cameron está ahí, solo que en lugar de uno de
sus conjuntos adorables, tiene un par de pantalones de yoga, una
camiseta de tirantes y un jersey rojo de la práctica.
—¿En serio estás haciendo los deberes? —Le echo un vistazo a su
conjunto.
—¿Y tú no? —Mira los vaqueros molestos de Sloane Devon que he
enrollado hasta que están razonablemente cerca a ser un capri moderno,
y una camiseta roja de hockey de Jefferson High. Le corté un poco el
cuello de modo que cuelgue por un hombro. Estoy segura de que a ella
no le importará, probablemente le dan estas cosas como si fueran
caramelos.
—Uh, no —le digo. Le extiendo mis manos—. Pensaba que era
momento para una manicura y pensé que quizás te gustaría unirte a mí.
—Sloane, ¿no viste el anuncio?
—¿Cuál?
Toma mi mano y me arrastra por el pasillo hasta el ascensor y
apunta a un volante amarillo fluorescente pegado en el tablero de corcho
junto a los botones de subir y bajar.

Los reclutadores de la Universidad de Boston estarán hoy en el campus.


Pista de hielo abierta - 10 a 14 hs.
Registrarse en la oficina para una entrevista
124

—El equipo de reclutadores del equipo femenino está aquí. ¿Cómo


es no lo sabes?
Uh, probablemente porque me pasé la mañana escondida en mi
habitación dejando que un acondicionador profundo hiciera su magia en
mi cabello.
Sin embargo, la realidad me golpea duro. ¿Un reclutador? ¿Aquí?
Oh, mierda.
—Mañana haremos la manicura —dice. Me lleva de nuevo por el
pasillo y se detiene frente a mi puerta—. Hay un hueco en el horario justo
después de comer, podemos ir y estar de regreso antes de que alguien se
dé cuenta de que nos hemos ido. Hay un lugar cercano que tiene los
mejores productos orgánicos, y tus uñas han estado luciendo seriamente
destrozadas. ¿Pero ahora? Patinamos. Ve a cambiarte. Voy a terminar de
prepararme y nos vemos aquí en diez.
Tan pronto como la puerta se cierra, me vuelvo sobre mis talones
y me dirijo a mi habitación. En el interior, saco mi teléfono y garabateo
un mensaje a Sloane. Espero que no esté en clase o algo así, porque
necesito consejos importantes. Ya mismo.
¡Los reclutadores están aquí! ¿Qué hago?
Tarda aproximadamente cero punto dos segundos para que mi
teléfono zumbe con una respuesta. Solo hay una palabra en la pequeña
burbuja azul de la pantalla.
Escóndete.
Agarro un bolso, meto mi teléfono y la cartera en el interior, y luego
corro hacia el ascensor. Tengo que salir de aquí antes de que vea al
entrenador, o peor, a un reclutador. Una cosa es mentir al equipo, otra
es posiblemente poner en peligro todo el futuro de Sloane Devon. En un
momento ella mencionó que necesitaba una beca de hockey para la
universidad, y no quiero ser responsable de arruinar eso. Si alguien
después me pregunta dónde me encontraba, solo voy a protestar que
nunca vi el aviso. Extiendo el brazo y arrebato la planilla de anuncios
para asegurarme.
Ya está. Negación verosímil.
Las puertas del ascensor se abren y presiono el botón del vestíbulo.
El ascensor se desliza hacia abajo por el hueco y las puertas se abren.
Doy un paso hacia el vestíbulo y veo a la entrenadora Amber entrar por
la puerta con un hombre alto y delgado con un polo rojo y las palabras
Universidad de Boston están cosidas en blanco a través del corazón.
Oh Dios. El reclutador. Amber me ve y empieza a hacerme señas, 125
pero rápidamente evito su mirada y pretendo no darme cuenta. Salto
hacia atrás en el ascensor y presiono el botón para el sótano. Puedo
escabullirme por la parte trasera.
Las puertas del ascensor se abren de nuevo y doy un paso de
gigante sobre las baldosas de linóleo. Diez pasos más hasta el otro lado
de la habitación y voy a estaré fuera y a salvo.
—¡Sloane!
Mierda. Matt.
No es solo Matt, es todo el equipo avanzado. Están amontonados
en sofás y sillas, y los que se quedaron sin asientos se acomodaron en el
suelo. Según lo que se puede ver, son chicos gigantes y sudorosos. Están
viendo un juego viejo que parece ser de los Juegos Olímpicos.
—Oh, ¡hola, Matt! —le digo, tratando de no variar el paso—. Estaba
por salir.
—¡Ven a ver el vídeo con nosotros! —dice.
Once cabezas se vuelven a girar a la pantalla. Matt salta de su lugar
en el sofá y trota hacia mí. Mete las manos en los bolsillos y se aparta el
flequillo de los ojos. Me doy cuenta de que luce nervioso.
—Oye, lo de anoche... Solo quiero que seamos amigos, ¿vale?
Me parece un extraño cambio de táctica, pero estoy ansiosa por
salir de aquí.
—Bien —le digo—. Eso está bien. Amigos.
—Impresionante —dice con una amplia sonrisa—. Así que pensé
que podríamos ir a comer algo. Como amigos.
Si digo que no, solo va a tratar de convencerme. Y tengo que salir
de aquí.
—Sí, claro —le digo rápidamente.
—Genial —dice. Se acerca y ajusta la correa de mi bolso, que está
a punto de caerse de mi hombro—. ¿Nos vemos en el vestíbulo, a las dos?
Ven con hambre.
—Eso suena perfecto —le digo—. Regreso en un rato.
Me dirijo a la puerta, tratando de procesar el hecho de que acabo
de acordar pasar tiempo con el playboy de la Elite. Por lo menos
encontrarme con Matt a las dos significa que puedo desaparecer durante
todo el tiempo en que la pista de hielo estará abierta y luego regresar
justo cuando el reclutador se vaya. Es perfecto.
Empujo la puerta de atrás, saliendo justo frente al aparcabicicletas.
Doy zancadas hasta el pequeño camino de piedra que conduce a la calle
y comienzo a respirar con tranquilidad. Lo logré.
—Sloane. —La entrenadora Hannah. Se acerca a mí desde la parte 126
delantera del edificio—. Me alegro de haberte encontrado. No vi tu nombre
en la lista de entrevistas, y pensé que, ya que vas a comenzar tu último
año, sin duda alguna no querrías perderte la oportunidad de hablar con
el reclutador.
—Así es. —¡Maldición, maldición, maldición!—. Tenía la intención
de inscribirme. Solamente quería ir a hacer un recado muy rápido. Puedo
hacerlo cuando regrese.
—Bueno, su agenda se está llenando rápidamente. La mayoría de
los puestos posteriores están tomados. Pero vi la lista y tiene una vacante
en estos momentos. ¿Quieres aprovecharlo?
—Oh, uh, genial, bien... —Trato de pensar en una excusa, pero
teniendo en cuenta la expresión severa de la entrenadora Hannah, sé
que, si me niego, se dará cuenta de que algo está pasando. Tomo una
respiración profunda—. ¡Vamos, entonces!
—¡Genial! —dice—. Está abajo, en la pista. Me dirigía allí. Puedo
acompañarte.
La sigo por la acera a la pista de al lado, sintiendo como si me
dirigiera a mi ejecución. Ella parlotea sobre conocer al reclutador McGill
por primera vez, todas las visitas que hizo ella y lo difícil que fue decidir
qué escuela elegir. La oigo decir algo sobre “el Harvard de Canadá”, pero
apenas estoy escuchando.
Claro, desde el otro lado de una habitación podrías confundirnos a
Sloane Devon y a mí, pero si este reclutador quiere llevar a cabo algún
tipo de entrevista, va a recordar mi cara. Y entonces, va a recordar
que no es la misma cara de la chica que podría aparecer en el campus en
un año.
Y si me conoce y me odia, Sloane Devon no va a hacer una visita
en lo absoluto, porque no irá a la universidad de allí. De cualquier
manera, yo pierdo, y ella pierde.
Hannah me conduce a la puerta principal y bajamos las escaleras.
—Ahí está él. —Señala a través de las gradas hacia el otro lado del hielo,
donde el reclutador está sentado junto a la entrenadora Amber. Están
hablando, y Amber apunta a una patinadora sobre el hielo que está
haciendo disparo tras disparo. Es Melody.
—¡Puedo ir sola! —chillo prácticamente. Tengo que formular un
plan entre aquí y allá, y si ese plan consiste en correr por mi vida, no
quiero que Hannah esté a mi lado para retenerme. Ella me echa una
mirada extraña, pero solo asiente y vuelve a dirigirse hacia el vestuario.
Piensa, piensa. Tengo probablemente tres minutos antes de estar
frente al reclutador. Tres minutos para averiguar qué demonios voy a
hacer. Llego al final de las escaleras y me vuelvo para serpentear por el
extremo de la pista (seguro, es tres veces más largo, pero esto me da más
127
tiempo para pensar). Estoy apenas llegando al nivel de hielo cuando me
tropiezo con algo grande que traquetea bajo mis pies. Es un casco de
hockey con una mascarilla de alambre. No me va a ocultar del todo la
cara, pero es mejor que nada.
Lo agarro y lo aprieto en mi cabeza. Está apretado, pero se ajusta,
y solo huele un poco a pescado muerto.
Subo las escaleras, y en cuestión de segundos estoy máscara a cara
con la entrenadora Amber y el reclutador.
Ella me mira como diciendo: “¿Quién te dejó salir del manicomio?”,
pero simplemente me presenta a Joe Rutherford, representante del
equipo de hockey sobre hielo de la Universidad de Boston.
—Encantada de conocerlo —le digo, estrechándole la mano.
—Bonito casco —dice él.
—Oh, gracias —digo, y río como si siempre estuviera deambulando
en pantalones vaqueros y una mascarilla—. Pensaba en conseguir uno
como este, pero tenía muchas ganas de probar si encajaba, ¿sabe? Tengo
que proteger al viejo cerebro. Así que lo llevo para todos lados. ¡La
seguridad ante todo!
Digo esto como si tuviera todo el sentido del mundo, y el señor
Rutherford solo se ríe. Se ríe. Como si todo esto fuera peculiar, pero
normal.
—Sloane, leí tu expediente. Vienes altamente recomendada por el
entrenador Butler. Él y yo somos viejos amigos, ya sabes.
—¿Ah, sí? —El nombre me suena. Creo que es el entrenador de
Sloane Devon allá en su casa, pero no puedo estar segura. Es mejor
mantener la vaguedad.
—He oído que eres una importante amenaza ofensiva. Tienes un
castañazo como nunca ha visto.
—Bueno, me siento halagada —le digo.
—¿También he oído que tienes algunos problemas de ira?
—Yo, uh…
Amber interrumpe. —No hemos visto eso lo más mínimo —dice
ella—. Sloane ha sido una gran jugadora de equipo. Nunca ha acaparado
el disco y siempre felicita a sus compañeras de equipo.
Es cierto. No acaparo el disco, sobre todo porque estoy haciendo mi
mejor esfuerzo para evitar siquiera tocarlo. Y la alabanza constante de
mis compañeros de equipo ayuda a desviar la atención de mi propio
juego. Pero puedo ver que el señor Rutherford aún me mira, esperando
una explicación, y tengo que darle una para que piense que Sloane Devon
no es un caso perdido o una psicópata en el hielo. Tengo que calmarlo. 128
Por ella.
—Siempre he jugado duro, y ha habido veces en el pasado donde
mi pasión ha sacado lo mejor de mí —le digo—, pero han sido momentos
de aprendizaje para mí. Diría que he aprendido a convertirme en una
jugadora agresiva pero controlada.
Él sonríe y asiente, y me relajo un poco. Tal vez aprendí algo de mi
padre. Puedo bailar con el mejor de ellos.
—Es muy bueno escuchar eso, Sloane —dice el señor Rutherford.
Me estrecha la mano de nuevo—. Tengo muchas ganas de verte en el
hielo.
—¡Por supuesto! —le digo. Mi corazón se hunde. Genial… Voy a
tener que patinar para él. Todo el futuro de Sloane Devon descansa sobre
mi rendimiento. Espero que ella sepa lo afortunada que es por tener a
alguien tan dedicada como para que viva su vida. Será mejor que se esté
esforzando igual de duro al otro lado de la ciudad—. Déjeme ir a
cambiarme.
Corro de nuevo a mi habitación y me cambio los vaqueros y una
camiseta por la ropa de la práctica. Saco el jersey negro del equipo
universitario de Sloane, con su nombre cosido en la parte de atrás en
gruesas letras amarillas. Lo voy a necesitar para entrar en el personaje.
Me apresuro a mandarle un mensaje a Sloane Devon antes de regresar al
estadio.
El reclutador está aquí. Voy a patinar. Intentaré no hacerlo tan
mal.
Una media hora más tarde, estoy vestida y dando mi primer paso
sobre el hielo. Miro hacia arriba y veo al señor Rutherford, todavía junto
a Amber. Hannah se ha unido a ellos, y las dos entrenadoras me dan los
pulgares hacia arriba desde las gradas. Como si eso me fuera a ayudar.
Sacudo el pie izquierdo, luego el derecho, luego el brazo izquierdo,
y luego el derecho, como hacía antes de mi programa largo. Tienes que
ignorar los nervios, solía decir Henry siempre. Pensar en su voz me hace
echar de menos la pista de mi casa en el DC, en la que podía patinar para
ningún público. ¿Cómo diablos terminé en el campamento de hockey?
No debería estar aquí.
Pero aquí estoy. Mackenzie, la patinadora de la reunión, está aquí
abajo. Hay otra patinadora que no reconozco, en la portería. Y Melody,
por supuesto. Ella patina y derrapa hasta detenerse intimidantemente
cerca de mí. Nuestros cascos están casi tocándose.
—La entrenadora A dice que quiere que hagamos un poco de uno
a uno para el reclutador —dice Melody—. Boston es mi primera opción,
así que no me hagas quedar mal o te lo haré pagar.
No quiero saber lo que eso significa. 129
—Lo mismo digo —murmuro, pero ella ya está ajustando su casco
y golpeando el hielo para concentrarse. Mentalmente maldigo a los dioses
del patinaje, al hockey y lo demás, por ponerme con Melody en la que ya
es la peor experiencia de hielo de mi vida, aparte de mi fallo épico en el
campeonato juvenil nacional.
—Muy bien, vamos a tener a Mackenzie en la defensa. Melody y
Sloane, quiero ver algo de trabajo en equipo en la ofensiva —grita la
entrenadora Amber al otro lado del hielo. Melody golpea duro su palo en
la superficie, y el hielo se rasga un poco debajo de ella. Estoy segura de
que no está muy contenta de tener que trabajar conmigo. Pero mira y
asiente. Le devuelvo el asentimiento, con la esperanza de que esto
signifique que no me va a matar.
Mackenzie sale del centro de la pista y nos enfrenta, de espaldas
a la portería. La entrenadora Amber desliza un disco de color negro
brillante a través del hielo. Lo detengo con mi palo. Melody y yo nos
alineamos para nuestro intento. Mackenzie comienza a patinar hacia
atrás, con los ojos fijos en nosotras. Empiezo a avanzar, a continuación,
le paso rápidamente el disco a Melody. Mackenzie aparentemente
esperaba que sus esfuerzos fuesen mejor ocupados en Melody, porque ya
está a mitad de camino hacia ella, y Melody no tiene más remedio que
devolvérmelo a mí. Mackenzie no es lo suficientemente rápida, y lanzo. El
disco se desliza más allá de la arquera y golpea la red.
Oh, Dios mío. En realidad anoté.
Nos alineamos de nuevo. Esta vez Melody comienza con el disco.
Mackenzie va hacia ella al instante, pero Melody la esquiva con un giro,
dispara, y anota.
Para el tercer intento, empiezo con el disco. Mackenzie ha
aprendido la lección y no se compromete de inmediato con ninguna de
nosotras. Me adelanto unos pasos, luego se lo paso a Melody. Mackenzie
arremete contra ella. No hay tiempo para que Melody logre un tiro limpio.
Me lo devuelve. Doy unos pasos más hacia la meta, con el corazón
palpitante, y la mente puesta solo en mantener el disco en control.
Mackenzie se dirige hacia la portería para defender. Sus ojos se clavan
en mí, y me doy cuenta de que la mejor oportunidad de anotar es
pasárselo a Melody.
Con los ojos de Mackenzie pegados a mí, y su cuerpo en posición
de defender mi ataque, golpeo el disco hacia Melody. Ella ni siquiera se
detiene, solo lo termina y golpea el disco en movimiento. Cambia de
dirección y se dirige directamente hacia la portería. Mackenzie no lo
esperaba, y marcamos.
Melody grita: —¡Bien! —Y no puedo decir si se está felicitando a sí
misma o a mí. Veo al señor Rutherford y a la entrenadora Hannah
aplaudiendo en las gradas.
—Una más —grita la entrenadora Amber, y nos alineamos de
130
nuevo.
Esta vez Mackenzie centra toda la atención en Melody desde el
principio. Respiro profundo y patino. Voy directamente a la portería, pero
en un instante, Mackenzie está sobre mí. Me engañó, esperando a que
bajara la guardia. Miro para pasar, pero tendría que lanzar el disco
directamente a través de Mackenzie. Me muevo a su derecha en el último
momento. Ella va a detenerme.
Y entonces sucede algo asombroso. Levanto mi pie izquierdo y giro
rápidamente a mi derecha. La rodeo con una hermosa rotación, y avanzo.
Ella gira detrás de mí. Pero justo antes de que pueda bloquearme con la
pierna, salto y la paso, dándole al disco un impulso extra para que vaya
conmigo, produciendo un chasquido, y luego me voy a la portería. Me
muevo hacia atrás en lo que espero sea una buena aproximación de todos
los videos de YouTube que vi, y disparo. Anoto.
Escucho los aplausos e incluso un chiflido largo desde la grada.
Amber, Hannah, y el señor Rutherford están de pie. Dentro de mi cabeza,
toda una banda de música está tocando la banda sonora de Jock Jams.
Mierda, ¿acabo de hacer eso? Melody patina hacia mí y me da un choca
los cinco.
—Buenos movimientos, Jacobs —dice, sonriendo. Me doy cuenta
de que no creo haber visto su sonrisa antes.
—¡Gracias! —le digo, y mi sonrisa brilla como un reflector a través
del hielo.
—Cálmate, fue solo un tiro, novata. —Bueno, esa es la antigua
Melody.
El resto de la práctica va bien. Nada espectacular. Cambiamos
posiciones. Cuando estoy en la defensa, solo evito que Melody marque
una vez, pero espero que el señor Rutherford lo atribuya a la experiencia
de Sloane Devon como jugadora predominantemente ofensiva y el hecho
de que Melody es malditamente buena. Cuando Melody está en defensa,
marcamos unas tres cuartas partes del tiempo. Cada anotación la irrita
cada vez más hasta que temo que me va a noquear por detrás. En realidad
estoy semi-decepcionada de que no lo haga.
Cuando terminamos, el señor Rutherford me estrecha la mano y
me dice que va a estar en contacto, lo que tomo como una señal decente.
Mientras me dirijo de regreso a mi habitación para ducharnos,
estoy muy sonriente, hasta que entro en el ascensor y veo a un tipo alto
agachado en el suelo delante de mi puerta. Es Matt, de espaldas a la
puerta, con las piernas dobladas y sigue ocupando la mayor parte del
pasillo. Miro el reloj del ascensor: las cuatro.
—Lo siento —le digo. Pero Matt simplemente niega con la cabeza. 131
—Sloane, mira, sé lo que piensas de mí. Pero la gente comete
errores. Y cambia. —Se ve muy herido—. Ignorarme no fue lindo. Dijiste
que podríamos ser amigos.
—Lo sé. Lo siento mucho —le repito.
—Ya lo has dicho. —Se pone de pie y se aleja de mí, en dirección a
las escaleras al final del pasillo. Se detiene y me mira—. Quiero decirte
que te equivocas sobre mí. Porque así es.
Antes de que pueda hablar, se da la vuelta y se dirige directamente
hacia las escaleras.
16
Traducido por florbarbero
Corregido por Val_17

Sloane Devon
—Treinta y tres… treinta y cuatro… treinta y cinco.
Mis dedos se hunden en la alfombra blanca de felpa. Jadeo
mientras cuento, tratando de ignorar la quemazón que está empezando
a surgir en mis bíceps.
—Treinta y seis… treinta y siete.
132
—Dale un descanso, GI Jane4 —dice Ivy desde la cama, donde se
lima perezosamente las uñas (probablemente en puntas afiladísimas).
—Cállate. —Succiono aire mientras le respondo.
—Dormir. Lo necesito. —Coloca su lima sobre la mesita de noche y
esponja la almohada. Su camiseta color rosa y los pantalones cortos a
juego son tan pequeños y brillantes, que prácticamente son ofensivos.
—Casi. Termino —digo. Sacudo una gota de sudor de mi frente
antes de que ruede sobre mi ojo—. Cuarenta y dos. Cuarenta y tres.
Con Pilates, yoga, las carreras mañaneras por los jardines y los
aeróbicos en el agua, además de todo el patinaje, estoy trabajando tanto
como en casa. Pero no importa cuánto tiempo pueda mantener la actitud
de guerrera si no puedo realizar cincuenta flexiones. El entrenador Butler
seguramente me tendrá haciendo entrenamientos por la mañana si
regreso a casa y solo puedo realizar veinte.
Si sigo jugando cuando vuelva, quiero decir. Nada de eso importará
cuando el entrenador Butler reciba un informe de mierda de parte de ese
reclutador. Le envié un mensaje a Sloane Emily para averiguar lo que

4Es una película estadounidense sobrela primera mujer en formar parte del ejército.
pasó, pero nunca respondió, lo que debe significar que no salió bien.
¿Cómo podría? La chica solo aprendió a jugar hockey hace dos semanas.
Aumenté mi velocidad y terminé las últimas. Cuando llego a las
cincuenta, caigo en el suelo, con la nariz enterrada en la alfombra.
—Por fin. Estrella dorada para ti. —Ivy le da un tirón a la cadena
de la lámpara junto a la cama, sumiendo la habitación en la oscuridad,
sin importarle que todavía tengo que ducharme y colocarme mi pijama.
Me giro sobre mi espalda y respiro en silencio en la oscuridad. No
he hecho cincuenta flexiones desde que salí de Filadelfia hace más de
una semana. Solía ser capaz de conseguir por lo menos setenta y cinco
sin problema, pero esta noche fue difícil. Estoy fuera de práctica. Me
pregunto qué otra cosa estoy consiguiendo oxidar mientras realizo giros
camel y arabescos.
Cuando mi respiración vuelve a la normalidad, me arrastro hacia
el baño y cierro la puerta tan silenciosamente como puedo antes de
encender la luz. Me veo en el espejo. Estoy usando una de las mallas
negras de Sloane, fruncida en el pecho y un par de calzas de punto rosa
enrolladas a la cintura. Mi largo cabello negro está recogido en un moño
desordenado, pero un pañuelo rosado atado alrededor de mi cabeza
oculta el frizz. No me veo como alguien que pasa su noche haciendo
cincuenta flexiones.
133
Me quito el pañuelo, me despojo del resto de mis ropas prestadas,
y salto a una ducha caliente y estimulante. Dejo correr el agua por mi
cara, y muy pronto mi mente va a donde siempre: el juego. Esta vez se
trata de la línea de golpeo con Nando y sus compañeros. Estaba bien. No
es en lo que soy mejor, pero definitivamente no es lo peor tampoco. No
hasta que fallé el tiro. Con los ojos cerrados, el vapor aumentando,
empiezo a sentir el hormigueo de nuevo. La humillación sube por mi
columna como un gusanito introduciéndome en la miseria.
Así que tal vez no es tan malo que Sloane Emily fuera una
patinadora para el explorador. No es como si yo pudiera haber hecho el
tiro. Ni siquiera podía hacer un tiro mientras estoy en un juego
improvisado frente a un viejo amigo y un puñado de guerreros un fin de
semana.
Hago girar el grifo y el agua deja de caer. Está totalmente silencioso
excepto por el sonido de un millón de lanzamientos errados en mi cabeza.
Y de repente, es todo lo que quiero hacer. Solo uno. Necesito escuchar el
disco conectando con la red y así tal vez el sonido de un millón de derrotas
desaparecerá.
Me arrastro de vuelta a la habitación y camino hacia el armario.
Encuentro mi teléfono en la parte posterior y lo uso para iluminar como
una linterna, hurgando hasta encontrar un par de pantalones de chándal
negros—las piernas tenían unas cosas de lana con la palabra Princeton
impresa en un naranja brillante—, pero aun así, eran pantalones de
chándal y una camiseta blanca lisa. Me meto en ellos, entonces voy hacia
la puerta, lanzando los patines de Sloane Emily por encima de mi
hombro.
La pista de práctica está al interior del cobertizo, fuera del edificio
principal y bajando una pequeña colina cubierta de hierba en la parte
posterior de la propiedad. Para la mayoría de nuestras clases y lecciones,
vamos al final de la cuadra, a un gran estadio de aspecto profesional. La
pista de la práctica es más pequeña, aproximadamente la mitad del
tamaño de una pista regular, y en su mayoría utilizada para las clases
uno-a-uno y la práctica adicional voluntaria.
En el interior, busco a tientas el interruptor en la pared que ilumina
el hielo. La pista es muy simple: un perímetro de hormigón y una barrera
de madera de dos metros de altura rodean el hielo. Deben tener un
limpiador de hielo para cuando finaliza el día, porque está liso.
Me ato los patines de Sloane, luego paso por encima de la barrera,
probando el hielo. Es perfecto. Empujo con el pie izquierdo, la pierna
derecha recta, mi izquierda se extiende detrás de mí en un arabesco
perfecto. Pero después de un solo paso, dejo caer mi trasero y doblo mis
rodillas. Mis brazos van a mi lado, y me empujo fuerte con mi pie
izquierdo. Me lanzo hacia adelante y empujo con la derecha. Izquierda, 134
derecha, izquierda, derecha, con los brazos subiendo y bajando como
aprendí en mi primera lección de patinaje de velocidad, cuando era una
niña. Cuando me acerco al final de la pista, cruzo mi pie derecho y
empujo con el izquierdo. En tan solo dos pasos he realizado la vuelta y
estoy volando hacia atrás inmediatamente. A la mitad, giro alrededor, así
estoy patinando hacia atrás, haciendo un giro opuesto. Luego estoy
cortando a través del centro de hielo rápidamente en dos pasos. Estoy de
vuelta en la dirección opuesta. Paso, paso, paso, deslizamiento. Paso,
paso, paso, deslizamiento. Es más difícil en estos ridículos patines con
sus ridículos tacones, pero los he usado lo suficiente para saber cómo
hacer que funcione.
Pronto estoy sosteniendo un palo de hockey fantasma, teniendo un
disco invisible arriba y abajo del hielo. Mientras conduzco hasta el final
de la pista, me imagino a una multitud rugiente, de la forma que era
antes. Doy vueltas, tengo los ojos en el portero imaginario, tiro, anoto. No
hay hormigueo. Solo aplausos.
Derrapo para parar y giro rápido, sosteniendo el palo de hockey
imaginario por encima de mi cabeza.
—Buenos movimientos, princesa del hielo.
La voz sale de la nada y me manda a girar derecho sobre mi trasero.
Miro hacia arriba y alrededor y descubro a Andy apoyándose en la puerta.
Tiene los brazos cruzados, y aunque no puedo verlo tan bien en la
penumbra, puedo imaginar su ceja izquierda arqueándose.
—¿Cuánto tiempo has estado allí? —Tengo que esforzarme para
controlar mi respiración.
—Lo suficiente como para verte ganar la Copa Stanley invisible —
dice. Se acerca al borde del hielo, y veo que tiene sus patines colgando de
un hombro—. Y yo que creía que era el único haciendo entrenamientos
secretos a medianoche. ¿Hay algo que quieras contarme?
Mi corazón late con fuerza. Me paro y empiezo a deslizarme, mis
piernas estiradas. —¿Qué quieres decir?
—Chica, no te metas conmigo. Sé que estás ocultando algo. —Da
un tentativo paso al hielo en sus zapatillas, y una vez que está seguro de
su equilibrio, da grandes zancadas hasta el centro del hielo—. Lo haces
todo bien, pero tu postura es una basura, comes como un camionero, no
puedes ejecutar una elevación simple, y teñiste a Ivy de color rosa. Pero,
obviamente, puedes patinar. Después de ver esta pequeña demostración,
me inclino a pensar que tal vez no eres la princesa bonita que estás
fingiendo ser.
Devano mi cerebro buscando una excusa. Tal vez le puedo decir
que tuve una lesión cerebral traumática que causó la amnesia como
resultado de un accidente de avión, y así se me olvidó como patinar.
Como si pudiera leer mi mente, Andy levanta una mano. 135
—Ni siquiera pienses en tratar de mentirme —dice.
Justo así, sé que tengo que decirle la verdad.
—Tienes razón —le respondo. Me siento como si Zdeno Chara, el
mayor y más temible de los Boston Bruin, acabara de bajarse de mis
hombros. Respiro hondo y no siento miedo. Él lo sabe. No tengo por qué
esconderme—. Por favor, no se lo digas a nadie.
Una sonrisa maliciosa se propaga a través de la cara de Andy. Se
acerca y me tira en un loco abrazo de oso. Cuando da un paso atrás, sus
ojos brillan. No somos solo amigos. Somos conspiradores.
—Tu secreto está a salvo conmigo, siempre que me cuentes toda la
porquería. —Ladea la cabeza hacia el banco en el lado más alejado del
hielo. Lo sigo y nos dejamos caer. Deslizo mis patines a lo largo del hielo,
adelante, atrás, adelante, atrás, un hábito nervioso que he tenido desde
que empecé a jugar. No sé por dónde empezar.
—Mi nombre es Sloane Jacobs —digo. Bien podría empezar con lo
básico—. Solo que no soy la Sloane Jacobs que se supone esté aquí. Soy
la Sloane Jacobs, del noreste de Filadelfia, que se supone está cerca de
la ciudad jugando al hockey durante cuatro semanas. O tratando de
hacerlo, al menos. Pero en cambio, decidí cambiar de lugar con otra
Sloane. Y ahora voy a pasar mi verano como una patinadora artística.
Andy me mira fijamente por lo que se siente como una eternidad.
Casi puedo ver las ruedas girando en su cerebro, y sé que he hecho un
trabajo de mierda explicándome. Finalmente, respira profundo y pone su
mano sobre mi rodilla para que pare de deslizarme en mis patines.
—¿Dices que hay otra chica, también llamada Sloane Jacobs, que
es patinadora artística y se supone que va a pasar el verano aquí, pero
ustedes decidieron recrear Juego de gemelas así que ella está intentando
jugar al hockey por ti, mientras tú estás intentando patinar por ella?
—¿Qué quieres decir con intentando? —Lo empujo suavemente en
el hombro y trato de fingir sentirme insultada.
Andy me da otro abrazo grande, balanceándome, luego se sienta de
nuevo. —Sloane Jacobs, creo que eres mi héroe.
—Gracias —respondo. No me había dado cuenta hasta que empecé
a hablar de cuantas ganas tenía de decirle a alguien, a cualquiera, mi
secreto—. Nos conocimos la noche antes de que yo llegara. Nos chocamos
literalmente en el hotel. Y decidimos cambiar. Fue su idea.
—Vamos, tiene que haber más en esta historia que eso —dice—.
¿Por qué estaban tan desesperadas por cambiar de lugar?
—Realmente no quiero hablar de ello. No en este momento, de todos
modos —digo—. Espero que eso esté bien.
—Todo a su tiempo, supongo. —Se saca los zapatos y los empuja 136
debajo de la mesa, y luego comienza a atarse sus patines—. Vamos. Ponte
de pie. Tenemos mucho trabajo que hacer.
—¿Qué quieres decir? —Sigo sorprendida de que no me haya
acusado por ser una gran mentirosa. O por lo menos una musculosa.
—Esta primera semana ha sido fácil —dice. Ata el último nudo y
salta sobre el hielo—. Pero las cosas se van a poner muy duras, muy
rápido. Y vas a necesitar algo de ayuda si vas a mantener este loco plan
en secreto. Ahora levántate de ese banco y ven a patinar conmigo.
—Pero me desahogaba aquí, no estaba…
—Arriba. Ahora. —Andy da una patada en el hielo y fragmentos
pequeños se disparan por todos lados. Señala con el dedo hacia abajo en
un punto frente a él y me mira hasta que cedo—. Te vi en la clase de ayer
tratando de hacer una elevación con Roman. Patético. Vamos a lograrlo,
aquí mismo, ahora mismo.
—Pero, Andy, estoy cansada, y…
—¿Te quejas de esa manera con tu entrenador de hockey?
Me imagino la reacción del entrenador Butler si yo le dijera que
estoy muy cansada. Probablemente implicaría una cara roja y algo de
saliva volando. Niego con la cabeza.
—Entonces, bien. Vamos a hacerlo.
Durante los siguientes quince minutos, trabajamos el movimiento
una y otra vez hasta que me preocupo de que los brazos de Andy se vayan
a caer. Parece que no puedo conseguir todo el camino en el aire.
—¡Esto apesta! En serio, ¿quién aprende una figura de patinaje en
unas semanas? ¿Qué estaba pensando? —Golpeo duro el hielo, dejando
un hueco del tamaño de una pelota de golf en la superficie lisa.
—Tu problema es que estás demasiado tensa. Demasiado agitada.
No te dejas ir, no vas con el ascenso.
—La gente me dice que vaya con el ascenso, y todavía no sé lo que
significa. —Cruzo mis brazos y golpeo el hielo con la punta de mis pies.
—Significa que tienes que imaginar que estás levantándote a ti
misma del hielo. Tienes que respirar con el movimiento y confiar en tu
pareja para hacer el resto. Si estás constantemente tratando de atraparte,
definitivamente te vas a caer.
—Me voy a caer porque soy una maldita jugadora de hockey en un
tutú.
—No veo un tutú, ¿tú sí? —Andy me da una amigable mirada de
muerte—. Basta de tonterías y concéntrate. Puedes hacer esto. No me
hagas ponerme en plan Mentes Peligrosas.
137
—Vas a tener que hacerlo si esperas poner este culo en el aire —
murmuro.
—Los ojos en mí, chica dura. —Andy pone un dedo debajo de mi
barbilla y levanta mí mirada derecho a él—. Puedes hacerlo. La mayoría
de las personas fracasan porque tienen miedo de intentar el salto. Pero
no tienes miedo, ¿verdad?
Miro los oscuros ojos marrones de Andy. Están enfocados en mí,
sin pestañear. Pienso en los reclutadores y el hecho de que seguramente
he arruinado todo mi futuro. Pienso en mi mamá, y como un día estuvo
a punto de morir y luego desapareció de mi vida. Pienso en el hockey, y
lo mucho que me encanta, y lo mucho que odiaría no poder hacerlo más.
—Tengo miedo de muchas cosas —digo—, pero esta no es una de
ellas.
—Muy cierto, carajo —dice.
Sin decir una palabra, empieza a patinar. Lo sigo. Al principio
estamos lado a lado, y luego caigo de nuevo. Andy agarra mi mano y tira
de mí rápidamente. Solo tarda una fracción de segundo para que esté a
su lado otra vez. Doblo mis rodillas y tomo una respiración profunda.
Mientras lo hago, siento como si me elevara fuera del hielo. Cierro los
ojos. Ve con ello. Las manos de Andy están alrededor de mi cintura, suelto
su agarre y levanto mis manos en alto. Cuando abro los ojos, veo que
estoy por encima de su cabeza, acelerando a través del hielo.
—Ve con ello —lo escucho decir por debajo de mí.
—¿Qué? —Y entonces estoy girando hacia atrás por encima de su
hombro, el mismo movimiento que hicimos en el pub. Confío en él, y en
cuestión de segundos estoy de vuelta en mis patines, deslizándome a su
lado. Andy me agarra las manos y me da vuelta en un movimiento de
anillo. Giramos hasta detenernos y me da los cinco con fuerza.
—¡Lo hiciste! —Prácticamente grita—. Si sigues así, vas a darle
competencia a Ivy.
Me río. —Sí, sobre eso —digo—. Es posible que le dijera que lo haría
mal en la exposición final. Lo que probablemente no fue tan malo, ya que
tengo cero posibilidades de no parecer una tonta ahí fuera.
—A la mierda con eso y a la mierda ella —dice. Se inclina y aprieta
el cordón de su patín izquierdo—. Lo que vamos a hacer es trabajar en
un salto. Un axel doble. No será fácil, pero lo vas a conseguir, porque no
tienes miedo, ¿verdad?
Suspiro. —Así es.
—Lo siento, pero eso no suena como que la jugadora de hockey
ruda que eres —espeta Andy—. Porque la jugadora de hockey ruda podría
hacer un axel doble sin problema, ¿verdad?
138
—¡Así es! —grito; mi voz hace eco en el hielo y en todo el cobertizo.
Me siento llena de energía. Me siento emocionada. Siento hormigueos,
pero esta vez en los pies y me dan ganas de saltar por los aires.
17
Traducido por Polilla
Corregido por mariaesperanza.nino

Sloane Emily
La puerta del ascensor se abre y el olor a frituras, queso fundido y
sótano mohoso me invade como un tsunami.
Me detengo junto a las puertas, confusa. —¿Tu mensaje decía que
la entrenadora Hannah quería verme aquí abajo…?
Matt está de pie detrás del sofá, delante de la mesa de café. Puedo
139
distinguir algo en la mesa detrás de él y, por el olor, es una especie de
picnic con temática de ataque al corazón.
—Um, puede que te haya dicho una mentirita —dice. Se hace a un
lado para que vea los contenedores de comida para llevar, las bolsas, y
las botellas sobre en la mesa. Me da un pequeño “Ta-da” al estilo vodevil.
—¿Qué es todo esto?
—Esta es una mezcla culinaria de culturas. Primero, tenemos el
pastel de queso. Encontré este lugar que es casi como el Geno de casa.
De postre, tenemos macarrones franceses de arándanos, frambuesa y
vainilla y algunas rebanadas de tarta de manzana de la buena y vieja
Estados Unidos. Y para beber, puedes elegir entre una buena sidra
espumosa —muestra la botella como si fuera una de champán de diez
años—, o Yoo-hoo, el clásico estadounidense.
Sigo sin moverme ni un milímetro. —Hiciste todo esto ¿para mí?
—¡Pero eso no es todo! —dice con su mejor voz de presentador de
concursos—. También alquilé Slap Shot para nuestro placer visual. O el
tuyo. Entiendo si no quieres que me quede…
—Pero… —apenas puedo formar una oración—. ¿Por qué?
Se encoge de hombros. —Has estado evitando una cita. Incluso una
de amigos. Así que decidí emboscarte. —Extiende los brazos—. Yo juego
al hockey, recuerdas. Emboscar a las personas es lo mío.
—No lo entiendo. —Niego con la cabeza—. Te rechazo, ¿y tú me
traes un picnic?
—Claro que sí.
—¿Por qué? —pregunto nuevamente.
—Voy a hacerte cambiar de opinión sobre mí —dice, observándome
constantemente—. Me gustas, Sloane.
Estoy tentada a preguntar “¿por qué?” de nuevo, sin embargo me
contengo.
—Hice algunas cosas desagradables en el pasado —admite— pero
come dije, las personas cambian. Yo cambié.
Viendo su sonrisa, su pelo alborotado y la mesa llena de comida,
tengo más ganas de creerle de las que he tenido en mucho tiempo.
Cruzo la habitación y agarro una botella de Yoo-hoo, que está
sudando por la humedad del sótano.
—¿Lo juras por el Yoo-hoo? —pregunto. Le muestro la botella.
Coloca una mano sobre la etiqueta amarilla y alza solemnemente su otra
mano.
—Lo juro —dice él—. Ya no soy el sinvergüenza de antes. Puedes
confiar en mí. Espero que confíes en mí.
140
—Ya veremos —le digo.
Agarra la botella y abre la tapa. —Ahora brindamos.
Nos turnamos para beber un trago de la botella. En algún lugar de
Washington, mi madre debe de estar riéndose: sus sentidos arácnidos sin
duda le informan de que no estoy usando un vaso.
Nos zampamos la comida. Estamos tan ocupados devorando la
comida que ni siquiera nos molestamos en poner la película. Nos reímos
y charlamos. No puedo creer lo cómoda que me siento atiborrándome de
comida delante del chico más guapo que he visto en mi vida.
Cuando terminamos, Matt se apoya en el sofá, con las dos manos
en el estómago. —Creo que voy a tener un ataque al corazón.
Me encuentro recostada con mi cabeza en el brazo del sofá, mis
pies sobre el regazo de Matt.
—Es posible que me esté dando un ataque cardíaco ahora mismo
—respondo.
—¿Sabes lo que necesitamos?
—¿Un antiácido estomacal?
—Un paseo.
—¿Estás de broma? La única forma de que me mueva es si me
metes en un carro y me jalas por la calle.
—Hablo en serio —dice. Matt aparta mis pies de su regazo y se
levanta. Me ofrece su mano, que envuelve completamente la mía. Me
levanta—. Vamos.
Limpiamos rápidamente, salimos por la puerta de atrás y nos
ponemos en marcha calle abajo.
—¿Adónde vamos? —le pregunto.
—Bueno, tenemos que probar un poco de Montreal —dice—. Ahora
voy a enseñarte un poco de Montreal.
La noche es perfecta: cálida, con una ligera brisa. Matt me lleva por
una calle residencial bordeada por el mismo tipo de casas adosadas de
dos pisos que vi aquella primera noche que exploramos juntos, la noche
en que di la alarma de incendios.
Matt me cuenta cómo llegó a Elite hace dos veranos. Uno de los
antiguos compañeros de equipo de su padre en la escuela acababa de ser
contratado como entrenador, y Matt fue invitado. No me había dado
cuenta de que todos los jugadores eran invitados o recomendados. Nadie
se presenta a Elite. Todo depende del boca a boca y de a quién conoces.
Lo que significa que Sloane Devon debe ser una muy buena jugadora. 141
Entonces, ¿por qué estaba tan ansiosa por escapar?
Matt me lleva a través de un pequeño parque verde en medio de la
ciudad hasta un conjunto de brillantes puertas de cristal que se alzan en
la calle aparentemente de la nada.
—¿Adónde vamos? —Miro a mi alrededor en busca de alguna señal
de metro, pero no veo ninguna.
—Al metro —dice, como si ese fuera un destino tan normal como
un cine o una cafetería—. Te llevo a conocer al Mole King. Estoy seguro
de que serías un sacrificio perfecto.
—¿Cómo dices?
Matt se ríe. —Confía en mí, ¿vale?
Me abre la puerta y la atravieso sin detenerme. Estamos en lo alto
de una escalera, y en cuanto estamos dentro me doy cuenta de que es un
lugar bullicioso. Un grupo de hombres de negocios con maletas rodantes
pasa a mi lado, seguido de un grupo de mujeres cargadas con bolsas de
la compra. Me sumerjo entre la multitud y bajo las escaleras.
—¡Espera! —me dice, subiendo las escaleras de dos en dos hasta
llegar antes que yo al final.
—Esto no se parece a ninguna estación de metro que haya visto —
digo. El lugar donde estamos parece más un club o un museo. Junto a
nosotros hay una pared de pesados paneles metálicos tallados con filas
y filas de símbolos, todos retroiluminados para que brillen como runas
antiguas.
—Bueno, esto te lleva hacia la estación del metro, sin embargo en
realidad es solo una serie de túneles subterráneos —dice Matt—. Así que
¿por dónde?
Elijo la izquierda y acabamos delante de una gran vitrina. Dentro
hay un callejero sobre una plataforma. Encima hay una proyección de
vídeo que muestra un edificio creciendo y cambiando. Una placa en la
pared dice que es una representación del primer asentamiento en
Montreal. Vemos cómo el edificio crece, desaparece, crece y vuelve a
desaparecer.
Junto a la vitrina hay otras puertas en las que está grabado Westin.
Es el hotel donde me alojé la primera noche en Montreal, el hotel donde
conocí a la otra Sloane y empezó este verano de locos.
—¿Estas puertas llevan directamente al hotel? —pregunto.
Asiente. —Hay docenas de túneles que pasan por debajo de la
ciudad, así que puedes ir de un sitio a otro sin salir.
—¿Pero por qué?
142
—Porque es agradable aquí en el verano, pero en invierno, es una
tundra helada —dice—. Una vez vine aquí para un torneo en enero y
pensé que se me iban a congelar los globos oculares y se me iban a salir
de la cabeza.
En lugar de subir al hotel, volvemos sobre nuestros pasos hasta el
muro de runas. Esta vez seguimos más allá. Solo unos pasos después,
nos encontramos con una simple silla de metal empotrada en la pared y
atornillada al suelo. Un foco la ilumina.
—¿Qué es esto?
—Es una silla —responde.
—Ja, ja —digo inexpresiva.
—No sé lo que es —dice— arte, supongo. No hay ningún cartel. Solo
una silla.
Nos adentramos un poco más en el túnel. Llegamos a unos
escalones iluminados con una tenue luz azul. Pronto estamos en otro
túnel, donde nos recibe un carrito de madera rebosante de ramos de
colores brillantes.
—Elige uno —dice Matt. Cuando titubeo, insiste—: Vamos. Estoy
recuperando el tiempo perdido. Ahora escoge.
Elijo un pequeño ramo de peonías rosa pálido. Matt paga al
vendedor con una colección de billetes de colores brillantes y monedas
de varios tamaños. Hundo la nariz en el ramo y respiro hondo. Mi madre
cultiva peonías en nuestro jardín. Y por un segundo siento nostalgia de
mi hogar, no como ha sido últimamente, con mi madre toda pellizcada y
enfadada y mi padre evitándonos, sino como era cuando yo era niña.
Paseamos un poco más por los túneles y nos detenemos a mirar
mapas y obras de arte. Echamos monedas en la funda de la guitarra de
un músico folk y en el sombrero de un tipo que toca blues con una
armónica.
Al cabo de una hora, subimos las escaleras y volvemos al punto de
partida, el pequeño parque rodeado de rascacielos.
—¿Ahora adónde vamos? —le pregunto. Reviso mi teléfono y me
sorprende ver que son casi los tres y media.
Sonríe. —Creo que tenemos tiempo para ver una cosa más antes
de regresar.
Llegamos al final de la calle y giramos a la derecha, enfrentándonos
a una cuesta enormemente empinada. Tengo que inclinarme para subir
sin resoplar. En la cima, doblamos la esquina y entramos en una enorme
plaza adoquinada con una enorme fuente iluminada de la que mana agua
a borbotones. A pesar de la hora, la gente se arremolina, arrojando
monedas a la fuente o tumbada en las cornisas de piedra que la rodean. 143
Más allá de la fuente, una catedral de piedra gris tallada, altas
agujas, ventanas arqueadas y tallas de aspecto gótico se eleva hacia el
cielo nocturno. Iluminada desde abajo, casi parece una película, como si
se proyectara en una gran pantalla en lugar de estar aquí mismo, frente
a nosotros.
—Mierda santa —digo, soltando una larga exhalación.
—Santa, es cierta, al menos —dice Matt—, es la Basílica de Notre
Dame. Genial ¿cierto?
—Es perfecta —digo, con la cabeza inclinada hacia atrás para mirar
las torres iluminadas.
me toma la mano y me la aprieta. —Tú eres perfecta. —dice en voz
baja.
Y de repente me arden el cuello y las mejillas. —Apenas perfecta —
bromeo—. ¿Has visto esta cicatriz?
Señalo el corte de color rosa blanquecino que empieza en la barbilla
y se extiende unos cinco centímetros por debajo. Matt se inclina y la
recorre con el dedo.
—Bueno, entonces eres perfectamente imperfecta —dice, y me
dedica esa sonrisa de un millón de dólares. Me da un vuelco el estómago
y casi me siento aliviada cuando se aparta. Casi.
Rebusca en su bolsillo y saca una pesada moneda de latón. En una
cara tiene el dibujo de un pato. —Es un loonie. Pide un deseo.
—Esto es un dólar —digo—. ¿No debería pedir un deseo con un
penique o algo así?
—Tus deseos lo valen —dice él. Me lleva hasta el borde de la fuente.
Cierro los ojos y los deseos empiezan a zumbar en mi cabeza.
Ojalá pudiera meter un triple-triple. Ojalá pudiera marcar el gol de
la victoria. Ojalá tuviera la habitación de Melody. Ojalá todo saliera bien.
Desearía que mi padre... bueno, no sé qué desearía que mi padre hiciera,
pero no esto. Desearía no haber comido esas papas fritas con chile y
queso. Desearía no estar usando los jeans de Sloane con el bolsillo
trasero caído. Desearía...
Desearía que me besara.
Con ese último deseo, todas las demás voces de mi cabeza se
detienen. Aprieto la moneda con fuerza en la mano, dejando una huella
de los bordes en la palma. Luego respiro profundo, retengo el aire un
segundo y lanzo la moneda. Desaparece en el agua.
—¿Qué deseaste? —pregunta. Me está observando de cerca.
Sacudo la cabeza. —¿En serio? Me conoces mejor que eso. 144
—Demonios. Ahora tendré que adivinar. —Matt me levanta la
barbilla con un dedo y casi me aparto. Apenas puedo respirar; estoy
segura de que me arde toda la cara.
Pero no me aparto y él tampoco. Me mira en busca de confirmación
y por fin hago un pequeño gesto con la cabeza. Entonces, agachándose,
me besa. Empieza suave, pero en unos segundos es más profundo. Su
mano se desliza hasta mi mejilla y la otra por detrás de mi cuello. Me
besa tan fuerte que prácticamente me levanta.
Cuando por fin se separa, estoy tan mareada que me preocupa que
me fallen las piernas.
—¿Tu deseo se volvió realidad? —Me sonríe.
—Nunca lo diré —susurro, pero mi sonrisa me delata.
18
Traducido por Alyssa Volkov
Corregido por Itxi

Sloane Devon
Mientras remojo mis pies doloridos en la bañera, repaso
mentalmente el programa corto que Andy y yo hemos preparado. A pesar
de todos mis súplicas por algo de Journey, en lugar de eso estamos
patinando con “Hedwig's Theme” de las películas de Harry Potter.
Considerando todas las cosas, podría ser mucho peor. Al menos no es el
tema de Titanic. Pero si no consigo hacer mi axel simple antes de mañana,
145
puede que estemos en el Titanic.
Por suerte, tengo el resto de la rutina con patines. Con la ayuda de
Andy, he logrado dominar los giros y los ascensores. No sé si fue la charla
de ánimo o bíceps de Andy, pero de cualquier manera, ahora estoy
totalmente cómodo en el aire. Resulta que ya tenía todas las habilidades
para el juego de pies, solo tenía que ajustar mi postura y el centro de
gravedad, otro consejo de Andy. Tal vez no voy a arruinar la reputación
de Sloane Emily después de todo.
La puerta se cierra con fuerza, sacándome de mi ensoñación
y haciéndome caer desde el borde de la bañera en el agua. Salto
rápidamente, pero es demasiado tarde. Tengo el culo completamente
empapado.
—Ivy, ¿podrías por favor, no estrellar la puerta? —Tiro de una toalla
blanca y esponjosa de la barra y trato de absorber un poco de agua, pero
es inútil. Estos pantalones son una causa perdida. Salgo del baño y veo
Ivy lanzar una caja sobre la cama con tanta fuerza que inmediatamente
rebota y cae al suelo.
—Entrega especial —dice con voz cansada. Arranca la bata rosa de
flores de la parte posterior de la silla y me empuja al pasar hacia el baño.
—Oh, adelante, ya había terminado allí —le digo. Su respuesta es
otro portazo.
Suprimiendo un suspiro, recojo la caja desde el suelo. La etiqueta
postal dice “Sloane Jacobs”.
—¡Paquete de cuidados! ¡Genial! —murmuro. Ivy ya tiene la ducha
a toda potencia, así que no hay ninguna posibilidad de que me escuche.
Entonces veo la dirección de retorno, Washington DC, y recuerdo que este
paquete no es para mí.
Sé que debería meterlo debajo de la cama y guardarlo para Sloane
Emily. Pero, ¿y si hay algo perecedero ahí, como las galletas o brownies?
Incluso la idea me hace agua la boca. He estado gastando mi dinero en
refrigerios para complementar las comidas, sin sabor, sin calorías libres
de grasa, pero si sigo haciendo viajes a la tienda de abajo, voy a estar sin
dinero para el final de la semana. Y a diferencia de Sloane Emily, no tengo
un flujo constante de dinero en efectivo que fluye desde el banco de papá.
Si hay brownies allí, sería de mala educación dejar que se pongan
feas. Y podrían traer insectos o ratones. Y por mucho que el pensamiento
de Ivy encontrando un ratón en su cama me emociona, realmente debería
simplemente abrir la caja y comer los brownies.
Esto es lo correcto por hacer.
Exploro la habitación y descubro una lima de uñas de Ivy en la
mesita de noche. La tomo rápidamente y la utilizo para cortar a través de 146
la espesa cinta marrón de embalaje que ha sellado la caja. Abro los
costados y deslizo el plástico de embalaje a un lado. El primer elemento
es una caja blanca sin adornos de la panadería. La abro rápidamente, y
me da la bienvenida (¡sí!) el dulce aroma del chocolate de los brownies.
Saco uno de la esquina y dejo que se derrita en mi lengua. Esto era
totalmente lo correcto.
Debajo de los brownies encuentro una bolsa de mini Reese's Cups,
una caja dorada de unos bombones de aspecto muy caro y otra caja de
brownies. Debajo hay un gigantesco neceser de charol morado lleno de
un tesoro de botes, frascos y botellas. Es como si alguien hubiera
vomitado un Sephora dentro. Debajo de la bolsa morada hay un sobre
blanco con “Sloane” garabateado en tinta negra gruesa, y debajo, en letra
más pequeña: “No se lo digas a mamá”. Donde debería estar la dirección
del remitente, hay un elegante sello dorado de un águila, y debajo pone
“Senador Robert Jacobs”.
Abrir los brownies era una cosa, pero abrir su correo es otra muy
distinta, sobre todo después de haber cogido sin querer aquella extraña
llamada. Así que saco mi teléfono y le escribo a Sloane que ha recibido
una carta de su padre (aún no necesita saber lo de los brownies). La
respuesta tarda unos segundos en llegar.
Tírala a la basura.
Uh, está bien. Camino hacia la basura, y luego pienso en la voz de
su padre diciendo que lo sentía. ¿Por qué lo siente? Había una urgencia
en su tono que solía escuchar en la voz de mi madre, cuando había estado
sobria durante unos días y pedía disculpas por todas las veces que se
había desmayado y perdido un partido o evento.
Pongo la carta en el bolsillo de un abrigo en el armario. Puede no
quererla ahora, pero tal vez más tarde sí. Si quiere tirarla a la basura,
puede hacerlo ella misma.
Cierro la puerta del armario justo cuando se abre la del baño. Ivy
sale en bata, con una toalla rosa enrollada en la cabeza como un
turbante. A pesar de que la residencia proporciona unas toallas increíbles
y esponjosas y envía a alguien a recogerlas todos los días y a cambiarlas
por otras limpias, Ivy se niega a usar nada más que las que ha traído de
casa. Después de unos días de encontrar manchas de piel rosada detrás
de las orejas y en el cuello, por fin ha vuelto a su color normal. Solo sus
cutículas, aún teñidas de color salmón, delatan mi increíble travesura.
Lamentablemente, el resto de su cuerpo ha vuelto a su color normal.
Ivy olfatea los brownies y la montaña de dulces en mi cama.
—Calorías, calorías.
—Cállate, cállate —replico en voz baja con una voz de hermanastra
malvada. Lo único que evita que ahogue a Ivy mientras duerme es que
estoy convencida de que su fantasma me perseguiría en ese caso. Me 147
cambio los pantalones mojados por unos vaqueros secos, me pongo un
par de ridículas sandalias con joyas negras, (en serio, ¿sandalias con
diamantes de imitación en ellos? ¿Quién hace eso?) cojo mi bolso, y me
dirijo directamente a la puerta.
Fuera, me dejo caer en la escalera y abro mi viejo teléfono. Recorro
el registro de llamadas para asegurarme de que no me he perdido nada
de mi padre (posibilidad gorda) o incluso de mi madre (posibilidad de
obesidad mórbida). En cambio, solo veo la llamada de Nando.
Sin pensarlo, pulso Enviar y me acerco el teléfono a la oreja. Oigo
el timbre electrónico y, antes de que pueda formular ningún tipo de
explicación, verdadera o no, él contesta.
Oh, se supone que debo hablar. Mierda.
—Uh, ho-hola, soy um, Sloane —tartamudeo.
—¡Hola! ¿Qué pasa, Sloane? —Prácticamente puedo oír la sonrisa
en su voz, y el sonido de la misma hace que me recorran escalofríos por
mi columna vertebral.
—Oh, no mucho —le digo, y a continuación, hago una pausa. ¿Por
qué lo llamé? Se supone que debo evitar distracciones, no andar en busca
de una. ¿Cómo, voy a ser buena en esta cosa del patinaje artístico? Pienso
en mi entrenamiento de esta mañana con Andy, cuando por fin logramos
sincronizar perfectamente nuestros giros uno al lado del otro—. En
realidad, nada. Es por eso que te llamé. Estaba pensando que podríamos
pasar el rato si estás libre.
—Sí, claro —dice—. En realidad, acabo de terminar mi turno, así
que puedo pasar y recogerte ahora mismo, si estás lista.
—Te esperaré afuera —contesto. Cierro el teléfono y dejo que la
sonrisa más grande del mundo se dibuje en mi cara. Salgo sola como si
estuviera en la ronda de trajes de noche de Miss Teen USA. Incluso saludo
con la mano a los rosales que hay a mi izquierda y a mi derecha.
Nando aparece a los pocos minutos. Lleva puesta una camiseta
azul marino de cuello en V perfectamente desgastada, que acentúa su tez
morena. Sus ojos marrones brillan y tengo que agarrarme a los lados del
asiento para no sentir que me derrito en el suelo. Recuerdo el ascensor
que hice con Andy esta mañana, en el que me hace girar bajo su brazo y
hacia arriba hasta que vuelo sobre su hombro. Me merezco tanto esta
distracción.
—¿A dónde, señorita?
—Dime tú. Este es tu territorio —contesto.
—¿Te gusta la comida basura?
—Me encanta. —Un par de minutos después, el coche se sacude 148
hasta detenerse en frente de una construcción de dos pisos, pintada de
amarillo brillante con un tejado púrpura y toldos naranjas.
—¿Me trajiste a una escuela de payasos?
—Mejor. —Se ríe. Salgo y de inmediato huelo la mezcla perfecta de
sal y grasa.
—¿Qué es mejor que la escuela de payasos?
—Papas fritas, salsa y queso en grano —dice. Bloquea la puerta y
camina hasta la acera. Camino alrededor del coche hasta que estoy justo
al lado de él, levantando la mirada a la monstruosidad en frente de mí.
“La Banquise” está pintada en la ventana del frente con unas letras
alegres de color blanco.
—Me perdiste con la palabra “en grano”.
—Es la comida nacional para borrachos en Montreal —dice—. Te
encantará.
El interior es tan alocado y payaso-colegial como el exterior. Las
sillas tienen todas formas desparejadas en una caja de colores Crayola.
Todas las mesas han sido atacadas con la misma paleta, probablemente
por muchos artistas diferentes, a juzgar por los garabatos y garabatos
pintados en sus tableros. En la esquina hay una bulliciosa cocina de
acero llena de camareros y cocineros que lanzan platos repletos de
patatas fritas. Pero no son solo patatas fritas. Cada plato está cubierto
de una variedad de salsas y condimentos y verduras y otras cosas que
puedo oler pero no ubico. El menú está garabateado en la pared, pero
está todo en francés, así que no tengo ni idea de qué es. Lo único que sé
es que un plato está cubierto de guisantes, y los guisantes no tienen
cabida cerca de las patatas fritas.
Nando choca los cinco con un mesero delgado de barba desaliñada
y nos lleva a una mesa en la parte de atrás, contra la pared de ladrillo.
Alguien ha pintado nuestra mesa para que parezca una versión un poco
loca de los Water Lilies.
El mismo mesero escuálido, con unos vaqueros que se le caen de
las huesudas caderas y una camiseta raída con las palabras radio radio
impresas en la parte delantera, se acerca serpenteando. —Alors, qu’est-
cequevousvoudrais?
Antes de que pueda siquiera preguntar de qué habla, Nando se
hace cargo.
—Nousauronsuneclassique, s’ilvousplaît —dice, luego asiente en mi
dirección—. C’estsapremièrefois.
No puedo evitarlo. Me quedo con la boca abierta y le miro sin parar.
Nunca había oído a un adolescente hablar en francés, y mucho menos a
un adolescente que además es un jugador de hockey increíble y que
quiere llevarme a comer algo (posiblemente asqueroso). 149
El camarero me mira fijamente, se ríe entre dientes y se aleja para
hacer nuestro pedido. Al menos, creo que Nando ha pedido. A lo mejor
ha hecho un chiste de mal gusto o le ha contado al camarero que piensa
asesinarme con un hacha después de atiborrarme a patatas fritas y
guisantes.
—Hablas francés —digo.
—Es el idioma oficial de Montreal —dice. Desenvuelve su vajilla y
extiende la servilleta en su regazo—. ¿No notaste todos los carteles?
—Sí, pero no lo esperaba —digo—. No has vivido aquí tanto tiempo.
—Aprendo rápido —me responde.
—Eso es genial. —Ojalá supiera hablar otro idioma. Después de
tres años de español en la escuela secundaria y toda una vida viviendo
en Filadelfia, prácticamente lo único que sé es pedir la cena en mi
restaurante mexicano favorito. También sé preguntar dónde está el baño,
aunque probablemente no sería capaz de entender las indicaciones.
Antes de que pueda avergonzarme aún más con mi patético
monolingüismo, aparece un plato ante nosotros. Parece algo que ya se ha
comido. Definitivamente hay patatas fritas, pero la salsa marrón y la
sustancia viscosa blanca que cubren el resto parecen un poco digeridas.
Si no fuera por el increíble olor que desprende el plato, no me lo comería.
—Esto es poutine, un clásico —dice, acercando el plato un poco
más a mí. Toma el tenedor de la mesa y me lo da—. Y sí, lo comemos con
un tenedor.
—Como un nativo —digo—. ¡Rápido! Di “¿qué onda?”
—Ya basta —dice, tomando su propio tenedor y apuñalando una
fritura.
—Oh, oh, ¿qué vas a hacer al respecto? Ahora eres canadiense.
Seguro que eres demasiado bueno para hacer nada. —Me estoy riendo
tanto que me preocupa que la salsa se salga por mi nariz. Nando también
se ríe.
Cuando el plato se encuentra vacío, salvo por un río de salsa, estoy
dispuesta a admitir que la poutine no es asquerosa. De hecho, está muy
buena. Si no me hubiera comido los brownies antes de llegar, pediría otro
plato. Pero no el de guisantes. Eso sigue estando mal.
Nando tira el dinero del Monopoly y se retira de la mesa. En general
trataría de dividir la cuenta, pero me estoy quedando sin dinero. Me
siento mal por no ofrecerme, pero sería peor si él aceptara y yo no tuviera
nada que aportar.
—Tengo un poco más de tiempo, si quieres salir un rato más —digo
rápidamente, luego me contengo antes de empezar a sonar desesperada. 150
Debo de estar hasta arriba de carbohidratos y queso, dos cosas difíciles
de conseguir en la residencia.
—Perfecto —dice, ofreciéndome una mano para levantarme de mi
silla—. Entonces tendremos tiempo para dar un paseo.
La siguiente manzana después de La Banquise es la entrada de un
precioso parque verde, lleno de altísimos árboles frondosos. Nando, sin
soltar mi mano, me lleva por el camino hacia un pequeño estanque. En
el borde, hay un gran sauce llorón. Aparta las ramas y me introduce en
el interior. Nos acomodamos en la base del tronco, hombro a hombro.
—Este es mi lugar favorito en toda la ciudad —dice—. Fue uno de
los primeros lugares que descubrí cuando me mudé aquí. Siempre vengo
cuando necesito escapar.
Lo miro. La puesta de sol apenas se puede ver entre las ramas,
lanzando una dispersión de luz a través de su piel oscura. Me inclino más
hacia él. Hay un calor irradiando de él, una energía que nunca sentí
cuando estaba cerca de Dylan. Por primera vez me doy cuenta de que
nunca estuve realmente cerca de Dylan. Siempre estaba ahí, pero nunca
cerca.
Estamos tan callados que los grillos comienzan a cantar a nuestro
alrededor. A través de las ramas que puedo ver una familia de patos
chapoteando lentamente a través del agua. Una mujer trota a lo largo del
camino, un feliz labrador negro trota a su lado. Siento kilómetros de
distancia con el patinaje artístico, kilómetros de distancia con el hockey,
kilómetros de distancia con todo. Me siento tan relajada que podría llorar.
Pero no lo hago, en parte porque nunca lloro, y en parte porque sé
que Nando me está mirando. Siento sus hombros presionándose con los
míos. Se mueve un poco más cerca, hasta que estamos cadera a cadera.
Apoyo la cabeza contra el tronco del árbol y suspiro.
—¿Qué pasa? —Su voz es apenas un susurro haciéndome
cosquillas en la oreja.
—Simplemente estoy feliz... —digo. Suena estúpido e insuficiente,
pero es todo lo que me sale. No he sido capaz de decir que era feliz en
mucho tiempo.
—Eso me gusta —dice—. Creo que lo necesito.
Lo miro. —¿Tú no eres feliz?
—Últimamente no —dice. Espero a que continúe. Suspira—. Mira,
Sloane, hay algo que probablemente debería decirte.
El estómago me da un vuelco. Un pensamiento pasa por mi mente:
Tiene novia. —¿Qué pasa? —le pregunto.
—Ya no estoy en la escuela —suelta de golpe. Inmediatamente,
parece relajarse, como si hubiera estado aguantando durante quién sabe 151
cuánto tiempo—. En realidad, hace tiempo que no voy a la escuela. Dejé
el hockey y, como el hockey me pagaba la matrícula, tuve que... dejarla.
Esta no es la confesión que esperaba. —¿Qué pasó? —pregunto—.
¿Te lesionaste?
—No exactamente —dice. Arranca una brizna de hierba del suelo y
empieza a romperla en pedacitos. Cuando ya no queda nada, lanza el
trozo más pequeño al viento y se queda mirando al horizonte.
—Nando, ¿qué está pasando? —Le empujo con el hombro—. ¿Cómo
has podido dejar el hockey? Eres increíble en eso.
—Sí, hasta que dejé de serlo —dice abruptamente. Se pasa la mano
por el cabello—. Cuando llegué aquí en mi primer año, todo era tan
intenso. El entrenador no paraba de decirme lo mucho que significaba
para el equipo. Los entrenamientos previos al primer partido fueron una
locura. Todo el mundo estaba muy concentrado y yo me sentía... fuera
de mí. De repente, no recordaba por qué había empezado a jugar ni por
qué me gustaba el hockey. —Niega con la cabeza—. Es difícil de explicar.
—Inténtalo —le digo en voz baja.
—Es que... perdí. Jugué como una mierda. No sé lo que pasó, pero
no pude ubicarme en el lugar correcto. Fallé pases y tiros, me controlaban
continuamente. Los otros equipos se dieron cuenta de que me superaban
y me arrollaron. Se cebaron conmigo como si fuera el más pequeño de la
camada.
Me quedo callada. Hay un extraño sentimiento intranquilo en el
estómago. La historia me suena demasiado familiar.
—Las prácticas se hicieron más difíciles, y no pude. El entrenador
intentó gritarme; después intentó mandarme a la banca. A mitad de
temporada me sentía totalmente desgraciado. Apenas podía ir a clase.
Pensé que era cuestión de tiempo que me quitaran la beca, así que lo
dejé. —Exhala—. Les dije a mis padres que estaba lesionado, pero que
me quedaba aquí para participar en el equipo hasta que pudiera volver a
jugar —me explica—. Pero en realidad he estado trabajando en el bar,
ahorrando algo de dinero para poder volver a tomar algunas clases por
mi cuenta. Espero averiguar qué hacer ahora que se acabó el hockey.
De repente me doy cuenta de que es mi oportunidad de decirle la
verdad. Lo entenderá. Lo entenderá perfectamente. Y no es que vaya a
delatarme. Abro la boca para contárselo todo, para decirle que mi
confianza también está por los suelos. Que quiero dejarlo, que no estoy
segura de poder seguir jugando, y también que no estoy segura de quién
soy sin el hockey. Que ahora me estoy escondiendo completamente del
juego.
—Por eso me gusta estar contigo —dice. Pone su mano sobre la
mía. El zumbido de electricidad que corre entre nosotros hace que mi
corazón palpite con fuerza—. Me recuerdas la época en que me encantaba 152
jugar. Verte a ti, y lo mucho que te gusta el juego, me inspira. Empiezo a
pensar que tal vez podría, no sé, recuperarlo, de alguna manera.
Cierro la boca de golpe. Mirándole a los ojos, veo al niño de once
años al que le encantaba jugar al hockey. Y sé que está intentando
desesperadamente volver a encontrar eso en mí.
No puedo decirle la verdad. No puedo desanimarlo así.
Así que me fuerzo a sonreír.
—Lo vas a recuperar —le digo—. Lo prometo.
19
Traducido por Julieyrr
Corregido por Anakaren

Sloane Emily
Nunca pensé que me haría tanta ilusión ver un plato de espaguetis
y albóndigas de cafetería. Clavo el tenedor en el montón de pasta, giro
para que salga el máximo de espaguetis y clavo también un trozo rojo de
albóndiga. Aunque es del tamaño de seis bocados, me meto todo el
tenedor en la boca. Y es tan glorioso como imaginaba. 153
Empecé el día corriendo ocho kilómetros con el equipo negro, mi
equipo de entrenamiento para el resto del verano. Luego tuvimos tres
horas seguidas de ejercicios sobre patines. Después de comer, jugamos
un partido reglamentario de larga duración, que rematamos con media
hora de patinaje de resistencia, a lo que el entrenador Hannah se refirió
irónicamente como “enfriamiento”. Quemé suficientes calorías para todo
un equipo de hockey, más sus entrenadores, y ahora me muero de
hambre. En cuanto salí del hielo, metí la ropa de Sloane Devon en su
bolsa y me dirigí a la cafetería.
Al no pasar el punto de partida, no cobro las doscientas duchas.
—Maldita sea, apestas. —Cameron, recién duchada y vestida con
un chándal de color azul pastel, se deja caer en el asiento junto a mí con
un plato de espaguetis casi tan grande como el mío.
—¡No es verdad! —Apuñalo otra albóndiga.
—Sí, apestas. Hueles a tu vieja bolsa de equipo con moho —dice—
. En serio, lava esa cosa o reemplázala.
Me agacho y tomo un puñado de mi camiseta, llevándola hasta mi
nariz. De acuerdo, sí. Así que tal vez no estoy tan fresca como una rosa.
No puedo creer lo mucho que había cambiado en las últimas dos
semanas. Cuando conocí a Sloane Devon, estaba horrorizada por el olor
de su bolsa de equipo. Ahora apenas lo noto.
—Oye. —La gran complexión de Matt me supera—. ¿Cómo fue el
partido de práctica? ¿Fuiste la dueña de la cara del equipo blanco?
Me quito la camisa y aliso las arrugas, esperando que no pueda
oler el olor a cubo de basura. Su cabeza sudorosa me dice que también
se ha saltado la ducha, así que espero que padezca la misma inmunidad
olfativa que yo.
—Estuvo bien —le respondo. Matt toma el asiento a mi lado.
—Fue la reina de las asistencias —interviene Cameron. Se lleva un
bocado de pan francés a la boca—. Diría que al menos dos de los cuatro
goles fueron gracias a ella.
Mi estrategia para que no me pasen el disco está funcionando a las
mil maravillas. Y una de esas asistencias fue directamente a Melody, mi
compañera de equipo de negro. He descubierto que ayudarla a ser la
estrella sobre el hielo me la quita de encima incluso más que estrellarla
contra las tablas, así que son dos por el precio de una.
Matt habla de su propio partido y de cómo hoy ha marcado el punto
ganador para el equipo azul. Veo cómo mueve la boca, pero solo le
escucho a medias. Solo puedo pensar en el beso de anoche. Cada vez que
lo revivo en mi mente, siento un escalofrío que empieza en la parte baja
de la espalda y me sube por la columna vertebral hasta que se me erizan 154
los pelos de la nuca y sonrío como una tonta. Y ahora está sentado a mi
lado, a pesar de que estoy sin ropa y totalmente asqueroso.
Matt termina una historia sobre un jugador del equipo rojo que casi
fue expulsado hoy por intentar iniciar una pelea. Se lleva a la boca un
trozo gigante de ensalada y yo aprovecho la oportunidad.
—¿Quieresverunapelículaestanoche? —digo tan rápido que todo
sale como una palabra, recién inventada (país de origen: Desmayolandia,
que significa: “desmayarse tan rápido que sea incapaz producir un
enunciado”)
—Me encantaría —contesta—, pero esta noche tengo una sesión de
estrategia con el equipo azul. Vamos a ir a un pub en la carretera y hablar
de cómo vamos a aplastar al equipo rojo mañana.
Para salvar un poco mi orgullo después de ser brutalmente
rechazada por el chico más sexy que he visto en mi vida (por el que he
sido besada), me dirijo a Cameron.
—¿Qué hay de ti? ¿Maratón de películas de Lifetime?
Matt gime y lo mismo ocurre con Cameron.
—Me gustaría, pero tengo que trabajar en mi lectura de verano esta
noche o nunca voy a terminarla. Quien quiera que decidiera que Los
Miserables era una gran lectura de verano, puede morderme.
—¿No puedes simplemente ver la película? —Al parecer, Matt no es
tan buen estudiante como jugador de hockey.
—No si quiero un sobresaliente en mi trabajo —replica Cameron.
Se mete el último bocado de albóndiga en la boca y recoge el plato y los
cubiertos—. La señora Best, alias, La Bestia, tiene como un sexto sentido
para las personas que no leen el libro. Me colgaría de mis dedos de los
pies y me obligaría a recitar Beowulf en el inglés medio.
—Buena suerte —contesto, aunque en cierto modo me encantó Los
Miserables, el libro y el musical. Hice una presentación larga hace dos
años para un arreglo sinfónico de “I Dreamed a Dream”.
Matt apura los últimos espaguetis y salta tras ella.
—Me tengo que ir. Se supone que debo encontrarme con los chicos
en el vestíbulo a las siete. —Se agacha, luego se pone rígido y vuelve a
erguirse.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Bueno, iba a besarte, pero... no estaba seguro de si, ya sabes,
con tanta gente, así que... bueno, ahora me siento como un auténtico
estúpido. Esto era más fácil el otro...
Me pongo en pie y le doy un suave beso en los labios. Luego me 155
pongo rígida. Me dejo caer en la silla con tanta fuerza que tengo que hacer
una mueca de dolor. No puedo creer lo que acabo de hacer. Delante de
todos. ¿Quién soy?
Una sonrisa se extiende por la cara de Matt.
—¿Nos vemos mañana?
—Claro —le digo, intentando reprimir una enorme sonrisa. Ya me
duelen las mejillas.
Me saluda con la mano y sale de la habitación.
¿Quién soy? Soy Sloane Jacobs.
—Mierda, ¡has domado la ballena blanca! —Cameron me mira
boquiabierta desde el otro lado de la mesa. Otros patinadores me miran
descaradamente, y dos chicas de la esquina susurran detrás de sus
manos—. ¿Cómo lo hiciste?
—Dijo que ha cambiado —le respondo. Y por un segundo, al mirar
la cara de incredulidad de Cameron, mi propia creencia se tambalea por
un instante. ¿De verdad cambia la gente?
Cameron se encoge de hombros y recoge sus cosas.
—Bien hecho, Capitan Ahab. —Se pone de pie—. Me voy a estudiar.
Te veré después.
Me quedo sola con mi plato y me como el resto de los espaguetis.
De vuelta arriba, me planteo ir al otro lado del pasillo para ver qué
está haciendo Melody, pero entonces recuerdo que, aunque me chocó la
mano por la asistencia, la fuerza con la que me la chocó me sacó de los
patines. Creo que aún no estamos preparadas para ser mejores amigas.
Saco el móvil y le envío un mensaje a la única persona que conozco en
Canadá.
¿Quieres pasar el rato? Hace mucho que no te veo. -Tu doble.
Me manda un mensaje para que nos veamos en el patio de la
Universidad McGill. Según Google, está a quince minutos a pie, y me
tomo mi tiempo paseando por las calles. A pesar de que las clases han
terminado en verano, cuando llego a McGill, la zona está abarrotada de
gente haciendo picnic, jugando al frisbee bajo la luz mortecina y
paseando por los caminos y el patio.
Veo a Sloane Devon en un banco y troto a su encuentro. No la había
visto desde aquel día de hace dos semanas en que cambiamos de sitio.
Ya llevaba mi ropa, pero seguía pareciéndose a mí.
Pero ahora parece diferente, como si la camiseta verde menta y los
capris negros que lleva puestos le pertenecieran de verdad. Se trenzó el
pelo largo y oscuro para que le cuelgue sobre el hombro izquierdo. Lleva
mis bailarinas negras favoritas con flores blancas bordadas en los dedos.
De repente, desearía haber intentado elegir un atuendo de verdad en
156
lugar de ponerme un par de sudaderas cortas y una camiseta de tirantes.
—Mierda, pareces un vagabundo —dice ella. No sé si me toma el
pelo o no—. Estás en público, por el amor de Dios.
—Oh, cállate —digo—. Estoy abrazando a mi atleta interior.
—Oye, yo nunca me he visto así —dice. La veo viendo su reflejo en
la ventana de vidrio—. ¿O sí?
Me doy cuenta de su uso en el tiempo pasado, pero la ignoro.
—Me alegro de verte.
—Yo también —coincide—. ¿Te importaría dar un paseo?
—Sí, por favor —digo—. Me arden los cuádriceps del partido.
—Pensé que habías dicho que el hockey era fácil. Creo que dijiste
“acolchado como un muñeco de pruebas”. —Sonríe.
—Admito que puede que me haya equivocado —le contesto. Y luego,
porque no puedo evitarlo, pregunto—: ¿Qué hay de ti? ¿Transformarte en
una princesa del hielo es tan fácil como esperabas?
Niega con la cabeza y me sonríe. —Vamos a caminar —dice.
20
Traducido por Snows Q
Corregido por Gaz Holt

Sloane Devon
Avanzamos por los caminos, más allá de las ventanas de la librería
McGill. Están abarrotados de maniquíes, ataviados con ropa blanca y
roja: bufandas, camisas, sudaderas, pantalones de chándal; todos
luciendo el logo de la escuela y el nombre. Un busto sin cabeza en la
esquina lleva una camisa de hockey del McGill. Siento una extraña clase
de hormigueo en mis hombros, como si me estuviera perdiendo algo. O a
157
alguien.
—¿Entonces, como es el campamento? —pregunta Sloane.
—Oh, ya sabes, estoy perfeccionando mi axel doble, trabajando
para hacer uno triple —respondo.
En realidad se tambalea. —¿Lograste un doble en dos semanas? —
practicante me chilla.
Estallo en carcajadas. —Apenas puedo aguantar un sencillo —le
digo—. Pero lo haré. Ese chico Andy me está ayudando.
—¿Quién es Andy? —pregunta. Durante las siguientes manzanas,
le cuento sobre Andy y sus técnicas teatrales. Me preocupa que se caiga
a la calle cuando le digo que él sabe lo de nuestro intercambio, y tengo
que jurarle que es genial y que no lo contará. Cuando le cuento cómo me
ayudó a teñir de rosa a mi compañera de piso, parece ligeramente
apaciguada, sobre todo porque al parecer ha oído hablar de Ivy, el santo
terror del mundo del patinaje.
—¿Y cómo fue todo el asunto de los reclutadores? —le pregunto.
Temía recibir el informe completo. Si le ha ido mal, habré cavado mi
propia tumba con este truco. Todavía no he decidido si eso sería una
bendición o no—. Nunca recibí un resumen.
—No estuvo mal —dice con cuidado—. O, más exactamente, yo no
estuve mal. Quiero decir, no creo que haya arruinado tu futuro. —Sé que
quiere ser reconfortante, pero siento náuseas.
—Como si me importara una mierda mi futuro —digo. En caso de
duda, actúa como si no importara. Intento reírme, pero Sloane Emily me
mira de reojo.
—Hablo en serio —dice—. Resulta que soy una buena jugadora de
equipo. Soy buena con las asistencias.
—Cuando el entrenador Butler reciba el reporte, sabrá que algo ha
pasado. Nunca comparto el disco.
—Las personas cambian.
—Tal vez —respondo.
—Tú cambiaste —dice, y luego me empuja con un hombro—. Por
lo menos, tu armario lo hizo.
—Un problema temporal, te lo prometo —digo. Pero se me hace un
nudo en el estómago. Cuando vuelva a Filadelfia, ¿volverá todo a ser como
antes? ¿Salir con Dylan y sus estúpidos amigos, sentir hormigueos, ir a
la banca? También pienso en mamá y en si volverá a ser la misma. Y si
no lo es, si realmente está sobria, ¿cambiará también en otros aspectos? 158
¿Seguirá viniendo a mis partidos y animándome con su camiseta de
Mamá Jacobs? ¿Seguiremos viviendo aventuras locas e impulsivas en las
que volvemos a casa con una máquina de coser antigua o un perro
nuevo? No sé qué parte de ella es el alcohol y qué parte es, bueno, ella.
Ni siquiera sé si creo que la gente pueda cambiar.
Por otra parte, parece que Sloane Emily es diferente. Cuando la
conocí, llevaba algo con lentejuelas, creo. Desde luego era rosa. Recuerdo
que tenía el pelo brillante y liso y olía como los arreglos florales del funeral
de mi tía abuela Nina.
Me pregunto qué le diría esa chica a la que está sentada frente a
mí ahora. Estoy segura de que perdería la cabeza por el pelo encrespado
de Sloane, aún húmedo por la ducha, o por su ropa que no combina.
Paseamos un rato más. Sloane Emily me habla de un chico de su
campamento, Matt. No lo conozco, pero puedo imaginármelo: un chico
rico y torpe que juega al hockey. Sloane Emily me dice que es de Chestnut
Hill. Una vez vi a su equipo de hockey en un torneo. Era como un ejército
de rubios llamados Sven, todos con camisetas de rugby perfectamente
desgastadas y unas Ray-Ban en la cabeza. Probablemente sea el chico de
los sueños de Sloane Emily.
Se me viene a la cabeza la cara de Nando, pero alejo su imagen. No
quiero hablar de él, no sé qué diría.
Acabamos delante de un gigantesco muro de piedra en forma de
cresta. Está lleno de flores rojas y blancas que imitan el escudo de McGill.
Sloane Emily toma asiento en el borde. Yo me siento a su lado y me llevo
las rodillas al pecho.
—Oh, tengo algo para ti —dice, y rebusca en su bolso. Saca un
montón de sobres, unos cuatro o cinco sujetos con un clip, y me los
tiende. Los tomo con cuidado, como si fueran algo venenoso que pudiera
morder.
Las cartas están dirigidas a mí, a nombre de El Campamento de
Hockey Élite. La dirección del remitente está preimpresa en el sobre con
una suave tinta azul. “Centro de Rehabilitación Hope Springs”, dice. Hay
una pequeña ilustración de un arroyo balbuceante sobre el logotipo.
Debajo de la dirección, en tinta negra garabateada con letra familiar, está
el nombre de mi madre, Elena Jacobs. Parpadeo ante las palabras una y
otra vez, como si mirara a través de un visor y finalmente la imagen
cambiara. Me doy cuenta de que una costura entera está lo bastante
rasgada como para que pueda distinguir unas cuantas líneas escritas con
la letra de mi madre. Miro, frunciendo el ceño, a Sloane Emily.
—No la abrí —me dice rápidamente. Parece nerviosa pero trata de
sonreír—. Tenía ese aspecto cuando llegó aquí.
—No me importa —digo, con un temblor en la voz. Dejo caer todo
el montón en la cartera de cuero negro que pertenece a Sloane Emily, la
cartera que llevo como si fuera mía. Probablemente costó más que el
159
ingreso de mi madre en rehabilitación.
Sigue mirándome expectante, como si fuera Oprah y esperara que
le desahogara mis sentimientos.
—Si alguna vez quieres hablar o algo… —dice.
—No quiero.
Baja la mirada a sus uñas, los que ahora lucen tan mal como las
mías. —La familia apesta —dice—. Pero al menos tu familia lo intenta.
—No sabes nada sobre mi familia —digo glacialmente. Se me queda
mirando un segundo y luego mira el móvil.
—Probablemente debería volver —dice con la misma frialdad—.
Corro temprano con el equipo.
—Buena idea —le respondo. Solo faltan dos noches para la
competición final, lo que significa que Andy está programando cada vez
más entrenamientos extra.
De camino a casa, siento que la mochila me pesa, como si las cartas
tuvieran un peso añadido. Las saco del bolso y las miro fijamente, la letra
que he visto en innumerables tarjetas de cumpleaños, permisos y notas
en mi bolsa del almuerzo. ¿Tiene alguna explicación? ¿Está arrepentida?
¿Va a volver? Quiero saberlo, pero me da miedo lo que pueda decir.
Se tomó su tiempo para enviarlos. Creo que yo me tomaré mi
tiempo para abrirlas. Ahora solo tengo que averiguar dónde esconder las
cartas para que Ivy no las encuentre, aunque se ponga a husmear.
Si alguna vez he necesitado una distracción, es ahora. Respiro
hondo y recorro el registro de llamadas. Solo con oír la voz de Nando me
siento mejor. Marco su número y me da un vuelco el corazón cuando
suena. Una vez, dos veces... luego el teléfono salta bruscamente al buzón
de voz. Qué raro. Vuelvo a intentarlo, y esta vez solo suena una vez antes
de que conteste el buzón de voz.
¿Está desviando mi llamada?
Al doblar la esquina del IPB, me sorprende ver su coche aparcado
delante del edificio principal. Al principio pienso que es una ilusión o una
alucinación, pero luego le veo: apoyado en la puerta del acompañante,
con las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros desgastados. Con
botas y camisa de franela, mirando hacia la acera, parece una especie de
vaquero moderno. Su sola mirada me calienta por dentro.
—Hola —le digo, con una enorme sonrisa dibujándose en mi cara—
. Justo te estaba llamando.
Nando se aparta del coche. Su rostro está completamente
inexpresivo, casi duro, y no hay rastro de la calidez de anoche. Parpadea 160
un par de veces, mira sus botas marrones y luego vuelve a mirarme.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Sé que lo de ayer puede haberte asustado o algo así. Quizá no
debí descargar todos mis problemas contigo. Pero supuse que lo sabías
—dice.
—¿Qué? —le pregunto. Estoy tan confusa que siento la cabeza
como si fuera una de esas bolas de nieve agitadas—. ¿Sabía qué?
—Que me gustabas. —Sacude la cabeza y se me derrite un poco el
corazón—. Y pensé que quizá yo también te gustaba.
—Sí... me gustas —respondo. Mi corazón se vuelve un charco, pero
late tan fuerte que creo que se me va a salir del pecho.
Nando no sonríe. —Tienes novio —dice. Tiene la boca apretada y
los ojos marrones apagados.
—No, no tengo —digo, y por un segundo tengo el ridículo temor de
que Dylan esté difundiendo rumores de que seguimos juntos y que Nando
se haya enterado.
—Eso no es lo que dijo Matt O'Neill —espeta rotundamente.
—¿Quién?
—Matt O'Neill —dice cruzándose de brazos—. ¿No te acuerdas de
él? Vino al bar esta noche. No paraba de hablar de una chica increíble
con la que está saliendo. Su nombre es Sloane, dijo. Sloane Jacobs. Ella
es hermosa, con el pelo oscuro. Patina. Tiene una cicatriz en la barbilla.
Juega muy bien al hockey. ¿Te suena familiar?
Me siento como si estuviera en arenas movedizas y corriera el riesgo
de que me succionen hacia el suelo. —Pero yo no... —Empiezo a sentir
demasiado calor y el estómago se me revuelve demasiado rápido. No es
posible. Es una ciudad enorme. Es imposible—. Tiene que ser otra
persona...
—¿Estás bromeando, Sloane? —estalla—. ¿Crees que soy idiota?
Sabías que me gustabas. Me dejaste actuar como un idiota, dejándome
quejarme de mis problemas, y todo el tiempo estabas con ese tal Matt. —
Sacude la cabeza—. Nunca debí confiar en ti.
Siento que voy a vomitar sobre sus botas. —Nando, no es eso. Me
gustas. —No me mira y me oigo suplicarle—. Es complicado...
Por fin me mira. Sus ojos son fríos, acerados y furiosos de una
forma que nunca imaginé que pudieran ser. —A menos que haya otra
patinadora de pelo oscuro con una cicatriz en la barbilla y el nombre sea
Sloane Jacobs, no quiero oírlo.
—En realidad...
—Jesús, Sloane, en serio, ¿qué tan estúpido crees que soy? —Patea 161
un pequeño montón de grava con el interior de su bota, y las piedrecitas
van patinando por el pavimento en todas direcciones.
—No creo que seas estúpido en absoluto —le contesto, pero hablo
tan bajo que no creo que me oiga. De todos modos, no importa. Ya se ha
dado la vuelta, ha abierto de un tirón la puerta del coche y prácticamente
se ha metido dentro.
Quiero correr delante del coche, impedir que se vaya, hacerle
escuchar toda la historia. Pero me quedo donde estoy, con los pies
pegados al suelo, mientras él sale disparado por la calzada dejando atrás
los gases de escape y gravilla.
En cualquier caso, le he mentido. ¿Y cómo reaccionaría si supiera
que estoy huyendo del hockey? El hockey, el hecho de que juego, el hecho
de que me encanta, es lo que hizo que le gustara en primer lugar. Podría
enfadarse tanto que le contara a alguien lo de nuestro cambio. Mejor que
Nando piense que soy infiel antes que una impostora.
Sé que tengo que enviarle un mensaje a Sloane Emily para contarle
lo que pasa. Tendrá que asegurarse de que Nando no le ha dicho nada a
Matt. Pero cuando empiezo a escribir, el corazón me late con fuerza y los
dedos me tiemblan tanto que mi intento de texto parece más una sopa de
letras que un pensamiento coherente. Borro el mensaje y vuelvo a
intentarlo.
Matt ha conocido a alguien. Alguien que me gusta. Estamos
jodidas.

162
21
Traducido por Alyssa Volkov
Corregido por LIZZY’

Sloane Emily
El mensaje de Sloane Devon me asustó tanto que pensé que iba a
vomitar. Volví a llamarla lo antes posible para pedirle más detalles, y
aunque no me contó mucho sobre el Hombre Misterioso, sonaba lo
suficientemente temblorosa como para que yo supiera que se trataba de
algo importante. 163
Tuve que contenerme para no aporrear su puerta a primera hora
de la mañana. No quería levantar ningún tipo de sospecha si en realidad
no sabe nada del cambio. En lugar de eso, me duché tranquilamente y
me dirigí a desayunar como cualquier otro día.
Consigo atragantarme con un bocado de tostada, que parece
alojarse en mi garganta en cuanto veo a Matt. Se sienta a mi lado y
empieza a preparar un sándwich de desayuno: huevos, tocino y papas
fritas entre dos gofres tostados. Utiliza una capa de sirope como una
especie de epoxi para mantener unido todo el lío y luego da un mordisco
tan grande que rompe la cuarta fila de cuadrados de gofre. Hace tres
semanas, ver al chico al que estoy besando sentarse al otro lado de la
mesa y comer algo así me habría revuelto el estómago. Pero muchas cosas
han cambiado desde que me convertí en Sloane Devon hace tres
semanas.
Trago un sorbo de jugo de naranja. Es ahora o nunca.
—¿Entonces, como fue tu noche? —Espero que suene casual y no
como un pato siendo sofocado por un manatí.
—Impresionante —dice Matt—. Encontramos un pub genial donde
conseguimos estas locas hamburguesas de queso, y Jake y yo escribimos
algunas jugadas que destruirán totalmente al equipo contrario. Seguro
vamos a dominar.
También tiene una increíble cara de póker, o no sabe nada. Pero
tengo que intentarlo una vez más, o estaré enferma de preocupación todo
el día.
—¿No pasó nada… emocionante?
—En realidad no —dice. Toma rápidamente el resto de su jugo de
naranja y coloca el vaso en la mesa como si acabara de ganar un
concurso—. Ah, sí hubo una cosa.
Mi estomago cae hacia mi trasero.
—Malloy tenía una identificación falsa, la cual al parecer nunca
utiliza, porque solo tomó una cerveza y media para estar completamente
embriagado. Intentó hacer el baile “Single Ladies” en el bar, y el camarero
lo echó. Fue una locura.
La mención del camarero, al que Sloane Devon conoce, hace que
mi estómago dé un vuelco.
—¿No pasó nada más emocionante? —le pregunto, dándole una
última oportunidad.
Matt suspira. —Sloane, puedes confiar en mí, ¿recuerdas? No pasó
nada.
Dios mío. Cree que me preocupa que se haya enanchado con otra 164
chica. Lo que honestamente sería mejor que si se enterara de la verdad.
Pero aparentemente no pasó nada.
Y con eso, todos los miedos y nervios se esfuman como una
bengala. Siento como si alguien me llenara de helio. Estoy tan feliz que
podría irme flotando.
Cameron se acerca corriendo a nuestra mesa, con medio panecillo
en una mano perfectamente cuidada y sus rastas sujetas con una cinta
de rizo de aspecto vintage. Unos pantalones de chándal Adidas a juego
completan el look. Una vez más me maravilla su capacidad para convertir
ropa de deporte en un artículo de Vogue.
—¿Qué te tiene tan entusiasmada? —le pregunto—. Y si dices los
cinco kilómetros corridos antes de almorzar, voy a cruzar la mesa y te voy
a dar una bofetada.
—¡Vi a Hannah dejando el comedor con una carpeta! —chilla. Me
encojo de hombros y la miro fijamente. Está rebotando tan fuerte en su
silla que me preocupa que vaya a caerse de ella—. ¡Las listas! ¡Van a
publicar las listas finales!
Matt deja caer el último bocado de su sándwich de desayuno en el
plato, donde cae con un ruido sordo, pesado y almibarado.
—Oigan, debo ir a ver —dice. Se lame los dedos y salta de su silla—
. ¿Vienes?
—Oh por favor, chico dorado, como si tuvieras que mirar siquiera
—dice Cameron—. Vas a estar en el equipo universitario.
—Sí, pero quiero ser el capitán este año —dice Matt. Recoge su
plato y se acomoda en la silla (qué buenos modales). Se inclina y me
planta un beso rápido pero perfecto en los labios—. ¿Nos vemos afuera?
—Claro —respondo. No sé lo que me espera ahí fuera, pero si son
más besos de Matt, me apuntaría encantada a cantar el papel principal
en una representación de Grease 2 al final del verano. Se va trotando. La
mayoría de mis compañeros dejan sus desayunos a medio comer y se
dirigen al vestíbulo.
—¿No vienes? —Cameron se mete en la boca el último bocado de
panecillo y ladea la cabeza hacia la puerta. Suspiro y me alejo de la mesa.
—¿De acuerdo, qué es tan importante? ¿Qué es la lista?
— Los equipos de la última semana del campamento, que son
también los equipos del último partido del verano. Competirán dos
equipos universitarios y dos equipos juveniles. Y cada equipo tiene un
capitán, alguien que los entrenadores consideran el mejor de su grupo.
Es un gran honor capitanear uno de los equipos.
Toda mi emoción se desvanece. Ya sé en qué equipo estoy. En el
juvenil, por supuesto. Es imposible que esté en el equipo universitario. 165
Pero no me importa; es un milagro que haya sobrevivido hasta ahora, y
mucho más que haya aprendido a jugar.
Las listas están colgadas en la pizarra que hay entre los dos
ascensores, y hay una multitud de campistas reunidos a su alrededor.
Por turnos, se acercan a las hojas de papel verde neón y pasan los dedos
por las listas hasta llegar a sus nombres. Algunos ladran o gritan con
entusiasmo; otros sacuden la cabeza y se alejan arrastrando los pies.
Cameron se salta la cola por completo y se abre paso entre la
multitud hasta el frente, arrastrándome con ella. En la primera lista pone
“Juveniles” en letras mayúsculas, y la recorro con el dedo. Cameron se
salta esa lista y va directamente al equipo universitario. Al mirar, no veo
mi nombre. Se me revuelve el estómago. ¿Es posible que no entrara en
ninguno de los dos equipos? ¿Soy tan terrible? Vuelvo a mirar la lista,
pero a pesar de mis deseos y esperanzas y de mirar las letras con los ojos
entrecerrados, mi nombre sigue sin aparecer. Esto está muy mal.
—¡Sí! —Cameron salta hacia atrás de la lista, haciendo que un
chico junior salte a su paso. La mira mal, pero ella no se da cuenta. Está
demasiado ocupada sacudiendo el puño y bailando.
—¿Buenas noticias? —No quiero matar su entusiasmo con mi justa
derrota todavía.
—¡Diablos, sí! ¡Soy capitán del equipo azul, y tú estás en él! —Me
choca los cinco con tanta fuerza que me arde la palma de la mano.
—Imposible —le digo.
—¡Claro que estás! Míralo. —Me empuja entre la multitud hacia las
listas—. ¡Y reúnete conmigo arriba para celebrarlo cuando acabes!
La segunda lista dice: “Equipo Universitario Femenino Azul” en
letras grandes. Y, por supuesto, ahí está mi nombre. Sloane Jacobs.
—No puedo creerlo —murmuro.
—Créelo. —Melody está de pie junto a mí, señalando su nombre en
la parte superior de otra página que dice “Equipo Universitario Femenino
Rojo”. Ella es su capitán—. ¿Estás lista para ir otra vez?
Debe de entender que mi silencio es respuesta suficiente, porque
suelta un leve bufido y se marcha. Me quedo mirando mi nombre en la
lista del equipo universitario.
—¡De ninguna maldita manera! —repito en voz baja.
—Claro que sí. Te lo has ganado.
Me doy la vuelta y veo a la entrenadora Hannah sonriéndome. Por
un segundo, pienso que debe estar hablando con otra persona. Pero no,
soy yo. Me lo he ganado. No Sloane Devon, sino yo.
—Gracias —me las arreglo para decir. 166
—No me lo agradezcas. Lo digo en serio, te lo ganaste. —Garabatea
algo en el portapapeles, luego vuelve su atención hacia mí—. He leído tu
expediente. Llegaste aquí como una fanfarrona con un problema de ira,
pero te has convertido en una excelente jugadora de equipo. Positiva,
inteligente, siempre poniendo a tus compañeras y al juego por encima de
tu propia gloria individual. Tus compañeras de este verano tienen mucho
que agradecerte. Mantienes la calma y te centras en lo básico. Eso gana
partidos. Y te mete en la lista del equipo universitario. Buen trabajo.
Hannah asiente y se acerca al vestíbulo, donde Anita Hall, una
estudiante de segundo año que se pasó todo el campamento presumiendo
de sus habilidades, solloza entre las manos. Algo me dice que no acabó
en la misma lista que yo. Lo siento por ella. Sé lo que se siente cuando
esperas ser la mejor y no lo consigues.
Lo que no entiendo es este sentimiento. Yo no me monté en la
reputación de Sloane Devon. Hice mi camino patinando al equipo
universitario yo sola.
Aunque Anita sigue llorando en la esquina, no puedo reprimir mi
sonrisa. Debo de parecer una enferma mental, pero feliz.
Rebusco en mi bolso y saco el teléfono para enviarle un mensaje a
Sloane Devon con las buenas noticias. Quizá el hecho de que no haya
arruinado su futuro la anime. De hecho, si lo que dijo la entrenadora
Hannah es cierto, puede que la haya ayudado a recuperarse.
Pulso el botón de inicio y la pantalla cobra vida, mostrando una
lista de llamadas y mensajes perdidos. Se me revuelve el estómago. He
perdido seis llamadas: tres de mi madre, dos de mi padre y una de un
número que no reconozco. Lo primero que pienso es que alguien ha
muerto. Dios, ¿James ha hecho puenting o se ha ahogado en un accidente
de rafting? ¿Papá finalmente lo mató por unirse a los Jóvenes Demócratas
de Georgetown?
Llamo a mi correo de voz con manos temblorosas. La voz en el
primer mensaje es vacilante y tranquila, pero lo reconozco de inmediato.
Es Amy, la secretaria de prensa de mi papá.
—Sloane, necesito que llames. Tenemos una situación y, bueno, es
delicada. Y... um. —Hay una larga pausa en la que la escucho inhalar y
exhalar lentamente—. En lo personal, bueno, yo solo quería decir, um, que
lo siento mucho. Ojalá esto no hubiera pasado así. Pero, um, por favor
llama a la oficina cuando oigas esto. Lo siento. Um, lo siento.
Los recuerdos me invaden como un maremoto y tengo que
parpadear varias veces para asegurarme de que sigo de pie en el vestíbulo
de mi residencia y de que no me están arrastrando mar adentro. Salgo
disparada hacia el baño que hay justo al lado del vestíbulo: un mono, por
suerte. Giro la cerradura con fuerza y aprieto la frente contra el frío metal
de la puerta. 167
Había ido a su despacho para intentar convencerle de que no me
enviara al campamento de patinaje artístico. Tenía todo un plan. Este
verano haría horas de voluntariado, algo público, como limpiar un parque
o trabajar para Habitat, para que me fotografiaran. Tal vez incluso podría
dar clases de patinaje a algunos niños de barrios marginales. Podría
publicar las fotos en su boletín de noticias e incluso publicarlas en una
entrevista. Había estado pensando tanto en el plan que ni siquiera me
paré a...
Llaman a la puerta del baño y doy un respingo. —¡Ocupado! —grito.
La persona que está al otro lado de la puerta murmura algo y se aleja
arrastrando los pies. Compruebo tres veces la puerta. Sigue cerrada.
Cerrada. ¿Por qué papá no bloqueó la maldita puerta? ¿Por qué no
llamé? ¿Por qué irrumpí sin más? He pensado en ello un millón de veces,
y en lo mucho más fácil que habría sido si hubiera llamado. Entonces
nunca lo habría sabido, nunca lo habría visto.
Me imagino cómo Amy se apartó de él de un salto y empezó a
alisarse la falda como una loca, como si pudiera borrar lo que había
pasado si conseguía que su falda no se arrugara. Y a papá. Cómo su cara
pasó del pánico más absoluto al alivio. ¡Alivio! Como si se alegrara de que
no fuera otra empleada o política rival, o peor, una periodista.
No esperé a oír lo que ella diría o lo que él diría o lo que harían.
Simplemente corrí.
Miro fijamente mi teléfono. Todavía tengo mensajes de voz de mi
madre y mi padre, junto con un puñado de mensajes de texto. Se me hace
un nudo en la garganta. Es injusto. Esta es la razón por la que me cambié
con Sloane Devon en primer lugar, para alejarme de Amy, de mi padre,
de las estúpidas presiones de mi estúpida familia.
No estoy lista para volver. Todavía no.
Vuelvo a meter el teléfono en el bolso y salgo del baño, subiendo
las escaleras de dos en dos hacia la habitación de Cameron. Como dijo la
entrenadora Hannah, me lo he ganado

168
22
Traducido por Cynthia Delaney
Corregido por Alyssa Volkov

Sloane Devon
Puedo escuchar la música.
Bueno, no puedo oír la música, ya que no está sonando. Pero Andy
me hizo escuchar la maldita canción tanto que más o menos vive en mi
cerebro en este punto. Sigue diciéndome que tengo que vivirla, que el arte
es lo que me salvará, ya que es poco probable que pueda aprender saltos 169
o trucos serios. Así que cada noche me duermo escuchándolo. Cuando
me despierto, vuelvo a ponerme los auriculares y empiezo de nuevo. La
escucho durante horas en los entrenamientos. La tarareo en la ducha.
Pienso en ella durante la cena.
Llevar la canción de Harry Potter en bucle en mi cerebro debería
volverme loca, salvo por el hecho de que desplaza los pensamientos sobre
Nando y los recuerdos de su cara, dolida y enfadada. He intentado
ponerme en contacto con él, pero desvía todas las llamadas. El otro día
incluso fui a la pista comunitaria para intentar encontrarlo, pero no
estaba allí. No quiere que lo encuentren. No quiere hablar conmigo. ¿Y
qué le iba a decir?
Así que concentro toda mi energía en mi rutina, y ahora, repasando
nuestra rutina delante del resto de nuestra clase de parejas, puedo oír la
música tamborileando en mi cabeza.
Hemos conseguido hacer dos buenas elevaciones. Mi axel simple es
fuerte y puedo ejecutar un salto de vals con facilidad (por eso hay seis en
la presentación). La coreografía de Andy es perfecta. Hay mucho patinaje
rápido y juego de pies, lo que no me da problemas, ya que prácticamente
crecí sobre patines de hielo. Y con la forma en que ha convertido nuestra
música en mi propio gusano del oído personal, creo que realmente estoy
recibiendo esta cosa artística que sigue parloteando.
Entramos en el ascensor final de nuestra pieza: Andy me eleva por
encima de su cabeza y yo floto en el aire, con los brazos y las piernas
extendidos, sin miedo a que Andy me suelte y caiga en picado sobre el
hielo, destrozándome la cara. Tengo los brazos extendidos, suaves como
él me enseñó, trabajando hasta la punta de los dedos. Cuando Andy por
fin me coloca suavemente de nuevo sobre el hielo, damos la última vuelta
y nos detenemos con fuerza sobre las puntas de los pies, con los brazos
elevados con gracia pero triunfalmente por encima de nuestras cabezas.
El resto de la clase rompe a aplaudir. Katinka da una educada palmada
de golf, e incluso Sergei sustituye su habitual gruñido por una leve
inclinación de cabeza.
—Está bueno. Un poco rígido, pero muy bueno —dice Katinka—.
Es todo por hoy, clase. Tienen tiempo libre, lo que significa que tienen
que practicar en las salas, y esforzarse más que en clases, ¿de acuerdo?
Tiene razón. Con el paso de las semanas, el horario se ha vuelto
más abierto, pero el trabajo se ha vuelto más duro. Parece que el “tiempo
libre” es una especie de reto para esta gente. El entrenamiento de patinaje
artístico no es ninguna broma, eso está claro.
Andy y yo seguimos al resto de nuestra clase hacia la puerta del
lateral de la pista, donde la clase individual femenina está esperando para
salir al hielo y pasar un rato con Katinka y Sergei. Ivy es la primera de la
fila, parece un chicle con su maillot rosa y sus delicados guantes negros.
Cuando me fijo en ella, la mirada que me lanza casi hace arder mi moño 170
despeinado. Parece enfadada.
Me adelanta patinando y me golpea el hombro con su flaco y
huesudo hombro. Me tambaleo un poco hacia atrás, y Andy pone una
mano firme en la parte baja de mi espalda para estabilizarme.
—Ignóralo —susurra.
—Ivy, espero que veas a Sloane. Su interpretación de la música es
perfecta. Aprenderás un par de cosas, ¿no? Hace falta más que saltos
para ganar. —Miro a Katinka. ¿Está intentando que me maten? Echo un
vistazo a Ivy, que parece que se le está derritiendo el cerebro y que, en
cualquier momento, se le va a salir por las orejas. Decido no ponerle una
bandera roja al toro quedándome más tiempo del necesario y salgo
corriendo del hielo.
Andy y yo pasamos el resto de la tarde encerrados en una sala de
prácticas trabajando en nuestros saltos de lado a lado con zapatillas de
deporte. El trabajo constante es lo único que puede distraerme de mis
pensamientos sobre Nando. Aterrizo perfectamente el axel simple, sobre
todo porque es una versión más limpia de un salto de truco descuidado
que mi equipo y yo solíamos practicar cuando hacíamos el payaso. Un
salchow doble, sin embargo, es otra historia. Pero después de horas de
saltos y giros, de que Andy me lo explicara y de que yo me cayera de culo
en las colchonetas del gimnasio, me siento preparada para intentarlo
sobre el hielo. Mañana por la mañana tenemos otra de nuestras sesiones
extra con Katinka y decidimos intentarlo. ¿Qué es lo peor que puede
pasar? Que me rompa la pierna y no pueda pasar vergüenza delante del
público en el espectáculo de fin de verano.
Para la cena estoy dolorida, agotada y hambrienta. Me salto la
ducha y voy directamente al comedor. Voy por la mitad de mi segundo
plato de fideos de arroz sin gluten y albóndigas de tofu a la marinera
cuando una revista cae de golpe sobre la mesa junto a mi plato. El golpe
me hace soltar el tenedor, y una bola sin carne rueda por el suelo de
parqué a mi lado.
—Por Dios, Ivy. Usa una campana.
— Ahora mismo no quieres meterte conmigo —dice, con su acento
sureño en toda su gloria venenosa.
—Permíteme discrepar —murmuro. Apuñalo otra bola de tofu, pero
se me escapa del plato y rueda por la mesa. Ivy le da un manotazo y la
lanza al suelo.
—Sabía que había algo raro en ti. —Ivy me acerca la revista. Es un
número de People. En uno de los recuadros de la portada hay una foto
de un hombre con un corte de pelo militar y un traje caro. Debajo de la
foto hay un titular en blanco: El tórrido secreto de un senador. Intento
leer lo que pone debajo, pero Ivy me quita la revista—. Pensé que solo te
escondías de aquella patética presentación en los nacionales. O tal vez 171
habías perdido la cabeza. Pero no es eso, ¿verdad? Nunca la perdiste,
porque nunca la tuviste. Porque no eres ella en absoluto, ¿verdad?
Ivy abre la revista con tanta fuerza que la portada se rompe un
poco. Pasa a una página que ha marcado doblando la esquina. A
continuación, golpea con un dedo pulido de color rosa una página con
tanta fuerza que su dedo casi se rasga. La tinta se emborrona, pero no
importa. Lo único en lo que puedo concentrarme es en el titular, en
grandes letras negras, todo en mayúsculas, de modo que prácticamente
grita: el affaire de Jacobs con una empleada anima los chismes en
Washington. Debajo hay una foto de familia, una de esas de posado
formal ante un fondo gris suave. El padre y la madre están sentados en
sillas de caoba ornamentadas, y los niños están de pie detrás de ellos,
sus sonrisas son tan rigidas como los muebles, sus manos colocadas
rígidamente sobre los hombros de sus padres.
Solo reconozco una cara: Sloane Emily. La foto debe de ser de hace
un par de años, porque lleva el pelo más corto, apenas le roza los
hombros, y lleva un vestido de cuadros con un cuello blanco rígido que
solo una madre podría haber elegido. Su boca abierta muestra una
sonrisa imperfecta, con los dos dientes delanteros ligeramente separados
y el izquierdo un poco torcido.
Levanto la vista hacia Ivy, luego la bajo hacia la foto y vuelvo a
mirarla. Tiene los ojos entrecerrados, pero sonríe. Veo un punto en el que
se le borró el labial rojo y se desliza por la comisura de la boca. Me fijo en
ella, porque hace que la impresión general que me causa sea mucho
menos aterradora.
—¿Qué vas a hacer? —digo finalmente.
—Eso depende. —Su voz se convierte en un gruñido susurrado—.
No sé quién eres, pero este no es tu sitio. Lo supe desde el primer
momento en que te vi, y ahora sé por qué. Tienes dos opciones: fingir que
te has roto un tobillo y abandonar el programa, o hacer las maletas y
largarte de aquí antes de que le lleve esta revista al director.
El corazón me late tan fuerte que lo siento en la punta de los dedos.
En ese momento, siento un raro tirón dentro de mí. Me hierve la sangre.
Puede que me haya convertido en una princesa del hielo, pero mis
instintos de hockey siguen ahí. Tal vez Ivy pensó que solo porque hay
gente alrededor, yo no haría una escena. Que agacharía la cabeza y me
escabulliría en silencio para que ella se llevara toda la gloria. Y estoy lista
para hacerlo. Puedo tragarme mi ira. Puedo guardar mi cara de pelea.
Puedo alejarme. La miro.
Sigue sonriendo con suficiencia. —Y, ¿qué va a ser? ¿Te vas a ir a
casa como una niña buena, o tengo que obligarte a ir a casa?
Y me guiña un ojo.
Me pongo furiosa. Primero arremeto contra la revista, y cuando no 172
puedo quitársela de las manos, la placo. Cae de espaldas, con un golpe
sordo y un sonoro “¡Uf!”. Veo su cara, que transmite un shock total.
Está a punto de conocer a la verdadera Sloane Jacobs.
Ivy agarra la revista con una mano, pero libera la otra para
agarrarme de la coleta. Me da un fuerte tirón que me desequilibra. Ruedo
hacia un lado y ella se pone en pie. Antes de que pueda huir, agarro una
de las tiras de sus estúpidas sandalias. Una flor brillante se desprende
de mi mano. Es suficiente para que tropiece de nuevo. Pero en lugar de
correr, se da la vuelta y empieza a golpearme con la revista. La tomo, pero
ella me la quita de un tirón.
Se reúne una multitud y oigo a la gente gritar mi nombre. Pero lo
único en lo que pienso es en agarrar la revista.
Me abalanzo sobre ella, pero se desliza hacia atrás sobre su trasero
hasta quedar prácticamente debajo de una de las mesas. Agarro una silla
y la tiro a un lado, dispuesto a entrar tras ella, pero siento un firme agarre
en la cintura de mis vaqueros. En cuestión de segundos, me arrastran
hacia atrás. Hago un último intento por alcanzar a Ivy y la revista, pero
es demasiado tarde.
Siento que una mano me rodea el brazo y me levanta de un tirón.
—¿Qué está pasando aquí? —Es Sergei. Mete la mano bajo la mesa,
agarra a Ivy del brazo y, de un tirón, la pone en pie. Me fulmina con la
mirada.
—Sí, Sloane, ¿qué está pasando aquí?
Miro a mi alrededor y veo a mis compañeras de campamento. Bee
me mira con los ojos muy abiertos y horrorizada. Andy está un poco
apartado de la multitud, con una mano sobre la cara mientras sacude la
cabeza. Los demás se quedan boquiabiertos.
Trago saliva y parpadeo, pero no se me ocurre nada. No tengo
explicación, ni siquiera una mentira. No sé qué decir.
—¿Y bien? —pregunta Sergei, y cuando levanto la vista hacia él,
veo que su rostro, normalmente estoico, se ha suavizado un poco. No
parece enfadado, solo confuso.
Sigo sin saber qué decir.
Así que hago lo único que se me ocurre: Giro sobre mis talones, me
abro paso entre la multitud y salgo corriendo hacia la puerta.

173
23
Traducido por Gabihhbelieber
Corregido por Jasiel Odair

Sloane Emily
Matt y yo estamos viendo Mystery Alaska, de la colección de
películas de hockey del campamento, durante nuestro descanso después
de comer. Nunca he oído hablar de ella, pero Matt dice que es un clásico.
Sinceramente, podríamos estar viendo Saw IV, siempre que pueda
acurrucarme a su lado, con su brazo rodeándome, su mano apoyada
suavemente en mi cadera, mi cabeza acurrucada en ese rincón donde su
174
hombro se une a su pecho. Oigo su corazón latir más fuerte que la
película.
Me sorprende lo cómoda que me siento con él. Con Matt a mi lado,
no me preocupo por mi padre, ni por todas esas llamadas perdidas, ni
por jugar contra Melody, ni por lo que pasará cuando acabe el verano.
Me acurruco aún más a su lado, respirando el olor de su jabón y
su desodorante, una especie de aroma alpino fresco del que nunca me
canso. Me aprieta más y me besa en la cabeza.
—Sloane.
Al oír mi nombre, un rayo de terror me recorre la espalda.
Inmediatamente miro a Matt, aunque sé que no ha sido él quien ha
hablado.
La persona que ha hablado es una chica, una chica que no debería
estar aquí, una chica que se supone que soy yo.
Por favor, Dios, que me lo haya imaginado.
Matt se da la vuelta con cara de confusión.
Oh, mierda.
Yo también me giro. Sloane Devon está de pie detrás del sofá. Su
largo pelo oscuro es un nido de ratas. Parece anudado y sujeto por algo
grueso y rojo. El cuello de mi camiseta ajustada lavanda favorita está
rasgado y cuelga de un hombro, dejando al descubierto el tirante de su
sujetador, que también muestra vetas rojas. Tiene una gran huella roja
en el vientre y lo que parecen manchas de tierra en la cara que, gracias
a que huele como un Olive Garden, sospecho que pueden ser de orégano.
Toda la sangre del cuerpo se me escurre hasta los dedos de los pies.
Se me forman gotas de sudor detrás de las orejas y debajo de los ojos.
Siento como si alguien me estuviera lanzando el disco sin parar en el
tracto digestivo.
—Tenemos que hablar —dice ella.
Parece que la marinara se ha desatado.
—Ahora. —Los ojos de Sloane Devon van y vienen de mí a Matt,
que la mira fijamente e intenta contener la risa. No le culpo; yo también
me reiría si no supiera lo que sé.
—Ahora vuelvo —consigo decir, pero me sale una voz ronca que no
reconozco como mía. Salto del sofá, casi cayendo sobre la mesa de café
para evitar mirar la cara de Matt, y giro la cabeza hacia la puerta trasera.
Sloane Devon la abre de un empujón, aparentemente esperando que la
puerta fuera de plomo. Se abre con estrépito y choca contra la pared
exterior.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, tan pronto como estamos afuera. 175
—Alguien lo sabe —me explica—. Ivy lo sabe.
—¿Qué?
—Ivy lo sabe.
—Te escuché —espeto—. Quiero decir, ¿qué sabe exactamente?
—Sabe que no soy tú, así que supongo que no tardará en rellenar
los espacios en blanco —responde—. ¿Importa lo que sepa exactamente?
Me va a entregar. Es solo cuestión de tiempo que alguien descubra que
te haces pasar por mí.
—Dios mío. —Respiro larga y profundamente. Mil preguntas pasan
zumbando por mi cerebro, pero me decido por una—. ¿Cuándo?
—Quiero decir, puede que quiera lavarse los espaguetis del pelo
primero, lo que podría darnos una hora más o menos. —Sloane Devon
niega con la cabeza—. En cualquier caso, esto se ha acabado.
—¿Cómo?
Sloane Devon mira hacia abajo a sus zapatos: mis chanclas negras
favoritas con los diamantes de imitación negros en las correas. Tenía la
cómoda espuma negra perfectamente moldeada a mis pies de patinadora,
los arcos ligeramente hundidos por donde ruedo los pies al caminar.
Ahora no solo se ajustan a los pies de Sloane Devon, sino que también
están empapados de salsa roja, que se aplasta entre sus dedos. Mi madre
siempre decía que parecían baratos y quería que los tirara. Parece que
finalmente se saldrá con la suya.
—Sloane, ¿cómo se enteró? —pregunto de nuevo. Hay una extraña
palpitación comenzando en mi cabeza.
Sus ojos finalmente se encuentran con los míos.
—Había un artículo en People sobre tu padre —dice lentamente—.
Tiene una foto familiar.
Las gotas de sudor detrás de mis orejas se están convirtiendo en
pequeños ríos. Se me está empezando a pegar el pelo y me da calor.
—¿De qué... de qué va el artículo? —Apenas puedo decirlo.
Sloane Devon vuelve a mirarse los dedos de los pies, pero esta vez
sigue hablando.
—Hubo una especie de escándalo. Con tu padre. No lo leí, pero...
—Se queda callada y yo lo completo. Asiento con la cabeza para que sepa
que puede parar, y parece aliviada—. Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Tomo una decisión de inmediato.
—Nos vamos. Ambas saldremos de aquí. —Pero Sloane Devon ya
no me mira. Está mirando por encima de mi hombro. 176
—Sloane, ¿qué diablos sucede?
Me doy la vuelta y veo a Matt, su alto cuerpo llena la puerta abierta.
No sé cuánto tiempo ha estado allí de pie, pero por la mezcla de ira,
confusión y dolor en sus ojos, fue el tiempo suficiente.
—No eres... —Sacude la cabeza, como si lo ayudara a darle algo de
sentido a esta situación—. ¿No eres Sloane?
—Soy…
—Pero ella dijo que estaba fingiendo ser tú —dice. Señala a Sloane
Devon, y el reconocimiento parpadea en su rostro—. Te conozco —se da
cuenta—. Te reconozco de ese torneo en West Chester. Eres la chica que
golpeó con el disco de hockey al árbitro.
—Al parecer —espeta Sloane Devon.
—Es muy difícil de explicar —me excuso desesperadamente.
—Solo díselo. Será más fácil —dice Sloane Devon—. Confía en mí.
Gimo y me vuelvo hacia Matt. —Mira, mi nombre es Sloane Jacobs.
Y el suyo también. Nos conocimos la noche antes del campamento y
decidimos cambiar de sitio, así que ella fue al campamento de patinaje
artístico y yo al de hockey, y fingimos ser la otra durante el verano.
Matt me mira con incredulidad, obviamente haciendo acrobacias
mentales, intentando separar la realidad de la ficción. Parece que los
resultados no me favorecen. Entrecierra los ojos y cruza los brazos con
fuerza sobre el pecho.
—Así que todo este tiempo, ¿has estado mintiéndome?
—No realmente —le digo—. Quiero decir, sobre pequeñas cosas,
como que soy de Filadelfia o que sé jugar al hockey, pero casi todo lo
demás es verdad.
—Casi todo lo demás —repite—. ¿Pequeñas cosas?
Cuando oigo que me repite mis palabras, me doy cuenta de lo
ridícula que parezco.
—Matt, no es tan malo como parece...
—Es peor —dice. Sus ojos se entrecierran y cualquier rastro de esa
sonrisa fácil desaparece—. Sloane, mentiste sobre quién eres. Me hiciste
pasar por todos estos aros para demostrarte que podías confiar en mí,
cuando resulta que todo el tiempo has estado mintiendo sobre todo.
—Lo siento mucho —le digo. Porque, ¿qué otra cosa puedo decirle?
Pero me doy cuenta de inmediato de lo insuficiente que suena, como si
hubiera abollado su coche o tirado su teléfono al inodoro o cualquier otra
cosa que no implique mentirle sobre quién soy.
—¿Lo sientes? —repite con incredulidad. Se pasa una mano por el 177
pelo—. Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué mentiste en primer lugar?
—¡Tuve que hacerlo! —estallo, como si al gritárselo fuera a
entenderlo.
—¿Qué pensabas que iba a hacer, delatarte?
—No. Quizás. No lo sé.
—Eso es mentira, Sloane. Me mentiste porque no podías confiarme
la verdad. Deberías haber dicho algo la primera noche que nos besamos.
Se me hace un nudo enorme en la garganta.
—Lo sé, debería haber...
—Pero no lo hiciste —me dice, y cualquier esperanza de que me
perdone se desvanece—. Solo te mantuviste mintiendo.
—Matt, yo…
Me interrumpe. —No quiero oírlo. De todas formas, parece que
tienen prisa. Será mejor que se vayan.
Se me llenan los ojos de lágrimas y no intento detenerlas. —¿Puedo
llamarte, por favor?
—Claro —dice sin tono, y luego sale de la puerta para que Sloane
Devon y yo podamos pasar por ella—. Aunque no puedo prometerte que
conteste.
***

Como Ivy le ha dicho a Sloane Devon que solo la delataría si se


quedaba, me imagino que es seguro que se quede en mi habitación. Ivy
pensará que Sloane se largó como le dijeron. Después de asegurarme de
que Melody no está cerca, meto a Sloane Devon en mi habitación con
instrucciones estrictas de que no salga a menos que tenga que hacer pis,
y aun así, eso debería ser hacia las cuatro de la mañana, cuando nadie
esté despierto.
Encuentro vuelos para las dos para la mañana siguiente. Con todo
el ajetreo que rodea a los partidos de mañana por la noche, debería ser
fácil para mí escabullirme sin ser detectada. Utilizo la tarjeta de crédito
de emergencia que me regaló mi madre cuando empecé a conducir.
Probablemente imaginó que la usaría para gasolina si me quedaba tirada,
para reservar una habitación de hotel si me pillaba conduciendo en medio
de una tormenta, o incluso para comprarme un vestido de emergencia
para un evento de gala. Estoy segura de que nunca imaginó que estaría
facilitando mi huida de un país no tan lejano.
Pensar en mi madre hace que mi cerebro entre en una espiral de 178
“¿qué va a pasar ahora?” que se precipita por un acantilado oscuro y
tormentoso. Tengo que detener mi cerebro antes de caer en un abismo
tan profundo que ni siquiera veo un castigo razonable en el fondo.
No puedo preocuparme por eso ahora. No puedo pensar en nada.
Solo necesito volver a casa, si es que hay una casa a la que volver.
A la mañana siguiente, envío a Sloane de vuelta al campamento de
patinaje artístico con instrucciones estrictas de no detenerse ante nadie.
Tiene sesenta minutos para hacer las maletas y reunirse conmigo en el
aeropuerto, una hora antes de la salida de nuestros vuelos del mediodía.
Tardo unos diez minutos en meter toda la ropa de Sloane en su mochila
y volver a empaquetar su equipo, lo que para mí son nueve minutos de
más. Quiero salir de aquí. Ahora mismo
24
Traducido por Val_17
Corregido por Cami G.

Sloane Devon
Cuando regreso a mi dormitorio, encuentro a Bee sentada en la
alfombra de felpa fuera de mi puerta.
—En el nombre del Chef Boyardee, ¿qué te pasó?
—¿No has escuchado? —suspiro. Me las arreglé para lavar la salsa
marinera de mi pelo durante una carrera encubierta a mitad-de-la-noche
179
con Sloane Emily, pero mi ropa sigue salpicada de rojo, y sospecho que
me perdí algunas manchas alrededor de mi cuello.
—Sí, lo escuché, pero quiero que tú me lo digas.
Dudo por un segundo. Sloane Emily me hizo jurar que no hablaría
con nadie —solo apresurar las cosas en sus maletas y sacarlas.
—Entra —digo. Empujo la puerta y la hago pasar. Ella se sienta en
mi cama y cruza sus brazos de la misma manera que un subdirector
cuando te llaman a la oficina.
Trato de recordar qué le dijo Sloane Emily a Matt. Salió realmente
rápido y fácil, como arrancando una curita. Empiezo diciéndole que no
soy patinadora artística. Le digo que juego hockey, que soy de Filadelfia,
y que aunque mi nombre es Sloane Jacobs, no soy la Sloane Jacobs de
patinaje artístico que se supone que debe pasar su verano aquí. Le cuento
de Ivy y la revista, con cuidado de no mencionar el escándalo sexual,
porque esa no es mi información para compartir. Además, me imagino
que bastante pronto todos en el mundo conocerán los detalles sobre la
familia de Sloane Emily. Bee eventualmente escuchará sobre ello.
Luego le cuento que fui a ver a Sloane Emily, y que estamos en
nuestro camino para salir del país. Cuando termino mi historia, los ojos
de Bee están tan grandes que parece que van a apoderarse de su cara.
—Supongo que puedo ver por qué lo hiciste. Quiero decir, ¿con qué
frecuencia encuentras a alguien con el mismo nombre exacto?
—Exacto —digo. Cielos, espero que mi papá y el entrenador Butler
lo vean de la misma forma. Recuerdo el vértigo al estilo Dimensión
Desconocida que sentí en el hotel cuando Sloane y yo descubrimos que
compartimos nombre, altura, y el mismo pelo oscuro.
—Pero tenías que aprender el maldito patinaje artístico. —Sacude
la cabeza—. Tuviste que renunciar a la mayor parte de tu verano. ¿Por
qué querrías pasar por todo eso?
—Por eso mismo —digo.
—No lo entiendo. —Frunce el ceño.
—Trataba de ignorar algunas cosas, alejarme un tiempo, ¿sabes?
Quería renunciar a todo mi verano. Quería renunciar a mí. La cual es
también la razón por la que no le dije a nadie la verdad. Porque entonces
tendría que hablar de las cosas exactas de las que trataba de alejarme en
primer lugar. —Las palabras salen de mi boca antes de que me dé cuenta
que son ciertas.
—Bueno, puedes hablar sobre ellas ahora —dice.
—Tengo que terminar de empacar.
—De acuerdo —dice. Se levanta y lanza mi maleta sobre la cama,
volteando la tapa—. Empaca y habla. 180
Empiezo tirando prendas de vestir de las perchas y empujándolas
en la maleta. Saco la camiseta gris de seda (que llevaba el primer día que
estuve con Sloane Emily) de la percha. Recuerdo que pensé que todo esto
solo iba a durar un día, dos días máximos. Y ahora aquí estoy, casi cuatro
semanas después, sorprendida y más que un poco triste de que todo se
esté desmoronando.
—Mi mamá está en rehabilitación —dejo escapar. Mantengo mi
enfoque en la camiseta gris. Es la primera vez que lo digo en voz alta, y
tengo que cerrar la boca para evitar que le siga un sollozo jadeante.
Respiro profundo y miro a Bee, que sigue tranquila y metódicamente
doblando un par de pantalones.
—Han pasado un par de años y al final tuvo un accidente mientras
estaba… ya sabes. —No me atrevo a decir la palabra fea en voz alta.
Borracha. Suena tan sucia y áspera, como si estuviera viviendo en un
episodio de The Wire, lo que probablemente es lo que la mayoría de esos
niños ricos pensaría si supieran la verdad sobre mí. Bee aún no dice
nada, simplemente coloca la pila de pantalones ajustados junto a la
sudadera con capucha de Sloane, la única que empacó, con grandes
letras deletreando “Brown”—. Las cosas han sido tan horribles. No me he
sentido bien, ¿sabes? Y no paraba de explotar en el hielo. Mi hielo. Juego
hockey. —Estoy sorprendida por lo extraño que es decirlo en voz alta, en
esta bonita habitación, rodeada por la explosión de cosas rosas de Ivy.
Bee simplemente asiente y sigue empacando, doblando todos los
artículos que tiro sobre la cama. Ahora que he empezado a hablar,
descubro que no puedo parar.
—Me metí en una gran pelea en mi último partido. Yo la empecé.
Mi entrenador habló con mi padre, que, por cierto, apenas me ha dirigido
la palabra desde el accidente de mamá, y lo siguiente que supe es que me
iban a enviar fuera, igual que a mi madre. Solo que se suponía que iba a
pasar cuatro semanas en un campamento de hockey. Y entonces conocí
a Sloane, la otra Sloane, quiero decir. Tenía una vida perfecta. Deberías
haber visto su habitación de hotel. ¡Era del tamaño de toda mi casa! Así
que cuando sugirió el cambio, me pareció la solución perfecta. La mejor
manera de no pensar en las cosas que me hacen sentir que me estoy
descojonando, era no, ya sabes, ser yo.
Bee toma la camiseta gris de mis manos, la dobla y la coloca en la
parte superior de una pila en la maleta. Voltea la tapa y la empuja hacia
atrás, haciendo un espacio en la cama junto a ella. Luego gira sus ojos
verdes hacia los míos. —Sloane, siéntate.
Me siento, pero sigo rígida como una tabla. Mis manos están
firmemente cerradas, como si estuviera conteniendo las lágrimas en mis
palmas y, si pierdo mi agarre, saldrán a borbotones.
—Sloane, lo entiendo. De verdad, más de lo que crees. Cuando el
alcoholismo de mi padre empeoró, habría hecho cualquier cosa para solo
181
escapar y esconderme del problema.
Ella lo dice como si nada. Alcoholismo. Clínica, pero el peso de la
palabra me hace detener y mirarla fijamente. Ha dicho mucho la palabra,
pero me doy cuenta que todavía le duele un poco.
Bee finalmente aparta la mirada y se mira las manos, que están
unidas en su regazo. —Las cosas fueron mal. Se emborrachó mucho en
uno de los juegos de baloncesto de mi hermano y se metió en una pelea
de puños con uno de los otros papás. Les tomó a otros tres padres y dos
guardias de seguridad detenerlo, y todo el asunto terminó en la televisión
local. Fue tan vergonzoso. No pasó mucho tiempo después de eso cuando
finalmente admitió su problema y consiguió ayuda.
—¿Funcionó?
—Bueno, no es una cura, pero hizo todo la cosa de los doce pasos,
hacer las paces y todo eso. Y no podía perdonarlo de inmediato. Todavía
no puedo. Pero las cosas mejoran un poco cada día.
—Es bueno —digo, casi sin poder respirar. Me pregunto si mamá
va a disculparse, si de hecho vamos a hablar las cosas que nadie ha
mencionado en mi casa por años, que solía tener que llevarla a la cama.
Que se perdió cumpleaños. Que me puso en el auto con ella cuando se
hallaba borracha.
Bee me sonríe y aprieta mi mano.
—¿Quieres que te ayude a terminar de empacar?
—No, gracias —digo—. Creo que necesito un poco de tiempo a
solas.
—Muy bien. —Bee se acerca y me envuelve en un abrazo. Un abrazo
real, de esos que comprueban mis costillas y aprieta el aire de mis
pulmones—. Estoy tan disgustada de que no conseguiré verte patinar. Te
estabas volviendo muy buena. Me habría encantado ver tu gran momento
ahí fuera.
—Gracias, Bee —digo contra un gran mechón de su rizado cabello
rojizo.
—Mantente en contacto. Puedes llamar en cualquier momento.
Estoy feliz de solo escuchar, ¿está bien?
—Gracias —digo de nuevo, solo que esta vez sale como un pequeño
susurro. El nudo en mi garganta está subiendo peligrosamente.
Cuando Bee se levanta, me limpio las mejillas. Tan pronto como la
puerta se cierra detrás de ella, voy por el último artículo en el armario, la
chaqueta de lana de Sloane Emily. Tiro el montón de cartas de mi madre
fuera de la bolsa y me siento en la cama. Encuentro la que tiene el sello
postal más antiguo, la que llegó primero, luego deslizo mi dedo bajo el
sello. 182

Querida Sloane,
Antes de contarte cualquier cosa, necesito decirte que lo siento
mucho…

Y entonces el nudo en mi garganta explota. Las lágrimas se


derraman. Corren por mis mejillas, mi cuello, y se juntan en mi clavícula.
Jadeo tan duro por los sollozos que empiezo a hipar. Las lágrimas son
tan gruesas que apenas puedo seguir leyendo.
Pero lo hago.
25
Traducido por gabihhbelieber
Corregido por Meliizza

Sloane Emily
El aeropuerto de Montreal es un edificio cavernoso con paneles de
cristal y techos altísimos. Estoy aparcado en un banco junto a los
quioscos de venta de billetes, escudriñando a la multitud en busca de
Sloane Devon. Miro el reloj: once y veinte. Tiene que llegar en los próximos
diez minutos si queremos facturar nuestros vuelos. 183
Hay un banco de pantallas de televisión colgadas sobre las puertas
automáticas frente a los bancos. El parloteo de los viajeros y el chirrido
de las maletas rodando por el suelo me impiden oír, pero los subtítulos
son bonitos y grandes.
La primera pantalla muestra un anuncio publicitario de un
producto que consiste en bandas elásticas y bolas multicolores que
supuestamente te dejan musculoso como Arnold Schwarzenegger. La
siguiente muestra un dibujo animado con tantos colores que me
sorprende que los niños no sufran convulsiones al verlo. Las tres
siguientes muestran noticias por cable, dos de Estados Unidos y la
tercera de un equivalente canadiense de la CNN. Mientras miro, las tres
pantallas cambian a la misma imagen.
Parpadeo varias veces, pero la imagen no desaparece.
Supongo que no debería sorprenderme. A Washington le encantan
los escándalos sexuales.
Mi padre sale de un edificio que no reconozco y se acerca a un
millón de micrófonos que le apuntan directamente. Le veo alisarse la
corbata, un hábito nervioso que tiene desde su primera elección. Nunca
habla sin alisarse la corbata.
Empieza a mover la boca, pero no le oigo. Los subtítulos tardan un
momento en alcanzarle.
Hoy he deshonrado mi cargo. He deshonrado a mi circunscripción. Y
lo que es peor, he deshonrado a mi familia, y lo siento de veras. Entiendo
que todos ustedes tienen trabajo que hacer, y que esta es una historia que
sienten que tienen que contar. Solo les pido que respeten la intimidad de
mi mujer y mis hijos, que ya lo estarán pasando bastante mal para superar
el dolor y la angustia que les he causado. No se merecen lo que les he
hecho, y no se merecen ser atormentados por mis errores. Susan, James y
Sloane, lo siento de verdad.

Las tres pantallas cambian de nuevo a una toma de estudio, donde


tres presentadores excesivamente peinados comienzan inmediatamente
a diseccionar su disculpa. Quiero lanzar algo pesado contra los cinco
televisores, incluidos los infomerciales y los dibujos animados. Quiero
romper cosas. Quiero gritar.
Pero, sobre todo, quiero salir corriendo. Quiero correr más lejos y
más rápido que hace cuatro semanas, cuando decidí ser otra persona.
Las puertas automáticas se abren y Sloane Devon entra a grandes
zancadas tirando de mi maleta con ruedas y mi bolsa de patines al
hombro. Me ve, me saluda y se abre paso entre la multitud.
—Tenemos que volver —jadeo. 184
Me mira fijamente. —¿Estás loca?
Me tiembla todo el cuerpo. —Acabo de ver a mi padre en la tele. Si
vuelvo a casa, me van a poner las cámaras y los micrófonos en la cara.
Me gritarán por la calle y me harán fotos. Iré al supermercado y veré mis
estúpidas fotos familiares en la cola de la caja. No puedo volver atrás".
—Vale, vale. Cálmate —dice ella. Suelta las dos bolsas y me pone
las manos en los hombros—. Pero, ¿adónde vamos a ir?".
No había llegado mucho más lejos que esconderme en el aeropuerto
hasta que los de seguridad me hicieron salir.
—No lo sé —le digo—. Todavía no estoy lista para irme a casa. No
estoy lista para irme. He trabajado tanto…
Sloane Devon me mira como si me hubiera salido una segunda
cabeza. —Esto es una locura. ¡No hay manera de que pueda volver! Ivy
está esperando para descubrirme al mundo entero.
—¡Entonces no la dejes! —le digo.
—¡La ataqué con pasta falsa! —prácticamente chilla—. Tendré
suerte si no me esposan nada más verme.
—Haz lo que quieras —le digo. Recojo su bolsa y me la echo al
hombro—. Puedes volver a Filadelfia. Pero he trabajado demasiado este
verano para dejarlo todo antes de que se acabe, antes de que yo acabe.
Voy a volver, y voy a jugar.
Sloane me mira fijamente. Luego, para mi sorpresa, se echa a reír.
—Realmente eres una nueva Sloane Jacobs, ¿no?
—Y tú no eres más que la misma de siempre huyendo —le digo. Es
cruel, y lo sé. Sus ojos se abren como si la hubiera abofeteado.
Cruzo las puertas automáticas tan rápido que casi no se abren a
tiempo. Me acerco al bordillo y levanto la mano para llamar al siguiente
taxi, que se detiene delante de mí. El conductor se apresura y empieza a
meter mis maletas en el maletero. Me deslizo en el asiento trasero. Oigo
el portaequipajes y él vuelve al asiento del conductor.
—¿Adónde vamos?
Abro la boca para responder, pero no tengo oportunidad.
—Vamos a hacer dos paradas —dice Sloane Devon mientras se
sienta a mi lado.

185
26
Traducido por Deydra Eaton
Corregido por Verito

Sloane Devon
Estaba preocupada de que alguien iba a engancharme en el
momento en que entramos por la puerta del IPB; preocupada de que tal
vez enviarían a Sergei para usar algo de sus músculos ucranianos para
deshacerse de mí.
Pero nadie me presta atención en lo absoluto. 186
Las patinadoras pasan junto a mí apresuradamente, algunas ya
vestidas con elásticos, brillantes y relucientes trajes, bolsas de patines al
hombro y kits de maquillaje aferrados en sus manos. Ella St. Clair está
en la esquina en una de las sillas antiguas con Caitlin Hanson alzándose
sobre ella, peinando furiosamente su cabello en una trenza francesa.
Otras dos patinadoras permanecen a lado de ellas esperando su turno.
Hay una nube visible de brillo colgando en el aire como una bruma.
Bueno. Tal vez me ayude seguir de incógnita.
Un grupo de chicas jóvenes pasan volando más allá de mí,
probablemente en su camino para tomar el próximo traslado a la pista.
La actuación de hoy tendrá lugar en un gran estadio de la Universidad
de Montreal, lleno de luces, incluso tiene un “Kiss and Cry”: un sitio a un
lado de la pista en donde, después de hacer nuestra actuación, nos
sentaremos y esperaremos nuestros resultados, y llorar ya sea de
felicidad o de desesperación total. Tenía que encontrar a Andy para que
me explicara qué es eso exactamente, y estoy temiendo eso incluso más
que la actuación en sí.
De repente, una mano me agarra el codo. Mi primer pensamiento
es que estoy atrapada.
—¿Estás bien? —Andy me da la vuelta para encararlo, agarrando
mis brazos como si fuera algún tipo de intervención, y exhalo. Ya está en
su sólido traje negro de licra, sin mangas para lucir sus brazos. Nunca
conocí a un chico que pudiera verse tan genial en un leotardo.
—No lo sé. Tú dime. —No tengo idea si todo el mundo escuchó por
qué Ivy y yo nos metimos en una pelea, o si las personas simplemente
asumieron que soy una psicópata que da palizas en la competencia. Dios
santo, por favor de que sea la teoría de la psicópata.
—Bueno, después de tu pequeña guerra de comida y tu salida
rápida, Ivy se quedó ahí quejándose de que eras una impostora. Fue una
crisis épica. Katinka hizo que se callara y la mandó a alistarse para la
competencia. Creo que gracias a su poderosa histeria en realidad nadie
escuchó la verdad; o si lo hicieron, no lo creen. Gracias a Dios siempre
fue una reina del drama.
—Gracias a Dios —digo, y realmente siento mi pulso disminuir a la
mitad. No me di cuenta de que mi corazón estaba escenificando una fiesta
dentro de mi pecho—. ¿Estás seguro que nadie vio la revista?
—Chica, estos niños no han tenido nada más que diamantes de
imitación y lutz en sus mentes por semanas. Nadie le está prestando
atención a CNN. —Andy me evalúa—. ¿Esto significa que vas a patinar?
—Si me lo permites —digo, y siento mi pulso acelerarse de nuevo.
Andy alza sus cejas prácticamente hasta su frente. —¿Por qué no 187
habría de hacerlo?
—Porque podrías meterte en problemas por ayudarme —digo—, o
por lo menos, podría hacerte quedar mal allá afuera.
—En primer lugar, me importa un trasero de rata si la gente se
entera que te ayudé porque, en segundo lugar, no vas a hacerme quedar
mal. —Se cruza de brazos—. Cuando la gente vea lo que he hecho por ti,
van a estar rogándome que los entrene. ¿Cómo crees que voy a ganarme
la vida un día? Tú, chica, eres mi boleto dorado.
—Entonces, no hay presión, ¿eh? —Trato de reír, pero lo único que
sale es un chillido.
—Deja ya la mierda de “pobre de mí” y ve a vestirte —dice. Me da
la vuelta y me señala las escaleras.
Miro por encima de mi hombro y le saco la lengua, y él me da una
suave palmada en el trasero. Subimos por las escaleras y giramos a la
izquierda para ir a mi cuarto. Andy agarra mi brazo de nuevo.
—No hay necesidad de correr hacia Ivy hasta que estés realmente
en el hielo. ¿Por qué arruinar la sorpresa? Puedes alistarte en mi cuarto.
27
Traducido por Deydra Eaton
Corregido por Paltonika

Sloane Emily
Entro a la arena, esquivando espectadores y casi tacleando a una
pequeña niña rubia con una enorme bolsa de equipo de Sloane Devon.
La pongo sobre mi hombro de nuevo y otro niño pequeño tiene que
escabullirse fuera de mi camino.
Me abro paso entre la multitud en el entrepiso y me impulso a las 188
escaleras que conducen al hielo. Ya hay una multitud decente en las
gradas, sin mencionar a la multitud que acabo de cruzar en el entrepiso.
De todas las cosas que pensé cuando me imaginé jugado este juego,
nunca pensé sobre el hecho de que realmente habría gente mirándome.
Oh, mierda.
Dirijo mi mirada hacia el túnel de concreto al pie de la escalera que
conduce a los vestuarios. No te preocupes por la multitud. Estarás bien.
Vístete. Patina.
Me apresuro por las escaleras y empujo la pesada puerta de metal.
Instantáneamente, soy recibida por una Cameron de aspecto agotada,
vestida con el equipo completo, sus rastas en coletas trenzadas.
—¿Dónde has estado? ¡Estás increíblemente atrasada! —Quita el
bolso de mi hombro y me hace gestos para que la siga por el laberinto de
bancas y casilleros—. Pensé que habías muerto en alguna zanja. Tenía
miedo de que tuviéramos que traer a Trina del equipo B.
—Siempre y cuando tus prioridades estén en orden —respondo.
—¿Quieres bromear o quieres jugar hockey? Porque Trina estaría
emocionada de poder caer de cara con el equipo universitario. —Trina es
una buena jugadora, excepto por su persistente problema de tropezar con
sus propios patines en cuanto lanza.
—Lo siento, solo tenía que ocuparme de algunas cosas —digo.
Una mirada de preocupación cruza por su rostro. —¿Está todo
bien? Le pregunté a Matt dónde te encontrabas, pero no me daría una
respuesta directa. —Nos detenemos frente a mi casillero, y Cameron deja
caer mi bolsa a mis pies. Mi estómago cae con ella.
—¿Qué dijo? —gruño. Matt podría haberle dicho la verdad a
Cameron. Podría haberle dicho a todos la verdad. Por lo que sé, la
entrenadora Hannah está esperando en el hielo para arrastrarme lejos
para ser interrogada bajo una luz caliente en algún lugar.
Cameron se encogió de hombros. —Dijo que si buscaba a Sloane,
tendría que ser más específica. ¿Ya hay pelea entre enamorados?
—No exactamente... —empiezo, pero me interrumpe.
—Como sea, puedes decirme luego. Es tiempo de jugar.
No quiero seguir mintiéndole a Cameron. Es mi única amiga de
verdad aquí, o en cualquier lugar, para el caso. Fue horrible que Matt me
mirara como si fuera una embustera, pero probablemente sería peor que
Cameron me odiara. Quiero decirle, pero la conozco lo suficiente para
saber que ahora no es el momento. No puedo confesar que mentí sobre
quién soy por cuatro semanas y esperar que confíe en mí en el hielo.
—Recuérdame decirte algo después del partido, ¿de acuerdo? —
Voy a contarle toda la verdad. Solo espero que ganemos, porque estará 189
muy feliz para que le importe. Y entonces, tal vez pueda mantener a mi
amiga.
—Lo haré. Ahora necesitas poner tu cara de juego —dice. Saca mi
camiseta de la percha que está sobresaliendo del casillero y la arroja a mi
cabeza—. Y también tu camiseta.
Quito de mi rostro la camisa de color azul intenso, feliz de tener
una tarea y una distracción de los nervios y la culpa y la ansiedad
bailando conga en mi estómago. Bajo la mirada hacia la tela en mis
manos y veo las letras mayúsculas blancas cosidas que deletrean Jacobs.
Tengo que evitar romperme. Tal vez pueda estar fingiendo, pero yo soy
Sloane Jacobs. Ese es mi nombre.
Me visto, luego me doy un último vistazo en el espejo. Mi teléfono
suena. Lo saco de mi bolso, y veo en la pantalla que es un mensaje de
James.
¡Sorpresa! Vine a ver tu gran regreso. ¿A qué hora vas a
aparecer?
Ni siquiera tengo tiempo para ponerme nerviosa o asustarme o
inventar una mentira. Se acabó todo. Ahora solo soy yo. Tecleo una
respuesta, luego meto mi teléfono de vuelta a mi bolso.
Ven a la Arena McConnell. Calle Universidad 3883. Estoy
vestida de azul. Te explicaré después.
28
Traducido por Sofía Belikov
Corregido por Alessandra Wilde

Sloane Devon
He estado fingiendo ser alguien más durante cuatro semanas. Por
cuatro semanas me he puesto la ropa de alguien más, he practicado el
deporte de alguien más, y he contado la historia de alguien más. Debería
estar acostumbrada a ello, pero mirándome en el espejo de la habitación
de Andy ahora mismo, no me reconozco en absoluto. 190
Y es totalmente raro.
Andy ha usado un impermeabilizante industrial para mantener mi
cabello en un alto y apretado rodete. El efecto tiene mis cejas arqueadas
en una mirada apacible, pero aun así sorprendida. Que es acentuada por
el pesado delineador negro que me ha puesto. Mis labios están cubiertos
por un color que debería ser llamado “Ramera” o “Callejera”. Mis mejillas
han sido polvoreadas con un brillante colorete que se extiende casi hasta
el nacimiento de mi cabello. Justo por debajo del cuello. Mi torso está
cubierto en un fruncido corpiño negro de licra con pequeños diamantes
falsos enterrados en la tela. La parte superior es tan transparente que
hace que el vestido luzca como si no tuviera tirantes, pero hay unos
cuantos diamantes pequeños esparcidos a través de mis hombros. La
falda (si se puede llamar así, ya que apenas me cubre el trasero) es
acampanada. Sin volantes, lo que aprecio. Prefiero que me cubran en
diamantes, pero no me den una apestosa y decorosa falda. Allí es donde
pongo mis límites.
—Ahora, para el toque final —dice Andy. Se acerca a mí con lo que
luce como una oruga rizada entre los dedos.
—Oh, no, gracias —digo, alejando su mano.
—Cállate, cierra los ojos, y piensa en Inglaterra —dice. Luego pone
el dedo sobre mi ojo, primero en el izquierdo, y después en el derecho.
Parpadeo varias veces, sintiéndome como si mis pestañas hubieran sido
hundidas en maleza. Pestañas falsas. Nunca, jamás pensé que llegaría
este día.
—Luces bien. —Andy da unos cuantos pasos hacia atrás para
admirar su trabajo.
—Luzco como un transformista —digo, tratando de recuperar mi
parpadeo normal.
—Coge tus patines, RuPaul. Es hora de irnos.
Andy y yo cogemos el último autobús a la pista. Tan pronto como
llegamos, me empuja dentro de un armario de limpieza bajo las gradas.
Cuando me hace un gesto con la cabeza para que salga, casi cierro la
puerta de nuevo y le digo que se vaya. La única razón por la que salgo es
porque estoy bastante segura que me sacaría por el rodete si me hubiera
reusado. Caminamos por el estrecho pasillo y doblamos en la esquina
que da a la pista, ambos andando como vaqueros con dolores de monta,
gracias a nuestros patines.
Roman y su compañera, Elizabeth, están a punto de terminar su
rutina. Ambos llevan trajes de licra amarillos; él un mono, y ella un
pequeño vestido con plumas. Parecen impostores de Paco Pico. Gracias a
Dios Andy tiene estilo. Cogió uno de los antiguos vestidos blancos de
Sloane Emily y lo tiñó de negro, incrustándole diamantes por sí solo. No 191
puedo creer que este diciendo esto del pequeño vestido cubierto en brillo,
pero luzco bastante genial.
—¿Recuerdas toda esa mierda que te dije? —me susurra Andy.
—¿Sí?
—Bueno, un escultor es tan bueno como la arcilla, o lo que sea —
dice Andy. Luego alarga su mano y le da un apretón a la mía. Siento un
nudito subir por mi garganta, pero un par de respiraciones profundas
hacen que desaparezca. Me he convertido en un montón de cosas estas
últimas semanas, pero llorica no será una de ellas.
Roman alza a Elizabeth por encima de su cabeza. Cuando Elizabeth
gira, casi soy cegada por la blancura de su sonrisa, lo que me sirve para
recordar: Debo. Sonreír. No es algo que tuviera que pensar cuando jugaba
deportes. “La cara de juego” significa algo totalmente distinto aquí.
La música sube cuando Roman y Elizabeth entran en su rutina
final, la que terminará en un impresionante y rápido giro paralelo. Luego
habrá un ruidoso aplauso colectivo. Luego será nuestro turno. Tengo que
tragar duro para evitar vomitar en mi boca. Me distraigo removiendo las
protecciones plásticas de mis patines y poniéndolos en el estante.
—Tienes coraje. —El meloso susurro me pone en alerta.
—Aléjate de mí —le digo a Ivy. Está de pie junto a mí en algo de un
brillante rosado que se las arregla para tener diamantes, plumas y borlas.
Luce como un acto de cabaret.
—¿Qué crees que haces aquí? —La voz de Ivy se eleva por encima
de un susurro, pero es enmascarado por los retumbantes timbales de la
música en la pista. Aunque es lo bastante alto como para que algunas
personas en los laterales lo noten, y Katinka se acerca rápidamente.
Mierda, un adulto.
—¿Cuál es el problema? —Katinka se cruza de brazos y mira con
frialdad a Ivy, ignorándome completamente.
—Ella es un fraude —dice Ivy. Apunta un largo y abrillantado dedo
hacia mí, tan cerca que está casi tocando mi ojo. Gracias a Dios por esas
pestañas postizas. Me sirven como amortiguador de las garras de Ivy.
—¿De qué estás hablando? —Katinka sigue sin mirarme. Mira a Ivy
tan duramente que Ivy deja caer su dedo y como que se retuerce un poco.
Katinka es una pequeña señorita con una buena dosis de terror.
—No es quien dice ser. —La voz de Ivy es un poco más baja ahora,
pero aún está escupiendo veneno. Katinka se gira hacia mí por primera
vez.
—¿Eres Sloane Jacobs? —pregunta.
Trago. —Sí —digo, aunque mi temblorosa voz hace que la palabra
suena seis o siete veces más larga. La miro directamente a los ojos, y 192
justo cuando estoy a punto de desmoronarme y correr (no es como si
fuera a llegar muy lejos en estos patines) veo un pequeño destello en ellos.
Me mira duramente, de la misma forma que miró a Ivy, y por una pequeña
fracción de segundo, veo un imperceptible guiño.
—¡Pero ella no es la Sloane Jacobs correcta! —grita Ivy.
Katinka alza una esbelta mano. —No me importa su vida personal.
Solo me preocupo por lo que hace en la pista. Es Sloane Jacobs. Patina
en el hielo. Es suficiente para mí.
—Pero… pero… ¡es una mentirosa! —suelta Ivy.
—Señorita Loughner —dice Katinka, y su voz se vuelve tan gélida
que por un momento fantaseo con que congelará a Ivy y que se astillará
como una paleta—. Estás familiarizada con las reglas internacionales del
patinaje, ¿no?
—Por supuesto —escupe Ivy.
—Entonces puede ser descalificada por conducta antideportiva,
¿no?
—¿Descalificada? Pero ella…
—Señorita Loughner. —Katinka arquea una ceja.
Ivy respira profundamente. Está temblando tan fuerte que creo que
podría explotar. Finalmente, se vuelve hacia mí.
—Rómpete una pierna, Sloane —gruñe con tal veneno que en
realidad pienso que va a hacerlo por mí en ese momento.
Le sonrío dulcemente.
—Gracias, Ivy.
—Y ahora, Sloane Jacobs y Andy Phillips, interpretan “Hedwig’s
Theme”.
Mi nombre hace eco a través de la pista y resuena en mi cabeza.
Es mi nombre, y realmente voy a hacer esto.
—Ve. Y patea traseros —dice Katinka en su acento multinacional.
Y con eso, Andy y yo damos nuestro primer paso en la pista.

193
29
Traducido por Alexa Colton
Corregido por NnancyC

Sloane Emily
El equipo rojo está calentando en el hielo. Melody les ha organizado
como en alguna especie de situación de instrucción militar, saltando y
sorteando las líneas paralelas alrededor de la pista. Ver que hagan eso
solo me pone más nerviosa, así que me alejo de la barrera de cristal.
El equipo azul está alineado alrededor de la parte exterior de la 194
pista. Empezamos en cinco minutos; tendremos quince para entrar en
calor. Entonces habrá presentaciones y luego el timbre comenzará el
juego. Esa idea envía mi mirada directamente hacia abajo a mis patines.
Creo que voy a vomitar.
—Jacobs, ¡te ves viva! ¿Qué, has estado orando por allá? —La
entrenadora Hannah se acerca con tranquilidad y me golpea la espalda
con fuerza, pero apenas lo puede sentir a través del relleno. Le doy una
sonrisa débil y se ríe de mí. Si ella supiera que esto no es solo por los
nervios del día del partido. Se trata de los nervios de mi primer partido.
Trato de sacar mi mente del juego observando a la gente en la
multitud, que está creciendo más a cada minuto. Hay un montón de
amigos y familiares, pero también parece que la gente ha venido de la
calle a ver. Parece que hay cerca de doscientos espectadores.
Una mujer me llama la atención. Está sentada cerca de seis filas
hacia arriba. Su rostro está cansado y un par líneas de la risa revelan su
edad, pero su cabello largo sigue siendo negro como el azabache y está
trenzado. Se ve extrañamente familiar, aunque no puedo ubicarla.
Tiene los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho. Escudriña el
hielo, luego se inclina para susurrarle algo al hombre a su lado, que es
alto y un poco corpulento, de barba oscura y con una camisa de franela.
La mujer descruza los brazos y usa la mano como un escudo contra las
luces brillantes del estadio. Usa una camisa de color amarillo brillante
con letras negras impresas en el pecho.
—Mamá Jacobs.
Oh. Dios. Mío.
Una gran parte de mí quiere correr y esconderse. Tal vez meterme
en un casillero otra vez y dejar que Trina tenga su tiempo en el hielo con
un equipo universitario.
Pero estoy pasando por esto. Y ya me estoy ocultando. Así que salto
fuera de la pista y corro por las escaleras, haciendo caso omiso a las
miradas de sorpresa y murmullos de la multitud.
—¡Señora Jacobs! —le digo, abriéndome paso hacia ella—. ¡Hola!
Realmente es un placer conocerla. Soy amiga de Sloane. Mi nombre
también es Sloane Jacobs, si puede creer eso. —La señora Jacobs se me
queda mirando. El hombre a su lado, que debe ser el padre de Sloane,
inclina ligeramente la cabeza como un perro cuando oye un ruido agudo.
—¿Tú... conoces a mi hija? —pregunta. Me doy cuenta de como su
acento extiende la palabra “hija” y termina con un sonido ah.
—Sí —le digo.
—¿Dónde está? No la veo en ninguno de los equipos.
—En realidad no está aquí —le digo, y veo como la sangre comienza
a drenarse de su rostro, lo que indica el inicio del modo de emergencia de 195
mamá en toda regla—. ¡Ella está bien! No se preocupe. Está a unas pocas
cuadras en otro estadio.
—Oh, no me di cuenta que había dos partidos diferentes —dice,
mirando a su marido.
—El correo electrónico decía que todos los partidos eran aquí —
dice el señor Jacobs. Tiene el mismo acento que la señora Jacobs, el
mismo que escuché definido en el de Sloane Devon.
—Oh, bueno, ya sabe... es una larga historia —le digo a la ligera,
tratando de reír. Acabo de sonar como si me hubiese tragado mi protector
bucal—. Y estoy segura de que ella querrá contarles todo al respecto. Pero
deberían ir al estadio de la Universidad de Montreal. Tomen un taxi,
debería llevarles unos minutos.
Ambos me miran por unos pocos segundos antes de recoger sus
cosas y apresurarse a salir del lugar. Espero que logren llegar a tiempo
para verla.
Un silbido agudo atrae mi atención de nuevo a la pista. De vuelta
a mi pista.
—¡Jacobs, trae tu trasero aquí abajo! —Cameron parece que está a
punto de estrangularme.
—Estoy lista —le digo. Y lo estoy.
30
Traducido por Sofía Belikov
Corregido por SammyD

Sloane Devon
Las luces son tan brillantes que no veo ni un alma en la multitud.
Todo lo que puedo ver es la blanca extensión de hielo rodeándome.
Nuestra música comienza con la colisión de unos platillos y el
ensordecedor sonar de los timbales. La mano izquierda de Andy se aprieta
ligeramente en mi cintura, y luego estamos patinando. Nuestra rutina 196
comienza con un juego de pies hombro a hombro. Luego damos nuestro
primer salto. Es un simple salto de vals, nada demasiado extravagante.
Andy lo llama “Anti-óxido”, pero una vez, cuando estaba quejándome, me
dijo que lo dejara e hiciera “el salto del bebé”. Significa que necesito
calentar para más tarde, para cuando hagamos nuestro axel doble.
Mientras nos deslizamos más allá de los jueces, hacia el lado más alejado
de la pista, Andy atrapa mi mirada y me da un guiño. Me relajo un poco.
Se está divirtiendo. Yo también puedo.
Respiro y extiendo mi pie izquierdo hacia atrás. Luego lo deslizo
hacia delante, ejecutando un medio giro en el aire y aterrizando en mi pie
derecho. Es solo un pequeño salto, pero hay suficiente espacio como para
lo que Andy llama “brazos bonitos”, y cuando aterrizo sin tambalearme,
doy bastante “rostro bonito”, también. Mi corazón está latiendo tan fuerte
que puedo escuchar la sangre golpeando en mis oídos, pero no estoy
nerviosa. Estoy llena de adrenalina. Quiero hacerlo de nuevo, ahora
mismo. Sin embargo, no tenemos que dar otro salto hasta dentro de
cuarenta y cinco segundos.
Es hora de nuestra primera elevación. A pesar de que Andy y yo lo
hemos hecho a la perfección durante la última semana, todavía estoy
nerviosa mientras me alejo de él. Me agarra de la mano, tira de mí hacia
adelante, y antes de que pueda siquiera pensar en caer de culo, estoy
volando por el aire. Oigo los aplausos del público. No tengo que
preocuparme de sonreír, porque se me dibuja una sonrisa permanente
en la cara. Esto es increíble.
Hacemos otro movimiento, esta vez un medio círculo, como el salto
de vals, pero esta vez aterrizamos en el pie opuesto, y luego nos metemos
de lleno en los giros hombro a hombro. Luego estamos patinando de
nuevo, cogiendo velocidad. Es hora del doble, ya casi termina nuestro
programa. Es un doble lutz, el doble más fácil que hay… o eso dice Andy.
Mi ansiedad me llena de golpe. Lanzaré mi pie izquierdo hacia
atrás, inclinando mi peso hacia el borde trasero. Luego saltaré, giraré dos
veces y media, los brazos presionados contra mi pecho, y aterrizaré en el
borde exterior con el pie opuesto. ¿O es el borde interno? No, es el borde
exterior. Creo. No, estoy segura. El borde exterior. Exterior.
Y luego lo siento. Los hormigueos comienzan en la punta mis pies
hasta la base. Cuando alcanzan mi pantorrilla, siento mi pierna izquierda
debilitarse, y tengo que concentrarme duro para no tambalearme. No, no
aquí. Esto no pertenece aquí. Exterior. ¿O interior?
Maldita sea, ¿cuál es?
Estoy a segundos de saltar cuando escucho la voz de Katinka en
mi cabeza. No pienses. Solo hazlo.
Respiro profundamente. Y justo antes de que salte, cierro los ojos
y pienso en nada más que el hielo: el liso, blanco e inmaculado hielo. Los
hormigueos regresan a mis pies y desaparecen. Luego doblo la rodilla, 197
pliego mis brazos, y salto.
Eso de no pensar hace que apenas note que he aterrizado del salto.
Veo un destello de la sonrisa de Andy, y escucho el estruendoso aplauso
e incluso unos cuantos silbidos de la multitud. Estoy tan impresionada
que casi me caigo mientras patino de espaldas, pero el tambaleo es
prácticamente imperceptible, y me recompongo rápidamente.
Antes de que lo sepa, Andy y yo estamos dando los giros hombro a
hombro tan rápido que me preocupa un posible despegue. Escucho que
suena la batería y las trompetas junto con nuestra música, y cuando
escucho el ruido del platillo, Andy y yo aterrizamos al unísono, lanzando
nuestros brazos al aire.
El sonido es atronador. Hay aplausos y vivas, y flores y animales
de felpa comienzan a aparecer en el hielo. Pequeñas niñas en vestidos
azules del mismo tipo patinan alrededor y comienzan a recogerlos. Andy
agarra mi mano, luego me tira hacia abajo en una reverencia. Luego nos
giramos y damos una reverencia para el otro lado. Parpadeo ante las
luces, aún incapaz de ver los rostros en la multitud.
Andy lanza sus brazos a mí alrededor en un gran abrazo de oso.
—¡Lo hicimos! —dice—. ¡Estabas en llamas!
Ni siquiera puedo responder. Aún estoy demasiado impresionada.
Andy agarra mi mano y me dirige hacia los besos y lloriqueos. Hace
un tiempo, prometí que no besaría o lloraría mientras me encontraba
sentada en el área cubierta de alfombra azul, donde esperábamos por
nuestros puntajes. Ni siquiera me importa lo que los jueces dicen. Me
siento como un perfecto diez.
Salimos del hielo, agarramos las protecciones de nuestros patines,
y cojeamos hacia la esquina donde Katinka está esperando. Me alza los
pulgares, y solo asiento hacia ella. No estoy segura de cuánto sabe, pero
me alegra tenerla de mi lado.
Tenemos que esperar unos cuantos minutos mientras los jueces
entregan sus puntajes al presentador. Un fotógrafo se agacha frente a
nosotros y comienza a tomar fotos. El flash me ciega incluso más que las
luces de la pista. La gente está charlando a mi alrededor, la multitud aún
está emocionada, y Andy está hablando, reviviendo cada momento de
nuestra increíble presentación.
La voz del presentador estalla por los altoparlantes. Andy aprieta
mi mano tan fuerte que me preocupa que mis dedos vayan a caerse. Otro
flash destella frente a mí, y tengo que parpadear y apartar la mirada para
recuperar mi visión.
A la izquierda de la zona de besos y lloriqueos, diviso algo brillante
y amarillo. Al principio, creo que es un efecto secundario del flash, pero
luego veo que es una camiseta. Con letras negras en el frente. Unas que
ponen: Mamá Jacobs.
198
—¿Mamá? —susurro, pero aparentemente lee mis labios, porque
sonríe y me saluda.
El presentador termina de dar nuestros puntajes, y deben haber
sido buenos, porque Andy envuelve sus brazos a mí alrededor y grita
directo en mi oído. Permanezco quieta entre sus brazos. Siento toda la
sangre drenarse de mi cuerpo y hacer una piscina en mis pies y dedos.
Me siento atontada, y me preocupa que pueda caerme de mis patines.
—Cariño, eso fue increíble. —Mi mamá me aleja de Andy y me
envuelve en un abrazo. Esta vez, siento mis brazos elevarse y envolverse
en su cuello. La aprieto. Me da un gran beso en la mejilla.
—Mamá —digo, ya sintiendo las lágrimas rodar por mis mejillas—.
Estás aquí.
Y ahora, después de besar y llorar, he entrado oficialmente en el
mundo del patinaje artístico.
31
Traducido por Val_17
Corregido por Victoria

Sloane Emily
—Defensores, necesito que estén atentas ahí fuera —dice Cameron.
Es casi medio tiempo, y estamos perdiendo por uno a cero. Ella lanza de
vuelta su botella de agua, se enjuaga la boca por un minuto, luego traga—
. Marino, mantén un ojo en Melody. Jacobs, te estoy moviendo al extremo
izquierdo. Consigue el disco para mí o Avery. Empatemos esta cosa. 199
Ponemos nuestros guantes al medio y gritamos un alto y rápido:
“¡Azul!”. Luego vamos por la puerta hacia el hielo.
Estoy exhausta por el juego, y también por la adrenalina corriendo
por mi cuerpo. Justo antes de que termine el segundo período, finalmente
logro conseguir el disco para Cameron a tiempo para que consiga un buen
tiro. Mientras nos arrastramos hacia los vestuarios para el medio tiempo,
miro el marcador.
Uno a uno.
Estoy a punto de empujarme a través de la pesada puerta del
vestuario. Una mano agarra mi brazo y me tira hacia atrás. Giro alrededor
y veo a Matt, ya en su equipo y su camiseta verde con la C blanca cosida
al frente. El partido del equipo universitario de chicos es después del
nuestro, y los chicos golpearán el hielo para su calentamiento tan pronto
como nuestro timbre suene.
Verlo me hace querer orinar en mis pantalones, lo cual sería un
problema, si ya no me hubiera orinado un poco cuando Melody me
estrelló contra las tablas alrededor de la marca a los doce minutos. Nunca
me imaginé que “la golpeó tan fuerte que se hizo pis” era una cosa real,
pero puedo decírtelo, lo es.
—No sé por qué te escondes del disco —dice. Él normalmente se
alza sobre mí, pero no tiene sus patines aun, así que estamos cara a cara.
—¿Disculpa? —No sé si lo estoy escuchando correctamente.
—Tuviste el control dos veces con tiros claros en ambas ocasiones,
y las dos veces lo pasaste —dice. Me mira. ¿En serio me entrena en este
momento?
—Estoy… estoy haciendo mi mejor esfuerzo —digo. ¿Qué es lo que
quiere escuchar, que no soy una jugadora de hockey real y que no voy a
desperdiciar un tiro cuando otro puede hacerlo mejor? Él sabe la verdad.
Debería darse cuenta.
—No, no es verdad —dice—. Tienes que lanzar el maldito tiro la
próxima vez. —Pincha mi pecho con un dedo enguantado—. Ten un poco
de confianza. Tu equipo te necesita.
—Está bien —respondo. Él asiente, y luego nos quedamos ahí,
mirándonos el uno al otro en silencio por un par de latidos. Inhalo y todo
sale de prisa—: Matt, lo siento tanto. De verdad. Sé que debería haberte
dicho la verdad, pero tenía mucho miedo de arruinarlo todo. Estaba tan
feliz. Se sintió tan bien besarte, y estar contigo. Pero ahora puedo ver que
lo arruiné de todos modos. Lo siento mucho.
Su rostro es ilegible. Cuando no dice nada, me giro de vuelta hacia
la puerta.
—No te odio —deja escapar.
Mi corazón se detiene. Lo enfrento otra vez. 200
—Me alegro —digo, dejando escapar un profundo suspiro que ni
siquiera sabía que estaba conteniendo.
—Vi la situación sobre tu padre en televisión —dice—. Mostraron
tu fotografía. Lo entiendo.
Odio que él sepa sobre mi papá, porque solo me recuerda que todos
lo saben.
Siento náuseas, y tengo que mirar mis patines para evitar vomitar.
Matt estira la mano. —Soy Matt O'Neill —dice—. Soy de Filadelfia.
Levanto la mirada. Su rostro sigue sereno, pero sus ojos sonríen.
Justo como cuando me besó esa primera vez. Lo hice jurar que podía
confiar en él, y no me decepcionó, ni siquiera cuando lo decepcioné a él.
Me permito sonreír un poco. —Soy Sloane Emily Jacobs. Soy de
Washington, DC.
—Y me imagino que patinas, ¿no? —La esquina de su boca se curva
ligeramente.
—Cierto —digo.
—Y también juegas hockey, ¿verdad?
—Bueno...
—Y juegas hockey, ¿verdad? —Agarra mis hombros y me da una
pequeña sacudida.
—¡Claro! —digo, riendo.
—Entonces sal allí y patea algunos traseros. —Me acerca y me
besa, suavemente. Trato de poner mis brazos a su alrededor, pero hay
demasiado relleno entre nosotros. Maldito traje de hockey.
Cuando Matt se aleja, tiene una sonrisa completa. Y mi corazón
está revoloteando en mi cabeza. Siento como que me podrían salir alas y
volar.
Matt me gira y señala hacia la puerta.
—Ve a escuchar a tu capitana, luego ignora lo que sea que dice y
lanza el tiro. ¿Entiendes?
—Entendido, entrenador —contesto, luego empujo la puerta para
unirme a mi equipo.
Han pasado más de diecinueve minutos de un brutal empate. Nos
hemos perseguido unos a otros por todo el hielo en completas carreras.
El equipo rojo ha tomado seis tiros del objetivo, el equipo azul: cinco, y
aun así, la puntuación sigue uno a uno. Con menos de diez segundos en
el reloj, este es nuestro último tiro. No estamos jugando tiempo extra hoy, 201
así que si no hay puntaciones, nadie gana, lo cual bien podría significar
que ambos perdemos.
Al otro lado del hielo, veo a Marino con el disco. Está buscando a
Cameron. Esta es nuestra última oportunidad. Puntaje ahora, o termina
en un empate, pero Cameron tiene a dos jugadoras rojas sobre ella. No
hay manera de que tenga un tiro claro, y Avery está en la banca chupando
su inhalador. Melody se carga a Marino, y en segundos, el disco está
zumbando hacia mí. Busco a Cameron de nuevo, pero ella sigue cubierta.
Miro el reloj. Seis segundos y contando. Miro la portería. Tengo un tiro
limpio.
Tengo miedo, no hay duda al respecto. Es peor que la primera vez
que intenté el triple-triple, y realmente podría haber aterrizado sobre mi
cabeza y morir haciendo eso. Pero no es solo el tiro lo que me asusta. Es
la revista. Es mi papá en televisión diciéndole al mundo que nos traicionó.
Es mi familia, desmoronándose. Son todas las cosas que tendremos que
decir que nunca dije porque me aterraba enfrentar a mi papá. Son todas
las mentiras que dije (todas las mentiras que viví) porque las Jacobs son
tranquilas. Son educadas. Son racionales. Son…
¡Patéticas!
Con todos esos pensamientos corriendo a través de mi cerebro
como un tsunami, levanto mis brazos y conecto con el disco. Quiero ver
su recorrido, pero parpadeo, y ya se ha ido. Todo lo que queda es una luz
parpadeante, un timbre ensordecedor, el estruendo de la multitud, y
cinco camisetas azules corriendo hacia mí a toda velocidad. La siguiente
cosa que sé es que estoy acostada en el hielo y en el fondo de un montón
de jugadoras de hockey. Me las arreglo para levantar mi cabeza con todo
el peso y divisar el marcador.
Azul: 2. Rojo: 1.
Miro hacia arriba y veo una camiseta roja elevándose sobre mí. Es
Melody.
—Buen juego, Jacobs. Si me lo hubieras preguntado hace cuatro
semanas, no habría predicho eso —dice. Me pregunto si debería estar
insultada, pero la verdad es que tiene razón. Me doy cuenta de que está
sonriendo a través de su casco. Luego patina de vuelta a su equipo, donde
empieza a chocar los cinco con sus compañeras. Siento como si el mismo
Wayne Gretzky me coronó reina de la pista.
Levanto la vista hacia las tribunas y veo a James. Y de pie junto a
él está mi madre, vestida con un traje-pantalón de color crema.
Un segundo, ¿qué?
Parpadeo un par de veces, pero no desaparece. Se ve muy fuera de
lugar rodeada de padres vestidos con pantalones y camisetas, con cajas
arrugadas de palomitas a su alrededor. Me ve mirándola y ofrece un
pequeño saludo al estilo reina de belleza. Está sonriendo. Y entonces me 202
da un pulgar hacia arriba.
Miro del marcador a mi madre dándome un pulgar hacia arriba, y
de vuelta al marcador. ¿Estoy muerta? ¿He muerto, y este es el cielo?
¿Alguien me golpeó en la cabeza, me dejó inconsciente, y todo esto es un
sueño?
—¡Maldición, Jacobs! ¡Sabía que eras capaz! —Matt se eleva sobre
mí en su equipo completo. Me ofrece una mano y me arrastra en mis
patines, luego lanza sus brazos a mi alrededor en un enorme abrazo—.
Ahora es tu turno para animarme. Ve a ducharte y vuelve a esas tribunas.
32
Traducido por Val_17
Corregido por Momby Merlos

Sloane Devon
La medalla alrededor de mi cuello es pesada. Me agacho y la agarro,
dándole vueltas en mis manos. Es brillante y plateada.
Llegamos en segundos.
Cuando me llamaron, ni siquiera lo podía creer. Incluso miré a mí
alrededor en busca de la otra Sloane Jacobs, preguntándome si tal vez
203
ella también se presentó y compitió. Cuando me di cuenta que no, que
ganamos el segundo lugar, casi me desmayé.
Roman y Elizabeth terminaron primeros. Lo merecían. Lograron
aterrizar lado a lado en su axel triple, lo cual es bastante insuperable,
pero no me importa. Hace cuatro semanas ni siquiera sabía lo que era
un axel. Y ahora estoy aquí de pie en un podio junto a Andy con una
medalla de plata alrededor de mi cuello.
Malditamente increíble.
Diviso a mis padres en la multitud. Han retomado sus asientos.
Mamá ha estado rebotando y aplaudiendo y sonriendo desde que mi
nombre fue anunciado por primera vez, y no parece que se detenga
pronto. Sonrío y la saludo. Ella y mi papá devuelven el saludo.
Cuando finalmente dejo el hielo, me dirijo directamente a mis
padres en las tribunas. Mi mamá me envuelve en otro abrazo.
—¿Cómo llegaste aquí? —pregunto. Sé que es la primera de casi
un millón de preguntas, pero parece la más fácil en estos momentos.
—Podríamos hacerte la misma pregunta —dice papá.
—Conocimos a tu amiga en la pista de hockey, y nos envió aquí —
dice mamá, y se ríe. Sus ojos están claros y brillantes. Sobria. Tengo que
preguntar.
—No, quiero decir ¿cómo llegaste aquí? —digo.
Mamá mira sus zapatos, toma una respiración profunda, luego me
mira, justo a los ojos. Es sorprendente, porque me doy cuenta que
durante el último año su expresión había estado tan vidriosa que apenas
me miraba.
—He estado haciendo realmente buenos progresos. En dos meses,
si las cosas salen bien, seremos capaces de visitar eventos familiares y
esas cosas, así que decidí usar mi pase para venir a verte patinar —dice
ella. Luego da un pequeño guiño—. Solo no pensé que sería este tipo de
patinaje.
—¿Así que terminaste? —pregunto.
—Todavía no —dice—. Me falta otro mes, así que tengo que volver
después de esto. Y realmente no he “terminado”, pero en general, mi
progreso es bueno.
No sé qué más preguntar sobre la rehabilitación, o incluso si
debería, así que en su lugar, paso a la siguiente línea de preguntas.
—¿Estoy en problemas?
—No, cariño —dice papá. Lanza un brazo alrededor de mi hombro
y me tira a su lado—. Pero obviamente tenemos un montón de qué hablar.
Miro a mamá. No sé qué decir, o cuanto decir, con ella justo aquí. 204
—Lo siento, Sloane —dice ella, ahuecando mi cara y mirándome
directamente a los ojos—. Lo siento mucho por todo lo que me he perdido.
Voy a pasar un montón de tiempo recuperando el tiempo que perdí.
—Pero ahora estás aquí —digo.
—Y no voy a ninguna parte —responde. Es toda la tranquilidad que
necesito.
33
Traducido por Nats
Corregido por Ann Farrow

Sloane Emily
Tuvieron que empujar cinco mesas juntas para que quepamos
todos. Ninguna de las mesas combina. Una está cubierta de flores hechas
con dedos. Otra tiene lo que parece un fuego artificial gigante en el frente.
Y luego otra lleva una ilustración del sistema solar. Parecen una locura
todas juntas, pero de nuevo, también nosotros. 205
Miro por la mesa al grupo variopinto que hemos reunido. Están
James y mamá, viéndose totalmente fuera de lugar en su traje pantalón
color crema, y Sloane Devon y sus padres. Insistí en traer a Matt, y no
podía irme sin despedirme de Cameron. Sloane Devon trajo a sus amigas
Bee y Andy. Papá está notablemente ausente, y siento un tirón de tristeza
en mi pecho. Me pasé todo el verano evitando pensar en él, y ahora que
no está, simplemente se siente mal.
—Pásame las servilletas, por favor —dice mamá. Matt leda el bote
de plata, y ella extiende dos servilletas sobre sus pantalones—. Y un
tenedor, por favor.
—La poutina está hecha para ser comida con los utensilios
naturales —dice Matt, sosteniendo una patata frita empapada de salsa
entre dos dedos.
—Algo me dice que tu madre se come la pizza con tenedor y cuchillo
—me susurra Sloane Devon, y me río. Tendría razón, excepto por el hecho
de que nunca he visto a mi madre comer pizza. Mi madre ignora a Matt
y acepta un rollo de cubiertos de Andy.
Todos cavamos en los platos extendidos sobre la mesa. Nos las
arreglamos para pedir varias fuentes de poutina, unas con guisantes y
cebolla, otras con beicon. Incluso ordenamos una pizza poutina, con
pepperoni, champiñones y mozzarella. Todo el mundo está riéndose,
hablando y metiéndose patatas fritas en la boca —bueno, excepto mamá,
quien está dándose un festín con una ensalada césar. James y Cameron
parecen estar enfrascados en una conversación sobre el partido de hoy.
Al otro lado, Andy, Bee, y Sloane Devon están reviviendo la actuación que
les proporcionó a Sloane y a Andy medallas de plata. Y al final, los adultos
están apiñados juntos. Hablan en voz baja, posiblemente trazando una
especie de castigo. No lo sé con seguridad.
—Entonces, ¿cuándo puedo volver a verte? —Matt se inclina y me
roba una papa de la mano, y luego la mete en su boca.
—¡Oye, esa era perfecta! —lloriqueo, porque no quiero pensar en su
pregunta. Fue terrible cuando pensé que me odiaba, pero es peor ahora
que sé que le gusto, porque quizás no lo vuelva a ver nunca.
—Entonces tendrás que encontrar la manera de ver a esa papa de
nuevo —dice, y guiña un ojo.
Me detengo. —Espero que estés hablando de nosotros y no de la
papa. De lo contrario, esta plática podría ponerse muy desagradable.
Se ríe. —Bueno, siempre puedes enviarme por correo electrónico la
patata. Y está el celular. Y hay definitivamente un tren que va desde DC
hasta Filadelfia, y creo que los billetes son bastante baratos para las
patatas fritas con una identificación de estudiante válida.
Se inclina para besarme, e incluso aunque mi mente va hacia mi
madre, quien está observándome al final de la mesa, no puedo evitarlo. 206
Le devuelvo el beso con los ojos cerrados y mi mano en su mejilla.
Cuando nos separamos, veo que mi madre, de hecho, nos mira.
Cuando atrapa mis ojos, me asiente. Me excuso con Matt, voy con ella, y
me doblo por encima de su hombro.
—¿Te encargas de la cuenta? —susurra, dándome su tarjeta de
crédito por debajo de su cadera. Es un movimiento clásico de Susan
Jacobs, y estoy agradecida por ello.
—Claro que sí —digo, y me dirijo al mostrador. Encuentro a nuestra
camarera y le pregunto por la cuenta. Estoy inclinada sobre la barra,
pensando en Matt y en volver a besarlo de nuevo. James deambula a mi
lado.
—Estoy muy orgulloso de ti, Seej —dice. Está sonriendo, y no sé si
me está tomando el pelo o está siendo sincero.
—Sabía que te gustaría que papá y mamá hicieran una excepción
por mí —le digo.
—Eso es muy impresionante —concede, sacudiendo la cabeza—,
pero es más que eso. Te vi ahí en ese hielo. Eras temible. No tenías miedo
de entrar ahí y jugar de verdad. ¿Y cuándo lanzaste el último disparo?
Fue increíble de ver. No vacilaste, no lo pensaste dos veces. Lo pusiste
todo en ello.
—Gracias, James —respondo—. Eso realmente significa mucho.
—¿Entonces esto significa que vas a colgar tus patines?
—No lo sé —digo. Respiro profundo—. Creo que ya no voy a seguir
con la competencia. De todos modos, nunca quise este regreso. Solo
quiero patinar y divertirme.
James asiente. —Sabes, St. Augusta tiene un buen equipo de
hockey para chicas.
—Lo sé. Trajiste a la mitad de ellas a casa durante tu último año
de la secundaria, rompecorazones. —Lo pincho en las costillas y se
aparta de un salto.
Me giro y comienzo a ir hacia la mesa, pero James me atrapa del
brazo. Su cara se ha vuelto seria.
—¿Qué? —le pregunto.
—Mira, Sloane. Las cosas van a apestar por un tiempo. —Señala a
mamá—. Va a necesitarnos. Y él también podría. Sé que no eres mucho
de emociones y drama familiar, pero…
Pongo mi mano en su brazo y aprieto.
—James, estoy aquí. Puedo manejarlo. Nos encargaremos de ello
—digo. Lo abrazo.
207
34
Traducido por Nats
Corregido por Mire

Sloane Devon
—Aún tienes muchas explicaciones que dar —dice papá. Todo el
mundo ha vuelto a sus dormitorios y habitaciones de hotel, y ahora solo
somos nosotros tres, mamá, papá y yo, de pie en la acera. Nuestro coche
familiar, un maltratado Corolla azul que mis padres condujeron desde
Filadelfia, está aparcado frente al restaurante. 208
—Lo sé —respondo. Mantengo la mirada en la franja de óxido sobre
la rueda trasera.
—Y vas a tener que explicárselo al entrenador Butler —dice papá.
Su voz está en modo sermón-padre-severo—. Tuvo que pedir un favor
para que pudieras ir a ese campamento. Le debes una disculpa. Tendrás
suerte si no te hace el blanco durante el inicio de la temporada.
—Lo sé —digo de nuevo. Miro mis zapatos. No estoy pensando más
allá de esta conversación.
—Cariño, ¿sigues queriendo jugar al hockey? —pregunta mamá
tranquilamente.
No puedo mirarla a los ojos. Todo lo que puedo hacer es mirar su
camisa de Mamá Jacobs. —No lo sé —contesto sinceramente—. No sé ni
siquiera si estoy segura… si estoy segura de que pueda.
Hay un momento de silencio. Luego dice: —Sloane, ¿conoces a ese
chico?
Alzo la vista. Nando. Le envié un mensaje para que me encontrara
aquí para así despedirme y explicarme una última vez, pero nunca pensé
que vendría. pero nunca pensé que vendría. Al verle, se me revuelve el
estómago y todo su contenido, y por un momento me doy cuenta de que
en realidad esperaba que no viniera.
—¿Me dan un minuto? —pregunto a mis padres.
—Tómate tu tiempo, cariño —dice mamá—. Esperaremos aquí.
Los abrazo a ambos, luego camino por la acera hacia Nando.
—Me alegra que vinieras —digo—. Solo quería explicarme.
Extiende sus manos, como si dijese “estoy escuchando”.
Respiro hondo y luego suelto toda la historia, de la misma forma
en la que Sloane Emily hizo con Matt, igual que hice con Bee. Le cuento
sobre mi madre, y los hormigueos, y cómo pensé que había terminado
con el hockey. Sobre la pelea que me envió a Elite en primer lugar. Sobre
conocer a Sloane Emily y de cómo nos pusimos de acuerdo para cambiar
lugares. Le hablo sobre su padre. Y luego le cuento por qué mentí.
—Sé lo horrible que es perder algo que quieres mucho —digo—,
algo en lo que eres bueno y puedes progresar, algo que puede salvarte la
vida. —Pienso en su beca, y en la mía, la que puede o no estar llegando—
. Cuando dijiste que te gustaba porque te recordaba cuánto te gustaba
jugar, tenía miedo de que la verdad pudiese herirte. No podía hacerte eso.
Quería que fueras feliz.
Entrecierra los ojos. —¿Incluso si tú no lo eras?
—Sí. —Siento una tremenda liberación en mis hombros, y al mismo
tiempo, las lágrimas se forman en mis ojos. Quiero detenerlas. Intento 209
apartarlas, pero en segundos corren por mis mejillas—. Lo siento. —Me
ahogo con las palabras—. Por mentir. Por esto. Nunca lloro.
—Está bien, Sloane. —Extiende la mano para acercarme, y sollozo
por toda su camiseta de los Canadiens, la misma que llevaba la noche
que le vi por primera vez. Me frota la espalda mientras lloro en silencio
sobre la tela azul. Cuando finalmente he terminado, me aparto. Deja caer
los brazos y agarra mis manos.
Echo un vistazo a mis padres, que fingen tener una conversación
para ocultar el hecho de que están descaradamente mirándonos.
—Quieren saber si no voy a jugar al hockey nunca más —digo. Mi
voz sigue temblorosa todavía.
—¿Y? —Coloca un mechón de pelo oscuro detrás de mí oreja. La
sensación de sus dedos en mi mejilla envía escalofríos por mi espalda.
—No lo sé —digo.
—Bueno, no creo que me equivocara antes, Sloane —dice—. Creo
que sí te gusta. Solo estás asustada.
—¿A ti te gusta? —le pregunto.
Sonríe suavemente. —Más que casi cualquier cosa.
—A mí también —dejo escapar. Y entonces me doy cuenta de que
es verdad: Me encanta el hockey. Por eso siempre huyo de ello. Cuando
mi madre se fue, y entonces parecía como que también estaba perdiendo
el hockey, no pude enfrentarlo. Hui. Al principio fue convirtiéndome en
un rabioso bicho raro en el hielo, y luego convirtiéndome en Sloane Emily.
Pero después de todo eso, todavía amo el hockey. Y lo quiero de
vuelta.
—He estado pensando en que quizás este no sea el lugar adecuado
para mí. No es que el gobierno de Canadá o una identificación estudiantil
vencida tengan algo que ver —me dice con una risita—. Pero he estado
pensando en ponerme en contacto con otras escuelas, quizás reunirme
con algunos entrenadores. No sé si sigo siendo lo suficientemente bueno.
—Lo eres —le digo. Estira sus brazos y me acerca de nuevo, tan
cerca para incluso sentir los latidos en su pecho.
—Bueno, parece que ambos vamos a buscar escuelas —dice,
sonriendo.
—Tal vez incluso hagamos algunas visitas juntos —digo.
—Suena como un plan —responde, y me atrae para un beso.
Cuando Nando y yo finalmente nos despedimos, regreso por la
acera hasta donde están esperando mis padres. Se alojan en un hotel de
la ciudad. Mañana conduciremos de regreso a Filadelfia juntos.
—¿Está todo bien? —pregunta mamá. 210
Me giro y capto un último vistazo de las luces traseras del coche de
Nando desapareciendo por la colina.
—Todo está perfecto —digo—. O casi, de todos modos. —Entonces
nos subimos al coche, los tres, y conducimos en la noche.
Epílogo
Traducido por Val_17
Corregido por Pau!!

Sloane Devon
Compruebo mi teléfono: doce menos cuarto. Se suponía que ella
tenía que estar aquí a las once y media. Tampoco me envió un mensaje.
Solo tengo hasta las doce y media. Luego tengo que reunirme con mamá
para dirigirnos el tour Monticello. Bien podría seguir adelante y ordenar.
Mamá y yo estamos aquí haciendo un pequeño viaje turístico con
temática de historia de los Estados Unidos alrededor de DC para celebrar
211
el final de la rehabilitación. Papá no podía venir porque recién comenzó
un nuevo trabajo.
No hay nadie más en la fila de Starbucks en Dupont Circle, donde
Sloane Emily y yo acordamos reunirnos.
—Tomaré un café con leche grande de canela —le digo al tipo
universitario desgarbado detrás del mostrador. Anillos plateados están
apilados en sus finos dedos negros.
—¿Qué tipo de leche? —Su discurso es lento y aburrido.
—Descremada —respondo. Compruebo mi teléfono de nuevo.
—¿Nombre?
—Sloane —digo.
—¡Oye, ese es mi nombre!
Me giro alrededor para ver a Sloane Emily parada detrás de mí,
luciendo casi exactamente igual que la última vez que la dejé en Montreal,
solo que ha cortado unos cinco centímetros de su cabello y añadió
algunos reflejos rojos y dorados para su nuevo corte desgreñado. Me
pregunto qué piensa su mamá sobre eso.
—Qué mundo pequeño —respondo, y la abrazo. Pide un té verde
helado gigante, y el barista no se da cuenta de que nuestros nombres
coinciden. Luego nos dirigimos a una pequeña mesa redonda en la
ventana. Afuera es un cálido día de verano, aunque hay un toque de frío
en la brisa para hacernos saber que el otoño se acerca.
—¡Sí! Estoy tan contenta de que pudiéramos juntarnos —dice
Sloane Emily, aplaudiendo.
—Sí, mi mamá está tan perdida en la exposición de la Guerra Fría
en el museo Smithsonian que no le importó si desaparecía por una hora
o algo así. —Mamá es una de esas visitantes-de-museo que no solo miran
el contenido de la exhibición. Realmente lee cada uno de los carteles.
Hace un recorrido por la galería por horas, y yo definitivamente no tengo
la paciencia. Traté de estar interesada tanto tiempo como pude, pero me
sentía realmente contenta de tener este tiempo para escapar y ponerme
al día con Sloane Emily.
—¿Cómo está tu mamá? —pregunta Sloane.
—Bien —contesto—. Parece... mejor.
—¿Ah, sí?
—Papá y yo fuimos allí para hacer algunas de esas sesiones
familiares antes de que terminara. Fue raro. Un montón de disculpas y
llanto. Pero creo que realmente ayudó —digo.
—Eso es genial, Sloane —dice Sloane Emily. 212
La barista grita: Sloane, luego una breve pausa, entonces: Sloane,
de nuevo. Levanto mi mirada y la veo comprobando ambos nombres en
los vasos. Empiezo a ir por las bebidas, pero Sloane Emily me empuja,
saltando de su silla a la barra donde nuestras bebidas están esperando.
Sloane Emily
—¿Cómo están las cosas con tu familia? —pregunta Sloane Devon.
Es una pregunta que he estado recibiendo una y otra vez, de compañeros
y entrenadores y reporteros, y cada vez sonaba como uñas en una pizarra
para mí. Pero cuando Sloane Devon pregunta, estoy sorprendida de sentir
que mi cuerpo se relaja.
—Eh —digo, porque realmente nunca he contestado la pregunta
con algo que no sea “bien” antes. No estoy muy segura de cómo responder
con honestidad.
—¿Así de mal?
Suspiro. —No, en realidad no es malo. O sea, es algo espantoso a
veces. El Internet se está divirtiendo con papá. ¿Senador conservador en
un escándalo sexual? Esos titulares prácticamente se escriben solos.
Pero él está siendo realmente paciente sobre ello, y como que solo se está
enfocando en el trabajo.
—¿Sigue, uh, trabajando?
213
—Sí. Se niega a renunciar, así que ya veremos qué pasa en la
próxima elección. —Frunzo el ceño—. Amy dejó de hacer relaciones
públicas por algún estudio de cine en Los Ángeles. Papá dice que se
acabó, pero ella se ha mudado a un triste condominio en Georgetown. No
creo que mamá esté lista para… —Hago una pausa. Siento que mi labio
inferior comienza a temblar, mis ojos humedeciéndose un poco. Tomo
una respiración honda, y limpio la lágrima que está tratando de escapar
de mi ojo izquierdo. Tomo otra respiración profunda y sacudo mi nuevo
cabello corto. Es un movimiento que he perfeccionado, y lo hago cada vez
que siento que podría desmoronarme. Cuadro mis hombros, y estoy de
vuelta—. De todos modos, no es genial, pero no es la peor vida o algo así.
Veremos. Al menos, estamos hablando.
—Eso es muy bueno, Sloane —dice. Toma un largo sorbo de su café
con leche, y tengo un momento para mirarla realmente. Está de vuelta
en sus raídos pantalones viejos, los que tienen agujeros formados por los
años de uso. Se ve más o menos igual a como lo hacía cuando la ví por
primera vez, su pelo largo recogido en una cola de caballo, solo que esta
vez su camiseta es un poco más ajustada, y... ¿esas son? ¡Son mangas
de tiritas! Tal vez cuatro semanas en mi armario le hicieron bien después
de todo.
—¡Oh! Casi olvidé la razón por la que quería que nos reuniéramos
—digo, tratando de alcanzar mi bolso con correas, el que conseguí de
Brown cuando mamá y yo tomamos el tour de admisión la semana
pasada—. Quiero decir, otra aparte de ponernos al día y todo eso. —Tiro
el montón de tela azul de la bolsa y lo pongo sobre la mesa.

214
Sloane Devon
—Es tu camiseta del campamento —digo. Se la empujo de regreso
a través de la mesa—. No es mía.
La mira y arquea una ceja hacia mí. —¿Estás segura?
—Amiga, necesitas algún tipo de recuerdo de todo este asunto —
contesto—. ¿Por qué no la camiseta del partido que ganaste totalmente?
—No lo gané totalmente —dice. Sus mejillas sonrojadas a un rosa
brillante.
—Eso no es lo que dijo Matt. —Veo como una sonrisa se curva en
la esquina de su boca.

215
Sloane Emily
Mi estómago hace una pequeña voltereta ante la mención de Matt.
—¿Lo viste?
—Me encontré con él en la pre-temporada de jamboree —dice—. Un
montón de escuelas secundarias se reunieron para partidos de desafío, y
él jugaba. Bueno, cuando no andaba en la luna por ti. Prácticamente
piensa que el sol brilla fuera de tu trasero.
Siento que mis mejillas se calientan de nuevo. Matt y yo hemos
hablado por correos electrónicos, mensajes de texto, llamadas por chat,
y constantemente por teléfono desde que regresé de Canadá. No lo he
visto en absoluto, pero el próximo fin de semana, va a tomar el tren a DC.
Solo la idea de eso me tiene zumbando en mi silla.
—Hablando de romance, ¿cómo está Nando?
Esta vez es turno de Sloane Devon para retorcerse. Cruza y
descruza sus brazos, moviéndose en su silla como si estuviera en un
interrogatorio del FBI, pero veo formarse una ligera sonrisa.
216
—Bien —gruñe finalmente, luego se aclara la garganta—. Está bien.
Sloane Devon
“Bien” ni siquiera empieza a cubrir a Nando. Es como si le hubiera
tocado la lotería de la vida estas dos últimas semanas. Cuando empezó a
buscar universidades, la de Boston lo había estado reclutando, así que
cuando llamó a su entrenador para decirle que quería volver a jugar, el
tipo prácticamente fletó un avión para ir a recogerlo a Montreal. Nando
voló para hacer una prueba y le fue muy bien.
Pero no tan bien como su prueba en la Universidad de Pensilvania.
Resulta que el equipo de la Universidad de Pensilvania sufrió con
algunos lesionados fuera de temporada, gracias a un imprudente viaje de
rafting ebrios. Después de ver la prueba de Nando en DVD de su primera
ronda de búsqueda de universidades, el entrenador lo llamó de inmediato
para una reunión y una prueba en persona. Y así, en tres semanas,
Nando se estará mudando a Filadelfia para tomar un par clases de verano
de segundo período, así podrá optar por el hockey en la primavera.
Cuando le digo todo esto a Sloane Emily, grita tan fuerte que un
perro que pasa por la acera le ladra. 217
—Amiga, cálmate —digo, pero yo apenas puedo contener la cursi y
amplia sonrisa en mi cara.
—Sloane y Nando, sentados en un árbol —canta. Le arrojo un trozo
de plátano de mi pan de nueces justo en su cara. Ella lo aleja, respirando
profundamente para recuperarse de su ataque de risitas.
Sloane Emily
—Todavía no puedo creer que haya funcionado —digo. Vuelvo a
pensar en la primera práctica, cuando llevaba tantas almohadillas así al
menos nadie me vería temblando como una hoja. Claro, había jugado un
montón de hockey callejero en nuestro camino de entrada con James,
pero nunca, jamás pensé que estaría en el hielo de verdad—. ¿Puedes
creer que realmente hicimos todo eso?
—Ni siquiera un poco —responde Sloane Devon—. Sin embargo,
valió la pena, ¿verdad?
La pregunta cuelga allí en el aire por un momento. La mirada de
Sloane Devon va por encima de mi hombro, por la ventana y al olvido
mientras reflexiona sobre su propia pregunta. Miro hacia abajo a mi té
helado, tratando de encontrar un patrón en los cubos de hielo flotando
en la parte superior.
—Sí, lo hizo —digo, y tan pronto como sale, sé que es la verdad.
Claro, le tomó un par de semanas a mis moretones desvanecerse, y mis
rodillas aun no me han perdonado del todo por las cuatro semanas de 218
curso intensivo de hockey.
Pero bueno, luego está Matt.
A través de la mesa, veo a Sloane Devon sonriendo, y me pregunto
si está pensando en Nando. Sus mejillas se encienden, y mete un pedazo
gigante pan de plátano y nueces en su boca. Sí, definitivamente pensando
en Nando.
—¿Lo harías de nuevo? —pregunto.
—No sé si podríamos evadirlo otra vez —dice.
—¡Sloane! —La barista grita el nombre, sosteniendo un café helado.
Mira de nuevo el lado del vaso, donde el nombre ha sido garabateado en
marcador negro—. ¿Sloane J?
Miro mi té verde helado, luego el café con leche casi lleno de Sloane
Devon.
—¿Lo hiciste tú? —pregunto.
—No, ¿y tú? —Me arquea una ceja.
La barista toma un último vistazo del vaso y grita de nuevo:
—¡Sloane J!
Sobre la Autora
Lauren Morrill es autora de novelas
románticas picantes para adultos y dulces
para jóvenes, entre ellas Sister of the Bride,
Meant to Be (Delacorte) y It’s Kind of a
Cheesy Love Story (Farrar, Straus and
Giroux).
Le encantan las comedias románticas y está
especializada en libros de besos. Lauren vive
en Knoxville, TN, con su marido, Adam
Ragusea, y sus dos hijos.

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