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LA PSICOLOGÍA DEL MAL:

DIABLOS, DEMONIOS Y LO DAIMÓNICO

Stephen A. Diamond, Ph. D.

La hostilidad, el odio y la violencia son los mayores males con que tenemos que lidiar en la actualidad. El mal es -
siempre lo ha sido, y siempre lo será - una realidad existencial, un hecho ineludible con el que nosotros los
mortales tenemos que contar. En prácticamente todas las culturas ha existido alguna palabra para designar el
mal, un reconocimiento lingüístico universal de la presencia arquetípica de “algo que conlleva dolor, angustia o
calamidad…; el hecho del sufrimiento, la desgracia y la maldad”. Sin embargo, otra de las definiciones
tradicionales del diccionario Webster vincula la palabra inglesa evil (mal) con todo aquello que es “indignante…
irritante… *y+ maligno.” El término mal siempre ha estado estrechamente asociado con la ira, la rabia y, por
supuesto, la violencia. Pero hoy en día nos sentimos incómodos con este anticuado concepto. Nuestro malestar
reside en gran medida en las implicaciones religiosas y teológicas del mal, basadas en unos valores, una ética y
una moral que muchos actualmente encuentran dogmáticos, caducos y llenos de prejuicios. En una sociedad
secular como la nuestra, nosotros los estadounidenses tenemos tendencia a evitar caracterizaciones bíblicas
como “pecado”, “maldad”, “iniquidad” y “mal”. No obstante, como acertadamente señala la analista junguiana
Liliane Frey-Rohn: “El mal es un fenómeno que únicamente existe y siempre ha existido en el mundo humano. Los
animales nada saben de ello. Pero no hay ninguna forma de religión, de ética o de vida en común en la que no sea
importante. Es más, necesitamos distinguir el bien del mal en nuestras relaciones diarias con los demás, y como
psicólogos en nuestro trabajo profesional. Sin embargo, es difícil dar una definición precisa de lo que queremos
decir psicológicamente mediante estos términos.”
El mal es una realidad, tanto si lo reconocemos como si no. En su antología de 1971, Sanctions for Evil, los
psicólogos sociales Nevitt Sanford y Craig Comstock justifican convincentemente la recuperación del término
“mal”, corrompido por la religión: “Con la utilización de la palabra mal, no queremos decir que un acto o una
conducta sean necesariamente un crimen o un pecado según alguna ley, sino que llevan a que alguna persona
sufra algún tipo de daño, a una destructividad social de un grado tan grave como para solicitar el uso de un
término muy antiguo y desgastado.” Cuando se emplea de esta forma, el mal es sinónimo de “violencia sin
sentido”. Pero, en un nivel aún más sutil, el mal puede considerarse como la tendencia que - ya sea en uno mismo
o en otros - inhibiría el crecimiento personal y la expansión, destruiría o limitaría las potencialidades innatas,
coartaría la libertad, fragmentaría o desintegraría la personalidad y disminuiría la calidad de las relaciones
interpersonales.
El hecho de que el mal, tal y como se define más arriba, se encuentra prácticamente en todo lugar de nuestro
mundo parece incontrovertible. Todos los días contemplamos el mal en sus infernalmente múltiples formas. En
primer lugar, existe lo cósmico, supranatural, transpersonal, o los males naturales, como inundaciones,
hambrunas, incendios, sequías, epidemias, terremotos, tornados, huracanes y accidentes dañinos imprevisibles
que causan estragos, muertes prematuras y un sufrimiento indecible a la humanidad. Este es el mal metafísico o
“existencial” del que nos habla el Libro de Job en la Biblia, y que todas las religiones del mundo se esfuerzan por
explicar. El mal existencial es una parte ineludible de nuestro destino humano, y que debemos tener en cuenta lo
mejor que podamos, sin cerrarnos a su trágica realidad intrínseca. Pero hay, por supuesto, otro tipo de mal: la
maldad humana, “la inhumanidad del hombre hacia el hombre”, en el sentido más amplio. Por “maldad humana”,
me refiero a esas actitudes y comportamientos que promueven la agresividad interpersonal, la crueldad, la
hostilidad, el desprecio por la integridad de los demás, la autodestrucción, la psicopatología y la miseria humana
en general. La maldad humana puede ser perpetrada por un solo individuo (el mal personal) o por un grupo, un
país o una cultura entera (mal colectivo). Las atrocidades nazis que directa o indirectamente involucraron al
pueblo alemán ejemplifican dramáticamente esta última categoría.
La forma más perniciosa de la maldad actual puede darse como locura, enfermedad mental o psicopatología. Es
en este aspecto y en su manifestación más radical - la violencia destructiva - que el mal se ha convertido
actualmente en blanco de intensos escrutinios y tratamientos psicológicos. Con cada vez más urgencia, la cultura
contemporánea pide a psiquiatras y psicólogos que combatan este mal: que expliquen, controlen o “curen” a
aquellos individuos que tienden al homicidio, al suicidio, a la perversión sexual, a la agresividad, al abuso, a las
adicciones, a la anorexia, al alcoholismo o a cualquier otro comportamiento violento o destructivo para ellos
mismos y/o para los demás. ¡Esta – y me refiero aquí al sufrimiento, no a quienes lo padecen – es la verdadera

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realidad actual del mal! Y surge la siguiente pregunta: ¿Cómo puede el psicólogo experto - y no digamos ya el
ciudadano medio - ni tan siquiera empezar a hacer frente de manera efectiva al mal sin comprender más
profundamente su naturaleza básica?
Aunque a alguien le pueda parecer un retroceso anacrónico a una época pasada, mi preocupación por la
psicología del mal no carece de precedentes en el siglo XX. Sigmund Freud, por ejemplo, ya batalló con este
espinoso asunto, al igual que muchos otros psicólogos y psiquiatras notables, como Carl Jung, Erich Fromm, Bruno
Bettelheim, Viktor Frankl, Karl Menninger, Robert Lifton, Rollo May y, más recientemente, M. Scott Peck. La
solución algo pesimista de Freud tomó la forma eventual de un “instinto de muerte” (Thanatos) maligno en
eterna lucha con un “instinto de vida” (Eros) benigno, un trágico duelo donde el mal casi siempre prevalece. C G
Jung, basándose en la filosofía existencial de Nietzsche, habló de la “sombra” para retratar el problema del mal
tanto a nivel personal como colectivo. Su posición, resumida aquí por Frey-Rohn, fue que la moral social nunca
puede ser considerada la fuente causal del mal: solo “pasa a ser negativo *el mal+ cada vez que el individuo toma
sus mandamientos y prohibiciones como absolutos, y hace caso omiso de sus otros impulsos. No es, por tanto, al
canon cultural, sino a la actitud moral del individuo a quien hay que hacer responsable de lo patológico, lo
negativo y lo maligno. Frey-Rohn se refiere a la relatividad subjetiva de lo “bueno” y lo “malo” y, lo más
importante, a la responsabilidad personal del individuo para decidir lo que es bueno o malo para ellos mismos en
lugar de confiar únicamente en leyes, normas y reglamentos externos.
Es cierto que resulta tentador desestimar totalmente la realidad del mal, debido a su subjetividad y relatividad
inherentes. Como el sabio bardo William Shakespeare hace decir a Hamlet: “Porque no hay nada bueno o malo,
sino que el pensar lo hace así.” Este reconocimiento de la relatividad del bien y el mal, y su fundamento en
evaluaciones egoístas de lo correcto y lo incorrecto, lo positivo y lo negativo, tiene una larga tradición en la
religión asiática y en la filosofía oriental. Pero como decía Jung, el hecho de que los conceptos de “bien” y “mal”
sean invenciones de la mente humana (la conciencia del ego), categorías cognitivas convencionales con las que
tratamos de resolver ordenadamente las cosas de la vida, no va en detrimento de la vital importancia de discernir
correctamente entre ellas. Porque sin estas distinciones psicológicas, ¿qué ética servirá para guiar nuestro
comportamiento cotidiano? ¿Sobre qué base moral podemos tomar las numerosas decisiones, de mayor o menor
importancia, que la vida cotidiana moderna nos exige? Sobre este asunto podemos citar a Justin Martyr: “El peor
mal de todos consiste en decir que ni el bien ni el mal son nada en sí mismos, que sólo son opiniones humanas.”
El mal posee una cualidad arquetípica – o universal. “No existe en el mundo ninguna religión”, escribe el filósofo
Paul Carus, “que no tenga sus demonios o monstruos malignos para representar el dolor, la miseria y la
destrucción”. A aquellos que niegan la realidad del mal, su existencia de facto, arguyendo que es algo relativo (“Lo
que alimenta a un hombre puede envenenar a otro”) y subjetivo (lo que yo veo como malo otro puede verlo
como bueno), lo que lo convierte en ilusorio, Carus les responde: “El bien y el mal pueden ser relativos, pero la
relatividad no implica la inexistencia. Las relaciones son también hechos.” Descartar alegremente el mal como
una mera ilusión mental (o “Maya”, como la llaman los budistas) es eludir cobardemente la difícil tarea y la
fatídica responsabilidad humana de conocer conscientemente el bien y el mal. El mal es un fenómeno muy real.
Pero no es una “cosa” con características físicas propias independientes de aquellas acciones humanas que la
conforman; ni es una “entidad” con voluntad propia, como defiende la doctrina tradicional sobre el diablo. El mal
es un proceso en el que los seres humanos participan de manera más o menos inevitable. De hecho, es un
proceso psicológico – o espiritual, si se prefiere – de negación. Y por “negación”, no quiero decir inexistencia. La
negación es una fuerza tan real como la afirmación; lo negativo y lo positivo son simplemente los dos polos
opuestos de una única realidad (consideremos, por ejemplo, un imán con sus dos polos opuestos aunque
íntegramente relacionados). Como dice el analista junguiano y pastor episcopaliano John Sanford, la doctrina
cristiana de la privatio boni (la “inexistencia” del mal) planteada por Agustín (354 - 430 dC), “no niega la realidad
del mal, mantiene que el mal existe. Pero que únicamente puede existir como contraposición del bien, no puede
existir por sí mismo”. Por supuesto, lo mismo puede decirse de lo “bueno”, que no puede existir por sí mismo, es
decir, sin algún tipo de referencia comparativa a aquello que es “malo”.
¿Pero, si finalmente aceptamos la necesidad de discernir entre el bien y el mal, quien será entonces su conocedor
supremo? ¿El individuo? ¿La comunidad? ¿Los tribunales? ¿El Estado? ¿El sacerdote, rabino o psicoterapeuta?
¿Cómo podemos hacer un uso constructivo y humano de tales categorías? ¿Y a quien aplicarlas? ¿Y con qué
propósito?
El psiquiatra M. Scott Peck declara que “el mal [humano] se puede definir como una forma específica de
enfermedad mental y debería ser investigado científicamente con la misma dedicación que aplicamos cualquier
otra grave perturbación psiquiátrica”. Define el “mal” como una fuerza negativa “que puede encontrarse dentro o

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fuera de los seres humanos, y que trata de destruir la vida o la vitalidad”. Para Peck, la raíz primaria de la mayor
parte de la maldad humana es el “narcisismo maligno”, un término tomado de Erich Fromm. Peck identifica a las
personas malvadas no “por la ilegalidad de sus actos o la magnitud de sus pecados”, ni por sus malas acciones,
porque entonces “todos debemos ser malvados, puesto que todos hacemos cosas malas”. Es más bien “la
consistencia de sus pecados”, dice Peck, lo que hace a la gente “malvada” o “no malvada”. En otras palabras, es el
autoengaño crónico, la inflación del ego, y la “voluntad irrefrenable”, la mentira constante tanto hacia si mismo
como hacia los otros, y su rabiosa negativa a enfrentarse a los propios defectos lo que caracteriza a los que Peck
llama “devotos de la mentira”.
La equiparación que hace Peck de la maldad humana con un tipo concreto de patología – el narcisismo patológico
– es adecuada hasta cierto punto. El narcisismo maligno o patológico es de hecho una variante de la maldad
humana. La maldad humana nunca puede ser definida simplemente con un diagnóstico psiquiátrico particular,
como propone Peck. Si tal cosa fuera posible – que no lo es – podríamos, como Peck, caer en la tentación de
“diagnosticar” a los “malvados” que nos rodean, y – como pasó con las brujas o con los judíos – intentar
“tratarlos”, aislarlos, esterilizarlos o exterminarlos. El problema de la forma en que Peck percibe el mal es, a mi
juicio, su tendencia a proyectar el mal exclusivamente sobre un pequeño sector de la población, en lugar de
reconocer su inminente presencia en cada uno de nosotros. Peck patologiza la maldad, tratando de convertir el
término “mal” en una categoría psicodiagnóstica formal que describa específicamente determinados rasgos del
carácter. Sin embargo, en un sentido muy real, yo sostengo que toda psicopatología es una especie de mal,
puesto que conlleva un gran sufrimiento humano.
Si bien puede ser muy tentador sucumbir a la argumentación de Peck de que el mal se manifiesta insidiosamente
y con más frecuencia en personalidades sutilmente patológicas pero aparentemente sanas - o en flagrantes
caricaturas del mal como Ted Bundy, Jim Jones, Charles Manson, o Richard Allen Davis – haríamos bien en
recordar que el mal, como potencialidad arquetípica, se encuentra presente en cada uno de nosotros. Pensar lo
contrario de forma ingenua o narcisista es como negar la capacidad personal para el mal – la presencia
permanente de la “sombra” o lo “daimónico” – que siempre habita en las insondables profundidades de cada
falible ser humano. Tal negación es una forma insípida, prosaica y peligrosa de maldad.
Prefigurando a Peck, Rollo May ya sostenía que aquí en Estados Unidos – con nuestro juvenil e ingenuo
optimismo - comprendemos escasamente la verdadera naturaleza del mal, y por tanto estamos muy poco
preparados para lidiar con ella. Como psicoterapeuta May se interesó mayormente por el problema de la maldad
personal o individual. Sin dejar de reconocer plenamente los riesgos graves (como la guerra) y las influencias
intrapsíquicas de la maldad grupal o colectiva sobre el individuo, sostuvo que incluso teniendo en cuenta las a
menudo aplastantes influencias de las presiones colectivas, debemos tener en cuenta el papel crucial que el
individuo representa en el mal: “Es cierto que el mal no se encuentra exclusivamente dentro de uno mismo –
también es resultado de nuestras relaciones sociales – pero nuestra implicación personal con éste no debe ser
pasada por alto.”
¿De dónde viene el mal? ¿Hasta qué punto nos implicamos voluntaria o involuntariamente en él? ¿Cuál es el
proceso psicológico de dicha implicación? ¿Y qué se puede hacer - en todo caso – para interferir en esta
destructiva implicación y, en algún grado, reducir tanto la maldad personal como la colectiva? Estas son algunas
viejas cuestiones que trataremos a continuación.

Demonios
Desde tiempos inmemoriales se ha creído que los espíritus o demonios son la fuente, y a veces la personificación,
del mal. Sigmund Freud sugiere que nuestros antepasados - que al parecer no tenían suficiente con su propia ira,
rabia y resentimiento - proyectaron su hostilidad sobre demonios imaginarios. Supersticiones como la creencia en
la existencia de demonios, dijo Freud, derivan “de la hostilidad reprimida y los impulsos crueles. Gran parte de la
superstición significa miedo a un mal inminente. La superstición es en buena parte una expectativa de infortunio,
y quien ha deseado a menudo el mal a otros pero, a consecuencia de haber sido educado para el bien, reprimió
tales deseos enviándolos al inconsciente, se inclinará particularmente a esperar el castigo por esa maldad
inconsciente como un infortunio que lo amenaza desde exterior.” Lo que es más, Freud consideró “muy posible
que toda la concepción de los demonios se derive de la relación extremadamente importante con los difuntos",
añadiendo que “no hay mejor testimonio de la influencia del luto sobre el origen de la creencia en los demonios
como el hecho de que éstos siempre son espíritus de personas muertas no hace mucho tiempo.” Los demonios
sirven como chivos expiatorios y receptáculos para todo tipo de impulsos humanos inaceptables y amenazadores,
como la ira, la rabia, la culpa y el deseo sexual. Por otra parte, escribe el teólogo Gerardus van der Leeuw “el

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miedo y el terror, el pánico y la locura, todos reciben su forma del demonio; esto representa el horror absoluto
del mundo, la incalculable fuerza que teje su red a nuestro alrededor y amenaza con atraparnos. De ahí la
vaguedad y ambigüedad de la naturaleza demoníaca… El comportamiento de los demonios es arbitrario y sin
sentido, torpe y ridículo, pero no por ello resulta menos aterrador.” Por esta razón, los demonios se consideran
malignos, y son designados por nosotros como portadores de todos esos aspectos temibles de la naturaleza
humana que encontramos demasiado abominables, despreciables y monstruosos como para soportarlos. Pero
esta visión popular de los demonios, unilateral y negativa, resulta psicológicamente simplista y poco sofisticada.
Freud nos informa de que dichos demonios eran percibidos como los espíritus enfadados de familiares
recientemente fallecidos, aunque en principio eran temidos por nuestros antepasados, lo cierto es que jugaban
un importante papel en el proceso de duelo: una vez confrontados y asimilados psicológicamente por los
dolientes, estos mismos demonios malvados eran “venerados como antepasados y se acudía a ellos en busca de
ayuda en situaciones de emergencia.” Sabemos por la psicoterapia que los que sobreviven a sus seres queridos
muertos pueden llegar a sufrir mucho a causa del sentimiento de culpa y de la rabia por haber sido abandonados.
Puede que nuestros predecesores primitivos llegasen a un acuerdo con su propia rabia proyectada al aceptar y
confraternizar con los “demonios” furiosos de sus muertos: de este modo se producía la transformación
psicológica de su propio sentimiento de ira hacia esos enemigos amenazantes en fuerzas emocionales amistosas y
aliados espirituales.
Es muy posible, por lo poco que sabemos sobre su práctica de la trepanación, que los habitantes de la Edad de
Piedra, hace unos 500.000 años, estuvieran tratando de liberar de los malos espíritus a las personas física o
mentalmente enfermas extirpando quirúrgicamente secciones considerables de sus cráneos. La demonología - la
creencia en la existencia de espíritus, demonios o diablos - es probablemente el prototipo primitivo de la
moderna ciencia de la psicopatología: ambos paradigmas tratan de dar sentido a las enfermedades mentales y a
los comportamientos humanos aberrantes. “La idea de que los demonios... son los responsables del origen del
mal”, escribe la mitóloga Wendy Doniger O'Flaherty, “podemos encontrarla en estado puro en el maniqueísmo,
una religión surgida en Persia en el siglo III d.C., compuesta de elementos paganos, mazdeistas y gnósticos
cristianos, y que representa a Satán como co-eterno con Dios.” El largo alcance de la influencia de la demonología
podemos encontrarlo en las antiguas culturas de China, Grecia, Egipto o de los hebreos, así como en la Europa
medieval y la América colonial. El médico devenido filósofo Karl Jaspers define la demonología de la siguiente
manera: “Llamamos demonología a una concepción según la cual existen unos poderes, unas fuerzas eficazmente
constituidas, tanto constructivas como destructivas, es decir, demonios benignos y malignos, deidades diversas;
estos poderes son percibidos directamente como evidentes, y las percepciones se traducen a una doctrina.”
Nuestros modernos términos “demonio” y “demoníaco” derivan de las palabras latinas popularizadas durante la
Edad Media: daemon y daemonic. Carl Jung, refiriéndose al concepto medieval de lo demoníaco, profesaba que
“desde el punto de vista psicológico, los demonios no son más que intrusos procedentes del inconsciente,
irrupciones espontáneas de los complejos inconscientes en la continuidad del proceso consciente. Los complejos
son comparables a demonios que de vez en cuando acosan nuestros pensamientos y acciones; de hecho, en la
antigüedad y en la Edad Media los trastornos neuróticos agudos eran concebidos como posesiones
*demoníacas+.” Antes de las revelaciones filosóficas de René Descartes en el siglo XVII – que más tarde dieron
lugar al objetivismo científico que caracteriza al estudio contemporáneo de la psicopatología – era una creencia
común que los trastornos emocionales, la locura y la demencia eran obra de demonios malignos, que viajando a
través del aire penetraban en el cuerpo (o en el cerebro) de la infortunada victima sin que ésta se percatase. Esta
imaginería arquetípica de entidades invasivas voladoras con poderes sobrenaturales se puede apreciar aun en la
actualidad en expresiones coloquiales como “tener pájaros en la cabeza”, o en la obstinada creencia de ciertos
pacientes con delirios en que han sido manipulados por “extraterrestres” llegados en platillos volantes.
Incluso Hipócrates (V a.C.), el padre de la medicina moderna, fue inicialmente exorcista. Bernard Dietrich explica
que en la antigua Grecia, “el período de los dioses personales fue precedido por el de la creencia en los espíritus o
daimones: cada experiencia o suceso en la vida humana era atribuido a la intervención de un demonio, pero estos
demonios, en un principio, no eran imaginados como seres personales, sino como fuerzas abstractas de género
neutro…“ La palabra original en el griego arcaico para denominar a estos asombrosos seres, descritos por Hesiodo
y por otros como “invisibles y envueltos en niebla”, era daimon.

Lo daimónico
Rollo May hace uso de la idea clásica griega del daimón para proporcionar una base a su modelo mitológico de lo
daimónico. “Lo daimónico”, escribió May, “es cualquier función natural que tenga el poder de tomar el control de

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la totalidad de la persona. El sexo y el eros, la ira y la rabia, el ansia de poder, son algunos ejemplos. El daimón
puede ser creativo o destructivo pero normalmente es ambas cosas a la vez. Cuando esta fuerza se desata, y uno
de los elementos toma el control total de la personalidad, nos encontramos con la ‘posesión demoniaca’, el
nombre tradicional que históricamente se ha dado a las psicosis. El daimón obviamente no es una entidad sino
una función arquetípica fundamental de la experiencia humana, una realidad existencial…”
Por otro lado, May sostenía que la violencia “es un daimón descontrolado. La ‘posesión demoniaca’ en su forma
más cruda. La nuestra es una época de transición, en la que los canales usuales que utiliza lo daimónico le son
negados; y es en tales épocas cuando lo daimónico se expresa en su forma más destructiva.” Como ha quedado
demostrado, la violencia sin sentido es lo daimónico funcionando sin control.
La génesis del concepto de “daimón” es decididamente difícil de precisar. Sabemos que Empédocles, el filósofo
presocrático griego del siglo V a.C., empleaba este término para describir la psique o alma, para ser aún más
precisos, identificó el daimón con el yo. Reginald Barrow nos informa de que “la historia de la religión o la filosofía
griegas no suele decir mucho, en todo caso, acerca de los daimones. Aunque la idea aparece ya en Homero, lo
cierto es que su importancia en los cultos reconocidos es prácticamente nula, ya que no poseía una mitología
propia sino que se adhirió a las creencias ya existentes. Esto se esconde en el trasfondo de la filosofía desde
Thales, para quien ‘el universo está vivo y repleto de daimones’, y pasa por Heráclito y Jenófanes, llegando hasta
Platón y su discípulo Jenócrates, quien la elaboró en detalle… En Hesíodo los daimones son las almas de los
héroes de tiempos pasados que ahora favorecen a los hombres; en Esquilo los muertos se convierten en
daimones; para Teognis y Menandro el daimón es el ángel guardián de cada individuo y, en ocasiones, el de una
familia.”
Algunos eruditos clásicos sostienen que el término “daimón” fue utilizado por autores como Homero, Hesíodo, y
Platón como sinónimo de la palabra theos o Dios; otros, como Van der Leeuw, indican una clara distinción entre
estos términos: el término “daimón” se refería a algo indeterminado, invisible, incorpóreo, amorfo y desconocido,
mientras que “theos” era la personificación de un dios, como Zeus o Apolo. El daimón era el poder espiritual
divino que impulsaba las acciones de la persona y determinaba su destino. Era, a juicio de la mayoría de los
estudiosos, algo congénito e inmortal que encarnaba todos los talentos innatos, las tendencias (tanto positivas
como negativas) y las habilidades naturales. De hecho, el daimón personal se manifestaba como una especie de
“alma” fatídica que impulsaba hacia el bien o hacia el mal.
La primitiva concepción pre-cristiana de los daimones consideraba a éstos como de naturaleza ambigua en lugar
de seres exclusivamente malvados. Esta idea es anterior incluso a los grandes filósofos de la antigua Grecia. Tal
punto de vista coincide con el de M. L. von Franz, quien escribe que “en la Grecia pre-helénica los demonios,
como en Egipto, eran parte de una colectividad sin nombre.” Lo que se corresponde con la idea de May de lo
daimónico como una fuerza de la naturaleza básicamente indiferenciada, impersonal y primordial.
“Puesto que”, dice Barrow, “los daimones han dejado pocos recuerdos de sí mismos en la arquitectura y la
literatura, su importancia tiende a pasarse por alto… Son omnipresentes y todopoderosos, están profundamente
incrustados en la memoria religiosa de los pueblos, ya que su origen es muy anterior a la época de la religión y la
filosofía griegas. Los cultos oficialmente reconocidos y aprobados de los estados griegos eran solo la punta del
iceberg, el resto, la parte sumergida, estaba formada por demonios. Se esconden tras las escrituras hebreas, a
pesar de las cuidadosas revisiones realizadas en interés del monoteísmo, y la literatura posterior al exilio está
repleta de imprecisos seres sobrenaturales. También abundan en el Nuevo Testamento… Son los autores
cristianos, de Justino en adelante, quienes sacan a los daimones a la luz pública y luchan contra ellos; no dejan
lugar a dudas sobre las dimensiones del mal que combatían; no estaban luchando con sombras.
En las culturas Minoica (3000 - 1100 d.C.) y Micénica (1500 – 1100 d.C.) los daimones eran vistos como asistentes
o siervos de las deidades, y no como deidades en sí, y eran imaginados y representados como figuras medio
animales y medio humanas, como el temible Minotauro. En tiempos de Homero (en torno al 800 a.C.) se creía que
todas las dolencias eran provocadas por los daimones, así como que éstos también podían curar, sanar, y otorgar
las bendiciones de la buena salud, la felicidad y la armonía. Aunque existe cierto debate en cuanto a su presencia
en tiempos pre-homéricos, E. R. Dodds indica que la idea del daimón aparece tanto en la Ilíada como en la Odisea.
“El rasgo más característico de la Odisea es la forma en la que sus personajes atribuyen todo tipo de eventos
mentales (así como físicos) a la intervención de un indeterminado e innominado daimón o ‘deidad’ o ‘deidades’”.
Más adelante, Platón (428-347 a.C.) aludiendo en sus escritos a la realidad daimónica, se refiere al gran dios del
amor, Eros, como “un daimón”; y en la historia del daimón de Sócrates, cuenta como una “voz” supuestamente
sobrenatural dentro de su cabeza se dirigía a él cuando estaba a punto de tomar alguna decisión equivocada. En
El Banquete, la sabia Diótima de Mantinea describe así lo daimónico:

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Lo daimónico se halla entre la divinidad y lo mortal. Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a
los hombres las de los dioses, - órdenes y recompensas de los dioses a los hombres y súplicas y sacrificios de éstos
los dioses. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que todo queda unido consigo
mismo como un continuo. A través de ello funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativo tanto a
los sacrificios como a los ritos, los ensalmos y toda clase de mántica o magia. La divinidad no tiene contacto
directo con el hombre, sino que es mediante lo daimónico como se produce todo contacto entre ellos, tanto si los
hombres están despiertos como si están dormidos.

Plutarco, quien declaró que las deidades egipcias Isis y Osiris eran destacados daimones, también escribió sobre el
“signo daimónico” de Sócrates, afirmando, cuenta Dodds, que “las almas puras, en ocasiones, pueden entrar en
contacto con el poder espiritual, pueden oír una voz espiritual sin palabras y dejarse guiar por ella. La palabra que
designa a este poder espiritual es daimón, pero no ha sido elaborada aún una teoría sobre los daimones.” Que se
tratase efectivamente de una voz similar a la humana que ya desde la infancia escuchaba Sócrates, o de algo
diferente, algo “sin palabras”, un fenómeno mental más amorfo, es imposible de saber. En cualquier caso, fue en
realidad su ferviente fe en este espíritu guía o “ángel guardián” - su preciado daimón – lo que finalmente provocó
la acusación, el juicio y la muerte de Sócrates por enseñar a sus discípulos “falsa daimonia”. Los atenienses
encontraron su filosofía sacrílega, y una amenaza para el orden establecido, algo similar, por tanto, a las
objeciones de los fariseos a las enseñanzas de Jesús algunos siglos después. No obstante, durante su apogeo,
Sócrates atribuyó a este misterioso daimón su éxito (o fracaso) como instructor filosófico:

Hay muchos que se resisten, por lo que no pueden beneficiarse si se relacionan conmigo, y yo tampoco soy capaz
de relacionarme con ellos. En muchos casos, esto no presenta ningún obstáculo para estar en compañía, pero
tampoco reporta ningún beneficio a las personas involucradas. Pero si… la fuerza *daimónica+ participa
amigablemente en la relación, los compañeros se encuentran de inmediato en el sendero del progreso.

Las posibles implicaciones de estas afirmaciones en la práctica de la psicoterapia son profundas. En palabras de
un perspicaz erudito, “Plutarco nos revela la función de estos daimones. Son la fuente interna de nuestras
emociones, tanto las positivas como las negativas.” Resulta muy significativo el que Sócrates parece haber
experimentado siempre su orientación daimónica en forma de advertencia, resistencia u oposición a una posible
línea de acción; el mismo papel que más tarde representaría en la tradición judeo-cristiana la idea de Satán:
oponerse, obstaculizar, acusar o llevar a la perdición al pecador – o al pecador potencial. Ambas eran “voces”
contradictorias: el daimón socrático incitaba al bien, Satán al mal.
Según Dodds, “una definición precisa de términos tan vagos como ‘daemon’ y ‘daemonios’ era algo novedoso en
la época de Platón, pero en el siglo II d.C. eran la expresión de algo obvio. Prácticamente todo el mundo, pagano,
judío, cristiano o gnóstico, creía en la existencia de estos seres y en su función como mediadores, se les llamase
demonios, ángeles, eones o simplemente ‘espíritus’.” En Grecia “existían dos tipos de daimones”, escribe B. C.
Dietrich:

Uno era un grupo de espíritus que eran imaginados como existentes en el interior de la naturaleza, sobre la
superficie de la tierra, por todo el mundo aparecían profundamente arraigados en la imaginación popular y eran
figuras vivas en la mitología nacional. Se trataba de las ninfas... e incluso de [las ] Musas... El segundo grupo
estaba formado por espíritus que vivían bajo la tierra, o puede que en su interior. Representaban las fuerzas
generadoras de la Naturaleza, sus fenómenos y su enorme poder, que para el hombre podía ser tanto benigno
como maligno. Junto a estos espíritus de la Naturaleza se encontraban los daimones de los muertos y del
inframundo.

M. L. von Franz observa que “la palabra daimon procede de daimonai, que significa ‘dividir’, ‘distribuir’, ‘asignar’,
‘adjudicar’, y originalmente se refería a una actividad divina momentáneamente perceptible, como un caballo
asustado, un error en el trabajo, la enfermedad, la locura, el terror en ciertos espacios naturales.” Como dijo Jung,
“las palabras griegas daimon y daimonion expresan un poder determinante que penetra en la persona desde
fuera, algo como la providencia o la suerte, aunque la decisión ética queda en manos del propio individuo.” En un
principio, los daimones eran potencialmente tanto benignos como malignos, tanto constructivos como
destructivos, dependiendo en parte de cómo el individuo se relacionase con ellos. Pero fue un discípulo de Platón,

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Jenócrates, quien, según cuenta el historiador Jeffrey Burton Russell, “estableció la negatividad del término
distinguiendo a los dioses benignos de los demonios malignos y asignando las cualidades destructivas de los
dioses a los demonios… El sentido negativo quedó fijado en el siglo II a.C. mediante la traducción de la Biblia
hebrea al griego, conocida como Septuaginta, donde se utilizó el término daimonion para designar a los espíritus
malignos de los hebreos.” Así comenzó la degradación del daimón hasta llegar a nuestra moderna concepción del
demonio como algo exclusivamente maligno, y el ascenso del concepto judeocristiano del diablo como
encarnación del mal. Durante “las épocas helenística y cristiana”, escribe May, “la separación dualista entre los
aspectos benigno y maligno del daimón se hizo más pronunciada. Ahora nos encontramos con un pueblo celestial
dividido en dos bandos – ángeles y demonios, este último constituido en torno a su líder, Satán, mientras que el
primero es el aliado de Dios. Aunque estos desarrollos nunca son del todo racionalizados, debe haber existido en
aquellos días la expectativa de que mediante esta división sería más fácil para el hombre combatir y vencer al
diablo.” Con el advenimiento del cristianismo los antiguos daimones empezaron a desaparecer, el doble aspecto
de su naturaleza quedó desgarrado. El “bien” y el “mal” quedaron claramente divididos, y los daimones,
despojados ahora de su polo positivo, tomaron finalmente un significado negativo y la identidad de lo que hoy
denominamos demonios. Para la Iglesia, estos demonios destructivos estaban a las órdenes de la verdadera
encarnación de todos los males: el Diablo.

El Diablo
Jeffrey Burton Russell, que ha escrito mucho sobre la historia de Satanás, nos informa de que “la palabra ‘Diablo’
procede indirectamente del hebreo satan, ‘el que obstruye’, y *que+ el Diablo y Satán son uno tanto por su origen
como por su concepto.” Sin embargo, explica también que:

Los orígenes del Diablo y de los demonios son muy diferentes. Los demonios derivan de los espíritus malignos
menores del Cercano Oriente, mientras que el Diablo deriva del hebreo Mal'ak (la sombra del Señor) y del principio
mazdeista del mal en sí. El Nuevo Testamento mantiene la distinción mediante la diferenciación entre los términos
diabolos y daimonion, pero tal distinción era a menudo borrosa, y en muchas traducciones al inglés el término
daimonion se traducía como “devil” (diablo)… Durante el primer siglo de la Era Cristiana… los espíritus malignos
eran conocidos generalmente con el nombre de daimonia (demonios). Esta clasificación helenística incluiría tanto
a Satán como a los otros espíritus malignos en la categoría de daimonia.

Pero según otro especialista, “el término diablo es un diminutivo de la raíz div, de donde procede la palabra
divino; diablo significaría en realidad ‘pequeño dios’.” Esta multiplicidad de “pequeños dioses” la podemos
encontrar en el Nuevo Testamento, como lo demuestra esta “historia clínica” en la que Jesús cura a un
endemoniado:

Y cuando salió él de la barca, en seguida vino a su encuentro un hombre con un espíritu inmundo, que tenía su
morada en los sepulcros, y nadie podía atarle, ni aun con cadenas. Porque muchas veces había sido atado con
grillos y cadenas, mas las cadenas habían sido hechas pedazos por él, y desmenuzados los grillos; y nadie le podía
dominar. Y siempre, de día y de noche, andaba dando voces en los montes y en los sepulcros, e hiriéndose con
piedras… Porque Jesús le decía: “Sal de este hombre, espíritu inmundo”. Y le preguntó: “¿Cómo te llamas?” Y
respondió diciendo: “Mi nombre es Legión; porque somos muchos”. (Marcos 5:2-9)

La profesora Elaine Pagels, de la Universidad de Princeton señala que en la tradición hebraica, un satán siempre
fue un ángel (del griego angelos), un mensajero celestial enviado por Dios en forma de obstáculo u obstrucción a
la acción humana. Pero este “satán”, afirma Pagels, “no es necesariamente malvado. Dios le envía como ángel de
la muerte, para realizar una tarea específica, pese a que los seres humanos no puedan apreciarlo… Así, el satán
puede simplemente haber sido enviado por el Señor para proteger a una persona de un daño mayor.” Antes de
ser empleado como término peyorativo para denunciar y demonizar a los presuntos enemigos del cristianismo
primitivo, o para antropomorfizar la esencia sobrenatural del mal, un satán no era más que uno de tantos
daimones o “energías espirituales” que, según Pagels, son “las fuerzas energizantes de todos los procesos
naturales...” Y, como señala el analista junguiano James Hillman, durante los casi 2000 años transcurridos desde
esta distorsión que transformó a los originalmente ambiguos daimones en demonios y diablos malignos o en
Satán, “la negación de los daimones y su exorcismo ha sido parte integral de la psicología cristiana, dejando a la
psique occidental pocos medios para reconocer la realidad daimónica entre las alucinaciones de la locura.” El

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trascendental enfoque cartesiano de finales del Renacimiento separó mente y cuerpo, sujeto y objeto, y
consideró como “real” únicamente el aspecto objetivamente medible o cuantificable de la experiencia humana.
Este avance condujo notablemente a dejar totalmente de lado lo “irracional”, los fenómenos subjetivos. La
ruptura provocada por Descartes en el siglo XVII constituyó un dudoso desarrollo para el pensamiento humano:
nos permitió librar al mundo de la superstición, la brujería, la magia y toda la gama de criaturas míticas – tanto
benignas como malignas – de un solo barrido científico.
¿Pero cuál fue el precio espiritual o psicológico de la destrucción de lo daimónico durante la Ilustración? Lo que
los bienintencionados creadores y continuadores de esta artificial dicotomía pasaron por alto fue que difícilmente
podemos conquistar a demonios y diablos simplemente expulsándolos y destruyéndolos – esto último es
imposible sin mutilarnos a nosotros mismos en el proceso. Los daimones no pueden ser erradicados como si se
trataran de una plaga no deseada que invade nuestros campos o nuestro hogar. Podemos tener éxito en
disiparlos temporalmente; pero lo único que conseguimos con eso es que pasen a la clandestinidad,
introduciéndose en nuestra rica psique en forma de cícadas, a la espera de volver a nacer en el momento
adecuado. Expulsar a los daimones, desterrarlos de nuestra conciencia, supone un empobrecimiento para nuestro
mundo y para nosotros mismos; es construir un mundo ya no vivo y animado, sino muerto, inanimado y
desencantado. Una solución psicológica o espiritualmente más adecuada solo podrá lograrse mediante la
confrontación y asimilación significativa de lo que estos daimones simbolizan hoy para nosotros en nuestro ser y
en nuestra vida cotidiana. Los pueblos paganos lograron mantener una adecuada relación con el reino daimónico,
y, algunos casos aislados - como los aborígenes de Australia o ciertas tribus amazónicas que milagrosamente se
han mantenido alejadas de la civilización - continúan haciéndolo aún hoy. Para estos sencillos nativos, como para
sus antepasados, según Van der Leeuw, “cada cosa tiene su propio aspecto misterioso e incalculable, cada
experiencia de la naturaleza posee su propio demonio: duendecillos, hadas del musgo y la madera, elfos, etc.,
habitan los bosques y las aguas, los campos y las cuevas subterráneas de los montes… y por todas partes pueden
encontrarse este tipo de analogías.” Mentes ingenuas e inocentes que perciben cada elemento de la naturaleza
como vivo y animado por todo tipo de duendes, elfos, gnomos y hadas que se pueda imaginar. Cada espíritu tiene
su lugar en la vida y es objeto de veneración - y de temor. Pero para la mayoría de nosotros, hoy en día, esta
participación mística natural se ha convertido en una forma de ser-en-el-mundo de la que estamos muy alejados -
incluso con nuestros propios “dioses” recién descubiertos de la ciencia, la tecnología, la psicología, y el
espiritualismo New Age. Hemos excomulgado deliberadamente a los daimones y perdido, por tanto, el contacto
directo con nuestro fuero interno y con la naturaleza. Al desterrar el lado “malo” de lo daimónico – los llamados
“demonios” – también desterramos a los “ángeles”. Pero los daimones de ningún modo han desistido de afectar a
nuestras vidas. Todo lo contrario.

Mefistófeles en América
El profesor David Manning White cuenta que “en concomitancia con la presencia del mal como la suma de todas
las fuerzas de la negatividad humana está la idea de que el diablo ha jugado un papel primordial, desde los
primeros tiempos, en el pensamiento religioso. Aunque los hombres y mujeres tenían probablemente sus propios
demonios personales, surgidos a partir de su perplejidad acerca de la naturaleza de su existencia, no fue hasta
Zoroastro - quien denominó Ahriman a las fuerzas del mal - que el diablo se convirtió en parte importante de una
religión.” Desde entonces, en diversos sistemas religiosos, entre los que se incluye la tradición judeo-cristiana, el
diablo a venido a personificar virtualmente el mal.
Aunque en el Antiguo Testamento hay escasas menciones a Satán como fuerza sobrenatural, el Nuevo
Testamento está repleto de referencias tanto a él como al diablo. “El término inglés devil, así como el alemán
Teufel y el español diablo, derivan del griego diavolos,” escribe Russell. “Diavolos significa ‘calumniador’ o
‘pérjuro’, así como ‘adversario’ en los tribunales… Aunque el concepto del Diablo - una personificación del mal -
no existe en la mayor parte de las religiones y filosofías, el problema del mal está presente en todas las
cosmovisiones, con la excepción del relativismo radical.”
Con el tiempo, el diablo se ha convertido en una imagen preeminente del mal. Pero si bien es casi con toda
seguridad un símbolo arquetípico o universal que aparece en los mitos y leyendas de muchas generaciones y
culturas diferentes, Russell nos recuerda que: “la idea del diablo solo se encuentra en un puñado de tradiciones
religiosas. En las antiguas religiones greco-romanas, por ejemplo, no existía la idea de una única personificación
del mal, como tampoco existió en el budismo o el hinduismo. La mayoría de las religiones - desde el budismo al
marxismo - tienen sus demonios, pero sólo en cuatro credos importantes ha habido un diablo real. Estos son el
mazdeismo (zoroastrismo), la antigua religión hebrea (pero no el judaísmo moderno), el cristianismo y el islam.”

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Para los primeros seguidores de estas cuatro religiones, la idea del “diablo” debió tener una enorme importancia -
como todavía la tiene para algunos hoy en día. Pero para muchos otros en nuestra cultura iconoclasta, el diablo se
ha ido diluyendo hasta convertirse en un concepto sin apenas vida, donde la autoridad numinosa de la que tanto
disfrutó anteriormente brilla ahora por su ausencia. Para un creciente número de individuos desencantados con
la religión organizada, Satán se ha convertido en un signo diluido - ya no es un verdadero símbolo - de un sistema
religioso repudiado, acientífico y supersticioso que ya no aparece como espiritualmente significativo. Sin
embargo, según revela al menos un importante estudio publicado en 1988, aquí en los seculares Estados Unidos,
una mayoría del 66% de nosotros “cree en el Diablo”, en comparación con sólo el 30% o menos de la población de
naciones europeas como Gran Bretaña, Noruega, Suecia, Francia e Italia. Y, al año siguiente, como para confirmar
este fascinante hecho, la revista Life decidió “pagar su deuda con el Diablo” dedicando un reportaje a todo color
al venerable “Príncipe de las tinieblas” que fue presentado así: “Familiar y primordial, fantástico y creíble, el más
antiguo y malvado seductor – de nuevo se presenta entre nosotros, es el tema de los más espeluznantes titulares.
Un ser con muchos nombres, nosotros lo llamamos el maligno, el rebelde, el demonio, el tentador, el diablo, la
serpiente, Lucifer, Belzebú, Baal y… Satán.” Este sorprendente resurgimiento de Mefistófeles en Estados Unidos
no se limita a los cristianos “renacidos”, los satanistas o la subcultura New Age; si no que también está siendo
visto en las consultas de los psicoterapeutas de todo el país.

Sigmund Freud - que pensaba que el diablo es un símbolo del padre – especulaba así hace unos setenta años, “el
hecho de que tan pocas veces nos encontramos con el diablo en el análisis, probablemente indica que en estos
pacientes el papel de esta figura mitológica medieval ha sido superado desde hace mucho tiempo. Por diversas
razones, el incremento del escepticismo ha afectado en primer lugar a la persona del diablo.” “Esto parece estar
siendo confirmado”, sugiere el psicoanalista Luis Berkowitz casi medio siglo más tarde, “por las referencias
relativamente escasas al diablo en la literatura psicológica actual. No obstante, el que suscribe [Berkowitz] se ha
enfrentado en al menos cuatro casos en los últimos ocho años con la viva e inconfundible imagen del mismísimo
diablo o alguno de sus derivados. Todos estos pacientes eran relativamente cultos y educados, y en cada uno de
los casos el diablo entró en escena repentina e inesperadamente, quedando el analizado incrédulo ante el hecho
de que se trataba efectivamente de su propio diablo.”
En uno de estos casos, una mujer hostil pero bastante inteligente imaginó que algo “’brotaba’ de ella… de una
parte de su cuerpo situada en la región media. Se iba haciendo más y más grande hasta tomar la forma de un
pequeño diablo negro con cuernos y cola, todo el cuerpo crecía y se encogía, manteniéndose entre las doce y las
seis pulgadas de tamaño,… *con] una sonrisa sarcástica…” Otro paciente soñó que intentaba matar a una negra y
esquiva tenia que se convirtió “en un pequeño diablo con cuernos…”
¿Qué podemos hacer con este fenómeno inverosímil? El en su día denostado y repudiado científicamente símbolo
del diablo parece reaparecer. ¿Por qué? ¿Cómo podemos interpretar este dramático regreso del diablo a la
psique de finales del siglo XX? Permítanme proponer al menos una respuesta parcial a mi propia pregunta:
Nosotros, los estadounidenses necesitamos desesperadamente una mejor comprensión del eterno problema del
mal, así como relacionarnos de forma constructiva y comunicarnos significativamente con el mismo. En ausencia
de símbolos y mitos adecuados para expresar y contener nuestra moderna experiencia del mal, debemos o bien
modificar los mitos ya existentes o bien crear conceptualizaciones simbólicas del mal completamente nuevas. No
hacer esto nos conduciría a una regresión reaccionaria a mitos obsoletos como el del “diablo”. Los símbolos y los
mitos siempre han proporcionado un medio para dar sentido al mal y colocarlo en la perspectiva correcta. Los
símbolos y los mitos ofrecen un hueco significativo para el mal en nuestra visión del mundo; sin ellos, no
podemos comprender contextualmente la cruda realidad del mal ni su significado psicológico. Por tanto, el
indispensable papel de los padrastros malvados, las brujas, los fantasmas y demás criaturas malévolas de los
cuentos infantiles tradicionales, y de todos los mitos y leyendas de tierras lejanas o cercanas, es el de simbolizar
algún aspecto sobresaliente del mal.
En medio de la actual atmósfera de ira, rabia y violencia, los estadounidenses nos encontramos ante el rostro
prohibido del mal desvelado. Hemos cerrado los ojos colectivamente ante el mal durante tanto tiempo que
somos ya incapaces de reconocerlo, y mucho menos de darle un sentido. Temerosos, aturdidos y confundidos,
algunos de nosotros – a falta de una integración psicológica más exacta y significativa del mito – se han apropiado
ciegamente del ya desgastado símbolo del diablo, con el fin de expresar de alguna manera este inquietante
encuentro con el lado oscuro y destructivo de lo daimónico. Nuestro desesperado deseo de resucitar al diablo
como creador del mal puede manifestarse en una fascinación mórbida por la demonología, como lo demuestra la
inquietante proliferación de cultos satánicos en nuestro país, así como en otros lugares. En mi opinión, las

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actuales tendencias hacia el satanismo en USA son un intento trágicamente erróneo por encontrar un
sentimiento perdido de fuerza y significado, tanto personal como comunitario, y una conexión más profunda con
el dominio de lo daimónico. La consecución de tales objetivos legítimos mediante un comportamiento perverso –
y a veces criminal – nos habla con toda claridad del sufrimiento colectivo que nos aqueja: el problema reside en la
presunta división entre el bien y el mal promulgada por la tradición religiosa occidental, un rígido dualismo que
condena a lo daimónico considerándolo únicamente maligno. En la actualidad, lo daimónico se confunde con lo
demoníaco.

Lo demoníaco vs. lo daimónico


Como muchos de sus contemporáneos, Rollo May - que ejerció brevemente como pastor congregacional antes de
convertirse en psicólogo - llegó a considerar la noción judeo-cristiana del “diablo” un concepto anacrónico que se
presta demasiado fácilmente a evadir nuestra participación y nuestra responsabilidad en el mal. Según él, “el
término común con que ha sido personalizado y usado históricamente [el mal], es decir, el diablo, no resulta
satisfactorio, ya que proyecta nuestra capacidad fuera de uno mismo… Además, siempre me pareció una forma
escapista y deteriorada de lo que debe entenderse como mal.” Sin duda, el diablo se convierte en el chivo
expiatorio sobre el que cargar nuestras tendencias malignas repudiadas. Lo que necesitamos – y lo que ofrece el
modelo arquetípico de lo daimónico – es una visión nueva o renovada que valide la realidad simbolizada por el
“diablo”, una que pueda también incluir el lado constructivo de este poder elemental. Porque, cuando se
interpreta correctamente, el símbolo del diablo representa en realidad una coincidentia oppositorum, una
coincidencia de opuestos. Este hecho tan significativo está contenido en el término inglés “devil” (diablo), que
según expone May “viene de la palabra griega diabolos”; en inglés contemporáneo el término es “diabolic”
(diabólico). Curiosamente, diabolos significa literalmente “separar” (dia-bollein). Ahora bien, resulta interesante
destacar que “diabólico” es el antónimo de “simbólico”. Sobre estas palabras descansan unas tremendas
implicaciones en lo respectivo a una ontología del bien y el mal. Lo simbólico es lo que une, lo que crea vínculos,
lo que integra al individuo en el grupo y consigo mismo; lo diabólico, por el contrario, es lo que desintegra y
desune. Ambos están presentes en lo daimónico”. *La cursiva es mía+
Hay, en efecto, una gran diferencia entre lo demoníaco – que connota lo puramente negativo y maligno – y lo
daimónico, que contiene las semillas creativas de su propia redención. Lo daimónico – a diferencia de la idea más
polarizada, y por tanto más comprensible, de lo diabólico o demoníaco – trasciende el dualismo del “bien” y el
“mal” haciéndolo derivar de lo que el teólogo Paul Tillich denominó “el fundamento del ser”: ese estado
indivisible e inefable en el que los polos opuestos cósmicos coexisten como potencialidades, y cuya realización
depende en alguna medida de la mediación de la voluntad humana. En contraste con lo demoníaco, lo daimónico
contiene tanto las potencialidades humanas diabólicas como las divinas, sin hacerlas mutuamente excluyentes; es
ese aspecto numinoso del ser y de la naturaleza que es al mismo tiempo bello y terrible. En este sentido, lo
daimónico se asemeja a ciertos dogmas de algunas religiones monistas pre-cristianas como el hinduismo, que
sostiene que tanto el bien como el mal proceden de un mismo principio divino (Brahman), inseparable en última
estancia: “Las grandes deidades de la India”, escribe Russell, “incluyendo a Kali, Shiva y Durga, manifiestan los
polos opuestos de un mismo ser: malevolencia y benevolencia, creatividad y destructividad… La religión hebrea
atribuía el origen de todo lo existente en el cielo y en la tierra, tanto constructivo como destructivo, al único Dios
*Yahvé+… Este era al mismo tiempo luz y oscuridad, creación y destrucción, bien y mal.” Esta inseparable
ambigüedad también está muy en consonancia con la primitiva concepción de Satán como Lucifer – “el portador
de la luz” – el cual, parafraseando a Mefistófeles en el Fausto de Goethe, tratando de hacer el mal,
inevitablemente realiza algo bueno en el proceso.
Hemos visto, por tanto, que “lo daimónico” ha sido conocido a lo largo de la historia por diversos nombres. El
escritor alemán Hermann Hesse, por ejemplo, en Demian, se refiere a esta coniunctio oppositorum, numinosa,
trascendente y arquetípica como Abraxas:

Este nombre se encuentra conectado con fórmulas mágicas griegas y con frecuencia se toma por el nombre del
ayudante de un mago, como algunas tribus no civilizadas creen aún en la actualidad. Pero parece que Abraxas
tiene un significado mucho más profundo. Podemos concebir este nombre como el de una divinidad cuya tarea
simbólica consiste en la unión de los elementos divinos y los diabólicos.

Lo que se dice en Demian es que decidimos adorar a un dios que solo representa una mitad del mundo separada
arbitrariamente (que fue oficialmente proclamada como mundo luminoso), pero que debemos ser capaces de

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adorar la totalidad del mundo; esto significa que deberíamos tener un dios que fuese a la vez un diablo o bien
instituir un culto al diablo junto con el culto a dios. Abraxas era un dios al mismo tiempo divino y diabólico.
“Abraxas el Anguípedo” o el dios con pies de serpiente, se remonta al menos a los primeros días del cristianismo,
y era especialmente popular entre los gnósticos. Esta antigua configuración de lo daimónico posee ciertas
similitudes en cuanto a su función con la figura cristiana de Lucifer. Pero, ante todo, Abraxas es un mito que, al
igual que “lo daimónico”, sobrepasa la mayoría de nuestras ideas dualistas sobre lo divino y desafía a las
fórmulas. Como opina Pistorius en Demian: “Abraxas… es Dios y Satán, y contiene tanto el mundo luminoso como
el oscuro.”
Como el héroe griego Perseo – a quien la diosa Atenea ayudó a decapitar a la Gorgona Medusa entregándole un
escudo brillante como un espejo para que le protegiese de su terrorífica imagen – siempre vamos a necesitar
medios que reflejen conscientemente la realidad del mal y la doten de sentido; esta es la función principal de
mitos y símbolos perdurables como Abraxas, el diablo o lo daimónico. Sin estos prácticos apoyos intelectuales -
que son auténticos dones divinos - no podríamos vivir mucho tiempo en un mundo tan rebosante de maldad.
Porque no podemos sostener durante mucho tiempo “la mirada frente al rostro del mal absoluto” desprovistos
de algún filtro mitológico, teológico o filosófico, o de algún mecanismo cognitivo de reflexión. Los mitos y los
símbolos sirven como protección a la vulnerable psique humana; amortiguan y desvían el devastador impacto del
mal radical y lo dotan de significado.
Pero esta importante cuestión de la “reflexión” en el mito de Perseo y Medusa contiene una pista adicional para
aprehender el mal con mayor claridad. Una gran parte del mal que podemos ver “allá afuera” en el mundo, o en
los demás, es en gran medida un reflejo de nosotros mismos: nuestro propio potencial humano para el mal y
nuestra inevitable participación en el mismo. El mito nos viene a decir que la única manera viable de comprender
y combatir el mal consiste en entenderlo como un reflejo de los elementos daimónicos eternamente presentes en
la naturaleza y en el conjunto de la humanidad. Somos los progenitores primarios del mal: no solo lo definimos,
sino que consciente o inconscientemente lo producimos y lo perpetuamos. Somos, por tanto, responsables de
gran parte del mal que hay en el mundo; y cada uno de nosotros está moralmente obligado a aceptar esa pesada
responsabilidad en lugar de proyectarla – a no ser que prefiramos revolcarnos en un estado perenne de
frustración, impotencia y victimismo furioso. Si uno tiene capacidad para realizar algo también es capaz de
mitigar, limitar, neutralizar o transmutar. Recordemos que a raíz del valiente enfrentamiento de Perseo con
Medusa, del aliento vital de ésta surgió Pegaso, el magnífico caballo blanco alado; y el ahora revitalizado Perseo
continuo cabalgando triunfante para derrotar a los más monstruosos demonios y casarse con la hermosa doncella
Andrómeda. El bien puede surgir del desafiante rostro del mal. Pero, por desgracia, el mal siempre encontrará un
nuevo rostro.

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