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inkerton P mee osniep obenues ap sauon! Aguirre, Sergio La sefiora Pinkerton ha desaparecido / Sergio Aguirre. - La ed . 8a reimp. - Ciudad Auténoma de Buenos Aires : Grupo Editorial Norma, 2018. 104 p.; 20x 11cm. ISBN 978-987-545-568-9 1. Literatura Infantil y Juvenil. I. Titulo. CDD 863.9282 © Sergio Aguirre, 2013 © Santiago Caruso, 2013 © Editorial Norma, 2013 Av. Leandro N, Alem 1074, Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Reservados todos los derechos, Prohibida la reproduccién total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Marcas y signos distintivos que contienen la denominacién. “N"/Norma/Carvajal ® bajo licencia de Grupo Carvajal (Colombia). Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Primera edicién: abril de 2013 Octava reimpresién: abril de 2018. Direccién editorial: Hinde Pomeraniec Edicién: Laura Letbiker Coordinacién: Daiana Reinhardt Diagramacién: Romina Rovera Correccisn: Patricia Motto Rouco Tlustraciones: Santiago Caruso Gerencia de produccién: Gregorio Branca _ CC 61074621 ISBN 978-987-545-568.9 Contenido Capitulo 1 Capitulo 2 Capitulo 3 Capitulo 4 Capftulo 5 Capitulo 6 Capitulo 7 Capitulo 8 Capitulo 9 Capitulo 10 Capftulo 11 Capitulo 12 Capitulo 13 Capitulo 14 Capitulo 15 Agradecimientos Capitulo 1 iB. ay | 's una bruja! La sefiora Pinkerton susurré esas palabras al ofdo de su hijo, que en ese momento se ha- Ilaba sentado en uno de los elegantes sillones de la casa de su madre, en los suburbios de Oxford. Edmund, su tinico hijo, nunca la habia visto tan alterada. La anciana iba nerviosamente de una punta a la otra, y cada tanto daba golpes en el suelo con el bastén de una manera que habia comenzado a fastidiar a Picasso, su gato; un ejemplar negro y rechoncho, con un humor tan agrio como el de su duefia. La sefiora Pinkerton era conocida por su arrogancia y su pésimo cardcter. Nadie le gus- taba y en nadie, decia, se podia confiar. Asf era ella. Sin embargo, Edmund notaba que en esta ocasién algo mas estaba sucediendo. Su madre jamas lo habia recibido con el aspecto desalentador que mostraba esa tarde: sus blancos cabellos recogidos con descuido, el rostro sin maquillaje, y cubierta con su viejo salto de cama verde, como si recién se hubiera levantado. -Una bruja verdadera -continud la sefiora Pinkerton-. jY vive al lado de mi casa! Termin la frase con un enérgico golpe de baston y fue hasta el otro extremo de la sala para volver mirando fijamente a Edmund con sus ojos severos: -jNo vas a decir nada? Edmund no abrio la boca. Oirla decir que la sefiorita Larden, la mujer que se habia mudado a la casa de al lado, era una bruja verdadera, lo dejaba sin palabras. ;Por qué decia “verdadera”? Su madre podia ser or gullosa, intolerante, desconfiada, pero siempre habia sido una mujer repleta de sentido comtin. Nunca habia crefdo en brujas. No podfa estar hablando en serio... -jNo me crees, verdad? -pregunté ella, como si le adivinara los pensamientos. Edmund carraspeé y se acomodé en su asiento. Tenia que responder algo, pero no sabia qué. jAcaso su madre estaba perdiendo la razon? Entonces ella continus: -Y ahora estés pensando que me he vuelto loca. Lo veo en tu mirada. No me lo vas a de- cir, pero es lo que estds pensando. Eres igual que tu padre... Edmund decidio hablar con el mismo tono sereno que empleaba con sus alumnos de la universidad cuando se ponian dificiles: -En todo caso me gustaria saber por qué afirmas que la sefiorita Larden es una bruja, madre. -Lo sé porque la conocf. Fue hace muchos anos... La sefiora Pinkerton dio unos pasos y se hundis en su sillén, como si de pronto se le hubieran agotado las fuerzas. Cerré los ojos, y volvié a abrirlos, antes de decir: -Yo sé quién es. Y sé lo que hizo. Entonces Edmund, por primera vez, vio el miedo en los ojos de su madre. Capitulo 2 ° —¢ ‘uién es esa mujer? —Edmund se inquiet6-. (Te ha hecho algo? La sefiora Pinkerton miré hacia el muro que separaba su casa de la casa vecina: —iEsa mujer es un demonio! Edmund habfa visto a la sefiorita Larden una sola vez, hacfa una semana, en la vete- da, por casualidad. Ella salfa de su casa con un maletin, cuando él descendfa del auto. La recordaba perfectamente. Le parecié elegante, sofisticada y muy atractiva. Un tipo de mujer importante. De las que podfan salir en las por- tadas de las revistas. Por qué su madre decfa que esa mujer era una bruja? Ella continu —tY sabes lo que me dijo? {Que vamos a ser muy buenas amigas! —la sefiora Pinkerton llevé sus manos a la cabeza, como si con aquellas pa- labras hubiese cafdo sobre ella una maldicién: —iTienes que sacarme de aqui! Te lo supli- co, Edmund, isfcame de aqui! Esa anciana orgullosa de pronto parecia una nifia muerta de miedo. Muerta de miedo porque una vecina querfa ser su amiga. Eso no tenia el mds minimo sentido: —Madre, me estas preocupando... Pero la sefiora Pinkerton no lo dejé termi- nat: —IShh... shh...! -irguié su cabeza en sefial de alerta. El gato, que estaba echado a sus pies, hizo lo mismo. —iEscuchas? —pregunté en voz baja. Edmund aguz6 sus ofdos. El silencio era to- tal. La sefiora Pinkerton se incorporé de su si- Il6n y se dirigié hacia el muro lindante con la casa de la sefiorita Larden: —iEsta ahi! iPuedo oirla! En ese momento Edmund reparé en el es- pacio vacio que habfa dejado uno de los cua- dros de su madre. Ahora el cuadro se hallaba en el piso, reclinado contra la pared. Desde su juventud la sefiora Pinkerton se habia de- dicado a pintar paisajes ingleses. Se sentia orgullosa de sus pinturas, que se lucfan en todas las habitaciones de la casa. La anciana apoy6 su ofdo en el sitio que an- tes habia ocupado el cuadro: —iEscucha! —murmuré. —En verdad, no escucho nada. Y me gusta- rfa que te tranquilizaras y... -iCallate! Edmund guard6 silencio. Entonces escu- ché. Era un sonido raro y apagado, que no supo situar. Podfa ser cualquier cosa. —iLa oyes? Esté tramando algo. Lo sé. iSe esta preparando...! —y grité en voz baja—: iPara hacerme desaparecer! La sefiora Pinkerton se separé del muro como si quemara, y comenzé a mirar hacia to- dos lados, extendiendo los brazos, como si bus- case por donde escapar. Entonces se abalanz6 sobre Edmund, y sacudiéndolo de las solapas de su traje, le grité: —iHaz algo! iHaz algo! El gato, al ver semejante reaccién, huyé ra- pidamente hacia la cocina. Edmund perdié la paciencia: -[Basta! —se levanté, y tomando a su madre de los hombros la obligé a sentarse de nuevo-: ahora te tranquilizards. Prepararé té, y me contaras exactamente qué pasé con esa mujer. Capitulo 3 ei vi ayer, cuando regresaba de la farmacia... Después de tomar el té, la sefiora Pinkerton se habfa recompuesto y parecfa la misma de siempre. ~Tuve que ir yo porque la inepta de Mary habfa olvidado comprar las pastillas para mis jaquecas —hizo un gesto de desaprobacién-. Esa muchacha no puede continuar a mi servicio... “Otra vez”, pensé Edmund. Las asistentes de su madre nunca duraban més de unos po- cos meses. -Vi que una mujer intentaba abrir la puer- ta de la casa de al lado —continué la sefiora Pinkerton—. Sabfa que la casa tenia una nueva duefia. Debia ser ella. Nuestras miradas se cru- zaron. Tt sabes que a mf no me gusta alternar con los vecinos, pero era inevitable saludarla: “Buenas tardes”. —Entonces ella se volteé para quedar frente ami, y dijo: “Hola, querida”. —Me quedé mirndola. Sus ojos... Habia algo en su rostro, algo familiar y extrafio al mis- mo tiempo. Yo habja visto a esa mujer alguna vez, estaba segura. Y esa idea fue mas poderosa cuando escuché su nombre: “Soy la sefiorita Larden”. —Larden... Larden... Ese nombre comenzé a dar vueltas en mi cabeza. iOjala la hubiese reconocido en ese momento! {Hubiese salido corriendo de alli! La sefiora Pinkerton hizo un gesto con las manos: —No sé explicar lo que pasé después, no sé qué me hizo, pero al rato estabamos tomando el té en su casa como dos viejas confidentes. iLo imaginas? (Yo? No. Edmund no lo podfa imaginar. —iNo puedes, verdad? Fue como si se hubie- ra aduefiado de mi voluntad. En ese momento las cortinas de la sala se sacudieron levemente ante una réfaga de vien- to. Edmund observé que, detras de las venta- nas, el cielo se habfa oscurecido. Anunciaba una tormenta. —Edmund, cierra la ventana —ordené la se- fiora Pinkerton-. Traba los postigos, pero deja uno abierto. Abierto pero trabado.-Sabes que aborrezco el viento. —Si, madre —dijo Edmund obedientemente, y se levanté, trab6 los postigos, dej6 uno abier- to y certé la ventana. De regreso tropez6 con las patas de un caballete. Los rollos de lienzo que habfa en él temblaron a su paso. Desde que la sefiora Pinkerton no subfa més las es- caleras de su casa, usaba la sala como atelier. —Menos mal que tienes los anteojos pues- tos, Edmund... —Si, menos mal, madre. La sefiora Pinkerton aguardé a que su hijo se sentara de nuevo para continuar: —Hablamos... en realidad, hablé yo todo el tiempo. Me hizo sentir tan c6moda... Me te- sultaba una mujer... encantadora. Le conté de ti, que eres profesor de la universidad, de mi pasién por la pintura y de mi gordo hermoso-. Miré al gato, que ahora estaba echado a sus pies. Edmund odiaba cuando su madre Ilamaba al gato “mi gordo hermoso”. Ella solo menciond que habia vivido en América —prosiguié la anciana— y que nunca se habfa casado. “Qué raro”, pensé, esa mujer tan bella, tan agradable... no debfan faltarle propuestas de matrimonio. Mientras tanto yo trataba de recordar: {Dénde la habfa conocido? iCudndo? Y estaba a punto de decirlo. Pero no fue necesario: la sefiorita Larden extendid su mano hacia una caja de bronce que se hallaba sobre la mesa y me pregunté: “iLe molesta que fume?”, ~Tii sabes que detesto ese habito, me pare- ce nauseabundo, y también detesto a los fu- madores, pero respondi con la mejor de mis sonrisas: “(Fume todo lo que quiera! iNo me molesta en absoluto!” -Entonces ella abrié la caja, sacé un ciga- trillo, y después, no vi de dénde, aparecié la boquilla. Era una larga boquilla de plata, com- pletamente grabada, finfsima. Vi la forma en que la tomaba, sus manos, ese movimiento... ”Y de pronto recordé todo. iEra ella! iEra la mujer del hotel! Me puse de pie de un salto y empecé a re- troceder alejandome de ella, como si fuera una planta venenosa. *iLe sucede algo, sefiora Pinkerton? —me pregunt6, sorprendida por mi comportamiento. No... nada... nada, yo... debo irme. iMi hijo debe estar por llegar en cualquier mo- mento! "Traté de alcanzar la puerta lo més répido que pude. Entonces escuché su voz detras de mi, que me decfa: ”_{Sabe, sefiora Pinkerton? Usted y yo va- mos a ser muy buenas amigas. Edmund vio cémo el rostro de su madre se deformaba por el Ianto: —iDios mio! iQué ser4 de mi...! Aesta altura, Edmund estaba francamente alarmado. Ya no tenfa dudas de que la salud de su madre se hallaba afectada. Y por lo visto, de una manera bastante seria. (Qué era todo esto? (Qué tenia de amenazante el encuentro con la sefiorita Larden para que su madre se pusiera asi? -No entiendo por qué es tan terrible que quiera ser tu amiga... —Porque esa es la forma de marcar a sus victimas. iEsa bruja me ha marcado! iDe- bes creerme, Edmund! iNo me queda mucho tiempo! Edmund dio un respingo al escuchar aque- Ilas palabras: ~Pero, madre, por favor, sigo sin entender. —Claro que no lo entiendes... Ti no sabes lo que sucedié en ese hotel, aquel verano. —lAquel verano? —Si, cuando la conoef. El verano en el que hizo desaparecer a Lucy Grey. Capitulo 4 mein Se hace mucho tiempo... Ha- cfa poco nos habiamos casado con tu padre, td atin no habjas nacido. Ese verano decidi- mos ir a Dorset, a un hotel frente al mar... Un trueno interrumpié a la sefiora Pinker- ton. Resoné en toda la sala. Y comenzaron a escucharse las primeras gotas de lluvia gol- peando las ventanas. Picasso levanté su cabeza y permanecié inmévil. Fueron dos segundos. Luego, de un salto, subi6 al regazo de la anciana. —Elegimos ese hotel porque tenfa unas vis- tas maravillosas y yo estaba decidida a pintar mi Atardecer en Dorset. iRecuerdas ese cua- dro? —pregunté la sefiora Pinkerton mientras acariciaba al gato. Es el que estd en mi habi- taci6n... Edmund conocfa de memoria los cuadros de su madre. Tenia su Amanecer en Devon, su Me- diodfa en Canterbury, su Nieve sobre Blackpool, y asf veinticuatro paisajes de distintos lugares de Inglaterra. Todos hechos a partir de fotografias que ella misma tomaba y después titulaba con el nombre del lugar y la situacién del dia. Ella continué: También nos gust6 ese hotel porque era el tinico que tenia canchas de tenis, y en aquella época a tu padre lo apasionaba jugar ese esttipi- do juego. En esas ocasiones ‘yo aprovechaba para dar mis paseos por la playa y tomar fotografias. Una de esas tardes conoct a la sefiora Grey, que también se hospedaba en el hotel. Lucy Grey era una viuda que, desde la muerte de su esposo, se habia dedicado a viajar. Ya me habia llamado la atencién por su vestuario. La veia lucir, a cada momento del dia, un modelo diferente. Me en- cantaban sus vestidos, y se lo dije. El rostro se le iluminéd con una sonrisa y ex- clamé: (Por fin alguien de buen gusto en este hotel! Y asf comenz6 nuestra amistad. Ella misma disefiaba su ropa, me contd. Lo habia hecho siempre, desde nifia, para sus mufie- cas. Decta que si su difunto esposo se lo hubiera permitido, ella hubiese sido la disefiadora més famosa de Inglaterra. Estaba orgullosa de sus co- lecciones. .. La sefiora Pinkerton suspiré con nostalgia: iQué divertida era Lucy...! jlmposible abu- rrirse con ella! Vivia obsesionada por la moda y no podia soportar lo feo, lo desagradable. “El mal gusto —decta—es el peor de los pecados”. Podia ser vanidosa, es cierto, y un poco atrevida, pero me hacta reir... Q Edmund miré con disimulo su reloj pulsera. Por lo visto aquel relato iba a tomar su tiempo. La tarde se complicaba cada vez mas: su madre diciéndole que una bruja la iba a atacar, afuera la tormenta se desataba con més fuerza y él debja ir a buscar a su hija Alice al colegio... Lucy Grey era el tipo de persona que nunca se sabe si esta hablando en serio 0 en broma —con- tinué la sefiora Pinkerton—. Le gustaba sentarse conmigo en. la terraza para intercambiar impre- siones sobre las otras sefioras del hotel. Una vez llegaron dos mujeres “escalofriantemente vesti- das”, segtin ella. Una con un sombrero ornamen- tado con exceso para mi amiga, que murmuré: —;Por Dios! ;Has visto esa frutera? Cuando nos retiramos, tomé un racimo de uvas de la mesa, y al pasar junto a ellas, desliz6: —jOh, qué pena! A alguien se le ha catdo esto... Vi que la aludida le lanzé una mirada furi- bunda, y exclamé en voz baja: —jCreo que la ha oido! —jEn serio? —dijo la sefiora Grey, voltedndose. Y agreg6—: ;Mejor! Tiene la suerte de que alguien que sabe cémo vestir —se sefialé a si misma- le haya hecho notar sus malas elecciones. Hoy aprendid algo. ;Deberia estar agradecida! ;No piensas lo mismo? —jOh, no la veo muy agradecida...! —repli- qué-. Mas bien parece con deseos de tomar algo -¥ tirdrselo como un proyectil. Ella esbox6 una sonrisa, y me tomé del braxo: —Entonces vaydémonos rapido, carifio. jVayd- monos lejos de esta chusma! La sefiora Pinkerton hizo una pausa antes de continuar: Una tarde volvia con tu padre y nos cruzamos con ella en el vestibulo. La noté un poco excitada. Me daba cuenta, por sus ojitos, de que queria de- cirme algo. Pero no delante de tu padre. Acorda- mos reunirnos en la terraza, antes de cenar. La encontré pasedndose junto a la balaustra- da. Iba y venta, parecia ansiosa. —jLucy! —la llamé. Ella se acercé répidamente y me condujo ha- cia una mesa algo alejada del resto: —Espero que estés preparada para lo que te voy a decir. Nos sentamos. Eché una mirada en torno y, en vox baja, dijo: —Sospecho que en este hotel hay una bruja. Capitulo 5 Pew trataba de comprender... Su madre le contaba una historia ocurrida hacia més de cincuenta afios, en un hotel, donde una mujer tan orgullosa e insoportable como ella habia desaparecido. (Qué tenfa que ver eso con su nueva vecina? {Qué tenfa que ver con lo que habia sucedido ayer entre ellas? Otra vez miré el reloj. Atin faltaba para la hora de salida del colegio de Alice. De todos modos, era mejor esperar a que pasase la tor menta para ir a buscar a la nitia. —iMe est&s escuchando, Edmund? —S{, madre, perfectamente. Decias que tu amiga Lucy sospechaba que en el hotel habfa una bruja. Satisfecha con la respuesta, la sefiora Pinkerton continué: Al principio cref que era una broma, y en ese tono le pregunté: —{Solo una? -Oh, ya sé que el hotel esta leno de ell —me contest6é riendo, y agregd bajando la voz. Lo que digo ahora es que tenemos una bruja de verdad. —j{Cémo? —Lo que oyes. —{De qué habla usted, Lucy? ;De las que convierten a los nifios en ratones? —Oh, sf, carifio, me temo que ese tipo de bru- ja-. Lucy abrié sus pequefios ojos azules, espe- rando ver mi reaccién: —Inquietante, jverdad? Yo no sabia qué cara poner. Entonces me conté: -Yo estaba sola en el vestibulo, hojeando el periédico. En un momento alcé la vista y vi que entraba una mujer. Era alta, esbelta, elegantisima, de piel muy blanca, +y unos cabellos negros y ondu- lados que le legaban a la espalda. Pidi6 las llaves y pasé a mi lado camino a los ascensores. Nos mi- ramos. {Qué ojos! Me sonrid, y dijo: “Hola, que- rida”. No me preguntes por qué, pero no me pude sacar de la cabeza aquellos ojos en toda la tarde. "Ti atin no me conoces muy bien. A mi nadie me impresiona facilmente. Sin embargo, esa mu- jer me ha impresionado. Hay algo en ella... algo diferente; es distinta a cualquier otra mujer. Al escuchar esa descripcion recordé que esa mafiana habia visto a. una mujer ast, joven y her- ‘mosa, tegistrandose en el hotel. Debia ser ella. Lucy continud: —Después de aquel encuentro no podia con- centrarme en nada. Me volufa su imagen una y otra vez. Y no entendia por qué. Entonces recordé algo que una tia siempre nos contaba cuando yo era nifia... "Mi tia Edna, que era una mujer muy supers- ticiosa, decfa que algunas mujeres tenemos el don de poder reconocer a una bruja. Y que eso no era bueno. Al contrario, era muy peligroso. Porque si nos topdbamos con una bruja de Metskiila, mds vale que nos fuéramos despidiendo de este mundo. —{Bruja de Metsktila? St. Es una raza de brujas. Las hermosas y poderosas. Decta que si las brujas de Metskiila advertian que alguien las habia descubierto, les tomaba muy poco tiempo hacerlo desaparecer. igLo imaginas?! Yo no salia de mi asombro: —{Desaparecer? —Pues ast lo afirmaba mi tia: “La mujer que de- tecta a una bruja de Metskiila desaparece”. Decfa que estas brujas siempre son sefioras hermosas e importantes. Y que nunca, pero nunca, hay que mi- ratlas a los ojos. Pues en ese mismo momento tam- bién la bruja se da cuenta de que ha sido descubierta —Lucy prosiguid-. wY sabes cudl es la parte diverti- da? {Que detestan el amarillo! jLe tienen repulsion ase color! {Como si fuera dcido para ellas! -i usted cémo sabe si esa mujer detesta el amarillo? le pregunté. ~Oh, no lo sabemos... Pero pronto lo vamos a saber —Lucy hizo el gesto de quien ha descu- bierto algo que promete diversién—. Tengo un plan -continué abriendo su bolso y sacando un pafiuelo amarillo: Vamos a ver qué tal le sienta esto ala sefiorita Larden. —jSefiorita Larden? —Sf. Elizabeth Larden. Lo averigiié. Al pare- cer es una empresaria muy importante. Duefia de una empresa de cosméticos y... ssabes cudntos aiios tiene? Se acercé para decirmelo al ofdo. -jNo puede ser! —exclamé. ~jEso es lo que digo yo! jNo puede ser! Sin embargo, es lo que se rumorea en el hotel... —jVaya que son buenas esas cremas! —Mmm... dudo de que existan cremas tan buenas. Acd hay algo mds —Lucy hizo una pausa y achin6 sus ojitos-. { si la sefiorita Larden es una bruja de Metskiila? Dime: ino te encantaria descubrirlo? —jHabla usted en serio? Por supuesto que si! {No seria fantastico? Y si ante nuestros propios ojos comienza a despedir humo y a derretirse cuando le eche este pafiuelo al cuello? jOh, oh, oh! hizo como si se estreme- ciera de miedo, ¥y solté una risita. Yo no podéa creer lo que estaba escuchando: —Vamos, Lucy, se esté burlando usted de mt. Cree realmente que existen las brujas? —Oh, ti sabes cémo es eso... Las brujas no existen pero... no voy a tesistir la tentacién de comprobarlo. {Lo harfas ti? Por supuesto, la idea de mi amiga me parecfa absolutamente infantil. Pero era el tipo de cosas que ella podia hacer... La sefiora Pinkerton se tomé la cabeza con las manos: ~iQué error! iQué error! iLa tendria que haber detenido ah{ mismo! Capitulo 6 ° ea d ué sucede, Picasso? El gato habia comenzado a moverse en el regazo de la sefiora Pinkerton. Se lo vefa in- quieto. —iSucede algo, Picasso? —la anciana repitié la pregunta. Picasso la mir6. Después escondié su ca- beza bajo los pliegues del salto de cama de su duefia, para volver a sacarla y mirar a Edmund y ala sefiora Pinkerton alternadamente: ~iMiau! —iOh, mira lo que hace! {No es inteligente mi gordo hermoso? Edmund, que jamés habia visto un com- portamiento inteligente por parte de ese gato, se limit a sonrefr. Para él era una bestia co- muin y corriente. Sin embargo, su madre no se cansaba de presumir de él como si fuese el gato més listo del mundo. La sefiora Pinkerton reanudé su relato: Después de que Lucy me contara su plan para desenmascarar a la bruja, bajamos al salon comedor, Nuestra conversacién habia desperta- do mi interés en la sefiorita Larden. —jAhf viene! —mi amiga guard6 répidamente el pafiuelo en su bolso-: j;Mfrala! {No es una mujer impresionante? Entonces la vi entrar. Parecia una actriz de cine. En un instante atrajo todas las miradas del salén. Llevaba un magnifico vestido negro de noche, que resaltaba su figura, y se desplaxaba con esa leve indiferen- cia que tienen las divas cuando se pasean entre el priblico. Se senté a una mesa algo alejada de la nuestra. Pero podia ver su modo de tomar la copa, de dirigirse al moxo, de voltear la cabeza para mirar a todos sin mirar a nadie, y de volver a llevar su copa a los labios. Y aunque yo no crefa en brujas, sentt el impulso de permanecer lejos de aquella criatura. En ese momento llegé tu padre: —jBuenas noches, sefioras! —saludd, y mien- tras se sentaba, me pregunté—: ;Invitaste a la se- fiora Grey a nuestra excursién de mafiana? —Oh, les agradexco... —intervino Lucy rapi- damente—, pero mafiana tengo cosas que hacer aqut en el hotel —dijo mirando de reojo hacia la mesa de la sefiorita Larden. —No creo que sea un paseo muy divertido para la sefiora Grey —agregué—, voy a estar con- centrada en las fotografias todo el tiempo... —{Sabia usted que mi mujer planea ser una gran artista? —coment6é tu padre, con ese leve tono de burla que acostumbraba usar—. Ase- gura que su coleccién de paisajes serd famosa algtn dia... —Pues es lo que pienso —repliqué—. Aunque para algunos eso sea vanidad... —jOh! jLa vanidad del artista! Vaya pecado! -exclamé Lucy-. ;Pues me parece muy bien! jEl mundo seria un horror sin los artistas! ;Hay que perdonarles todo! —dijo alzando la vox, lo que hizo que algunos comensales de otras mesas se dieran vuelta para mirarla, y agregd—: Ade- mds, siempre recuerdo que mi tia Edna decia que hay que dejar la humildad para los que no tienen talento. Mientras cendbamos me dediqué a observar disimuladamente a la sefiorita Larden. Me Ila- mé la atencion la manera en que tomaba su bo- quilla y encendia el cigarrillo. Nunca habia visto encender un cigarrillo de esa manera. Lucy te- nia raz6n. Todo en ella eva diferente... Pero... guna bruja? Yo no podfa creer seme- jante cosa. Aun ast, evité mirarla a los ojos. Repentinamente, Picasso bajé de la falda de la anciana y se dirigié hacia el corredor que conduefa a las habitaciones. —iAdénde vas, Picasso? —pregunté la sefio- ra Pinkerton, extrafiada. El gato se perdié en el pasillo, que en ese momento de la tarde comenzaba a llenarse de sombras. -Ya va a volver. No le gusta estar mucho tiempo separado de mi... —Contintia, madre, por favor —le pidié Ed- mund con tono paciente, echando un répido vistazo al reloj. La sefiora Pinkerton retomé su relato: Al otro dia salimos de excursién con tu padre. Estuve a punto de comentarle la idea de mi ami- ga, pero no me atrevi, Se hubiera escandalizado. Me habria dicho que las dos habtamos perdido el juicio. Yo también pensaba.., ¢En verdad Lucy creta que aquella mujer iba a empezar a echar humo? ;Hablaba en serio realmente? Con ella nunca se sabia. Regresamos a media tarde. Estaba ansio- sa por que me contara qué habia pasado con el asunto del pafiuelo amarillo. La encontré en el comedor, frente a una taza de té. Apenas la vi noté que algo en ella habia cambiado. jLlevaba el mismo vestido que esa ma- fiana!, inconcebible tratdndose de Lucy Grey. Y su. vostro lucta muy pdlido. Temi que hubiera en- fermado: —Lucy, jestd usted bien? —Si, carifio... —dijo con vox apagada-. Me siento un poco cansada, nada mds. {Por favor, cuénteme! {Qué pasé con la se- fiorita Larden? Ella permanecié un instante en silencio. Pare- cta meditar mi pregunta. Y al cabo de un momen- to, respondi6: —Oh, eso fue... bastante extrafio. Capitulo 7 ae pensaba: no podfa ser que aquella sefiorita Larden de hacfa cincuenta afios fuese la misma sefiorita Larden que vivia en la casa de al lado. El la habfa visto. Tendria unos... éveinticinco?, étreinta afos? Aquella mujer del hotel debfa ser una anciana atin ma- yor que su madre, o ya debia estar muerta. Se trataba de una coincidencia de nombres. Aun- que también esta mujer fumara en boquilla... Miré el reloj. Atin quedaba tiempo: —/Entonces? —pregunté. —Entonces Lucy, como la otra vez, mird ha- cia ambos lados y bajando la voz me conté: —Estuve toda la mafiana con el pafiuelo en el bolso, esperando el momento de echdrselo al cue- Ilo. Cerca del mediodta la encontré en la terraxa. Se hallaba sentada, muy quieta, de espaldas a mt, mirando el mar. «La oportunidad perfecta», pensé. *Abri el bolso, saqué el pafiuelo, y me acerqué lentamente, tratando de no hacer el mds leve rui- do. Desde atrds veta su mano fina y bien curvada sosteniendo con elegancia la boquilla. Las volutas de humo se perdian en el aire. Habia recogido su cabellera dejando al descubierto su hermoso cue- Uo. Y en el instante en que iba a apoyar el pafiuelo sobre sus hombros, ella gird echdndose hacia un costado. Su cuerpo parecid... jdoblarse! Fue un movimiento tan rapido, tan increible, que quedé paralizada. "El pafiuelo habia catdo al suelo, sin haberla rozado siquiera. "Ella se habta puesto de pie, y me clavaba la vista con los ojos muy abiertos. "Oh, perdén!, yo pensé... que esto era suyo —balbuceé, mientras sentia que me temblaban las rodillas. "Ella no me contesté inmediatamente. Sus ojos permanecian fijos en mi: ”_Se equivoca usted. Eso no me pertenece —dijo sin mirar el pafiuelo que yacta en el suelo, y se retir6 rdpidamente hacia el interior del hotel. Yo me quedé all, de pie, avergonzada, atur- dida... Lo que acababa de suceder era imposible. iCémo supo que yo estaba detris? ;Cémo habia realizado aquel movimiento? Yo jamds vi algo ast... —Qué extrafio... -le dije. —Pero lo mas extrafio vino después. —jDespués? Sf, cuando fui a mi habitacién a descansar. Aquel incidente me habia puesto nerviosa, y ne- cesitaba estar un rato a solas. "Al bajar del ascensor me sentt desorientada. Era mi piso, pero me parecia estar allé por prime- ra vez. Y tenia la sensacién de que no estaba sola. Como si alguien me hubiera seguido por los silen- ciosos pasillos de este hotel. Sin embargo, cuando me daba vuelta no veia a nadie... Finalmente llegué a mi habitacién. Saqué la lave de la cartera, y de pronto, no sé de dénde ni cémo, pero esa mujer estaba allt, detras de mi. ”_Veo que estamos en habitaciones contiguas —la escuché decir, "Giré y la miré. No sé qué me pasé en ese mo- mento, pero todo mi malestar desaparecié de golpe: ”_:Qué maravilloso! —exclamé, como si me hubiese dado una excelente noticia. Y senti un fuerte deseo de estar con ella, de conocerla, de ser amigas tal vez. La miraba y aquella mujer me parecta el ser mds hermoso y agradable que habia conocido en mucho tiempo. Me propuso tomar el té juntas. jY yo acepté encantada...! *Querfa contarle todo de mt, de mi pasién por los vestidos, mis ideas sobre la belleza, la importancia de verse bien siempre... Ella solo me dejaba hablar, asintiendo con una sonrisa a cada cosa que yo decia. No sé cudnto tiempo pas6. Pero recuerdo que al momento de despe- dirnos me dirigid una sonrisa muy singular, y me dijo: ”_Sabe, sefiora Grey? Usted y yo vamos a ser muy buenas amigas. El rostro de Lucy se ensombrecié: -Es dificil explicarlo, pero en ese instante sentt que aquellas palabras eran manos. Manos invisibles que me sujetaban para aduefiarse de mi. Manos que no eran humanas, y que me iban a llevar a un lugar del que no podria es- capar... Hizo un gesto con la cabeza como queriendo liberarse de esos malos pensamientos, y esboz6 una sonrisa: —{Qué tonteria, no? No dije nada, pero ella advirti6 el desconcierto en mi rostro: —No me hagas caso, carifio, temo que estoy envejeciendo... Yo no entendfa qué tipo de obsesién tenia mi amiga con la seftorita Laden, pero no me pare- cfa saludable. No queria hablar mds de aquella mujer, y aproveché para cambiar de tema. Le conté que debfa tomar una decisién, Du- daba si pintar Amanecer en Dorset 0 Luna sobre Dorset, porque la noche anterior habia conseguido una toma fantdstica desde la terraza. Trataba de distraerla... Lucy me escuchaba, pero su cabeza parecia estar en otro lado. Entonces intenté con una broma sobre un par de mujeres maquilladas como mufiecas que cir culaban por el comedor. Recuerdo que logré hacerla sonretr, y por mo- mentos parecia la misma Lucy Grey de siempre. Pero mi amiga ya no era la misma. La sefiora Pinkerton se levanté del sillon apoydndose en su bastén y comenz6é a caminar por la sala otra vez: -iYa estaba hechizada! (Entiendes, Ed- mund? iAhora me doy cuenta! iLo sé porque yo sentf lo mismo ayer! La anciana sefialé con su bastén en ditec- cién a la casa vecina: —iEsa bruja te hechiza cuando dice que va a ser tu amiga! [Ahora lo sé! iY a mf me est4 haciendo lo mismo! Edmund, al ver que su madre volvia a deses- perarse, se levanté para tranquilizarla. Se acer- c6 y le tomé las manos. Le temblaban. —iPor favor, madre, no te pongas asf! Te aseguro que nada malo va a sucederte... Pero ella no lo escuchaba. Solo miraba el espacio vacfo que su cuadro habfa dejado en la pared: -iEdmund, por favor, hijo! —suplicé-. iS4- came de aqui! iLo digo en serio! iNo quiero terminar como mi amiga! Capitulo 8 spore llovia torrencialmente. A tra- vés de las ventanas se podfa ver cémo las ré- fagas de viento agitaban con furia las copas de los Arboles y los arbustos del jardin. La tormenta habfa oscurecido la tarde antes de tiempo, y hacfa rato que Edmund y su madre hablaban casi en penumbras. —...y te quedar4s con nosotros hasta que todo esto haya pasado. iTe parece bien asi? —concluyé6 Edmund. Solo con la promesa de que la Ilevarfa a su casa, Edmund pudo conseguir que el dnimo de la sefiora Pinkerton se calmara. Lo angustiaba verla asi, aterrorizada por una historia de brujerfas. Tenfa que llamar hoy mismo al doctor Serling, el médico de su ma- dre, y preguntarle qué se hacia en estos casos. Pensé en Alice, su hija de nueve afios. De pronto le preocupaba que su madre, en ese es- tado, pudiese asustar a la nifia: —Lo tinico que te pido es que no hablemos de esto en presencia de Alice. —iPor supuesto que no! iCémo se te ocurre que voy a asustar a la nifia! (Crees que soy es- tdpida? Por lo visto su madre era capaz de recuperar su mal car4cter. A] menos era un buen indicio. La sefiora Pinkerton agregé en tono de re- proche: —Lo que pasa es que ti sigues sin creerme... —Encenderé las luces. No se ve nada aqui... -exclamé Edmund presuroso para esquivar aquel comentario, y levantandose cruzé la sala para pulsar el interruptor. Dos lémparas arrojaron una luz tenue so- bre el recinto. Aun asf, al regresar a su asiento observ6 que el pasillo que conducfa hacia el interior de la casa permanecfa a oscuras. —Qué raro que Picasso no vuelva, mi gor- do siempre quiere estar aqui, conmigo... -ella fruncié el cefio-. Sospecho que tt no le gus- tas, Edmund. Edmund decidié no responder. En su lugar miré nuevamente el reloj. En minutos tenfa que partir hacia el colegio de Alice, y lo preocupaba que la tormenta atin no diese sefiales de parar. Se le ocurrid que podria llamar al colegio y avi- sar que tal vez se retrasarfa un. poco. —iPuedes terminar de contarme lo que pas6 con tu amiga, la sefiora Grey? —iEn qué habia quedado? —pregunté la an- ciana. —Decfas que se habfa sentido impresiona- da por la sefiorita Larden, pero que después, cuando esta le dijo que serfan amigas, comen- z6 a sentirse mal. Y td piensas que con esas palabras la habfa embrujado. —-No tengo ninguna duda de que fue asf ~afirms la sefiora Pinkerton, y continud: Al dia siguiente Lucy no bajo a desayunar. Pensé que habia decidido dormir mds de lo habi- tual y no le di mayor importancia. Recién la vi en el bar del hotel, cerca del me- diodia. Su rostro estaba avin mds demacrado que la tarde anterior, y sus pequefios ojos azules pa- recian sin brillo. —jLucy! —le dije alarmada-, no la veo muy bien. ;Comienza usted a preocuparme! —jHe pasado una noche terrible! me contes- 16, y la vi tomar un vaso de agua de la mesa. Sus manos temblaban cuando me dijo-: ;Recuerdas que te conté de mi tia Edna? ;La que nos habla- ba de las brujas de Metskiila? —Si, lo recuerdo. —Anoche sofié con ella... Lucy tomé un sorbo de agua y me relaté su suefio: —Estdbamos en su casa, en Manor Farm, con mis primas. Jugdbamos a las mufiecas, en el me- dio del parque, bajo la luz del sol. De pronto el cielo se oscurecié y comenx6 a soplar un viento muy fuerte. Las nifias tomaron sus mufiecas y, entre gritos, corrieron en direccion a la casa. Yo las segui. Pero antes de entrar senti que alguien me sujetaba fuertemente del brazo. Me hacia do- ler. Al darme vuelta vi que era mi tia Edna, de® pie junto ala puerta. Me miraba furiosa, ¥y sefia- léndome con el dedo, me decia: "Te lo advert, pequefia». "Después abria su boca y mostraba los dien- tes. Pero no eran sus dientes. Tia Edna no te- na esos dientes. Vi que los orificios de su nariz empezaban a dilatarse y que los mtisculos de la cara formaban una especie de mueca, como si fuese a tetr, pero en lugar de risa lanzé un chi- llido atroz, Entonces me solté violentamente y entré con las otras nifias a la casa, cerrando la puerta tras de si. Me desperté sobresaltada. Permanect en mi cama, tratando de serenarme. Me tepetia: fue solo un suefio, fue solo un suefio. La luz de la luna entraba por la ventana. Allf todo se halla- ba quieto y en silencio. Y a medida que pasaban los minutos podia distinguir con mds claridad los objetos del lugar. Sin embargo, aquella lux no alcanzaba uno de los rincones del cuarto, que permanecia en la mds absoluta oscuridad. *Entonces escuché un ruido, como si algo se arrastrara por la pared del cuarto vecino. geet

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