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A PROPÓSITO DE JOHN FORD

De la moral terrestre entre las nubes


Podría alegarse que el peligro de emocionarse con Ford es el de que
suturemos las cosas de la peor manera, a semejanza de las derechas más
reaccionarias, reivindicando las identidades estancas, el machismo, el
nacionalismo estrecho y la guerra
Santiago Alba Rico 27/03/2021
“Padece ese mal que en tierra llaman conciencia”, decía uno de los
marineros del Pequod refiriéndose al capitán Ahab, el héroe obsesivo y
metafísico de Moby Dick. En el mar, se colige, rigen otras reglas; líquido,
infinito, poblado de amenazas que acechan por debajo de los pies, la
voluntad de introducir en él la conciencia, nacida entre los árboles y las
rocas, al lado de y contra otros seres humanos, solo puede conducir al
naufragio.
Durante –digamos– 5.000 años, los humanos hemos ido construyendo
trabajosamente una moral terrestre que, de pronto, ha quedado fuera de
juego, mientras nuestros cuerpos, viejos como insectos, siguen tratando
de aplicar sus reglas y valores en el vacío. Ahora todo es mar o, mejor
dicho, todo es aire, como ya anticipaban Marx y Engels en El manifiesto
comunista. Quizás se me entienda mejor con un ejemplo: para matar a un
solo hombre hay que acercarse a él con un cuchillo; para matar a muchos
hombres es necesario alejarse de ellos a la distancia de un rifle o de un
avión. Concentra siempre más poder el gesto de matar a muchos hombres
o, lo que es lo mismo, el de matar desde lejos que el de matar a un solo
hombre o, lo que es lo mismo, el de matar desde cerca. Ahora bien,
cuanto más poder acumula un poder cualquiera, cuanta mayor distancia
establece respecto de sus víctimas, más se sitúa fuera del alcance de toda
jurisdicción antropométrica y terrestre. Estamos biológicamente
obligados y, además, históricamente acostumbrados a pensar desde
nuestros cuerpos, por lo que, de manera espontánea, juzgamos
terriblemente humana una cuchillada e inocentemente inhumano un
bombardeo aéreo. Poseemos categorías antropológicas, jurídicas y
mentales para juzgar (en el doble sentido del término) las atrocidades de
Auschwitz, pero la monstruosidad de Hiroshima, como la ballena blanca,
se nos escurre de entre los dedos. Así lo admitían, de algún modo, los
propios juicios de Nuremberg en 1945 al renunciar a condenar los
bombardeos aéreos en su consideración de “prácticas consuetudinarias” a
las que habían recurrido por igual todos los contendientes. Por un lado, es
verdad, esos crímenes los habían cometido también los aliados,
promotores de un tribunal erigido con el propósito de condenar el
nazismo y no de cuestionarse a sí mismos, pero, más allá de la voluntad de
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proteger “la justicia de los vencedores” –según reza un título del jurista
Danilo Zolo–, la sentencia reconocía entre líneas su falta de jurisdicción
frente a esa distancia aérea que suspendía de hecho la presunción de
inocencia y para juzgar la cual no se habían construido entonces –ni se
han construido todavía– instrumentos jurídicos y penales. Las víctimas de
un bombardeo aéreo no están amparadas por la presunción de inocencia,
y mueren sobre la tierra, como colillas en un cenicero, sin haber sido
acusadas ni escuchadas (¡ni siquiera deshumanizadas!), porque son
víctimas de una inocencia anterior, más radical y, si se quiere, absoluta:
inocencia no porque no produzca daños (según su acepción etimológica),
sino porque en el aire no hay culpables a los que atribuírselos. En la tierra
son los hombres los que acuchillan a otros hombres; en el aire es el aire
mismo el que los mata. No tenemos, obviamente, ni ojos ni valores ni
leyes para juzgar la inocencia del aire; es decir, su sustancial falta de
conciencia. El torrente es irreversible y exponencial: cuando es la
distancia misma la que mata, y no los seres humanos, la distancia se
protege más y más de toda intervención humana a medida que aumenta
su lejanía y, con ella, el número de muertos y la majestad inasible de su
poder.
La distancia entre el lugar donde vivimos y el lugar donde se decide
nuestra vida ha alterado nuestra relación con la ficción y, por lo tanto,
nuestros productos de ficción
El capitán Ahab trasladó al mar su conciencia terrestre y arrastró
al Pequod a un desastre marino sin más supervivientes que el propio
narrador. Nosotros intentamos trasladar al aire nuestra moral terrestre
(tratando de representarnos, por ejemplo, las grandes corporaciones como
si tuvieran cuerpo, los B-52 como si tuvieran voluntad y la tecnología
como si tuviese inteligencia) cuando ni siquiera nos sirven ya nuestros
viejos procedimientos narrativos, afinados durante siglos, como decía el
poeta T. S. Eliot en 1946, para capturar relaciones cercanas entre seres
humanos y no “esas fuerzas vastas e impersonales que en nuestra sociedad
moderna se han convertido en una necesidad teórica”. A esta dificultad
atribuía Eliot el placer tranquilizador con el que los estudiosos volvían a la
antigua Grecia, en cuyas ciudades el número de hombres era manejable, y
a ella atribuyo yo la ansiedad con que los ciudadanos semiterrestres de
nuestros días regresan con nostalgia a ese ancien régime, un poco
idealizado, en el que –y esto sí era cierto– se podían “contar” (en los dos
sentidos) los cuerpos y los vínculos, aunque solo fuera porque había
menos distancia entre el asesino y su víctima o, si se prefiere, entre el
chismorreo y la ley. De esta disolución del antiguo régimen de la moral

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terrestre no tiene la culpa Nietzsche; la tienen la ciencia, el capitalismo, el
avión, que han trastornado, para bien y para mal, el vínculo “natural”
entre las palabras y las cosas.
La desproporción hoy entre lo que podemos hacer, como actores
enredados en la estructura “antropófuga” del capitalismo, y lo que
podemos representarnos, como cuerpos humanos que somos, desactiva
incluso el placer de un error de juicio o de una prevaricación emocional;
incluso el de ese chismorreo infame que precede a un linchamiento. La
distancia entre el lugar donde vivimos (y en el que seguimos comiendo,
vistiéndonos, muriendo y pensando) y el lugar donde se decide nuestra
vida, cada vez más lejano, ha alterado además nuestra relación con la
ficción y, por lo tanto, nuestros propios productos de ficción, la mayor
parte de los cuales celebran con cínica resignación, y a veces con alegría,
esta derrota de la “moral terrestre”. Lo que aún nos queda de “moral
terrestre”, en efecto, lo dedicamos –a través de series televisivas a veces
excelentes– a festejar el gesto en virtud del cual nuestros personajes
favoritos se desenganchan sin complejos de ella. En este sentido, por
ejemplo, la popular Juego de tronos no es una recreación de la Edad
Media, período bastante más pacífico que el trajín de nuestra fantasía,
sino una escenificación del Ello tardocapitalista, desencadenado ahora en
el aire. Lo mismo puede decirse de Los soprano, House of cards o Breaking
bad. Nunca una sociedad más acomodada e inmaterial ha producido
sueños tan violentos.
Ford necesitaba un desierto sin confines, erizado de rojos mogotes
volcánicos, como derribadas torres bíblicas destinadas a ensanchar al
fondo el dolor del cielo
La pregunta es si los nativos digitales pueden comprender y disfrutar
aún, al menos en la ficción, este ancien régime de la moral terrestre. Me
planteaba esta cuestión revisitando con emoción la obra de aquel al que
mi particular canon cinematográfico ha encumbrado, al lado de Akira
Kurosawa, como el más grande director de cine de la historia. Me refiero,
obviamente, a John Ford. Su obra es tan compleja y rotunda que nadie
debería abordarla con suspicacias ideológicas, aunque cabe recordar,
antes de descender a lo que importa, que él mismo se definió en una
ocasión como “un socialista demócrata siempre a la izquierda”. Apoyó en
nuestra última guerra civil a la República española, a la que donó una
ambulancia y mucho dinero; y uno de sus sobrinos, al que en una carta de
ese período Ford recordaba la tradición familiar de “rebeldía” y “defensa
de la justicia”, combatió en las Brigadas Internacionales. Su famosa frase
“me llamo John Ford y hago películas del Oeste” la pronunció en los años

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cincuenta contra Cecil B. de Mille, que quería expulsar del sindicato a
Joseph L. Mankiewicz, acusado de comunista; y fue además uno de los
pocos nombres de Hollywood, junto a Wyler, Bogart, Bacall y Huston, que
se atrevió a firmar un famoso manifiesto denunciando la fiebre
inquisitorial del Comité de Actividades Antiamericanas dirigido por el
nefasto senador McCarthy. En todo caso, tanto estas posiciones
“izquierdistas” de un Ford ya maduro como su deslizamiento senil hacia el
partido Republicano y el apoyo a la guerra de Vietnam discurren en
paralelo a las felicísimas honduras de su cine. La distancia que existe
entre El delator (1935) o La diligencia (1939), por ejemplo, y El hombre que
mató a Liberty Valance (1962) no es de orden ideológico.

Los chatos malentendidos izquierdistas en torno a su figura tienen que


ver, me parece, con el hecho de que todo su cine giró siempre en torno a
la defensa de la “moral terrestre”, que él exploró también, con exaltación
patriótica, en el seno del ejército (pensemos en El sargento negro o
en Fort apache). Es decir, tiene que ver con el hecho de que fue un
verdadero socialista o, lo que es lo mismo, un verdadero conservador.
Ford fue filósofo, antropólogo, sociólogo e historiador y todo ello porque
fue, sobre todo, un formidable, generosísimo, dispensador de goces
visuales y narrativos. Del modo más prismático, del modo menos
esquemático, abordó a través de personajes con mil espinas y cien mil
aristas el conflicto entre la violencia y la ley, entre el Bien y la bondad
humana, entre el individuo, la comunidad y la patria, instancias que trató
de articular sin exclusiones en ese gran proyecto fallido llamado Estados
Unidos. Alguien lo llamó el “patriota rojo” y quizás si en España un Ford
llamado Pérez o Martínez o González hubiese abordado así nuestra
historia, con una cámara tan amplia y minuciosa y una gavilla como esa
de personajes épicos, correosos y humorísticos, hoy podríamos los
españoles disputarnos algún recuerdo común sin herirnos ni
maltratarnos.
No hay solo ironía provocadora en su humilde afirmación, en realidad
empedrada de arrogancia, de que hacía “películas del Oeste”. Que las
hiciera ha engañado a mucha gente sobre la profundidad filosófica de sus
trabajos, pero lo cierto es que su filosofía solo podía desplegarse en un
territorio infinito como el del Oeste americano. Solo allí cabía su mirada;
solo allí podía producirse esa conexión entre Chesterton y Kant (tan
patente en La diligencia, Los tres padrinos o El sol siempre brilla en
Kentucky) a cuya exploración dedicó su vida. Ford necesitaba un desierto
sin confines, erizado de rojos mogotes volcánicos, como derribadas torres

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bíblicas destinadas a ensanchar al fondo el dolor del cielo. Lo necesitaba
para que cupieran sus caballos al galope, sus diminutas diligencias
zarandeadas entre cárcavas, los pequeños gestos radicalmente morales de
esos tipos malbarbados, descascarillados, borrachuzos, que están
fundando sin saberlo un nuevo contrato social con sus viejos vicios y sus
involuntarias virtudes. Necesitaba mucha intemperie para levantar contra
ella esas casas fragilísimas, azotadas por el viento, asediadas por los
apaches, cuyo interior inesperadamente confortable alberga una cálida
intimidad provista de mecedora, chimenea llameante con campana de
piedra y mesa cuidadosamente aparejada con vajilla de porcelana. Las
casas en el desierto fordiano son enfáticamente más grandes, seguras y
acogedoras por dentro que por fuera. La muerte puede retrasarse como
mucho un día, pero ese día hay que aprovecharlo para poner el mantel,
comer con dignidad y alegría o celebrar un baile. En Los centauros del
desierto (The searchers, 1956), la llamativa incoherencia entre la encogida,
temblorosa y descuidada fachada del rancho y la amplia, protegida y
hospitalaria sala familiar es ya una declaración, una apuesta y un mensaje.
Ni en el mar ni en el aire existen ni el Bien ni el Mal ni, en
consecuencia, la posibilidad de mezclar sus cartas. Solo en la tierra
Nada hay más y nada hay menos hollywoodiense que el cine de Ford. La
moral terrestre acepta que existen antinomias sin solución, dilemas que
no admiten ningún deus ex machina. Ford es duro, a veces durísimo, pero
nunca inhumano. Afirma sin parar las fronteras entre el Bien y el Mal al
tiempo que borra las que separan a los buenos de los malos. Ford era no
solo cristiano sino además católico: sabía que en un mundo implacable los
pecados pueden ser mortales y los pecadores veniales. En sus películas, los
defensores de Kant son chestertonianos bebedores de cerveza y whisky,
unas veces Falstaff y otras Robin Hood, pero nunca Calvino o Thomas
Moro. Se redimen sucumbiendo a todas las tentaciones de la tierra,
incluida la virtud.
Fijémonos en los pasajeros de la descacharrada diligencia que da
nombre a una de las grandes obras maestras de la historia del cine (1939).
Si no todos pueden evitar la muerte, todos ellos se salvan (moralmente);
todos excepto uno. Se salva el joven delincuente con ansias de venganza
que se enamora de la puta; se salva el viejo sheriff que en realidad quiere
salvar de la muerte al delincuente que ha hecho prisionero; se salva el
cochero irresponsable y gordinflón que solo piensa en el dinero que
necesita para mantener a sus hijos; se salva el médico cínico, chistoso y
alcohólico que acaba cumpliendo con el juramento hipocrático en las
condiciones más adversas; se salva el vendedor de whisky con aspecto de

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cura o enterrador, honrado padre de familia, al que está a punto de matar
una flecha india; se salva el derrotado caballero sudista, ahora infame
tahúr, que se embarca en ese viaje solo por nostalgia de “las buenas
maneras”, para poder servir a una dama desconocida, y al que –ay– acaba
matando una bala apache; se salva la dama, embarazada de nueve meses,
esposa de un militar, pija y prejuiciosa, que desprecia a la puta y que
acaba aprendiendo de ella lo que significan el coraje y la generosidad; y se
salva, por supuesto, la puta, enamorada del delincuente, que sobrevive en
un mundo atroz gracias a su apego natural a la “moral terrestre”. Todos se
salvan, digo, salvo uno. ¿Quién? ¡El banquero! El banquero hipócrita que
da lecciones de moral y que se ha llevado todos los ahorros de la
población. En 1939, John Ford, cristiano, está pensando sin duda en los
mercaderes expulsados por Jesucristo en los Evangelios, pero no
solamente: no olvidemos que solo un año después, en 1940, dirigirá la
sombría y magistral versión cinematográfica de Las uvas de la ira, la
famosa novela del comunista John Steinbeck.
O fijémonos en una de las películas que personalmente más me
gustan, Los tres padrinos (1948), ese delicioso cuentecito de Navidad
ambientado en el Oeste en el que tres forajidos novatos y chapuceros,
huyendo sin agua del pueblo donde han robado un banco, tropiezan en
mitad del desierto con un carro en el que una mujer, abandonada por su
marido, está a punto de dar a luz. La madre muere en el parto, no sin
antes encomendar la vida de su hijo a los tres bandidos, que prosiguen su
fuga con el bebé en los brazos, primero dispuestos a cumplir
kantianamente con la palabra dada, enseguida enamorados de la criatura,
a la que han puesto el nombre de los tres. ¿Se me permite hacer
un spoiler? Solo uno de ellos llegará vivo (obviamente John Wayne) a la
cantina del pueblo cuyo banco, al comienzo de la aventura, habían
desvalijado y en el que ejerce de sheriff su perseguidor, tío al mismo
tiempo del bebé salvado. Wayne, ahora prisionero y madre, se niega a
ceder la tutela. Y si hasta ese momento Ford nos estaba contando a su
manera el retablo de Belén –con José perdido, María muerta y los Reyes
Magos prohijando a Jesús– ahora va a revisitar el famoso juicio bíblico de
Salomón. En la penúltima escena, en efecto, llevado Wayne ante el juez
como atracador de bancos, recibe una oferta que no puede rechazar: tiene
que elegir entre ceder la tutela al sheriff, en cuyo caso lo dejará libre, o
veinte años de prisión. Hay un momento de suspense. Solo un momento.
Porque enseguida Wayne se niega de manera tajante a renunciar a su
maternidad y se resigna, en consecuencia, por amor, a la feroz condena.
Entonces el juez, un hombre justo, se yergue satisfecho y le dice: “Eso es

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precisamente lo que quería oír” y, como es honesto y no puede prevaricar,
reconoce su “maternidad” y le impone la pena mínima contemplada en el
código penal: un año de cárcel. Merece un castigo por robar un banco;
merece el perdón por su sacrificio abnegado y sincero. El juez,
naturalmente, no lo expresa así, pero su razonamiento es evidente: este
hombre –piensa– está ya rehabilitado; se rehabilitó un minuto después de
cometer su crimen al cumplir una promesa y salvar a un niño por el que
está dispuesto a sacrificar su vida; la ley me impide absolverlo; la ley me
permite no ser cruelmente severo con él. Esa es la penúltima escena. En la
última, todo el pueblo, incluido el sheriff, va a despedirlo entre vítores,
como a un héroe, a la estación del ferrocarril, camino de la penitenciaría.
O fijémonos, sí, en El delator, de 1935, una de sus películas “irlandesas”,
con la que ganó además el primer Oscar de su carrera. Hay tres delitos
que la moral terrestre considera, de manera unánime, los más abyectos: la
violación, el linchamiento y la delación. Del linchamiento diremos algo
enseguida. Aquí Ford se atreve a abordar la figura de un miserable forzudo
que, en vísperas de la independencia de Irlanda, en medio de la ocupación
y la hambruna, delata a su mejor amigo, asesinado a continuación por la
policía. Parte de la pirueta terrestre de Ford se basa en la genial
interpretación de Victor McLaglen (ganador también de un Óscar por esta
película y al que todos recordamos como antagonista de Wayne, veinte
años después, en El hombre tranquilo). McLaglen es el delator, ese
gigantesco y torpe Gypo, incapaz de representarse las consecuencias de
sus actos, arrastrado siempre por la fiebre de las soluciones inmediatas:
primero traiciona a su amigo para ayudar a la mujer que ama y luego se
gasta el dinero en una combinación indiscernible de locuras pecadoras y
santas: bebe escandalosamente invitando a todos los parroquianos de la
taberna, patán y rey de Irlanda, acusa a un pobre vecino sastre de su
infamia, da una libra a un ciego y ayuda a una prostituta que quiere volver
a su pueblo. La pirueta terrestre de Ford consiste en lograr que el
espectador no tenga la menor duda acerca de ninguna de estas dos cosas:
que Gypo merece la condena a muerte impuesta y ejecutada por el Sinn
Féin y que Gypo es la persona más desvalida y digna de compasión del
mundo. La delación es la abyección más imperdonable; de hecho, ni Dios
puede perdonarla. El delator, por su parte, es un idiota malvado y, al
mismo tiempo, un gigantón bueno y desamparado. Alguien tendrá que
perdonarle lo que ha hecho. ¿Quién? Ni Dios, digo, ni la justicia humana.
Solo puede hacerlo la madre de la víctima, la (supuestamente) más
inclinada a la venganza, que conoce a Gypo y sabe que quería
sinceramente a su hijo. Ford conduce la trama a un inevitable callejón sin

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salida y lo cierra sin contemplaciones ni debilidades, pero deja ahí esa
paradoja a modo de balcón abierto sobre una humanidad jodida y
potencialmente redimida. La compasión, que no salva la vida al miserable
ni cambia la historia, es el contrapunto moral, completamente terrestre,
de la delación.
O fijémonos en El sol brilla sobre Kentucky, esa joyita poco conocida de
1953 que Ford consideraba su mejor título. En ella el director de origen
irlandés retoma la figura del juez Priest, protagonista ya de una cinta de
los años treinta, un personaje instalado desde la primera escena en la
irregularidad: mayor, viudo, aficionado al whisky, respetuoso con las
putas, excorneta del ejército confederado, cuyas glorias reivindica sin
vergüenza, y amo de un criado negro, recientemente manumitido, que lo
adora y que es, aún más, su protector (en una relación parecida a la que
mantienen Sancho y Don Quijote o, mejor, Sam Weller y Samuel
Pickwick, el hilarante héroe dickensiano al que Priest tanto recuerda).
Estamos en vísperas de elecciones y Priest aspira a ser reelegido para el
cargo; y apura sus opciones recurriendo, como todos, a pequeñas tretas
populistas. Las cosas no pintan bien porque su máximo rival representa la
juventud, la modernidad, el cambio, el progreso, el capitalismo. Me
limitaré a narrar una escena que me conmueve especialmente, como hijo
que soy, al mismo tiempo, de la Ilustración y del western. En ella vemos al
juez Priest defendiendo la cárcel de un centenar de buenos vecinos
furibundos que quieren linchar a un joven negro, injustamente acusado de
violación. Viejo, barrigudo, trajeado, algo achispado y un poco ridículo, el
juez empuña una pistola frente al cabecilla armado: “Yo no sé cuál de
vosotros va a matarme pero yo sí sé a quién mataré el primero”. Los
vecinos desencadenados, que lo conocen, le recuerdan, tras un forcejeo
violento, que al día siguiente se celebran las elecciones y que, si no les
franquea el paso, votarán a su rival. Priest, obviamente, no cede: “Ese es
un precio que no estoy dispuesto a pagar”.
Los nuevos accesos tecnológicos, cuya velocidad determina la textura y
el orden de los signos, están pensados para aliviar las esperas o, más
radicalmente, para impedir las esperas
Es un momento emocionante, sí. Pero lo emocionante –lo emocionante,
y discúlpese mi emoción, demasiado grande para inhibir el spoiler– lo
emocionante es la secuela inesperada de esta escena. Vayamos a la
mañana de los comicios; todo el mundo ha votado ya y Priest ha perdido
por un puñado de votos. Su joven y petulante rival se le acerca y se
permite algunas palabras displicentes e insultantes. Y hete aquí que de
pronto, justo antes de cerrar las urnas, se presentan los cien vecinos

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linchadores, todos del mismo barrio; al verlos, el virtual vencedor se frota
las manos de satisfacción, sabiendo que va ampliar su ventaja de un modo
humillante para el viejo conservador. Pero, oh sorpresa, todos votan en
favor de Priest, que renueva así su cargo. ¿Cómo es posible? La respuesta
la encontramos, unos minutos más tarde, en el epílogo y colofón: esa
noche, durante la fiesta de celebración, un desfile pasa por delante de la
casa del juez, al que vemos derramar unas lagrimitas en el porche; los
linchadores, en la cola del desfile, sostienen una pancarta que resume –de
Platón a Kant– las razones de su voto inesperado: “Nos salvó de nosotros
mismos”. Me sacude un escalofrío filosófico cada vez que repaso esta
genialidad fordiana: ¡nos salvó de nosotros mismos! ¡Nos salvó de cometer
el acto más abyecto al que puede rebajarse un ser humano! ¡Cómo no
íbamos a votar por él! Pero –atención– es la “moral terrestre” la que los
salva. De Platón a Kant, sí, pero ningún santo frío o airado, invocando
principios sagrados, habría conseguido ese resultado. Un hombre bueno
puede transformar a un hombre rudo a condición de que comparta todos
los otros defectos con él; un hombre justo puede impedir una injusticia
siempre y cuando se deje reconocer también como un “hombre común”.
O fijémonos, por último, en Centauros del desierto (The searchers,
1956), una de sus grandes obras maestras, donde Ford construye su
personaje más complejo, más áspero, más difícil: el correoso Ethan
Edwards, encarnado en la “presencia” imponente, seca y rocosa como el
desierto, del mejor John Wayne. Ethan no puede no caer mal: derrotado
de la guerra civil, mercenario en México, quizás ladrón, ha desarrollado
un odio tan visceral a los indios que, de vuelta al rancho de su hermano,
maltrata y humilla a su sobrino Martin (Jeffrey Hunter), mestizo al que él
mismo recogió cuando era niño y al que el resto de la familia adora.
Apenas vemos a Ethan, imaginamos a sus espaldas una historia más
amable, cegada bajo los escombros, pero lo cierto es que ahora, cuando
entra en escena, es un hombre curtido, duro, cruel y visceralmente racista.
Ethan no mantiene ya ningún vínculo sentimental con el mundo y de esa
historia pasada no queda rastro, salvo la admiración por su cuñada, por la
que siente un amor delicado, correspondido e imposible, y el respeto
hacia ese hogar que ella ha construido en la intemperie. Ahora bien, ese
último asidero desaparece de un plumazo cuando los indios –conocemos
la trama– asaltan el rancho y torturan y matan a toda la familia; y él
decide dedicar su vida a rescatar a su sobrina Debbie, única superviviente
de la matanza, ahora en manos de los comanches. ¿Única superviviente?
No, está también Martin, el mestizo, al que Ethan no considera de la
familia, pero al que tiene que aceptar como compañero de esa odisea

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americana que al final durará cinco años. Centauros del desierto empieza
realmente aquí, al comienzo de ese viaje contra Ítaca, y lo que nos cuenta
es el proceso en virtud del cual, a medida que se prolonga la búsqueda por
implacables desiertos y bosques nevados, a los ojos de Ethan el mestizo
Martin se va dignificando en “blanco” mientras su adorada sobrina blanca,
inalcanzable y contaminada, se va degradando en “india”.
Dos escenas son memorables. La primera ocurre en un momento de
descanso entre las rocas, tras una escaramuza en la que Ethan ha sido
herido por miembros de la tribu de la que forma ya parte Debbie. La
gravedad de las heridas no justifica esta medida, pero lo cierto es que
Ethan redacta torpemente y entrega a Martin un documento por el que
deja a este, en caso de morir, todo lo que posee. El gesto es
calculadamente complejo y revela todas las aristas que refractan el alma
del personaje, expuesto de pronto a deslizamientos emocionales que se
niega a aceptar y que reelabora a la medida de su carácter. Mediante ese
gesto, sí, Ethan reconoce de manera sincera, por primera vez, el
“parentesco” que le une a Martín, pero al mismo tiempo confirma, de
manera no menos sincera, el definitivo repudio de su verdadera sobrina,
ahora una india más que, como todos los indios, solo merece la muerte.
Ethan, que no puede permitirse ningún sentimentalismo, encuentra un
placer malvado en instrumentalizar y voltear esta confesión; sabe que una
sinceridad va a ocultar la otra y que Martin no va a reaccionar
emocionado ante el reconocimiento sino indignado ante el repudio; sabe
que el mestizo sí cree en el vínculo familiar, sabe que él quiere rescatar a
Debbie y sabe que, con ese documento, va a provocar su dolor y su cólera.
Ethan utiliza la verdad –por así decirlo– para herir aún más a ese
muchacho que ha comenzado a apreciar.
La segunda escena es aquella en la que todos estos deslizamientos
homeopáticos bajo el carácter de Ethan inclinan, en el último momento,
la balanza. Martin ha conseguido infiltrarse en el campamento comanche
y liberar a su hermana (una adolescente Natalie Wood), que ha dudado
un instante entre sus dos identidades. Para Ethan, que es el más salvaje de
los indios, ha llegado el momento de la venganza: entra en la tienda del
jefe Cicatriz, lo mata y le arranca con feliz ensañamiento la cabellera.
Luego consigue alcanzar a Debbie y, perseguido por Martin, la arrastra a
una escarpada de la montaña. Martin grita, llora, se desespera al pie del
cerro, incapaz de evitar lo que inexorablemente va a suceder. Pero no
ocurre. Ford nos conduce al vértice de máxima tensión y luego la
desactiva en un chasquido al mismo tiempo inesperado y coherente. Es
difícil saber si el gesto de Ethan es fruto de la transformación previa o si,

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como uno sospecha, es el gesto mismo el que acaba por transformarlo. Lo
cierto es que al levantar en vilo a Debbie por encima de su cabeza, como
solía hacer con ella cuando era niña, Ethan –que acaba de ensañarse en el
cadáver de su enemigo, no lo olvidemos– la mira, duda, la reconoce y la
estrecha finalmente entre sus brazos. Toda esa otra historia posible,
cegada por los escombros, se vuelca de pronto en ese gesto salvífico, solo
posible, en realidad, gracias a la larga convivencia con Martin, el mestizo
que tanto se parece al hombre que él hubiera podido ser.
La duración convencional de las películas (dos horas) estaba pensada
para el ocio taylorista; la de los capítulos de las series (50 minutos) para
una civilización sin ocio
Ford nos conmueve con esa cabriola bien preparada, que el espectador
ha deseado sin esperanza, pero no se hace y no nos hace trampas. La
moral terrestre, como decía, es hollywoodiense y anti-hollywoodiense.
Admite redenciones pero no la violación de la ley de la gravedad. Ethan,
pues, no tiene arreglo. No puede aspirar a una mecedora y una chimenea.
Es un hombre muerto, irrecuperable para la sociedad, condenado a vagar
–salvada el alma– sin vínculos ni reposo. En la inolvidable última escena,
ya todos fuera de peligro, la cámara lo deja salir de la casa de los
Jorgensen, íntima y umbría, hacia la luz deslumbrante, infinita, del
desierto; Wayne entonces se da la vuelta un instante y, recortado en el
claroscuro caravaggiano del vano de la puerta, hace ese gesto enigmático
de llevarse la mano izquierda al codo derecho (en realidad un homenaje a
Harry Carey, el vaquero legendario del cine mudo), ese gesto desvalido y
tranquilizador, conciencia plena de la moral terrestre, mediante el cual
parece estar diciéndonos: ahora ya puedo, por fin, aguantarme a mí
mismo.
Ni en el mar ni en el aire existen ni el Bien ni el Mal ni, en
consecuencia, la posibilidad de mezclar sus cartas. Solo en la tierra. Si me
he dejado llevar por este fervor fordiano es porque John Ford ha expuesto
mejor que nadie los pilares de la moral terrestre. El espacio es la libertad.
El cuerpo es el tiempo. La casa es la seguridad. La comunidad es la
fraternidad. La ley es la chapuza que recoge y retrasa la violencia. La
muerte es inevitable. El amor es bueno. Los vicios pequeños son el
excipiente de la virtud. Los grandes problemas no tienen solución. Ahora
bien, la cuestión que me planteaba es la de si, ahora que vivimos en el
aire, rota la conexión “natural” entre las palabras y las cosas, esta moral
terrestre y, en consecuencia, las películas del director estadounidense son
todavía inteligibles y pueden ser, aún más, fuente de satisfacción estética.
Esos argumentos de películas que he resumido, ¿los “comprenden” los

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nativos digitales? ¿Les emocionan como me emocionan a mí? ¿Les
interpelan filosóficamente?
De entrada está el obstáculo del formato. Ford pensó sus películas para
pantallas grandes en las que cupiera el desierto, utilizó a menudo, por
decisión artística, el blanco y negro y –no obstante todas las innovaciones
cinematográficas que introdujo en sus películas– se atuvo siempre al ritmo
narrativo del cine clásico, cuyo modelo llevó al extremo del éxtasis. Uno se
queda atrapado en los formatos como las moscas en la miel, como los
cuerpos en la piel. Todos nuestros placeres están asociados hoy –en la
información, en el sexo, en el cine– a la ráfaga y el racimo; a esas
emociones rapsódicas a las que uno puede acceder, a través del móvil, en
un trayecto de metro, en la cinta mecánica del aeropuerto, en la antesala
del médico o del abogado. Los nuevos accesos tecnológicos, cuya
velocidad misma determina la textura y el orden de los signos, están
pensados para aliviar las esperas o, más radicalmente, para impedir las
esperas. Antes uno iba al cine como iba a la iglesia o a la cita con su novio,
marcando las fronteras; ahora el cine nos atraviesa a trompicones desde la
palma de la mano. Más allá de su calidad, las mejores series están
concebidas, en todo caso, a la medida de un mundo con poco cuerpo y
menos tierra, para ser consumidas en dosis sucesivas en cualquier lugar, a
cualquier hora y en cualquier circunstancia. No tienen su propio tiempo
sino que anegan todos los poros y residuos muertos. La duración
convencional de las películas (dos horas) estaba pensada para el ocio
taylorista; la de los capítulos de las series (50 minutos) para una
civilización sin ocio.
Ahora bien, la velocidad es también un vicio y dejar ese formato para
volver a John Ford no es fácil; puede ser casi tan traumático y fatigoso
como volcar en la carretera o salir de una anestesia. A mí mismo, fanático
del cine clásico, me costó un poco entrar de nuevo en La
diligencia después de meses viendo películas, siempre buenas, de los
últimos diez años. Era como cambiar, en plena carrera, de medio de
transporte –del avión en el que vemos las series al tren o el caballo de los
personajes del western–. Pero hay esperanzas: también la narratividad
puede ser un vicio. Tras revisitar quince películas de Ford en quince días
consecutivos, vi el primer capítulo de Baron Noir –la serie de la que habla
todo el mundo y que sin duda es excelente– y tuve la sensación de un
brutal coitus interruptus: me pareció aburrido, insulso, superficial,
completamente líquido y banal. La cuestión no es, por tanto, si un nativo
digital puede disfrutar del molde narrativo fordiano sino la de si no han
quedado interrumpidos la mayor parte de los pasajes del aire a la tierra; la

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de si –en dos palabras– ese nativo digital tendrá la ocasión alguna vez en
la vida de ver La diligencia. “Ocasión” es una palabra que reúne la
contingencia y la voluntad: la velocidad nos quita el tiempo, pero también
las ganas. Las series pueden ser muy buenas (disfruto mucho de algunas
de ellas); su contexto civilizacional no tanto.
Si aún nos emocionasen las películas de Ford, personalmente me
sentiría más tranquilo
La segunda dificultad, inseparable de la primera –como son
inseparables el color verde y la albahaca– es la de si eso que llamo moral
terrestre sigue definiendo el marco de nuestras decisiones cotidianas; la
de si, como en el mar de Moby Dick y en el aire del Enola Gay, en un
mundo sin espacio, sin cuerpo, sin casa, sin comunidad, sin muerte, sin
ley, sin amor y sin vicios, las películas de Ford son meros objetos
arqueológicos, pebeteros de nostalgia para anfibios sexagenarios o nos
sirven aún para pensar, si no lo que tenemos, sí al menos lo que nos falta;
o lo que nos gustaría conservar. Podría alegarse con razón que el peligro
de emocionarse hoy con la moral terrestre de las películas de Ford es el de
que, contra el capitalismo y el avión, suturemos las palabras y las cosas de
la peor manera, a semejanza de las derechas más reaccionarias,
reivindicando las identidades estancas, el machismo, el nacionalismo
estrecho y la guerra. Es un peligro. Pero más peligroso es, a mi juicio, no
emocionarse con –o ni siquiera entender– la moral terrestre de las
películas de Ford. Los que vamos a morir te saludan, oh César. ¿Oh quién?
De César nada. Los que vamos a morir te saludan, oh sol. Los que vamos
a morir te saludan, oh amor. Los que vamos a morir te saludan, oh
hermano, oh vida, oh ley, oh vino, oh ciruela, oh belleza, oh justicia, oh
madre-de-todos-los-sexos. Hace falta ser muy ingenuo, desde el aire, para
saludar de este modo, cada día, a la tierra. Pero sigue haciendo falta ser
tan ingenuo.
También podemos, es verdad, renunciar a suturar con otro hilo las
palabras y las cosas y complacernos sin más en el desenganche y sus
ficciones. Admirar a los cínicos, despreciar a los ingenuos. Muchas de las
cosas antiguas, felizmente, han desaparecido; y no tenemos aún palabras
para tantas nuevas. Hay, en todo caso, umbrales de los que no podemos ya
retroceder y en cuyas poderosas distancias inhumanas tendremos que
intentar seguir razonando un poco desde los cuerpos: el avión solo
podremos reprimirlo, la inteligencia artificial solo podrá ser parcialmente
embridada por nuestra tontería natural, la metástasis digital solo podrá
ser frenada, y a duras penas, por un verdadero ocio, autogestionado y
placentero. En cuanto al capitalismo, esa poderosa fantasía, empecemos

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por retirarle la irrigación subjetiva, nuestra íntima respiración asistida. Si
aún nos emocionasen las películas de Ford, personalmente me sentiría
más tranquilo. Si aún nos emocionasen –ay– Ringo Kid y Dallas, Priest,
Rutledge y Katie Madden, podríamos confiar todavía en una recostura
deliberada y colectiva entre las palabras y las cosas a partir de una
parcheada moral terrestre, separada ahora de las viejas jerarquías de clase,
género y raza. Con conflictos, como siempre, y con problemas sin
solución, como desde el primer día, pero sostenidos una vez más en la
utopía, antigua y nueva, de admirar a un juez borracho, de compadecer a
un delator, de defender a un forajido que cuida a un niño en el desierto,
de salvar a los linchadores de sí mismos. Y de morir en nuestro propio
cuerpo, descalzos y acompañados, después de hacer una pequeña fiesta.
¿Qué es un autor?
Santiago Alba Rico 30/05/2023
En 1944, tras la liberación de Bélgica, Hergé fue acusado de
colaboracionismo por haber publicado sus historietas en Le soir, un
periódico del régimen, durante la ocupación nazi. No fue procesado, pero
sí laboralmente depurado por las nuevas autoridades, que le impidieron
trabajar durante algún tiempo. Por muy bien que me caiga Hergé, no
puedo decir que las críticas que recibió fueran infundadas. El genial
narrador belga aceptó con mansedumbre la ocupación, disfrutando de las
ventajas de una indiferente vida burguesa mientras millones de personas
morían en las trincheras y los campos de concentración. Ahora bien, lo
más interesante y, en algún sentido, lo más elocuente y decisivo es que
esta justa reprobación no se extendió a Tintin, su famosa criatura de
ficción. Todo lo contrario. Tras la derrota alemana, el periódico
resistente La patrie publicó un número en el que se censuraba agriamente
la falta de compromiso patriótico de Hergé, pero en cuyas páginas se
incluía asimismo una viñeta desconcertante: en ella aparecía el famoso
periodista imberbe junto a su amigo Haddock en un coche de la
Resistencia adornado por una bandera belga y en cuyas puertas figuraban
las letras F.I. (Fuerzas del Interior). Nadie tenía la menor duda al respecto:
Herge podía ser colaboracionista, vale, pero Tintin y Haddock eran –
fueron y serán– luchadores antifascistas.
Este es quizás uno de los ejemplos más acendrados que se me ocurren
de separación entre obra y autor. Hergé, en efecto, fue completamente
devorado por su personaje, y ello hasta el punto de que sus lectores
aceptaban con toda naturalidad que Tintin podía tener ideas políticas
diferentes de su creador y que, además, era él, y no el autor, quien
realmente contaba. A nadie se le ocurrió perdonar a Hergé sus pecados

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por ser el artífice de Tintin; Tintin, por su parte, tampoco defendió a
Hergé; aún más, puede decirse que fue uno de sus principales acusadores.
¡Tintin en la Resistencia y tú, pequeñoburgués tibio y egoísta, arrellanado
en tu apartamento de Bruselas como si el mundo no estuviera a punto de
irse a pique! En todo caso, la posición de Hergé era más bien irrelevante.
Lo que sí hubiera sido trágico es que el héroe que había defendido a
Tchang del imperialismo anglo-japonés y luchado en Borduria contra la
dictadura de Mussler se hubiese pasado al reverso tenebroso. Mientras su
autor flaqueaba, Tintin se mantuvo siempre firme en el lado bueno de la
historia.
Hergé fue completamente devorado por su personaje, y sus lectores
aceptaban que Tintin podía tener ideas políticas diferentes
Todos podemos recordar otros casos en los que un autor ha sido
devorado por su personaje o por su obra. El más señero es, sin duda, el de
don Quijote, que hace mucho tiempo, para bien y para mal, se emancipó
del aura de Cervantes y se pasea por todo el mundo sin que nadie lo asocie
ya con ningún impulso creador original: don Quijote, por decirlo así, se ha
creado a sí mismo, como nuestro vecino chiflado del quinto. Salvando las
distancias, pasa lo mismo, por ejemplo, con Sherlock Holmes, el nombre
de cuyo autor muy pocos recuerdan. Pero hay otros casos. Podemos
afirmar igualmente, sí, que Proust ha sido devorado por En busca del
tiempo perdido y Joyce por el Ulises. En este contexto, cabría añadir –dejo
caer la idea al pasar– que hoy se ha invertido esta relación, de manera que
el autor ha pasado en muchos casos a devorar su obra y a convertirse en
su propio personaje: es lo que llamamos “autoficción”, un género en el
que, como en todos los géneros, se puede encontrar de todo, bueno y
malo, pero que ilumina sin duda un espíritu de época: el de un cierto
“provincianismo de la experiencia”, por utilizar la atinada fórmula de
Patrick Stasny. Entre uno y otro extremo está la normal tensión que
durante unos pocos siglos hemos llamado “autoría” para designar esa
lucha en la que la separación respecto de la obra está plagada de
filtraciones que el mercado y la mitomanía gustan de explotar y de
explorar. Tanto la dificultad para respetar esta tensión como la tentación
de diluir las obras, sin excrecencias ni residuos, en la personalidad del
autor es, a mi juicio, más peligrosa que el mercado o la mitomanía: pues
dibuja un puritanismo políticamente correcto incapaz de entender la
autonomía de la ficción y que, por eso mismo, acaba por convertir a
Tintin, junto a Hergé y sin apelación posible, en “colaboracionista”. ¿Y
quién quiere seguir las aventuras de un colaboracionista?

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Hagamos, en todo caso, la pregunta: ¿qué es un “autor”? Respondamos
enseguida: un efecto de la escritura.
En las sociedades orales sólo había dos “autores”: los dioses y el pueblo
Veamos. En una interesante reflexión, Hannah Arendt localizaba el
origen del término en el verbo latino “augere”, que tendría que ver con el
“crecimiento” o “aumento” de un patrimonio tradicional y del que, en un
significativo desplazamiento semántico, se derivarían también “augurio” y
“augur”, vocablos cuya vibración religiosa no puede ignorarse. Frente al
“imperium” y la “potestas”, la “auctoritas” (la “autoridad”) ceñía en Roma
el carisma sagrado propio del sumo pontífice, puente oficial entre el
pasado, el presente y el futuro, así como entre los hombres y los dioses.
Ovidio, Virgilio, Catulo, ¿no eran entonces autores? No en el sentido
moderno, desde luego, salvo por proyección retrospectiva. Alejándonos de
Arendt por la senda que ella misma traza, podríamos decir que en las
sociedades orales sólo había dos “autores”: los dioses, que aprobaban las
costumbres, y el pueblo, de cuya “majestas” se desprenderían no tanto las
instituciones políticas (como pretendía el mito republicano) cuanto los
relatos compartidos. Ahora bien, como demuestran los estudios clásicos
de Havelock, Ong o Goody, en las tradiciones orales no hay ningún poder
impersonal: lo que importa no es tanto lo que se dice sino quién lo dice,
de manera que los propios relatos solo están vivos si alguien los vivifica y,
al vivificarlos, los altera. Si la escritura no las detiene, verba volant: de
cuerpo en cuerpo, mientras el aedo o el juglar las recita de memoria, las
palabras cobran nuevas formas, mutan de aldea en aldea en nuevas
variantes mnemotécnicas de orden totalmente idiosincrásico.
Paradójicamente, allí donde el pueblo habla, su saber común queda a
merced de una repetición imposible confiada a figuras singulares que
están siempre a punto de perder la memoria. Los relatos populares hablan
de personas individuales y son narrados por personas individuales, de
cuya autoridad carismática depende la adhesión emocional e intelectual
de los oyentes. La escritura, al petrificar esta crepitación y este bullicio,
desprende por primera vez una obra que puede ser juzgada al margen del
contexto afectivo al tiempo que construye un “autor” separado de la
transmisión (porque es anterior a ella y está solo) y que no es ya un simple
repetidor fallido. Así, la obra y el autor se constituyen simultáneamente
en la raíz misma del paradigma letrado.
Como bien recordaba hace poco el filólogo Pep Bruno, los relatos
populares son colectivos pero no “anónimos”.
Que el “autor” sea un efecto de la escritura quiere decir estas dos cosas:
que la obra escrita es independiente del autor y que toda obra escrita

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tiene un autor. Como bien recordaba hace poco el filólogo y
cuentacuentos Pep Bruno, los relatos populares son colectivos pero no
“anónimos”. Anónima o pseudónima o heterónima solo puede serlo una
obra escrita; y, en efecto, Anónimo es el nombre del autor del Lazarillo y
Anónima el de la autora de Una mujer en Berlín; al igual que son autores –
no sé– Juan de Mairena y Álvaro de Campos. Pero también lo es Wu Ming,
nombre colectivo forjado en Italia, como sabemos, para luchar contra el
fetichismo de la autoría. La obra, que pretende defenderse a sí misma y
que exige ser juzgada al margen de la personalidad, crea sin embargo al
autor y su singularidad creativa, cuya voz oracular el siglo XIX se puso a
escuchar neuróticamente desde detrás de la puerta. La relativa
independencia entre el autor y la obra (que permite al mismo tiempo la
disputa de un canon y la pasión por la biografía) es lo que llamamos
literatura. Cuando el autor se impone completamente sobre la obra
hablamos de mala literatura. Cuando el lector reduce enteramente la obra
a la personalidad del autor hablamos del fin de la literatura.
(Se podrá discutir –digamos de paso– sobre la calidad de la obra de
Roald Dahl o de Agatha Christie, pero hay algo muy irritante en la
sedicente “revisión sensitiva” de sus libros, que algunos han denunciado y
otros celebrado recientemente. Las editoriales propietarias de los
derechos de autor, al expurgar sus textos, no están liberando sus relatos
para las variantes libertarias e individuales de la tradición oral; no están
desacralizando la autoría para poner las obras en manos de un pueblo más
sabio que los propios autores; están explotando comercialmente un efecto
inmanente de la escritura que, por eso mismo, solo puede suprimirse con
la escritura misma. No quieren otra versión de Charlie y la fábrica de
chocolate; lo que quieren es que esa otra versión, pensada para adular o
proteger al lector, la firme también Roal Dahl, de cuyo nombre dependen
las ventas. Una editorial tiene derecho a no publicar nunca más un libro
(miles han desaparecido en el océano del olvido) pero no a
desescriturizarlo falsamente, sacándolo de la época en que se escribió y de
la ecología narrativa en que cobran sentido sus tramas y sus personajes).
Don Quijote devora a Cervantes, pero si se puede afirmar con
fundamento que su novela funda la narrativa moderna es por el modo en
que reivindica la autonomía de la ficción a partir de la tensión obra/autor.
En las sociedades orales, decíamos, solo había dos autores: los dioses y el
pueblo. No. Había un tercero, presente aún, como una postrera sombra
declinante, en las páginas del Quijote. Me refiero al rey, cuya “majestas”
había reemplazado la soberanía popular republicana. ¿Quién escribió el
Palmerín o el Amadís, esas novelas de caballería de las que el personaje de

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Cervantes es el espejo cóncavo y enseguida definitivamente roto? En el
capítulo XXXII de la primera parte, recordémoslo, el ventero Palomeque,
hombre sensato y generoso donde los haya, muy consciente de la locura
de don Quijote, defiende sin embargo la realidad de las novelas de
caballería, “impresas con licencia de los señores del Consejo Real”.
Palomeque, al leer el Palmerín o, mejor dicho, al escuchar leer en voz alta
las hazañas del Palmerín, no establece ningún contrato de suspensión
provisional de la credulidad, no está aceptando la ecología narrativa de un
marco autónomo de ficción, reconocido como tal: todo lo que allí se
cuenta es completamente real porque el rey así lo ha dicho. Don Quijote,
que se cree un caballero medieval, ilumina y deja atrás ese mundo oral,
previo a la ficción novelística, en el que “autor” era todavía aquel que
pronunciaba o aprobaba los nombres y los hechos desde una autoridad
carismática: el dios, el rey o el aedo.
El Quijote tiene tres autores: uno que maneja un testimonio
desconocido; otro –quizás el propio Cervantes–y otro que sigue la historia
hasta el final
Por ese mismo motivo parodia Cervantes el recurso “oral”, convención
literaria de la época, de atribuir los relatos heroicos de las novelas de
caballería a exóticos sabios nigromantes que se habrían expresado en
griego o caldeo o hebreo, como era el caso, por ejemplo, del Cristalián de
España o del Parsifal. Cervantes excogita irónicamente su famoso Cide
Hamete Benengeli, pero lo hace, sí, irónicamente, y ello a partir del
capítulo X y tras una extravagante transición, si se quiere, de
“autoficción”. Me explico. Los ocho primeros capítulos están escritos por
un narrador omnisciente que, de pronto, cuando don Quijote y el
antipático vizcaíno están a punto de cruzar sus espadas, interrumpe la
acción, confesando haberse quedado sin fuentes para continuar el relato.
Luego, en el capítulo IX, el narrador, que se moteja a sí mismo de
“segundo autor” y habla ahora en primera persona, busca y encuentra esas
fuentes en un mercado morisco de Toledo. El Quijote tiene, por tanto,
tres autores: uno que maneja un testimonio desconocido y cuyo aliento
muere en el capítulo VIII; otro –quizás el propio Cervantes– que narra el
hallazgo casual de un manuscrito en aljamiado; y otro, tan convencional
como paródico, que sigue la historia hasta el final. Todos estos juegos
metaliterarios (que se multiplican y refinan en la segunda parte, cuando la
primera, cuyas aventuras conocen y citan los propios personajes, queda
incorporada a la trama novelística) ponen fin al universo mental de la
novela de caballería; probablemente sin saber muy bien lo que hacía,

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asediado por las deudas y la sensación de fracaso, Cervantes acierta a
colocar en su lugar ese artefacto literario que llamamos “ficción”.
Cervantes funda sin saberlo la autonomía de la ficción y la separación
pugnaz, pegajosa, siamesa, entre obra y autor
El rey y el dios impiden la ficción porque corroboran su realidad: todo
lo que cuentan las novelas de caballería es real y lo es con la misma
consistencia ontológica que el asno, la mesa y la bota de vino. Cervantes,
por el contrario, narrando la historia de un hombre que cree reales y
quiere imitar las hazañas de la caballería, hace imposible, si se quiere, la
“realidad”. Los lectores –como el propio Palomeque– ya no pueden creer
en las novelas de caballería, porque don Quijote, que está loco, cree en
ellas; pero pueden creer, a cambio, en las novelas, porque don Quijote, en
cualquier caso, existe. No es real, no, como Amadís, pero sí verdadero,
como Hamlet. Cervantes, mediante estos juegos metaliterarios, abre un
espacio –una distancia– dotada de sus propias reglas y que puede ser
desmentida, explorada, reconstruida, repoblada. Al contrario que el
Palmerín o Amadís, que son reales y, por lo tanto, incuestionables, Don
quijote de La Mancha es un texto cuya verdad no podrá ser establecida
desde fuera, por una autoridad carismática, sino que se levantará en
paralelo a la realidad, como garantía precisamente de una frontera que los
reyes y los dioses quieren borrar, una y otra vez, con su fiat tiránico.
Mediante este gesto inaugural, Cervantes funda sin saberlo la autonomía
de la ficción y la separación pugnaz, pegajosa, siamesa, entre obra y autor.
A partir de ese gesto, ya no podemos creer en la realidad de Amadís, pero
sí podemos creer en la verdad de don Quijote. No sé si Cervantes tenía la
intención de burlarse de las novelas de caballería; lo que consiguió, en
todo caso, fue la demolición del universo mental de sus lectores. Produjo
–es decir– nuevos lectores.
Autoridad oral y autoría literaria han convivido siempre –un “siempre”
de algunos siglos– en un equilibrio razonable. Mientras el paradigma
letrado avanzaba muy trabajosamente, los pueblos seguían sentados,
figurada o realmente, al calor del fuego del hogar, calentándose las
lenguas con relatos reales e imposibles. Los humanos somos más
hablantes que escribientes, como lo demuestra el hecho mismo de que –lo
he dicho otras veces– la frontera entre la baja chismorrería y la alta
literatura sea muy fina. Ni la oralidad ni la lectura, en todo caso, nos
ponen a salvo de nada. La cultura popular nutrió, por ejemplo, los
pogromos antisemitas de 1391 en España; Goebbels, por su parte, fue un
extraordinario lector. Cada marco contiene su propio acceso al mal.
Paradójicamente no es el paradigma letrado el que va ganando la partida.

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Todo lo contrario. Una nueva oralidad tecnológica está erosionando
gravemente la diferencia realidad/ficción y la autonomía del texto, de
manera que, como ocurría con las novelas de caballería, lo real solo es real
porque así lo dictamina, en medio del bullicio estructural, una autoridad
carismática. Ayuso, Trump, Ana Rosa Quintana, el propio Pablo Iglesias
con sus “verdades como puños” (que a veces lo son) se inscriben en este
marco muy personal en el que las cosas son o no creíbles, como en las
antiguas sociedades orales, según quién las diga. La autoría literaria ha
perdido su ascendiente en favor de una nueva autoridad monárquica que
–da enteramente igual– fabrica o desmiente fakes en un contexto
tecnológico en el que la ficción, hija de Cervantes, ha perdido su potencia
fronteriza: su soberanía aduanera.
Cuando hablamos de una política del fake, que la IA puede ahora
naturalizar como hábitat gnoseológico, no nos damos cuenta de que lo
que destruye la mentira no es la realidad sino la ficción
¿Para qué sirve la ficción? Para establecer esa distancia en la que es
posible todavía distinguir la realidad de la verdad, el autor de su obra.
Real es lo que no podemos cuestionar (porque nos lo ha dicho, por
ejemplo, nuestro padre); la verdad, en cambio, se pelea, se disputa, se
discute, se construye en el espacio libre entre los cuerpos. Ocurre que allí
donde cualquier cosa es real nada es verdadero. Cuando hablamos de una
política del fake, que la IA puede ahora naturalizar como hábitat
gnoseológico, no nos damos cuenta de que lo que destruye la mentira no
es la realidad sino la ficción. La mentira, de hecho, construye nuestra
realidad desde el mismo momento en que, enunciadas por el rey o por el
dios, nos creemos sus palabras. La ficción, que nos protege de la realidad,
nos protege en puridad de la mentira constituyente; eso incluye a la
ficción política que llamamos democracia, con sus ceremonias teatrales,
sus procedimientos institucionales y sus división de poderes: ceremonias,
procedimientos y divisiones que nadie cree reales, a las que nadie presta
una adhesión emocionada, pero que todos –mientras dura y por eso dura–
repetimos con inconvicta rutina. Cuidado: la ultraderecha no solo es
monárquica; es también realista. La izquierda no debería jugar nunca a
ese juego.
Hay motivos para estar preocupados. Poco podemos hacer, salvo
recordar una y otra vez un puñado de pequeñas diferencias sagradas. Es el
momento, sí, de defender la autonomía de la ficción frente a la realidad
invasora y sus monarcas. Avasallados por la oralidad tecnológica y sus
autoridades carismáticas, necesitamos más y mejores novelas, más y
mejores películas, más y mejores cómics, más y mejores poemas.

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Necesitamos más autores comprometidos con la “literatura” y
necesitamos nuevos formatos de ficción. Necesitamos mantener esa
separación pugnaz entre obra y creador que tanto la ultraderecha
reaccionaria como la izquierda puritana cuestionan en nombre de la
moral,el victimismo y la seguridad. ¿Será demasiado tarde? No lo sé; lo
que sí sé es que no podemos olvidar hasta qué punto resulta vital para la
humanidad conservar un mundo en el que aún pueda ocurrir que Hergé
sea colaborador pasivo de la ocupación nazi y Tintin luchador activo en la
Resistencia. Nos va la realidad en ello. Y casi la vida.
El cine
Hoy tenemos que defender la “autonomía de la ficción” no solo frente a los
puritanos, los autoritarios y los propagandistas, sino frente a las imágenes
tecnológicas y sus soportes de recepción
Santiago Alba Rico 17/02/2023

En 1895, George Méliès, el llamado “mago del cine”, acudió a la primera


proyección de los hermanos Lumière en el Salon indien del Gran Café. Allí
vio La salida de los obreros de la fábrica y también La comida del bebé,
breve secuencia de 45 segundos en la que un fornido y bigotudo papá
alimenta a su hijo con una cuchara mientras la esposa contempla,
complacida, la escena. Al parecer Méliès se fijó en un detalle que a todos
pasó desapercibido: el balanceo de las hojas de una planta, detrás de las
cabezas, agitadas dulcemente por la brisa. Luego diría: el cine está ahí, no
en lo que la cámara quiere recoger expresamente sino en lo que se le
escapa; no en lo que se quiere “copiar” o “repetir” sino en lo que se
manifiesta al margen de la voluntad del cineasta, obligado como está a
moverse en el espacio. El cine, en fin, no consiste en reproducir
tecnológicamente las caras o los cuerpos sino en gestionar el espacio; es
decir, la contingencia. El director es dueño solo de una cámara: todo lo
demás pertenece al mundo.
Desde 1895, fecha del nacimiento oficial del cine, los humanos estamos
atrapados en nuestra época como un insecto en el ámbar. El cine, en
efecto, supone el colofón de un proceso de autoconciencia tecnológica
que comenzó probablemente hace 15.000 años, con esas pinturas
rupestres en las que nuestros ancestros humanos, pintándose en las
paredes y pintando a los animales que cazaban, se vieron vivir por primera
vez fuera de sí mismos. El cine ha modificado nuestra relación con el
tiempo y con nosotros mismos, aportándonos una conciencia de la
duración que la pintura y después la fotografía apenas esbozaron.
Podríamos decir que hoy, mientras hablo en esta sala*, estamos viviendo,
de algún modo, una película del año 2023; este encuentro de esta tarde
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está ya datado, encerrado en límites de época, y queda por eso mismo un
poco obsoleto –y un poco también “de ficción”– en el acto mismo de
producirse. Es ya, mientras se desarrolla, una vieja película de los años 20
del siglo XXI. O dicho de otra manera: en la inmediatez misma de su
experiencia, nuestras vidas forman parte de un gigantesco “archivo de
época”. Algunos humanos, durante siglos, se vieron vivir desde la pintura o
desde la literatura; luego esa mirada íntima “desde fuera” se extendió a
casi toda la humanidad mediante la fotografía y más con la fotografía
turística y digital, pero fue el cine, o la imagen en movimiento (ceñida en
pantallas al principio muy grandes y después cada vez más pequeñas), la
que generalizó esta experiencia paradójica de la autoconciencia temporal:
la que asocia el conocimiento de uno mismo a una previa “representación”
en el espacio exterior.
Sobre esta percepción del tiempo –sobre este “vernos vivir” desde la
pantalla conforme a “representaciones” interiorizadas– cabría escribir
varios libros, así como sobre lo que significa que una vida entera, o varias
vidas, quepan sin apreturas en apenas dos horas de visionado. Eso tiene
mucho que ver, desde luego, con la planta que se agitaba por su cuenta –a
su aire– detrás de los papás capturados junto a su bebé por la técnica de
los hermanos Lumiere. Ahora bien, la frase atribuida a Méliès nos obliga
también a pensar en el esfuerzo que ha hecho el cine para que esa planta
no se moviera o se moviera solo a voluntad del creador, según lo decidiese
la cámara. La historia del cine, más que la de ningún otro arte, es una
historia de control estético y tecnológico, como hemos dicho, del espacio
exterior. Cuenta Spielberg que, siendo muy joven, consiguió colarse en el
despacho del siempre atrabiliario John Ford, quien le preguntó insolente
qué sabía de cine mientras le invitaba a mirar unos carteles de sus
películas colgados en la pared: ¿dónde está el horizonte?, preguntó al
desconcertado visitante. El cine, le explicó, solo consiste en eso: en saber
dónde colocar el horizonte, si arriba o abajo o a la altura de los personajes.
¡El horizonte! La tarea de un director es, pues, colocar el horizonte, que
uno creería ya siempre colocado por la Naturaleza y que es justamente lo
que no se puede tocar (al menos con las manos). Pero viendo las películas
de Ford, viendo esas cabalgadas polvorientas en Monument Valley (entre
Utah y Arizona), se entiende muy bien todo el trabajo que se tomó Ford
en domar el horizonte, un horizonte que en cualquier caso siempre estaba
ahí, que siempre había estado ahí y que nunca se dejaba someter del todo.
En la medida en que el horizonte se le escapaba siempre un poco, Ford
luchaba contra él; porque lo respetaba y lo temía, Ford pasaba horas

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encajando a sus personajes en esa línea fronteriza que separa la tierra del
cielo.
Defender la autonomía de la ficción, una de las grandes conquistas de la
humanidad que no deberíamos ceder ni a la tecnología ni a la ideología
Ese esfuerzo es justamente lo que llamamos arte: un esfuerzo contra
límites que nunca pueden ser superados por completo. Pienso asimismo
en el testimonio del responsable de fotografía de Kurosawa, Kazuo
Miyagawa, quien al recordar el rodaje de Rashomon (1950) se refiere a la
obsesión del director por moldear la luz que se filtraba entre los árboles
de ese frondoso bosque del Japón donde se rodó buena parte de la acción.
Kurosawa, al parecer, hizo trasladar multitud de espejos, que dispuso a lo
largo del camino, unos frente a otros, para obtener los reflejos y
reverberos que deseaba para su narración. El horizonte y la luz son dos de
los amistosos enemigos del cine, dos de sus aliados rebeldes. También el
viento. Era de nuevo John Ford el que se burlaba de los que consideraban
que había tenido mucha suerte con el golpe de viento que, a la salida de la
iglesia, levantó y agitó el largo velo blanco de Maureen o’Hara en Qué
verde era mi valle(1941): se reía porque nada tenía que ver el viento con ese
vuelo: había camuflado detrás del muro un potente ventilador. Ahora
bien, creo que puede decirse sin temor a equivocarse que con sus espejos,
ventiladores y horizontes trabajosamente domados los cineastas del
período más clásico del cine no buscaban un efecto natural o realista sino
todo lo contrario: buscaban un efecto poético o filosófico o sencillamente
narrativo; trataban de decir algo, de establecer precisamente una distancia
respecto de la realidad. El horizonte de Ford, de una belleza
deslumbrante, es como una espina dorsal que, arriba o abajo, encuadra
jerarquías y anticipa amenazas y conflictos; y el velo de O’Hara en esa
desdichada boda es al mismo tiempo necesariamente trágico y cursi, un
resumen y un desmentido de la vida asendereada de los mineros. En
cuanto a los espejos de Kurosawa, son indisociables del núcleo narrativo
de la película, en la que cada personaje está de algún modo “deslumbrado”
por su propia versión de lo que ha ocurrido en el bosque entre Toshiro
Mifune, Machiko Kyo y Masayuki Mori (recuerdos emborronados por los
destellos espejeantes de un sol cegador, en contraste con la implacable
lluvia que cae sobre el templo donde se refugia el leñador interpretado
por el gran Takashi Shimura). Lo que caracteriza al cine casi desde el
principio es –a un tiempo– la lucha contra el espacio y contra la tentación
de la copia; es decir, la lucha por defender la autonomía de la ficción, una
de las grandes conquistas de la humanidad que no deberíamos ceder ni a
la tecnología ni a la ideología.

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Pero, ¿qué es la ficción? Al menos, diría yo, estas cuatro cosas.
La primera, distancia: distancia respecto de la realidad de la que, al
mismo tiempo, no puede despegarse del todo; distancia respecto de uno
mismo; distancia entendida también como conciencia, analogía y
“representación” de los cuerpos: ese “verse vivir”, en definitiva, presente ya
en las pinturas rupestres. La transparencia, la inmediatez, la identidad que
llamamos “realidad” constituyen la maldición fatal de la experiencia ciega.
Nos parece más verosímil, por ejemplo, el terraplanismo o el
conspiracionismo que el final gozoso e infantil de La diligencia
En segundo término, la ficción es ese lugar donde ocurren las cosas que
realmente importan: precisamente porque estamos normalmente
atrapados en la plenitud vacía de la propia experiencia necesitamos vernos
en otro sitio, en la pared de enfrente, para experimentar nuestras vidas
por vía interpuesta. Para conocernos tenemos que salir a donde no
estamos. Pues dentro de uno mismo nunca sucede nada o solo suceden
cosas en la medida en que estamos siempre volviendo del mundo exterior.
Además –tercer rasgo–, la ficción es el único lugar donde puede
“encarnarse” la verdad. De hecho, cuando hablamos de cine, decimos que
los actores interpretan o “encarnan” un determinado personaje. Solo a
través de la ficción podemos tener una relación sensible con la verdad en
minúscula (con las verdades de este mundo).
Por último, la ficción es ese lugar que nos hemos reservado para correr
riesgos. No debemos correrlos en el trabajo ni en la calle ni en un hospital.
En la ficción, sí; su necesidad deriva en parte precisamente de que es el
único lugar donde podemos y debemos ponernos en peligro: peligro ético,
emocional, político, psicológico, sexual. Por eso, más que a los
espectadores de las películas, hay que proteger las películas de los
espectadores. De esos espectadores que, llevados de sus prejuicios
políticos o religiosos, querrían convertirlas a veces en “lugares seguros”.
Por todo esto la ficción ciñe, en definitiva, un cierto marco de
autonomía regido por sus propios códigos de construcción de la verdad.
“Autonomía de la ficción” quiere decir que al espectador le debe hacer
completamente infeliz un falso final feliz, como el de Blade Runer en la
versión de 1982, y completamente feliz un buen final infeliz, como, por
ejemplo, el de Senderos de Gloria (Kubrick 1957) o el de Bajo el
volcán (Huston 1984), por citar dos entre decenas de buenos finales
infelices. Así como nos debe hacer completamente felices, por supuesto, el
buen final feliz de La Diligencia (Ford 1939), demandado no por el
espectador sino por el “destino” del género, la trama y los personajes.

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A ver si me explico. En 1934 el genial escritor austríaco Joseph Roth,
autor de La marcha Radetski, escribió un libro trágico, enfático,
apocalíptico, titulado El anticristo o un alegato moral contra la barbarie.
Se trata de un doloroso exabrupto contra la civilización en un momento
en que las peores sombras comenzaban a cernirse sobre Europa. En él hay
un capítulo cuyo encabezamiento resulta ya muy indicativo: “Hollywood,
el Hades del hombre moderno”. Su tesis, se entenderá, es radicalmente
platónica. En un pasaje central dice lo siguiente: “Aunque hemos
conseguido que las sombras de la pantalla de los cines se muevan como
personas vivas y hasta hablen y canten, sus movimientos, sus palabras y
sus cantos no son de ningún modo auténticos y sinceros; esos milagros de
la pantalla significan más bien que la realidad que tan engañosamente
imitan no era nada difícil de imitar, pues no es real. En efecto, las
personas reales, las vivas, habían adquirido ya tal calidad de sombras que
las de la pantalla tenían que parecer reales”. Roth, en suma, condena el
cine no tanto por lo que hace cuanto por lo que revela: revela, es decir, la
irrelevancia e inconsistencia del mundo, su nihilismo radical. Nada que se
deje copiar –declara– puede ser real. La realidad, cuyas figuras el cine ha
logrado repetir en la pantalla (ese papá y esa mamá que dan de comer a su
bebé en el jardín), no es por tanto realmente real. Las luces de Hollywood
son solo sombras y además sombras de sombras: las sombras que
demuestran justamente que el mundo real, en apariencia sólido y
resistente, es también una sombra: la primera sombra, si se quiere,
respecto de la cual todas sus imágenes artefactas son solo imágenes
secundarias, en un proceso infinito de desvanecimiento seriado de la sin-
sustancia original (“el actor es la sombra de su propia sombra”, dice Roth,
sombra atrapada para colmo en la eternidad: una sombra, si se quiere,
inmortal: una sombra que no puede suicidarse). Esta tesis, es obvio, nos
hace pensar en el famoso “mito de la caverna” que Platón narra en el
capítulo VII de La república y que Roth tiene sin duda muy presente en su
alegato, también en lo que se refiere a la fuente de la “falsa luz”, situada en
el relato platónico a espaldas de los prisioneros, desde donde proyecta sus
espectros sobre la pared que éstos contemplan. El cine, no hay que
olvidarlo, es precisamente eso. O ha sido eso: una luz que, desde detrás de
los cuerpos, proyecta otros cuerpos en movimiento sobre una pantalla
muy grande.
Es muy difícil que un autor o un género puedan hoy inventar o
construir una “nación”, como fue el caso de John Ford

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Siguiendo esta crítica radical de Joseph Roth al cine, podríamos decir
que la realidad ya no es real –y no lo ha sido nunca– porque puede ser
tecnológicamente “repetida”. Lo que demuestran las sombras de
Hollywood es que sus modelos –las criaturas vivas y sus relaciones– eran
desde el principio sombras inermes y sin raíces en la verdad. Una copia no
remite a un original, como podríamos pensar, sino que prueba la falta
radical de originalidad: sólo puede haber copias entre copias. Esto es
cierto, obviamente, desde un punto de vista cinemático, pero es todo lo
contrario desde un punto de vista cinematográfico. La cuestión es que
esas sombras no son sombras ni tampoco sueños –ni siquiera felices–,
como querría la divisa de Hollywood. Joseph Roth confunde las imágenes
y la imaginación o, si se prefiere, las copias tecnológicas y la ficción
artística o, aún más, la identidad y la analogía. Olvida que la cámara hace
copias, pero también lucha contra ellas. Él, que era un gran novelista, se
niega a ver en el cine lo que, en cambio, considera propio de la literatura:
la capacidad de generar penínsulas narrativas paralelas cuyos istmos
conectados a la realidad, siempre en discusión, siempre inevitables y
siempre traicioneros, nos mantienen una y otra vez, con sus primitivos
espejos y sus cutres ventiladores, encerrados en la analogía, sin sucumbir
jamás a ninguna forma de identidad. Roth confunde el milagro
tecnológico de la mímesis visual (la capacidad de recoger y aprisionar en
el espacio los cuerpos en movimiento: la cinemática) con el trabajo del
artista que manipula las imágenes del mundo: la cinematografía. Ya en el
siglo XIX, la fotografía, con sus promesas de “repetición”, dejó sin trabajo
a cientos de malos pintores que, en todo caso, como los buenos, sabían
que mirar era, sobre todo, un trabajo que se depositaba, a modo de verdad
codificada (y más o menos descodificable), en el interior del cuadro. Los
fotógrafos, de pronto, se limitaban a recibir el mundo y la verdad en sus
aparatos; se pasaba de las grietas y rugosidades “verdaderas” de la analogía
a la repetición seriada de la identidad, que borraba todas las diferencias
(los tientos y aproximaciones) entre el original y la copia. El retrato
fotográfico, digamos, identificaba al retratado, y ello hasta el punto de
que, a partir de cierto momento, nuestra identidad personal irrepetible se
traslada desde el espacio a la fotografía del DNI, a la que estamos
obligados a parecernos si no queremos resultar sospechosos a los ojos del
policía que, en un control o en una aduana, nos compara con ella. Contra
esta ilusión de transparencia e inmediatez de la identidad tecnológica se
han soliviantado todos los grandes fotógrafos, a sabiendas de que en la
imagen real se pierde precisamente aquello que se quiere capturar;
conscientes –es decir– de que para llegar al mundo y a la verdad, como

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escribía yo en otro sitio, hay que utilizar la cámara como si fuera un pincel
y no como si fuera un ojo. La digitalización de la imagen hace cada vez
más difícil este “trabajo” lleno de rugosidades que separa al artista del
turista, figura definida, al otro lado y como su antónimo, por su vocación
de transparencia: por la ilusión de que la cámara captura de forma
inmediata el objeto que, de ese modo, ya no tenemos que “mirar”. Ya no
hay veladuras ni aproximaciones ni parecidos: la fotografía turística
digital, que cree apoderarse del mundo con un clic, en realidad lo suplanta
y lo suprime.
Lo que olvida Roth, como hemos dicho, es que la cámara es al mismo
tiempo cinemática y cinematográfica; que hace, en efecto, copias pero
también lucha contra ellas. En ningún caso puede aceptarse la idea de que
el cine debe aspirar o siempre ha aspirado o reduce su Historia (de más de
un siglo) a la tentativa de copiar de manera cada vez más “realista” o
fidedigna el mundo exterior, de manera que, en el “estadio superior” del
progreso humano, se podría llegar a prescindir tecnológicamente de él, a
través, por ejemplo, de la renderización en ordenador. El cine no nació
para duplicar el mundo sino para complicarlo, corregirlo, revelarlo y,
sobre todo, ampliarlo; muy pronto dejó de ser técnica de repetición, como
en los Lumiere, para ser narración y ficción. En una rápida evolución
neoténica respecto de la literatura, se volvió primero épico (pensemos en
Eisenstein, en Gance, en Griffith) para enseguida asentar su autonomía
narrativa y estallar en una proliferación de géneros, tendencias y
exploraciones narrativas. El cine, pues, no es simplemente cinemático,
como puede serlo una noticia periodística o el vídeo de nuestra boda: es
cinematográfico. Es un arte. Y su historia no es solo la de una técnica sino
la de una batalla. Considerar el cine atado a sus progresos tecnológicos de
fidelidad creciente es una forma muy estrecha de realismo que dejaría
fuera, por ejemplo, el blanco y negro como menos realista que el color.
Pero si nos sigue cautivando el blanco y negro, no solo en películas
antiguas sino en algunas de este siglo, es porque a veces el blanco y negro
es mucho más realista que el color. Nadie puede decir que el mundo no
es realmente en blanco y negro después de ver, por ejemplo, Un domingo
maravilloso (1947) de Kurosawa o, mucho más recientemente, El hombre
que nunca estuvo allí, de los hermanos Cohen (2001). O Blonde, de Andrew
Dominick, donde se combinan en 2022 ambos formatos. Aún más: nadie
puede decir que el mundo no es realmente mudo (y más elocuente en su
mudez) después de ver, por ejemplo, Tres hombres malos (1926) de John
Ford o, mucho más recientemente, Hipo, del director húngaro Gyorgy
Palfi (2002). Concebir el realismo en términos de fidelidad identitaria a la

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realidad es dar la razón a Joseph Roth y resignarse a que no haya ninguna
realidad que copiar –puesto que puede ser copiada. Aceptémoslo: la
realidad solo puede ser “representada”, “imaginada”, “construida”, jamás
reproducida o duplicada en “imágenes”, y por eso el cine, al contrario de
lo que pretendía el autor austriaco, sirve justamente para demostrar su
existencia: la de la realidad que se nos escapa, la de la realidad de la que
intentamos escapar. Sirve, en definitiva, para aumentar e
intensificar la existencia. La autonomía de la ficción, en efecto, se
confirma por el hecho de que los avances técnicos (sonido, color,
digitalización, etc.) no destruyen o vuelven obsoletos los productos
anteriores, elaborados sin sonido o sin color o en celuloide. Aunque estas
transformaciones modifiquen, sin duda, la mirada del espectador.

Porque en las últimas décadas, es verdad, hemos asistido a revoluciones


tecnológicas muy radicales que también han llegado al cine. Ha habido, si
se quiere, un pasaje tecnológico de la analogía a la identidad que ha
transformado ya, se quiera o no, nuestra relación con las imágenes y
probablemente con la imaginación; es decir, también nuestra relación con
el cine y con la autonomía de la ficción. La brisa que percibió Méliès
detrás de las “imágenes” copiadas de la realidad, el sol contra el que
luchaba Kurosawa mediante espejos, el horizonte y el velo que Ford
intentaba domar, han sido, de algún modo, vencidos o superados.
Pensemos, por ejemplo, en el famoso “garaje de George Lucas” donde
Disney rodó en 2019 The mandalorian, secuela televisiva de La guerra de
las galaxias, que es la primera producción en usar el renderizado en
tiempo real: un círculo de 26 metros con miles de pantallas y paneles LED
donde se reproducen escenarios recreados digitalmente, de manera que,
sin necesidad de un croma y con una fidelidad sin precedentes, los actores
se mueven por el estudio como por el mundo exterior. Solo que ahora,
digamos, el mundo exterior, con su horizonte, su viento y su sol, ha sido
suprimido: el mundo exterior se completa en su propia negación,
encerrándose bajo esa bóveda clausurada, como un molusco, sobre sí
misma. Los entusiastas de esta fabulosa innovación citan una frase de
George Lucas de hace más de veinte años: “Algún día podremos hacer
películas en el garaje de casa y serán tan realistas como si las rodáramos
en el quinto pino”. Gracias a esta renderización, dice otro, cae la luz sobre
los actores “naturalmente”; y el director Dave Filoni abunda en el
“fotorrealismo” y en las “texturas reales” asociadas al invento y que hacen
que todo parezca “de verdad”. De esta manera, a través de la
renderización, la voluntad del director o la de la industria o la del

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espectador se imponen por entero; se imponen las imágenes y desaparece
de algún modo la ficción. Lo bonito de los efectos especiales de Méliès es
que la distancia seguía siendo visible, como en el circo; el espectador no
estaba ahí, en la pantalla, absorbido en la luna noqueada por el cohete,
sino en la sala, maravillado en la oscuridad por esa tramoya visible; y lo
que le hacía disfrutar era precisamente la lejanía que entraba en la sala y
lo absorbía sin matarlo; es decir, el truco analógico percibido con deleite
por el ojo (y que aún exigía un “contrato” de suspensión de la
incredulidad). Seguro que a Méliès le hubiera gustado contar con paneles
LED, pero creo que nosotros preferimos que no los tuviera. La tecnología,
que puede ser maravillosa, sobre todo en el género de fantasía, mete de tal
modo al actor y al espectador en la pantalla que el goce cinemático de la
inmediatez sustituye al goce cinematográfico de la distancia; es decir, de
la analogía, es decir, del mundo y sus rugosidades difíciles. La tecnología
nos aplasta con su cercanía estupefaciente: nos cae encima, con estrépito
“sublime”, como los escombros de un edificio derribado por un terremoto.
Los ritmos de unas existencias cada vez más precarias se adaptan mejor
a formatos más cortos y más fragmentarios
Los productos de la ficción cinematográfica, frente a las repeticiones de
la simple cinemática, pueden considerarse desde tres puntos de vista:
como objetos reflexionados, como objetos de reflexión y como objetos que
reflexionan. Todas las películas, incluso las peores, cumplen la primera
condición: han sido premeditadas en su hechura técnica y narrativa; y casi
todas cumplen la segunda, pues incluso las menos ambiciosas admiten un
análisis sociológico, como demuestran las brillantes “homilías” de los
viernes del periodista Pedro Vallín. La condición de objeto que reflexiona
está reservada, en cambio, a los buenos productos de ficción. Las películas
filosóficas no lo son porque se sometan a la voluntad providente de un
autor consciente que, como Hegel, no puede permitir que nada se le
escape y que busca obsesivamente cerrar el sistema por arriba, sin
costuras ni incoherencias, en la veste de un Sujeto cuyo interior resume la
Historia completa del universo. Una película de Ford o de Kurosawa es sin
duda un objeto que reflexiona, pero que se trate de un objeto quiere decir
que no está completamente atravesado por las intenciones del autor, que
no se agota en la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad y los recursos del
autor. No se agota, por así decirlo, en sus imágenes. Es un objeto en el
mundo que no puede ser renderizado. Porque es el mundo el que decide
en último término su destino. Se trata, en todo caso, de un objeto
temporal, como la vida, imparable e irreversible: razón por la cual
interpela emocionalmente al espectador, que está simultáneamente

29
dentro y fuera de ese mundo. Encarnado en un objeto temporal, el pensar
del cine es un pensar, si se quiere, de salida y no de entrada: nos hace
pensar, quiero decir, a la salida de la sala, cuando lo recordamos con
nuestros amigos en el bar. Cuando estamos dentro no podemos detener la
proyección para subrayar o tomar notas: nos dejamos llevar por su propia
organicidad “sincera”. O así era mientras la recepción se verificaba en un
espacio reservado a tal fin, compartido con otros y sumergido en la
oscuridad.
Digamos, entre paréntesis, que hay un cuarto objeto que tiene que ver
con lo que podríamos llamar “cine de gag”, como en parte lo fue el de
Chaplin y, desde luego, el de los hermanos Marx: objetos reflexionados,
sin duda, pero que ni se proponen como objetos de reflexión ni como
objetos que reflexionan: son objetos que caen, que se derrumban, que se
vienen abajo, como las fichas de dominó o –expresión terrible de la
indiferencia moral del gag– como el desplome de las Torres Gemelas. Un
buen gag, escribí alguna vez evocando perversamente a Kant, es una
universalidad de las vísceras: tiene que ver con la repetición mecánica,
con la interrupción de la estabilidad y la inversión del movimiento. Es, si
se quiere, pura cinemática: pensemos, por ejemplo, en la máquina que da
de desayunar a Chaplin en Tiempos modernos o en el claśico gag circense
del payaso tonto que retira la silla de debajo del trasero del payaso listo.
La comicidad, encerrada en unidades de hilaridad pura sin residuos, es
menos filosófica pero tan necesaria como el humor, según la diferencia
señalada por Pirandello y más tarde por Sciascia: la que distingue “la risa
de superioridad” de “la risa de fraternidad”. La “risa de superioridad”, la
propiamente cómica, tiene en su visceralidad irreprimible algo injusto, es
verdad, pero proporciona placeres a veces justicieros: todo lo que cae nos
hace reír, en efecto, pero si el que cae es “el payaso listo”, volteando de
manera inesperada y mecánica una relación asentada de poder, el pueblo
menudo (al que pertenecemos todos) siente un placer adicional. Chaplin
usó las dos formas de risa, la de “superioridad”, en los gags mecánicos
referidos, cuya hilaridad misma nos impide empatizar con el protagonista
(pero no cuestionar el mecanismo catastrófico de la cinta de montaje
fordista) y la de “fraternidad”, en esas otras escenas famosas de “banquetes
famélicos” en las que Chaplin, muerto de hambre, se come una bota
cocida enfatizando las más refinadas maneras de mesa o tiende un
pañuelo en el suelo, saca del bolsillo cubiertos, palillos y salero y mastica
lentamente, con dignidad inconmovible, un mendrugo de pan. Hoy, por
cierto, el gag se ha desplazado de la comicidad a la pornografía y el gore:
la tecnología, sí, ha impuesto la lógica del gag mecánico a las escenas de

30
violencia o de sexo, que han dejado de ser “gratuitas”, como se decía
antes, para constituir un género en sí mismo, más próximo a la comicidad
–una especie de comicidad negativa y sangrienta– que a la narratividad.
Los avances tecnológicos, en efecto, son inseparables del desarrollo
“realista” de este género: ninguna tricoteuse del París de 1789 vio en la
Place de Greve decapitaciones tan fidedignas como un espectador hoy
en Juego de Tronos.
Con la bóveda de Lucas, en fin, los personajes ya no se mueven en el
mundo. Al mismo tiempo, el formidable desarrollo tecnológico determina
que sea muy difícil resistir a la tentación de hacer todo lo que se puede
hacer, de utilizar todos los recursos y movilizar todos los medios,
olvidando que el cine, aún más que la literatura, al igual que la poesía, es
sobre todo cocina; es decir, consiste más en descartar que en usar
recursos: más en renunciar a imágenes (y palabras) que en acumularlas. Es
este un principio general, para la conducta y para el arte: nunca uno debe
hacer todo lo que puede hacer. Es bueno que se nos pongan límites,
porque un mundo sin límites es un mundo sin mediaciones, sin cuerpos,
sin obstáculos y, por lo tanto, sin rodeos y sin deseos. Ahora bien, esta
tentación tecnológica, muy presente desde siempre en el ámbito de la
destrucción y de la guerra (pensemos en las tesis de Gunther Anders sobre
el “declive prometeico”, esa distancia entre lo que la tecnología puede
hacer y lo que puede representarse un ser humano), esta tentación, digo,
se ha apoderado de tal modo de la producción (también de la
cinematográfica) que cabe decir que una parte de lo que ocurre en
nuestras pantallas viene a dar la razón a Roth: tanta realidad resulta
imposible, increíble; se revela finalmente irreal y además de pésimo gusto:
el pésimo gusto de nuestro ello reprimido. El mundo no debería
proporcionarnos jamás los medios de dar forma, y menos materialidad, a
nuestras fantasías. Esa es la peor pesadilla concebible: la de que nuestras
ocurrencias mentales tomen inmediatamente cuerpo en el mundo, sin
filtros, sublimaciones o resistencias. La tecnología, con todas sus ventajas,
se ha puesto al servicio de la fantasía, no de la imaginación, y acaba
cerrando bajo una misma bóveda la fantasía y la realidad. Ese cierre
constituye el fin paradójico de la ficción.
Es malo que se haya desautorizado al mismo tiempo el magisterio de
tantos artistas muertos cuyo conocimiento nos ahorraría tanto trabajo
¿Es el cine una fábrica de sueños, como pretende la publicidad de
Hollywood? Es, como hemos dicho, un objeto de pensamiento, un objeto
pensado y un objeto que piensa. Precisamente porque es un objeto
narrativo, y no un sujeto intelectivo, nos emociona, lo que se presta a toda

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clase de peligros que, en todo caso, debemos aceptar y defender. Pero es
un objeto de ficción y sirve, entre otras cosas, como la literatura, para
conservar esa diferencia, una de las conquistas fundacionales, lo hemos
dicho, que nos identifican como humanos. El cine, como la literatura,
existen no para remedar o repetir la realidad sino para proteger la ficción,
lo más verdadero que existe. Eso implica, desde el primer momento,
distancia o, lo que es lo mismo, interiorización de los códigos
cinematográficos: ya nadie tiene miedo, por ejemplo, de que la
locomotora y el caballo de la pantalla irrumpan catastróficamente en la
sala, como ocurrió con las primeras proyecciones públicas. La pantalla es
pantalla porque vela y revela, porque une y separa. La ficción es peligrosa,
por supuesto, porque puede usarse para la propaganda, porque puede
hacernos pensar y porque puede trastocar emocionalmente todos
nuestros valores (por no hablar del peligro de convertirse en un loco
cinéfilo o en un director de cine), pero mucho más peligrosa que la
ficción es la incapacidad creciente para distinguir entre la ficción y la
realidad: ese es, lo estamos viendo, el peligro puritano, ideológico o
autoritario de los que creen, de derechas o de izquierdas, que la ficción no
puede permitirse nada que no podamos permitirnos en la realidad o que
no encaje en la realidad que queremos idealmente construir.
Resignémonos: defender la autonomía de la ficción es la única forma
posible de defender la realidad, que sólo es creíble si permite otras formas
de vida a su lado. Curiosamente, en la última década hemos asistido a una
inversión de los papeles: como consecuencia de la producción tecnológica
de imágenes identitarias y de la erosión del espacio público, hemos
acabado por desarrollar una inédita suspicacia frente a la ficción, con la
que rompemos fácilmente el pacto de verosimilitud, mientras que nos
entregamos con credulidad ciega a la falsa transparencia de la
información, tal y como lo demuestra el fenómeno de las fake news. Nos
parece más verosímil, por ejemplo, el terraplanismo o el conspiracionismo
que el final gozoso e infantil de La diligencia.
En todo caso, no se pueden desdeñar los cambios tecnológicos que se
han producido en la producción, distribución y recepción de las obras
cinematográficas. El cine está más vivo que nunca, pero no podemos
ignorar estas rupturas antropológicas y sus consecuencias. Digamos que
hoy tenemos que defender la “autonomía de la ficción” (esas hojas
movidas por la brisa y esos horizontes –como espinazos al revés– que
sostienen los cuerpos en el espacio) no solo frente a los puritanos, los
autoritarios y los propagandistas, sino frente a las imágenes tecnológicas y
sus soportes de recepción.

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Nací en 1960, año en que se rodaron, por ejemplo, Rocco y sus
hermanos, A bout de souffle, El apartamentoo La dolce
vita (y Espartaco, Harakiri, Sargento Negro, Los que no
perdonan y Psicosis). En ese año se produjeron 197 películas. La gente
entonces “iba al cine”, en una expresión que ya resume toda una
concepción de ese objeto temporal llamado “película”. Había que salir de
casa, desplazarse en el espacio hasta un recinto cuya autoridad un poco
solemne residía en su vastedad casi catedralicia y su penumbra mistérica;
y la belleza irresistible de las imágenes estaba asociada al origen de la luz,
a espaldas del espectador, y al tamaño de la pantalla, que subrogaba la
cúpula celeste. Como escribí en una ocasión, en 1960, en efecto, “el cine
era el cielo”; y añadía: “No es lo mismo ver las cosas en el cielo que en la
palma de la mano; no es lo mismo ver las cosas levantando la cabeza que
bajándola; no es lo mismo ver las cosas a la luz de la lámpara que dentro
de la lámpara”. El cine era, por tanto, una disciplina artística, un objeto
temporal y un espacio físico compartido y de excepción. O por decirlo de
otra manera: en 1960, tanto en el terreno de la producción como en el de
la recepción, el objeto temporal llamado “cine” se verificaba en el espacio.
Hoy sigue siendo una disciplina artística, pero es, sobre todo, un objeto
temporal, según la caracterización de Husserl y de Stiegler: notas de las
que solo escuchamos o vemos su desaparición. En 1960, he dicho, se
produjeron 197 películas; en 2022 en torno a 5.000, algunas también muy
buenas: me vienen a la cabeza, por ejemplo, entre otras muchas, As
bestas de Sorogoyen, After sun de Charlotte Wells, Alcarrás de Carla
Simón o Drive my car de Hamaguchi. En todo caso, esta sobreproducción,
junto a la recepción tecnológica del producto, asociada a la
multiplicación, empequeñecimiento y privatización de las pantallas,
introduce algunos efectos antropológicos que vale la pena mencionar. El
primero atañe a la dificultad creciente para la construcción de un relato
común. Es muy difícil que un autor o un género puedan hoy inventar o
construir una “nación”, como fue el caso de John Ford, del que puede
decirse lo mismo que Cioran decía de Bach y de Dios: “Si alguien se lo
debe todo a Ford son los EE.UU.”, podríamos parafrasear. Esa disolución
tecnológica del relato común, por lo demás, es paralela a la fragmentación
de las luchas y al identitarismo sectario: cada minoría, digamos, consume
ahora sus propios productos. Cada individuo consume, en su propia
pequeñísima pantalla o –si se prefiere– en su propia pequeñísima palma
de la mano, su producto personalizado. El identitarismo de la imagen se
corresponde con el identitarismo mercantil y político. Ese antiguo mundo
común, es verdad, dejaba muchas cosas –y grupos– fuera de la cámara,

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pero conseguía “universalizar” (incluso en forma de rechazo o discusión)
su contenido; de lo que se trata, por tanto, no es de minorizar por igual
todas las “universalidades” sino de “universalizar” todas las minorías. La
ficción tiene esa potencialidad que la sobreproducción y la
privatización pantállica ahora reducen. Una imagen, lo he escrito muchas
veces, es un cuerpo reprimido; la imaginación expone, por el contrario, un
cuerpo recorrido y expandido. En el contexto de lo que Stiegler llama
“ocio proletarizado”, el de un capitalismo de consumo altamente
tecnologizado, nuestro horizonte perceptivo está completamente
saturado de imágenes en movimiento que bloquean la imaginación
común. La cinemática, por así decirlo, contamina y obstaculiza la
cinematografía.
La batalla ya no se da entre la mirada y la naturaleza, que impone sin
cesar límites al cuerpo, sino entre la mirada y la tecnología, que los
elimina
La otra consecuencia sociológica, inseparable de la primera, atañe a la
dificultad –como también ocurre en la literatura– para mantener el
vínculo con los clásicos. Un amigo escritor que se dedica a dar talleres de
escritura me contaba con sorpresa que cada vez se encuentra con más
alumnos que acuden a sus cursos porque quieren escribir una novela pero
que no quieren leer novelas y que, aún más, han leído muy pocas novelas.
Lo mismo está pasando, me temo, con el cine, un soporte mucho más
popular y mucho más accesible para todos los públicos. Incluso entre
jóvenes de cultura extensa y refinada, me encuentro con una resistencia
casi física a ver cine clásico y más si es en blanco y negro (no digamos si se
trata de una película muda). Los ritmos de unas existencias cada vez más
precarias, sincronizadas con las nuevas tecnologías, se adaptan mejor a
formatos más cortos y más fragmentarios, compatibles con el tiempo
desmigajado de los transportes y las treguas laborales: objetos puramente
temporales que requieren poca atención y a los que se puede acceder en
movimiento, fuera del espacio, a través de dispositivos tecnológicos
portátiles. Ese ritmo de la cinemática, impuesto a nuestra vida cotidiana,
determina también que los cortes generacionales sean cada vez más
rápidos y los pasajes entre estratos de edad cada vez más difíciles. No solo
es muy difícil la comunicación horizontal en el espacio, entre grupos o
unidades identitarias, sino que se ha vuelto cada vez más trabajosa la
conservación de una comunidad vertical en el tiempo. Es bueno que este
proceso tecno-capitalista haya ido acompañado de una “desautorización”
de la autoridad policial del viejo maestro autoritario, pero es malo que se
haya desautorizado al mismo tiempo el magisterio de tantos artistas

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muertos cuyo conocimiento nos ahorraría tanto trabajo. Por eso mismo,
cabe añadir que esta pérdida objetiva no tiene que ver –como pretende a
veces la arrogancia mal fundada y lastrada de nostalgia de los mayores–
con la pereza o la torpeza o la falta de talento de nuevas generaciones
extraordinariamente creativas, sino con la textura económica y
antropológica de una sociedad material que ha roto los puentes no
ideológicos con el pasado. Se trata, en todo caso, de una pérdida. Todas
las ideas nuevas están en los libros viejos, decía Chesterton. Todas las
películas nuevas están en las viejas películas, podríamos añadir. No hay
innovación sin traición; es decir, sin tradición. Podemos, sí, innovar el
cine clásico, pero no superarlo tecnológicamente.
Así que diría -para ir acabando- que todas estas transformaciones
tecnológicas han desplazado el eje de la lucha cinematográfica, que ya no
es una lucha entre la mirada y el espacio (como en los horizontes de Ford
o en los espejos de Kurosawa) sino entre la cinematografía y la cinemática
o, lo que es lo mismo, entre la ficción y las imágenes que sobrepueblan
nuestra percepción. O de otra manera: tanto en el ámbito de la
producción como en el de la recepción, la batalla ya no se da entre la
mirada y la naturaleza, que impone sin cesar límites al cuerpo, sino entre
la mirada y la tecnología, que los elimina. Esta batalla contra la cinemática
-digamos de pasada- incorpora asimismo medios tecnológicos nuevos,
como cámaras livianas o la posibilidad material de hibridración de
géneros, innovaciones que abren vías narrativas muy interesantes alejadas
del cine clásico. En todo caso la ética terrestre -como la he llamado en
otras ocasiones- exige al artista hoy esta auto-imposición de límites frente
a la facilidad tiránica de la tecnología: e impone al espectador, por su
parte, el esfuerzo físico de restablecer las condiciones de recepción más
favorables; es decir, la necesidad de seguir “yendo al cine” o, lo que es lo
mismo, de inscribir la experiencia cinematográfica en el espacio.
En un artículo publicado hace tiempo en estas páginas sobre el cine de
Ford, defendía yo esa mencionada “ética terrestre”, que resumo en esta
cita: “El espacio es la libertad. El cuerpo es el tiempo. La casa es la
seguridad. La comunidad es la fraternidad. La ley es la chapuza que recoge
y retrasa la violencia. La muerte es inevitable. El amor es bueno. Los vicios
pequeños son el excipiente de la virtud. Los grandes problemas no tienen
solución”. Creo que estos principios elementales siguen siendo
comprensibles para todo el mundo, salvo para esos ricos fantasiosos que
se entregan a sus vicios aéreos y que cuentan, por desgracia, con los
medios para impedir materialmente al humano común el acceso a la
imaginación común.

35
Por mi parte, para terminar, haré una confesión impudorosa.
Si alguna vez me he perdido en una trocha entre la maleza no ha sido
Virgilio sino John Ford el que me ha devuelto a la diritta via, por encima o
por debajo del horizonte.
Si alguna vez he sufrido o cometido una injusticia no ha sido la Iglesia
sino John Ford el que me ha enseñado el significado de la palabra perdón.
Si alguna vez he perdido la fe en la humanidad no ha sido el Che
Guevara el que me la ha devuelto, sino John Ford.
Todavía hay salvación. Hay que ver, hay que seguir viendo, cada vez que
podamos, cada vez que nos lo permita la cinemática capitalista, mucho
cine clásico.
—--------------------
* Este artículo ha sido elaborado a partir de las notas tomadas para la
charla que di el pasado 11 de enero en la Cineteca de Madrid en el marco
de la actividad titulada “La fábula cinematográfica: cine y filosofía”.
Nube
La meteorología recoge los cambios de humor –y las meditaciones
fluctuantes– de un dios desconocido: de una naturaleza que podemos quizás
trastornar, sí, pero nunca controlar ni derrotar
Santiago Alba Rico 21/01/2023

Ciro Gonasti, extravagante escritor italiano, católico atormentado y


amigo de Pasolini, escribió dos cuentos titulados Las nubes, el primero en
1945, apenas terminada la guerra; el segundo en 1956, la víspera de su
boda. Los dos, concebidos como relatos infantiles, tienen el mismo
argumento. El primero cuenta lo que ocurrió después de la ficticia batalla
de Verona, datada en 1352: cuando los vencedores quisieron enterrar a los
muertos, estos habían desaparecido. No se habían convertido en
caminantes blancos ni habían sido secuestrados por los infames ladrones
de cadáveres. Literalmente se habían derretido en su propia sangre y se
habían evaporado en una voluta de vapor rojo, que muchos habían visto
ascender hasta el cielo en columnas de humo convergentes. Allí arriba,
pues, se formaron nubes, cada vez más numerosas y compactas, veteadas
de amarillo y de rostro quimérico, como grabadas en capiteles románicos.
Durante seis meses los habitantes de Verona vivieron bajo un cielo
siempre encapotado, siempre a punto de romper en una lluvia torrencial;
y (todos con el pecho encogido) unos rezaban para que no lloviese y otros
para que cayera de una vez lo que tuviera que caer. Dejo aquí el spoiler,
aunque adelanto la última frase de Gonasti: “Si los muertos, en lugar de
enterrados bajo nuestros pies, viviesen sobre nuestras cabezas, entre las
nubes, los hombres matarían menos y verían más el sol”.
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En el otro cuento, siete años después, Gonasti cuenta la misma historia,
pero en este caso son las mujeres de Verona, y no los muertos, las que
desaparecen el día antes de su boda. No huyen con otros hombres ni son
raptadas por traficantes de carne humana. Decenas, centenares de novias
se derriten y se evaporan y se elevan hasta el cielo, con sus velos blancos,
para formar pequeñas nubes finalmente unidas en un campo de cirros.
Durante tres semanas los maridos de Verona invocan la lluvia, las
parroquias de Verona organizan rogativas, las muchachas de Verona
contemplan el cielo con envidia y con temor. Hasta que por fin el viento
las arrastra lejos del Veneto, hacia los Dolomitas, en cuyas cimas se
precipitan, completamente libres, en forma de nieve, acopio de los
manantiales de la primavera. Gonasti acaba así: “Mejor nube y agua y
nieve que el lecho de un hombre viejo”.
Desde la entraña machista de nuestra Historia, podríamos decir sin
exagerar que durante siglos la mujer que se casaba era una mujer nublada
¿De qué manera podemos descifrar los secretos de la palabra “nube”?
Como tantas otras elementales –tierra o agua o árbol o piedra–, su
etimología no nos da ninguna pista acerca de su origen: porque en origen
la nube fue siempre ya una nube. “Nube” en español procede, en efecto,
del latín nubis, que viene del griego nefele, que viene de la raíz
indoeuropea “nebh”: de nube en nube, la palabra más antigua también
quiere decir “nube”. Podemos, sin embargo, explorar sus derivados.
Pensemos, por ejemplo, en “núbil”, término que se utiliza para nombrar a
la mujer que ha alcanzado la edad de casarse; o en “nupcias”, que usamos
para denominar el momento festivo o sacramental del matrimonio. Tanto
“núbil” como “nupcias” son avatares, si se quiere, del verbo latino nubere,
que quiere decir al mismo tiempo, del modo más significativo, “casarse” y
“ponerse el velo”. Desde la entraña machista de nuestra Historia,
podríamos decir sin exagerar que durante siglos –y aún ocurre a menudo–
la mujer que se casaba era una mujer nublada o que estaba a punto de
nublarse bajo ese velo anaranjado que las novias romanas lucían en las
ceremonias. Una boda tiene siempre, sí, algo alegre y algo melancólico,
porque representa el final de la infancia (las romanas quemaban sus
juguetes) y el comienzo excitante de una nueva vida que a menudo acaba
mal. Si jugamos con las palabras y mezclamos sus destinos, cabe decir que
la mujer núbil, al casarse, se convierte en la nube con la que se recubre el
cuerpo, y que, por eso mismo y en dirección inversa, un cielo con nubes es
una ambigua fiesta de bodas. Las novias disfrazan de nube su desnudez
inminente; las nubes son desnudeces que visten el aire. Es curioso, y sin
duda bueno, que en nuestro imaginario social se impongan siempre las

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bodas alegres (y no las de sangre) y las nubes blancas (y no los nubarrones
de la borrasca). Se imponen de tal manera que la mujer se acaba casando
casi siempre en una nube y las nubes se ennovian una y otra vez con el
firmamento, donde flotan, diría Octavio Paz, como “algas del aire” o –
según la ristra metafórica de la Oda de Neruda– como “trajes del cielo”,
“pétalos”, “muchachas celestes”, “plumones de la luz”, “nidos del agua”,
“seda al sol”. Con las nubes y con las bodas ni se puede ni se debe evitar la
cursilería.
De niños, en el colegio, estudiábamos con mucha pereza los distintos
tipos de nubes. Entonces nos aprendíamos cuatro: cúmulos, estratos,
nimbos y cirros, nombres maravillosos que –supimos después– se
combinan, según la altura, para formar arquitecturas de diferente espesor
y variable fulgor anímico. Las más bajas, recuerdo, son los estratos, con
sus mortajas de niebla y sus finas lloviznas también llamadas garúas; por
encima de los ochocientos metros los estratocúmulos reúnen vastas nubes
grises, pero como rizadas y en escalón, cuyos cielos pesados van
acompañados a veces de sacudidas tormentosas; un poco más arriba se
depositan, en fin, los nimbostratos, uniformes mantas oscuras, como
lejanos cueros de elefante, precursoras de lluvias monótonas y también a
menudo de lentas nevadas duraderas. Estos “estratos”, ya se ve, nada
tienen de nupcial o de festivo: son esas “nubes oscuras que nos impiden
ver”, de la famosa canción revolucionaria A las barricadas, o esas sombrías
y románticas “cumbres borrascosas” de Emily Bronte. Es a los cúmulos y
los cirros, con sus diferentes combinaciones, a los que corresponde flotar
como velos o algas en el cielo; son ellos los que remedan la forma fugaz de
animales terrestres o de dragones imposibles o de tíos calvos y narigudos.
Más altos o más bajos, más o menos densos o vegetales (en forma de
coliflor o de guedeja), los cúmulos y cirros están compuestos de esas
nubes “pasajeras” que maldice Violeta Parra en su desesperado himno de
amor al cosmos y sus criaturas, que empuja dolorida Mina en su Folle
banderuola o que utiliza Cernuda para recordar los días gráciles, aéreos e
inasibles de su adolescencia en su poema Adolescente fui en días idénticos
a nubes. Junto a todos estos tipos, están finalmente la nube lenticular,
formidable ovni preñado de turbulencias, y el cumulonimbo, de desarrollo
vertical, con sus gigantescas torres esponjosas de hasta 30 kilómetros de
altura, llamado con razón “la madre de las nubes”: son sin duda estos
cumulonimbos los que fabricamos en nuestras ensoñaciones cotidianas,
semidormidos en el autobús, cuando nos ponemos a construir “castillos
en el aire”.

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(Yo en el aire construí una ruina; tú en el suelo una casita de piedra con
pérgola y macetas de geranios. Unas veces vivimos arriba y otras abajo).
Clasificar nubes es clasificar estados de ánimo, pues seguimos
dependiendo del cielo, del sol y de las nubes para sucumbir o no a
nuestros tiranos: es decir, a nuestro carácter, a nuestros trabajos, a
nuestros banqueros. El primero que lo hizo (que clasificó las nubes, quiero
decir) fue el farmacéutico inglés Luke Howard, quien en 1802 estableció la
nomenclatura latina que aún seguimos usando. Goethe admiró mucho ese
trabajo y, con el mismo arrojo con el que se aventuró en la botánica o en
la óptica, llegó a escribir sobre meteorología a partir de los esquemas
formalistas aplicados a las plantas. Se equivocó mucho, al parecer, pero
uno de sus ensayos nos dejó pasajes como éste (que puede leerse en El
juego de las nubes, editado por Nórdica Libros): “Lo verdadero, lo idéntico
a los dioses, no se puede reconocer jamás directamente, sólo lo vemos en
su reflejo, en su modelo, en su símbolo, en manifestaciones aisladas y
relacionadas con ello; nos percatamos de su existencia como de la de una
vida que nos resulta incomprensible y no podemos, por tanto, renunciar al
deseo de comprenderla a pesar de todo”. Así que una nube es un símbolo
y un enigma y, si se quiere, un ideal: es ligera, pasajera, blanca, lejana,
asible solo para los ojos, más alta a veces que el mismo cielo que vela o
pinta. Es visible e inmaterial; es material e inaferrable. Es la que se prende
en la rama de la bellísima canción de Lluís Llach Un núvol blanc. Es el
pensamiento de un dios oculto, como para Melville las ballenas eran los
pensamientos del océano soberano. La meteorología recoge, por tanto, los
cambios de humor –y las meditaciones fluctuantes– de un dios
desconocido: de una naturaleza que podemos quizás trastornar, sí, pero
nunca controlar ni derrotar.
Para Sócrates las nubes eran diosas. No para el Sócrates platónico de La
apología sino para ese otro, denostado y ridículo, que satiriza el
dramaturgo Aristófanes, contemporáneo suyo, en la comedia La
nubes. Allí, en efecto, Sócrates es descrito como un “listillo” y un
“embaucador” que utiliza la sofística para engañar a los incautos y vender
a los granujas argumentos fraudulentos en favor de la injusticia. Cuando
el viejo Estrepsíades, podrido de deudas, va a verlo a su Caviladero o
Pensadero, se encuentra a Sócrates subido en una especie de grúa
contemplando el cielo. Sócrates no cree en Zeus y explica a su cliente los
secretos de la lluvia, el rayo y el trueno, fruto de movimientos íntimos en
el seno de las nubes, que son las verdaderas diosas del cielo. Ellas
alimentan “el pensamiento, la inteligencia, la dialéctica y la novedad
intelectual”, cosas que a Aristófanes le parecen, sin duda, peligrosas, pues

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las identifica, burlón implacable, con los “adivinos”, los “gandules”, los
“melenudos”, los “profesores de medicina” y los “poetas ditirámbicos”. Las
nubes, convocadas por el filósofo, se presentan desnudas y en forma de
mujer (las primeras mujeres sin ropa que aparecieron, según la tradición,
en un escenario occidental) y le ofrecen escoger entre el Mejor Argumento
y el Peor Argumento, esos dos circunspectos personajes que las
acompañan. Estrepsíades, que quiere obtener una sentencia injusta ante
un tribunal, se inclina obviamente por el Peor. Es interesante observar
que Aristófanes no ofrece al espectador ningún argumento propiamente
dicho sino una serie de valores enfrentados a un lado y otro de la línea de
la justicia, definida del modo más “ideológico”: mientras que el Mejor
Argumento defiende las costumbres tradicionales y los dioses del Olimpo,
identificados con la Justicia, el Peor Argumento promueve, en cambio, la
innovación, el vicio, el desconcierto verbal y el ateísmo, armas de la
Injusticia. Los espectadores griegos, por supuesto, esperan que Sócrates,
arrogante y trilero, acabe mal parado, como le ocurrirá más tarde ante el
tribunal que lo condenó a muerte; y la pieza, en efecto, se cierra con el
filósofo abandonando el Caviladero, corrido y desenmascarado, con el
rabo entre las piernas. En cuanto a sus Nubes-sin-dios, novias del aire,
pierden su libertad –se nos sugiere– y aceptan sumisas la égida de Zeus.
En la mitología griega las nubes no son diosas; sólo ninfas
En la mitología griega las nubes no son diosas; sólo ninfas. La ninfa
Nefele ofrece una vida doble, según el relato que se elija. En uno de ellos
es la esposa de Atamante, rey de Beocia, del que tiene dos hijos gemelos,
Frixo y Hele. Cuando Atamante la abandona por Ino, la Nube quiere
proteger a sus niños, a los que envía un carnero de oro, parlante y volador,
para que los saque de palacio. Hele cae en el mar, llamado desde entonces
Helesponto: Frixo, siguiendo las indicaciones de su madre, sacrifica al
carnero en la Cólquide y regala a Eetes el vellocino de oro, botín famoso
de Jasón y los Argonautas. La ninfa Nefele es, pues, una mujer
abandonada y quizás Gonasti tiene presente este mito en su cuentecito,
cuya secuencia invierte: las mujeres de Verona, vengadoras de Nefele, se
convierten en nubes antes de casarse, y son ellas, así, las que abandonan a
sus maridos.
Uno de los cuentos más bonitos de Carson McCullers, escrito en 1942,
se llama Un árbol, una roca, una nube y cuenta la insignificante aventura
de un vendedor de periódicos de doce años que una tarde lluviosa, con sus
diarios bajo el brazo, entra en el café del áspero Leo. Allí, sentado a una de
las mesas, un viejo extraño, completamente sobrio, retiene al niño
desconcertado para contarle su historia de amor. Amó a una mujer, dice,

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que lo abandonó cuando más feliz era y la buscó durante un año y medio
sin descanso, roto de dolor. Luego siguió sufriendo un año más, pero ya
no podía recordar su cara y esto mismo no hizo sino aumentar su
sufrimiento. Por fin un día decidió cambiar de táctica; decidió empezar su
búsqueda por otro lado; decidió recomenzar el amor desde otro sitio:
“Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor?”, pregunta. El niño mueve
la cabeza. “Un árbol. Una roca. Una nube”. Eso dice el viejo y añade que,
desde que tuvo esa revelación, ha ido poco a poco mejorando, prestando
atención, amándolo todo. Todo: un objeto cualquiera encontrado en la
calle, un pececillo dorado comprado en un acuario, una cosa y luego otra
y otra y así poco a poco, “gradualmente”, ha ido adquiriendo esta “técnica”
de amar desde el principio e ir ampliando después el radio concreto de su
amor, de manera que algún día –no lo descarta– ese amor alcanzará
también a su mujer. “Hace seis años”, concluye, “que voy por ahí solo
haciéndome mi saber. Y ahora soy un maestro, hijo. Puedo amarlo todo.
No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y una luz
hermosa entra dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro
con un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona.
¡Todos desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede
significar una ciencia como la mía?”.
Me gusta mucho este cuento de McCullers porque en él no pasa nada:
ahí está una vez más ese café penumbroso, parsimonioso, al que la gente
va precisamente cuando ya les ha pasado todo, pequeño o grande, y solo
pueden contarlo. Y me gusta porque, junto a árbol y roca, a McCullers –o
a ese viejo que se ha enamorado de cada cosa para poder soportar su
dolor– se le ocurre pensar precisamente en una nube para recomenzar su
camino. Nube: esa palabra cuyo origen es otra nube en otra lengua más
antigua. Nube: esa falsa abstracción que acaba volviendo a la tierra en
forma de lluvia.
En castellano hay tres expresiones muy parecidas: “estar en una nube”,
“estar en las nubes”, “estar en la nube”. Basta cambiar el artículo o el
número para que su sentido se transforme enteramente. Estamos en una
nube, como los santos de las estampas, en el colmo de la beatitud
individual, cuando un acontecimiento feliz nos “transporta” por encima
de nosotros mismos: es “una” porque en cualquier caso se trata de un
momento intenso y pasajero. Estamos, en cambio, en las nubes cuando
huimos del espacio angosto en el que nos encontramos a otro más amplio,
puramente mental, en el que nos encontramos mejor: en realidad nunca
estamos en las nubes cuando “estamos en las nubes”: estamos en el café,

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en el estadio, en la cama con nuestra novia; estamos en el futuro
levantando cumulonimbos en el aire.
Y está por fin la nube, que habría que escribir La Nube y que algunos
llaman Cloud, a donde van a parar, como en un vertedero místico, todas
nuestras acciones informáticas; es decir, casi todas nuestras acciones. Es
curioso. Cuando uno busca en Google “mitos sobre las nubes”, no salen
Nefele ni Carson MacCullers ni tampoco, claro, Ciro Gonasti, sino una
página titulada “Diez mitos sobre la nube”, que comienza con esta frase
un poco angustiosa: “Los mitos siguen asolando la computación en la
nube”. ¿Qué es la nube? Lo contrario de una nube; lo contrario de las
nubes. No es una entidad física, en efecto, sino “una red enorme de
servidores remotos” que permite acceder y conservar información al
margen de la atadura corporal del ordenador personal. Es el recinto aéreo
donde guardamos nuestros mensajes de amor, nuestros libros, nuestras
fotos y películas, nuestra vida entera. Es el limbo que reúne toda la
chatarra personal y colectiva del mundo. Es también el punto donde se
citan el máximo poder y la máxima vulnerabilidad del capitalismo. Si hay
una torre de la Bastilla o un palacio de Invierno es sin duda La Nube, que
ha absorbido ya –dejando fuera árboles, rocas y nubes– casi todas las
peripecias de la humanidad.
¿A qué conclusiones llego tras este recorrido? A las siguientes:
Que los muertos –pues ni se derriten ni se evaporan ni forman
nubarrones sobre nuestras cabezas– deben ser retenidos con la memoria.
Que las novias deben ser nubes sin dios, con el pecho en el aire y los
pies en la tierra, como grandes cumulonimbos de espuma y arena.
Que hay que dejar que las nubes sigan pensando sobre la tierra, que es
lo que propiamente llamamos “llover”.
Que las bodas deben ser alegres y la lucha por la justicia constante –
salvo cuando estamos en una nube o en un bar.
Que estar en una nube es, si no un derecho inalienable de la
humanidad, un hecho que a todo el mundo le ocurre alguna vez, como
alguna vez nos da a todos el sol en la frente, pero que debería ser, sí, un
derecho inalienable de la humanidad.
Que estar en las nubes es una obligación frente a todos los tiranos:
nuestro carácter, nuestro trabajo, nuestros banqueros, nuestros
ordenadores.
Que el amor (“una” nube) y el futuro (“las” nubes) resumen toda la
pelea por la condición humana y sus bellezas.
Te quiero así, mi amor, nube terrestre, justicia intermitente, casa de
piedra con geranios.

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Posturas
Santiago Alba Rico 2/01/2023

Estimados lectores:
Enero celebra brevemente el triunfo de Jano, el dios de las puertas que,
dotado de dos rostros, mira al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante.
No sé si alguien recordará algún día el año 2022 con nostalgia; es más
probable que localicemos en él el embrión casi maduro de algunos
monstruos que se vienen gestando desde hace tiempo. Las buenas noticias
han sido escasas, aunque no desdeñables: unas pocas leyes decentes, el
acuerdo sobre los presupuestos, el descubrimiento en Irulegi del texto
más antiguo escrito en euskera, un avance médico en la lucha contra el
cáncer de pulmón, el rescate de una ballena en Cala Millor y (al menos
para mí) el triunfo de Argentina y la apoteosis de Messi en un Mundial
deshonrado por la FIFA y por el país anfitrión. En cuanto a la peor noticia
del año lo es porque resume, contiene y explica todas las otras malas: me
refiero a la pérdida definitiva de las formas en la política española. Lo
hemos visto en los debates parlamentarios, lo hemos visto en la batalla
judicial, lo hemos visto en los medios de comunicación y lo hemos visto,
naturalmente, en el granizo peludo de las redes sociales.
Hay que tener cuidado. En contextos de crisis y confrontación es fácil
dejarse tentar por la convicción de que “las formas” son únicamente
máscaras retóricas que disfrazan, escamotean o deforman la verdad. Nada
más peligroso. La “verdad” no está en nuestro cuerpo enteramente
formada, como el puño con el que golpeamos a nuestro enemigo. La
verdad no es un puño: es un lápiz, una lupa, una herida y una tirita, una
lucecita temblorosa en el bosque, una pugna, una conversación. La
retórica puede ser sofística o hipócrita, es cierto, pero nos mantiene
siempre en la lógica de la persuasión, que es la lógica de la política
democrática. El que se cree cargado de razón se sitúa fuera de juego y
quiere sobre todo ahorrarse argumentos: esa es la enorme ventaja
sumarísima de los insultos, que son rápidos y claustrales. Las “formas”, en
cambio, sirven para ralentizar y extender el pensamiento; es decir, para
reprimir el improperio y la calumnia; es decir, para situarnos en el patio
común entre los cuerpos, donde hasta las refriegas tienen sus reglas
compartidas.
La tradición platónica siempre opuso ciencia y opinión. Es una
diferencia legítima y, sin embargo, incompleta. Para todos es evidente que
el teorema de Pitágoras o el de Fermat no son la opinión de Pitágoras

43
sobre los catetos o la de Fermat sobre los números enteros; que la
geometría de Euclides no es la opinión de Euclides sobre los hexágonos y
que la teoría de Darwin, siempre en revisión, no es la opinión de Darwin
sobre la Naturaleza. La ciencia está constantemente cuestionándose a sí
misma mediante procedimientos formales compartidos, pero la geometría
no euclidiana o la mecánica cuántica o la teoría de las cuerdas no son
“diferencias de opinión” respecto de Euclides, Newton o Einstein. Lo
mismo puede decirse de las llamadas “ciencias blandas”. Marx no opinaba
sobre el “valor” ni Freud sobre el inconsciente. Estaban construyendo
sistemas teóricos que solo pueden ser rebatidos desde la teoría. No cabe
decir, sin embargo, que todo lo que queda fuera del campo de la ciencia es
ignorancia. Fuera del campo de la ciencia está, por ejemplo, la política,
que en su formato democrático se funda precisamente en esa forma de
conocimiento que llamamos “opinión” y, al menos desde el siglo XVIII,
“opinión pública”.
Ahora bien, si la opinión es también conocimiento (y el conocimiento
crucial a partir del cual se toman las decisiones políticas individuales y
colectivas) hay que aclarar enseguida que todo el mundo tiene derecho a
opinar, sí, pero que no todas las opiniones son igualmente legítimas. El
derecho a opinar no nos da la facultad de hacerlo, como el derecho a tocar
el violín no nos capacita para interpretar música. Tenemos que leer,
analizar, estudiar, pensar, informarnos, escuchar al otro. Una opinión
fundamentada (por ejemplo sobre colapsismo, prostitución o
nacionalismo) puede ser errada, pero su mayor o menor consistencia solo
podrá ser decidida en un debate público. Una opinión es una cosa muy
seria que exige la asistencia de herramientas exteriores en un espacio
compartido. De ahí la importancia decisiva del periodismo, marco
privilegiado a partir del cual el ciudadano-lector debe (debería) formar sus
propias opiniones fundamentadas. Como sabemos, la pérdida de las
formas y el irracionalismo dominante han rebajado la “opinión” al
estatuto de una función fisiológica: uno tiene su propia opinión como
tiene su propia nariz. Aceptamos que la ciencia puede cuestionar la quinta
proposición de la geometría de Euclides o el gradualismo darwiniano;
pero nadie puede cuestionar la existencia de mi nariz, que no necesita
justificarse sino tan solo exhibirse con orgullo. Uno de los policías
seudomellizos de Tintín (no sé si Hernandez o Fernández) solía decir:
“Esa es mi opinión y yo la comparto”. Paradoja genial que expresa la
autodestrucción del concepto de opinión mediante una tautología
narcisista totalitaria. Uno se escuda en su opinión, como en el insulto,

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para evitar una discusión. Podemos por fin tener razón sin tener que
razonar.
Esto es lo que yo llamaría, frente a la teoría y a la opinión, una
“postura”. Naturalmente una opinión fundada sobre feminismo,
geopolítica o incluso psicoanálisis puede –y debe– llevarnos a adoptar una
determinada postura, pero la complejidad del mundo y la inducción
permanente a pronunciarse sobre cualquier tema (en un contexto
conflictivo) hace que, cada vez con más frecuencia, lleguemos a la
“postura” –como al insulto– sin pasar por la teoría o por la opinión:
adoptamos una postura desde los prejuicios de la propia experiencia, las
filiaciones edípicas o la rabia general. Hay que defender la ciencia y hay
que defender la opinión; hay que defender la democracia. Porque lo más
peligroso de las posturas es que vienen siempre a reprimir o suprimir un
debate: el debate público –precisamente– que debe decidir nuestro
destino democrático. Cada vez hay más posturas y cada vez menos
debates. La deriva es tan evidente y contagiosa que el año que ahora
termina ha visto avanzar este proceso devastador hasta el punto de que,
dentro de la izquierda, ha alcanzado incluso al feminismo, último refugio
de la inteligencia y el humanismo, de pronto devorado, como el resto, por
las posturas (y los insultos).
Nos encontramos así con una política de posturas, con una práctica
judicial de posturas y con un periodismo de posturas (y unas redes, claro,
reducidas a la exhibición y reclamación de posturas sumarísimas); es
decir, con una política, una judicatura y unos medios de comunicación (y
unas redes) sin formas o, lo que es lo mismo, fanáticamente partidistas.
Mi apuesta por CTXT tuvo que ver, desde el principio, con el apoyo a un
proyecto orientado a la teoría y a la opinión y alejado de las posturas
(salvo en la forma razonada de los editoriales, pues lo único que ni la
ciencia ni la opinión pueden cuestionar son los Derechos Humanos); un
proyecto, aún más, que siempre se propuso sustraerse al “postureo” del
régimen del 78 para hacer un periodismo que se justificase a sí mismo al
margen de las luchas interpartidistas y, aún más, de las luchas
interizquierdistas. Mi petición a los Reyes Magos es que eso continúe
siendo así. Será para todos, sin duda, una de las mejores noticias del año
que ahora comienza.
Os deseo un 2023 razonablemente feliz.
Un saludo.
Santiago Alba Ric
Maleza

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En un mundo ciego de autodeterminación narcisista contra la naturaleza, el
boscaje nos recuerda que las cosas fundamentales nacen despacio y por su
cuenta
Santiago Alba Rico 17/12/2022
Un mito del pueblo tabaru recogido por Frazer (1922) y por Bandin
(1935) cuenta el origen trágico y, si se quiere, accidental del mundo. Los
tabaru, hoy una minoría disuelta en la población de Ghana y Mali, fueron
numerosos y pujantes en el África Occidental hasta 1756, cuando Filardia,
su capital, sucumbió sin resistencia al imperio de Indingo y más tarde al
colonialismo francés. Su inexplicable languidez interna se ha explicado a
menudo por patrones culturales autónomos, según la caracterización de
Ruth Benedict, quien habría descrito a los tabaru como una cultura
Saturnina (Alba Rico, 2000); como una cultura –es decir– obsesionada por
controlar cualquier “excedente de vida”: la risa, por ejemplo, se
consideraba potencialmente mortal, lo mismo que el beso, el bostezo y la
interjección (el tabaru es la lengua más pobre en sinónimos del mundo).
El mito cosmogónico citado dice así: “En el principio el ata Urgo no era
Nadie; el mundo no era Nada. La Nada se llamaba también Desierto. Urgo
miraba la Nada sin parar, mecido y satisfecho, hasta que la extranjera y
diminuta zinna de alas amarillas se interpuso volando en su camino. De
ese modo empezó el Mal. El ata Urgo se distrajo un momento y en el
desierto creció una ortiga. El ata Urgo se distrajo de nuevo y creció un
terebinto. Urgo se volvió Alguien; la Nada se llenó de hojarasca.
La zinna pasó otra vez; pasó diez veces. Con cada nueva distracción se
multiplicaba la Maleza. Allí donde Urgo miraba no había nada; allí donde
no miraba había, de pronto, algo que mirar. Nació el bosque; nació el
mundo. El mundo existe cada vez que Urgo se ausenta de la Nada; el
mundo es la falta de atención de Urgo sobre la Nada”. Este mito, en el que
la plenitud del dios es vencida por un insecto, explica asimismo por qué,
en lengua tabaru, maleza, enfermedad y vida se dicen con la misma
palabra: ibo. El ibo crece como una zarza, se hincha como un tumor,
abunda como el deseo. De ahí que el pelo, la vegetación, la carcajada sean
manifestaciones ambiguas con las que los tabaru mantienen una relación
contradictoria: saben que por mucha atención que pongan nunca será
suficiente para que el pelo deje de crecer, la maleza deje de extenderse y la
risa deje de estallar en el momento menos oportuno. El ibo es el Mal que
no se puede combatir y que se impone como insecto, como piedra, como
torrente, como verde y azul, como caña y arbusto. Nada aterra y nada
atrae más a un tabaru, en consecuencia, que la maleza que crece entre las
aldeas y que tienen que atravesar, sobre todo de noche, para sus

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mercadeos y casamientos. ¿Por qué esta emoción ambivalente? Porque ni
la maleza ni las criaturas que viven en ella son obra de Urgo sino que
nacen en paralelo, en un descuido; proceden de algo parecido a la
picadura de un mosquito. De la maleza, en efecto, viene la serpiente, el
tapir, el tigre, pero también el sexo que excita y calma, el chamán que
intimida y cura, la música que duele y baila. Por eso, en sus ceremonias,
los tabaru celebran a la Nada Padre, claro, pero también a la zinna, la
Pequeña Independiente, como la invocan en sus ritos de iniciación,
umbral de todos los peligros y garantía fatal de supervivencia.
De la maleza viene la serpiente, el tapir, el tigre, pero también el sexo
que excita y calma, el chamán que intimida y cura, la música que duele y
baila
Hablemos de la maleza. Con arreglo a la segunda acepción recogida por
la RAE, “maleza” es el conjunto de las malas hierbas, aunque –añadamos–
solo son malas desde el punto de vista humano, que no del de la belleza,
saludablemente inhumano. Entre las malas hierbas, por lo demás, junto a
la ortiga y la bardana, se encuentran la hierbabuena, la avena fatua, el
diente de león, que tienen virtudes alimenticias o curativas (y que dan
flores modestas y vistosas). En todo caso, es la primera acepción la que se
impone enseguida en el imaginario compartido, de manera que la
“maleza” evoca en todos nosotros, de forma espontánea, todo lo que cabe
de apretado, de intrincado, de inextricable, de pinchudo en el enredo de la
“espesura”, en la que nos abrimos paso a machetazos. Es así como hay que
entender, por ejemplo, esa “selva oscura” en la que Dante se encuentra
perdido en el comienzo de su poema, tras “extraviar la derecha vía”, y que
la segunda estrofa describe como “salvaje, áspera y fuerte” (“selva
selvaggia e aspra e forte”). Naturalmente la Italia del siglo XIII no conocía
la selva tropical y, cuando la lengua toscana llamaba “selva” al bosque, era
porque en él predominaba la maleza. En su monumental diccionario de la
lengua italiana, el gran Niccoló Tommaseo, muerto en 1874, define la selva
como “boscaglia”, es decir, como boscaje, uno de los sinónimos que el
castellano asocia a la “maleza”; y para ilustrar el concepto, en efecto, cita a
continuación, de manera sin duda elocuente, los versos de La divina
comedia. Apenas se reflexiona un instante, la imagen del “extravío”
dantesco concurre, sí, a fijar esta idea: si Dante se ha perdido en ese paraje
es porque no hay senderos reconocibles, lo que indica que no se trata de
un lugar de paso y que, en ausencia de tráfico humano y animal, la maleza
(zarzas, jaras, boj, laurel, brezo, retama, cornicabra, acanto) se ha
apoderado del terreno. Este mismo boscaje de arbusto y matorral es el que
oprime el ánimo en el canto XIII del Infierno, cuando Virgilio guía al

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florentino hasta el segundo girone del séptimo círculo, el de los suicidas,
al que se penetra a través de una horrible selva, escribe Dante, “no
señalada por ningún sendero”. La descripción no deja lugar a dudas: no
hay allí, dice, frondosidades verdes sino de color oscuro; ni ramas rectas
sino torcidas y nudosas; tampoco frutos sino espinas venenosas (“non
fronda verde, ma di color fosco/ non rami schietti, ma nodosi e ‘involti; /
non pomi v’eran, más stecchi con tòsco”). Abundando en el carácter de
esta boscaglia, el poeta añade que ni las peores bestias salvajes viven en
“arbustos tan híspidos y apretados”. Es la maleza, pues, la que compone
esas formas arbóreas bajo las que, como recordamos, viven ahora, a la
espera del Juicio Final, los cuerpos de los suicidas. El autor japonés
Kenzaburo Oé, obsesionado con el pasaje, dedica muchas páginas a ese
episodio terrible en el que, invitado por Virgilio, Dante quiebra una
ramita de uno de los árboles, de la que enseguida mana sangre negra
junto a la voz reprobatoria del escritor Pier della Vigna, falsamente
acusado en vida de alta traición. La idea de que el alma del suicida, caída
en la tierra como semilla amarga, se convierte en un arbusto seco –la
imagen de ese boscaje de muertos condenados a ser los árboles de los que
colgarán, en el último día, sus cuerpos resurrectos– es de las más
espantosas concebibles, pues se representa al hombre en proceso de
fosilización, entre el animal y el mineral, provisto de una vida inmóvil,
retorcida y quebradiza. Hoy sabemos que la maleza y el bosque forman
redes de interdependencia comunicativa siempre renovadas que autorizan
la atribución de un “alma” y también, de alguna manera, el privilegio de
un sufrimiento sin ira, pero sabemos también que los suicidas están fuera,
en forma humana, provistos de hachas, sierras y cañones. El poema de
Dante, en todo caso, nos habla de un mundo en el que los árboles eran
aún tan poderosos e independientes que incluso podían dar miedo.
La idea de maleza expresa, en efecto, la imagen de un universo que se
desliza sin parar, fuera de control, de la humanidad a la naturaleza, cuya
independencia nos molesta como un obstáculo o un adversario. Resume,
en todo caso, para bien y para mal, nuestro temor al extravío sin senderos.
En un famoso soneto de Lope de Vega es el amor omnipotente el que la
vence –la maleza– con la mirada: “En qué bárbara tierra me guardara/
intricada de peñas y maleza/ o qué abismo formó naturaleza/ donde el
rayo de tu luz no entrara”. Blas de Otero, por su parte, en uno de sus
poemas más conocidos, “pierde la voz en la maleza”, pero le queda la
palabra. Y también Lorca se lamenta: “No me quieras perder en la maleza/
donde sin fruto gimen carne y cielo”. Perder algo en la maleza, perderse
en la maleza, imaginar un mundo donde ni siquiera tu luz penetra, son las

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fórmulas desasosegantes de un exceso inhumano que la poesía, al mismo
tiempo, nos vuelve deseable. La desatención, como en el mito tabaru,
hace crecer una selva; con ella también un verde nuevo, un pájaro, una
casa escondida entre los árboles. Una resistencia, en fin, que hace más
valiosa tu luz y mi derrota.
Porque, siguiendo las enseñanzas de Urgo, podemos decir que hay dos
formas de atención. Está la atención nihilizadora o corruptora del Padre
Nada, que mira sin parar el desierto que su propia mirada ha creado. Y
está la atención que da valor a las cosas y que, aún más, las constituye
como cosas mientras las mira, y a las que queda por eso, como Urgo a su
nada, ligada para siempre. He escrito a menudo, por ejemplo, sobre el
valor de los cuerpos asociado a la mirada de la “madre”, comoquiera que
se llame ésta. “¿Cuánto vale mi vida?”, me pregunto. “Vale tanto como
veces me has mirado”. No es una cuestión de autoestima, a menudo
narcisista e inflacionaria, sino de objetividad: lo que los demás aprecian de
nosotros es el amor temprano recibido y materializado en el gesto, en el
rostro, en la palabra. Esta forma de atención solo es posible –ya solo es
posible– en un descuido de Urgo: lo que vale la pena mirar es lo que él no
ha mirado, lo que se ha olvidado de mirar, lo que crece por sí mismo en la
maleza. Mirarlo es, además, protegerlo de la acción corrosiva del Padre
Nada. Es siempre más fácil, lo sabemos, matar a aquel al que nadie nunca
ha querido.
La literatura, la pintura, la poesía han prestado mucha atención a una
de las formas más melancólicas de la desatención: las ruinas, devoradas
siempre por la maleza. Se abandona un edificio y al poco tiempo se agrieta
y se derrumba; y enseguida se puebla de arbustos inextricables. Así lo
expresa Góngora en sus Soledades: “Yacen ahora, y sus desnudas piedras/
visten piadosas yedras:/ que a rüinas y a estragos,/ sabe el tiempo hacer
verdes halagos”. O pensemos, por ejemplo, en el cuento de La bella
durmiente, en el que el sueño de la princesa suspende la vida en el palacio,
pero no la acción del tiempo, que sigue trabajando y trabajando –
soltando, es decir, sus ramas y raíces– al margen de los hombres, de tal
manera que cien años después la princesa y el palacio han quedado
sepultados bajo la maleza. Esta victoria de la naturaleza sobre la
humanidad ha alimentado siempre la incómoda contradicción radical que
llamamos “estética”, explotada pictóricamente a partir de los siglos XV y
XVI, cuando la Europa que empezaba a alejarse del cristianismo rescató al
mismo tiempo las ruinas de Roma. Desde entonces el arte y la literatura
no han dejado de buscar a la bella durmiente bajo la maleza para
despertarla. Es imposible acercarse a las ruinas, en efecto, sin que ese

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juego de atención/desatención se ponga en marcha: en el cuadro y en el
poema la desatención, por así decirlo, se convierte en un objeto superior
de la mirada, puesto que a través de él vivimos el retorno del mundo
después de la derrota o, si se prefiere, la derrota real del mundo como
forma superior y verdadera de su supervivencia. La realidad nos deprime,
la verdad nos consuela. “Triste belleza”, dice el poeta salmantino Aníbal
Núñez hablando de “la estatua mutilada” y de “los capiteles truncados
cuyo acanto/ cayera en la maleza entre el acanto”, en unos versos muy
hermosos en los que el acanto grabado en la piedra se reúne en el suelo
con el acanto vegetal que le sirvió de modelo. En 1903, por lo demás, el
gobierno argentino encargó al escritor Leopoldo Lugones, el admirado
maestro de Borges, un libro sobre las misiones o reducciones que los
jesuitas establecieron en el siglo XVII entre los indígenas de Paraná. Pues
bien, el capítulo titulado “Las ruinas” comienza con este párrafo
desnudamente descriptivo: “Abandonados los pueblos, la maleza ha
arraigado en aquella tierra propicia, precipitándose sobre ella con un
encarnizamiento de asalto. La mugre de las habitaciones, y la costumbre
de barrer hacia la calle, abonaron durante más de un siglo el terreno con
toda clase de detritus, siendo esto otra causa de la invasión forestal que ha
cubierto las ruinas. Aquellos restos de habitaciones sin techo parecen
enormes tiestos donde pulula una maleza inextricable. Unas desbordan de
helechos; en otras crecen verdaderos almácigos de naranjos; aquella está
llena por el monstruoso raigón de un ombú; de esa otra se lanza por una
ventana, cuyo dintel ha desencajado, un añoso timbó; el musgo tiende
sobre los sillares vastas felpas, y no hay juntura ó agujero por donde no
reviente una raíz”. La proliferación de nombres vegetales remeda y excita
la reproducción de la maleza, a cuyo imperio sobrehumano sucumbe
también el lector. La belleza, como vemos, se hace de esta lucha entre dos
formas de atención. O de otra manera: no podemos permitir que la
maleza, ese fuego vegetal, lo devore todo; pero no podemos permitir
tampoco que la atención del Padre Nada disuelva en el desierto toda la
maleza. Los edificios y las ortigas se necesitan mutuamente. Vivimos todo
el tiempo entre la maleza y la nada.
No podemos permitir que la maleza, ese fuego vegetal, lo devore todo;
pero no podemos permitir tampoco que la atención del Padre Nada
disuelva en el desierto toda la maleza
Pero si la maleza tiene una estirpe literaria, también tiene una histórica
y, a su manera, heroica. En italiano maleza se
dice sottobosco o boscaglia pero también macchia (literalmente
“mancha”), palabra que, desde Córcega, pasó al francés como maquia para

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designar las zonas del sudeste de Francia caracterizadas por la abundancia
de arbustos. El Tommaseo define la macchia como “selva espinosa,
intrincada y frondosa donde es fácil esconderse”. En la macchia corsa, en
la maquia francesa se ocultaron, sí, los jóvenes que se negaban a participar
en las guerras napoleónicas, conocidos desde entonces
como maquisards o maquis. Durante la IIª Guerra Mundial, como
sabemos, ese es el nombre que recibieron los guerrilleros que lucharon
contra la ocupación nazi en las zonas rurales y, por extensión, todos los
miembros de la resistencia antifascista, entre los cuales había muchos
españoles, como podemos deducir del famoso poema de Louis
Aragon, L’afiche rouge. En una tierra en la que durante dos siglos varias
generaciones se habían echado al monte contra la injusticia, cuna de la
palabra “guerrillero”, esta solidaridad antifascista con el país vecino
rebautizó a los republicanos que siguieron luchando en España contra
Franco como “maquis”. El último de nuestros maquis se llamaba José
Castro Veiga y fue asesinado por la guardia civil el 10 de marzo de 1965.
Nadie ha novelado mejor que Almudena Grandes algunos de los episodios
de esta resistencia heroica, trágica y plebeya en la que miles de hombres,
sobre todo comunistas, apoyados y delatados desde las aldeas,
abandonados a su suerte por el partido, entre una derrota inviable y una
victoria imposible, se echaron al monte o a la macchia para luchar contra
la dictadura. La maleza, por así decirlo, ha visto en muchos lugares del
mundo la transformación de los “rebeldes primitivos” de Hobsbawm,
bandoleros pobres o prófugos desharrapados, en revolucionarios y
guerrilleros al servicio de una liberación común. El napalm
estadounidense en Vietnam da buena cuenta del tipo de atención
mediante el que el Padre Nada, bajo distintas vestes, intenta destruir la
independencia de la maleza.
Sigamos con los claroscuros de la maleza. Este temor ambiguo a lo que
crece de modo desordenado y a nuestras espaldas se revela en el origen
latino del término, malitia, que se ha conservado, en sentido moral, bajo
la forma “malicia”. La maleza lleva el mal dentro, sí, pero también lleva
una cereza: es lo contrario de una manzana envenenada: es un veneno
amanzanado. Pues si se piensa bien, la maleza ofrece, entre otras
metáforas, la imagen invertida y, si se quiere, subversiva, del crecimiento
capitalista, ese Padre Nada siempre atento a los árboles para talarlos, a las
montañas para vaciar sus entrañas, a los objetos para nihilizarlos en
mercancía. La maleza crece sola, sin intervención humana y es eso lo que,
si nos inspira un poco de ansiedad, nos devuelve al mismo tiempo la
esperanza. En un mundo ciego de autodeterminación narcisista contra la

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naturaleza, el boscaje nos recuerda que las cosas fundamentales nacen
despacio y por su cuenta: que todo lo que no he hecho yo, digamos, es
maleza y, por eso mismo, también bueneza y, aún más, belleza. Este es
quizás el milagro ramplón que yo quería evocar en un breve poema que
escribí hace muchos años: “maleza bueneza belleza/ la hierbabuena que se
va pegando/ en nuestras pezuñas”. Algo queda felizmente en nuestras
patas, cuando volvemos a casa, de la sustancia primera que hemos pisado
pero no creado.
El sexo es maleza porque nos lleva siempre donde no queremos; y
porque de él depende la reproducción de cuerpos que no se pueden hacer
a sí mismos.
El amor es maleza porque está lleno de pinchos.
El pensamiento es maleza porque nos enreda lejos de la verdad de la
iglesia y del partido.
La política es maleza porque nos obliga a cuidarnos cuando el Padre
Nada no nos mira.
Huelga decir que el mito tabaru, como a los propios tabaru, me los he
inventado yo. Pero es siempre mejor un mito que un panfleto cuando se
trata de hacer una advertencia: ay de los que impiden crecer la maleza en
la que aún podemos perdernos u ocultarnos.
Maleza es en absoluto una de mis palabras preferidas. Estoy
platónicamente convencido de que no podría decirse de ninguna otra
manera. Reloj podría decirse “relogio”, manzana “melania” y hasta
mariposa “papiliona”, pero no hay ningún otro mundo posible en el que el
principio universal de la arbitrariedad lingüística, entre un millón de
fonemas castellanos, no elija finalmente maleza para la maleza. “Mal” es
ya una palabra bonita, aunque nos pese; lo es mucho más que “bien”
porque tiene una letra menos y, sin embargo, más respiración y más
anchura. Pero “maleza” es mejor, porque es un mal que se alarga y
languidece y que, de pronto, se vuelve serpenteando contra sí mismo. Es,
si se quiere, un mal herido y remendado, desviado de su destino por el
clinamen de la belleza. La maleza es un mal superior; es decir, el bien; es
decir, la belleza; es decir, la maleza.
Apenas dejo de luchar, me crece, sí, una ortiga en el pecho.
Apenas dejo de luchar, crece un lirio en el valle.
Apenas me distraigo, mi amor, te encuentro ya despierta entre la
maleza.
Botón
El capitalismo postindustrial se reproduce gracias a una epidemia de botones
que no sabemos ya quién pulsa y cuyas consecuencias inconmensurables apenas
podemos medir
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Santiago Alba Rico 17/11/2022
Una tarde de 1944, durante su paseo cotidiano, el viejo Graciano, que
había perdido la guerra y vendía encurtidos en el oscuro callejón del Padre
Damián de Madrid, encontró en la acera un botón. Graciano tenía, por así
decirlo, un carácter mineral: nada había conseguido nunca ni incendiarlo
ni humedecerlo. Quizás por eso, ante ese descubrimiento diminuto, no
miró a su alrededor sino hacia arriba. No pensó en el hombre o mujer
concretos de cuyo abrigo se había desprendido el botón; no imaginó sus
querencias, su trabajo o sus ensoñaciones; le pareció más bien que el
botón había caído del cielo, como por un descuido cósmico imperdonable.
Durante veinte años, entre acusatorio e ilusionado, Graciano esperó,
mientras paseaba, nuevos descuidos: le alcanzaron once más, redondos y
duros, que guardó en una vieja caja de Farias como pruebas irrefutables de
que algo iba mal en el mundo. A veces, antes de acostarse, abría la caja,
contaba los botones y los repasaba entre sus dedos con tal insistencia que,
a fuerza de atención, su inexplicable superfluidad, colorida como un
insecto, se convirtió en un tesoro. Ahorro al lector el espóiler de un
cuento que aún no existe. Sólo añadiré que Graciano, sin salir del callejón
del Padre Damián, se dejó arrastrar una tarde a una especie de delirio
estadístico: si en Madrid –calculó– había diez mil calles (una cifra
excogitada al azar), todos los años se perdían ciento diez mil botones y,
por lo tanto, en las dos últimas décadas se habían perdido dos millones
doscientos mil. ¡Ni más ni menos! ¡Dos millones y pico! El viejo Graciano,
que ni en los lejanos días de su juventud había sucumbido a la fantasía, se
imaginó ahora con embeleso este aguacero de botones que caía sobre la
ciudad sin causa y sin objeto (sin ruido siquiera), suprimiendo el
pretendido orden del universo. Pero multiplicando, al mismo tiempo, la
abundancia de su inútil joyero clandestino, que crecía virtualmente en
paralelo a esa vida desprovista de ambiciones y alegrías.
Me he acordado de este relato inexistente al darme cuenta de que hace
muchos años que no encuentro un botón por la calle. Hace tiempo, de
hecho, que tampoco pierdo un botón. En estos tiempos en que la
nostalgia nos reabre en la memoria antiguas galerías cabe preguntarse: ¿es
que antes había más botones en nuestras vidas? Como para dar la razón a
Graciano, pienso en un cuento que les leía a mis hijos cuando eran
pequeños en el que Sapo y Sepo, la extraña pareja batracia de Arnold
Lobel, buscan con desesperación (¡cuando perder uno era algo muy serio!)
el botón que ha extraviado Sepo paseando por el prado: Sapo encuentra
uno blanco y luego uno cuadrado y los animalitos del bosque, muy
serviciales, algunos más, de distintos tamaños y colores, pero ninguno es

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el del chaleco de Sepo, que exclama desesperado: “El mundo entero está
cubierto de botones y ninguno es el mío”. Al final, claro, Sepo acaba
encontrándolo en la puerta misma de su casa, a la que llega, en cualquier
caso, con el bolsillo lleno de botones. Al día siguiente, muy feliz, se los
cose todos en la chaqueta, pero con puntadas tan firmes que nunca más –
remata el autor– volvió a perder ninguno.
En su hermosísima Oda a las cosas de 1954, Pablo Neruda enumera una
ristra de objetos, todos familiares y modestos. Un elogio de las cosas
podría parecer una celebración del consumismo, pero presupone, por el
contrario, esa ralentización de la velocidad en la que cristalizan grumos
maravillosos al margen del mercado. En un mundo en el que las cosas han
desaparecido en favor de las mercancías, uno se estremece ante esta
riqueza elemental depositada en las manos de los más pobres, las únicas
que aún siguen fabricando y tocando y cuidando un puñado de objetos
vivos: Neruda adora “las tazas, las argollas, las soperas”; ama las cosas
“infinitamente chicas”: el dedal, las espuelas, los platos, los floreros, las
llaves, los saleros, los clavos, las escobas, los relojes. Entre ellas, por
supuesto, no pueden faltar los botones: “Los botones/ las ruedas/ los
pequeños/ tesoros/ olvidados”. Si de algo puede decirse que es felizmente
una “cosa” es precisamente de un botón, que es al mismo tiempo redondo,
duro, útil y hermoso, vistoso y práctico como una legumbre: que en la
camisa es función y en el cajón alhaja. En mi casa, de niño, había un
cuarto de la costura que contenía varias cajas de la costura, llenas a su vez
de dedales, cintas, agujas, hilos y botones: esos botones de distintos
colores y tamaños, de nácar, de madera, de corozo, de plástico, que
habían sobrevivido a prendas desechadas y que, a la espera de ser
reutilizados de nuevo, exponían su existencia desnuda, multitudinaria y
memoriosa. Eso es exactamente una “cosa”: algo que se puede mirar, usar
y descifrar al mismo tiempo. Por eso una caja de la costura subroga mejor
que ningún otro objeto el lío de la memoria, donde un montón de
recuerdos enredados nos llevan, al final de un embrollo de hilos, a un
botón rojo –o negro– inesperado. En El cuarto de atrás, la novela sobre la
memoria que Carmen Martín Gaite escribió en 1978, la protagonista se
levanta de la cama somnolienta, en un duermevela confuso, y en la
penumbra golpea sin querer la cesta de la costura, por cuya tapadera de
mimbre “escapan carretes, enchufes, terrones de azúcar, dedales,
imperdibles, facturas, un cabo de vela, clichés de fotos, botones, monedas,
tubos de medicinas, allá va todo, envuelto en hilos de colores”. En ese
bullicio desordenado del pasado los botones ocupan un lugar especial:
representan la verdadera abundancia en la pobreza, el joyero de la madre,

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las únicas monedas que el generoso puede contar con inocente avaricia y
sin perder el juicio.
En un mundo en el que las cosas han desaparecido en favor de las
mercancías, uno se estremece ante esta riqueza elemental depositada en
las manos de los más pobres
La palabra “botón” viene del francés bouton, que designa originalmente
la yema de una planta o de una flor y que procede del verbo boter (botar),
mutación del fráncico botan (golpear o empujar), vástago remoto, a su
vez, de la raíz indoeuropea bhau (golpear, batir), que por los caminos más
insospechados, mediante rodeos y bifurcaciones, acaba dando lugar
también a nuestros verbos “joder”, “refutar” y “hostigar”. “Botón”, que no
tiene sinónimos, detenta una multitud de homónimos, hasta el punto de
que la RAE ofrece hasta 12 acepciones distintas del término, incluida la
que, en plural, convierte al botón en una unidad humana, “el botones”,
esa figura felizmente obsoleta del recadero de hotel o de banco cuya
modestia social se veía compensada por una librea paródica, remedo e
inversión de la casaca militar, con dos o tres hileras de botones en la
pechera. En el ingenuo y hermoso poema de Gloria Fuertes, Autobiografía,
su tentativa pacifista de detener la guerra la conduce finalmente, tras la
matanza, al lugar más triste: “Quise ir a la guerra, para pararla,/ pero me
detuvieron a mitad del camino./ Luego me salió una oficina,/ donde
trabajo como si fuera tonta,/ –pero Dios y el botones saben que no lo soy”.
Entre el Dios que tiraba los botones recogidos por Graciano y el botones
joven y pobre que la entendía, había un mundo ancho y ajeno que Gloria
Fuertes recorría, por si acaso, haciéndose la tonta, con su gordura
inofensiva y su voz de niña, siempre al borde de todo: de la guerra, de la
fama, del amor, del suicidio, de la playa: siempre “al borde de despertar”.
El botón en latín se decía globulus; el de la flor gemma o calix; el
ornamental patagium. Es difícil creer que este adminículo honrado,
modesto e inocente, asociado a la hacendosidad de las mujeres y a los
juegos de los niños (“debajo un botón/ que encontró Martín/ había un
ratón”), tenga a sus espaldas una historia de prestigio marcial y distinción
clasista. El botón que yo amo no existió realmente hasta el siglo XII,
cuando a alguien se le ocurrió inventar el ojal, y aún tuvieron que pasar
muchos siglos antes de que los nuevos materiales permitieran
democratizar los botones; después de lo cual, como ocurre casi siempre, la
clase ociosa abandonó el terreno y buscó en otra parte las insignias de su
poder. Inventariado en distintas civilizaciones desde hace miles de años,
el patagium romano, casi siempre de oro, prolongaba, pues, una tradición
milenaria: la de coserse en la toga botones muy llamativos, a modo de

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condecoraciones o medallas, cuyo único propósito era el de señalar la
riqueza o el cargo de sus propietarios. Los botones, por tanto, no
sujetaban nada, pero tampoco existían fuera del acto de mostrarlos en
público. Se señalaban a sí mismos, podríamos decir, como puros fonemas
sin entraña. Así fue durante siglos, incluso después del milagro del ojal,
pues los botones se hacían de cristal o de cuerno, luego de marfil o de
nácar, soportes inaccesibles para los más pobres. No es extraño, por eso,
que la pasión clasista de los botones se ciñese sobre todo al ámbito de la
corona y al del ejército. En 1520, por ejemplo, el rey francés Francisco I, se
hizo coser 13.000 botones en su traje de terciopelo para recibir en su
palacio a Enrique VII de Inglaterra. La importancia que los militares, por
su parte, han concedido a los botones se revela muy claramente en las
ceremonias de degradación, donde ese humillante descenso se marca
mediante una emasculación figurada, pues castración es el hecho de
arrancar al degradado los botones de la casaca, metonimia visible, cosida
al cuerpo, del honor masculino y la virilidad.
En ese bullicio desordenado del pasado los botones ocupan un lugar
especial: representan la verdadera abundancia en la pobreza, el joyero de
la madre
Hay una película muy bonita de Ives Robert, rodada en 1962, que se
llama La guerra de los botones (revisitada luego en 1994 y en 2011) en la
que, durante unas vacaciones campestres, dos grupos de niños se
enfrentan en encendidas batallas de esgrima, cuyo trofeo son los botones
del adversario. La película está basada en una novela del antimilitarista
Louis Pergaud, nacido en 1882 y muerto en las trincheras de la I Guerra
Mundial. La narración tiene una lectura menos ingenua de lo que el
entusiasmo inocente de los niños, y la confraternización final, podrían
hacer creer. Nada hay que objetar al hecho de que los chavales crucen sus
espadas de madera con denuedo mientras sus padres se matan de verdad
en la guerra; entre una espada de juguete y una espada de acero, lo explicó
muy bien Chesterton, hay la misma diferencia que existe entre la seriedad
y el juego: los niños se toman en serio la batalla y no matan a nadie; los
adultos juegan a la guerra y destruyen el mundo. No hay ningún paso
necesario e inevitable desde una fantasía seria a una realidad
terriblemente lúdica, como no lo hay del erotismo a la violación (o de la
lectura de Macbeth al asesinato del rey de España). Creo, de hecho, que
las fantasías regladas, privadas o colectivas, nos protegen de las
imitaciones peligrosas; es decir, de las imitaciones criminales: que son las
de los hombres que imitan, con cañones de verdad, a los niños que imitan
a los imitadores usando pistolas de plástico.

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No, lo inquietante de la película no es esa maravillosa fantasía de
verano en medio de una guerra lejana. Es la ambigüedad de los botones.
En una de las escenas, tras una escaramuza, la humillación del cautivo
remeda, en efecto, la ceremonia de la degradación que sufren los
desertores o traidores en el ejército. Los contendientes son niños, es
verdad, y están jugando; pero esos botones que le cortan al niño
prisionero, al contrario de los de la casaca militar, no son puramente
suntuarios o metonímicos. Se los ha cosido la madre trabajosamente en
casa y cumplen la función de cerrar la camisa y sujetar los pantalones. Son
botones de niño, botones con ojal, botones banales y civiles que no se
pueden militarizar. A un patagium se le puede hacer eso; un patagium,
aún más, se lo merece; pero el botón-cosa de la oda de Neruda, el que le
cae del cielo a Graciano, el que busca con desesperación el pobre Sepo, ese
no podemos verlo arrancado, cortado, caído en el suelo, sin el dolor de
una subversión elemental. Hemos tardado muchos siglos en conquistar el
botón y llevarlo a la caja de la costura para entregárselo de nuevo a los
reyes y los generales. Los botones de la película son los nuestros, lo que
explica la emocionante ingenuidad que transmite la película, pero
también la brutalidad de la escena del prisionero sometido a la
desbotonación.
(Digamos entre paréntesis que lo contrario de una armería es una
mercería, donde es imposible no quedarse embelesado en la sección de
botones, enganchado por lo ojos a la más pacífica auri sacra
fames imaginable. Un niño que fui yo amaba interrumpir sus batallas de
espadachín con los amigos para acompañar a su madre a comprar
botones).
El botón que yo amo no existió realmente hasta el siglo XII, cuando a
alguien se le ocurrió inventar el ojal
“Botón”, lo hemos dicho, no tiene sinónimos, aunque sí objetos afines,
como la cremallera y el broche, más recientes y que apetece poco
coleccionar. Tiene –también lo hemos dicho– distintos significados, muy
dispares entre sí, aunque todos deudores de la yema o la gema de las
plantas, cierre abultado del tallo desde el que retoña todos los años, si la
dejamos, la naturaleza (“el botón de los blancos rosales” de Rubén Darío).
Ahora bien, hay una tercera acepción –junto a la de la flor y a la de la caja
de costura– que nos inscribe, de pronto, en el campo de tecnología, pues
“botón” es también el interruptor o conmutador que activa o desactiva el
movimiento de una máquina. Eso quiere decir que, si bien no todos los
botones son capitalistas (pues quiero creer que en otros mundos posibles
podremos encender la lámpara o apagar el despertador), el capitalismo

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postindustrial se reproduce gracias a una epidemia de botones que no
sabemos ya quién pulsa y cuyas consecuencias inconmensurables apenas
podemos medir. Todos estamos todo el día apretando botones sin apenas
conciencia de las efervescencias intangibles, inasibles, que introduce ese
gesto en nuestras vidas y a su alrededor. En este sentido, el mito del
Génesis reelaborado podría hoy sustituir la idea de creación por la de un
inconsciente “on” en un teclado: alguien apretó un botón un día y el
mundo marcha desde entonces solo, sin que sepamos encontrar el “off”
que lo detenga. Lo he escrito otras veces: no viajamos en un tren, como
quería Walter Benjamin, sino en un avión, donde casi todas las funciones
están automatizadas y desde donde –como lo prueba la tecnología de
guerra– es más fácil la destrucción que la creación. El botón-cosa de la
caja de la costura prendido luego en la camisa es pequeño y sustenta su
ingenua grandeza en la pequeñez mensurable de su intervención: lo
miramos, lo cosemos, lo abrochamos, lo olvidamos. Todo lo contrario de
lo que ocurre con el botón del cuadro de mandos de un avión militar. Su
engañosa pequeñez de alubia o de escarabajo –y de ahí su nombre– no es
la de una cosa sino la de un fiat al revés, cosido a la piel del mundo: ¿cómo
es posible, ay, deshacer tantos cuerpos, derribar tantos edificios, con un
gesto tan diminuto? La mano es humanamente comprensible; la
tecnología no. En las leyendas tradicionales tenemos el fruto que no hay
que comer, la puerta que no hay que abrir, la habitación en la que no hay
que entrar. Ahora tenemos también el botón que no hay que apretar. El
problema es que hace falta mucha más imaginación para seguir la
trayectoria de una bomba que el pespunte de una aguja; y como ningún
ser humano tiene tanta (imaginación), el botón del avión nos da mucha
menos pereza que el de la camisa. Uno puede reprimir una tentación, un
reflejo no. Mucho cuidado. Comer el fruto equivocado nos expulsó, según
la biblia, del paraíso; apretar el botón equivocado nos puede expulsar
también del lugar al que fuimos expulsados (y al que nos hemos
felizmente acostumbrado, con sus cajas de la costura, sus amores
contrariados y sus cuchilladas traperas). Más allá de estas puertas,
recordémoslo, no hay ni siquiera un infierno –un tercer recinto– en el que
refugiarse.
Pero volvamos un momento, antes de acabar, al botón-cosa que amo.
Hubo un tiempo en que a Europa le preocupaban los botones, aunque
solo fuera en el modo verdadero y banal que resume esta frase:
“Abotónate bien, que hace frío”. Hubo un tiempo en que a los europeos de
clase media les preocupaba perder un botón: “¡Ya has perdido otro botón,
coño! Tráeme la caja de la costura”. El poeta letón Knuts Skujenieks,

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muerto en julio de este año, nació en 1936, más o menos en la misma
época en la que a Dios se le cayeron los botones que Graciano recogió.
Pues bien, en 1964 escribió un poema titulado precisamente El botón, que
comienza así: “Como un cerezo que protege en su copa/ el último de sus
frutos,/ protejo yo en mi camisa raída/ el único botón que me queda”. Es
el botón que alguien, seguramente su madre, le cosió en tiempos lejanos,
a pesar del hambre, la nieve y el sueño, “con hilo de amor y eternidad”.
Skujenieks sabe lo importante que es no perderlo: “La noche ha vencido al
día./ Miro hacia la única ventana iluminada./ No hay ventana. En el pecho
me brilla la vida/ sobre el botón que un día me cosiste”.
Estaría bien ver caer esta tarde un aguacero de botones, y no de
bombas, sobre el mundo.
Estaría bien que esta tarde, mi amor, nos cosiéramos el uno al otro los
botones y luego nos desabotonáramos despacio la camisa para
confirmarnos con las manos el mundo que aún llevamos dentro.
Pañuelo
Durante siglos las mujeres, además de pañuelos, han llevado velos. Nadie
puede obligarlas a quitárselos ni a llevarlos. Nadie puede obligarlas a ser libres.
Pero si deciden serlo, la ropa se convierte en un campo de batalla por la vida
Santiago Alba Rico 17/10/2022

Una mujer prende fuego a un pañuelo en una protesta por la muerte de


la joven iraní Mahsa Amini.
En uno de mis romances favoritos, Isabel, una dama aragonesa, recorre
la península buscando a su marido, que no ha vuelto de la guerra. En el
camino tropieza con un caballero al que interroga con angustiada
esperanza y que, por su parte, le pide las señas del desaparecido. Ella lo
retrata así: “Mi marido es alto y rubio/ alto y rubio aragonés/ y en la punta
de la lanza lleva un pañuelo holandés”. Y luego, más llevada por la
nostalgia que para abundar en la descripción, añade: “Cuando niña lo
bordé/ y otro que le estoy bordando y otro que le bordaré”. Gracias a estos
pañuelos se produce la “anagnórisis” o reconocimiento que el oyente, pese
a haber escuchado mil veces el romance, espera una y otra vez con ansioso
placer anticipado. El caballero, en efecto, es el marido de Isabel, al que
esos siete años de guerra –imaginamos– han envejecido y transformado
hasta el punto de que puede jugar un rato al anonimato antes de revelar
su identidad: “Calla calla Isabelita/ no llores más mi Isabel/ que yo soy tu
maridito/ y tú eres mi mujer”.
Hay otro romance fronterizo, aún más hermoso, El día de los
torneos, en el que unos pañuelos juegan también un papel menor. En los
largos siglos del dominio moro, un caballero cristiano cruza la borrosa
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línea para participar en un torneo y tropieza con una muchacha que lava
la ropa en “la fuente fría”. La muchacha no es morita, protesta, sino
“cristiana cautiva”, de manera que el caballero le propone que suba a su
caballo y se marche con él. Ella quiere hacerlo, pero tiene una duda: “Mas
los pañuelos que lavo/ ¿dónde los dejaría?”. La solución es fácil: “Los de
seda y los de Holanda/ aquí en mi caballo irían/ y los que nada valieren/ la
corriente llevaría”. Luego, en el camino, llega la emocionante anagnórisis.
La muchachita primero se echa a reír y el caballero se amosca un poco.
“No me río del caballo”, dice ella, “ni tampoco del que guía/ me río al ver
esta tierra que es la de la patria mía”. Un poco más adelante la niña se
echa a llorar y el caballero se inquieta: “Lloro porque en estos montes”,
responde, “mi padre a cazar venía”. Resulta que su padre, claro, es Juan de
la Oliva y que el guerrero y la muchacha son, por lo tanto, hermanos:
“Dios mío qué es lo que oigo/ virgen sagrada María/ pensaba que era una
mora y llevo una hermana mía”. Todos estos romances moriscos,
transmitidos oralmente y recogidos en el siglo XV, hablan de la porosidad
de la frontera, del intercambio de población, a veces forzado y a veces
voluntario, y de la dificultad de reconocer a un moro de un cristiano por el
color y los rasgos de la cara. La vibración de la palabra “patria” (utilizada
con la misma pasión y en el mismo sentido en que la pronuncia el morisco
Pedro Ricote en El Quijote) sigue agitando hasta hoy el pecho del oyente,
que siente a través de ella la tierra concreta y familiar, sin religión ni
bandera, a la que vuelve la joven cautiva. En cuanto a los pañuelos, no son
aquí la cifra de la anagnórisis, como en el caso de Isabel, pero sí ocasión
del encuentro entre los hermanos y fuente de incertidumbre moral. La
niña cautiva conoce el valor que le conceden sus dueñas moras, y su
malestar constituye por eso mismo el último vínculo, difícil de romper,
que la ata todavía al mundo igualmente familiar de sus captores.
La vibración de la palabra “patria” sigue agitando hasta hoy el pecho del
oyente, que siente a través de ella la tierra concreta y familiar, sin religión
ni bandera, a la que vuelve la joven cautiva
“Pañuelo” es una palabra bonita que sobrevive largamente a la
semidesaparición del objeto. Como sabemos es el diminutivo de “paño”,
término derivado del latín pannus, que designaba un abstracto trozo de
tela o retal inconcluso. Es una de esas pocas palabras (como mariposa)
que no comparte etimología con sus equivalentes en lenguas romances.
En italiano, por ejemplo, se dice “fazzoletto”, también un diminutivo, esta
vez de “fazzuolo”, cuyo origen controvertido fluctúa entre “faccia” (cara) y
“fascia” (cinta o faja). En portugués se dice “linço” (literalmente “lienzo o
trozo de lino”); en francés utilizan el muy cacofónico “muchoir”, que

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evoca enseguida uno de sus usos más comunes y antipáticos: el de
“moucher” o “limpiarse los mocos”. En todo los casos, sin embargo, la
palabra sirve para designar tanto el pañuelo de mano como el pañuelo de
la cabeza, del que diremos algo más adelante.
Los pañuelos de mano, como hemos visto, fueron durante mucho
tiempo metonimias del cuerpo femenino. Los mocos se limpiaban con la
manga; y así se hizo hasta que Erasmo de Rotterdam afeó este uso
escatológico a los nobles del siglo XVI. Antes de eso los caballeros
llevaban los pañuelos muy limpios en la punta de la lanza o en la silla del
caballo, como banderas de su fidelidad exclusiva a la memoria de una
dama lejana. Ellas los habían bordado, impregnado del perfume de sus
manos, sacado de algún modo, como la araña la tela, de su propio cuerpo,
cuyo calor y textura –y valor patrimonial– prolongaban. El pañuelo
representaba literalmente a la mujer, de cuyo honor pasivo dependía el
honor mayúsculo de los hombres. Regalar un pañuelo era una cosa muy
seria; y perder un pañuelo mucho más: si lo había regalado la mujer, el
hombre perdía figuradamente la vida; si lo había regalado el hombre, la
mujer perdía literalmente la virginidad. Pensemos en el Otelo de
Shakespeare. El rencoroso Yago, envidioso del poder de un hombre negro,
maniobra vilmente para despertar sus celos; se apropia así del pañuelo de
Desdémona y se las arregla para hacer creer que ésta se lo ha regalado al
buen Casio, el compañero preferido de Otelo. De mano en mano, por así
decirlo, se pasan el cuerpo metonímico de Desdémona, que muere a causa
de ese pañuelo que ella no habría sabido cuidar con suficiente celo. Al
separarlo de su cuerpo, ella ha separado su cuerpo del de su marido, lo ha
puesto en el mundo, y su marido, deshonrado, “no tiene más remedio”
que matarla. Rubén Darío explota con ironía cruel esta imagen literaria en
su Rima IX, esa que empieza “tenía una cifra/ tu blanco pañuelo/ roja cifra
de un nombre/ que no era el tuyo, mi dueño” y que acaba: “Te pusiste
pálida/ me tuviste miedo/ ¿qué miraste? /¿conoces acaso la risa de Otelo”.
Los pañuelos, sistema de signos, códigos de cortejo, han sido también –
también por eso– feroces paños de sangre de la masculinidad herida.
El pañuelo de mano fue siempre un adminículo propio de las clases
superiores; y ello desde la misma Roma
El pañuelo de mano fue siempre, en todo caso, un adminículo propio de
las clases superiores; y ello desde la misma Roma, donde solo los ricos
podían agitarlo en el circo para aprobar o rechazar un espectáculo. O
pensemos en el ambiguo pañuelo que aprieta en su mano el papa Julio II
en el extraordinario retrato que le hizo Rafael en 1512: ese pañuelo que
contrasta con los símbolos del poder pontificio pero que completa y hasta

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explica la expresión de su rostro, arrugado, ceñudo y vencido. En ese
momento, principios del siglo XVI, el pañuelo de mano ya se había
feminizado, por lo que había algo de extraordinario en el hecho de que la
autoridad absoluta, en lugar de cetro o bastón de mando, empuñase esa
blanda metonimia del cuerpo de la mujer. El pañuelo de mano era, en
todo caso, suntuaria opulencia material, resumida en los 16x16 cm. que
María Antonieta fijó, ya a finales del XVIII, como cuadratura normativa de
la pieza de tela. El pañuelo de cabeza, en cambio, fue más popular, sobre
todo a partir del dominio cristiano de la vida cotidiana, aunque ciertos
tejidos y colores estaban reservados a los más ricos. Hay un cuento muy
triste de Emilia Pardo Bazán, escrito en 1888 y titulado precisamente El
pañuelo, en el que Cipriana, huérfana de un marinero náufrago, sucumbe
a su deseo loco de un pañuelo de seda naranja y azul: “El pañuelo es la
gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo,
de colorines, el día de la fiesta”. Ahora bien, para hacer realidad su sueño
la niña necesita “juntar muchas perrillas”, de manera que decide meterse
entre las rocas a mariscar percebes, y se adentra y se adentra cada vez más
lejos, cada vez con más mar en la cintura, cada vez entre olas más
grandes, hasta que el agua finalmente la derriba, la cubre y se la lleva.
A través del árabe mandil el pañuelo amplía su tamaño y se convierte
en “mandil”, un pañuelo talar para proteger el cuerpo de las salpicaduras,
y en “mantel”, ese pañuelo horizontal que tendemos sobre las mesas, por
debajo de los platos y los alimentos.
A través del latín sudarium llegamos, en cambio, al reino de la muerte.
No olvidemos, en todo caso, que “sudarium”, como su nombre indica,
estaba originalmente pensado para enjugarse el sudor de la frente.
Quintiliano habla de “candidum sudarium” o “pañuelo blanco” para
referirse a la pieza de tela con que las clases ricas de tiempos de Nerón se
protegían del sol. Fue mucho más tarde cuando el sudarium se convirtió
en sudario, después de que los cristianos, a partir del siglo IV, adoptaran
la costumbre de cubrir el rostro de los muertos con un púdico pañuelo. Es
difícil no ver en este gesto funerario un eco del que, según Plutarco, hizo
Julio César tras ser acuchillado en el senado por sus antiguos amigos y
compañeros: tomó, como recordaremos, el borde de su toga y se cubrió la
cara con él, como negándose a asistir a semejante espectáculo o para
retirarse tal vez a un lugar recóndito donde nadie pudiera verlo morir. Los
cadáveres, expuestos en su inmovilidad decúbita, no pueden defenderse
de esa mirada ajena que desnuda de pronto su cara, espejo vacío del alma;
pero el que se está muriendo necesita también un mínimo de soledad y
discreción. Da un poco de vergüenza, sí, morirse, como da un poco de

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vergüenza defecar o copular en público. Lo más común es siempre
también lo más íntimo: ese “pudor” que traduce, según el filósofo Bernard
Stiegler, el aido griego, la extraña facultad que Zeus entregó a los
humanos para que se reconocieran como tales: la conciencia pudorosa –
digamos– de la propia fragilidad; la timidez asociada al descubrimiento de
la propia mortalidad. Un pañuelo nos protege del sol; un pañuelo nos
protege de nuestro sonrojo mortal.
A partir del siglo XIX, con la revolución industrial, la difusión del
algodón y el abaratamiento de los tejidos, el uso del pañuelo se generaliza
Podríamos aventurar, en todo caso, que a partir del siglo XIX, con la
revolución industrial, la difusión del algodón y el abaratamiento de los
tejidos (con excepción de la seda, feudo textil de las clases altas), el uso
del pañuelo se generaliza. Se lo disputan las clases sociales, de manera que
su semántica se vuelve más fluida y sus usos más variados. El pañuelo, hoy
casi desaparecido, ha sido uno de los inventos más transversales y
polisémicos de la humanidad decimonónica. Enumero a continuación
algunas imágenes que todos conservamos en la memoria.
El pañuelo masculino de bolsillo, cresta blanca en la chaqueta de los
ricos y enseguida de los arribistas, los conservadores y los provincianos.
Nada más conmovedor que el pañuelo del padre de Marcello en La dolce
vita de Fellini, símbolo infantilmente enfático de su dignidad vencida,
arriada en un mundo de consumo capitalista que ha dejado de ser el suyo.
Ese pañuelo, fósil del orden burgués, es ahora de nuevo –en la Roma de
1960– paño de lágrimas, calzón viejo y sudario.
El pañuelo para los mocos, sustituido durante la gripe española de 1918
por el kleenex de papel desechable.
El pañuelo para el llanto compartido que alguien sacaba del bolsillo o
del bolso para enjugar las lágrimas del otro: esas lágrimas que había
producido quizás uno mismo.
El pañuelo del obrero y del campesino antiguos, con sus cuatro nudos
bajo el sol, geometría improvisada de la salud plebeya.
El pañuelo del tísico, puntuado de sangre, banderín de la muerte
instalada en el pecho del poeta y de la cortesana.
El pañuelo de alarma ondeando angustiado en la ventanilla del coche
que se abría paso, entre bocinazos y gritos, en el tráfico de la ciudad.
El pañuelo para decir adiós con el que la cursi señorita Adelina, llamada
“la niña de la estación”, se despedía de los extraños que no se iban a casar
con ella. Y el que felizmente no usó el poeta ruso Kochetkov, salvado de
un accidente ferroviario en 1932 por el amor de su mujer.

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El pañuelo para rendirse: que a veces es lo único o lo mejor que puede
hacerse.
El pañuelo del forajido, “rebelde primitivo” que ocultaba así su rostro
lombrosiano, pasoliniano: alegre, airado, moreno y sin afeitar.
El pañuelo del llamado “juego del pañuelo”, en el que el botín no era el
poder sino el placer de alcanzar un objeto que no necesitamos y no vamos
a quedarnos.
El pañuelo del prestidigitador, esa caja blanda misteriosamente repleta
de palomas y cintas de colores.
El pañuelo del amnésico que hace un nudo para recordar una cita o la
hora de tomarse la medicina.
El pañuelo cuidadoso en el que el pobre lleva a empeñar su último
abalorio; o el pañuelo depredador en el que el usurero lo envuelve sin
piedad.
El pañuelo festivo, el religioso, el militante: pañuelos de colores que
declaran una afiliación compartida. Pues ocurre que el orgullo identitario,
inocuo o agresivo, necesita también una tela donde fijarse y desde la que
proclamarse al viento. Tanto el peor como el mejor de los amores son
siempre materialistas.
El pañuelo de Charlot, ese improvisado mantel que el vagabundo,
perseguido por la policía, sacaba del bolsillo y tendía sobre la acera, junto
a un salero y un mendrugo de pan, para recordar que también los pobres
pueden comer con dignidad áulica y lentitud de flaneur.
El pañuelo de Um Kalzum, con sus gafas de camaleón, que la llamada
“astro de Oriente” sostenía en su mano derecha y se llevaba de vez en
cuando a la boca y la nariz, alimentando la sospecha legendaria de que su
canto prodigioso era estimulado por la cocaína o el hachís.
El pañuelo rojo que, en el colofón de Misión de audaces (la película de
John Ford de 1957), John Marlowe (John Wayne) le desanuda a miss
Hannah Hunter (Constance Towers) para atárselo a su propio cuello antes
de emprender una fuga que quizás los separará para siempre.
El pañuelo, en fin, del aventurero pobre de los cuentos, cerrado en un
hatillo y balanceándose sobre su hombro, en el extremo de un palo.
Siempre me he preguntado qué llevarían en él. Decía Ursula K. Leguin que
el gran invento de la humanidad era la cesta; su rival es sin duda el
pañuelo. La vida material que importa, como saben los pigmeos, cabe en
un pañuelo: una semilla, una navajita, otro pañuelo. Con una camisa y un
pañuelo, no lo olvidemos, se creyó durante un siglo poder cambiar el
mundo.

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Pañuelo, que es diminutivo, tiene parientes mayores y menores:
pañoleta y pañolón, y un aledaño ligeramente desplazado en la anatomía
y en el significado: “velo”. No a todos los pañuelos de la cabeza los
llamamos “velos”. Las madres argentinas, luego abuelas, que reclamaban a
sus hijos en la plaza de Mayo desde 1977, no se estaban velando; sus
pañuelos, confeccionados al principio a partir de los pañales de sus bebés,
no eran coronas, pero tampoco sudarios: representaban, al contrario, la
negativa a aceptar ningún luto mientras no pudieran abrazar, o al menos
enterrar, a sus hijos. El pañuelo de la cabeza de las madres de mayo era,
pues, pañal y pañuelo, que tienen la misma raíz etimológica; era lo
contrario de un velo, es decir, una revelación, es decir, un quitarle el velo
al régimen dictatorial de Videla. “Velo”, no lo olvidemos, viene del latín
“velum”, que es como los romanos llamaban a las cortinas y, en femenino,
a las velas de los barcos; su homógrafo “vela” no tiene nada que ver con
ese campo semántico. Con su pabilo encendido y su frágil llamita titilante,
la vela de cera ilumina la noche de los que vigilan, de los que velan, de los
que se desvelan, palabras todas derivadas del latín vigilare, relacionado
asimismo con las ideas de fortaleza y vigor: la fortaleza y el vigor que
hacen falta para mantenerse despiertos; los que hacen falta a veces para
quitarse el velo. Durante siglos las mujeres, además de pañuelos, y a
menudo de manera indistinta, han llevado también velos. Nadie puede
obligarlas a quitárselos; nadie puede obligarlas a llevarlos. Nadie puede
obligarlas ni siquiera a ser libres. Pero si deciden serlo, la ropa,
materialización de su existencia pública, cruce físico de antiguas y severas
relaciones de poder, se convierte en un campo de batalla por la vida
misma. En el Túnez dictatorial de Ben Ali había que apoyar a las mujeres a
las que no se dejaba ponerse el velo; en el Irán feroz de los ayatolas hay
que admirar a las que, jugándose la vida, se lo quitan para enseñar la
melena dejada crecer en el silencio de las alcobas. Estas cosas no se
pueden medir, pero dudo que nunca un hombre haya necesitado más
valor del que demuestran estas mujeres que se arrancan en público el
signo indumentario de una opresión de décadas. La revolución iraní es sin
duda una de las más radicales de la historia porque –esta sí– atañe a la
raíz, que es la del acceso a la ciudadanía: tan material, tan materialista,
tan feminista, que se decide en torno a una prenda de ropa y no a una idea
o a un partido político.
Da miedo un mundo en el que desaparecen los pañuelos y reaparecen
los velos: toda clase de velos
Da miedo un mundo en el que desaparecen los pañuelos y reaparecen
los velos: toda clase de velos. En su discurso de recepción del premio

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Nobel en 2009, Herta Muller contaba que su madre, todas las mañanas,
antes de salir de casa, le preguntaba si había cogido un pañuelo; y todas
las mañanas tenía que volver a entrar para coger uno. “El pañuelo”, decía
Muller, “era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana”. Era,
dice, una ternura indirecta, pues una directa hubiera sido imposible entre
campesinos: “El amor”, resume, “se disfrazaba de pregunta”. En ese
pañuelo la escritora veía a su madre, que la protegía más allá de la puerta
de casa, cuando se perdía sola en la ancha intemperie de la tierra desnuda.
Un pañuelo, sí, ha sido siempre, como en los romances citados al
principio, una cifra de reconocimiento y una prenda de amor. Se dice que
“el mundo es un pañuelo”, pero es más bien un velo. Somos muchos en un
espacio muy pequeño, pero no nos conocemos; somos muchos alrededor
de la fuente fría, cautivos de un poder opaco que se queda con “los
pañuelos de seda y los de Holanda” y deja que todos los demás, los más
numerosos y pequeños, se despeñen y desaparezcan corriente abajo para
siempre.
Me llevo tu pañuelo, mi amor, a la cita inaplazable con los ogros.
Pureza
Necesitamos un poco de religión no ascética que nos re-ligue al mundo y a
los otros, aunque nos manchemos. Entre la pureza viciosa y la impureza
complacida y ventajosa, está la limpieza, que es sobria pero no casta, alegre
pero no cínica
Santiago Alba Rico 17/09/2022
Una leyenda apócrifa cuenta que Polirgasio, como Atanasio y Pafnucio,
como Jerónimo y Antonio, se adentró en el desierto huyendo de las
tentaciones de la ciudad. Pero las tentaciones, ya lo sabemos, lo siguieron
hasta allí. Se construyó una choza de paja y todas las mañanas, cuando
salía a rezar, una mujer escandalosamente viva se levantaba la falda y le
mostraba el sexo hormigueante de luz. Polirgasio cerraba los ojos, se
concentraba en el dolor de sus rótulas y musitaba jaculatorias; al cabo de
unos días la mujer desapareció. Había vencido la tentación de la carne o,
si se quiere, de los cuerpos. La lucha, sin embargo, continuó. Por las
tardes, mientras vaciaba su cabeza de todas las imágenes residuales de su
existencia anterior, un enanito sirio, hechura del diablo, le mostraba
cofres abiertos rebosantes de joyas y monedas de oro. Con facilidad
Polirgasio venció la tentación de la riqueza. Pero las cosas no acabaron
ahí. A su lado se instaló a vivir otro eremita que repetía con maníaca
fidelidad cada uno de sus gestos: sus ayunos, sus disciplinas, sus
recogimientos en oración. Un día, al cruzarse en el sendero, Polirgasio,
que se sentía frágil, le dijo: “Tú eres el demonio”. El eremita reaccionó
sorprendido: “¿Cómo me has reconocido? ¡Si hago exactamente lo mismo
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que tú!”. Polirgasio le respondió: “Porque te enorgulleces de ello”.
Polirgasio venció también la tentación del orgullo. Como quiera, en todo
caso, que su alma no encontraba la calma, Polirgasio decidió subirse a una
columna para acercarse a Dios y alejarse de la tierra, donde a veces sentía
la tentación de tumbarse. Allí algunas mujeres de la aldea vecina le subían
cántaros de agua y dátiles con una cuerda. Polirgasio bebió un trago y
comió un dátil, pero enseguida sintió esa necesidad como una derrota y,
asqueado de sí mismo, se impuso un ayuno total: venció también así las
tentaciones de la sed y del hambre. Encima de la columna se quedó
finalmente solo, cada vez más escurrido y exacto: venció también la
tentación del recuerdo, la tentación del pensamiento e incluso la
tentación de abrir los ojos y mirar el cielo.
Pero –ay– cuando alcanzó ese estado de perfección se sintió todo lo
contrario de salvado. Enjuto por fuera, vacío por dentro, le alcanzó de
pronto un estremecimiento de terror. Porque se dio cuenta de que había
vencido todas las tentaciones sólo para sucumbir a la más grande y
peligrosa: había cedido, sí, a la tentación de la pureza. Y esa no tenía ni
curación ni redención.
Se dio cuenta de que había vencido todas las tentaciones sólo para
sucumbir a la más grande y peligrosa: había cedido a la tentación de la
pureza
Uno puede “desintoxicarse”, en efecto, de la adicción a la droga, al sexo,
al alcohol, a la buena comida, al juego. Del vicio de la pureza no. En 1864
el poeta simbolista francés Stéphane Mallarmé comenzó un largo poema
que le mantuvo mentalmente ocupado hasta su muerte en 1898, pero del
que finalmente sólo quedó una Escena, con la que el autor aspiraba a
quintaesenciar “una pureza que el hombre jamás ha alcanzado y jamás
alcanzará”. Curiosamente, el poema, titulado Herodías, a veces rebuscado
y de una viscosidad lingüística irresistible, ofrece una visión enfermiza de
la pureza, identificada aquí –y ya veremos por qué– con la virginidad. Su
protagonista, homónima del ambiguo personaje bíblico, mujer de
Herodes y madre de Salomé, adúltera y asesina, es exactamente su
contrario. Esta Herodías, pese a los réspices de su nodriza, ha decidido no
exponer su belleza en público, sustraer su cuerpo a las miradas y las
manos de los hombres, consagrar su vida a la contemplación orgullosa,
nauseabunda, de su esterilidad. En unos versos extraordinariamente
tangibles, confiesa: “Me gusta el horror de ser virgen y quiero/ vivir en el
espanto que me da mi pelo”. Herodías ha escogido con placer –sucesión
de sinestesias anfibias– el asco de sí misma; su pelo maravilloso, que solo
ella puede ver y tocar, le produce por eso “espanto”, como si fuese un

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extraño animal que parasitase su cuerpo. Para que no quepa duda, en
efecto, ni de su monstruosidad ni del deleite que la acompaña añade
enseguida: “Para de noche, retirada en mi lecho, reptil/ inviolado sentir en
la carne inútil / el frío titilar de tu claridad pálida”. Y acaba la estrofa con
este orgasmo negro: “Tú que mueres, tú que ardes de castidad / noche en
blanco de témpanos y nieve cruel”. La pureza ha convertido el cuerpo de
Herodías en un reptil, una sabandija, un galápago seco al que ella
alimenta y cuyo frío ardiente mete con ella en su cama hasta el amanecer.
La pureza, porque nos encierra en nosotros mismos, nos convierte en
otros; todo ser purificado descubre una araña peluda en su interior.
“Pureza” es un valor absoluto que no admite sinónimos, porque el
sinónimo es ya una copia o, lo que es lo mismo, una pareja. Cualquier
sinónimo degradaría su integridad original sin mezcla. ¿Quiénes son
puros? Creo que este concepto puede asociarse históricamente a las
antiguas prácticas sacrificiales. De hecho, ahora descartada esta
etimología, durante siglos se aceptó que la palabra “puro” procedía del
griego “pyros”, fuego, la hoguera en la que purificaban los pueblos sus
pecados a través de la quema de un chivo expiatorio (de “pyros”, por
cierto, viene también “piropo”: frase o mirada que enciende las mejillas).
En el Levítico los judíos están obsesionados con la pureza de las víctimas
ofrecidas a Yahvé: tienen que estar completas, no pueden faltarles un
miembro, un órgano, un cabello. Abel, lo sabemos, cumplía los preceptos;
Caín no; y es la impureza de Caín –expresada en sus sacrificios– la que
abre, de algún modo, tras su crimen, la trágica historia del mundo actual.
Los griegos, por su parte, no estaban menos obsesionados con la entereza
o integridad de las piezas que ofrecían a los dioses en hecatombe o en
holocausto. Cuando practicaban aún los sacrificios humanos, se
inclinaban con frecuencia a escoger mujeres jóvenes para la pira
sacrificial. ¿Por qué mujeres? ¿Por qué jóvenes? ¿En qué sentido están más
“completas” que los hombres? Lo están, claro, antes de perder la
virginidad; una vez perdida, se vuelven casi huecas y, en cualquier caso,
muy imperfectas respecto de los hombres. Los mitos griegos abonan una y
otra vez esta identificación entre virginidad y pureza sacrificial que el
poema de Mallarmé explora con poético repelús. Doncellas son las
mujeres que manda Atenas para alimentar en Creta al Minotauro;
doncellas son las que llevan en procesión las ofrendas al Partenón, el
templo de las vírgenes, según su estricto significado (reparemos en el
término científico “partenogénesis” o reproducción asexuada). O
pensemos en la pobre Ifigenia sacrificada por su propio padre. ¿Por qué,
de entre todos los pasajeros del barco detenido en su regreso a Micenas,

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había que escoger justamente a la hija de Agamenón? Su madre,
Clitemnestra, de haber estado presente, no habría servido en ese trance y
no porque en esos momentos estuviese compartiendo el lecho
matrimonial con su amante Egisto, sino porque había sido madre.
Ifigenia, en cambio, era una mujer completa; es decir, pura. Es decir,
virgen.
La pureza, porque nos encierra en nosotros mismos, nos convierte en
otros; todo ser purificado descubre una araña peluda en su interior
Así que la idea antigua del sacrificio ha cosido en el imaginario
occidental la idea moral de pureza y la física de virginidad. Virgen María
Purísima, en este sentido, es un pleonasmo y el culto mariano se mueve
entre la defensa primitiva de la virtud femenina, ruinosa para la Iglesia en
el siglo XXI, y el oxímoron de su maternidad: la idea absurda, escandalosa
y al mismo tiempo bella de unir en un solo cuerpo a Ifigenia y
Clitemnestra, a la doncella intocada y a la madre táctil. No hay vírgenes
madres ni madres puras. Pero por esta vía irracional y contralingüística
Herodías sale de su alcoba y María, como dice el teólogo suizo von
Balthasar, se vuelve “doble”, pues ella es dos en un solo cuerpo: el suyo y
el de su hijo, al que, una vez nacido, toca, lava y da de comer de sus
propios pechos. De esta manera, por primera vez, también la “pureza” se
vuelve compatible con los cuerpos tocados, trabajados, envejecidos,
paridos y parturientos. La prueba de que hemos conseguido alejarnos un
poco de ese mundo sacrificial primitivo, donde la pureza conserva el
himen femenino para el fuego o el cuchillo (y en el que sigue atrapado el
cristianismo), nos la ofrece el uso de expresiones banales como “pura lana
virgen”, “aceite virgen de oliva” o “tierras y selvas vírgenes”, en las que en
todo caso, como veremos, permanece el sentido concomitante e
inquietante del término: el de una sustancia sin mezcla.
La “pureza” no tiene sinónimos, pero sí ideas o prácticas subsidiarias.
Una es la “castidad” y la otra, de la que la castidad forma parte, el
“ascetismo”. Es muy difícil pensar en la castidad –que es virginidad sin
género– sin sentir y caer en la tentación de evocar la “casta”, palabra cuyo
origen etimológico, sin dilucidar, nos mantiene, en todo caso, en el mismo
recinto. Para unos procede del germanismo “kast”, que quiere decir
“linaje”; para otros del latín “castus”, que quiere decir precisamente
“puro”. Como sabemos, este término hispanoportugués pasó a la India,
donde sirvió para categorizar el sistema de regulación social del mismo
nombre, jerárquico y excluyente. Pero en España había servido antes para
nombrar las tres religiones (cristiana, musulmana y judía) que “convivían”
en suelo hispano; y “casticismo”, antes de Unamuno, se empleaba para

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reivindicar la “pureza de sangre” del cristiano viejo frente a moriscos,
marranos y herejes en general. La “pureza de sangre” –explorada hasta tres
generaciones– fue la maldición de la historia de España y la maldición de
la historia de Europa antes y durante la II Guerra Mundial, en la forma
conocida e infamada del nazismo pero también en la veste de
eugenesismos varios, algunos pretendidamente científicos. Hoy regresa,
en excipiente cultural, en nombre del supremacismo “blanco”,
responsable –como la pureza yihadista– de muertes y persecución en todo
el mundo.
La castidad forma parte, en todo caso, de las prácticas asociadas al
“ascetismo”, un término griego que podría traducirse literalmente como
“atletismo” si su actividad gimnástica no se situase, de algún modo, fuera
del mundo. Nietzsche, del que no soy muy devoto pero que a veces dice
cosas interesantes, odiaba el ascetismo, que asociaba con el nihilismo y la
“mala conciencia”. Con poco rigor antropológico, venía a decir que el
hombre “primitivo” exteriorizaba sus impulsos elementales a través de la
sana violencia y la saludable crueldad proyectada sobre sus semejantes. Es
–diríamos– el momento de los sacrificios humanos. Luego, en una primera
contracción humanista, la víctima humana fue sustituida por la víctima
animal, como ilustraría el conocido pasaje del sacrificio de Isaac. Por fin,
del sacrificio humano y el sacrificio animal se habría pasado al
“autosacrificio”, que es lo propio –diría Nietzsche– del cristianismo: la
represión e interiorización de los instintos de la que habrían nacido el
“alma” y la “conciencia”. Nietzsche no vería en este proceso ningún
progreso sino una “pérdida de mundo”. En términos descriptivos tiene
razón. Frente al sacrificio humano y animal, que reclama víctimas puras o
completas, el ascetismo que –es también budista, hinduista y musulmán–
aspira a la completud a través del despojamiento y la privación: siempre se
está quitando algo, como Polirgasio: sexo, comida, bebida, abrigo,
compañía. Por eso su lugar geográfico ha sido tradicionalmente el
desierto, del que han desaparecido ya todas las cosas –pues son las cosas
la tentación misma. Para estar completo, en definitiva, hay que reducir las
mediaciones, eliminar adherencias, quedarse solo. Así la pureza, que no
admite mezclas, nos lleva a la soledad de Herodías en su lecho sin
nupcias; y a la de Polirgasio en su columna pelada bajo el sol. La
virginidad, forma extrema de ruptura carnal con el otro, de negativa a la
mezcla de fluidos (“con lenguas, brazos, pies y encadenados”), expresa
este contemptus mundi mediante el cual la pureza se acaba identificando
con la soledad. O requiere, en todo caso, la soledad del cuerpo y del alma:
la soledad radical: la ruptura de todos los vínculos con el mundo.

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(Diremos, entre paréntesis, que “pureza” es una palabra bonita, pero
que más bonita es “cereza”, plenamente consonante, aunque para nada
“pura”: porque las cerezas enrojecen y maduran de dos en dos).
(En un segundo paréntesis añadiremos que este “quitarse cosas”, muy
propio de los gnosticismos, fue frenado por la ortodoxia católica, que
promovió y limitó el ascetismo. El gran escritor Orígenes, muerto a
mediados del siglo III, sería hoy santo si, en su ambición de pureza, no
hubiese llegado al extremo de castrarse. Los cátaros (los “puros” en
griego), que se dejaban morir de inanición para liberar así el dios que
llevaban dentro, fueron exterminados por la Iglesia en el siglo XIII. Pero la
ortodoxia también combatió, del otro lado, a los carpocracianos, una secta
gnóstica del siglo II que practicaba el oxímoron teológico en una dirección
muy alejada de la Trinidad y del culto mariano: consideraban, en efecto,
que la purificación, y el máximo conocimiento, solo podían alcanzarse a
través del pecado, lo que les llevó, según Ireneo de Lyon y Clemente de
Alejandría, a predicar la libertad sexual y declarar la comunidad de
mujeres y de bienes).
(Y en un tercer y último paréntesis aduciremos que hoy, tras el
sacrificio humano, el sacrificio animal y el autosacrificio, hemos alcanzado
una cuarta fase en la que la soledad asociada al capitalismo consumista
induce en los humanos dos formas de reacción psicológica, no
necesariamente incompatibles entre sí: la culpabilización y el victimismo:
uno mismo es culpable de su propio fracaso económico y social y uno
mismo es siempre víctima irresponsable de la violencia del otro, que nos
purifica de toda tacha o error en el ámbito personal: me too).
Sea como fuere, no hemos conseguido aún separar la pureza de esta
constelación primitiva en la que ascetismo, castidad, completud y
sacrificio se dan la mano. Toda aspiración a la pureza adopta enseguida
una forma religiosa. Religiosa es la religión, desde luego, pero también es
religiosa la supremacía racial. Como religiosa es en general la pureza
ideológica, y eso incluye tanto a ciertas interpretaciones del marxismo
como a ciertas variantes del feminismo, hasta tal punto obsesionadas con
guardar el templo (lo que etimológicamente significa “fanatismo”) que
acaban deslizándose, apenas tienen ocasión, hacia el puritanismo y la
represión. Stalin –contra la primera constitución de Lenin– prohibió el
aborto e impuso una feroz heteronormatividad sexual. Un sector del
feminismo más “izquierdista” intenta, por su parte, dictar e imponer,
como la propia Iglesia, una “forma correcta de desear” y “una forma
correcta de amar”; y un sector del feminismo más “misándrico” exalta la
“independencia sexual” respecto del hombre –en favor de la

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masturbación, forma superior del placer sexual– como si la sexualidad,
como la ternura, no fuera necesariamente dependencia entre cuerpos e
incluso una forma feliz y dolorosa de “tiranía del otro”. A Polirgasio y
Herodías, en tiempos de transición o derrumbe civilizacional, se puede
llegar por distintas vías.
La pureza puede ser un vicio, pero eso no quiere decir que la impureza
sea una virtud
Ahora bien, mucho cuidado. La pureza puede ser un vicio, pero eso no
quiere decir que la impureza sea una virtud: es sencillamente un hecho, el
hecho –precisamente– que iluminan y contra el que se rebelan las
prácticas ascéticas. Por eso mismo se puede aspirar a la pureza pero no se
puede aspirar a la impureza. Uno puede luchar contra la realidad (lo que a
veces es necesario) y uno puede complacerse en ella: se llama realismo y a
menudo obstaculiza las transformaciones o las conservaciones humanas.
“El que desea y no obra engendra pestilencia”, decía el poeta, pintor y
místico inglés William Blake, en una sintética formulación nietzscheana
que tenía mucho sentido en el siglo XIX, en pleno fervor revolucionario
contra el ancien régime moralesco, mortalmente opresivo para tantas
Herodías maniatadas frente al espejo, pero que hoy, en el vórtice
consumista y neoliberal, hay que evitar tomarse al pie de la letra. No hay
que poner en obra, no, todos nuestros deseos: no, desde luego, los que
tienen que ver con la violencia y la crueldad “primitivas” proyectadas
contra el otro. Tampoco los que erosionan nuestra frágil residencia en la
Tierra. En tiempos de crisis estructural o civilizacional (ocurrió ya entre
los siglos I y IV), la humanidad suele dividirse entre los aspirantes
ascéticos a la pureza total y los ventajistas sin escrúpulos arrellanados en
la impureza; entre los Polirgasios y las Herodías, por un lado, y los
Nerones y los Heliogábalos por el otro. ¿Habrá un equilibrio entre los dos?
Está la “pereza”, por ejemplo, consonante con la “pureza”, que a veces
nos impide obrar mal por falta de fuerzas, pero está sobre todo la
“limpieza”, también consonante y que alguien podría reprocharme haber
olvidado como sinónimo de “pureza”. Pero es que “limpieza” no es
sinónimo ni aledaño ni afín: es todo lo contrario. Es su antónimo.
Mientras que el puro tiene que separarse del mundo y de los demás para
permanecer incólume, sin tacha ni mezcla, solo e idéntico a sí mismo, el
limpio se deja limpiar por el otro mientras barre el umbral de su casa.
Todos lo sabemos: frente al horror contaminante de la violación y al
“espanto que me da mi pelo”, hay caricias que limpian. Aún más: solo las
caricias –y no el jabón o el agua– limpian de verdad. Ítem más: si hay
alguna posibilidad –si la hay– de estar limpio es siempre a través de las

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manos o los ojos de otro. El gran poeta alemán Heinrich Heine, gran
amigo de Marx, escribió en un poema: “Las mujeres recobraban la
virginidad entre mis brazos”. Alguien podría escandalizarse pensando en
una machista defensa de la virginidad, al modo del paraíso musulmán,
pero Heine está proclamando más bien los efectos reparadores,
purificadores, detersivos, del amor. El otro limpia; lo otro limpia. Le decía
Kafka al joven Gustav Janoush al final de su vida: “El mundo es muy
grande y estamos obligados a mirarlo por una mirilla muy pequeña. Por
eso hay que mantenerla siempre limpia”. No es el cuerpo ni el alma ni el
deseo ni el pensamiento lo que hay que mantener limpios; es la mirilla. De
ello depende el buen amor y el buen juicio y hasta el buen periodismo.
Necesitamos, pues, un poco de religión no ascética que nos re-ligue al
mundo y a los otros, aunque nos manchemos y tengamos que lavarnos
luego las manos en las manos de un amigo o de un amante. O aunque nos
cueste la vida. Entre la pureza viciosa y la impureza complacida y
ventajosa, está la limpieza, que es sobria pero no casta, alegre pero no
cínica, combativa y dependiente, pero ni sacrificial ni represiva. Billy Bud,
el marinero de Melville ahorcado por matar a un oficial, era un hombre
“limpio”. También lo era el príncipe Mishkin, el personaje de Dostoievski,
aunque su novia Aglaia pudiera reprocharle con razón: “Usted solo busca
la verdad y así es injusto”. Y lo era, desde luego, la pequeña Mick Kelly, la
niña de McCullers que amaba la música y estuvo a punto de matar a su
hermano. Polirgasio no es limpio; tampoco Herodías, porque es la soledad
ascética (y la neoliberal) la que engendra pestilencia. Hay que imaginarse,
pues, a la reina judía mojando su pelo por fin en los ojos y los dedos de
otro; y a Polirgasio (que me he inventado yo) bajando de su columna para
ir a lavarse la cara en el Jordán primero y el pecho después en el dolor y la
alegría de sus semejantes. Ni pureza ni impureza: limpieza: ese ejercicio
no ascético del ama de casa que barre sin parar el umbral del mundo. O lo
que es lo mismo: nuestra mirada.
Impurísima tú, casi perfecta.
De ese “casi”, moreno y tangible, pende mi vida.
Cuerda
Volver a ser cuerdos, llegar a acuerdos, afinar el instrumento olvidado que ata
el corazón a la cabeza. No somos agua ni barro ni bacterias: somos un montón
de cuerdas que hay que anudar hacia dentro y hacia fuera
Santiago Alba Rico 20/08/2022

De entre los fundadores míticos de ciudades, mi preferido es sin duda


Gordias, quien construyó la ciudad de Gordio tras ser nombrado rey de
Frigia en cumplimiento de un oráculo. Gordias era un pobre campesino
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que llevaba al mercado en su carreta algunas pobres verduras cuando
unos cuervos sobrevolaron su cabeza; de esa manera señalaban, según los
sacerdotes, al elegido por los dioses para ocupar el trono vacante. El
nuevo rey, a modo de agradecimiento y como testimonio de su origen, ató
su carreta al templo de Zeus con un nudo tan complicado que ninguna
mano humana podía deshacerlo. De hecho, anunció a sus súbditos que,
mientras ese nudo se mantuviese intacto, la ciudad de Gordio y el reino de
Frigia florecerían invulnerables. Durante siglos, en efecto, lo fueron. Hasta
que, hacia el año 330 antes de Cristo, llegaron a las puertas de Gordio los
invencibles ejércitos del imperioso Alejandro Magno, el cual amenazó con
conquistar y saquear la ciudad. Los gordianos mandaron embajadores y
desafiaron al conquistador. “Te entregaremos sin resistencia la ciudad y el
reino”, le dijeron con ingenua seguridad, “si desatas el nudo de la carreta
de Gordias”. Alejandro aceptó el reto, acudió solemne al templo, dejó
pasar unos segundos de meditabundo suspense. Luego sacó su espada y
de un tajó cortó la cuerda. A continuación sus ejércitos conquistaron y
saquearon la ciudad.
De esta vieja leyenda procede la expresión “nudo gordiano” para
referirse a un problema hasta tal punto difícil que solo puede solucionarse
de un plumazo. En uno de mis libros usé la fábula de Gordias para
proponer dos modelos de humanidad que se habrían enfrentado y
cruzado a lo largo de la historia: yo las llamaba “civilización del nudo” y
“civilización del tajo”, la pugna entre –si se quiere– los dedos que atan y
desatan con paciencia el mundo y la espada que lo conquista a empellones
rápidos: entre el trabajo cuidadoso y la violencia fulminante, finalmente
siempre victoriosa por distintas vías y atajos, militares o tecnológicos. Más
allá de la metáfora, en cualquier caso, las cuerdas y los nudos han sido
muy importantes en los últimos 15.000 años. Lo eran, por ejemplo, en el
imperio inca, cuya memoria colectiva dependía de ellos. Según nos cuenta
Charles Mann en su maravilloso 1491, los llamados quipus no eran simples
colgajos mnemotécnicos sino que constituían un verdadero sistema de
escritura táctil, semejante, al parecer, al braille de los invidentes o incluso
al sistema digital (pues era binario y se leía con los dedos) de la
informática. Otro mundo cuya supervivencia dependía (y en parte
depende) de las cuerdas y los nudos es el marinero, sostenido
mágicamente casi sin clavos ni fuerza y capaz, sin embargo, de atar el mar
mismo con nudos simples, franciscanos, de tope, de rizo, de escota, de
guía, nombres que evocan manos rudas y cuidadosas, hábiles y callosas.
La fascinación que ejerce sobre nosotros el mundo clásico de la marinería
tiene que ver, a mi juicio, con esta desproporción –traducida en una

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mezcla de extravagancia y paciencia– entre el océano y las cuerdas. Lo
contrario de un marinero es un conquistador terrestre. Al parecer, tras
cortar el nudo gordiano Alejandro habría exclamado despectivo: “Tanto
da desatarlo o cortarlo”. De ahí habría tomado nuestro Fernando el
Católico, por cierto, su famoso lema privado: “Tanto monta monta tanto”,
emblema de una España que siempre ha preferido cortar que anudar. Pero
no, no da igual cortar o desatar, golpear o enhebrar, desgarrar o hilar,
aunque solo sea porque la cuerda desatada se puede anudar de nuevo –en
un renovado, digamos, contrato social– mientras que el nudo roto no se
puede entreverar otra vez. Un abrazo es un nudo; un nudo es un abrazo.
Un hachazo es la destrucción de los cuerpos y, por lo tanto, la
imposibilidad del amor. El universo mismo, según una discutida teoría,
podría estar más bien atado con cuerdas que compuesto de electrones y
partículas.
En castellano tenemos la palabra “hilo”, cuya delgadez casi
inaprehensible permite metáforas textiles y ontológicas: “Su vida depende
de un hilo”, decimos, evocando sin darnos cuenta la tarea atribuida a las
Moiras o las Parcas, esas hilanderas de la mitología griega y romana que
tejían y tejían y finalmente cortaban la existencia de los humanos.
También tenemos la palabra “soga”, del latín “soca” y antes tal vez de un
homónimo celta, que asociamos inevitablemente con la muerte más atroz:
la soga del ahorcado, áspera y voluminosa, con ese nudo antinarrativo –
antitextil– que se cierra sobre el cuello de la víctima. España tiene la
ventaja de ser un país malhadado, de amplia historia criminal, que
expulsó a los moriscos y quemó sus libros, pero que se quedó con buena
parte de sus palabras, de manera que a menudo, junto al término latino,
tenemos en castellano un sinónimo o aledaño árabe. Este es el caso de
“maroma” (del hispano-árabe mabruma), esa cuerda gruesa, muy
marinera, compuesta de fibras trenzadas, cuyo masculino “maromo” nos
traslada a la fisiognómica humana para describir, con un poco de
desprecio, a un tipo también grueso, de cuerpo y de alma, al que
consideramos poco refinado y más bien amenazador. O a veces ocurre al
revés: cuando consideramos a alguien amenazador, lo consideramos
también poco refinado y lo llamamos, sin que nos oiga, “maromo”.
Pero no, no da igual cortar o desatar, golpear o enhebrar, desgarrar o
hilar, aunque solo sea porque la cuerda desatada se puede anudar de
nuevo mientras que el nudo roto no se puede entreverar otra vez
Pero la palabra más común, la más general, es “cuerda”, cuyo origen es
el latín chorda, procedente a su vez del griego khordé, que nombraba las
tiras de tripa o de intestino con que se hacían las cuerdas de los

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instrumentos. Volveremos aquí. Conservemos, en cualquier caso, esta
idea, central a mi juicio, de un vínculo entre las cuerdas, la intimidad del
cuerpo y los instrumentos musicales.
Antes diré que mi cuerda favorita es la de tender, de la que colgamos las
verdaderas banderas de la humanidad: bragas y calzoncillos limpios,
camisas recién lavadas, pantalones vacíos encabritados al viento. Ese
paisaje de ropas volanderas entre dos balcones ha ido desapareciendo de
las ciudades, con excepción quizás de Nápoles, en cuyas callejuelas aún
puede verse el mar cromático y encrespado de la colada al aire. No solo
ocurre que nuestra ropa limpia, metonimia mojada de nuestra fragilidad
corporal, ya no está a la vista, porque ha sido condenada a lugares
excusados, como patios o ventanas traseras, sino que algunos países han
prohibido su exhibición. Es una cosa extraña: los vestidos son privados; la
publicidad de Zara no. Indicio fatal de retroceso cósmico, los tendederos
han ido dejando su lugar en las calles y plazas a las separatistas banderas
rojigualdas y a las pantallas publicitarias. Hace algunos años me inventé a
un viejo poeta gallego, Bibiano Piñeira, autor de un poemario dedicado a
la ropa tendida, cuyo primer poema comenzaba así: “Sacaron las mujeres/
sus banderas/ al balcón”. Y cuyo último verso termina evocando con dolor
“la civilización antigua y verdadera del agua y del jabón”.
Mi cuerda favorita es la de tender, de la que colgamos las verdaderas
banderas de la humanidad: bragas y calzoncillos limpios, camisas recién
lavadas, pantalones vacíos encabritados al viento
Pero volvamos a las etimologías. Porque lo interesante de la palabra
“cuerda” es que es imposible no dejarse llevar por la tentación de
emparentarla de algún modo con cor-cordis, “corazón” en latín. No hay
entre ellas, es verdad, ninguna relación verbal, aparte la asonancia, pero
esa misma asonancia ha acabado por entreverar o anudar sus sentidos. No
olvidemos que del cor latino se desprende una multitud de vocablos que
acaban cubriendo, sin abandonar su centro, un vasto espectro semántico:
tenemos, por ejemplo, “cordial”, “acuerdo”, “coraje”, “misericordia”,
“recuerdo”; y también el adjetivo “cuerdo”, que nos sirve para atar el
corazón y la cabeza en un equilibrio cada vez más raro. El caso del verbo
“recordar” es el más inquietante. Sabemos que memorizar, en francés, se
dice “apprendre par coeur” o, valga decir, “aprender de corazón”; y que en
portugués y en castellano antiguo “recordar” quiere decir también
“despertar” (pensemos, por ejemplo, en nuestro Jorge Manrique, donde
encontramos combinados todos estos sentidos: “Recuerde el alma
dormida / avive el seso y despierte”). Pero “recordar” hace pensar
asimismo en el hecho de retejer o volver a anudar una cuerda, y esto es así

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porque establecemos un paralelismo intuitivo entre olvidar y desatar o, al
revés, entre la memoria y esa sucesión de ataduras precarias o de nudos
gordianos materializados en los quipus peruanos. Re-cordar es volver a
atar el corazón y la razón, re-anudar los nudos que están siempre a punto
de disolverse en el abismo. ¿No se habla de red neuronal? ¿No se habla
también del corazón como de un instrumento de cuerda?
Hasta tal punto esta filtración acústico-semántica está presente en mi
cabeza que en una ocasión, hace muchos años, tuve un encuentro
elocuente. Buscando otra cosa en el diccionario de la RAE (edición de
1981, revisión de la de 1936), topé con la definición más extraña y –creo–
desasosegante de mi vida. Se trataba de la palabra “canute”. ¿Qué es un
canute? El diccionario dice así: “Gusano de seda que enferma después de
recordar y muere a los pocos días”. De entrada uno siente, al leerla, un
sobresalto de angustia. Se nos impone la acepción más banal y común del
verbo y el terror nos oprime el corazón: ¿acaso los gusanos de seda
recuerdan? ¿Acaso tienen malos recuerdos? ¿Cómo serán de malos y –qué
contenido tendrán– para que la nostalgia o el miedo de traerlos de nuevo
a la memoria les provoque la muerte? Pasé un largo rato sobrecogido por
la literalidad de la frase hasta que, pensando en la seda, se me ocurrió que
“recordar”, en este caso, podía ser un término técnico para referirse a la
acción del gusano de seda que teje su capullo: que re-cuerda o re-anuda –
digamos– la seda. Parecía y parece una solución cabal, muy coherente con
el tema que nos ocupa, si no fuera porque, en el mismo diccionario, el
verbo “recordar” no contempla esta acepción. Así que lo que hace el
canute no es rememorizar su vida (primer y más evidente significado) ni
tampoco hilar la seda (como yo deduje llevado por este falso y verdadero
parentesco entre chorda y cor): el canute, pobre, muere al “despertar”: o
está dormido o está muerto.
¿Qué es un canute? El diccionario dice así: “Gusano de seda que
enferma después de recordar y muere a los pocos días”
Ahora bien, para hallar la expresión más sintética y acendrada de este
parentesco intuitivo, con el que construimos nuestros afectos y nuestros
pensamientos, hay que acudir a la lengua italiana y concretamente a un
poema del gran Eugenio Montale, muerto en 1981. En su bellísimo poema
de 1928, Corno inglese, el último verso dice: “Scordato strumento, cuore”,
cuya correctísima traducción al castellano sería: “desafinado instrumento,
corazón”, porque “afinar” en italiano se dice “accordare”, verbo donde las
“cuerdas” y el “acuerdo” se dan cita de un modo mucho más evidente y
sonoro que en castellano. Ocurre, en cualquier caso, que “scordare” quiere
decir asimismo “olvidar”; es decir, lo contrario de “recordar”, de manera

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que “scordato strumento, cuore”, en un segundo plano, resonaría en el
paladar de un lector de Roma de esta manera: “olvidado instrumento,
corazón”. Los filólogos italianos discuten aún si se trata de una pura
homonimia o si el “scordare” de la memoria y el “scordare” del
instrumento tienen un mismo origen etimológico, pero lo que aquí me
importa destacar es cómo el verso de Montale reúne magistralmente la
ambigüedad mencionada: el corazón es un instrumento de cuerda, un
instrumento de cuerdas anudadas cuya rotura (o cuyo desafinamiento) es
inseparable de la vida misma: lo raro en los humanos es la “cordura” y la
memoria. El corazón es, además, un instrumento de cuerda cuya
existencia tendemos a olvidar; un violín o una guitarra olvidados, como la
ropa de los tendederos, en una época en la que claramente el tajo ha
vencido al nudo.
El capitalismo, al contrario que el universo, al contrario que los barcos,
al contrario que los latidos y los argumentos, no tiene cuerdas. Si hay un
proyecto político digno de ese nombre debe ser el de re-cordar, en el
sentido que yo atribuía al pobre canute, pero sin morirnos a los pocos
días. Despertar, hacer memoria, templar las cuerdas: uncir de nuevo el
carro al templo de Zeus con un nudo que ningún Alejandro pueda cortar,
pero que cualquier mujer sensata pueda desatar. Volver a ser cuerdos,
llegar a acuerdos, afinar el instrumento olvidado que ata el corazón a la
cabeza. Somos cuerdas que hay que anudar hacia dentro y hacia fuera. No
somos agua ni barro ni bacterias: somos un montón de cuerdas.
Tú eres, vida mía, mi nudo gordiano, mi nudo cordiano; y no tengo
espada.
Sólo tú podrías desatarlo. Por favor, no lo hagas.
La risa de los supervivientes
Si la muerte existe todo es risible; la risa es lo más serio del mundo y al
reírnos de la muerte nos concedemos algo así como un indulto general: nos
perdonamos la vida
Santiago Alba Rico 28/06/2022
En su libro Vivir con nuestros muertos, la filósofa y rabina francesa
Delphine Horvilleur cuenta una especie de metachiste judío tan agudo
como inquietante. Dice lo siguiente: dos supervivientes de Auschwitz
están haciendo bromas sobre el Holocausto cuando de pronto se presenta
Dios y les regaña severamente por tomarse a risa un asunto tan trágico.
Los dos judíos le responden airados: “¿Y tú qué tienes qué decir? ¡Si no
estabas allí!”.
Este chascarrillo finísimo –como un alfiler– se presta a dos reflexiones
de distinto signo. Una, claro, teológica. Los dos supervivientes del
exterminio nazi reprochan a Dios su ausencia del mundo precisamente en
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el momento en el que su pueblo más lo necesitaba; no hizo nada para
detener la masacre; no hizo descarrilar los trenes de la muerte; no
desactivó ni cerró ni anegó bajo un diluvio las cámaras de gas. No estaba
cuando su existencia podía tener algún sentido. ¿La tiene acaso después?
¿Qué puede hacer Dios una vez pasado el peligro? Se podría decir que la
existencia de un Dios que deja matar a seis millones de judíos y luego
regaña a sus supervivientes por seguir vivos –por reírse de sí mismos– es
bastante ociosa e injustificable, por no decir agraviante. Si Dios no puede
impedir un crimen, ¿qué le queda? Aún puede, se aducirá, castigar a los
criminales –además de censurar a los supervivientes–, pero, aunque esta
visión es muy coherente con el Yahvé colérico del Antiguo Testamento,
ninguna teología puede basar la existencia divina en la actividad punitiva
o justiciera de un Dios que se ausenta en los momentos de peligro.
El chiste citado por Horvilleur me hace pensar en la famosa
conversación entre Aliosha e Iván Karamazov de la no menos famosa
novela de Dostoievski. Recordemos que Aliosha es el mejor de los
hermanos Karamazov y el más mimado de los personajes, aquel en el que
el autor quiere condensar todas las virtudes de su cristianismo ideal:
ingenuo, amable, generoso, paciente, sacrificado, está muy preocupado
por la violencia desatada entre Dimitri y el padre, pero también por el
ateísmo de Ivan, cuya complejidad intelectual, al mismo tiempo, le atrae
de manera irresistible. Aliosha necesita aliviar el peso que intuye sobre las
espaldas del hermano; necesita refrescar esa alma atormentada en el Dios
de amor al que ha entregado su vida. La larga conversación, como
sabemos, no depara el resultado apetecido y, al contrario, Aliosha queda
trastornado y sin argumentos ante la racionalidad dolida e incurable de
Ivan, que no puede aceptar de ninguna manera la existencia de un Dios
que “deja matar a un niño”. Esta idea –la del asesinato de un niño– subleva
al hermano ateo. Todos los días ocurre –guerras, matanzas, torturas– y
Dios no lo impide. ¿Y luego qué? ¿Cómo pretende luego reaparecer como
si tal cosa? Pues luego nada, se exaspera Ivan. Nada. Luego Dios ya no
puede hacer nada. Aliosha le recuerda que aún puede castigar y perdonar.
Entonces Ivan contraataca feroz con esta paradoja insuperable: no, le
rebate, de ninguna manera, porque –proclama– “no se puede castigar lo
que no se puede perdonar y no se puede perdonar lo que no se puede
castigar”. Hay crímenes tan terribles –es decir– que no pueden ser ni
castigados ni perdonados. Nadie, ni siquiera Dios, puede castigar los
horrores del Holocausto que no pudo o no quiso evitar: el delito es
inconmensurable en términos punitivos; a esa atrocidad (¡el asesinato de
un solo niño!) no puede “corresponderle” ningún castigo. Ahora bien, por

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eso mismo nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores
del exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos irreparables, que
son en sí mismas imperdonables (¡el asesinato de un niño!). El mundo
queda así librado al imperio del mal, puesto que Dios, que detuvo la mano
de Abraham, no detiene la mano de Hitler; los malvados, por su parte,
quedan librados a su propio mal, inalcanzables para la justicia e
inalcanzables para la piedad.
Nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores del
exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos irreparables
Si Dios no está cuando se comete el crimen y no puede luego ni castigar
ni perdonar, Dios sencillamente no existe. El argumento es tan
convincente que deja a Aliosha desasosegado y sin respuesta. Este
desasosiego es en realidad, lo intuimos, el del propio Dostoievski, que se
sintió derrotado por uno de sus personajes, derrota que hace de él,
felizmente, un genio de la literatura en lugar de un catequista ramplón o
un panfletista reaccionario. Como es sabido, convertido a la ortodoxia
más exaltada y al paneslavismo más autoritario tras el indulto del zar y la
estancia en Siberia, Dostoievski daba a leer sus novelas a su confidente
espiritual, un pope riguroso al que no le gustó nada, y con razón, la
conversación entre Aliosha e Ivan. No le gustó porque –reprochó al autor–
“se dan alas al ateísmo”. La respuesta de Dostoievski constituye el más
humilde de los homenajes a su propia grandeza literaria: “Es que”, se
disculpó avergonzado, “Ivan Karamazov es más inteligente que yo”.
La paradoja de Ivan es insuperable del lado del castigo, desde luego. El
cristianismo –o cierto cristianismo– replicaría, sin embargo, que sí se
puede refutar desde el perdón. Ningún Dios puede imaginar o concebir un
castigo conmensurable con el asesinato de un niño. ¿Qué fuego, qué
clavos, qué espinas, qué eternidad sufriente podría drenar ese abismo de
mal absoluto y sin retorno? ¿Qué infierno podría equilibrar esa
desaparición radical, “equivaler” a esa acción nihilizadora? Mira, Dios, no
nos engañes, no estuviste ahí para impedir el crimen; por eso mismo el
criminal ha escapado para siempre a tu jurisdicción. Lo has dejado, por así
decirlo, a merced de sí mismo. Nada puedes hacer ya contra él. Todo lo
más que cabe esperar es que, como en el caso de Raskolnikov, el personaje
de Crimen y castigo, el criminal, a merced de sí mismo, recorra hasta el
fondo su mal, sin ninguna salida o buscando, sin saberlo, como única
salida, su propia autodelación; es decir, el alivio asociado a la condena del
otro, siempre más benigna que la de la propia conciencia. Ahora
bien, Crimen y castigo sí contempla la posibilidad de un Dios que,
impotente para castigar, conservaría en cambio el poder sumarísimo,

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imprevisible, disruptivo, del perdón. Tiene razón Ivan cuando argumenta
contra el castigo, porque el castigo tiene que ser tan físico, tan corporal,
tan humano, como la acción reprobada y como la ausencia material que
generó; y no es concebible ninguna reacumulación de dolor –ninguna
apokatástasis punitiva– capaz de indemnizar semejante desgarrón en el
cosmos. Los dolores, por así decirlo, discurren siempre en paralelo; mi
dolor se suma al tuyo sin tocarlo, y por lo tanto no puede borrarlo –ni
restaurar la pérdida. Todos los vengadores lo saben; el cuerpo del otro no
admite tantos golpes, tantas puñaladas, tantas heridas como mi ira
demanda; su cuerpo finito siempre se me escurre de entre las manos. La
muerte del verdugo, por mucho que la estire y la aplace, me deja seco y
con más sed. Por eso, un Dios vengativo –Ivan no se equivoca– es un Dios
impotente; o, valga decir, un Dios inexistente.
El perdón, por el contrario, es inmaterial y, si se quiere, fulminante.
Ningún castigo puede satisfacer la lógica del dolor, que demanda un dolor
adicional infinito. El perdón no lo intenta: sencillamente –cuando ocurre,
cuando raramente ocurre– se limita a alzarse inesperadamente contra
toda lógica. Aquí lo importante es este “inesperadamente”. En Dostoievski
el perdón cristaliza, por ejemplo, en la figura de Sonia, pero no tiene,
digamos, rango teológico. Sí lo tiene, en cambio, la historia tramposa que
cuenta su padre, Marmeladov, ese pequeño e indigno borracho, astuto y
malvado, del que se ríen todos sus compañeros de taberna. Resumo
brevemente el pasaje. Un día en que ha tocado fondo en presencia de su
propia hija y se siente –como es habitual en los personajes
dostoievskianos– el más abyecto y despreciable de los hombres,
Marmeladov se rebela contra su ignominia y reivindica, frente a sus
burlones contertulios, un destino de salvación. Cuando estemos todos
muertos, les dice, Dios nos llamará al Juicio Final e irá separando a los
malos de los buenos; yo, sabedor de mis pecados, aguardaré mi turno
tembloroso, seguro de mi condena; vosotros la anticiparéis también con
complacencia. Pues bien, una vez ante Dios, continúa el borrachuzo, oiré
enumerar mis faltas, una lista interminable de tropelías infames y vicios
deshonrosos; sentiré su mirada severa sobre mi cabeza inclinada y lo veré
alzar la mano indicando implacable el camino del infierno. Aquí
Marmeladov, consciente de su carisma narrativo, hace un breve silencio
para generar suspense y luego sorprende a sus oyentes con este colofón:
entonces Dios, en el último instante, mientras siento ya en el pecho el
aliento del fuego eterno, me llamará de nuevo ¡y me perdonará! ¡Me
perdonará! ¿Pero por qué? ¿Por qué esa injusticia? Naturalmente es lo que
Marmeladov pregunta estupefacto, lo que se preguntan estupefactos sus

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compañeros, lo que nos preguntamos estupefactos los lectores. Dios
contesta sencillamente: te perdono porque nunca lo has esperado.
Marmeladov es un granujilla que no corrige sus vicios precisamente
porque espera ser perdonado; de algún modo su relato, atravesado por esa
astucia consciente, plegaria trilera, hace ya imposible su salvación. O
quizás no, porque hay un Dios que aprecia a los ebrios y a los granujas. La
historia, en todo caso, es maravillosa y dice mucho acerca de la diferencia
entre el castigo y el perdón. El castigo es imposible porque no colma
jamás nuestras expectativas; el perdón es posible porque las desmiente.
En la medida en que pone en juego el mayor poder imaginable –el de
hacer lo que no se espera, lo que es contrario a la lógica– el perdón, al
revés que el castigo, revela un poder divino o, si se quiere, sobrenatural.
Los creyentes, siempre un poco tramposillos, encuentran razonables
dificultades en imaginar a Dios castigando porque ni siquiera Dios puede
inventar un castigo suficiente para el asesino de un niño, pero sí pueden
atribuirle, con pillería interesada, ese singular superpoder humano. La
trampa del perdón se llama vida y es quizás más católica u ortodoxa que
protestante. Quiero decir que una vida sin perdón es tan invivible, tan
imposible, como una vida de castigos. Una conocida frase de Dostoievski
–precisamente de Ivan Karamazov– sentencia: si Dios no existe todo está
permitido. Aliosha, tan tonto como Dostoievski, no supo responderle: no,
Ivan, no, te equivocas, si Dios no existe, entonces lo que ocurre es
que nada puede ser perdonado. Lo confieso: prefiero a los creyentes que
aceptan el sinsentido del dolor y la imposibilidad del castigo y proyectan
en su Dios el único superpoder que, al alcance de todas las manos,
permite la continuidad de la vida. La humanidad no es un penal de
condenados sin remedio; es un picnic de perdonados contra toda
esperanza. Si no nos perdonásemos –si no nos perdonasen– todos los días,
en cada minuto y cada respiración, no podríamos ni preparar
unos spaghetti alla bolognesa ni tumbarnos un momento al sol ni contar
un chiste; mucho menos parir y cuidar a un niño; y aún menos pronunciar
la palabra “amor” y luego sobrevivir al ser amado.
El castigo es imposible porque no colma jamás nuestras expectativas; el
perdón es posible porque las desmiente
Pero lo cierto es que a Dios, que no puede castigar los grandes
crímenes, le está vedado perdonarlos. Si, como dice el chiste judío, él “no
estaba allí”, no solo no puede censurar las bromas de los supervivientes
sino que no tiene poder suficiente para perdonar a los verdugos. Eso solo
pueden hacerlo las víctimas, que otorgan el perdón –cuando lo hacen–
contra la matemática del dolor y contra el poder de Dios. O por encima de

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él. Contando ese chiste, los supervivientes de Auschwitz se perdonan a sí
mismos su escandalosa supervivencia al tiempo que recuerdan que el
perdón consiste básicamente en esa acción fulminante y contra toda
lógica mediante la cual se expresa el máximo poder: el de no reducir la
propia vida –ni la del verdugo– al imperdonable acto criminal que ha
interrumpido el curso de la existencia. Impotentes para alcanzar la
equivalencia entre dos males paralelos, nos representamos, a modo de
compensación, un Dios vengativo o vengador, olvidando así que la
venganza es también el límite de toda omnipotencia: ni siquiera Dios
puede hacer lo que la finitud del cuerpo excluye. Nos representamos, en
cambio, un Dios misericordioso prolongando hasta él, a modo de
préstamo o regalo, el único superpoder del que disponemos en exclusiva
los humanos: el de perdonar una ofensa. El Dios vengativo es sublimación
y compensación mitológica. El Dios misericordioso, proyección y
autorreconocimiento antropológico. En el catolicismo, Dios solo se vuelve
indulgente hacia los hombres cuando mira por primera vez el mundo
desde las angosturas de la carne de Cristo. En tiempos históricos adversos,
los confesores jesuitas hicieron viable la vida cotidiana de miles de
pecadores a los que el Dios terrible y colérico de la Biblia no hubiera
perdonado.
El muy católico John Ford cuenta muy bien esta exclusividad del
perdón en una de sus mejores películas, El delator, de 1935. Ambientada
en 1922, en plena guerra de independencia irlandesa, Victor McLaglen
interpreta a un hombre que traiciona la causa en la que cree y delata a su
mejor amigo, al que la policía ejecuta en una emboscada. El malvado Gypo
(McLaglen) no es un malvado. Admira al comandante Dan (Preston
Forster) y adora a su madre, una viejecita tierna y valiente. Gypo es
bullicioso, bebedor, brusco y simplón; no delata a Dan por favorecer a los
ingleses, a los que odia a muerte, ni por celos hacia su amigo, al que
idolatra y que lo protege. Lo hace, sí, por el más banal y sucio de los
motivos: por dinero. Lo hace porque es pobre, como todos los irlandeses,
y porque ha prometido llevar de viaje a su novia Katie. Pero de algún
modo es tan inconsciente de las consecuencias de su gesto o, al contrario,
tiene tanta necesidad de autodelatarse, que se gasta las monedas de Judas
con exhibicionismo generoso y bravucón, visitando una taberna tras otra y
pagando la consumición de todos los parroquianos. Su suerte está echada;
es detenido por sus ex-compañeros y, tras un juicio justo, es condenado a
muerte por el IRA. Su crimen es objetivamente atroz; es imperdonable. Ha
provocado la muerte de un dirigente, puesto en peligro a toda la
organización y debilitado la causa colectiva de todos los irlandeses. El

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espectador entiende perfectamente la sentencia; entiende el desprecio de
los militantes; entiende que no hay manera de salvar a un hombre que –
contradicción muy fordiana y muy católica– al mismo tiempo es imposible
odiar, hasta tal punto resulta enternecedoramente frágil. No tiene
salvación y, sin embargo, Ford lo salva en una última escena memorable.
No salva su vida, claro, lo que habría sido una catástrofe cinematográfica.
No salva tampoco su alma inmortal, lo que habría convertido la película
en un edificante panfleto parroquial. Gypo, herido de muerte, entra en
una pequeña iglesia vacía y se arrastra hacia el altar, buscando el perdón
de Dios, pero comprende enseguida que Dios piensa lo mismo que todos
los miembros del IRA y todos sus compatriotas; está de acuerdo con la
razonable opinión del mundo y tampoco puede perdonarlo. En ese
momento, cuando todo parece perdido, nos damos cuenta de que la
iglesia no está vacía; allí, sentada en uno de los bancos, está la madre de
Dan, que ha ido a buscar un poco de alivio a su dolor en la oración. Es la
madre y es más que Dios; es la madre y se subleva contra Dios. La escena
es de un patetismo tan sobrio y delicado que apenas se puede reprimir un
estremecimiento. Mientras los perseguidores entran en tropel en la nave,
la madre de Dan, que conoce el atolondrado corazón de ese chico, deja
que Gypo se acerque a ella y muera en su regazo. The end. Es imposible
imaginar un final menos cursi y más verdaderamente católico: se hace
justicia, sí, pero Gypo no muere desesperado. La única persona que no
puede perdonarlo es la única que puede salvarlo. El superpoder de una
víctima consiste justamente en eso: en perdonar lo que su dolor inmenso
jamás podría castigar. En desatascar con un gesto imposible el curso
dolorosamente obstruido de la vida. Sin el gesto de la madre de Dan –
expongámoslo mediante una hipérbole exacta– jamás se habría producido
la liberación de Irlanda.
Pero he dicho que del chiste afilado citado por Horvilleur se podían
extraer dos lecciones. La primera, lo hemos visto, es de carácter teológico.
De la segunda, a la que va adherida, he adelantado algo. Tiene que ver con
la risa. A Dios le escandaliza, en efecto, que los dos judíos se rían después
de Auschwitz. Dios es un tipo muy serio porque es inmortal. No puede
entender la idea de perdón contenida en la alegría de su pueblo. Por
medio de la risa, los supervivientes de los lager se dan permiso para vivir,
se permiten, si se quiere, la supervivencia. Dios, que no estaba allí cuando
se le necesitaba y no sabe nada de la muerte en las cámaras de gas, no
sabe tampoco nada de la supervivencia. Elias Canetti, en su
formidable Masa y poder, dedica muchas páginas a la relación entre
supervivencia y poder; analiza –es decir– el sentimiento de impunidad del

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superviviente, que se siente de algún modo invulnerable. El superviviente
no lo ha sido por nada que haya hecho, su éxito es fruto del azar y sin
embargo, dice Canetti, alberga el sentimiento subjetivo de una voluntad o
de un destino que lo pondría a cubierto, a partir de ese momento, de
cualquier amenaza o asechanza. El rayo de la muerte no lo ha tocado y no
lo tocará ya jamás: ni siquiera morirá de cáncer o de covid.
Es extraña esta mirada de Canetti, pues todos los testimonios abonan
más bien la idea contraria: la de que el superviviente, más que
infinitamente poderoso, se siente irreparablemente culpable. ¿Por qué mi
hermano y no yo? ¿Por qué el rayo derribó a Marta y a Alfredo y a Jacinto
y a Eva, que eran mejores que yo, y a mí, en cambio, apenas me rozó? El
superviviente se siente doblemente culpable: culpable de la muerte del
otro y culpable de su propia supervivencia. En una situación presidida por
el mal, y en la que es el mal el que hace la selección, el superviviente está
convencido, al contrario de lo que sugiere Canetti, de que su
supervivencia se debe no a un mérito o a un destino sino a un pecado. ¿No
seré como el asesino? El genocida, ¿no habrá reconocido en mí algún
parentesco moral? ¿No habré sido cobarde, complaciente, indiferente,
malvado? El superviviente, en fin, lleva dentro de sí la fragilidad
consciente, culpable, de toda la humanidad. Por eso es tan importante la
risa. Mediante la risa, sí, se libera de su crimen –la vida misma– y se
autoriza, y nos autoriza, a seguir viviendo.
El chiste judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el
más definitivo alegato a favor de la vida
El superviviente de Canetti es, como Dios, un tipo serio, pues se cree
inmortal; no nos lo imaginamos riéndose de sí mismo. Los supervivientes
del metachiste judío, agudo como un alfiler, se ríen, en cambio, a
carcajadas porque se saben expuestos a la mortalidad; y le reprochan al
que no sabe lo que es eso que venga a aguarles la fiesta. Todos los
humanos somos, en realidad, “supervivientes provisionales”. El chiste
judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el más definitivo
alegato a favor de la vida y contra la censura que cabe imaginar. Esos dos
judíos que reprochan a Dios su ausencia en el peligro y su seriedad
puritana en la alegría se están perdonando a sí mismos y perdonándonos a
todos por seguir vivos; y dándonos permiso para reírnos de todo como
supervivientes provisionales que somos. Si la muerte existe todo es risible;
la risa es lo más serio del mundo y al reírnos de la muerte misma –incluso
de manera truculenta o despiadada– nos concedemos algo así como un
indulto general: nos perdonamos la vida.

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La censura es el Dios de la ira, el Dios inmortal que nos deja morir. La
risa es el permiso que siempre necesitamos para cocinar unos spaghetti,
coger en brazos a un niño, tumbarnos un momento al sol, pronunciar la
palabra “amor” y sobrevivir unos días –ay– al ser amado.
Camisa
Breve historia de una prenda que siempre ha sido la bandera de la lucha de
clases
Santiago Alba Rico 15/06/2022

En uno de sus libros, Walter Benjamin recoge un cuentecito judío que


reconstruyo ahora de memoria. Una noche de invierno –nos cuenta– se
habían reunido los hebreos más pobres de Praga bajo un techo inhóspito
para calentarse el cuerpo con un sorbo de té y el alma con una cerilla de
verbos, cuando a uno de ellos, en medio de la conversación, se le ocurrió
plantear la siguiente pregunta: ¿cuál sería vuestro máximo deseo? Cada
uno de los presentes fue exponiendo por turno sus sueños. A uno le habría
gustado ser rico, a otro comprarse una vaca, a otro casar bien a su hija, a
otro convertirse en un gran artista. Así fueron hablando todos hasta que,
cuando el último guardó silencio, se dieron cuenta de la presencia de un
judío en el que nadie había reparado hasta entonces. Sentado en un
rincón, cubierto tan solo con una camisa, flaco y tembloroso, parecía sin
duda el más miserable de todos ellos. Le preguntaron: ¿y a ti? ¿A ti qué te
gustaría? El judío respondió con esta larga y extraña parrafada: “A mí me
gustaría ser el rey poderosísimo de un reino vasto y opulento y vivir en un
gran palacio servido por cien criados y estar una noche durmiendo bajo el
dosel de mi lecho y ser despertado por el clarín de alarma y saltar desnudo
de la cama y asomarme asustado a la azotea y adivinar a lo lejos la
muchedumbre de un ejército enemigo y verlo acercarse irresistible
doblegando toda resistencia y saberme entonces derrotado y perdido y
escapar de palacio a toda prisa con tiempo solo para coger una camisa y
vagar toda la noche sin descanso y, después de mil peripecias y mil
trabajos, llegar hasta este rincón donde ahora me hallo para sentarme
aliviado a lamentar mi suerte”. Los otros judíos lo miraron perplejos. “¿Y
qué habrías ganado con eso?”, le preguntaron. El judío más pobre
respondió: “Una camisa”.
Poco se sabe de la palabra “camisa”, que entra en el tardolatín bajo la
forma camisia y cuyo origen, según Corominas, puede ser germánico o
anglosajón: una palabra que nace no lejos del momento en el que el gran
Isidoro de Sevilla escribe sus Etimologías. Allí, en el capítulo dedicado a
“las naves, edificios y vestidos” (XIX, 22, 22) dice con toda naturalidad: “A

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las camisas (camisiae) suele aplicárseles este nombre porque con ellas
dormimos en la cama”. Aunque un poco antes, al hablar de las vestiduras
talares de los sacerdotes, se ha referido a la podere, “vulgarmente llamada
camisa”, Isidoro identifica esta prenda con la que todavía hoy llamamos
“camisón”: un indumento nocturno pensado para dormir. Su etimología,
como tantas otras suyas, es probablemente fantasiosa, pues el término
“cama”, del que derivaría, se registra precisamente por primera vez en el
siglo VII, un vocablo hispanorromano, tal vez prelatino, que sólo se
conserva en castellano y portugués. Que en esa época, al contrario
que camisia, no debía ser de uso frecuente lo demuestra el hecho de que a
Isidoro le parece necesario aclarar su significado: “Con ellas dormimos en
nuestras camas, es decir en nuestros lechos”. Isidoro dice “stratis”, colcha
o colchón, y no “lectis”, porque, en efecto, tal y como explica en la entrada
correspondiente (XX, 11-2), “la cama es un lecho pequeño y a ras de suelo”,
nada que ver con los pulvinar de la gente rica o con los lecticae provistos
de respaldo de los hedonistas: la “cama” era una humilde yacija –digamos–
para los que dormían sin camisón. Así que, sin forzar demasiado las cosas,
podríamos decir que la “camisa” es originalmente la prenda propia de los
sin-lecho o, como diríamos hoy, de los sin-techo: de los que se tumban a
dormir en el suelo, como el pobre judío del cuentecito de Benjamin, sin
desnudarse.
No sé en qué momento de la historia la camisa dejó de ser camisia,
holgada y suelta, y se convirtió en pared burguesa planchada e
introspectiva
Me pasé buena parte de mi infancia escuchando a mi padre o a mis
profesores conminarme de mal humor: “Métete la camisa”, porque se me
salía sola, como buscando el viento. Yo me rebelaba poco, pero mi camisa
se negaba a la sumisión. Recuerdo que en una ocasión don Jesús, el cura
del colegio, tras regañarme tres veces, me amenazó con dejarme sin
pantalones hasta el final de la clase: “No te sirven de nada”, me dijo ante la
hilaridad de mis compañeros. Creo que fue en ese momento cuando
decidí que de mayor elegiría una profesión en la que estuviera permitido
llevar la camisa por fuera y que evitaría todos los ambientes en que
estuviera obligado a llevarla por dentro. No sé en qué momento de la
historia la camisa dejó de ser camisia, holgada y suelta, y se convirtió en
pared burguesa planchada e introspectiva, pero lo cierto es que en la
España del siglo XX la camisa por fuera, censurada en la vida cotidiana,
pasó a llamarse “blusa”, esa palabra francesa que, a finales del XIX, se
reservaba para dos tipos de camisa: la de las mujeres y la de los
trabajadores, a los que se reconocía, en oficinas y talleres, por esta marca

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indumentaria. En Francia, lo sabemos, a los rebeldes plebeyos se los llamó
“sans-culotte”, porque no se podían permitir los culotes o calzones,
propios de las clases altas. En castellano se los llama “descamisados”; es
decir desharrapados; es decir, desarropados. El harapo es el desgarro (del
verbo farpar) que se produce en la camisa libre cuando acaba en andrajos
y flecos a fuerza de danzar, sin ataduras, entre el cuerpo y el aire. Es esta
“camisa por fuera” la que, por razones silábicas, pero con rigor de
sinonimia, llama precisamente “blusa” Miguel Hernández en El sudor, uno
de sus maravillosos poemas de Viento del pueblo: “Cuando los campesinos
van por la madrugada/ a favor de la esteva removiendo el reposo,/ se
visten una blusa silenciosa y dorada/ de sudor silencioso”.
El judío pobre de Benjamin lleva, obviamente, la camisa por fuera,
porque, como yo en el colegio, se ha quedado o está a punto de quedarse
sin pantalones. Las camisas, en todo caso, han marcado siempre las
diferencias. En 1829, cuando Julien Sorel, el orgulloso personaje de
Stendhal, deja la serrería de su padre y se presenta en casa de monsieur
Renal, sólo tiene una camisa, la que lleva puesta; y no llega sobrado de
ellas cuando, al salir del seminario, se convierte en secretario en París del
marqués de La Mole. “¿Cuántas camisas ha pedido a la camisera?”, le
pregunta este en su primer encuentro. “Dos”, responde avergonzado Sorel.
“Encargue otras veintidós”, le ordena el aristócrata. Los ricos tienen
muchas camisas, pero, una vez puestas, no pueden enseñarlas; la
distinción –la diferencia ostentosa de clase– les impidió siempre quitarse
el jubón o la chaqueta y quedarse “en mangas de camisa”; y desde luego
no pueden llevarlas por fuera. Es verdad que el capitalismo de consumo
ha acabado por borrar las fronteras indumentarias y hoy podemos ver a
Gates, a Zuckerberg, a Musk o a Bezos “en camisa” o incluso en camiseta,
pero nuestro imaginario textil sigue siendo del siglo pasado. En tiempos
de Luis XVI, el partido de los ricos se expresaba simbólicamente a través
de los sombreros, las pelucas y las escarapelas y, frente a sus ridículos e
incómodos culotes, la revolución francesa se hizo en los pantalones largos
del Tercer Estado. A finales del siglo XIX y, definitivamente, en el XX,
toman la escena, en cambio, las camisas, que se convierten –podría
decirse– en las banderas de la lucha de clases: camisas rojas, camisas
pardas, camisas azules, camisas negras. Pensemos en la “camisa nueva que
tú bordaste en rojo ayer” del rimbombante himno de la Falange o en “la
camisa roja de sangre de un compañero” del bellísimo himno de los
mineros. Pensemos también en las luchas de las camiseras, esas mujeres
que hacen camisas en mangas de camisa para todos nosotros: desde la
famosa huelga de Nueva York en 1909 a las maquiladoras de hoy en la

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frontera mexicana. La lucha de clases, sí, es una lucha entre camisas por
dentro y camisas por fuera. Esa ha sido también, por cierto, la historia de
España, un país donde la Inquisición podía aún en el siglo XVII, tras la
expulsión de los moriscos, condenar a un vecino de Cuenca o de Murcia
por cambiarse los viernes de camisa.
El cuento del judío pobre de Benjamin es triste, pero aleccionador.
¿Para qué querría nadie inventarse una historia así? Se puede comprender
que un hombre pobre quiera ser rey; se comprende con dificultad que un
hombre pobre quiera ser rey solo porque quiere dejar de serlo. Pero es que
en realidad no es eso lo que quiere. O sí. Lo que quiere es llegar a ser otra
clase de pobre, volver a ser él mismo por otro camino. Lo que quiere es
sentir el placer positivo de su única camisa, como salvada de una
catástrofe a la que él mismo podría haber sucumbido; como si fuera una
victoria y no un harapo; como si fuese un regalo de la fortuna y no el pecio
de un naufragio. Hay gente tan modesta y realista que ni siquiera es
capaz, cuando fantasea, de representarse un final feliz; se pone a
imaginarse en vestes de general, de galán, de magnate, y se le mueren los
soldados, la mujer deseada le dice “no” y suspende en la última prueba las
oposiciones a notaría. Paradójicamente, la historia de nuestro judío acaba
bien: ¡acaba con una camisa! No quiere huir de la realidad, como sus
amigos fantasiosos; quiere volver a ella ligero de equipaje. Se va un
instante para traerse, al contrario que los demás, algo de vuelta. Ellos se
imaginan que son ricos y no son ricos, que tienen una vaca y no tienen
una vaca, que son grandes artistas y no son grandes artistas. Nuestro
hombre, en cambio, se imagina salvando –construyendo– lo que ya tenía,
que de esta manera adquiere, por primera vez, un valor incalculable. Los
otros vuelven a ser los mismos, pero más pobres, pues han perdido todo lo
que habían fantaseado; él tiene por fin su propio harapo, y es así un
hombre nuevo que ha conservado, tras estar a punto de morir, lo que más
necesita. Antes de contar la historia no tenía nada, ahora tiene ¡una
camisa! Esto marca, es verdad, su extrema pobreza, pero también su
extrema riqueza. Los otros sueñan mucho y no ganan nada; él ha soñado
el modo de ganarse la andrajosa blusa que lleva puesta tras haber salvado
la vida de milagro.
“Verdades diré en camisa”, escribió el simpar Quevedo. Quevedo
piensa con amargura en la dificultad de desnudar la verdad en un mundo
hipócrita que agradece los envoltorios (lo que los griegos llamaban
“protocolos”). Yo pienso más bien en una verdad de andar por casa, con la
camisa por fuera y un poco desgarrada o farpada: en esa necesidad de

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imaginar, como el pequeño judío de Benjamin, una gran pérdida ilusoria
para obtener una pequeña y verdadera ganancia.
La civilización (es decir, el capitalismo) ha dado un largo y tortuoso
rodeo jalonado de meandros intensos y oscuros en los que el placer, el
poder y la destrucción se han confundido de tal modo que, como el ogro
del cuentecito de Kierkegaard, hemos acabado por dejar atrás, de un solo
salto y a velocidad sideral, el bien que queríamos alcanzar. “Que la
historia se repita una y otra vez tiene un precio cada vez más alto”, escribe
Ronald Wright.
El capitalismo, sí, es un gran rodeo destructivo. Ojalá podamos escapar
de él. Ojalá al escapar de él nos dé tiempo aún a coger una camisa.
Para luego, mi amor, poder quitárnosla sin miedo al acostarnos.
AUTOR >
Barro
Al mundo hay que dejarle algo de barro en el suelo (algo de barrio) y no
rascárselo nunca del todo si queremos que siga siendo habitable
Santiago Alba Rico 15/05/2022
Leí hace poco la noticia de un gran descubrimiento efectuado en 2016
cerca de Ghanzou, en China: el de un dinosaurio emplumado que habría
muerto hace 70 millones de años tratando de escapar del barro. “Uno de
los fósiles más hermosos y tristes que he visto”, dice el geólogo Steve
Brusatte, pues murió derribado sobre la frente, bípedo entrampado, con el
cuello estirado y las alas desplegadas. Pertenecía a la familia de los
oviraptorosaurios y esta nueva parentela fue bautizada con el nombre
mixto de tongtianlong limosus o, lo que es lo mismo, “dragón fangoso
camino del cielo”. Era una especie, si se quiere, pasajera entre el reptil y el
pájaro, transitoria aún entre la tierra y el aire. La ciencia no se puede
permitir estas sinécdoques abusivas que reducen millones de años a un
instante y el destino evolutivo de una especie a la suerte de un individuo,
pero la desgracia de este bicho maravilloso proporciona a los filósofos una
imagen poderosísima de fracaso ejemplar. Yo lo veo así: un reptil que, a
punto de convertirse en pájaro, descubre de pronto sus alas, intenta
emprender el vuelo y queda atrapado en el barro mientras sacude con
impotencia, una y otra vez, entusiasmado primero, furioso después,
desesperado al fin, cada vez más despacio, sus muñones emplumados.
El barro que retuvo al dinosaurio es, en realidad, la sustancia
primordial, donde se mezclan la tierra y el agua. En el acto I, escena 1ª,
del Antonio y Cleopatra de Shakespeare, el amante romano justifica de
esta manera sus besos: “Los reinos son de arcilla. Nuestro barro fangoso
nutre por igual a hombres y bestias. Todo el sentido de la vida está en

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hacer esto”. Así lo recordaba yo de memoria. La traducción de Luis
Astrana Marín, es verdad, dice “nobleza” y no “sentido” y “tierra fangosa”
en lugar de “barro fangoso”, versión más ceñida al original inglés (donde
se lee “our dungy earth”, de “dung”, el estiércol que abona nuestros
cultivos). Da igual. Este campo semántico, rico en sinónimos y aledaños,
es apretado y recogido como un moño. Tenemos el barro, el cieno, el
fango, el lodo, el limo. Todas estas palabras son densas y marrones, y se
citan y se reclaman mutuamente, pero no son del todo equivalentes. A
cada una de ellas se le ha adherido un matiz singular que va más allá de la
materia y que convoca distintas sinestesias morales y sentidos figurados.
El adjetivo “fangoso”, por ejemplo, es una redundancia de “barro”, como
ocurre en la traducción castellana de Shakespeare, pero como sustantivo
adquiere enseguida una acepción espiritual: el “fango”, en efecto, es sucio
y ensucia; son las almas, y no los dinosaurios, los que quedan atrapados en
él: “máquina del fango”, expresión forjada por Umberto Eco, alude a la
difamación premeditada cuyo objetivo es mancillar el prestigio o el honor
de un rival político. De fango en nuestro país sabemos mucho. El cieno es
más ligero, el lodo más viscoso, el limo sobre todo resbaladizo. Es
interesante señalar, dicho sea de paso, que de forma un poco tortuosa la
palabra y la idea del “olvido” proceden, en efecto, del limus latino: lo que
se vuelve denso y oscuro, lo que se desliza fuera de la memoria. Olvidar es
resbalar sin asidero en el vacío. Conviene pensar también desde aquí el
destino del dinosaurio alado.
Todas las lenguas, obviamente, poseen el concepto de “barro”, del que
hablaremos enseguida, pero nuestra palabra “barro” es harto extraña,
procedente quizás del acervo hispánico prerromano, como lo atestigua el
hecho de que solo exista en castellano y en portugués (aunque en esta
última lengua con el significado más específico de “arcilla”). En todo caso,
y como se trata aquí de producir imágenes y no saberes académicos, a uno
le vienen ganas, muchas ganas, contra todo fundamento filológico, de
asociar “barro” y “barrio”, vocablo cuya etimología árabe remite a la
noción de “extramuros”: a lo que está fuera (barr) de la ciudad, donde sin
duda los más pobres, los menos protegidos, los que viven a la intemperie,
no solo están más expuestos a los efectos de la lluvia sino que permanecen
también más en contacto con la tierra común. Fuera de las murallas está,
por así decirlo, la verdad del ser humano.
Reclamar pan es reclamar la cultura entera; nombrar el barro es
nombrar la humanidad completa
Pues es esto: si “barro” es la palabra más común es porque designa la
sustancia común. Al contrario que “fango” o “lodo” o “limo”, que se

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separan un poco de la tierra para discurrir en paralelo en el plano
simbólico, al barro le ocurre como al pan: es su materia misma la que
opera como símbolo universal: son las únicas materias –pan y barro– que
constituyen en sí mismas símbolos, de manera que no admiten ninguna
escisión metafísica –o marxista– entre ser y apariencia, entre realidad y
ficción, entre materia y espíritu. Reclamar pan es reclamar la cultura
entera; nombrar el barro es nombrar la humanidad completa. Por eso, el
único sentido metafórico que autoriza el barro tiene que ver con la
fragilidad o caducidad de las cosas. Shakespeare, que era un genio y un
genio plebeyo, acierta a exponer esta unidad en versos muy banales en
defensa de un beso: los “reinos” más soberbios acaban por sucumbir y
deshacerse en esa materia primordial que alimenta a todas las criaturas –
de la que están hechas todas las criaturas. Todos estamos compuestos del
barro del que nos nutrimos y que seguiremos nutriendo, generación tras
generación, hasta el final: hasta el maldito petróleo acumulado bajo
nuestros pies. La sola cosa que nos distingue de un guijarro, de un insecto,
de un helecho, son nuestros besos: el amor único y fugaz que se repite,
como un repiqueteo hambriento, sobre los cuerpos.
De la dificultad de simbolizar el barro, salvo como universalidad
material, da buena cuenta la terrorífica facilidad con que simbolizamos,
por contraste, la palabra “sangre”. La sangre, en efecto, nos separa: la
sangre azul, la sangre aria, la sangre de nuestra estirpe. Son los fluidos del
cuerpo, que pueden verterse, los que –sangre, semen, leche– han
configurado siempre los imaginarios excluyentes de la especificidad
étnica, los delirios narcisistas de la pureza y la contaminación racial. Su
opuesto es el barro: no se puede hacer, no, ningún discurso racista con el
barro. El barro es absolutamente material; es la idea de materia; la materia
común en la que florece al final –despliegue y arruga– el juncal de las
ideas. En el Génesis bíblico, lo sabemos, hay dos versiones de la creación.
En una el dios es logos y materializa las criaturas pronunciando sus
nombres; en la otra las hace con sus propias manos. No las forja como un
herrero ni las talla como un carpintero; las moldea como un alfarero.
Decía la gran escritora estadounidense Ursula K. Le Guin que el primer y
mayor invento humano no fue ni la espada ni la rueda: fue la cesta,
copiada del regazo y del útero femeninos. Fue también la vasija, aurora de
la civilización, donde comprendemos por primera vez la diferencia entre
dentro y fuera, que es asimismo la diferencia entre significante y
significado: un recipiente que retiene el agua fugitiva, necesaria para la
vida, y cuyo exterior se puede pintar y decorar. La alfarería es la técnica
cultural más antigua del mundo; los primeros objetos de cerámica,

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encontrados en Japón, se remontan a hace doce mil años. En el Génesis se
conjugan, pues, las dos actividades creativas por excelencia del ser
humano, aquellas de las que el hombre mismo es creación: la lengua y el
barro.
Fijaos bien: una prueba irrefutable de la primordialidad del barro es la
siguiente: los niños no juegan con “fango” ni con “cieno” ni con “lodo”;
juegan con “barro”, que es –dice el pedagogo Francesco Tonucci– “el
príncipe de los juguetes” o, lo que es lo mismo, el primero y más
insuperable de los juguetes. Podemos pensar en los niños como en dioses
que dan forma a la materia, sin más propósito ni más diseño que el
capricho de sus manos, mediante las cuales afirman la materialidad
misma de nuestro mundo. Y podemos también –los que así lo quieran–
reconciliarnos con un dios que, en lugar de imitar a un guerrero o a un
ingeniero, habría imitado a un niño en la playa o en el arenal: que se
habría dejado tentar por el placer de descubrir el barro y, a partir de él, la
diferencia entre dentro y fuera, entre lo que nos puede ser necesario para
la vida y lo que podemos adornar: el júbilo elemental de lo cóncavo y lo
convexo, de la dureza que se desmenuza entre los dedos, de la viscosidad
que se solidifica bajo el sol. La irresponsabilidad de un niño siempre tiene
más sentido que el sentido premeditado de un forjador de espadas. Por lo
demás, para aquellos a los que no les baste el placer, porque lo miden
todo en términos de utilidad, recordaré aquí, de pasada, que recientes
investigaciones médicas han descubierto en el barro una bacteria benéfica
(mycobacterium vaccae), de manera que jugar con nuestra común “tierra
fangosa” no sólo fortalece el sistema inmunitario sino que reduce las
tensiones y el estrés.
Somos este barro pensativo llamado Alberto o Clara, pintado al nacer
como una vasija griega
Así que el barro es –como deja bien claro Marco Antonio reclamando la
boca de Cleopatra– la frágil materia común con la que juegan los niños.
“Cañas pensantes”, decía Pascal de los humanos; “barro pensativo”,
corregía César Vallejo. El ser humano, con su conciencia mortal, es solo
una de sus metonimias, la más destructiva y desdichada. “Con bordada,
sutil y blanda ropa / el barro humano diligente tapa”, sentencia un famoso
soneto de Torres Villaroel. Por más que hablemos, por más que pensemos,
por más que nos cubramos de “vanos adornos y atavíos”, seguimos siendo
el barro que pisamos. Ahora bien, no olvidemos esta imagen decisiva:
mediante la alfarería, el barro que pisamos sube hasta nuestras manos.
Pasa –es decir– de la tierra a la mente, de la universalidad sin límites a la
individualidad concreta e irreemplazable, y ello sin cambiar nunca de

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sustancia. Somos este barro pensativo llamado Alberto o Clara, pintado al
nacer como una vasija griega, con un lunar por fuera del pecho y un
pequeño dolor por dentro; somos continuidad, pues, y diferencia. Es
importante. Preparando hace poco una conferencia, reparaba en el hecho
de que, durante la última cena, Cristo no dijo: “Tomad y comed, esta es mi
carne”. Dijo: “Tomad y comed, este es mi cuerpo”. Dijo “somá” en griego y
no “sarkx”. Entre la carne y el cuerpo hay el mismo trayecto que entre el
barro y la vasija. De suburbana carne común, no lo olvidemos, están
hechos los cuerpos individuales. Pero ese es precisamente el motivo de
que nos desazone tanto la diferencia entre un carnívoro y un caníbal: los
carnívoros comen “carne”, los caníbales comen “cuerpos”. Cristo es un
cuerpo y por eso es al mismo tiempo barro y vasija. En el guijarro, en el
insecto, en el helecho, nos alimentamos de “carne”, y eso no es “pecado”; a
Clara y Alberto, en cambio, solo podemos comérnoslos a besos. Todo el
escándalo de un Dios “encarnado” –reducido a sustancia común– es el de
que no sea directamente materia indiferenciada sino materia particular
organizada y se ofrezca como alimento –como carne– con un nombre
propio, una nariz judía y una barba de diez días. Comerse a Cristo, que es
dios y es ternera, es más grave que comerse una ternera; es mucho más
grave, desde luego, que comerse a un dios. Todos nuestros conflictos,
teológicos y humanos, y todos nuestros placeres difíciles, proceden de la
imposibilidad de separar el cuerpo de la carne y, más abajo, la carne de la
sangre. En el amor somos un poco caníbales; en la empatía somos un poco
racistas. La “eucaristía” es la acción de gracias de un cuerpo que duda todo
el rato entre el logos y el barro.
El cuerpo es penumbra porque contiene barro. Su fragilidad es
indisociable de su opacidad: el velo de unos órganos que laten, respiran y
nos sostienen por debajo de nuestra conciencia y el de un lenguaje
lastrado de gravilla inevitable. Es el momento de ponerse un poco cursi.
Hay que luchar, pero no vencer. El ejemplo del dinosaurio alado es
corregido por el de las mariposas, que solo vuelan porque tienen polvo en
las alas: limpiárselas con un paño demasiado higiénico es lo mismo que
matarlas. También al mundo, sí, hay que dejarle algo de barro en el suelo
(algo de barrio); y no rascárselo nunca del todo si queremos que siga
siendo habitable. Un hospital, es cierto, debe estar limpio, pero nuestra
casa común, al contrario de lo que pensaba Leopardi, no es y no debe ser
un hospital. Un hospital más limpio no nos parece limpio: nos parece más
hospital. Puede ser necesario para curarse –sin contar con la iatrogenia
bacteriana– pero no para contarse cuentos, amarse despacio y lamerse las
heridas.

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A veces somos fango vil, y es imperativo no complacerse en él; a veces
somos limo fecundo y resbaladizo; somos siempre el barro en el que
encalló el dinosaurio alado. La imagen de ese pobre tongtianlong limosus,
desaparecido hace setenta millones de años (que no son nada, unos pocos
menos que los veinte del tango), anticipa quizás el final de otra especie
que, elevada sin alas lejos del suelo, está a punto de olvidar hoy la materia
común, el barro nutricio, el barrio abierto, tu cuerpo cálido y vivo,
moldeado en la penumbra, que quiero comerme de nuevo a besos.
O de recordarlo, con los muñones emplumados, como un
oviraptorosaurio cualquiera bajo el aguacero, solo en el último minuto y
de manera trágica e irrevocable.
La paz y la izquierda
Ni somos políticamente solidarios ni somos intelectualmente
internacionalistas. Nos damos lecciones entre nosotros, como dice Carañana, sin
salir de nuestro caparazón etnocéntrico, oscilando entre la denuncia ostentosa y
la sospecha autocomplaciente
Santiago Alba Rico 25/04/2022
Agradezco a Aleardo Laría y a Joan Pedro-Carañana el sosiego
dialogante de sus críticas a mi artículo sobre Ucrania y la izquierda. No
voy a entrar en el detalle de sus observaciones, algunas de valor y otras
menos. Me limitaré a aceptar dos de sus objeciones, a enumerar algunos
principios y a plantear algunos dilemas.
Empiezo por aquello en lo que sin duda tienen razón. Tanto Laría como
Carañana reprochan a mi texto una tendencia a la “simplificación”. Es
verdad. No puedo negarlo. En artículos anteriores había desplegado yo
algunas dudas minuciosas y algunas aporías desconcertantes para todos;
pero en el que nos concierne ahora, dirigido contra la izquierda de la que
formo parte, mi propósito declarado era justamente el de simplificar.
Simplificar en dos direcciones: contra una simplicidad de signo opuesto
(la de los prorrusos sin ambages) y contra una complejidad cegadora (la
de los contextualizadores enclaustrados en el contexto). Frente a los
primeros, a los que llamaba “estalibanes”, insistía en defender la legalidad
internacional, como hicimos en Irak, y en abandonar dobles raseros
tácticos propios de la Guerra Fría. Frente a los segundos, más sutiles y casi
siempre honestamente preocupados por la situación, invitaba a no
disolver el presente (el de la agresión rusa y el sufrimiento ucraniano) en
un historicismo claustrofóbico, cuya minuciosidad mecánica –y a menudo
arbitraria– contribuye a emborronar la diferencia entre una presión
geopolítica y una agresión militar o, si se quiere, entre Versalles y Hitler.
Este exceso de “contexto”, sugería, entraña desafortunadas consecuencias
políticas en la medida en que induce, de alguna manera, dos percepciones
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engañosas: la de que la responsabilidad de la guerra es compartida y la de
que no se trata tanto de una invasión como de un conflicto por delegación
entre la OTAN y Rusia. Simplificaba, en definitiva, para afirmar, al mismo
tiempo, la responsabilidad de Rusia y la existencia de Ucrania,
cuestionadas por Putin pero debilitadas asimismo por los que se limitan a
considerar a los ucranianos meros peones pasivos o meras víctimas
colaterales de la realpolitik, cuando no de la OTAN y de los EE.UU.
Simplificaba premeditadamente a la manera en que lo hace, por ejemplo,
el Derecho: contra los que consideran que esto es un partido de fútbol
entre “nosotros” y “ellos” y contra los que difuminan las responsabilidades
en marcos tan complejos o tan abstractos (declaraciones de
vicesecretarios de Estado del año 1967 o crisis global de recursos
energéticos) que borran el presente y cierran toda salida al futuro. Mi
simplificación se llamaba, de hecho, Derecho, un invento humano del que
la izquierda a menudo ha desconfiado, como instrumental o hipócrita,
ignorando que, incluso incumplido o malversado, ha materializado
algunas frágiles victorias de los más débiles contra la barbarie e
introducido en el mundo, como recuerda el gran jurista y narrador Philip
Sands, “cambios en la conciencia humana”, “imaginación” y “esperanza”.
Es verdad –y aquí también tiene razón Carañana– que mi texto, con
pocas referencias de autor, parece difuminar la línea entre los dos grupos
mencionados. Pido disculpas si no me tomé el trabajo de marcar con trazo
rojo una diferencia que la mayor parte de los lectores han captado sin
dificultad, del mismo modo que han identificado, también sin dificultad, a
ese sector de la izquierda, evocado en el artículo, que es todo lo contrario
–por desgracia– de un “muñeco de paja”. Como sabemos, hay un nutrido
racimo estalibán, más allá de los grupúsculos rojipardos, dentro del PC, de
IU y de UP, y muchos más en gobiernos y partidos de América Latina; y
hay multitud de contextualizadores suspicaces que, en nombre de
Chomsky (¡y de la paz!), dictan de alguna manera el pensamiento
mainstream de la izquierda. En cuanto a nuestro admirado lingüista y
disidente, creo que es muy capaz de escuchar una crítica como la que le
dirige Yassin al-Haj Saleh y de modificar a partir de ella su posición. Esa
crítica presupone, en efecto, el innegable compromiso de Chomsky con la
verdad, compromiso que constituye en sí mismo una invitación a no
dejarse intimidar por su autoridad intelectual; lo criticamos porque lo
sabemos tolerante y receptivo, porque no solo valoramos su influencia
planetaria sino que admiramos también su rigor, honestidad y
sensibilidad. Obviamente ni a al-Haj Saleh ni a mí se nos ocurriría jamás
incluir a Chomsky entre los “estalibanes”, a los que se ha enfrentado

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durante toda su vida; pero sí le concierne, a mi juicio, el reproche bien
razonado que le dirige el intelectual sirio. Carañana, que a veces parece
estar contestándole más a él que a mí, ignora, sin embargo, el alcance y
tenor de sus argumentos, limitándose a llamar la atención sobre una
menudencia un poco torcida. Al-Haj Saleh no ha tildado nunca a
Chomsky de “anti-estadounidense”; más bien, al contrario, lo considera
“demasiado” estadounidense. Todos los imperialismos, porque son
injustos e inhumanos, producen sus disidentes y ningún imperialismo ha
producido uno tan valiente y lúcido como Chomsky. Pero Chomsky es
también, si se quiere, igual que todos, un producto del imperialismo
estadounidense, como Bartolomé de Las Casas –por ejemplo– fue un
producto del imperio castellano. De Las Casas tuvo sus ángulos ciegos,
como los tiene Chomsky. De Las Casas juzgaba el mundo nuevo desde la
Castilla cristiano-vieja, con sus prejuicios de sangre pura; Chomsky, dice
con razón al-Haj Saleh, juzga el resto del mundo desde los EE.UU., lo que
le lleva a veces –y así ocurrió con Siria– a considerar marginales o
negociables las voces locales que, equivocadas o no, reivindican la
autonomía de las luchas y el derecho equivalente de todos los sujetos
políticos a defender la democracia en cualquier lugar del mundo, y ello
con independencia de su inscripción en el tablero de la realpolitik global.
Que al-Haj Saleh critique a Chomsky ofende a Carañana, nos ofende un
poco a todos, porque Saleh nos habla desde fuera y se atreve a censurar a
nuestro tótem
Si creemos que esos sujetos están equivocados, nuestro deber es
dirigirnos a ellos para convencerlos de que no tienen razón. La cuestión va
más allá del intelectual estadounidense. Porque es ese un ángulo ciego,
me temo, que compartimos todos. Me refiero al hecho de que los debates
de estos días –como éste que nos traemos entre manos– se desarrollan
“entre nosotros”, en el ecosistema de la izquierda occidental. Que al-Haj
Saleh critique a Chomsky ofende a Carañana, nos ofende un poco a todos,
porque Saleh nos habla desde fuera y se atreve a censurar a nuestro tótem;
a duras penas, por lo demás, encontramos estos días en los medios
progresistas artículos, manifiestos o declaraciones de las izquierdas
ucraniana y rusa, cuyos puntos de vista deberíamos buscar, al contrario,
con denuedo e interés. El viejo internacionalismo de la Guerra Fría
acababa imponiendo en las provincias las estrategias del komintern; hoy,
muerto el internacionalismo, ni siquiera escuchamos las voces de nuestros
pares sobre el terreno. Los que creemos que también las víctimas tienen
sus ángulos ciegos deberíamos buscarlas e interpelarlas y no
necesariamente para –invirtiendo la vieja lógica colonial– acatar sin

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resistencia sus análisis y demandas sino para, además de solidarizarnos
con ellas, discutir juntos una estrategia de salida común a la crisis. No
hacemos ni una cosa ni la otra; ni somos políticamente solidarios ni
somos intelectualmente internacionalistas. Nos damos lecciones entre
nosotros, como dice Carañana, sin salir de nuestro caparazón
etnocéntrico (o levocéntrico), oscilando entre la denuncia ostentosa y la
sospecha autocomplaciente. Somos demasiado desconfiados para la
solidaridad; somos demasiado sabios para el internacionalismo. Y se las
entregamos –la solidaridad y el internacionalismo– a la UE y a la OTAN,
lo que tiene la ventaja inestimable de que acaban dándonos la razón sobre
el carácter intervencionista de nuestras malvadas instituciones
occidentales.
Como quiera, en todo caso, que mis últimos textos parecen prestarse a
equívoco, me importa aclarar brevemente mi posición, en la medida en
que yo mismo pueda hacer luz dentro de mi cabeza. Lo intentaré
mediante la exposición de dos principios –lo simple– y tres dilemas –lo
complejo.
El primer principio es el de la responsabilidad. ¿Esta guerra era
evitable? Sí, lo era. Rusia, en efecto, podía haberla evitado. La OTAN, es
verdad, podía haber evitado la ampliación hacia el este; Ucrania podía
haber evitado pedir una incorporación a la Alianza que nunca le
concedieron; los EE.UU. podían haber evitado tirar de las orejas al oso
imperial ruso; la UE podía haber evitado las divisiones internas y las
dependencias energéticas; y los votantes europeos podían evitar, en
general, votar contra sus intereses. Pero la guerra sólo la podía evitar
Rusia, que es quien la desencadenó.
El segundo principio tiene que ver con el legítimo derecho a la defensa
del pueblo ucraniano y, por tanto, con el pacifismo. Lo decía de manera
sucinta el tuit reciente de una mujer ucraniana: “Si Rusia deja de luchar ya
no hay guerra; si Ucrania deja de luchar ya no hay Ucrania”. El pacifismo
es un medio de lucha, no una inhibición equidistante o un expediente de
capitulación. Hay que apoyar la resistencia pacífica en las ciudades ya
ocupadas de Ucrania; hay que apoyar el pacifismo arriesgado de la
izquierda rusa; hay que apoyar el pacifismo activo del papa Francisco –
siempre silenciado– porque, pese a su fracaso con el patriarca Kirill, es el
único que tiene la autoridad para mediar sin alineamientos previos. Pero
hay que apoyar también, mientras no decidan rendirse, la resistencia
armada de los ucranianos, víctimas de una invasión militar.
A partir de aquí todo son dilemas.

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El primero tiene que ver con una evidencia que todos compartimos.
Cuanto más dure la guerra, más armas se entreguen a los ucranianos y
más belicistas se muestren los europeos, más posibilidades hay de que el
conflicto bélico se extienda al resto de Europa y desemboque en una
confrontación nuclear. Es un hecho. Pero hay otro adherido a él. Porque la
paradoja es que, al mismo tiempo, solo si los ucranianos resisten los rusos
accederán a negociar. Este es un principio elemental de realpolitik que me
asombra ignoren precisamente los que siempre han insistido en que “las
relaciones internacionales se rigen por la fuerza, no por el derecho”, esos
mismos que ahora, de pronto, quieren dejar indefensos a los ucranianos
en nombre de la paz mundial. ¿Para qué va a negociar Rusia si puede
vencer? Solo las negociaciones pueden poner fin a la guerra, sí, pero las
negociaciones mismas, a su vez, solo pueden ser el resultado de nuevas
relaciones de fuerza establecidas en el escenario bélico. No se puede
seguir luchando y no se puede dejar de luchar. Esa es la maldición de las
guerras de conquista y por eso el delito mayor es desencadenar una. Los
que sí creemos en el Derecho, nos resignamos a aceptar que, en
determinadas condiciones, el Derecho solo se puede imponer, restablecer
o revisar impidiendo militarmente la victoria del agresor militar: siempre
y cuando, claro, los ucranianos –a los que no se puede obligar ni a luchar
ni a rendirse– así lo decidan. Es normal, por otra parte, que los ucranianos
cierren filas en torno a su gobierno y que reclamen el aumento de una
ayuda militar que nosotros, en cambio, juzgamos excesiva o peligrosa. La
ventaja de los que no estamos obligados a ser ni pacifistas ni soldados es
esta: podemos dar la razón a los ucranianos sin hacernos ilusiones sobre
Zelensky o sobre los que, en su propio interés y casi siempre de manera
irresponsable, le prestan ayuda desde fuera. Deberíamos utilizar esa
ventaja para alertar, como hacemos, sobre el peligro de la escalada
armamentística (¿cuántas armas? ¿cuáles? ¿a dónde?) pero también para
disputar el monopolio de la solidaridad a nuestros gobiernos. Los
palestinos y los saharauis se sienten abandonados por los Estados y
acompañados por las izquierdas; a los ucranianos les ocurre exactamente
lo contrario. En cuanto a los sirios, los abandonaron todos.
Los palestinos y los saharauis se sienten abandonados por los Estados y
acompañados por las izquierdas; a los ucranianos les ocurre exactamente
lo contrario
El segundo dilema, prolongación del anterior, es aún más inquietante.
Porque si los rusos llegan de pronto a la conclusión de que no pueden
ganar esta guerra, reputada una “cuestión existencial” (una especie
de lebensraum putinesco), existe el riesgo no desdeñable de que Rusia, en

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lugar de ceder, acabe recurriendo al armamento nuclear. Una Rusia fuerte
es peligrosa para Ucrania; una Rusia débil es peligrosa para el mundo.
Otro motivo, se dirá con razón, para negociar. Sin duda. Ahora bien, este
es el tercer dilema concomitante: ¿para negociar quién? ¿Para negociar
qué? ¿Qué quiere Rusia? Nos tomamos muy en serio –y hacemos bien–
viejas declaraciones de Albright, Brzezinski o Kaplan, pero no hacemos lo
mismo con las de Putin, Lavrov, Medvédev o Karaganov. No solo no
escuchamos a las izquierdas locales, ucraniana y rusa, sino que, contra
todas las evidencias, atribuimos a Rusia una racionalidad geopolítica que
su declarado proyecto ideológico-imperial desmiente. No hay ningún
motivo fundado para pensar que Rusia se conformaría con la neutralidad
de Ucrania y un estatuto de autonomía para el Donbass. La idea de que
habrá que ofrecer a Rusia una salida para evitar males mayores es sin duda
realista y sensata; la idea de que Rusia está pidiendo o deseando esa salida
–que la UE y la OTAN le negarían– no se corresponde, me parece, con la
realidad. Al menos de momento. Lo malo es que la prolongación del
“momento”, responsabilidad rusa, mérito de la resistencia ucraniana,
renueva sin parar todos los dilemas y agrava sin solución todos los
peligros.
Habida cuenta de estos principios y estos dilemas, ¿cuáles son nuestras
propuestas?
Faltos de recursos y de imaginación, creemos suficiente repetir la
palabra “paz” tantas veces como sea necesario para que pierda todo
significado. Lo pierde, entre otras razones, porque los que la pronuncian
con solemne unción moral no la dirigen contra el belicismo activo de
Rusia sino contra el presunto ardor guerrero y el ansia de victoria de los
ucranianos, a los que estas voces imaginan ya tomando y destruyendo
Moscú con ayuda de la OTAN. No sé cuántos generales o políticos en
Washington estarán soñando esa escena; seguramente algunos; pero sí sé
que es necesario inventarla y anticiparla para dar sentido al pacifismo
suntuario de los que no estamos en guerra. Solo se puede ser pacifista en
Madrid si se considera que España es causante o cómplice de la guerra; y
solo se puede solicitar que las instituciones internacionales se hagan cargo
de los daños causados por Rusia –como proponía un reciente manifiesto–
si se considera que Rusia es, de alguna manera, inocente de la destrucción
“natural” de Ucrania. Puede que mi fantasía haya excogitado un “muñeco
de paja”, pero son muchos los articulistas de izquierdas que, con la mejor
intención del mundo, acostumbrados a pensar contra los EE.UU. y la
OTAN, están defendiendo estos días un pacifismo vacío que, sin querer,
invierte los papeles: como la OTAN no está interesada en la democracia –

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lo que nadie puede negar– es que la OTAN está atacando Rusia; como los
ucranianos desean la victoria en una guerra que se les ha impuesto, son
los ucranianos los que están invadiendo Moscú. No es un muñeco de paja:
es –dice un amigo– el pasadocentrismo de tantos y tantos que no son
capaces de concebir ni su militancia ni su prestigio sin la centralidad de
los viejos enemigos y sin la soledad heroica de las viejas izquierdas
derrotadas.
Reconozcamos que la izquierda española, incapaz de movilizar a los
ciudadanos, puede hacer muy poco. Puede hacer apenas dos o tres cosas.
Una, no utilizar de manera partidista la guerra en Ucrania para dirimir
luchas internas destructivas. Otra, situarse públicamente al lado de los
ucranianos y de la mayoría social que los apoya, de manera que nadie
pueda obtener ninguna ventaja política de nuestra ambigüedad o nuestro
elitismo. Otra, dar visibilidad a las izquierdas ucraniana y rusa que, por
distintas vías y con distintos recursos, se oponen a la invasión de Ucrania;
lo que incluye, sin duda, esa resistencia no violenta a la que se refería
Gerardo Pisarello en un reciente artículo. Otra –en fin– deliberar sobre el
papel de Europa en un contexto complejo de guerra en el que, desunida y
desnortada, pero más necesaria que nunca, tiene que compartir el mundo
con un imperio fallido (Rusia), un imperio en decadencia (EE.UU.) y un
imperio en ciernes (China), tres potencias peligrosas con las que habrá
que llegar a acuerdos sin renunciar a los propios valores. Y todo ello, ay,
en medio de una sociedad global que, de alguna manera, da por perdidos
o por inútiles el Derecho y la democracia –y busca apenas un mechinal
con techo, a cubierto de la lluvia, en las angosturas de la realpolitik.
Penumbra
Durante algunas décadas hemos creído poder pasar, a fuerza de aceleración
capitalista, de la penumbra a la luz; ahora nos damos cuenta de que estamos a
punto de dejar la penumbra, donde el asombro era aún posible, para pasar a las
sombras
Santiago Alba Rico 16/04/2022

Los romanos lo llamaban “umbra”, término directamente volcado en el


francés “ombre” y en el italiano “ombra”. En castellano, en cambio, se dice
“sombra”, con ese sonido espeso y sibilante que adensa la palabra y su
contenido. A partir del prefijo “sub”, arrimado y sumergido en su voz
como un grumo en el paladar (sub-umbra), “sombra” tiene más carne,
más ramas, más follaje que “ombra”. También da más miedo: la sombra
susurra desde otros reinos más oscuros. Estamos siempre, para bien o
para mal, “bajo la sombra”.

101
La sombra se presenta ante nuestros ojos de tres formas. Los árboles
dan sombra. Los cuerpos tienen sombra. El mundo es una sombra.
Empecemos por los árboles. Hace años, en un libro de pequeñas
ficciones verdaderas, recogía yo la noticia de un árbol del bosque de
Birnam (¡el famoso bosque de Macbeth!) que había recorrido tres mil
kilómetros para socorrer a una niña que se había quedado dormida bajo el
sol en Mauritania. La sombra de un árbol es algo así como una manta de
verano, la colcha inmaterial con que nos cubrimos para protegernos de la
canícula. Los árboles, en efecto, nos arropan contra el sol: cuando el calor
aprieta, nos echamos por encima el chal de una sombra azul. Algunos
árboles, lo sabemos, dan mejor sombra que otros. Los de Birnam eran
robles, de troncos fuertes y hojas complicadas como cristales de nieve.
Pero los mejores, se dice, son el plátano, llamado precisamente “de
sombra”, que guarece muchas de nuestras plazas y avenidas; el fresno,
primer árbol de la creación, de copa apretada y tupida; el altísimo álamo;
el sauce que llora en nuestros jardines; el aligustre, el abedul, el castaño,
el elegante aliso que murmura en las orillas de nuestros ríos. Hace un año,
un vecino desaprensivo taló el ailanto que, por encima del muro,
proyectaba su sombra sobre nuestra terraza. El árbol era suyo, pero la
sombra no; si declaráramos las sombras propiedad común inalienable de
la humanidad no se perderían todos los años tantas hectáreas de bosque
como territorio tiene Andalucía. ¡Talad los árboles, pero dejad las
sombras! Nadie es dueño del tintineo de una campana, del destello de un
espejo, del color de una fruta, del efecto devastador de una mirada. Hay
un cuento chino en el que un hombre pobre compra a un rico propietario
la larga sombra del sauce bajo la que se resguardaba con sus amigos y de
la que había sido expulsado; junto a la sombra compra de algún modo,
para todos, el mundo entero, pues con la posición del sol la sombra se
desplaza en todas direcciones y alcanza todos los rincones. Solo al
mediodía un árbol es de sí mismo y de su propietario.
La sombra sale de nosotros, nos sale de dentro, siempre enganchada, y
solo se despega en el momento de la muerte
También los cuerpos humanos tienen sombra. En un famoso relato del
romántico alemán von Chamisso, La maravillosa historia de Peter
Schlemihl, un ambicioso joven sin empleo, al contrario, vende su sombra
por un puñado de oro y con ella, de esa manera, lo pierde todo. Es
extraño. Podemos vivir sin pelo, sin zapatos, sin voz, pero esa metonimia
semifísica de nuestro cuerpo, que se nos adelanta cuando caminamos de
espaldas al sol, y que no podemos pisar, nos concierne mucho más que
nuestra imagen en el espejo. La sombra sale de nosotros, nos sale de

102
dentro, siempre enganchada, y solo se despega en el momento de la
muerte. Esa es la creencia extendídisima en muchas culturas de la tierra,
antiguas y modernas. Por eso, del singular al plural, si la sombra es fresca
y ligera, las sombras son oscuras y oprimen el alma. El Hades, el reino de
los muertos de la mitología griega, estaba poblado de sombras secas,
excrecencias espectrales de aquellos que alguna vez fueron hombres vivos.
“Vagan exangües, sin cuerpo y sin huesos, las sombras”, dice Ovidio
recordando los viajes de Ulises y Eneas al báratro subterráneo, donde
hablaron –respectivamente– con las sombras de su madre Anticlea y de su
padre Anquises. Prolongación estricta de la Odisea y de la Eneida, el
infierno de Dante está asimismo poblado de “sombras”, pues los reos, pese
a que el cristianismo les ha dado carne, han sido contagiados por la
oscuridad en la que habitan y no reflejan ya la luz. Cuando uno pierde su
sombra es porque ha huido al otro mundo y, desconectada de nuestro
cuerpo, nos ha dejado encerrados en nosotros mismos, donde ya no
estamos: en la prisión vacía del cenit. El mediodía, y no la medianoche, es
la hora de los muertos; la hora en la que todos estamos muertos.
Por eso mismo, la literatura ha explorado esta dimensión metonímica
de la sombra como doble y como apariencia. Desde el mito de la caverna
de Platón el mundo mismo ha sido concebido como un recinto de vagas
siluetas engañosas. “Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una
ilusión, una sombra, una ficción”, proclama, muy izquierdista, nuestro
Calderón. Como una sombra se proyecta la sospecha: la sospecha de que
nuestros sentidos nos escamotean la verdad: la sospecha de que el árbol
no nos deja ver el bosque, de que ese pájaro es un dron, de que ese
príncipe es una rana. Las sombras son los muertos; la sombra es la nuclear
inconsistencia del cosmos y sus criaturas. Mediante la sinestesia más
bella, más radical y más platónica, lo resumía así Miguel Ángel: “El sol es
la sombra de Dios”. ¡El sol mismo, con su luz y su calor, es apenas la
sombra del verdadero ser! Ahora bien, frente al izquierdismo de Calderón,
es difícil afirmar de un modo más optimista e inmediato el mundo: si el
sol es la sombra de Dios, la sombra de Dios es el sol. A partir de este
sencillo hipérbaton operamos un curioso volteo metafísico que pone la
certeza del sol en el centro de nuestras vidas: de lo que no podemos dudar
es precisamente de esa fuente de luz que introduce, salvo al mediodía,
hora de la muerte, todas las sombras. La sombra es también nuestro sol.
La sombra es también nuestra linterna. Permanece inseparable, desde
luego, de la belleza, tal y como demostró el japonés Junichiro Tanizaki en
su maravilloso ensayito de 1933, El elogio de la sombra. Frente al dominio
de la civilización cenital, con sus luces siempre encendidas y sus pantallas

103
siempre en el centro, el japonés tradicional se reservaba un lugar especial
en el salón, el toko no ma, réplica y contrapunto del fuego, un hueco en la
pared donde se iban depositando las sombras: donde, si se quiere, iban
sedimentando, como en el fondo de un vaso, los posos del tiempo.
En todo caso, la duplicidad simbólica de la sombra (la sombra del árbol,
las sombras de los no-cuerpos) enraíza en dos campos semánticos
diferentes, separados por la distancia que existe entre estos dos títulos
famosos: Los gozos y las sombras, la conocida saga de Torrente Ballester,
y A la sombra de las muchachas en flor, el del segundo volumen de En
busca del tiempo perdido. En el de Ballester gozos se opone a “sombras”
como placeres a penas, en una imagen que evoca los “trabajos” de
Hesíodo, inseparables espinas de la naturaleza humana; en el de Proust –
el más cursi del mundo si no lo leyéramos desde la obra misma–
volvemos, en cambio, a ese mundo vegetal, íntimo y colorido, ligero y
excitante, en el que los árboles constituyen nuestro primer y único
resguardo frente a los “trabajos” del sol. Muy claro lo deja, por su parte, el
poeta Pedro Salinas en estos versos: “Tu presencia y tu ausencia/ sombra
son una de otra, /sombras me dan y me quitan”, donde el cuerpo de la
amada es inaferrable como una sombra (“tu cuerpo nunca, tus labios
nunca”) pero cuyas intermitencias en el espacio ensombrecen fatalmente
el ánimo del amante: si ella está, es una sombra; si no está, me deja en
sombras.
El asombro, que fue el origen de la filosofía, ha dejado su sitio al
narcisismo tecnológico y sus pinchazos solubles en agua turbia
Podemos seguir esta diferencia asimismo en una bifurcación lingüística
extraña y hermosa: la sombra produce el verbo “asombrar”, las “sombras”
el adjetivo “sombrío”. Los italianos “si stupiscono”, “se asombran”, un
vocablo relacionado con nuestro “estupor” y nuestra “estupidez”, estado
pastoso de pasmo traumático; los franceses, por su parte, “s'étonnent”,
que tiene más que ver con el aturdimiento consecuencia de la “tonnerre”,
la sacudida acústica del trueno y la tempestad. En cuanto al castellano,
nos cuenta Corominas que el “asombro” es un término nacido en el
ámbito de las caballerías, a las que sobresalta el paso de una sombra. Los
caballos se asustan, al parecer, de su propia sombra; se asombran de sí
mismos, como si fueran otros que se acercan desde el mundo,
sigilosamente, para amenazarlos u ocupar su lugar. Nos asusta un poco, es
verdad, la independencia del mundo y, por eso mismo, un mundo sin
asombro es en realidad un mundo desprovisto de mundo: un mundo en el
que todo depende ilusoriamente de nosotros mismos. “Nihil admirare”,
recomendaba el estoico Horacio a esos viejos romanos que se asombraban

104
de todo, como niños, y sucumbían luego al dolor y la decepción. Hoy nos
pasa lo contrario: no nos asombramos de nada, ni siquiera del estampido
de una bomba, ni siquiera de la belleza de un árbol, porque ya no
reconocemos ninguna existencia en el exterior. El asombro, que fue el
origen de la filosofía, ha dejado su sitio al narcisismo tecnológico y sus
pinchazos solubles en agua turbia. Filosofía quería decir eso: mirar el
fuego como si lo viéramos por primera vez, mirar el cielo como si fuera a
caer sobre nuestras cabezas, mirar tu mano como si no me hubiera tocado
nunca.
En cuanto al adjetivo “sombrío”, conviene pensarlo por oposición a
“umbrío”. No dejan de ser curiosos estos itinerarios cruzados entre
idiomas, pues la “umbra” latina, lo hemos dicho, dio lugar a “l'ombre” del
francés –que sin embargo usa “sombre” para las pasiones oscuras–
mientras que desprendió en castellano el apacible “umbrío” de los jardines
arbolados y las pérgolas emparradas de los primeros besos. Sombrío es el
ánimo triste, la bombilla desnuda sobre un plato lleno de moscas, el
rincón visitado por la muerte; umbrío, en cambio, es el follaje tentador de
un paseo vespertino. Una de mis mayores decepciones lingüísticas fue
descubrir, hace pocos años, que el “umbral” de la casa no mantenía
relación alguna con la sombra; que no es, como yo creía, el vano umbrío
donde, viniendo del exterior, uno se alivia del sol. Descubrí que en origen
se decía “lumbral”, “el lumbral”, término que combina el límite –limes– y
la luz –lumen– para designar la frontera material entre la intemperie y el
fuego del hogar (lo que tiene también, qué duda cabe, su belleza).
Una de mis mayores decepciones lingüísticas fue descubrir que el
“umbral” de la casa no mantenía relación alguna con la sombra
Llego así, en todo caso, a la palabra mencionada en el título, la que más
me gusta de este campo semántico, indisociable de la oposición
“sombrío”/”umbrío”. Me refiero a “penumbra”, esa casi-umbra, como es
una casi-isla la península: la zona intermedia entre la luz y la sombra, ese
momento un poco ambiguo en que dejo languidecer la tarde de verano sin
encender la lámpara. Cada vez que la pronuncio, no puedo dejar de
pensar en esos dos poemas insuperables que Borges escribió en 1964 para
invocar la imagen del filósofo Spinoza. Los dos llevan ese título, “Spinoza”,
y la primera estrofa de ambos incluye la palabra “penumbra”, que puede
interpretarse de forma simbólica (en alusión a la intimidad casi
clandestina del pensamiento spinozista) pero que en la pluma de un gran
poeta adquiere un rango físico, espacial, de claridad insoportable. El
primero dice así: “Las traslúcidas manos del judío/ labran en la penumbra
los cristales/ y la tarde que muere es miedo y frío./ (Las tardes a las tardes

105
son iguales)”. El segundo recoge la misma atmósfera de trabajo
introspectivo bajo una luz crepuscular, aunque la mirada, centrada antes
en las manos y las lentes, ahora se dirige a la obra ya virtualmente
acabada: “Bruma de oro el Occidente alumbra/ la ventana. El asiduo
manuscrito/ aguarda ya cargado de infinito./ Alguien construye a Dios en
la penumbra”. Borges, que en 1969 escribió también un Elogio de la
sombra, apología de su ceguera, no utiliza en vano la palabra “penumbra”.
Spinoza no trabaja en la oscuridad, porque en los Países Bajos, hacia 1660,
había todavía suficiente luz para que un judío pudiera vivir sin ser
perseguido y porque Spinoza, mientras pensaba, barría parcialmente las
sombras del mundo. La luz, en todo caso, es muy holandesa, muy
acaramelada, un poco fría, de rescoldo solar y candela trémula. Si
exploramos pictóricamente la diferencia entre sombra y penumbra,
podemos decir que nadie supo representar las sombras como Goya en sus
pinturas negras (pienso concretamente en esa angustiosa “Romería de san
Isidro” en la que las capas negras de los romeros se tragan hacia atrás
Madrid entero) y nadie supo reproducir la penumbra como Rembrandt,
nacido, al igual que Spinoza, en la ciudad de Amsterdam. Es difícil, en
efecto, leer los poemas de Borges y no pensar inmediatamente en un
cuadro de 1632, Filósofo en meditación, que uno creería inspirado, a su vez,
en el autor de la Éticasi no fuese porque Spinoza nació precisamente ese
año; o en el poema de Borges si no faltaran más de tres siglos para que
éste lo escribiera. Lo cierto es que ahí está pintada la atmósfera que el
poeta absorbe y despliega en la palabra “penumbra”: la luz crepuscular,
como un incendio, en la ventana, el pensador barbudo absorto en su
laberinto bajo la escalera tortuosa, el fuego del hogar, en el rincón
opuesto, enrojeciendo ligeramente el aire. Solo en la penumbra los objetos
pueden estar tan quietos; solo en la penumbra el pensamiento –o el amor–
pueden estar tan vivos.
Al contrario de lo que nos hizo creer Platón, la batalla humana no se
libra entre las sombras y la luz sino entre la penumbra y las sombras. O
digamos –para hacer justicia a Platón– que hay que dar la batalla entre las
sombras y la luz con la esperanza de alcanzar, a lo sumo, un cierto estado
de penumbra. No sé cómo se dirá en japonés, pero es muy evidente,
leyendo su ensayo, que Tanizaki estaba reivindicando la penumbra, no la
sombra y mucho menos las sombras. Somos seres penumbrosos, los
humanos, cuando no somos sombríos; y con la penumbra, sol entre el
follaje, picnic sobre la hierba, conservamos la belleza difícil, la razón
temblorosa y la tierra herida. Durante algunas décadas hemos creído
poder pasar, a fuerza de aceleración capitalista, de la penumbra a la luz;

106
ahora nos damos cuenta de que, al revés, por ese camino, estamos a punto
de dejar la penumbra, donde el asombro era aún posible y los alisos daban
sombra, para pasar a las sombras, donde nos esperan los muertos airados
en el sol terrible del mediodía.
Ay, qué ganas de labrar lentes, de pensar despacio, de retener árboles y
contar piedras, de cogerte la mano en la penumbra sin lámparas de un
larguísimo atardecer.
Ucrania y la izquierda
Un sector de la derecha y uno de la izquierda están de acuerdo en que está
bien bombardear a civiles, a condición de que los bombardeados sean malos.
Comparten la misma visión nihilista sobre la legalidad internacional
Santiago Alba Rico 8/04/2022
Han escandalizado con razón las declaraciones de María Jamardo,
periodista radical, en un programa de Telecinco: “Ni el que bombardeaba
era tan malo ni los que eran bombardeados eran tan buenos”, refiriéndose
al bombardeo de Gernika por los nazis en 1937, crimen invocado por el
presidente ucraniano en su comparecencia ante el Congreso de los
Diputados el pasado martes. Zelenski, mal informado, creyó haber
encontrado un símbolo universal capaz de concitar a su favor la
imaginación indignada de todos los españoles; ignoraba que nuestro
batallón Azov, mucho más numeroso que el ucraniano, sigue justificando
el golpe de Estado de Franco y agradeciendo la ayuda alemana contra los
malvados comunistas y los perversos separatistas vascos. Ahora bien, lo
que tampoco sabía Zelenski es que sus palabras iban a molestar asimismo
a un sector de la izquierda (al que yo llamo “estalibán”) que ha
considerado que las palabras de Jamardo, monstruosas en el caso de
España, sí son aplicables, en cambio, al de Rusia y Ucrania: ni los
bombardeadores rusos son tan malos ni los bombardeados ucranianos son
tan buenos. Aún más: los rusos son de algún modo los buenos, pues están
bombardeando a los nazis ucranianos. Un sector de la derecha y un sector
de la izquierda están de acuerdo en que está bien bombardear a civiles en
otro país, a condición de que los bombardeados sean malos. Comparten la
misma visión nihilista sobre el derecho y la legalidad internacional;
discrepan sobre el contenido de la maldad a extirpar.
Si probamos que los ucranianos son los culpables, entonces podemos
creer lo que dice el Kremlin. Esta inversión de papeles es la norma
propagandística de las agresiones imperiales
Esta argumentación estalibana –multiplicada en tuits durante los
últimos días– es uno de los proteicos procedimientos, unos más
inteligentes, otros más romos, empleados desde la izquierda para clonar
sin mucha vergüenza la propaganda del agresor ruso. No es que no sepan
107
que hay que desconfiar de la propaganda de una potencia invasora; lo han
hecho siempre, y con tino, mientras el invasor era EE.UU. o la OTAN. No
se puede dar credibilidad, lo sabemos, a lo que dice un asesino; si quiero
creer en sus palabras, en consecuencia, necesito exculpar o atenuar su
participación en el crimen. Para confiar en la propaganda rusa, en
definitiva, como otras veces ocurrió con la estadounidense, es necesario
invertir la relación víctima/victimario y atribuir toda la responsabilidad de
lo que está ocurriendo al bombardeado. Si probamos que los ucranianos,
marionetas de la OTAN y los EE.UU., son los culpables, entonces
podemos creer y repetir lo que dice el Kremlin. Esta inversión de papeles,
de una notable infamia ética, es la norma propagandística de las
agresiones imperiales y así la criticamos en Iraq y Afganistán. Hoy
sucumben a esta norma muchos izquierdistas que, entre el negacionismo
y la contextualización, no tienen empacho en oponer al pensamiento
mainstream pro-ucraniano la propaganda mainstream pro-invasión. Las
matanzas de Bucha han activado verdaderos delirios. Se ha llegado a
regañar a los periodistas sobre el terreno –gente como Alberto Sicilia,
Hibai Arbide o Mikel Ayestaran– por tomarse en serio los testimonios de
los supervivientes y no hablar de “presuntos crímenes de guerra”, cautela
judicial que, en realidad, algunos querrían extender a la guerra misma:
“presunta” invasión rusa, “presuntos” bombardeos sobre Ucrania,
“presunto” asedio a Mariupol. Rusia no puede estar haciendo lo que se le
atribuye porque es la víctima; y es víctima también, por tanto, de la
propaganda enemiga. Analistas finos y panfletarios necios, políticos
travestidos de periodistas y estalibanes chiflados comparten este
horizonte fáctico, matriz de todas sus semejanzas discursivas: si Rusia
invade Ucrania, es EE.UU. quien invade Ucrania; si Rusia bombardea
Ucrania, es la OTAN quien bombardea Ucrania. No está ocurriendo lo que
está ocurriendo sino todo lo contrario. El negacionismo no puede ceñirse,
no, a las matanzas de Bucha; las matanzas de Bucha pueden ser negadas,
al revés, porque se niega de raíz la agresión de Putin y, por lo tanto, sus
consecuencias. Si no fuese trágico, resultaría enternecedor ver a tanta
gente adulta, algunas veces sensata, a veces incluso amiga, arrastrada por
esta necesidad infantil de creer en la bondad o, al menos, la legitimidad de
“nuestro” criminal preferido.
Hay un rescoldo soviético en la rebeldía antisistema de cierta izquierda,
como hay un rescoldo de nostalgia franquista en la rebeldía antisistema de
la derecha
¿Y por qué es “nuestro”? Nos asaltan como regüeldos de la Guerra Fría.
Algunos, incluso muy jóvenes, sucumben a la ilusión porque, pese a sus

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alianzas con la extrema derecha mundial, pese a sus declaraciones contra
Lenin, ven una continuidad entre Putin y la revolución bolchevique. Hay
un rescoldo soviético en la rebeldía antisistema de cierta izquierda, como
hay un rescoldo de nostalgia franquista en la rebeldía antisistema de la
derecha. La mayoría sucumbe, en todo caso, porque siguen pensando, en
definitiva, la inquietante pluralidad del nuevo orden mundial con años de
retraso; es decir, contra la hegemonía absoluta de los EEUU y la OTAN. Su
posición revela una especie de etnocentrismo negativo y, en realidad, muy
narcisista: son nuestras instituciones occidentales las que introducen todo
el mal en el mundo. Contra ellas no solo está permitido cualquier medio;
es peor: contra ellas, acabamos reivindicando, como política y socialmente
superiores, dictaduras atroces (pensemos, por ejemplo, en Bachar Al-
Asad) e imperialismos alternativos, como el ruso, cuya intervención
criminal en Siria pasamos por alto o defendimos como liberadora. No
cabe descartar que, si Arabia Saudí se acercase un día demasiado a China
y el régimen teocrático de Riad, hoy amigo de EE.UU., fuese cuestionado y
presionado desde la Casa Blanca, Salmán acabaría pareciéndonos
simpático y las lapidaciones revolucionarias y progresistas.
Esta inversión de papeles (entre víctimas y victimarios) suele utilizar
dos expedientes cognitivos. Uno es el fatalismo geopolítico; es decir, la
geopolítica reducida a realpolitik. El otro es el historicismo moral; es
decir, la historia concebida como guerra contra el mal. Este último es el
que, desde el lado izquierdo, reproduce la frase de Jamardo: aceptando
que Ucrania estuviera siendo bombardeada (lo que aún debe ser
probado), de algún modo lo merece por su acercamiento a la UE, la OTAN
y EE.UU.: los ucranianos no son tan buenos como parece; no son tan
buenos como nos dicen los medios. De pronto, la misma izquierda que,
con razón, dejó provisionalmente a un lado la sangrienta dictadura de
Sadam Hussein para condenar, con más razón, la invasión estadounidense
de Iraq, se vuelve ahora casuística y quisquillosa. Hay que saber si Ucrania
es y hasta qué punto una democracia, recorrer ojo avizor la biografía de
Zelenski, denunciar cada grupúsculo nazi y mostrarse muy sensible –
mientras se justifica o se silencia la tiranía del Baaz en Siria– frente a la
suspensión, por lo demás injustificable, de partidos políticos en Ucrania.
Hay que mostrarse moralmente intolerantes con los imperdonables, pero
aislados, crímenes de guerra del ejército ucraniano mientras se consideran
“presuntas” las matanzas rusas, los bombardeos rusos y la propia invasión
de Ucrania por parte de Rusia.

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La misma izquierda que considera legítimo que Latinoamérica se libre
del yugo estadounidense acepta como un dictado de la realpolitik el
derecho de Rusia a tener su “patio de atrás”
Esta criminalización casuística de la víctima suele inscribirse en un
fatalismo geopolítico resumido en un pensamiento que, incluso en los
textos más razonados y mejor documentados, asume más o menos esta
fórmula: “Es lo que ocurre cuando se mete el dedo en el ojo al viejo Oso
ruso”. La misma izquierda que considera legítimo y hasta imperativo que
Latinoamérica se libre del tradicional yugo estadounidense, la que
denunció Bahía de Cochinos y celebró la victoria cubana, la que se
muestra justificadamente indignada con cada cambio de gobierno
amañado desde Washington, acepta como un dictado de la realpolitik el
derecho de Rusia a tener su propio “patio de atrás”. Una especie de
fatalismo mecánico nos obliga a tener en cuenta las consecuencias de
meter el dedo en el ojo del Oso, que no puede evitar los zarpazos,
mientras que, al contrario, se debe revolucionariamente agujerear el
sombrero del viejo tío Sam y desplumar al Águila estadounidense. Meter
el dedo en el ojo del Oso es reprobable; arrancar una pluma del pecho del
Águila es encomiable, legítimo, necesario, festejable. Como consecuencia
de la combinación de estas dos lógicas –el fatalismo geopolítico y el
historicismo moral– este sector de la izquierda no espera jamás a los
hechos porque no espera jamás que la historia produzca ningún hecho:
sabe de antemano qué pueblos actúan de manera espontánea y cuáles
están siendo manipulados por la OTAN y EE.UU.; y decide, por tanto, qué
pueblos tienen derecho a rebelarse contra una tiranía, nacional o
extranjera, y cuáles deben someterse a las necesidades de la lucha contra
el imperialismo yanqui. De esta manera, decreta de antemano que los
hechos en Ucrania –la matanza de Bucha, por ejemplo– es propaganda
ucraniana mientras que la propaganda rusa, en el espejo, es un hecho
incontestable. El invasor es la verdadera víctima y no miente; y por eso
replicamos y difundimos sus versiones con la fruición mística del que,
contra las legañas del “pensamiento dominante”, tiene un acceso directo y
privilegiado a la verdad.
No es raro que aquí se mezclen las derechas y las izquierdas, Javier
Couso y César Vidal, Iker Jiménez y Beatriz Talegón, terraplanistas y anti-
imperialistas
Porque hay también mucho elitismo en esta izquierda estalibana a la
que le gusta tener razón contra el sentido común y el común de los
mortales, atrapados en las tripas del sistema, ciegos y mansos. Ese
elitismo es, en espíritu, el mismo que, contra el “sistema”, hemos visto

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entre los negacionistas y antivacunas durante la pandemia; y no es raro,
por tanto, que aquí se mezclen las derechas y las izquierdas, Javier Couso
y César Vidal, Iker Jiménez y Beatriz Talegón, terraplanistas y anti-
imperialistas. Como he escrito otras veces, allí donde los marcos de
credibilidad compartidos, institucionales y mediáticos, se han debilitado,
la máxima incredulidad se convierte en el umbral de la máxima
credulidad. Cuando ya no se cree en nada se está a punto de creer en
cualquier cosa. No tenemos ni siquiera una mentira compartida, de
manera que la mentira más minoritaria, la que menos gente comparte, es
la que nos parece más apetecible y por lo tanto más verdadera. La red
proporciona miles de nichos para acomodar este deseo desesperado de
“distinción”. En el caso de los izquierdismos es más doloroso y menos
justificable, pues su elitismo cognoscitivo, fruto de la impotencia para la
intervención política, agrava esta impotencia al separarse del sentido
común que querrían atraerse. Se aíslan en “la razón” frente al mundo y, de
esa manera, además de irrazonables, se vuelven políticamente inútiles. O
peligrosos.
El fatalismo geopolítico y el elitismo paranoico, fuentes cruzadas de un
mismo síndrome, acaban negando a los demás autonomía, voluntad,
capacidad de agencia. Ellos, que “saben”, no pueden hacer nada; los otros,
que hacen algo, son puros peones del mal en el tablero geoestratégico.
Inscriben así su permanente rumiar negativo en un contexto del que la
política está ausente. Y se resignan a delegar su razón impotente en la
acción subrogada de cualquier potencia lo bastante destructiva como para
desbaratar el orden mundano establecido. Así, los mismos izquierdistas
que defienden, a nivel local, el derecho a la soberanía, se la niegan a nivel
internacional a los ucranianos, a los que se pide, en nombre del pacifismo,
que se rindan al poder del más fuerte, a condición de que no sea
estadounidense. El anti-occidentalismo occidentalocéntrico desconfía de
cualquier voluntad de emancipación que no pase por los moldes anti-
imperialistas de la vieja izquierda, los cuales siguen pensando y pensando
y pensando el mundo, como decía Marx de don Quijote, “a la medida de
un orden que ya no existe”. Eso pasó ya en Siria, tal y como explica el
enorme Yassin al-Haj Saleh, uno de nuestros más grandes intelectuales,
comunista, prisionero durante dieciséis años en las cárceles de la
dictadura, en un extraordinario artículo en el que critica incluso la
posición del admirado Chomsky por su ceguera etnocéntrica. La obsesión
por EE.UU. en un mundo desordenado, en el que el mal se ha
fragmentado, descentralizado y emancipado del monopolio
estadounidense, señala atinadamente, por ejemplo, el poder de la OTAN,

111
pero infravalora como subordinados, subsidiarios o inofensivos otros
peligros –para la democracia y la libertad de los pueblos– que determinan,
sin embargo, el destino individual y colectivo de buena parte del planeta.
Chosmky, por supuesto, no se hace ninguna ilusión sobre Putin; todo lo
contrario. Pero su neurosis antiestadounidense lo llevó a abandonar en
Siria a los que se jugaron y, en muchos casos, perdieron la vida luchando
contra la dictadura; y a alimentar en Ucrania la tesis de que la invasión
rusa es, de alguna manera, una respuesta automática al cerco de la OTAN.
La izquierda está perdiendo no solo la ocasión de simpatizar con una
causa justa; está perdiendo también la oportunidad de criticar a Europa
por lo que merece ser criticada
Contextualizamos y contextualizamos y contextualizamos; y
sospechamos y sospechamos y sospechamos. Y a fuerza de contextualizar
y sospechar disolvemos la responsabilidad rusa en una guerra perpetua
entre males equivalentes, un magmático conflicto interimperialista, una
impersonal crisis capitalista, una consecuencia “natural” del declive
civilizacional, etc. Nos ocupamos tanto de la historia y las “estructuras”
que derretimos en ella la decisión de Putin de invadir un país soberano y
generar miles de muertos y millones de refugiados. Si tuvo algún sentido
invocar la legalidad internacional contra la invasión de Iraq, tiene también
sentido invocarla contra la invasión de Ucrania; si tiene aún sentido
distinguir entre negociaciones, presiones, sanciones y agresiones
militares, tiene sentido denunciar a la Rusia de Putin como única
responsable de una situación nueva en la que la paz mundial y la
supervivencia planetaria, junto a la vida de ucranianos y rusos, está
trágicamente en peligro. Toda la razón que pudiera tener Putin contra la
OTAN quedó atrás desde el mismo momento en que su ejército cruzó la
frontera de Ucrania y, con ella, la línea que separa un movimiento
geopolítico de una agresión armada. No hay automatismos en la historia.
La OTAN es responsable de haber gestionado mal la victoria en la Guerra
Fría, como las potencias europeas gestionaron mal la derrota de Alemania
en la I Guerra Mundial. Pero los ucranianos no son víctimas de la OTAN,
como los judíos no fueron víctimas del tratado de Versalles. Aún más: es
terrible decirlo, pero Putin ha demostrado que en estos momentos no hay
una alternativa a la OTAN. La izquierda europea debería estar pensando
en propuestas al respecto para el futuro en lugar de predicar un pacifismo
que tiene mucho sentido en Rusia, contra la decisión de su gobierno de
hacer la guerra, pero que en Ucrania es sinónimo de sometimiento y
rendición. Los ucranianos han decidido no rendirse y nadie, me parece,
debería reprochárselo.

112
La izquierda está perdiendo no solo la ocasión de simpatizar, contra
Vox y al lado de una mayoría sensata, con una causa justa; está perdiendo
también la oportunidad de criticar a Europa por lo que merece ser
criticada: por su lenta putinización, de la que también tienen buena parte
de culpa las instituciones. Lo he dicho otras veces: Europa no tiene ni gas
ni petróleo y por ello depende trágicamente de fuentes cada vez menos
seguras. Lo único que tiene son “valores”, “prácticas”, “modelos de
intervención política” que está perdiendo rápidamente sin haberlos
consolidado nunca del todo. Muchas veces se ha traicionado a sí misma
en el exterior apoyando intervenciones malhadadas, de carácter
económico o militar, o cerrando fronteras a inmigrantes y refugiados, y
ello de tal manera que para buena parte del mundo, sumergida en una
crisis sin precedentes, no es ya un ejemplo a seguir. Pero también, al
revés, ha ocurrido que ese mundo desconfiado, en plena
desdemocratización, ha penetrado en Europa. Putin ya había invadido
sigilosamente la UE a través de partidos ultraderechistas que, en Hungría,
en Francia, en Italia, en España, cuentan con mucho más apoyo que sus
equivalentes en Ucrania. En este trance difícil, nuestro cometido debe ser
el de “desnazificar” desde dentro Europa mediante una profundización de
la democracia; es decir, mediante políticas sociales, civiles y económicas
que consoliden y aumenten nuestros derechos democráticos. Si no
presionamos para que la UE sea más justa, más democrática, más
independiente, más ecologista, más hospitalaria, de nada servirá que
Putin pierda la guerra en Ucrania porque la habrá ganado en Europa.
Esta es la paradoja: una invasión se ha convertido en guerra gracias a la
resistencia ucraniana. Es una guerra de independencia. Es prioritario
evitar que esa guerra involucre a la OTAN; es prioritario apoyar, defender,
asegurar la independencia de Ucrania. Nuestro belicismo debe estar
limitado por la necesidad de evitar un conflicto internacional y una
confrontación nuclear; nuestro pacifismo por la necesidad de afirmar la
justicia y el derecho internacional. Ese es el dilema, creo, sobre el que
debería estar discutiendo la izquierda y no sobre si se debe aplaudir o no a
Zelenski en el Parlamento o sobre si en el batallón Azov son todos nazis o
hay también anarquistas. O –por Dios– sobre si los supervivientes de
Bucha mienten o no. El dilema es tan grande, está tan lleno de peligros y
de incertidumbres, requiere hasta tal punto de toda nuestra inteligencia y
de toda nuestra serenidad, que no deberíamos hacernos culpables de
emborronar la única cosa que la izquierda, como todo el mundo, debería
tener clara: quién es el agredido y quién es el agresor. A quién tenemos
que apoyar –al menos mentalmente– y a quién tenemos que condenar.

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El velo y la corbata
El vídeo de Zemmour y Rachida expone la normal islamofobia de un país en
el que el único consenso entre la mayor parte de los partidos políticos es el de
concebir el republicanismo como una forma de racismo
Santiago Alba Rico 28/01/2022

El pasado 25 de octubre circuló un vídeo en el que el libelista Eric


Zemmour, poco antes de presentar su candidatura a la presidencia de la
república francesa, abordaba en la calle a una mujer velada. Era una
francesa musulmana a la que el periodista encargado de la emisión
presentaba como Rachida, porque es habitual, sobre todo si su origen es
árabe, que las mujeres no tengan apellido: Zemmour versus Rachida, en
un combate cuyo resultado estaba ya decidido desde la nominación
misma de los contrincantes. Rachida, en todo caso, era una mujer entera,
desenvuelta y elocuente que plantó cara, en un francés sin tacha, a la
condescendencia agresiva del político, empeñado desde el principio en
separar a su compatriota (lo que los yihadistas llamarían takfir) de la
comunidad nacional francesa. Zemmour comenzó con un malhadado
paralelismo de cuya torpeza se dio cuenta enseguida: “¿Llevaría usted
minifalda en La Meca?”, una pregunta en la que afloraba la sacralización
paralela del espacio civil inherente al mal llamado “laicismo republicano”.
En La Meca del laicismo, que son las calles de Francia, es obligatorio vestir
a la francesa, mientras que Rachida –le reprochaba Zemmour– iba vestida
de musulmana. Los franceses, obviamente, no van vestidos de “franceses”
sino de Zara, de Mango, de Springfield, de Bershka y, en todo caso, con el
uniforme de su clase social, su edad o su tribu urbana; pero de lo que se
trataba era de negar la francesidad del velo y, por lo tanto, de su
portadora. “Usted no es francesa”, le estaba diciendo Zemmour y no lo era
porque, pese a que pagaba sus impuestos, llevaba a sus hijos a una escuela
pública y hablaba la lengua de Racine (como la propia Rachida le recordó)
era musulmana; y no se puede ser francés y musulmán al mismo tiempo.
Zemmour, en definitiva, le estaba negando la nacionalidad: Rachida era
un cuerpo extraño, una intrusa, una quintacolumnista de le grand
remplacement denunciado por Renaud Camus y aceptado por buena parte
del arco político de la nación vecina. La llamada “ley contra el separatismo
islamista” de febrero de 2021, cuya aplicación ha llevado ya al cierre de
numerosos lugares de culto y organizaciones musulmanas, participa de
esta lógica nacionalista zemmouriana y, paradójicamente, por eso mismo,
es casi tan islámica como el islamismo que quiere combatir. He hablado
del takfir, la excomunión de los enemigos practicada por los grupos
yihadistas; pero se podría mencionar también la fitna, el pecado mayor
114
para las escuelas coránicas: la voluntad –es decir– de fracturar o debilitar
la umma o comunidad de los creyentes. Rachida estaba siendo
excomulgada por portar el velo, expresión de su voluntad de secesión de
la nación francesa.
Si hay algo intimidante y violento en el asalto del libelista, y de frágil e
indefenso en el gesto de su víctima, es la conciencia que ésta tiene de vivir
en un contexto de persecución religiosa
Ahora bien, para encerrar a Rachida en este espejo “laico” de la
exclusión yihadista, era necesario sostener que el velo, con independencia
de la voluntad de su portadora, era objetivamente un signo religioso: el
símbolo indumentario de una religión, precisamente, que no reconoce la
voluntad individual. Zemmour, que había reculado varias veces ante la
firmeza de Rachida, encontró de pronto la fisura; de hecho se la
proporcionó un pequeño error de su víctima. Basta ver la expresión de
alivio exultante del libelista, fatuo e infantil, para entender que hasta
entonces iba perdiendo y que no estaba dispuesto a dejar pasar la
oportunidad que se le brindaba. En un momento dado, ante la insistencia
para que demostrara su francesidad retirándose el velo de la cabeza,
Rachida dice: “Yo me quito el velo si usted se quita la corbata”. Zemmour
acepta casi relinchando de felicidad; está dispuesto a desnudarse, si hace
falta, porque sabe, como sabemos los espectadores, que no hay
equivalente subjetivo entre una corbata y un velo. A la defensiva, quizás
recordando la ley Sarkozy de 2004, Rachida ha repetido una y otra vez:
“No es un símbolo religioso”, “no es un símbolo religioso”, pero Zemmour
se despoja de la corbata, con rápida desenvoltura de matón de barrio,
mientras que a Rachida, que ya no puede arrepentirse, le tiemblan las
manos. Es un momento duro, porque percibimos el pudor y la desnudez
que embarga a Rachida; y la victoria de Zemmour es la victoria pública,
obscena, de un macho colonial sobre un cuerpo femenino desarmado.
¿Cuál es el error de Rachida? El de no atreverse a decir la verdad. ¿Cuál
es esa verdad? Que para ella, como para la mayor parte de las
musulmanas, el velo es, en efecto, un símbolo religioso; un vínculo visible
de religiosidad íntima. ¿Y qué? ¿Por qué no decirlo? Claro que hay
racismo chovinista por parte de Zemmour: incluso “nuestras” creencias
religiosas –viene a decir– son cultura, y alta cultura, mientras que
“vuestras” expresiones culturales son religión, y una religión fanática, anti-
republicana y, en consecuencia, antifrancesa. Sin embargo, más allá de
esta arrogancia supremacista, Zemmour sabe que su corbata –de origen
militar, por cierto– no tiene para él la importancia que Rachida ha
depositado en su velo. ¿Y por qué habría de disimular esa importancia? Si

115
hay algo intimidante y violento en el asalto del libelista, y de frágil e
indefenso en el gesto de su víctima, es la conciencia que ésta tiene de vivir
en un contexto de persecución religiosa. Porque sólo en un contexto de
persecución religiosa uno tiene que hacer pasar por “cultura” lo que es
expresión de la propia fe. El velo es, por supuesto, cultura, como lo prueba
el hecho de que se resignifique sin parar subjetiva y geográficamente, pero
es que, además, la religión forma parte de la cultura y, aún más, es quizás
su matriz misma. Como veremos, se puede interpretar culturalmente una
expresión religiosa, pero también se puede vivir y defender religiosamente
una expresión cultural. Todas las tentativas históricas de generar una
cultura antirreligiosa, horra de tradición religiosa, han acabado por
perseguir no solo la religión sino la cultura misma.
Toda persecución es religiosa y, por lo tanto, no laica; y el laicismo sólo
puede ser, en contraste, una batalla contra la persecución bajo todas sus
formas y ropajes
En todo caso, si Rachida no se atreve a reivindicar el carácter religioso
del velo y necesita hacer creer que es culturalmente equivalente a la
corbata de Zemmour es porque la república francesa, de hecho, ha
suprimido la libertad religiosa. Viendo el vídeo de Zemmour y Rachida me
acordaba, en efecto, del memorial que el morisco Francisco Núñez Muley
dirigió en 1556 al rey Felipe II, después de que éste, en su Pragmática de
dos años antes, hubiese prohibido el uso de la lengua árabe, los
patronímicos árabes, el velo musulmán y, en general, las indumentarias
musulmanas, las zambras y los baños. En su memorial, Muley, que morirá
el año en que estalla la revuelta de las Alpujarras (la “guerra civil”, según
expresión a contracorriente de Ginés Pérez de Hita y Diego Hurtado de
Mendoza) insiste en presentar todos estos usos ahora prohibidos como
expresiones puramente “culturales”, sin ninguna relación con el Islam.
Eran también, sin duda, expresiones culturales y probablemente, de
haberse permitido, habrían acabado emancipándose de su origen
religioso, como ha ocurrido, por ejemplo, con la Navidad o las fiestas de
San Isidro o, más clamorosamente, con los sanfermines. Pero no hay que
olvidar que Muley tiene que defender los atuendos y costumbres moriscas
en una España que había expulsado a los judíos y obligado a los
musulmanes a elegir entre la expulsión o la conversión (que en 1609
tampoco les serviría de nada); en una España monofideísta en la que la
Inquisición perseguía cualquier expresión religiosa ajena al catolicismo
hispano, y en la que, por tanto, las expresiones religiosas tenían que
camuflarse de “cultura”. En vano. Porque allí donde triunfa la persecución
religiosa, la diferencia misma, cualquiera que sea su hechura, acaba siendo

116
sospechosa de “separatismo” y condenada al takfir como culpable de
dañar la umma. En la guerra intercastiza de la que surge España –decía
Américo Castro– todos se comportaban, en este sentido, como
“musulmanes”. Los más “musulmanes” fueron, al final, los Reyes
Católicos.
¿Y qué pasa con la república francesa, heredera de Les Lumières y de la
Revolución por antonomasia, la única que se escribe siempre con inicial
mayúscula? He citado a menudo la interesante polémica que, a caballo
entre el siglo XIX y XX, mantuvieron los juristas George Jellinek, alemán, y
Emil Boutmy, francés, sobre el origen de los Derechos Humanos. Boutmy,
que responde a su colega, hace una muy bonita defensa de la Ilustración,
de Rousseau y del concepto de tolerancia como regazos universales desde
los que irradian, desde Francia, todos los derechos civiles recogidos en las
declaraciones de DD.HH., incluida la libertad religiosa. Jellinek, en
cambio, sostiene que la libertad religiosa es un urrecht, un “derecho
originario”, fuente de todos los otros derechos; y atribuye su paternidad a
los bill of rights de las colonias inglesas en Norteamérica, y en concreto a
la necesidad de separar el orden civil del religioso para asegurar
precisamente la libertad de culto como garantía de convivencia. Contra el
puritanismo intolerante de Salem, por ejemplo, Roger Williams funda en
1636 la colonia –después Estado– de Rhode Island, modelo extendido a
otras comunidades protestantes, constreñidas ahora a conciliar el
comunitarismo religioso con la obediencia republicana a una ley común.
Para Boutmy las declaraciones de DD.HH. recogerían ideas universales
nacidas en Francia mientras que para Jellinek representarían más bien la
universalización de modelos muy concretos de respuesta a conflictos
religiosos locales. La universalidad, digamos, es un apaño y no una idea.
Como sabemos, las ideas suelen defenderse con más pasión que los
apaños. Los apaños se universalizan desde el terreno, mediante procesos
endógenos de expansión ejemplar; las ideas se universalizan mediante
ejércitos y predicadores. O de otra manera; una constitución democrática
es un apaño; el colonialismo es una idea.
Esta polémica continuó durante todo el siglo XX y prosigue hoy de una
forma u otra, sobre todo en Francia. En 1989, el siempre provocativo Regis
Debray, exguerrillero, exasesor de Mitterrand, autor de una
interesante Crítica de la razón política, escribió un largo artículo
titulado ¿Demócratas o republicanos?, artículo que no puede leerse sin
emoción y –enseguida– sin preocupación. Fue rescatado y largamente
difundido de nuevo en 2015, tras el atroz atentado contra el Charlie Hebdo,
y su éxito transversal, a partir de entonces, se explica por el hecho de que

117
concentra el mínimo común denominador entre las izquierdas y las
derechas francesas: ese republicanismo cuyos valores defienden por igual
la “ley contra el separatismo islamista” de Macron y la islamofobia
militante de Le Pen o Zemmour. Como indica el propio título, en su texto
Debray distingue entre “democracia” y “república” para reivindicar la
segunda como forma política superior. En el mundo, dice, ya solo hay
democracias –allí donde las hay–; únicamente en Francia sigue habiendo
república, ahora amenazada o desgastada –eso sí– por la sombra
democrática que se proyecta desde el resto de Europa y desde los EE.UU.
Decir “república francesa”, pues, es una redundancia; la república es
francesa; y Francia, si no quiere dejar de ser francesa, sólo puede ser
republicana.
¿Pero qué es para Debray una “república”? Debray, a veces con frases de
una belleza retórica incontestable, va desgranando las diferencias entre
las “democracias” y la “república”, que yo resumo aquí muy rápidamente
mediante una lista de oposiciones binarias. La república, explica el autor,
es laicismo frente a religiosidad; razonabilidad frente a producción y
comercio; excelencia en el foro frente a excelencia en el mercado;
ciudadanía frente a comunidad; hermandad frente a ancestralidad;
educación frente a tradición; universalidad frente a localidad; unidad
frente a pluralidad; centralización frente a comunitarismo y
particularismo; Estado frente a sociedad; esprit frente a literalidad;
ayuntamiento y escuela frente a catedral y centro comercial; pueblo frente
a muchedumbre; debate frente a comunicación; verdad frente a consenso.
A Debray, muy en la línea de Boutmy, le interesa subrayar la paradójica
excepción francesa como el último islote de universalidad en el mundo, y
para ello tiene que desmarcarse al mismo tiempo del “espíritu
protestante” y del politeísmo católico, a los que une de un modo forzado
allí donde más chocan entre sí: oponer, por ejemplo, el ayuntamiento y la
escuela a la catedral y el comercio, como si no pudiesen compartir el
mismo espacio, es olvidar además que, para muchos cristianos, inspirados
en el Evangelio, el comercio y el templo son incompatibles entre sí. Lo
mismo para el Estado y la sociedad, de cuyo equilibrio depende el
cumplimiento de la divisa jacobina: libertad, igualdad, fraternidad. En la
casilla “república”, por lo demás, se incluyen algunos valores por todos
compartidos junto a otros (unidad, centralización, verdad) incompatibles,
a mi juicio, con un régimen realmente republicano. Su conclusión
pesimista, en todo caso, es la de que incluso en Francia está venciendo la
democracia y que, frente a ella, hay que “volver a traer” la república; hay
que elegir, sí, entre la “regresión” religiosa y el “regreso” a la República –

118
ahora necesariamente con mayúsculas y encarnada en la Nación
francesa–.
Luchar contra la islamofobia es luchar por la libertad religiosa, es decir,
por el laicismo, es decir, por la república; es decir, por la pluralidad frente
a la unidad
No se puede no estar de acuerdo con Debray en que estamos viviendo
una regresión religiosa, pero no estoy seguro de que este republicanismo
anti-demócrata no forme parte de ella. Uno de los puntos fundamentales
del republicanismo que Debray comparte con Mélenchon, Macron y
Zemmour es el así llamado “laicismo”, concebido, como hemos visto,
contra el islam y como en el espejo del islamismo, con
sus takfires excluyentes y su horror castizo a la fitna. Ahora bien, dentro
de la propia tradición liberal francesa, heredera asimismo de la Ilustración
y de la revolución de 1789, encontramos muy pronto la voz alternativa de
Benjamin Constant, a quien cito largamente en mi
libro Islamofobia (2015) y cuya definición del laicismo es sencilla y tajante:
“El Estado no puede imponer ni rechazar ningún culto”. De este principio
–en el que se basa, por cierto, el artículo 18 sobre la libertad religiosa de la
Declaración de DD.HH. de la ONU– el liberal francés saca conclusiones
que deberían ser evidentes para todos. En su obra de 1815, Principios de
política aplicables a todos los gobiernos representativos, Constant escribirá
que “la intolerancia civil es tan peligrosa, más absurda y, sobre todo, más
injusta que la intolerancia religiosa” porque “toda nación que cede a la
fuerza en materia de conciencia es una nación de tal modo vil y
corrompida que no se puede esperar nada de ella, ni en el terreno de la
razón ni en de la libertad”. Y añade, contra sus compatriotas republicanos
de hogaño: “el que prohíbe en nombre de la razón la superstición, el que
proscribe en nombre de Dios la razón independiente, merecen por igual el
desprecio de los hombres de bien”. Reparemos en que Constant no siente
la menor inclinación religiosa; es ateo y considera la religión una
“superstición”. Pero advierte contra los peligros de convertir la lucha
contra la superstición en un nuevo culto; no podemos perseguir la
superstición, dice, sin convertirnos en aquello mismo que perseguimos.
Porque, en definitiva, lo único que podemos calificar de “religioso” es la
persecución misma, ya se trate de una teocracia que persigue el ateísmo o
de una república que persigue a los musulmanes. Toda persecución es
religiosa y, por lo tanto, no laica; y el laicismo sólo puede ser, en
contraste, una batalla contra la persecución bajo todas sus formas y
ropajes. El laicismo solo consiste, pues, en esta doble operación: la de
asegurar la libertad religiosa de los ciudadanos y la de asegurar que

119
ningún lobby religioso (o –añadiría– económico) se adueñe de las riendas
del Estado y de las vidas de los ciudadanos. En este sentido, es mucho más
laico, a mi juicio, el gesto del papa Francisco de conceder la comunión a
Biden, contra sus perseguidores dentro de la Iglesia, que el de Zemmour
de quitar el velo, mediante violencia mediática, a una compatriota
musulmana; o que el de la muy republicana Marine Le Pen, quien en julio
de 2021 firmó una declaración, junto a Orbán, Abascal y Salvini, en
defensa de una Europa cristiana como baluarte contra le grand
remplacement.
El vídeo de Zemmour y Rachida expone la normal islamofobia de un
país en el que el único consenso entre la mayor parte de los partidos
políticos es el de concebir el republicanismo como una forma de racismo,
lo que sería una contradicción histórica si ese mismo republicanismo,
como el casticismo español, no se sintiese orgulloso de su pasado colonial
y no reivindicase –como Ayuso la labor civilizatoria de España en
América– la expansión de la idea universal de DD.HH. a través de su
violación concreta en las colonias. Cada país inventa su propia manera de
perseguir al otro; y Francia, cuya influencia ha sido notoria en el
continente, ofrece el suyo como modelo copiado ya por todas las
ultraderechas europeas. Habría que intentar que no saliera de allí y que, al
contrario de lo que ocurre en la nación vecina, donde ganará las
elecciones –no importa quién las gane– la islamofobia de Zemmour,
nuestros partidos, nuestros intelectuales y nuestras izquierdas se tomen
en serio el peligro que entraña la construcción de un enemigo interno.
Luchar contra la islamofobia es luchar por la libertad religiosa, es decir,
por el laicismo, es decir, por la república; es decir, por la pluralidad frente
a la unidad, por la federación frente a la centralización, por la comunidad
frente al patriotismo, por la disputa democrática frente a la verdad
imperativa.
Rachida nunca debió cambiar su velo por una corbata.
AUTOR >
Chiripa
Si nos va bien en la vida, entonces es que somos libres y es mérito nuestro; si
nos va mal, es culpa de los chinos –en la versión conspiracionista– o de
nosotros mismos –en la versión neoliberal–
Santiago Alba Rico 15/12/2021
Desde hace algunos años me gusta mucho y uso a menudo la palabra
“serendipia”, culta y serpentina, que se utiliza para referirse, sobre todo en
el campo de la ciencia, al hallazgo favorable e inesperado que se hace, de
pronto, mientras se busca otra cosa. La historia de la medicina está
plagada de serendipias, pero también la de la poesía, hasta el punto de
120
que podría decirse que el genio poético consiste básicamente en encontrar
en el camino, mientras se escribe, palabras y enlaces que uno no esperaba
porque ni siquiera los estaba buscando. “Serendipia” procede del inglés
“serendipity”, término acuñado en 1756 por el extravagante escritor
Horace Walpole (autor de la conocida novela gótica El castillo de
Otranto), quien se habría inspirado en un antiguo y desconocido cuento
persa, Los tres príncipes de Serendip. En él, tres nobles del reino de este
nombre, antes Ceylan, ahora Sri Lanka, alcanzan el amor tras una
sucesión de imposibles casualidades encadenadas.
Aunque ni la RAE ni el Corominas abonan esta hipótesis, creo que se
puede conjeturar sin demasiada audacia que “serendipia” es la fragua en la
que se forjó una palabra muy castiza que me gusta todavía más: chiripa.
La “chiripa”, digamos, es una serendipia plebeya: esa carambola no
buscada que voltea una partida de billar o ese pase malhadado que
encuentra –de chiripa– la portería contraria. No sé si se sigue usando
tanto –creo que no– como cuando yo era niño y jugaba a las canicas en el
patio del colegio, pero vale la pena, me parece, destacar y explorar este
parentesco.
Tanto serendipia como chiripa señalan un hallazgo o un azar
afortunados. Quizás la diferencia, más allá de su extracción “social”, tiene
que ver con la conciencia del así agraciado por la fortuna. Quiero decir
que Alexander Fleming, por ejemplo, estaba analizando una placas de
Petri con colonias de estafilococos cuando se fijó en una que, por un
descuido, había dejado enmohecer; mientras que Juan López García
estaba a punto de perder el tren cuando, de chiripa, pasó en coche un
viejo amigo, al que no veía desde la infancia, y lo llevó a la estación. Hay
cosas que sólo pueden ocurrir de serendipia, metidos –digamos– en faena,
y cosas que tienen que ocurrir de chiripa, casi en paralelo a nuestra
acción, como el hallazgo de los tres príncipes de Ceylan. El amor, en
efecto, sólo llega de chiripa. Dos enamorados, cuando repasan, un año o
veinte después, las circunstancias de su primer encuentro, sienten un
sobresalto retrospectivo, imaginando que podría no haberse producido: “Y
si hubiera perdido ese tren”, “y si finalmente no hubiese ido a esa fiesta”,
“y si no hubiese tropezado en ese escalón”. En realidad los amantes, al
recorrer con angustia la constelación de chiripas improbables que los
reunieron, ven ahí una secuencia inevitable, una mano invisible que
entrelaza hilos dispares: si tenían que engancharse tantas contingencias
discordantes para que nos encontrásemos –piensan– es porque estábamos
necesariamente destinados a amarnos. Existe, en efecto, una necesidad
retrospectiva, una cita de las chiripas, que llamamos “destino”.

121
La serendipia parece investida de más dignidad, aceptada, como está, a
modo de motor de la ciencia
Hay una historia terrible de chiripas y serendipias. La cuenta el
helenista Dino Baldi en su Muertes fabulosas de los antiguos. Es la del
desgraciado Pasicles, arconte de Éfeso, a quien una noche, al salir de un
banquete, estaban esperando unos sicarios, pagados para asesinarlo.
Pasicles corrió por las calles laberínticas de Éfeso y, cuando ya se creía
atrapado, consiguió encontrar refugio en un zaguán oscuro. Era el del
templo de Hera, en el que su madre oficiaba de sacerdotisa. Ésta,
escuchando gritos en la calle, tomó una vela, abrió la puerta e iluminó el
zaguán. ¡Serendipia! La madre, buscando la fuente del bullicio, encontró a
su hijo, al que no veía desde hacía años. ¡Chiripa! Los sicarios, que
buscaban y habían perdido a Pasicles, lo encontraron gracias a la luz de la
vela y allí lo mataron, a los pies de la madre que, sin saberlo, sin quererlo,
les había facilitado el trabajo. Esta historia, por cierto, es como una
inversión paralela de la de Edipo, quien encuentra de chiripa y mata a su
padre Layo, sin conocer su identidad. El mito de Edipo, como tantos otros
de la antigüedad, nos habla de un hijo que quiere matar a su padre, al que
quita la vida por casualidad. La historia de Pasicles se ocupa, al revés, de
una madre que habría querido salvar a su hijo, al que mata por azar.
Habrá que inventar un nombre (complejo de Pasicles quizás) para estos
deseos absolutos de amor materno que se tuercen en el mundo y acaban
causando la perdición de los hijos.
En la historia de Pasicles hay serendipia y chiripa, aunque la
convergencia de las dos se traduzca en la sfiga (la mala suerte) del arconte
de Éfeso. En cambio, en la de Riavóbich, el héroe de El beso, uno de los
cuentos de Chejov que más me gustaban de joven, sólo hay chiripa,
incluso si al final se resuelve en casi nada. Riabóvich es militar y, de
maniobras en una pequeña ciudad de provincias, es invitado con el resto
de la oficialidad a la isba de uno de los nobles locales. Riabóvich tiene
conciencia de ser “tímido, cargado de espaldas y soso”; poco agraciado, en
definitiva, y nada atrevido, lo que siempre lo ha atormentado. Así que,
desde el principio, se siente invisible e intruso en la alegre fiesta que muy
pronto espumea a su alrededor. Nuestro capitán mira a las bellas hijas de
la familia, inalcanzables; intenta en vano trabar conversación con los
anfitriones, a los que aburre; ya resignado, va y viene del billar, entre
pasillos oscuros, sin saber qué hacer con su cuerpo. En uno de estos
erráticos azacaneos se extravía y llega a un alcoba en tinieblas, en la que
entra de pronto, con pasos sigilosos, una mujer. Antes de que pueda
deshacerse el malentendido, ella se precipita en los brazos de Riabóvich y

122
lo besa con pasión. Ese beso, claro, no le está destinado; ha llegado a él de
chiripa y la muchacha, apenas se da cuenta del error, huye avergonzada.
Pero Riabóvich ha tenido tiempo de respirar el perfume de su vestido, de
sentir el peso de su cuerpo y, sobre todo, de gustar sus labios posados en
los suyos. Esta chiripa cambia por completo su percepción de la fiesta y, al
menos durante un par de meses, su carácter, su visión del paisaje, su lugar
en el mundo, su vida. Los besos, como sabemos, incluso los que recibimos
de chiripa, nos salvan de la muerte.
Hace unos años escribí un aforismo paradójico que algunos llamarían
hoy “microrrelato”. Dice así: “La madre piensa con angustia en su hijo
ahogado en el río, allí en el fondo, siempre con la ropa mojada. Todas las
mañanas se acerca a la orilla y lanza al agua una camisa seca”. Me he
acordado de él porque, explorando el concepto de chiripa, me han venido
ganas de continuarlo, enderezándolo, si se quiere, del dolor a la
serendipia. Todos los días –podría seguir así el cuento–, a lo largo de la
ribera, jalonada de aldeas muy pobres, jóvenes descamisados van a pescar
al río y –oh, chiripa– sacan del agua una camisa nueva; las orillas del río se
pueblan, a partir de entonces, de camisas tendidas al sol. En realidad –
reparo en ello mientras escribo– esta versión parece inspirada en esa
famosa fabulita del gran místico sufí Yalal-al-Din Rumi, en la que un
hombre, convencido de que Allah subvendrá a las necesidades de su
existencia, recoge cada mañana del río –oh chiripa– un paquetito que baja
por la corriente y que contiene una deliciosa y nutritiva helva; él no lo
sabe, pero no se trata de helva sino de los restos de maquillaje que una
mujer retira de su cara al acostarse y que lanza al agua desde la ventana de
su palacio. En ambos casos, señalémoslo, en el de la camisa y en el de
la helva, el benefactor es benefactora; la fuente de la chiripa no es Dios
sino una mujer. En mi cuento una mujer angustiada; en el de Rumi una
mujer engalanada. Que cada uno interprete como quiera esta diferencia.
Pero me he despeñado de digresión en digresión para llegar ahora a esta
conclusión tajante: tenemos la incorregible tendencia a menospreciar e
incluso despreciar el papel de la chiripa en nuestras vidas y en la historia.
La serendipia, lo he dicho, parece investida de más dignidad, aceptada,
como está, a modo de motor de la ciencia. He puesto el ejemplo de
Fleming, pero me gusta aún más el de Charles Walcott, cuya mujer
resbaló en 1909 en un sendero de Burgess Shale, dando la vuelta a una laja
de piedra tras la que se escondía un tesoro de crustáceos fósiles destinado
a cambiar la historia de la paleontología. Walcott, además, no supo
interpretar esos fósiles, a los que no dio importancia y dejó guardados en
un cajón, donde los redescubrió Harry Wittington cincuenta años

123
después. Esta es una versión legendaria de un descubrimiento que –como
insiste el paleontólogo Jay Gould– fue resultado de una acumulación de
fatigosísimos trabajos, sobre el terreno y en la academia, desplegados a lo
largo de decenios. Pero la facilidad con que se impone la versión
mitológica demuestra que la serendipia se presta fácilmente a la mutación
literaria.
Uno tiene la impresión de que reducimos defensivamente el papel de la
chiripa porque, allí donde no alcanza nuestra libertad, preferimos
sentirnos víctimas del destino
La chiripa, en cambio, no tiene buena prensa. Y sin embargo, diría, es la
regla de nuestra existencia. Existen, claro, las estructuras y las
conspiraciones –además de esa cosa que en castellano llamamos
“enchufes” para referirnos al pariente o amigo que conspira, desde una
posición de poder, en nuestro favor–. Ahora bien, uno tiene la impresión
de que reducimos defensivamente el papel de la chiripa porque, allí donde
reconocemos que no alcanza nuestra libertad, preferimos sentirnos
víctimas del destino ciego o de una mala voluntad que de un azar
incontrolable, aunque nos sea favorable. Si nos va bien en la vida,
entonces es que somos libres y es mérito nuestro; si nos va mal, es culpa
de los chinos –en la versión conspiracionista– o de nosotros mismos –en la
versión neoliberal–. Entre la estructura y la conjura, entre el mérito y la
culpa, nos olvidamos de la chiripa, por la que se cuela constantemente,
para bien y para mal, lo imprevisible: la pequeña comadreja que, según
nos cuenta Yayo Herrero, paralizó de un mordisco en 2016 el mayor
acelerador de partículas del mundo. Tenemos mucho que temer, pero
también mucho por lo que dar las gracias.
La historia de chiripas que más me gusta, por eso mismo, es la de esos
millones de seres humanos que, buscándose trabajosamente la vida, hacen
todos los días un hallazgo favorable e inesperado: un amor, una amistad,
un hijo, un poema, una montaña, una sopa, un compañero de huelga, una
rabia antigua, un cansancio nuevo, una camisa vieja.
Llegamos de chiripa al final del día.
Maquillar el espejo
La realidad, agotada en la red, se ha emancipado de la verdad y del mundo
Santiago Alba Rico 26/11/2021

Decía Walter Benjamin en su Libro de los Pasajes que “el vínculo de las
conquistas técnicas con la naturaleza no se produce en el aura de la
novedad sino en el de la costumbre”. Eso quiere decir, en suma, que
estamos mucho más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a los

124
objetos naturales; mucho más acostumbrados a los artefactos
tecnológicos que a las costumbres mismas. Un niño considera normal que
los aviones vuelen, pero no que el gallo cacaree o que el pez nade en el
agua. Un incendio o un volcán constituyen una novedad, un cohete
espacial o el último modelo automovilístico no. O más radicalmente:
integramos en la percepción como algo esperado la última generación de
iphone mientras que nos parece una novedad inaudita la repetición del
amor. Ahora bien, si esto es así, entonces hay que concluir, de manera
paradójica, que en un mundo cuya regla es precisamente el cambio
tecnológico, y lo real nuestra absorción en su interior, la experiencia de la
costumbre –que no es realmente una experiencia– domina sobre la
experiencia de la novedad. Por más extraño que parezca, y si aceptamos el
principio benjaminiano, una sociedad que produce sin interrupción
imágenes nuevas es una sociedad que ha abolido de raíz la novedad y, por
lo tanto, la sorpresa y el asombro. Vivimos en la rutinaria inmanencia de
la continuidad tecnológica como un oxiuro en el intestino grueso de un
niño enfermo.
Me atreveré a dividir la experiencia en tres instancias o compartimentos
vitales: el mundo, la realidad y la verdad. El mundo son los árboles. La
realidad es internet. La verdad es el amor y la muerte. O de otra manera:
el mundo es el lugar donde tengo mi cuerpo; la realidad es lo que la mayor
parte de la gente ve la mayor parte del día; la verdad es lo que nos iguala a
todos. Durante un largo período de la historia –no necesariamente mejor–
estas tres instancias se han cruzado y, sin ceder su jurisdicción, han
enredado sus tramas: la realidad, donde reside el yo, siempre un poco
atontado, tenía filtraciones, como un tejado con grietas: en ella se colaban
a menudo los árboles y los dolores. En nuestra época –necesariamente
peor– estas tres instancias se han separado; la realidad se ha cerrado y al
mismo tiempo ensanchado, dejando cada vez menos espacio para el
mundo y para la verdad, que no encuentran ya fisuras por las que
penetrar. Nos queda poco mundo; nos queda poca verdad. Y ello se debe a
que, por primera vez, la realidad, siempre un poco irreal, se ha
“irrealizado” del todo bajo el dominio tecnológico. El ego en la época de
su reproductibilidad técnica –en una fórmula que forjé hace años
evocando un famoso título del propio Benjamin– vive desenganchado del
cuerpo y completamente descuidado de su muerte. En las valvas de
internet, realidad e irrealidad coinciden completamente por primera vez
en la historia de la humanidad. O están a punto de coincidir. En ese “a
punto de”, casi invisible, casi invivible, casi ya clausurado, tenemos que

125
proteger los árboles y proteger nuestra propia supervivencia, como la de
un árbol más entre los árboles.
Podría empezar por los espejos. Un amigo carnicero de mi edad me
hacía el pasado verano una interesante observación. Me decía –mientras
troceaba un morcillo sobre el tajo– que en el espejo siempre se veía igual a
sí mismo, inmune al paso del tiempo, y necesitaba ver una fotografía para
darse cuenta, de pronto y con horror, de cuánto había envejecido. Es
verdad. Al contrario de lo que pretendía Borges, el espejo no multiplica
los cuerpos: no es más que la prolongación del yo que ha capturado para
siempre ese primer momento lacaniano en que nos reconocimos, siendo
niños, en uno de ellos; en el espejo nos vemos, por así decirlo, desde
nosotros mismos, no desde el mundo; nos vemos, aún más, desde la
infancia; desde nuestra alma infantil inalterable, que no se corresponde
con nuestro cuerpo, en permanente transformación. El espejo va por un
lado y nuestro cuerpo por otro, sin encontrarse jamás. No maduramos
nunca; solo envejecemos.
Trotsky dejó de existir porque Stalin lo retiró de todas las fotos; y nadie
pudo negar la existencia de las hadas desde que se las fotografió en 1917 en
compañía de las hermanas Elsie
El espejo, pues, no está en el mundo: tampoco en la verdad. Es pura
realidad. Así que la fotografía –podría pensarse– supuso un salto hacia
adelante, un impulso de exosomatización de la existencia que colocó
nuestro cuerpo un poco más en el mundo y un poco más en la verdad.
Podría pensarse. La fotografía generó una ilusión de transparencia,
inmediatez y fidelidad que no proporcionaba la pintura y de hecho jubiló
o recicló a decenas de pintores mediocres que se quedaron sin empleo. Lo
que ocurría ante la cámara –ahora sí– era verdad. Lo que recogía la cámara
era por fin la verdad. Hasta el siglo XIX, los pintores trabajaban con
elaboradas, fatigosas analogías que convertían la mirada –la del artista y la
del espectador– en un campo de batalla; mirar era, en efecto, un trabajo y,
si se alcanzaba a veces el mundo y la verdad, era a través de un esfuerzo
que podía descodificarse en el interior del cuadro. Los fotógrafos, de
pronto, se limitaban a recibir el mundo y la verdad en sus aparatos; se
pasaba de la analogía, con todos sus desajustes mundanos y sus
rugosidades verdaderas, a la identidad: no había ninguna diferencia, no,
entre el original y la copia. El retrato fotográfico, digamos, identificabaal
retratado. Contra esta ilusión de transparencia e inmediatez se
soliviantaron enseguida los buenos fotógrafos, a sabiendas de que en la
imagen “real” se perdía precisamente aquello que se quería capturar; y que
para llegar al mundo y a la verdad había que utilizar la cámara como si

126
fuera un pincel y no como si fuera un ojo. Mientras las cámaras fueron
analógicas –es decir, corpóreas– fue fácil y hasta inevitable la rasgadura;
con la digitalización, a la que se siguen resistiendo los fotógrafos
profesionales, se ahondó, en cambio, la distancia entre el artista y el
turista, transformado por esta ilusión de transparencia en un angustiado
maníaco: la vida se ha convertido por entero en una obsesiva visita
turística a la propia cama, al propio desayuno, a la propia boda, a la propia
fiesta de cumpleaños, a la propia casa de campo y hasta al propio entierro.
¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir si puedo recoger mi vida, sin fatiga ni
veladuras, en su identidad manifiesta? (¿Pero qué estamos fotografiando –
eh– si solo estamos fotografiando?).
Ahora bien, el problema es que la identidad –entre la copia y el
original– es muy molesta. El espejo nos tranquiliza; la fotografía, como
decía mi amigo Quique, nos asusta. Así que, empujados por el curso del
tiempo, hemos pasado de maquillarnos en el espejo a maquillar el espejo
mismo. Es muy importante recordar que el salto del espejo a la fotografía
es el salto de la identidad subjetiva a la identidad objetiva y que la
identidad objetiva es el resultado, a su vez, de la intervención de una
tecnología que garantiza, como antes el sello del rey, la fidelidad del
retrato. Puesto que la fotografía no es un espejo, donde se refleja mi alma
infantil, sino el ojo de otro, la fotografía refleja mi verdadero rostro en el
mundo. Ahora bien, nuestro verdadero rostro en el mundo no puede
gustarnos o solo puede gustarnos un minuto, el de ese presente azaroso y
fugitivo que congela esta imagen, desplazada enseguida por otra imagen –
y otra y otra– igualmente eterna e inobjetable. Por eso, desde el principio,
la fotografía, que es la verdad, induce y permite la manipulación; y lo más
crucial: asegura la permanencia de la subcopia en la identidad; es decir, en
la verdad misma. Una fotografía manipulada no es menos verdadera que
la fotografía primera, la cual, a su vez, nos dice la verdad del objeto. Así
que –en perfecto silogismo– la fotografía manipulada es la verdad del
objeto. Trotsky dejó de existir porque Stalin lo retiró de todas las
fotografías; y nadie pudo negar la existencia de las hadas desde que se las
fotografió en 1917 en compañía de las hermanas Elsie. Hoy, como
sabemos, hace falta un permanente trabajo de deconstrucción para que no
nos entre por el ojo un fake fotográfico: la ilusión de transparencia
determina que de entrada nos creamos el contenido de cualquier imagen
manufacturada que se pose en nuestra pantalla. Por mucho que sepamos
que la fotografía es manipulable –e incluso si nosotros mismos utilizamos
el photoshop– la visión artefacta conserva el prestigio natural del mundo
verdadero. Me parece que se ha reflexionado poco sobre esta vía

127
tecnológica a la post-verdad, la cual no es otra cosa que la verdad
inmanente del recinto de las imágenes, emancipado del mundo antiguo,
analógico, impreciso y doloroso de los cuerpos vivos.
El problema es que la identidad, sí, al revés que la analogía, prescinde
del objeto; es decir, del cuerpo. Apenas es tecnológicamente posible,
nuestra sed de copias busca el selfie, que es lo contrario del espejo. Y lo es
no solo porque invierte –reajustando– la relación entre la derecha y la
izquierda, inasible para nuestra mirada, sino porque consuma ese proceso
de emancipación en virtud del cual nuestra imagen, manipulada y por lo
tanto verdadera, ha suplantado por completo el lugar de nuestro cuerpo.
En realidad, esa suplantación había comenzado ya en el ámbito criminal.
Es una experiencia que todos hemos tenido alguna vez. En una aduana, en
la cuneta de una carretera, un policía nos pide nuestro carnet y compara
la fotografía con nuestro rostro; y espera que nuestro rostro –y no al
revés– se parezca a nuestra fotografía, que en términos policiales es el
verdadero original o, si se prefiere, el verdadero ciudadano, de tal manera
que cualquier pequeña diferencia nos hace sospechosos de impostura. El
policía no dice: ¡cuán tú pareces en esta fotografía! Dice: tú eres el de la
fotografía. Durante el siglo XX, y al margen del ámbito securitario, esta
suplantación sólo había hecho daño a las estrellas de Hollywood:
pensemos, por ejemplo, en los trabajos quirúrgicos de Rita Hayworth o
Marilyn Monroe, obligadas a vivirse siempre en el exterior, desde fuera, y
a parecerse a los fotogramas de sus películas. Hoy el selfie, pensado para
ser volcado en las redes, reclamado por las redes, ha suprimido los espejos
y nos ha convertido a todos en trágicas estrellas de cine en decadencia.
Todos somos ya Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses de Billy
Wilder, salvo porque, de alguna manera, obligados a elegir entre la
imagen y el cuerpo, hemos abandonado a su suerte a nuestro cuerpo, en el
que nos reconocemos tan poco como en los árboles y en la muerte del
otro. El fotógrafo italiano Ferdinando Scianna cuenta la anécdota de una
madre joven a la que elogió la belleza de su hijo, conducido en un carrito:
“¡Y eso que no lo ha visto usted en fotografía!”, le respondió. Le dijo –es
decir–: ¡Y eso que no ha visto usted todavía a mi verdadero hijo!
En esta sucesión de suplantaciones el narcisismo ingenuo y “moderno”
del espejo deja paso a una negación mucho más radical, mucho más “real”,
del mundo y de la verdad. El selfie es el motor de una angustia narcisista
sin precedentes porque en él no contemplamos nuestra infancia en el
espejo sino esa “manipulación verdadera” a la altura de la cual nunca
podremos estar: nuestro cuerpo no se parece lo bastante a nuestra foto y,
por lo tanto, dejamos a un lado nuestro cuerpo y pasamos a vivir fuera de

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nosotros, en efecto, pero no en el mundo, donde tendríamos que cargar a
nuestras espaldas nuestras propias espaldas, sino en la realidad, ceñida
ahora por la ansiedad comparativa, emulativa, superativa, de instagram y
las otras redes sociales. Hemos ido demasiado lejos sin ningún esfuerzo,
deslizándonos como oxiuros por el intestino grueso de internet. La
imagen manufacturada nos dio la oportunidad de romper la atadura
narcisista del espejo, pero acabó cuestionando, a través de la identidad
entre las copias, la atadura con el mundo y con la verdad. El cine de
fantasía del siglo pasado tenía que recurrir aún a material corporal para
elaborar sus cutres fantasmas visuales: la nave, el monstruo, el duende.
Luego las imágenes empezaron a sacarse de otras imágenes y enseguida
incluso ex nihilo. El colofón son las redes neuronales antagónicas, capaces
de generar “personas” totalmente reales sin cuerpo; es decir, despojadas
de verdad y de mundo, pero que pueblan la realidad con los mismos
derechos y la misma credibilidad que los adolescentes que suben
su selfiepost-coitum desde un minúsculo cuarto de Carabanchel. El
metaverso de Zuckerberg, como cierre categorial, propone la liberación
definitiva de los cuerpos al igual que la fantasía de Bezos propone la
liberación definitiva de la tierra; a los cuerpos, a la tierra, volveremos de
paso, “de turismo”, como al polvoriento desván donde guardamos los
trastos viejos. No sé si somos capaces de medir la relación que existe entre
estas fantasías, realizables o no, y el descuido de la salud, de las
instituciones públicas, del medio ambiente.
Nos hemos metido en un buen atolladero. Hace unos meses leía un
artículo muy inquietante sobre los deepfake, la manipulación de imágenes
de famosas con el propósito de incluirlas en películas pornográficas. Si es
terrible descubrir que un novio o un amigo ha subido a la red, sin tu
autorización, fotos tuyas de carácter sexual, mucho más terrible es pensar
que, al abrir el ordenador y conectarte a internet, puedes tropezar de
pronto con un vídeo en el que estás haciendo una felación que no has
hecho a un hombre que no conoces. Más terrible aún –según la
información del artículo– es la indefensión de las víctimas ante estos
atropellos. No hay forma de evitarlo, ni con leyes ni con represión
informática, y es necesario explicar por qué: porque la realidad, agotada
en la red, se ha emancipado de la verdad y del mundo. La mujer que dice
“esa no soy yo” ante un deepfake pornográfico se aferra a la superstición de
la identidad entre cuerpo e imagen. Si soy mi cuerpo, piensa, ésa no soy
yo. Pero ocurre que ahora la identidad se da entre imágenes: yo soy mi
imagen. Y si yo soy mi imagen puedo estar haciendo por ahí lo que mi
imagen quiera o lo que otros quieran hacer con mi imagen sin que mi

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cuerpo pueda reclamar ninguna anterioridad, originalidad o “autoría”. El
ser es la imagen y aquí ya no hay esencia y apariencia, realidad y ficción,
verdad o falsedad. Sencillamente la imagen manufacturada, puesta en
circulación por nosotros mismos, ha dejado de servir para establecer esas
diferencias: verum index sui et falsi. No es eso lo peor: lo peor es que, no
sirviendo para esa elemental distinción antropológica, ha sustituido
cualquier otro mundo posible en el que esa diferencia pudiera tener aún
algún valor. Si no hay más que imágenes en la red, si nuestra identidad es
fotográfica, si aceptamos que es ahí donde se decide nuestra vida, es
absurdo protestar o reclamar protección. La sola cosa que podríamos
hacer es practicar una iconoclastia activa, una retirada total del mundo de
las imágenes, lo que materialmente no es nada fácil, pues la “realidad” está
en estos momentos habitada por la misma economía capitalista que ha
devorado el “mundo” y destruido la “verdad”. Los únicos que pueden
retirarse son precisamente los ricos y poderosos que nos han metido en
este lío, un lío que –no lo olvidemos– cuesta la vida a muchos jóvenes
sélficos incapaces al mismo tiempo de encajar en la “realidad” y de salir de
nuevo al “mundo”. Como sabemos, el suicidio es ya la primera causa de
muerte entre los adolescentes.
Se dirá que soy viejo y tecnófobo. No lo creo. No me preocupa la
tecnología. A veces me es útil y a veces me proporciona placer; y en todo
caso acepto que habrá que dar también ahí la batalla. Pero no nos
engañemos. Nada puede ser útil si nos arrebata el mundo y la verdad; y
nada puede ser placentero si nos arrebata el mundo y la verdad. Me
preocupa, pues, que la tecnología se apodere de la realidad y deje fuera el
mundo y la verdad, sin filtraciones posibles entre las tres instancias. Me
preocupa una sociedad sin novedades y sin asombro –sin peces y sin
gallos, sin la portentosa repetición del amor– y en la que los árboles
queden desprotegidos; y en la que nosotros, árboles entre otros árboles,
no seamos capaces de afrontar la muerte con esperanza y con dignidad.
Elogio del autodidacta
Una sociedad suministra a sus ciudadanos, junto a cuidados y golpes, muchas
respuestas compartidas. Al contrario de lo que podríamos creer en una época de
crisis, a los humanos no nos faltan respuestas; nos sobran
Santiago Alba Rico 29/09/2021
La obra más conocida de la literatura hispano-árabe es sin duda
la Risala Hayy Ibn Yaqzan fi asrar al-hikma al-musriqiya, del filósofo
andalusí Ibn Tufayl, escrita hacia el año 1180 y traducida al latín en 1671
por Eduardo Pococke con el título que la hará luego célebre en
Occidente: El filósofo autodidacto. No es el propósito aquí discutir la
fuente de inspiración de este delicioso texto ni su deuda con Ibn Sayg
130
(Avempace) o con Ibn Sina (Avicena). Recordemos más bien el argumento
del relato. Un niño nacido en una isla por generación espontánea a partir
del barro (o abandonado en el mar por una princesa adúltera, según la
otra versión que el propio Ibn Tufayl sugiere) es amamantado por una
gacela y crece en la soledad de la naturaleza sin ningún trato con otro ser
humano. Hayy Ibn Yaqzan, que así se llama la criatura, no sucumbe, sin
embargo, a su condición animal sino que se hace a sí mismo humano –
podríamos decir– sin necesidad de ningún intercambio social, a través del
ejercicio desnudo de la pura razón, capaz de ordenar los datos sensibles
que le entrega el mundo para construir en cadena todo la ciencia humana.
A los siete años aprende el uso de herramientas; a los catorce, la muerte
de su madre gacela activa en él el razonamiento filosófico, alimentado,
como el de una mariposa, por el fulgor del fuego, y desarrolla el interés
por la anatomía; a los veintiún años “inventa” la botánica y la mineralogía
y pone las bases de la taxonomía; a los veintiocho emprende una larga
investigación sobre el movimiento y las funciones del alma y reconstruye
todo el conocimiento astronómico de la humanidad. Así va pasando de
una ciencia a otra, desde las más empíricas a las más teológicas, hasta
alcanzar, naturalmente, el “conocimiento intuitivo” del verdadero Dios, al
que Ibn Yaqzan llega en el quinto septenio de su vida o, lo que es lo
mismo, a los treinta y cinco años, subiendo en solitario, desde dentro, la
escalera del espíritu.
La Risala se inscribe, obviamente, en una tradición que es al mismo
tiempo platónica (o neoplatónica) y sufí. A Ibn Tufayl le interesa colocar a
su personaje en una especie de laboratorio incontaminado a fin de poner
a prueba la fitra, ese concepto teológico islámico que define la inclinación
natural del hombre a la verdadera religión, pero también para defender la
idea de una universalidad previa al lenguaje y, por tanto, a la convivencia
en sociedad, en la que se hallaría contenida, antes de cualquier estímulo
externo, toda la ciencia de la humanidad. Ese “laboratorio” es mental y,
desde luego, literario. Ibn Tufayl no pretende que la historia de Ibn
Yaqzan sea cierta; a través de ella expone su apología de Plotino, de
los falasifa y de las tariqas sufíes. Lo que a mí me interesa ahora, en todo
caso, es esta figura, central en el texto, de un “filósofo autodidacta” o
“autodidacto”, según la versión latina; es decir, de un ser humano que lo
habría aprendido todo por sí mismo o se lo habría enseñado todo a sí
mismo. Lo que me interesa es explorar la posibilidad de un saber sin
mediación en el que el maestro y el discípulo serían la misma persona.

131
Ni el niño de Pasamenito ni Rómulo y Remo ni Hayy Ibn Yaqzan (ni,
por supuesto, Mowgli o Tarzán) podían aprender ni enseñar nada sin la
compañía lingüística de otros humanos
El historiador griego Heródoto (siglo V de la era cristiana) relata el
experimento del faraón Psamenito I, quien habría dejado a un bebé recién
nacido al cuidado de dos campesinos, en un apartado paraje de la
montaña, con la orden expresa de no dirigirle una sola palabra ni
pronunciar ninguna en su presencia. El faraón quería saber en qué lengua
iba a expresarse “naturalmente” el niño una vez alcanzada la edad de
hablar, y ello con el propósito de averiguar cuál era la lengua original de la
humanidad o con el propósito de confirmar, más bien, la primacía
cronológica de la lengua egipcia. Según Heródoto, Psamenito habría
quedado muy contrariado, pues llegado el momento, al enunciar sus
primeros sonidos articulados, el niño habría gritado “pecos”, “pecos”, que
es lengua frigia, y no egipcia, y quiere decir “pan”. Siglos de experimentos
con los llamados “niños salvajes”, que fascinaron a la ciencia ilustrada
europea a finales del siglo XVIII, demostraron, contra todos los
nacionalismos, que no hay una “lengua original de la humanidad”, que los
humanos poseemos, sí, una especie de gramática universal innata capaz
de adoptar luego una forma particular, pero que sin un contacto
temprano con cualquiera de estas formas particulares –con una lengua
concreta– las facultades cognitivas del sujeto quedan seriamente dañadas.
No se puede hablar si no se tiene la capacidad de hablar, pero esa
capacidad necesita el intercambio social precoz para desarrollarse. Ni el
niño de Pasamenito ni Rómulo y Remo ni Hayy Ibn Yaqzan ni Victor de
Aveyron (ni, por supuesto, Mowgli o Tarzán) podían aprender ni enseñar
nada y, mucho menos, desarrollar en su cabeza los conocimientos
matemáticos y teológicos de la humanidad sin la compañía lingüística de
otros seres humanos. La incorporación más o menos tardía al lenguaje –
tal y como lo indica el caso de los sordos, a los que ha salvado del
naufragio el llamado “lenguaje de signos”– determina el destino cognitivo
de los niños y, en consecuencia, su capacidad de aprendizaje.
Esto es, en todo caso, una banalidad científica. Lo que me importa aquí,
como digo, es pensar más bien en esa idea del “filósofo autodidacta” de
Ibn Tufayl a partir del legado platónico, que en definitiva es también
socrático. Hayy Ibn Yaqzan, como recordamos, cuando entra en contacto
con Asal y aprende a hablar, ya lo sabe todo y se limita a traducir luego su
refinadísimo saber a la lengua árabe que le enseña su estupefacto amigo.
Tal cosa no es posible desde un punto de vista neuronal, pero es muy
estimulante desde un punto de vista filosófico.

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Sócrates, que nada sabía, no podía enseñar nada; se limitaba a
preguntar. A través de sus preguntas su interlocutor descubría que todo lo
que creía saber carecía de fundamento
La frase más conocida del filósofo griego Sócrates (muerto en el 399
antes de Cristo) es esa que dice: “Sólo sé que no sé nada”. ¿Por qué
Sócrates, el más sabio de los hombres, se mostraba tan enfáticamente
modesto? Porque en realidad estaba muy preocupado por lo que creía
saber, por lo que los hombres creían saber. Este “saber que no se sabe” es,
en realidad, el resultado de un descubrimiento sin el cual no puede haber
verdadero saber: el descubrimiento de que lo que creo saber no lo sé
verdaderamente. Con el lenguaje, que solo se adquiere en sociedad,
adquirimos también los valores, las evidencias, los conocimientos propios
de esa sociedad; sus prejuicios y miopías, si se quiere. Cuando Sócrates
decía “sólo sé que no sé nada” estaba demoliendo los saberes
incuestionados de su época y de su comunidad; no saber nada era ignorar
el poder de los dioses, los procedimientos retóricos de las asambleas, las
convenciones que regulaban la política ateniense, los mecanismos
tradicionales de transmisión del conocimiento: todo lo que formaba parte
inalienable, en fin, de la identidad de los griegos. Quizás si se interpreta
de este modo su citadísima frase se entiende mejor por qué un tribunal lo
condenó a muerte por “impiedad”. Nadie ha explicado mejor la historia de
esta condena, en libros y clases, que mi amigo Carlos Fernández Liria, del
que tomo prestadas algunas de las ideas de este texto.
Cuando Sócrates decía “sólo sé que no sé nada” les estaba diciendo a sus
compatriotas: no sabéis nada y ni siquiera sabéis que no sabéis. Que era lo
mismo que si les estuviera diciendo: tenéis que dejar de saber lo que
creéis saber para comenzar a saber de verdad. Sócrates inventó un método
de aprendizaje al que llamó mayéutica, en referencia al oficio de la
comadrona, la cual ayuda desde fuera a parir a las madres, de cuyo
interior nace, por su propio impulso, la nueva criatura. Ese método es el
que, a partir de Platón, se conoce como “dialéctica”, pues literariamente
cristalizó en la forma “diálogo” que hizo famoso al discípulo de Sócrates.
Sócrates, que nada sabía, no podía enseñar nada; se limitaba a preguntar.
A través de sus preguntas su interlocutor descubría de entrada que todo lo
que creía saber carecía de fundamento, que todo el conocimiento
adquirido se desmoronaba frente a esa interrogación como un castillo de
arena lamido por las olas. Así que la pregunta misma operaba como un
drenaje o un barrido propedéutico: el interlocutor, incapaz de responder,
se descubría vacío, lo que no siempre generaba, como sabemos,
reacciones de simpatía o agradecimiento.

133
Ahora bien, la mayéutica contenía, al mismo tiempo, una potencia
constructiva. Esta es la dimensión que introdujo propiamente Platón y
que enlaza con el “filósofo autodidacto” de Ibn Tufayl. Una vez que el
interlocutor había descubierto que no sabía nada, porque lo que creía
saber no era realmente un saber, descubría, en dirección contraria, que
sabía, en realidad, muchas más cosas de las que sabía: cosas que no sabía
que sabía, cosas que creía no saber. Sócrates dijo: sólo sé que no sé nada.
Platón añadió: todos sabemos más de lo que sabemos. Antes de empezar a
hablar (digamos) el interlocutor de Sócrates lo sabía todo: sabía lo que el
lenguaje de los griegos le había transmitido, pero una vez desalojado este
saber adventicio, minado por el preguntar socrático, se percataba de que
ese vacío estaba lleno: de que sabía todo lo que este saber adventicio le
había impedido saber. Encadenando preguntas, el alma era capaz de
descubrir en sí misma, por ejemplo, la geometría. Pensemos en el
conocido diálogo Menon, en el que el filósofo interroga pacientemente a
un esclavo, el cual desarrolla por sí mismo, para su propia estupefacción y
la de su amo, el teorema de Pitágoras: en todo triángulo rectángulo el
cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los
catetos. Un extranjero, un no griego y además esclavo, ¡llevaba dentro de
sí un saber común y universal! No es extraño que una versión muy
simplificada de la “teoría de las ideas” de Platón –que es la que luego
recoge el neoplatonismo y nos enseñan en la escuela– pretendiera que los
humanos nacemos con un yacimiento reprimido de ideas verdaderas,
olvidadas en la niebla del cuerpo y de sus relaciones mundanas, de tal
manera que conocer, por tanto, es sencillamente recordar. Esta noción del
conocimiento como recuerdo de una vida anterior es, en todo caso, una
buena metáfora para describir el oficio del filósofo: un hombre
extravagante que, porque no sabe nada, puede ayudarse a sí mismo y a los
demás a recuperar del fondo del alma lo que aún ignora que sabe.
Porque la cuestión es precisamente ésta. Los humanos, bichos
lingüísticos, adquirimos el lenguaje en sociedad; adquirimos con el
lenguaje –es decir– la sociedad misma. Pero una sociedad, incluso la peor
de las sociedades, consiste fundamentalmente en un conjunto estable de
respuestas. Una sociedad –una sociedad cualquiera– suministra a sus
ciudadanos, junto a cuidados y golpes, muchas respuestas compartidas. Al
contrario de lo que podríamos creer en una época de crisis, a los humanos
no nos faltan respuestas; nos sobran. Nacemos en un mundo que se nos
anticipa ya construido y, mediante las palabras, lo interiorizamos en
nuestros cuerpos, como por metástasis sucesivas, en un proceso expansivo
de aprendizaje que es también un necesario proceso de integración social.

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Desde niños sabemos, sin haberlo preguntado, cuántos sexos hay, qué es
un padre y qué una madre, cómo se saluda, cómo se come, cómo se trata a
los huéspedes, a los ancianos y a los muertos, cuál es nuestra bandera y
nuestra ropa, qué significa casa y qué significa poder, dónde hay que
hablar y dónde hay que estar callado, qué se puede esperar de un
gobierno, de un vecino, de un amante, de un desconocido. Sabemos que la
tierra es plana y luego sabemos que la tierra es redonda, sabemos que la
tierra está en el centro del universo y luego sabemos que gira alrededor
del sol, sabemos que el hombre fue creado por Dios y luego sabemos que
procede evolutivamente de otras especies biológicas. Algunas de estas
respuestas, antropológicas o científicas, son sensatas y hasta buenas o al
menos inocentes; otras erróneas y peligrosas. Todas son, en cualquier
caso, tranquilizadoras, pues nos ahorran la angustia de tener qué decidir
en cada momento cómo debemos comportarnos con las cosas y con los
cuerpos. (Digamos, entre paréntesis, que la pandemia ha destruido uno de
los saberes comunes más elementales y ansiolíticos: antes los españoles
sabíamos al menos cómo teníamos que saludarnos y ahora ya no; el
umbral de nuestros encuentros es una vacilación, una irresolución que
probablemente ha alterado, sin que nos demos cuenta, el tono y
contenido de todas nuestras conversaciones). Sin esas respuestas ya
dadas, en fin, la vida social sería imposible; sin cuestionarlas la vida en
general se volvería finalmente insoportable o destructiva. Como quiera
que sea, nacemos con todas o con casi todas las respuestas y de lo que se
trata es de averiguar qué hacemos con ellas. Saber que no sabemos nada,
como pretendía Sócrates, es ya una forma de rebelarse contra las
respuestas recibidas; saber que ya sabemos, sin saberlo, muchas cosas no
sabidas, como pretendía Platón, es una forma de anticipar otro mundo
posible. Una sociedad democrática debe encontrar un equilibrio entre la
transmisión de respuestas establecidas por las anteriores generaciones y la
renovación de las preguntas que impiden la fosilización social y
garantizan la serendipia colectiva. Sin tradición no hay sociedad; sin
interrogación no hay aprendizaje individual y social. Toda sociedad debe
transmitir al mismo tiempo una forma satisfactoria de saludar, de
celebrar, de tratar a los muertos y el impulso insatisfecho de hacer nuevas
preguntas.
Tenemos demasiadas respuestas, sobre todo en tiempos de crisis. Los
padres dan respuestas. Los sacerdotes, los muftis y los rabinos dan
respuestas. Los dictadores dan respuestas. Las máquinas dan respuestas.
El mercado da respuestas. Los filósofos, por su parte, hacen preguntas.
Ninguna sociedad necesita dictadores; necesitamos padres, aunque se

135
equivoquen, y necesitamos más o menos (casi siempre menos) sacerdotes,
máquinas y mercados. Pero hay algo mucho más necesario: toda sociedad,
además de madres, necesita reservar un espacio, al margen de las
respuestas sociales y protegido –aún más– de las respuestas sociales,
donde la gente se limite a hacerse preguntas. Preguntas que a veces no se
pueden responder o para las que solo tenemos respuestas provisionales; es
decir que fungen como meros pasajes o pasarelas hacia nuevos
interrogantes.
Cuando hablamos de educación, podemos concebirla, pues, de una de
estas dos maneras: o como un puro vehículo de reproducción de las
respuestas sociales ya manufacturadas o como un encuentro
desinteresado de autodidactas que, ayudados por una comadrona,
descubren todo lo que no sabían que ya sabían. Ese es el conflicto, en
realidad, entre Sócrates y el tribunal que lo mató; o, si se quiere, entre
democracia y tradición. De la reproducción de las respuestas sociales se
ocupan las familias, las máquinas, los mercados, a veces para bien y a
veces para mal; de la producción de autodidactas sólo puede ocuparse –
frente a las familias, las máquinas y los mercados– la escuela: una escuela,
naturalmente, pública, laica y universal.
La escuela pública hace fracasar ese proyecto de repetición familiar y de
este fracaso nace la novedad: la novedad de un individuo –digamos–
autodidacta
Detengámonos aquí un momento antes de terminar. ¿Qué quiere decir
“laica” y qué quiere decir “pública y universal”? “Laicismo” es un término
que da lugar a crecientes malentendidos en una época que, como ocurre
señeramente en Francia, confunde “republicanismo” con “defensa de
valores nacionales”; y que en Occidente ha acabado por convertir el
“eurocentrismo” en la más verdadera de las religiones. Hemos olvidado así
la enseñanza –precisamente– de uno de los padres del liberalismo francés,
Benjamin Constant, quien en 1819 exponía con toda claridad las hechuras
del concepto. El “laicismo”, decía, es la garantía institucional de que nadie
va a ser perseguido por sus creencias u opiniones, lo que quiere decir que
tan “religiosa” es, y por ello igualmente poco “laica”, una teocracia que
persigue a los ateos y un régimen ateo que persigue a los creyentes. El
laicismo no sólo puede sino que debe permitir la pluralidad de
razonamientos y la pluralidad de disparates. Lo que no puede permitir es
que ningún grupo potencial de perseguidores (ningún razonamiento y
ningún disparate) se apodere de y pase a gestionar las instituciones
públicas; entre estos potenciales perseguidores hay que incluir –estiraría
yo, sin forzarla, la noción de Constant– a los lobbies económicos, tan

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excluyentes en términos de clase como lo son las iglesias en términos
religiosos. Una escuela laica, por tanto, es una escuela sustraída tanto a las
presiones de los sacerdotes como a las de los bancos; una escuela que se
abre hueco –que abre un hueco– entre las respuestas de los muftis y las
respuestas del mercado.
¿Y “pública”? Es casi un pleonasmo. “Pública” es una escuela que no
excluye a nadie, claro, por razones de clase, género, raza o ideología.
Habría que defenderla, pues, por elemental sentido de la justicia. Pero
ocurre que esta “universalidad” tiene además irrenunciables
consecuencias civilizacionales, si se quiere; consecuencias sobre las que
también ha insistido a menudo Carlos Fernández Liria. Hemos dicho que
con el lenguaje los seres humanos recibimos respuestas sociales cuyos
proveedores fundamentales son, entre otros vehículos, las propias
familias, que querrían prolongar su sustancia en una inmanencia sin
salida. “Público” quiere decir aquí lo contrario de “doméstico”; evoca un
espacio fuera de casa en el que, precisamente porque es exterior, puede
ocurrir cualquier cosa. La “escuela pública” garantiza, sí, la contingencia,
que es, si se quiere, el primer y fundamental derecho de los niños, pues
asienta su derecho inalienable a no ser como sus padres: a escuchar más
palabras que las de sus padres, a tener otros ejemplos más allá de los que
ofrecen sus padres, a aspirar a un amor distinto al de sus padres. Cuando
se habla de “derechos” hay que pensar en los de los niños y no en los de
los padres, siempre subsidiarios o accesorios. Y si hay que defender los
derechos de los niños, y no los de los padres, la “escuela pública”
constituye el derecho infantil por antonomasia, frente al cual todo
ejercicio de libertad parental es ya tiranía. En la cultura humana, como en
la evolución de las especies, cualquier novedad es una repetición fallida.
Los padres querríamos repetirnos en nuestros hijos, llevarlos a una
escuela que fuese una prolongación ideológica de la casa, ponerlos
sencillamente en nuestro lugar y fuera del mundo. La “escuela pública”
hace fracasar ese proyecto de repetición familiar y de este fracaso nace la
novedad: la novedad de un individuo –digamos– autodidacta (y por lo
tanto potencialmente sabio y libre) y la novedad colectiva de una sociedad
que, aunque así lo quisiera, gracias a la escuela pública, no puede
reproducirse sin variación o, lo que es lo mismo, sin nuevas preguntas. Así
lo expresa Ibn Tufayl, citando a Al-Ghazali, en el arranque de su Filósofo
autodidacto: “Y aunque estas palabras no tuvieran otra virtud que hacerte
dudar de tus convicciones heredadas, tendrían ya utilidad suficiente;
porque el que no duda, no mira; el que no mira, no ve; y el que no ve,
permanece en la ceguera y en la perplejidad”.

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Esta escuela es lo que llamamos, en realidad, “filosofía”. Al final de
la Risala, Ibn Yaqzan y su compañero Asal renuncian a transmitir su
conocimiento a los hombres, a los que juzgan toscos, indignos e incapaces
de aprender, de manera que deciden volver a la isla para entregarse en
soledad a su gnosis divina. Es aquí donde Ibn Tufayl abandona las
enseñanzas platónicas sobre la necesidad del “retorno a la caverna”, en la
que estamos obligados a enseñar con carboncillo y entre las sombras a
todos los hombres por igual, incluidos los esclavos (que de ese modo
quedan también liberados). Contra lo que sugiere la novela de Ibn Tufayl,
no hay conocimiento autodidacta porque no hay conocimiento sin
lenguaje y sin compañía social; pero todo verdadero conocimiento es
paradójicamente autodidacta en la medida en que lo descubre el propio
sujeto, con esfuerzo asistido, en el fondo de su mente, oculto bajo la arena
del lenguaje y la compañía social. Es más paradójico aún: porque lo que
está encerrado en el fondo de nuestras mentes (oh milagro) es
precisamente lo más común –lo que vincula, a través del arte o la ciencia,
a todos los humanos– y su único acceso posible es la “filosofía”; es decir, el
lugar donde se produce ese diálogo público entre autodidactas
preguntones que llamamos “escuela”. La escuela siempre estuvo
amenazada por las iglesias y las dictaduras y sus respuestas fósiles; hoy
también por el capitalismo, que necesita individuos incomunicados (en el
trabajo, en el mercado y en las redes) y no autodidactas unidos por los
libros, los maestros y los debates públicos.
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Una versión más corta de este texto fue publicada en el
periódico aljumhiriya.net en traducción al árabe de Yassin Swehat.
Los judíos también sangran
Si todos podemos ser judíos, también todos podemos ser nazis. Porque el
verdadero mal, como revela ‘El mercader de Venecia’, es ese de no reconocer
en el otro, mientras nos creemos buenos, un hermano carnal
Santiago Alba Rico 25/05/2021

Conocemos el argumento de El mercader de Venecia, drama escrito por


Shakespeare entre 1596 y 1598. Antonio, un rico y honesto comerciante,
para atender las necesidades de su amigo Bassanio, se resigna a pedir un
préstamo a Shylock, un usurero judío cuya única hija, Jessica, mantiene
amores clandestinos con un cristiano. Shylock, que odia a Antonio por
razones que enseguida se dirán, accede a prestarle dinero con una
condición extravagante, cuyo refinado sadismo, en realidad, tranquiliza al
deudor: la de que, en caso de no poder saldar su deuda en el plazo
establecido, Antonio le entregue una libra de su propia carne, extraída de
138
la zona “más próxima al corazón”. Esta cláusula parece a todos una broma
truculenta, imposible de aplicar en la práctica, pero llegado el momento,
tras la ruina económica del prestatario, Shylock exige su cumplimiento y
la república de Venecia, muy celosa de sus leyes, de las que depende su
credibilidad comercial, no tiene más remedio que dar la razón al judío.
Solo la intervención de una mujer enamorada, disfrazada de leguleyo,
invierte la situación, en estricta legalidad, en el último momento.
En 1596 no había judíos en Inglaterra: habían sido expulsados en 1290 y
sólo volverían cuarenta años después de la muerte de Shakespeare, en
1657, gracias a un edicto de Cromwell. El dramaturgo inglés, como tantas
veces, toma la historia de una fuente anterior, en este caso Il pecorone,
atribuida a un tal Giovanni Fiorentino, una popular colección de novelle,
en la estela del Decamerón, difundida por primera vez en Italia en 1378 e
impresa y traducida al inglés en 1558. En la “jornada cuarta” Il
pecorone relata, con otros nombres y algunas variaciones narrativas, tanto
la historia de amor entre Bassanio y Porcia como la de la “deuda de carne”
entre Antonio y Shylock, al que la versión medieval italiana –detalle digno
de reseñar– no da ese nombre. No le da, de hecho, ningún nombre.
Comparece una y otra vez bajo el apelativo de “el Judío”, así en
mayúsculas, arquetipo, pues, y no personaje, cifra abstracta de todos los
tópicos negativos asociados a “los verdugos de Cristo”.
Los judíos ricos, como sabemos, eran ricos porque no se les dejaba ser
otra cosa. El Derecho Canónico prohibía a los cristianos el préstamo con
interés
En Shakespeare el judío tiene nombre, porque solo los nombres
catalizan energía dramática, pero Shylock reúne todos los vicios de la
caricatura antisemita tradicional, a los que suma otro terrible: el odio
sectario. Shylock es avaro, mezquino, interesado, insensible: incluso
prefiere perder a su hija antes que sus ahorros de logrero. Antonio, por
contra, presenta todas las virtudes: es rico por sus propios méritos, a
fuerza de correr riesgos y sin parasitar a nadie; es dadivoso y leal con sus
amigos; y también un buen cristiano, pues a veces presta dinero a los más
pobres sin cobrar intereses. Shakespeare no nos dice –y su público no lo
sabe– que no hubiese podido cobrarlos sin violar la ley. Los judíos ricos,
como sabemos, eran ricos porque no se les dejaba ser otra cosa. El
Derecho Canónico prohibía a los cristianos el préstamo con interés (con el
hermoso argumento de que “no se puede extraer beneficio del tiempo,
que pertenece a Dios”), pero se lo permitía a los judíos, funcionalmente
situados, en este caso, al margen de su jurisdicción. Entre Guillermo el
Conquistador, con el que entran en Inglaterra las primeras comunidades

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hebreas, y Eduardo I, que los expulsa del reino, los judíos son utilizados
por los reyes a fin de succionar riqueza cristiana sin menoscabar su
prestigio: los usureros, que “chupan la sangre” de los nobles y burgueses y
se ganan así el odio de las clases populares, son gravados con impuestos
abusivos, de manera que la riqueza de sus víctimas acaba, por esta vía
interpuesta, en la hacienda real. Esto fue así, con ligeras variantes, en toda
Europa, como lo refleja la propia trama italiana de El mercader de Venecia.
En todo caso, ¿por qué se muestra tan implacable Shylock? ¿Por qué no
se arredra ni ante los requerimientos del Dux? El mercader de Venecia es,
como todas las obras de Shakespeare, una tragedia de matriz e intención
popular. El autor inglés pone en juego “tipos” reconocibles por el público
plebeyo y que, por su filiación misma, despiertan la simpatía o antipatía
inmediata de los espectadores. La Inglaterra de finales del XVI, que no
tenía más judíos que los pocos clandestinos llegados de España y Portugal,
era normal y espontáneamente antisemita. El judío era “universal” en
Europa; señalaba, mucho más que el pobre o el turco, al “otro” por
excelencia. Shakespeare, en consecuencia, también compartía el
imaginario de su época, aunque su maestría literaria convierte a Shylock
en un personaje tan ambiguamente trágico que un lector de hoy puede
encontrar en él recursos para protegerse del antisemitismo y denunciarlo.
Pensemos, por ejemplo, en los motivos por los que el usurero
shakespeariano se muestra tan implacable frente a las súplicas y exige con
sombría tozudez la libra de carne del cuerpo de Antonio a la que le da
derecho su contrato. El espectador de la época aceptaba sin duda que esa
obstinación sañuda formaba parte de la “naturaleza” judía; el lector
avisado de hoy interpreta que ese era el mensaje que Shakespeare,
convencido o pragmático, transmitía. Pero si se lee con atención, y se
profundiza en los matices del personaje, enseguida nos damos cuenta de
que la terquedad de Shylock no se nutre –o no solamente– del odio que le
inspira la bondad hipócrita de los cristianos –que enfatiza por contraste su
maldad– sino del recuerdo de las repetidas vejaciones y humillaciones que
le ha infligido el buen mercader veneciano. En la escena III del primer
acto, cuando Antonio va a pedirle el dinero para su amigo Bassanio,
Shylock le recuerda todas las veces que le ha maltratado, de palabra y de
obra, en la cámara de comercio de Rialto: “Me habéis llamado descreído,
perro malhechor, me habéis escupido sobre mi gabardina de judío y me
habéis echado a puntapiés” y abunda enseguida con evidente rencor:
“Arrogante señor, habéis escupido sobre mí el miércoles último, me
habéis arrojado con el pie tal día; en otra ocasión me llamasteis dogo”.

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Antonio no se inmuta; ni siquiera improvisa unas hipócritas disculpas
en una situación de dependencia en la que está solicitando un favor. Al
contrario. Reconoce con naturalidad sus violencias y hasta se vanagloria
de su actitud: “Me dan ganas de llamarte otra vez lo mismo, de escupirte
de nuevo y darte también de puntapiés”, responde. No hay vergüenza ni
remordimiento. Se puede ser bueno, honesto, abnegado amigo, virtuoso
esposo e insultar, escupir y dar patadas a un judío. Se le puede pedir
dinero sin dejar de despreciarlo o despreciándolo aún más por ello. Ese
desprecio es, de hecho, una virtud que se añade a todas las demás.
Maltratar a la vaca que te da leche, a la oveja que te da lana, al burro que
tira del arado, sería estupidez y hasta cobarde baldón; despreciar al judío
que te saca del apuro con su dinero sucio neutraliza cualquier amenaza de
equivalencia y asegura la superioridad moral del pedigüeño.
Shylock se sabe malo, pero también sabe por qué lo es: no porque sea
judío sino porque no le tratan como a un ser humano
Porque la cuestión es ésta: el terror cristiano a la equivalencia. Para
comprender lo que quiero decir hay que acudir al pasaje más célebre y
más citado de El mercader de Venecia, ése que, cada vez que es
interpretado por un buen actor, nos traslada de un salto del siglo XVI al
XX. Cuando en la escena I del primer acto, Salarino, amigo de Antonio y
Bassanio, pide cuentas a Shylock por esa cláusula indecente (“entre su
carne y la tuya”, le dice al judío con rotundo y apacible racismo, “hay más
diferencia que entre el ébano y el márfil o entre el vino tinto y el vino del
Rhin”), el usurero enumera de nuevo los agravios recibidos, se pregunta a
su vez qué le ha hecho merecedor de ese trato y añade tembloroso de ira y
de dolor: “Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío
no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es
que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas
armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios,
calentado y enfriado por el mismo verano y el mismo invierno que un
cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos
reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?”. A un mal poeta,
ablandado ya el lector, se le habría impuesto enseguida el colofón
ideológico: ¿acaso no somos humanos? Va de suyo en lo ya dicho. En
cambio, Shakespeare dobla de nuevo el vuelo hacia el lado más sombrío
del personaje. La reclamación de “humanidad” de Shylock –de
equivalencia– incluye también las pasiones negativas. Así que, cuando
parece estar solicitando reconocimiento y piedad, interrumpe el tono
quejumbroso y añade una pregunta disruptiva: “Y si nos ultrajáis, ¿no nos
vengaremos?”.

141
Porque ahora Shylock voltea el humanismo en acusación. Si somos
iguales, viene a decir, ¿no tendré que seguir vuestro ejemplo? Si vosotros
nos maltratáis cuando os sentís ultrajados por un judío, ¿qué tendré que
hacer yo? ¿No tendré que responder a los ultrajes, como hacéis vosotros,
con la venganza? “La villanía que me enseñáis, la pondré en práctica”, le
dice a Salarino con amargura. Toda esta complejidad autoconsciente late,
como vemos, bajo la caricatura del antisemitismo más plano. Shylock se
sabe malo, pero también sabe por qué lo es: no porque sea judío sino
porque no le tratan como a un ser humano. El usurero denuncia, pues, la
violencia y la indiferencia de los cristianos, frente a la cual reivindica su
derecho a la respuesta: su derecho, digamos, a ser igual también en
maldad.
Es importante recordar esta lección –dejemos caer– cuando los buenos
desprecian, humillan y matan a los más vulnerables y les reprochan luego
su insumisión. No nos gusta Shylock porque nos gustaría que las víctimas
demostraran su superioridad moral respecto de los verdugos; nos gustaría
que quebraran precisamente esa equivalencia que reproduce la hidra de la
violencia y da siempre ventaja propagandística a los más fuertes. En todo
caso, antes de ese paso ulterior –que Shakespeare da, si se quiere, por
razones caracteriológicas, llevado de la profundidad dramática que
distingue El mercader de Venecia de El judío de malta de Marlowe–, antes
de ese paso ulterior, digo, Shylock ha enunciado el principio de la
igualdad entre los seres humanos y se ha planteado la cuestión decisiva: la
de por qué esa igualdad, en ciertas condiciones, no es inmediata y
naturalmente perceptible: por qué nadie se da cuenta de que tenemos
ojos, manos, proporciones, sentidos; de que si nos pinchas, sangramos; de
que si nos cosquilleas, reímos.
Se dice “judío” de aquel al que despreciamos, maltratamos y
eventualmente matamos, pero también de aquel al que no reconocemos
capacidad para sangrar si le pinchan
La respuesta es esa: soy judío. Se dice, pues, “judío” de aquel al que
despreciamos, maltratamos y eventualmente matamos, pero también de
aquel al que no reconocemos capacidad para sangrar si le pinchan, para
reírse si le acarician, para reaccionar con dignidad si le ultrajan. Las dos
cosas, lo sabemos, son inseparables: para despreciar a un ser humano,
maltratarlo y eventualmente matarlo es necesario distanciarlo de nosotros
en las funciones más elementales: le pegamos, en realidad, porque no
siente nada. No –cuidado– porque creamos que no le duelen los golpes
(golpear así no nos proporcionaría el placer de confirmar nuestra
superioridad civilizada), sino porque la seguridad asumida de que no le

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duelen lo ha excluido de entrada del recinto de la humanidad, de manera
que podemos permitirnos golpearlo sin ningún malestar moral y hasta
con orgullo religioso, ideológico o patriótico. Se dice “judío”, pues, de
aquel que es negado por todos, de facto y ex animo, en su existencia más
carnal, más común, más moralmente terrestre. Por eso Shylock pide la
carne de Antonio, para recordarle su propia carne herida. Por desgracia ha
cometido un error que, revelando la falsedad de su proclama (si me
pinchas, ¿no sangro?), inhabilita la acción judicial. Shylock desmiente su
condición sangrante al olvidar citar la sangre en su cláusula y pedir solo
carne. Es un judío, aunque pretenda lo contrario. Los cristianos sí sangran
y el usurero lo sabe, de manera que no podría cortar el pecho de Antonio
sin cometer un abuso de contrato, razón por la que el juez, cuando aquél
parece ya condenado, rechaza la demanda e impone al demandante los
dos castigos que más pueden dañarlo en su integridad existencial:
renunciar a su fortuna y a su fe.
¿A dónde quiero ir a parar? Cientos de años de antisemitismo, ese
producto estrictamente europeo, conducen a mediados del siglo pasado al
Holocausto, después del cual “judío” pasa a ser una categoría universal; es
decir, los “judíos” pasan a representar a la humanidad superviviente en la
medida en que ellos han sufrido la más radical deshumanización. No se
trata de reconocer la particularidad de los judíos, ni como amenaza ni
como víctimas, ni como objetos de racismo ni como luminarias de
compasión, sino de recordar que, después de esa experiencia, la medida
universal de todo sufrimiento particular es precisamente el “judaísmo”: los
gitanos, por ejemplo, víctimas también del genocidio nazi, quedan de
algún modo “judaizados” tras ese sufrimiento compartido (y tan
olvidado). Lo que hay que reprochar a Israel, dicho sea de paso, es que
haya particularizado ese universal; que se haya ido sionizando más y más
y, por lo tanto, desjudeizando sin parar. Lo ha hecho a través de mitos
ferozmente nacionalistas (el del “pueblo judío”, como demuestra el judío
israelí Slomo Sand, o el de “una tierra sin pueblo para un pueblo sin
tierra”, como ha demostrado el judío israelí Ilan Pappé) y mediante el
secuestro sectario del sufrimiento judío y de la negación sectaria del
sufrimiento “judío” (como demuestra, por su parte, el escritor judío
neoyorquino Norman Finkelstein). Hay muy pocos “judíos” hoy en Israel y
son casi todos de origen palestino. Hay muchos “judíos” en Palestina y son
todos negados en su humanidad elemental por el banal nihilismo israelí
que permite o alienta su destrucción.
Pero no es ésta la cuestión. No es difícil empezar conmovido en Shylock
y acabar asqueado en Israel, y más en estos momentos, pero de la obra de

143
Shakespeare yo quería extraer una lección más sencilla y general, que es
también, creo, la lección de los lager: la de que el pueblo elegido es
cualquiera cuyos miembros tengan ojos y manos y sentidos y pasiones y
afectos. Todos somos los elegidos y, por lo tanto, los amenazados. Todos
hemos sido o podemos ser “judíos”. Lo han sido los judíos durante siglos
en Europa; también los negros esclavizados y trasladados a América;
también los gitanos despreciados, perseguidos y asesinados; también
ahora los musulmanes en las ciudades europeas o los inmigrantes que
dejan sus países y mueren en el mar tratando –sé lo que digo– de volver a
casa. Pero esta lección sencilla tiene otra concomitante igualmente simple
y trágica: la de que, si todos podemos ser judíos, también todos podemos
ser nazis. Porque el verdadero mal, el más banal de todos, como lo
revela El mercader de Venecia, el mal rutinario y orgulloso sobre el que
luego los fantasiosos excepcionales construyen sus grandes crímenes, es
ese de no reconocer en el otro, mientras nos creemos buenos, un hermano
carnal, un igual fisiológico y afectivo, un gemelo de pasiones alegres y de
efusiones tristes. Shylock, sí, sangra; Salima llora; Seydou echa de menos a
su madre. Salwa y Ali se sienten felices de haber salvado a sus pececitos.
Cuando mucha gente olvida esto –y hay incluso partidos o gobiernos
que nos dicen que olvidarlo nos hace mejores– es que la Historia se está
afilando los dientes para darse de nuevo un banquete.
La barca de Descartes
No hay dos extremos. Hay una derecha radicalizada que promueve el odio y
la mentira y una izquierda más o menos socialdemócrata que a veces ha entrado
al trapo, pero que jamás ha amagado siquiera con romper las reglas del juego
Santiago Alba Rico 26/04/2021
Creo que es Thomas de Quincey el que cuenta una anécdota de
Descartes a la que siempre se ha aferrado mi ingenua confianza en el
poder del lenguaje. Como es sabido, el filósofo francés visitaba con
frecuencia a Cristina, la ilustrada reina de Suecia. Para llegar hasta su
palacio, ya en territorio sueco, tenía que atravesar un lago, lo que requería
los servicios de un barquero. En una ocasión, iniciada la travesía,
Descartes escuchó cómo los dos remeros, entre cuchicheos, se ponían de
acuerdo para golpearlo, despojarlo de su dinero y arrojarlo al agua.
Descartes no iba armado, era extranjero y estaba en inferioridad
numérica; sólo podía encomendarse, por tanto, a su capacidad de
persuasión. No sabemos lo que les dijo a los delincuentes, pero lo cierto es
que, tras escuchar los argumentos del filósofo, los malandrines
abandonaron su propósito y lo depositaron sano y salvo en la otra orilla.
Se dirá que lo que salvó a Descartes fue su conocimiento del sueco y su
amistad con la reina. Mediante el conocimiento de la lengua nativa, que
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dejó desconcertados a los ladrones, atenuaba su condición de extranjero y,
por lo tanto, su vulnerabilidad; mediante su amistad con la reina, se
inscribía en una jerarquía protectora intimidante. Es posible. A los veinte
años, yo estaba convencido, sin embargo, de que Descartes había salvado
su vida gracias a sus argumentos y de que yo mismo podría salir ileso de
cualquier peligro, por apretado que fuera, sencillamente hablando.
Durante casi toda mi vida he conservado esta ilusión, que es la ilusión, en
definitiva, de esa humanidad común, por debajo de las costras y las
cicatrices, de las neurosis y las codicias, a la que se podría acceder desde
cualquier cuerpo si se atinase con las palabras adecuadas.
Siempre imaginé a Descartes balanceándose en el estrecho esquife,
frente a los dos barqueros patibularios, primero amenazadores, después
sorprendidos, al final vencidos. ¿Cómo los convenció? Usando los únicos
dos recursos a su alcance. Al primero lo nombraré “empatía”. Al segundo
“ensofía”.
La empatía, lo sabemos, es la capacidad de ponerse en el lugar del
sufriente por el hecho simple, inmediato, de que está sufriendo.
Bernardino de Siena, en el siglo XIV, decía que cualquiera que se acercara
al Cristo crucificado –a cualquier crucificado– sentía como propio ese
dolor antes de preguntarse los motivos por los que se le había infligido ese
castigo; y el teólogo Ivan Illich, al abordar la parábola del Buen
Samaritano, atribuía la decisión de socorrer a un extraño a una llamada
irresistible e irregular cuya fuente no es la propia patria o la propia
identidad. La empatía, en efecto, es ese contagio fulminante en virtud del
cual el dolor ajeno nos invade de tal modo que, ante la vista del sufriente,
no tenemos tiempo de preguntarnos qué ha hecho para merecer esa
aflicción ni a qué tribu pertenece. Antes de indagar las razones que ha
llevado a una multitud a emprender un linchamiento y sin detenernos a
averiguar si la víctima es inocente o culpable, amiga o enemiga, el impulso
empático interviene para salvarle la vida, incluso a riesgo de perder la
propia.
Si la empatía es la capacidad para ponerse en el lugar donde el otro está
sufriendo, la “ensofía” sería la capacidad de ponerse en el lugar donde el
otro está pensando
La empatía no es rara, pero es menos frecuente que la “anti-patía”,
término que recojo en su acepción etimológica original, no para referirme,
por tanto, al desagrado epidérmico que nos inspira el desconocido que
nos acaban de presentar sino a la empatía de grupo construida contra un
enemigo común. Al contrario de lo que pensaba Bernardino, el que se
acerca al crucificado suele dar por supuesto que “algo habrá hecho” la

145
víctima para que se la trate de esa manera; y al contrario de lo que quería
Ivan Illich, solemos discriminar a quien prestamos ayuda en términos de
parentesco y de identidad. Uno de los más grandes y horrendos misterios
de la humanidad es la placentera “anti-patía” del linchamiento. Los que
participan en uno se sienten buenos mientras deslizan la soga por encima
de la rama del árbol; se sienten buenos mientras ven retorcerse, en
suspenso, el cuerpo de la víctima. Su “antipatía” hacia el ahorcado genera
una empatía inmediata entre los vecinos, que sienten –como cuando
comparten la sal o celebran una boda– el delicioso escalofrío de formar
parte de una comunidad. En una escena memorable de la película de
Ford, Henry Fonda, que encarna al joven Lincoln, impide un linchamiento
interpelando por su nombre a uno de los ciudadanos que se ha sumado al
tumulto: “A veces hacemos todos juntos cosas que nos avergonzaría hacer
a solas”. A solas es más fácil la empatía; cuando estamos todos juntos es
más fácil la antipatía.
Empatía y antipatía forman parte de la humanidad común. A ratos
somos empáticos sin que ello salve a nadie, para mantener –digamos–
encendida la caldera, y a ratos somos antipáticos sin que ello implique
ningún riesgo físico para el otro. La comunidad madridista (o culé) es
“anti-pática”; las comunidades políticas que llamamos partidos son “anti-
páticas”; también es “anti-pática” la familia. El linchamiento, virtual o real,
es la expresión extrema e intolerable de la construcción “anti-pática” de
los normales e inevitables vínculos adversativos. Ahora bien, incluso la
“antipatía” linchadora ha encontrado siempre, en su éxtasis introvertido,
un límite “empático”: los niños. No se construye comunidad contra un
niño. Una de las características de las “antipatías” totalitarias (ya sean
yihadistas o fascistas) es que su empatía selectiva, en efecto, no hace
distinciones en el exterior: los enemigos no tienen hijos: traen al
mundo más enemigos. La disolución de todos los límites empáticos,
incluido el de la categoría “niño”, entraña la ruina misma de la
civilización.
Así que podemos imaginar a Descartes pulsando la tecla empática e
inventándose, por ejemplo, una familia doliente en París; o pulsando la
tecla anti-pática para evocar una filiación religiosa común (frente a los
protestantes). Pero podemos imaginar a Descartes, padre del
“racionalismo”, utilizando también otro recurso: lo que llamaré, como si
fuera una “empatía” paralela en el carril de al lado, “ensofía”.
Si la empatía es la capacidad para ponerse en el lugar donde el otro está
sufriendo, la “ensofía” sería la capacidad de ponerse en el lugar donde el
otro está pensando; es decir, la capacidad para reproducir las condiciones

146
cognitivas en virtud de las cuales el otro percibe eventualmente sus
errores como conocimiento verdadero, como sabiduría bien fundada.
Ahora bien, eso implica, recíprocamente, la capacidad de contemplar el
lugar donde uno mismo piensa como ocupado desde el principio por el
otro y, en consecuencia, como un recinto de conocimientos precarios,
minado eventualmente por los propios errores. La posibilidad misma de
convencer a nuestro interlocutor –como Descartes hizo con los dos
barqueros– pasa por aceptar que, mientras hablamos, estamos expuestos a
ser convencidos por el otro. Extremando con negra jocosidad el
argumento, podría haber algo racional –digamos– en querer matar a
Descartes, salvo porque entonces los barqueros tendrían que convencer
de ello al filósofo, lo que obligaría a éste, una vez convencido, a reclamar
alborozado, en vez de intentar evitar desesperado, el cumplimiento del
plan asesino. Esta forma de “ensofía” se anula a sí misma por reducción al
absurdo. Si el límite “empático” de la “antipatía” es el niño, el límite
“ensófico” de la razón es la vida del otro: no puedo convencer a nadie de
que es racional que se deje matar en mi favor.
¿A dónde quiero llegar? La conclusión de todo esto es evidente: si en la
barca de Descartes no hubiera habido empatía y/o ensofía, las palabras no
habrían servido para nada, Descartes habría muerto asesinado y su
cadáver habría desaparecido para siempre en el fondo del lago sueco.
Pues bien, como vivo en Túnez y mi acceso a la información es sobre
todo de orden letrado, había escuchado pocas veces a Ayuso, presidenta
de la Comunidad Autónoma de Madrid, y ninguna a Monasterio,
candidata de Vox. Me he quedado estremecido. Toda mi confianza
ingenua en el lenguaje se ha desvanecido de golpe. Me había pasado
alguna vez con estalinistas chiflados, pero cuyo poder de hacer daño es
muy limitado. Escuchando a Ayuso y Monasterio en Telemadrid,
escuchando a Monasterio en el ominoso debate de la SER, con esas cuatro
balas sobre la mesa, me he sentido en esa barca en la que, sin empatía ni
ensofía, Descartes habría perecido. Es una tontería llamar “debates” a
situaciones en las que lo que está en juego es la vida ajena y ninguna
palabra puede garantizar su salvaguarda. Es una locura llamar “debate” a
una barca a la deriva en la que los dos pilares de la democracia, la empatía
y la ensofía, han sido abolidos de raíz. Es como llamar “trabajo” y
“libertad” a lo que ocurría más allá del dintel de Auschwitz, donde la más
cínica de las manos había escrito: Arbeit Macht Frei.
Las elecciones del próximo 4 de mayo ya no son un asunto madrileño
sino nacional; y no son una cuestión de programas y propuestas sino de
democracia elemental

147
Personas cuya pasión se agota en una “anti-patía” absoluta, sin límites
empáticos o ensóficos, ¿qué son? No los llamemos monstruos. No hay
nada monstruoso en la humanidad, ni siquiera en la “anti-patía” de los
que se apartan de ella o quieren destruirla. No hay nada inhumano en la
monstruosidad, ni siquiera en su premeditada exhibición dinamitera.
Nuestra obligación es no dejarlos escapar, comprenderlos como al otro
posible que llevamos dentro, examinar su complejidad demoledora
mientras nos defendemos de ellos.
Las elecciones del próximo 4 de mayo ya no son un asunto madrileño
sino nacional; y no son una cuestión de programas y propuestas sino de
democracia elemental. La labor de zapa se viene imponiendo desde hace
años, ante la pasividad o complicidad de algunos medios de comunicación
y algunas instituciones, pero los últimos debates electorales, en los que se
han utilizado niños para construir “antipatía” grupal y se han naturalizado
las balas como mensajes legítimos, han consumado el más subversivo y
destructivo de los programas: se han inutilizado las palabras como esos
medios de empatía y de ensofía sin los cuales no puede haber
entendimiento, ni siquiera el mínimo entendimiento necesario para
discrepar y refutarse. España empieza a ser la barca de Descartes y no hay
ningún Descartes dentro.
Es cierto que Vox ha puesto de pronto en un aprieto táctico al PP, pero
no podemos olvidar que la demolición de la empatía y la ensofía es
también obra de Ayuso, que ha jugado minuciosamente, y con lamentable
éxito electoral, en la construcción de “anti-patía” grupal frente a los
pobres, los ancianos, los progres, el gobierno “social-comunista” y Pablo
Iglesias. Vox y el PP han conseguido ya la victoria: la de imponer el
extremismo como marco de comprensión de la batalla de Madrid.
Dejemos las cosas claras. No hay más que un extremismo, el de la
ultraderecha, que ha recurrido al “terrorismo” más extremo, el que
consiste en dinamitar el lenguaje, con sus protocolos empáticos y
ensóficos, para convertir la contienda electoral en un espectro de “guerra
civil”. Hace falta tanta valentía negra para matar a un niño como para
reventar las reglas del juego; una vez dado ese paso, no hay retorno
posible; el marco ha cambiado y como todos los marcos, los buenos y los
malos, decide por nosotros los nombres, los gestos y los impulsos.
No votéis a los que se jactan de haber cortado todo lazo empático y
ensófico con los otros
La victoria suicida de Vox y Ayuso se cifra en dos logros: el de haber
silenciado a la derecha democrática liberal, que no se presenta a las
elecciones; y el de haber blindado el voto “anti-pático” de los dos bloques,

148
entre los cuales no puede haber ya ningún paso o transferencia. Podemos
alegrarnos de que Ángel Gabilondo y Pepa Bueno hayan hablado por
primera vez de “fascismo”, que hayan llamado –celebramos con alborozo–
a las cosas “por su nombre”. Pero digamos la verdad. No sabemos cuál es
el nombre de las cosas y menos en España. No sabemos qué nombre dar a
esa ruptura compleja de los puentes empáticos y ensóficos en un contexto
tecnopopulista de libérrimo hedonismo neoliberal. Lo que sí sabemos es
el que el rótulo “fascismo”, en el que no se reconoce la mayoría de los
votantes de Vox ni del PP, es precisamente el que Vox y el PP quieren que
utilicemos contra ellos. Quizás ya no hay más remedio que hacerlo,
porque los poquitos votos decisorios, si es que se logran, saldrán de ese
caladero, pero sepamos, mientras nos movilizamos, que hemos cruzado
así un umbral en el que el eje derecha/izquierda, de cuya sustitución
dependía la “reforma desde abajo” pendiente desde 1978, se ha vuelto más
cerrado, inexorable y decisivo que nunca: como condición de restauración
radicalizada del régimen de la Transición y/o como preámbulo de un
precipicio de “anti-patías” crecientemente fratricidas. Como victoria de la
izquierda y la democracia no. Que Savater, hombre inteligente y gran
escritor, razonable en otros períodos de su vida y que cree estar
defendiendo la democracia, defienda el voto “anti-pático” de Ayuso; que
Lucía Méndez, mujer lúcida y moderada que entiende y explica muy bien
la diferencia entre periodismo e ideología, reivindique los titulares
guerracivilistas de El Mundo, significa que ya no hay posible empatía ni
ensofía entre las dos partes. Y que no hay otras “partes” en las que
refugiarse, al menos para votar.
Madrileños, por favor, no os subáis a esa barca. No votéis –lo dicen
hasta los curas de Madrid– a los que se jactan de haber cortado todo lazo
empático y ensófico con los otros.
Este grito, por desgracia, solo lo escucharán los “míos”, que ya han
decidido su voto. Como propaganda electoral las líneas que escribo son,
por tanto, bastante inútiles y su inutilidad muy elocuente. Así que espero
que sirva al menos para convencer a la izquierda de que la lucha por la
democracia pasa por no ceder a los marcos “anti-páticos” de construcción
comunitaria que quiere imponer la derecha. Si hay que subirse a esa
barca, hagámoslo en compañía de Descartes.
No hay dos extremos. Hay una derecha radicalizada que promueve el
odio y la mentira y una izquierda más o menos socialdemócrata que a
veces ha entrado al trapo, pero que jamás ha amagado siquiera con
romper las reglas del juego. El éxito de la derecha iliberal española es el de
haber generado un contexto en el que esta frase no enuncia una verdad

149
sino un alineamiento. Estamos ahí. Me da miedo pensar en lo que pueden
hacer el PP y Vox si ganan las elecciones del 4-M, pero no me da menos
miedo pensar en lo que pueden hacer si no ganan. Pero lo que más miedo
me da es pensar que un número no desdeñable de los ciudadanos que
votan al PP y a Vox y que no son fascistas (o no lo son todavía) sienten el
mismo temor cada vez que piensan en la victoria de la izquierda. No hay
democracia, ni plena ni trunca, allí donde los votantes temen, como si se
tratase del fin del mundo, la victoria de sus oponentes políticos.
Si Empatía no y Ensofía tampoco, entonces Tiranía. Votad, madrileños,
por la democracia y contra la “anti-patía” de los dinamiteros. Votad, sí,
contra el “fascismo”, pero sin olvidar que no se trata de “votar contra el
fascismo” sino de defender la democracia; es decir, de defender a los más
débiles –niños, migrantes, pobres, trabajadores, enfermos– de aquellos
que, con tal de proteger sus intereses de clase, están dispuestos a hundir
la barca de Descartes con sus frágiles aparejos de convivencia reglada.
¿Qué está pasando con el tiempo?
Cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no para cambiar la
Constitución, el gobierno o la economía sino para restaurar la humanidad más
elemental, para recuperar el cuerpo perdido
Santiago Alba Rico 1/12/2020
Para orientarse en el espacio hay que tener esquinas, torres, montes,
estrellas.
Para orientarse en el tiempo necesitamos costumbres y
acontecimientos.
El Tiempo visto desde fuera se llama tiempo, que es lo que medimos
con los relojes pero también con las fiestas colectivas y los cambios de
estación.
El Tiempo visto desde dentro se llama duración, esa pasta blanda
atrapada entre nuestras costillas.
Necesitamos contemplar la duración desde el tiempo para no perdernos
en ella. Entre el tiempo y la duración, como entre las valvas de un
molusco, tiene que haber un pequeño resquicio abierto para que entre la
vida. Ese pequeño resquicio es lo que llamamos Espacio.
La pandemia ha cerrado las valvas del molusco. El Tiempo se ha cerrado
sobre la Duración, coincidiendo con ella. Ahora bien, si el Tiempo se
solapa con la Duración, entonces no cabe el espacio; y no caben, en
consecuencia, los cuerpos. El tiempo-duración es, por eso, una papilla sin
orillas, no un río –que va hacia la muerte– sino un mar espeso sin
horizonte que contemplar a lo lejos ni ramas ni piedras a las que
agarrarse. Donde es posible, por tanto, decir: “eso ocurrió mañana”, “eso
ocurrirá ayer”, “eso está ocurriendo sine die”. Donde es posible perderse.
150
Un minuto dura más que un día porque el minuto hay que contarlo y el
día, en cambio, se descuenta cuando ya ha pasado. Un día dura, en
cualquier caso, más que un año.
El mejor resumen lo hizo mi hijo Juan el pasado mes de mayo para
definir la temporalidad del confinamiento: “Qué lentos pasan los minutos,
qué rápido pasa el tiempo”.
II
Si me lavo los dientes delante del espejo no puedo saber cuándo lo
estoy haciendo porque lo hago todos los días. Ese gesto es un hábito y
forma parte de mi organismo, no de mi agenda. No necesito preguntarme
si también hoy llevo un corazón dentro del tórax o dos pies en el extremo
de las piernas porque tengo el hábito de llevarlos siempre. El gesto de
lavarse los dientes, como el de tener pies, se da por descontado y, en
consecuencia, no me sirve para contar el tiempo. Ni me deja ningún
recuerdo ni su repetición me facilita recordar otra cosa en los aledaños,
por asociación o concomitancia. Me puedo preguntar con angustia si me
he tomado o no la medicina o si he cerrado el gas, pero no si me he lavado
los dientes, como tampoco me pregunto si he respirado esta mañana o –y
esto es importante por lo que diré enseguida– si me he conectado hoy a
internet. No puedo saber cuándo me estoy lavando los dientes porque
siempre me estoy lavando los dientes. Siempre estoy conectado a internet.
Por eso el hábito, sumergido en la duración, es lo contrario de la
costumbre, que implica la idea de repetición en el tiempo. Los lunes y
miércoles voy a clase de yoga; los viernes duermo en casa de Alfredo; los
sábados ceno fuera; los domingos compro el periódico y hago arroz con
leche. A las 8h pasa pensativo Kant por delante de la puerta de mi casa. En
otoño se caen las hojas; en primavera estallan sin ruido las flores del
campo. Las costumbres, humanas o naturales, son repeticiones en el
tiempo que nos permiten orientarnos en él mediante desplazamientos
hacia el pasado con la memoria y desplazamientos hacia el futuro con la
voluntad. Es decir, que las costumbres se recuerdan y además se esperan o
se temen. Recuerdo con nostalgia mis veranos de infancia en el pueblo.
Temo la visita de mis padres los jueves. Espero con impaciencia el
florecimiento de las jacarandás o mi cita de los viernes con Alfredo.
III
Orientarse en el tiempo significa, por tanto, inscribir el cuerpo fuera del
organismo, en un espacio en el que los gestos cuentan. Los hábitos no
ocurren en el espacio. Respiro, me lavo los dientes y me conecto a internet
en cualquier sitio, en ninguna parte, en una duración intestinal sin aura ni
mundo. Mi cuerpo sólo está en algún sitio cuando puedo relacionarlo con

151
otros cuerpos y, por eso mismo, situarlo en el eje vertical del tiempo. Hay
que entender bien esta cuestión. Tenemos eso que llamamos “presente”
sólo porque mientras obramos recordamos lo que estamos haciendo;
aquellos que –como en ciertos casos trágicos de amnesia patológica– han
perdido hasta tal punto la memoria que borran sus experiencias en el acto
mismo de vivirlas, no viven en realidad nada. Vivimos, pues, desde la
memoria y lo que llamamos “presente” no es más que nuestro pasado más
reciente: de ahí, por cierto, la sensación desasosegante, inseparable de la
condición humana, de que nunca estamos completamente ahí cuando
besamos a nuestra amada o en la felicidad de ver por primera vez los
cerezos en flor o los canales de Venecia. Nunca estamos del todo ahí y
gracias a esa trágica ausencia podemos orientarnos en el tiempo y, en
definitiva, vivir algo, por poco que sea, aun de manera incompleta o
insuficiente. No estar del todo ahí es nuestra forma de estar ahí: un beso
olvidado no es un beso; un beso sólo recordado –porque mis labios, al
unirse a los tuyos, ya están en el pasado– es el único beso al que tenemos
acceso los humanos. Y no está del todo mal.
IV
Podríamos pensar que, puesto que ese gesto es sólo duración, nos
lavamos los dientes en el presente puro. No es eso. No hay “presente
puro”. Nos los lavamos en la pura duración sin tiempo del organismo
ciego, donde la conciencia no puede entrar, ni siquiera demasiado tarde.
Nos besamos, en cambio, demasiado tarde; todo lo importante –todo lo
que ocurre– ocurre demasiado tarde. Mientras nos besamos tenemos la
sensación de que “acabamos de besarnos”, y el gusto del beso en la boca es
ya un regusto: un recuerdo muy reciente en la punta de la lengua. Nunca
es sincrónico. Y de poco sirve la atención. Mientras te beso, para estar
completamente en tu boca, con ansias en amores inflamado, tratando de
retener ese momento intenso de intimidad, puedo intentar recordarme a
mí mismo: “presta atención: estás besando a Marta”. Pero ya –ay– estoy
perdido: me lo estoy recordando. Ningún gerundio es presente; todos los
gerundios son un “acaba de pasar”: todos los gerundios, sí, excepto
“recordando”. Nunca estoy besando a Marta aquí y ahora; por muchos
minutos que la bese sin tomar aliento, y por más que la siga y la siga
besando, es algo que ya ha ocurrido mientras ocurre: una sucesión más o
menos larga (ojalá sea larga) de “acabo-de besar-a-Marta”, “acabo-de-
besar-a-Marta”, “acabo-de-besar-a-Marta”. Nunca “empezamos a”;
siempre “acabamos de”. El presente es solo la ocasión o la condición de un
recuerdo más o menos vivo y más o menos tranquilo. Como lo normal es
estar siempre “acabando de”, sentimos enseguida el dolor de la

152
“incompletud”: la nostalgia de ese minuto que se nos escurrió desde el
principio, la insatisfacción de no haber besado a Marta lo bastante. Pero
ese dolor es siempre mejor que la nada de lavarse los dientes.
V
Vivimos en el pasado, pero también hacia el futuro, poniéndonos sin
descanso por delante de ese lugar donde vivimos recordando el presente.
Eso quiere decir la palabra “proyecto”. Esperamos ciertas repeticiones y
preparamos ciertos acontecimientos. Nuestro cuerpo está en algún sitio
porque vamos hacia alguna parte, con las piernas o con la mente; porque
avanzamos por el espacio hacia el futuro. Por el resquicio entre las dos
valvas –digamos– llegamos a otro sitio y además al día siguiente. Si el
espacio a veces parece insoportable se debe justamente a que es tiempo
petrificado que hay que horadar a martillazos para alcanzar nuestra meta:
para llegar hasta Marta tengo que atravesar el parque del Retiro; cuando
acabo de recorrer la distancia que me separa de Ítaca soy otro hombre y
es otro año. El presente ocurre en el pasado y anticipa un futuro del que
nos separa no sólo una sucesión más o menos larga de horas que hay que
enhebrar sino un prado, una plaza, toda la calle de Alcalá, que es
larguísima. Cualquier amante separado de su amada es espontánea y
dolorosamente einsteniano: concibe el espacio-tiempo como una unidad
rocosa impenetrable, compuesta de granos eleáticos que ningún deseo,
por intenso que sea, puede atravesar de un salto. El presente es el pasado
más reciente, pero es también el primer obstáculo para llegar a tu casa o
para que llegue el verano. Nunca llego a tu casa, nunca llega el verano, es
verdad, porque una vez allí ya han pasado. Pero gracias a estas dos
tensiones insatisfactorias, hacia atrás y hacia adelante, nos orientamos en
el tiempo y no nos sumergimos completamente en la duración intestinal
del hábito orgánico sin fronteras.
VI
Pues bien, que el tiempo y la duración, a causa de la pandemia, se
hayan cerrado como las valvas de un molusco significa que nuestra vida
entera se ha convertido en un hábito: algo que ocurre por debajo de la
atención de nuestro cuerpo, en su interior biológico, sin memoria y sin
esperanza. Ya no hay espacio entre el filo del tiempo y el filo de la
duración por el que pueda caber ni siquiera el dolor de haberte ya besado,
el dolor de no haberte besado todavía. Creo que a todos nos está pasando
esto de sentirnos temporalmente desorientados; sabemos mal qué
secuelas físicas y psicológicas nos dejará. Todo se ha convertido en un
permanente “lavarse los dientes” en un día cualquiera. Si orientarse en el
tiempo es vivir acciones ya terminadas o aún no comenzadas, nunca

153
“acabamos de” lavarnos los dientes porque lavarse los dientes es una
acción que no tiene ni principio ni fin. No deja ninguna memoria ni
contiene ningún plan de futuro. No empieza. No acaba. Sencillamente no
ocurre. Los últimos nueve meses han sido sin duda los más densos y los
más cortos de nuestras vidas: han pasado de una sola vez, en un solo
bloque, de un tirón. A finales de agosto, cuando volví a Túnez tras un
confinamiento inesperado de seis meses en un pueblo de Castilla, a donde
había ido a pasar diez días de vacaciones, lo expresaba así: “Han sido los
diez días más cortos de mi vida: han durado seis meses”. Una vez acabe la
pandemia, dentro de un año o de dos, no recordaremos nada, porque no
habrán pasado un año o dos: habrá pasado una sola unidad de tiempo.
Una “unidad de tiempo” no es tiempo: es duración cuajada como un
queso, encerrada en una caja de cartón y abandonada sin abrir a nuestras
espaldas. O como escribí en un brusco aforismo: “El tiempo es una larga
raya de cocaína encima de la mesa. Dios se la esnifa de un solo golpe de
nariz”.
VII
Esta coincidencia de las valvas del tiempo y de la duración se ha
consumado además a través de las nuevas tecnologías, es decir, de ese
confinamiento tecnológico en el que, de algún modo, vivíamos ya antes de
la pandemia pero que la pandemia, imponiéndolo a modo de necesidad
funcional, ha completado. El confinamiento nos ha liberado del cuerpo
convirtiendo las costumbres en hábitos, pero nos ha liberado del cuerpo
encerrándolo, simultáneamente, en la duración sin tiempo de la red.
Buena parte de nuestra desorientación temporal, asociada a la falta de
recuerdos y a la falta de proyectos, tiene que ver con esta comunicación
sin cuerpos que del ocio se ha trasladado ahora también al trabajo.
Alguien decía con ingeniosa perspicacia filosófica que una reunión de
Zoom es como una sesión de espiritismo. Las clases on line, el teletrabajo,
las conferencias en streaming nos colocan en un mundo virtualmente
desaparecido del que han quedado en el aire, como la imagen del gato de
Cheshire, algunas voces dispersas, algunos harapos acústicos. El que habla
no habla desde Túnez; el que escucha no escucha desde Zamora. No
sabemos dónde estamos ni si hay alguien escuchándonos al otro lado,
porque no hay ningún lado; no sabemos si estamos hablando desde el
pasado y todo lo que decimos es ya viejuno y reaccionario o si hablamos
desde el futuro y estamos profetizando. Esta sensación de que nuestras
palabras no están ancladas ni en un lugar ni en una fecha confiere a todos
los discursos un aura fúnebre e inútil. No se puede cambiar un mundo que

154
ya no existe. Lo más que podemos hacer en la red es cambiar de cepillo de
dientes.
VIII
Por lo demás, este cierre del tiempo sobre la duración constituye la
metáfora más precisa de un capitalismo sin exterior de cuya decadencia
tomamos conciencia precisamente cuando nos obstruye todas las fugas.
Primero –digamos– se apoderó del tiempo y su resquicio, el espacio;
ahora, a través de las tecnologías, se infiltra en la duración. Entre sus
valvas, los bárbaros internos –pandemias, catástrofes climáticas– giran sin
salida, sustituyendo o sumándose al “terrorismo” como función de la
gobernanza global y sus medidas de excepción.
IX
Desorientados en el tiempo, confinados en las tecnologías de la
comunicación, se impone una vida de hábitos, completamente animal,
que no deja recuerdos y no genera proyectos, privada de costumbres y de
acontecimientos; y en la que lo único que podemos hacer es dejarnos
durar en la velocidad de las redes. El problema es que los humanos nos
habituamos a todo y hay muchos intereses materiales y políticos en
mantenernos tecnológicamente confinados para siempre; es decir,
desenganchados, desinteresados del mundo. Escribo estas líneas
preocupado por esta desorientación temporal que muchos compartimos
(una especie de alzheimer social) tras escuchar con horror las
bienintencionadas declaraciones del secretario de Estado para el Empleo,
Joaquín Pérez Rey, quien ha sabido ver muy bien el carácter “disruptivo”
de este “cambio cultural”: “Es necesario empezar a entender que la
productividad está desligada de la presencialidad”, dice. Y añade,
consciente de que el confinamiento es muy anterior a la pandemia: “Ese
elemento hay que romperlo; en cierta medida está ya muy roto y hay que
profundizar en él”. Pérez Rey, que hace de la necesidad virtud, ve aquí la
posibilidad “de liberar tiempo”, una fórmula “de encomendar tiempo a
otros usos, incluso con finalidades distintas a las que habitualmente
ordenan el tiempo”. Da mucho miedo: esa ruptura entre productividad y
presencialidad, que deja el espacio fuera de la esfera del trabajo, entrega
para siempre el tiempo a la duración, que desbordará –está desbordando
ya– los moldes del empleo para anegar el conjunto de la vida, incluso la
más íntima, y consumar la sustitución de los cuerpos por funciones
orgánicas. En el mundo seguirá habiendo algunos cuerpos rotos, algunos
árboles quemados, mientras nosotros nos lavamos los dientes en internet.
X

155
Así que, cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no
para cambiar la constitución, el gobierno o la economía sino para
restaurar la humanidad más elemental: para salir de casa, compartir el
espacio, dar un beso, elaborar un recuerdo; para volver al tiempo. Para
recuperar, en definitiva, el cuerpo perdido.
Galdós: la patria con letra entra
Tanto la obra del novelista como su patriotismo democrático contagian
alegría, salud y esperanza
Santiago Alba Rico 21/11/2020
En este año galdosiano, muchas voces más autorizadas que la mía han
dicho ya su palabra. Yo no voy a hablar de Galdós en calidad de filósofo o
de escritor sino como lector fervoroso y, aún más, como converso fanático
y exaltado. Debo confesar con un poco de vergüenza que llegué tarde a su
obra, cuya lectura, sin embargo, ha cambiado no sólo mi vida sino mi
visión de España.
Así que querría decir brevemente algunas palabras de Galdós como
escritor y como patriota.
Galdós es sin duda nuestro mejor escritor después de o a la par que
Cervantes y, si aceptamos que la novela es un género burgués del siglo
XIX, forma parte de la selectísima estirpe de los más grandes. Son muy
pocos: Balzac y Flaubert en Francia, Dostoievski y Tolstoi en Rusia,
Dickens y Stevenson en Inglaterra, Melville en EEUU, Galdós en España.
Luego, por debajo, hay algunas decenas de grandes novelistas, pero que
no alcanzan, en ambición, complexión y calidad, la altura de los nombres
citados.
Pero, ¿qué pruebas tenemos de que un autor es grande?
Se me ocurren al menos dos, una de las cuales incluye, a su vez, una
prueba secundaria.
La primera tiene que ver con el sufrimiento. Es decir, con el sufrimiento
que sentimos al acabar una buena novela. No me refiero al sufrimiento de
que acabe mal –si es que acaba mal– sino al sufrimiento que acompaña al
hecho sencillamente de que se acabe. Confieso con impudor que algunas
veces he llorado al terminar una novela y no porque el protagonista
muriera o viera malogrado su amor sino porque, al volver la última
página, ya no había más. Eso me ha pasado, por ejemplo, con En busca del
tiempo perdido de Proust o con Casa Desolada de Dickens o con Guerra y
Paz de Tolstoi o con Los Hermanos Karamazov de Dostoeivski o
con Fortunata y Jacinta de Galdós o, aún más, con la segunda serie de
los Episodios Nacionales, del propio Galdós, cuyo protagonista, Salvador
Monsalud, era el personaje favorito del escritor mexicano Octavio Paz.

156
Una de las pruebas materiales de que estamos leyendo una gran novela
del siglo XIX –una gran novela– es que, cuando la empiezas, parece larga,
y cuando la acabas se revela trágicamente corta. Proust, Tolstoi, Dickens,
Galdós, escribieron novelas muy cortas de mil páginas.
Pero, ¿qué clase de sufrimiento es éste? Es un sufrimiento material,
moral, afectivo, colindante con la nostalgia, es decir, literalmente, con el
“doloroso deseo de regresar”. De regresar, ¿a dónde? De regresar entre
gente que no conoces y a ciudades donde no has estado.
Para entender esta afirmación es quizás necesario destacar algunos de
los rasgos específicos de la novela decimonónica. A mis ojos hay dos que
son particularmente relevantes en este caso. Uno es el hecho de que, al
contrario de lo que ocurrirá en el siglo XX, los personajes literarios tienen
cuerpo. El siglo XIX es el siglo de la corporalidad, en el que, por ejemplo,
la obesidad, como los grandes muebles, las grandes joyas y las grandes
estaciones de ferrocarril, revelan riqueza y en el que Cesare Lombroso, el
conocido y nefando criminalista muerto en 1909, establecerá relaciones
morales, fatalmente utilizadas en contra de los pobres, entre los rasgos
faciales y los comportamientos delictivos: lo que se llamó fisiognómica.
Pues bien, en la novela del XIX ocurre un poco lo mismo. Los lectores
penetran en el alma de los personajes a través de sus cuerpos, que hay que
describir, por tanto, con todo lujo de detalles. He conocido lectores, ya
formados en la novela contemporánea, que no soportan, por ejemplo, el
moroso deleite de Balzac en las descripciones. En las novelas del siglo XIX
la conciencia, al contrario de lo que ocurrirá en Joyce, Musil o Doblin, no
es el eje a partir del cual irradia la vida y cuya radiación acaba
desprendiendo en la imaginación del lector una imagen. En los personajes
de Balzac, como en los de Dickens o en los de Galdós, penetramos desde
su cuerpo, lo que convierte a la descripción fisiognómica en un
instrumento narrativo central e inexcusable. No nos podemos saltar las
descripciones, pues constituyen el umbral mismo de las peripecias
narrativas y el pedestal en el que se encarama el juicio del lector.
La diferencia entre las novelas del siglo XIX y las del siglo XX (y XXI) es
que en las primeras los personajes comen, y sabemos lo que comen, y en
las segundas no
Fijémonos, dicho sea de paso, en el tiempo que los personajes de
Dickens y Galdós, Balzac un poco menos, dedican a comer. Se puede decir
que la diferencia entre las novelas del siglo XIX y las del siglo XX (y XXI)
es que en las primeras los personajes comen, y sabemos lo que comen, y
en las segundas no. Un extraterrestre que, tras la extinción de la
humanidad, tratara de reconstruir dentro de 50000 años nuestra cultura y

157
sólo tuviera las novelas para ese cometido, llegaría a la conclusión de que
los humanos de 1876 comían y los de 2020 no. En este sentido, para mí es
inolvidable una de las últimas escenas de una de las mejores novelas de
Galdos, Torquemada y San Pedro, del maravilloso ciclo que dedicó al
personaje del mismo nombre entre 1889 y 1895: esa escena –digo– en la
que el usurero cómico-trágico, enriquecido en un mundo que no
entiende, ya enfermo, vuelve al sur de Madrid, a su Lavapiés natal, donde
un viejo amigo, mesonero y plebeyo, le invita a comer. Por un momento,
moribundo a causa de un cáncer de estómago, Torquemada se encuentra
mejor, casi feliz, tras devorar unas judías, una tortilla con jamón, unas
magras, un besugo y unos capones, después de lo cual –y dejo aquí el
espoiler– su ánimo empieza inevitablemente a decaer.
Como es sabido, a partir del comentario malévolo de un personaje de
Valle Inclán, la generación del 98, seria y tristona, solía despreciar los
méritos literarios del maestro tildándolo de “escritor garbancero”, como
para desdeñar su prosa plebeya y popular. El garbanzo era la legumbre
más barata, componente central de la dieta popular española, en un
período en el que mucha gente en España pasaba hambre. Galdós era, sí,
un escritor popular en cuyas novelas se comían garbanzos; a menudo las
protagonizaban, de hecho, comedores de garbanzos. Pero por eso mismo
sus novelas las leían tanto los abogados como las costureras, tanto los
intelectuales como los cocheros. Creo que este anclaje corporal de su obra
es inseparable del acercamiento de Galdós a sus personajes, que es
deliciosamente humorístico. Galdós leyó a Balzac desde muy pronto, ya en
1867, en su primer viaje a París, pero su temperamento, su temperatura, su
sensibilidad, lo acercan mucho más a Dickens, al que también admiraba
muchísimo. El genial escritor inglés Gilbert K. Chesterton, muerto en
1936, no leyó a Galdós, hasta donde yo sé, pero si lo hubiese leído hubiese
dicho de él lo mismo que decía de su adorado Dickens, al que defendía de
los “refinados pedantes” recordando que “la cultura popular prefiere los
garbanzos al caviar, pero quiere, en todo caso, que sean unos buenos
garbanzos”. Chesterton decía “lentejas”, pero es lo mismo. Estos
personajes que comían garbanzos a veces eran trágicos, pero nunca
pomposos. Y Galdós, porque los ha visto comer, siente por ellos una
ternura hilarante: los personajes de Galdós, como los de Dickens, al
contrario que los de Baroja o Unamuno, hacen llorar, pero también reír.
Pensemos, por ejemplo, en José Izquierdo, tío de Fortunata, o en Ido del
Sagrario, el cornudo imaginario de Fortunata y Jacinta, o en Felicísimo
Carnicero, el carichato avaro absolutista, o en el bondadoso y digno
Benigno Cordero, uno de los personajes que mejor me caen y que

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demuestra el talento único de nuestro autor para retratar la bondad
humana sin que resulte empalagosa o inverosímil. Hay que decir que,
siendo Galdós el autor español por antonomasia, es éste del humorismo
un rasgo muy poco español.
Galdós, que había empezado una carrera de pintor y caricaturista,
dibujaba, al parecer, el retrato de sus personajes de ficción antes de
describirlos
Como quiera que sea, Galdós es un maestro de la descripción
fisiognómica. Galdós, que había empezado una carrera de pintor y
caricaturista, dibujaba, al parecer, el retrato de sus personajes de ficción
antes de describirlos. Se han conservado cinco álbumes de dibujos suyos,
pero los relacionados con sus novelas los destruyó él mismo, según cuenta
su secretario Rafael de Mesa. Tenemos, en todo caso, sus retratos
literarios. Escojo dos ejemplos al azar. Uno es el de Maximilano Rubín, el
marido de Fortunata, pequeñito, loco y desdichado.
“La cabeza de Maximiliano anunciaba que tendría calva antes de los
treinta años. Su piel era lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de
mujer desmedrada y clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y
chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe,
resultando de esto no sólo fealdad sino obstrucciones de respiración nasal,
que eran sin duda la causa de que tuviera siempre la boca abierta. Su
dentadura había salido con tanta desigualdad que cada pieza estaba, como
si dijéramos, donde le daba la gana. Y menos mal si aquellos condenados
huesos no le molestaran nunca; ¡pero si tenía el pobrecito cada dolor de
muelas que le hacía poner el grito más allá del Cielo! Padecía también de
corizas y las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico, con la
pituitaria echando fuego y destilando sin cesar”.
El otro es el de la señora Nazaria, la opulenta carnicera del último
episodio de la segunda serie, Un faccioso más y algunos frailes menos,
cuya apasionada refriega conyugal con su mancebo Tablas constituye una
de las cumbres del costumbrismo cómico español. De ella dice Galdós:
“Era una mujer alta y gorda, no tan gorda que llegara a ser repugnante,
sino llena, redondeada y bien compartida. Si era verdad que parecía haber
absorbido parte considerable de la infinita sustancia que en la tierra
existe, también lo es que conservaba mucha ligereza en todo su cuerpo, y
que no le pesaban las mantecas. Su rostro era de admirable blancura, sus
ojos garzos y negros, su nariz basta y respingada, abierta descaradamente
al aire, como gran ventana, necesaria a la respiración de un grande y
profundo edificio. El chorro de viento que entraba por aquella nariz
modelada para el desparpajo, imponía miedo a los espectadores de su

159
cólera. Nazaria tenía la hermosura que por extraña amalgama de los tipos
humanos, hace simpático al descaro. Lucía enormes amatistas montadas
en pendientes de filigrana como relicarios, de modo que parecía llevar en
cada oreja el pectoral de un obispo. Sus manos eran bonitas y gordezuelas,
y los anillos que de antiguo llevaba no se le podían sacar, porque su carne
había crecido y el oro no. Tenía treinta y tantos años y era viuda de un
opulento negociante de Candelario”.
En esas descripciones de Maximiliano y de Nazaria están ya contenidos
sus respectivos caracteres, pero también, de algún modo, sus destinos.
Galdós, por cierto, era ya consciente, a finales del siglo XIX, de que esta
pluralidad corporal, como hoy la diversidad biológica, estaba en peligro de
extinción. La uniformidad de los rostros que ahora aceptamos como un
fenómeno banal estaba entonces en sus comienzos, pero amenazaba ya el
amplísimo y variado espectro fisiognómico galdosiano. En el discurso de
ingreso en la Real Academia en 1897, en efecto, escribe:
“Hasta los rostros humanos no son ya lo que eran, aunque parezca
absurdo decirlo. Ya no encontraréis las fisonomías que, al modo de
máscaras moldeadas por el convencionalismo de las costumbres,
representaban las pasiones, las ridiculeces, los vicios y virtudes. Lo poco
que el pueblo conserva de típico y pintoresco se destiñe, se borra, y en el
lenguaje advertimos la misma dirección contraria a lo característico,
propendiendo a la uniformidad de la dicción, y a que hable todo el mando
del mismo modo. Al propio tiempo, la urbanización destruye lentamente
la fisonomía peculiar de cada ciudad”.
Esta última observación es importante porque el sufrimiento lector del
que estamos hablando tiene que ver no sólo con el deseo de regresar entre
esos cuerpos –el de Torquemada, Nazaria, Tablas, Fortunata o Benigno
Cordero– sino con el de regresar a una ciudad que ya no existe y que
probablemente nunca existió. Si la novela del siglo XIX es una novela de
cuerpos, lo es también de ciudades. De hecho, se puede decir que lo que
distingue a las grandes novelas citadas es que en ellas el verdadero
protagonista es un espacio urbano concreto, cuya idiosincrasia se mezcla
con la de los personajes que lo recorren. Balzac es París, Dickens es
Londres, Tolstoi es Moscú (y San Petersburgo). Galdós es Madrid. Canario
de nacimiento, Galdós se trasladó a vivir a la capital con 19 años y se
convirtió, a través de la mirada y la escritura, en su mejor cronista,
transformando con ese gesto la ciudad, al mismo tiempo, en un lugar
intensamente habitable. La mayor parte de sus novelas, sobre todo las
llamadas Contemporáneas, transcurren en Madrid y veintiséis de las
cuarenta y seis que componen los Episodios Nacionales tienen también

160
como escenario la Villa y Corte. Pero este Madrid, ahora habitable, es
habitado por una población mixta, mitad histórica y mitad de ficción, a la
que se suma el lector multinacional, ya sea asturiano, andaluz, tunecino,
francés o sueco. Es imposible pasear por el centro de Madrid después de
haber leído a Galdós sin que cobren vida todas sus calles; y es imposible,
al revés, pasear por el centro de Madrid sin trasladarse a vivir a las novelas
de Galdós. Cuando cerramos Fortunata y Jacinta, Miau, El Doctor
Centeno o Torquemada y San Pedro, nos sentimos exiliados, sin suelo bajo
los pies, aquejados del doloroso deseo de regresar a la plazuela del Limón,
a la calle de la Sal o al café Universal. Yo quiero volver allí incluso cuando
estoy ya allí; como quiero volver al París de Proust y al Moscú de
Dostoievski, donde he pasado, en ciertos períodos de mi vida, más horas
que en mi propia casa.
Atrio de la iglesia de San Ginés de Madrid, escenario frecuente en las
novelas de Galdós; en una copia anónima del cuadro de Raimundo de
Madrazo. Publicada en 'La ilustración española y americana', en enero de
1875.
Esto por lo que atañe al sufrimiento como prueba de la calidad literaria
de una obra y de la vastedad cumplida de su ambición. Ahora bien,
tenemos una segunda prueba de la grandeza galdosiana, equiparable a la
de sus pares decimonónicos. Digámoslo de esta manera: una novela es
una gran novela, sí, cuando sufrimos porque se ha acabado, pero también
cuando, en lugar de cuestionar la coherencia de un suceso o la
verosimilitud de la decisión de un personaje, nos preguntamos –y casi le
preguntamos al propio personaje con ansiedad, como si se tratara de
nuestra madre, nuestra amante o nuestro mejor amigo–: “por qué lo has
hecho”. Las tramas de las novelas del siglo XIX son todas folletinescas. No
hay ninguna diferencia entre un argumento de Flaubert y uno de, por
ejemplo, el gacetillero Paul de Kock, muy leído en Francia al tiempo que
Balzac: todo son adulterios, crímenes y parricidios, familias separadas por
el mal que se reencuentran y reconocen en el último momento. Pero lo
que es inverosímil en Paul de Kock no lo es en Victor Hugo, cuyo
personaje más famoso, Jean Valjean, resultaría histriónico e hiperbólico en
otra pluma. Ningún lector se pregunta si es verosímil que Raskolnikov,
tan sensible e inteligente, mate con un hacha a una anciana al principio
de Crimen y Castigo, de Dostoievski: uno quiere saber por qué lo ha
hecho. Ningún lector duda de que el pobre Pip, en Grandes Esperanzas, de
Dickens, ha tropezado en los marjales, una noche siniestra, con un
convicto escapado de prisión: nos preguntamos qué le va a pasar. Ningún
lector considera increíble que Fortunata vuelva una y otra vez a caer en

161
los brazos del inane canalla de Juanito Santa Cruz: queremos, en todo
caso, que se salve.
Sólo si el autor fracasa en contar lo que él quiere, solo si son sus
personajes los que se interponen y cuentan lo que ellos quieren, puede
decirse que estamos ante una obra realmente lograda
Al igual que todos los grandes, Galdós impone los hechos como Dios las
piedras y los árboles y se limita a seguir a sus personajes, como si hubieran
nacido por su cuenta y se le hubieran escapado a la calle. En las primeras
novelas, es verdad, las llamadas sociales o de tesis (pensemos, por
ejemplo, en Doña Perfecta), a veces mete su voz, pero en general fracasa
en su propósito de comunicar tesis o principios. Todo gran autor tiene su
concepto de la vida y su visión del mundo, que se asientan, como los
posos del café, en un medio líquido semitransparente. Pero sólo si fracasa
en contar lo que él quiere, solo si son sus personajes los que se interponen
y cuentan lo que ellos quieren, puede decirse que estamos ante una obra
realmente lograda. El fracaso del autor es el éxito de la obra (el caso más
señero es el de Cervantes y su Don Quijote). A Galdós pocas veces,
digamos, se le ve el plumero. No creemos lo que él dice, porque él dice
poco o nada; creemos en lo que sucede delante de nuestros ojos mientras
seguimos, acompañados de Galdós, a Gabriel Araceli hasta Zaragoza, al
pobre cesante Ramón Villaamil a la ruina o a la frívola mujer de Bringas a
comprar un chal que no puede pagar.
Ahora bien, esta prueba de su calidad tiene una especie de coda o
apéndice, que en los Episodios alcanza, por razones obvias, su máxima
expresión. Allí Galdós, como Tolstoi pocos años antes en Guerra y Paz,
mezcla los personajes históricos y los de ficción de manera tan natural que
se produce un doble fenómeno. Por un lado los personajes reales –El
Empecinado, la reina María Cristina, Zumalacárregui, Calomarde– se
comportan con la coherencia y realismo que sólo tienen los buenos
personajes de ficción; y, por otro lado, los personajes de ficción adquieren
la consistencia histórica de los personajes reales. Este mestizaje resulta
tan natural que me ha ocurrido hace poco, para ejemplificar el dato
histórico de que muchos de los guerrilleros que participaron en la guerra
de la Independencia habían comenzado sus carreras como salteadores de
caminos y/o contrabandistas, me ha ocurrido –digo– citar como prueba el
nombre de un personaje de ficción de Galdós: ahí tenéis, decía, a
Fernando Navarro, llamado Garrote, el violento fanático ajusticiado en el
arranque de El Equipaje del rey José. En este juego de mestizaje literario –y
esto me parece importante– descubrimos además que todos llevamos
dentro un personaje de ficción, si hay alguien que se interese por él, y que

162
todos somos personajes históricos, cosa que olvidamos tantas veces como
atribuimos a los reyes, a los militares, a los intelectuales y a los
millonarios los cambios sociales en la historia. Una vez más, el caso de
Benigno Cordero es ejemplar: comerciante liberal lector de Rousseau,
pacífico como una paloma, se ve envuelto en las jornadas revolucionarias
de julio de 1822 y, sin darse cuenta y carente de toda ambición, acomete
una pequeña hazaña decisiva que lo convierte, antes de hundirse de nuevo
en la oscuridad, en el “héroe de Boteros”, nombre con el que
humorísticamente lo nombra Galdós en muchas ocasiones. De esta
hazaña nadie sabe nada, excepto los lectores de Galdós; no está recogida
en los libros de historia, salvo porque los Episodios constituyen el mejor
libro de historia del siglo XIX, y ello hasta el punto de que, como decía el
director de cine Luis Buñuel, si desaparecieran todos los libros de historia,
seguiríamos teniendo una visión completa de esa centuria. O más
completa, porque en ella figuran ahora Benigno Cordero, Salvador
Monsalud, el apasionado y desdichado Tinín, la carnicera Nazaria, el gran
Patricio Sarmiento y los casi 8000 personajes que componen su obra
inmensa y, sin embargo, mensurable.
Así que, no sin fundamento, declaramos que Galdós es nuestro mejor
escritor después de y junto a Cervantes. Hay, en definitiva, obras que
marcan, que emocionan, que interesan; y obras de las que no se sale. De
las que uno no puede salir. Que no tienen salida y a las que, de hecho, si
uno resbala fuera, se quiere volver y se está volviendo toda la vida.
La de Galdós es una obra, además, que rehabilita, si se quiere, un entero
país. En un poema triste y famoso, Díptico español, Luis Cernuda, el gran
poeta del 27 exiliado en México, describía en 1962, poco antes de su
muerte, su relación con Galdós:

Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas,


Aún en estos libros te es querida y necesaria,
Más real y entresoñada que la otra:
No ésa, mas aquélla es hoy tu tierra.
La que Galdós a conocer te diese,
Como él tolerante de lealtad contraria,
Según la tradición generosa de Cervantes,
Heroica viviendo, heroica luchando
Por el futuro que era el suyo,
No el siniestro pasado donde a la otra han vuelto.
La real para ti no es esa España obscena y deprimente
En la que regentea hoy la canalla,

163
Sino esta España viva y siempre noble
Que Galdós en sus libros ha creado.
De aquélla nos consuela y cura ésta.

Para Cernuda, víctima de la guerra civil y de la España negra de la


dictadura de Franco, la obra de Galdós era la España paralela, la España
verdadera. A muchos, Galdós, en efecto, nos ha enseñado otra España
posible. Porque Galdós era un gran escritor y además era un gran patriota.
Pero patriota, ¿en qué sentido?
Cuando en 1907, ya sexagenario, el autor de los Episodios decide entrar
en política, lo justifica de esta manera: “Diga usted también que he pasado
del recogimiento del taller al libre ambiente de la plaza pública, no por
gusto de ociosidad, sino por todo lo contrario. Abandono los caminos
llanos y me lanzo a la cuesta penosa, movido de un sentimiento que en
nuestra edad miserable y femenil es considerado como ridícula antigualla:
el patriotismo”.
El liberalismo español, como el jacobinismo en 1789, era
orgullosamente patriótico, término novedosísimo de estirpe
revolucionaria y popular
Hoy nos resistimos con razón a usar esa palabra, cargada de sombras
fanáticas y asociada a la autocracia militar y la exaltación religiosa;
asociada, en definitiva, a la ultraderecha y su secuestro de las banderas.
Pero Galdós conoce bien la historia, como historiador que es. Todos
sabemos que España dio al mundo la universal palabra “guerrilla”; lo que
se sabe menos es que también forjó, en el fragor de la guerra de
Independencia, el término “liberalismo”, aunque con un significado
despojado en 1812 de toda resonancia económica. Nuestro “liberalismo”
adaptaba a la realidad española el legado de la revolución francesa para
oponerse al mismo tiempo a la invasión napoleónica y al absolutismo
monárquico. Pues bien, el liberalismo español, como el jacobinismo en
1789, era orgullosamente patriótico, término novedosísimo de estirpe
revolucionaria y popular. Como bien explica el historiador Álvarez Junco
en su indispensable Mater dolorosa, el siglo XIX registra el lento proceso
en virtud del cual un concepto, si se quiere, de izquierdas o, al menos,
liberal (patria, nación) es confiscado por la derecha tradicionalista y la
Iglesia. En 1909 Galdós lo sabe bien. Pero lo sabía ya bien cuando escribe
en 1875 El equipaje del rey José, novela en la que nuestro autor, de un
modo algo anacrónico pero con sorprendente perspicacia, sitúa en 1813 –y
expone narrativamente– la matriz del proyecto nacional tradicionalista
que se impondrá años más tarde. En una de las escenas iniciales de la

164
novela, en efecto, el clérigo Baraona, miembro de la Inquisición recién
restablecida por Fernando, mientras merienda con sus amigos en medio
de los despojos del vencido ejército napoleónico y de los cadáveres de los
renegados, dice así: “En lo sucesivo, señores, y atendidos los síntomas de
discordia civil que presenta España por el insolente jacobinismo de los
negros, los buenos españoles debemos adorar fervorosamente dos cruces”.
Y continúa: “¡Dos cruces, sí! La cruz religiosa, aquella en que Dios se dignó
morir para redimirnos del pecado; aquella que desde niños adoramos;
aquella que nos hicieron besar nuestras madres en la cuna, y además esta
otra cruz del sentimiento patrio en la cual ha muerto nuestro buen amigo,
el incomparable, el santo entre los santos guerreros, don Fernando
Garrote. (…) ¡Religión! ¡Patria! ¡Sois dos nombres y sin embargo no sois
más que una sola idea, una idea inmutable, eterna, fija como el mundo,
como Dios, del cual todo se deriva! ¡Religión! ¡Patria!... ¡Sois dos luces
espléndidas, cuyo fulgor no puede apagarse, ni tampoco cambiar como las
chispas de una fiesta de pólvora!”. Contra los afrancesados (los negros),
que habían introducido la idea de “patria” en España, asociada a la
revolución, los absolutistas la reclamaban en nombre de la religión. Ese
patriotismo ceñudo, estrecho y sectario fue, por cierto, el que se opuso en
1912 a que la academia sueca concediese el premio Nobel a Galdós, víctima
de una campaña feroz de desprestigio que movilizó a los sectores católicos
más reaccionarios y autoritarios.
El patriotismo que reivindicaba Galdós era, claro, de distinto signo:
pretendía recuperar y profundizar el de las Cortes de Cádiz. En 1909, una
vez constatada la fosilización fraudulenta del Partido Liberal, del que
había formado parte, Galdós decide descender a la arena política, como
hemos dicho, “por patriotismo”, pero para militar en una alianza
republicano-socialista que él mismo encabezará, la Conjunción, a la que
se unirá también el histórico líder socialista Pablo Iglesias. Su patriotismo,
en consecuencia, pivota en torno a cuatro ejes: la democracia, la denuncia
de la iglesia, la defensa de la república y un socialismo moderado
orientado a establecer un poco de justicia social, condición inexcusable, a
juicio del escritor, del progreso de España. Hay un quinto: la oposición a
la empresa colonial española en Marruecos, sobre todo a partir de 1909:
“Antes de intentar conquistas en suelo extraño habéis de conquistar el
suelo propio para la cultura y el derecho, para la justicia y la libertad”.
A comienzos del siglo XX, Galdós había perdido las esperanzas en el
carácter transformador de la clase media, cuyo carácter acomodaticio era
inseparable, a sus ojos, de la podredumbre política de la Restauración.
Esta, a su vez, era inseparable de la monarquía, a la que nuestro autor

165
atribuía el legado de sangre y confrontación fratricida que había marcado
el siglo XIX a partir de Fernando VII y de la reclamación del trono de su
hermano Carlos. El 19 de abril de 1907 Galdós intervenía en un mitin
republicano en el Casino de Madrid con estas palabras: “Las revoluciones
los mataron (a Fernando VII y a don Carlos) y las guerras civiles los
enterraron. Ni la grandeza de El Escorial o del panteón de Gratz han sido
losa bastante pesada para impedirles que salgan y nos visiten, que nos
gobiernen y se burlen con fúnebre risa macabra de nuestras ansias de
libertad y de vida. Pues bien, amigos y correligionarios, es preciso que,
definitivamente y de esta vez para siempre, queden esos muertos
execrables donde no puedan inmovilizar ni corromper nuestra existencia.
Es forzoso enterrarlos de veras, poniendo sobre ellos pesadumbre tan
abrumadora que no logren levantarla. No bastará la mole del Escorial;
poned encima todo el granito del Guadarrama, todo el mármol en que
están grabadas nuestras Constituciones y nuestros derechos, encima la
grandeza infinita de la conciencia libre y encima de todo la mano
tremenda justiciera de la República Española”. Estas palabras, por cierto,
podrían aplicarse también a las dificultades que encontramos aún hoy los
españoles a la hora de enterrar la dictadura franquista y el propio cuerpo
de Franco.
En cuanto a la Iglesia, conviene recordar algunos datos: en 1860 había
menos de 50.000 sacerdotes, frailes y monjas en España; entre 1875 y 1900
esa cifra ascendió a más de 88.000; cuando cayó la dictadura de Primo de
Rivera, en 1930, su número trepaba ya hasta los 135.000. Galdós había
visto, por lo tanto, no sólo aumentar su número y su influencia; había
visto también esa complicidad creciente entre la corona, el liderazgo
político, el poder económico y la Iglesia. Galdós se proclamaba
anticlerical, pero no antirreligioso; y la tradición española de violento
anticlericalismo, como toda expresión de violencia tumultuaria, le
repugnaba. Entre sus miles de personajes hay decenas de curas y si
algunos, como el cuñado de Fortunata, son codiciosos, corruptos y
fanáticos, otros son bienintencionados y generosos, como Alelí, Salmón o
Gracián. Basta ver, por lo demás, el modo en que trata la revuelta popular
anticlerical del sur de Madrid en 1834 –en las últimas páginas de Un
faccioso más y algunos frailes menos, dedicadas a la epidemia de cólera
que asoló España ese verano– para juzgar su posición frente a la violencia:
a Galdós los linchamientos populares le ofenden moral y políticamente no
menos que la pena de muerte. Pero no quiere que la Iglesia imponga a los
españoles qué tienen que creer, que tienen que leer o cómo tienen que
gastar su dinero.

166
Galdós era, por lo demás, el hombre más moderado y dialogante de la
tierra, como lo demuestra su amistad con Menéndez Pelayo o Pereda, dos
escritores decididamente conservadores, y su larga y libre relación
amorosa con la escritora Emilia Pardo Bazán, que había militado –incluso
facilitando armas– en las filas del Carlismo. Esa es también otra España
posible pendiente de actualización: la de la rivalidad amistosa o la amistad
pugnaz entre posiciones ideológicas enfrentadas.
Acabo ya. Galdós era un gran escritor y un gran patriota. El triste
pensamiento reaccionario considera que solo se contagian los vicios.
Podemos aceptar este principio a condición de añadir enseguida que
también la calidad, la belleza, la virtud pueden llegar a ser vicios adictivos.
Tanto la obra de Galdós como su patriotismo democrático, sí, contagian
alegría, salud y esperanza. Por placer elemental, por salud mental, hay que
leerlo sin descanso. De su obra no se sale, una vez se ha entrado, pero
constituye en sí misma una salida al aire libre y la luz del sol.

* Este texto es una versión mínimamente corregida de la conferencia


pronunciada el pasado miércoles 18 de noviembre en el Instituto Cervantes
de Túnez junto al profesor Bernabé López García, quien dedicó su
intervención a Galdós y la cuestión colonial.
IDENTIDAD
Ser o no ser uno mismo
España, si no puede ser una nación, conviene que sea una guerra civil fría.
Enfriémosla durante cuarenta años más, si es que no podemos desactivarla; pero
sería mucho más seguro construir por fin alguna Cosa que todos quisiéramos
disputar
Santiago Alba Rico 28/05/2020
Cuando Unamuno, con el desempacho bronco que lo caracteriza,
reniega en 1913 de su obra anterior y defiende su derecho a cambiar de
opinión, a no dejarse esclavizar por sus creencias pasadas, a emanciparse
del otro que ya no es, plantea una cuestión muy importante; es decir, la de
cuándo uno deja de ser el que fue, de manera que ya no se le pueda hacer
responsable de lo que dijo o de lo que hizo. “Habrá de seguro”, escribe,
“quien se encuentre más de acuerdo con lo que escribí hace catorce años
que con lo que escribo yo. Pero no seré éste yo, seguramente”. ¿Es ello
posible? ¿Se pueden marcar umbrales y fronteras, y no sólo transiciones,
en la vida del hombre? ¿Y en la historia? ¿Cuándo dejamos de ser el país
que fuimos? ¿Cuando España, sin cambiar de nombre, deja –dejó, dejará–
de ser ella misma? Quizás el paralelismo no es forzado, pues no deja de
haber algo inquietante e inexplicable en la estabilidad de la autonimia,
tanto en un caso como en otro; es decir, en la seguridad con la que,
167
incluso cuando nos hemos desmarcado del hombre que amó a esa mujer a
la que ya no amo o del que expresó en 1987 esa idea que hoy juzgo
peregrina e incluso peligrosa, o cuando nos despegamos del país que
expulsó a los judíos y los moriscos o enterró demócratas en las cunetas,
hay algo inquietante e inexplicable –digo– en la seguridad con que llamo a
esos dos hombres y a esos dos países con el mismo nombre: Miguel de
Unamuno, España. Incluso el Unamuno místico y carlista del “sentimiento
trágico de la vida” llamaba Unamuno al treintañero un poco gritón que
escribía aún en el periódico socialista La lucha de clases. Incluso los
demócratas enterrados en las cunetas llamaban España al país que los
mató.
En términos de identidad personal, reconocemos dos niveles distintos
de gestación. Sólo a uno de ellos le pedimos coherencia. En el ámbito
físico o emocional, nadie se atrevería a llamarme “incoherente” por tener
ayer pelo en la cabeza y hoy, treinta años después, no tenerlo; o por haber
dejado de usar mis piernas a causa de un accidente de coche tras haberlas
usado alegremente durante tres décadas. Ni tampoco por haber dejado de
amar a Marta después de haberle declarado amor eterno en 2011. Y sin
embargo, ¿cada cuánto tiempo se puede cambiar de idea sin ser acusado
de inconsecuencia o incluso de traición? ¿Y por qué, al cambiar de idea,
no cambiamos de cuerpo y de nombre y por qué, aún más, seguimos
recordando –con vergüenza quizás– nuestra continuidad respecto del
sujeto anterior? Hay dos Unamunos y dos Wittgenstein y un primer y un
segundo Emilio Castelar y tenemos al Marx juvenil de los Manuscritos y al
Marx de El Capital y, si mirásemos bien de cerca con un microscopio
temporal, descubriríamos quizás docenas de Hegel en la vida de Hegel y
cientos de Ortega y Gasset en el pensamiento de Ortega y Gasset.
“Identidad” en el caso del hombre quiere decir duración y, por lo tanto,
variación bergsoniana en el tiempo. Idénticos a sí mismos son los
moluscos –y aún más las bacterias– pero no se trata de enorgullecerse,
frente a ellas, de cambiar de forma y de pensamiento cada día.
Cambiantes son los copos de nieve y los caleidoscopios, pero no se trata,
frente a ellos, de renunciar fanáticamente a reconocer la obra del tiempo y
de la historia en nuestra vida y nuestro conocimiento.
Más que coherentes como un molusco, tenemos que tratar de ser
honestos como un salmón –que nada contra corriente para poner sus
huevos–
Entonces, ¿qué sería la coherencia? Coherente sería no el que no
cambia jamás de posición sino el que, habiendo justificado
intelectualmente la primera, trata de justificar también tanto la

168
conversión como la segunda posición de ella resultante. Eso –no lo
olvidemos– lleva tiempo: menos que la formación de una montaña, más
que la gestación de un bebé, el mismo que el crecimiento de un árbol
mediano. Como quiera que también se razona en el tiempo y, peor aún,
en la historia, donde las transformaciones a veces se traducen en ventajas
personales, no hay forma de establecer exactamente un plazo legítimo (un
plazo, por así decirlo, index sui et falsi): no sabremos nunca cuándo me
está permitido dejar de ser yo mismo –para ser otro– en el plano de las
ideas. Así que, más que coherentes como un molusco, tenemos que tratar
de ser honestos como un salmón –que nada contra corriente para poner
sus huevos.
En términos de identidad nacional, la cuestión es aún más complicada.
Porque hay millones de personas que llaman España a cosas muy
diferentes. La diferencia aquí no es “sucesión” –primero amo luego no
amo, primero soy socialista después carlista- sino “simultaneidad”: el
conflicto se despliega en un espacio compartido, pero no siempre común.
Una sucesión conflictiva es lo que llamamos identidad personal (el
misterio de seguir respondiendo al mismo nombre después de cambiar de
opinión o de amante) y los signos que emite se mantienen siempre cerca
del cuerpo que señalan, de manera que podemos relacionarlos de un
vistazo con su fuente individual, incluso si cambia de ropa o de peinado.
Por el contrario, una simultaneidad conflictiva –una nación– sólo puede
expresarse identitariamente mediante la sinécdoque, siempre abusiva, una
de cuyas expresiones simbólicas privilegiadas es la bandera. La bandera –
cuidado– no es la ropa o el peinado de una nación; es
una relación separada de los cuerpos allí reunidos y depositada en un
soporte material visible. Ahora bien, una bandera no genera identidad
común porque todo el mundo vea lo mismo en ella sino porque todo el
mundo quiere disputarla. El fracaso de la historia de España como nación
se expone del modo más banal e insuperable en esta incapacidad para
desprender y separar un símbolo que todas las partes en conflicto quieran
disputarse, como ocurre, por ejemplo, en EE.UU. o en Francia, donde
tanto el facha como el revolucionario proyectan en las barras y las
estrellas o en le drapeau tricolore sus intereses pugnaces y sus emociones
encontradas. El debate actual sobre la resignificación de la bandera
rojigualda constitucional indica no tanto que una parte –en conflicto– se
la haya apropiado sino que España ha fracasado en inducir una voluntad
general apropiativa. Es una cuestión más grave de lo que parece, porque la
democracia misma, como espacio de convivencia, es indisociable de este
deseo de simultaneidad conflictiva recogido y conducido simbólicamente.

169
Una bandera no genera identidad común porque todo el mundo vea lo
mismo en ella sino porque todo el mundo quiere disputarla
La batalla por la resignificación de la rojigualda es muy difícil en la
medida en que ha revelado ya, antes de que entremos en liza, un
gigantesco fracaso previo, pero comprendemos su necesidad apenas
trasladamos la cuestión a la tricolor republicana como alternativa. Los que
creen imposible resignificar la bandera constitucional se olvidan a veces
de preguntarse qué significa más allá de los votantes de Vox, que la
blanden como un cuchillo, y más allá de la izquierda radical, que la ve
empapada en sangre; qué significa en esa mesopotamia pobladísima
donde habitan millones de españoles que no piensan en la historia de
España cuando miran o usan la bandera. Asimismo se olvidan de
preguntarse, una vez han entregado la rojigualda a su pobre univocidad
partidista, si es posible, a cambio, resignificar la republicana; es decir, si se
puede dar a esa emocionante (para mí) franja morada un significado más
universalmente conflictivo. La respuesta es claramente no. Nadie –ni en la
derecha ni en el centro-izquierda– va a querer disputarnos esa bandera.
Que no haya ningún símbolo –o varios– que todos queramos
democráticamente disputar es indicio de la debilidad de la construcción
nacional española, de la precariedad democrática en nuestro país y de la
facilidad con la que una minoría bien organizada, muy ideologizada y sin
escrúpulos, puede hacernos retroceder cincuenta años agitando
precisamente una bandera que nadie quiere disputarles.
No digo que “haya” que disputarla, la bandera; digo que el que no
queramos hacerlo –y aún menos, y con razón, los catalanes o los vascos–
da toda la medida de los problemas heredados del pasado pendientes de
resolver. Si no hay disputa no hay simultaneidad y, por lo tanto, no hay
comunidad. No habrá España, y menos una España realmente
democrática, mientras no ocurra que los españoles queramos matarnos
los unos a los otros por la misma bandera. Que no haya España, que no
llegue a haber España, quiere decir que nunca podremos librarnos de ella;
y aún menos los catalanes y los vascos. De hecho, a veces uno tiene la
impresión de que los nacionalistas españoles defienden esta no-España
(esta España-todavía-no, coherente como un molusco) porque es la única
manera, finalmente trágica, finalmente antidemocrática, de no abordar la
cuestión territorial. El pasado, como el mar de Paul Valéry, siempre vuelve
si no se tiene el valor de dejar de ser lo que se es para llegar a ser otra
cosa, sin dejar de llamarse de la misma manera.
En términos religiosos, esta relación tortuosa de la identidad con el
tiempo se expresa en la vieja cuestión de la determinación y la gracia. Para

170
los protestantes cada hombre es sus actos, por lo que en cada una de sus
decisiones o avatares se revela la voluntad de Dios: el que está salvado
puede permitirse cualquier error o pecado, pues “es” ya un hombre
salvado, mientras que el condenado no puede rehabilitarse con ningún
acierto posterior, ni tampoco mejorar, y por lo tanto sigue siendo hasta su
muerte el mismo hombre condenado del primer día. Tanto el salvado
como el condenado, digamos, tienen una identidad fuerte: son siempre
idénticos a sí mismos. Aunque viven, gozan, sufren, triunfan o fracasan en
el tiempo, su destino se ha decidido ya fuera de él, y sus placeres y sus
dolores, sus victorias y sus derrotas se limitan a revelarlo en público. El
catolicismo, en cambio, separa los actos individuales de la voluntad de
Dios; cada hombre es responsable, claro, de sus actos, pero no se agota en
ellos. El individuo no “es” lo que hace porque luego, si sigue viviendo, y le
ocurre algo nuevo, puede hacer una cosa distinta y puede cambiar de
opinión; y esa posibilidad de hacer una cosa distinta y cambiar de opinión
implica la idea de perfectibilidad: rectificación, progreso moral y
rehabilitación virtuosa. Digamos que el arrepentimiento y la confesión,
abominados por el protestantismo, dan al catolicismo esa cintura flexible
en relación con el pecado que luteranos y jansenistas tanto reprocharon a
la casuística jesuita.
En términos jurídicos, por último, la aceptación de una lógica
“protestante” o “católica” da lugar a dos doctrinas muy distintas, una –la
anglosajona– orientada a la penalidad punitiva y a la evitación de la
reincidencia y otra –la europea– que contempla la rehabilitación del reo y
su posible reinserción social como causa final del proceso penal. La
doctrina anglosajona busca a toda costa evitar la repetición del delito,
condenando el primero de ellos –una infracción de tráfico o el robo de
una gallina– como si en él se expresara prospectivamente toda la vida del
acusado. La doctrina europea, de origen ilustrado-católica, valora al
contrario actos aislados, sin juzgar al mismo tiempo la personalidad, y
mucho menos el destino, del reo. Creo que sería muy interesante conocer
cómo funciona el concepto de “prescripción”, en sus fundamentos
filosóficos, en una y otra tradición. ¿Prescriben algunos delitos porque se
considera superado el daño por el tiempo mismo –porque la época,
digamos, ha cambiado– o porque es el acusado el que ha cambiado y se
considera que el hombre que cometió ese delito ya no es el mismo que,
diez años después, contempla su pasado, como Unamuno contemplaba
sus opiniones socialistas? Me parece muy inquietante y muy estimulante
la idea misma de “prescripción”, la más filosófica del Derecho, porque
trata de pensar las acciones de los hombres en el tiempo, y en un tiempo

171
cambiante que cambia a los que viven en él. La idea de prescripción
traslada la noción de “olvido”, indisociable del Tiempo (que hace olvidar
los dolores), al terreno del Derecho objetivo, pues es la Ley la que tiene
que decidir la fecha de caducidad concreta de cada daño introducido en el
mundo, y de cada uno de los yos sucesivos que los introducen.
La Ley considera que es más fácil dejar de ser definitivamente lo que
uno ha sido durante mucho tiempo que lo que uno es de repente, en un
mal día
La discusión se plantea, en todo caso, en torno a la “teoría de la pena”;
es decir, “la fundamentación de la prescripción será diversa en función de
cuál sea la teoría de la pena por la que se opte”, según explica el jurista
Manuel Cerrada Moreno. Aunque el lenguaje que utiliza el artículo es
alambicadamente técnico, entiendo que se dará mayor o menor margen a
la prescripción de los delitos según si la doctrina penal tiene vocación
reeducativa, correctiva o punitiva. En todo caso, el gran jurista italiano
Luigi Ferrajoli señala una tendencia preocupante en nuestros códigos
europeos: “plazos largos (de prescripción) para los delitos más simples
pero agravados por la reincidencia, que por lo general no requieren casi
ninguna investigación; plazos breves para los delitos más complejos –
quiebras, corrupciones, concusiones, estafas y daños al Estado– que
requieren investigaciones largas y complejas y cuyos autores son
defendidos por hábiles abogados que pueden poner en marcha planteos
dilatorios". Esto quiere decir, paradójicamente, que prescriben antes los
delitos cometidos a lo largo de mucho tiempo y cuya investigación y
enjuiciamiento consume también mucho tiempo y muchos recursos que
los actos irrumpientes y puntuales –que puntúan el tiempo una o varias
veces en el curso de una vida y son más reconociblemente físicos o
materiales. O de otra manera, que la Ley considera que es más fácil dejar
de ser definitivamente lo que uno ha sido durante mucho tiempo que lo
que uno es de repente, en un mal día, en un minuto de exceso o tentación.
¿Nos sorprende que los delitos con fecha de caducidad más breves sean
precisamente los económicos? La filosofía deja aquí su lugar, es evidente,
a la lucha de clases.
¿Y los delitos que no prescriben? Hasta el año 2010, en la estela de los
juicios de Nuremberg de 1945, los únicos imprescriptibles eran los de lesa
humanidad. A partir de esa fecha, sin embargo, se sacan del tiempo
asimismo –como sólo se hace con las cosas “sagradas”– los delitos de
terrorismo con una o más víctimas mortales. El problema de la
imprescriptibilidad, desde un punto de vista filosófico, vendría a
reconocer, en realidad, la existencia de actos situados fuera del tiempo y

172
sin ningún sujeto, lo que tiene sentido en el caso de la Humanidad (con
independencia de la polémica sobre qué entendemos por eso), pero que
resulta muy inquietante en el caso del terrorismo, “ascendido” a categoría
semirreligiosa o teológica: el terrorista no es rehabilitable, pues es el Mal
mismo, y mata una sustancia sagrada y eterna. Como me señala muy
certero y preocupado mi amigo Francisco Fernández Caparrós, filósofo y
jurista, esta vuelta de tuerca tiene que ver menos con la revisión de la
gravedad de los delitos, o con el perfil del delincuente, que con el papel de
las víctimas: “la ampliación de la imprescriptibilidad”, me dice,
“alumbraría la mutación de la idea misma de Humanidad en tanto que lo
que definiría a ésta en su condición de víctima”. Es exactamente así. No se
trata de sacralizar un delito sino de escoger una víctima sacrificial –la más
pura, la más sin tacha– para concentrar contra ella el mal también más
puro. La cuestión, por tanto, tiene que ver con este proceso de selección
de la víctima: ¿cuál de ellas es tan inocente que está situada desde el
principio fuera del tiempo y su agresor, por tanto, no puede ser “curado”
en el tiempo? Lo interesante y paradójico es que, aceptando esta lógica, es
el acto terrorista el que selecciona a la víctima como la más pura y
sagrada; la víctima, de hecho, se vuelve pura y sagrada fuera de su propia
vida, al margen de la sucesión conflictiva identitaria, y sólo en cuanto que
objeto de una “acción terrorista”, espejo negro de la “gracia divina”. Así
que el terrorismo cumple una función expiatoria, purificadora, salvífica:
todo lo que él ataca deviene limpio, inocente y puro. Todo lo que él ataca
deviene “humano” y, por tanto, eterno y sagrado; y la agresión, en
consecuencia, imprescriptible. Es muy importante, a mi juicio, pensar
sobre este “proceso de selección de la víctima”, pues es la inversión y la
prolongación de la lógica del Lager. Al final, como ocurre que es siempre
el criminal el que elige la víctima, lo que tenemos que hacer nosotros
(nuestros códigos penales) es seleccionar al criminal que selecciona las
víctimas. Nuestra sociedad y, sobre todo, nuestra doctrina penal ha
escogido al terrorista como vía de acceso a la eternidad.
Somos “sucesión conflictiva” y ello nos autoriza a justificar nuestras
variaciones, pero no a reivindicar la variación misma como regla
En definitiva, la cuestión de la identidad en el tiempo tiene que ver con
la prescriptibilidad. ¿Cuándo prescribe ese yo que defiende el socialismo
y/o que ama a Marta? ¿Qué tiene que cambiar, y dónde, para que
prescriban los Reyes Católicos, Hernán Cortés, Flandes, la Inquisición, la
guerra civil, Franco? ¿Cuándo prescriben nuestros pecados –si somos
religiosos– y nuestros delitos? Somos “sucesión conflictiva” y ello nos
autoriza a justificar nuestras variaciones, pero no a reivindicar la variación

173
misma como regla: una idea, incluso errónea, tarda mucho en formarse –
menos que una montaña, más que un bebé, lo mismo que un árbol
mediano– y no se puede abandonar en la puerta del vecino ni talar en una
hora. Somos también “simultaneidad conflictiva” –una nación– lo que
implica que cada uno posee algo que todos los demás quieren disputar; si
no ocurre eso, es que estamos siempre al borde de la guerra civil, que es
su contrario: aquello que pasa cuando cada uno busca fanáticamente la
unidad, cuya condición es la eliminación –no la disputa– del otro. España,
si no puede ser una nación, conviene que sea una guerra civil fría;
enfriémosla durante cuarenta años más, si es que no podemos
desactivarla; pero sería mucho más seguro construir por fin alguna Cosa
que todos quisiéramos disputar o de la que, los que así lo decidieran, se
pudieran separar pacíficamente. En cuanto a los pecados y los delitos,
conviene recordar –en esto soy un ateo muy católico– que todo lo que
hacemos tiene consecuencias, pero que jamás la consecuencia puede ser la
condena eterna o la exclusión social: Dios, como la Ley, deben disputar
cada ser humano, sin darlos jamás por definitivamente perdidos.
Sobre lo inconsistente y lo incompleto
Las cosas –los cuerpos– tienen valor porque las esperamos y las cuidamos.
Así que hablar de un mundo sin tiempo de espera y sin atención es hablar de un
mundo sin “valor”
Santiago Alba Rico 9/01/2020
El capitalismo neoliberal, altamente tecnologizado y radicalmente
especulativo, sin materia y sin fronteras, se mueve entre lo inconsistente y
lo incompleto[1].
Por un lado no deja ni rastros ni monumentos; por otro lado sólo
produce, de manera directa e inmediata, ruinas. O, si se prefiere,
escombros.
Veamos el punto 1: la inconsistencia. Cuando Marx escribía en el
Manifiesto Comunista que “lo sólido se disuelve en el aire” hablaba de
valores y vínculos desbaratados pero anticipaba también, sin saberlo, la
fase inmaterial del capitalismo, que es la nuestra, en la que la velocidad
tecnológica y mercantil, con sus consecuencias ecológicas y
antropológicas, disuelve las sociedades en un permanente proceso
destituyente. Nuestra época se dedica, como ninguna otra anterior, a un
febril consumo (es decir, destrucción) de consistencias, lo que incluye
también una febril demolición de edificios; nuestra época es la primera de
la historia que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de
mirar y la primera de la historia, por eso mismo, que no deja ruinas.
“Dentro de cien años”, dice el urbanista y sociólogo Richard Sennet, “la
gente tendrá una evidencia más tangible de la Roma de Adriano que de la
174
Nueva York de fibra óptica”. En ese sentido, en un comentario a una
exposición del artista Txuma Sánchez, reflexionaba yo en 2004 sobre las
ruinas, a las que atribuía un doble poder (de revelación y de rebelión) a
partir de las cinco “radicalidades” enumeradas a continuación:
– A través de la ruina –decía– “recuperamos los materiales de
construcción, reprimidos, ocultos y olvidados en el cuerpo del edificio”.
En la línea siempre ascendente del progreso –es decir– se nos cruza de
pronto la ingenuidad del comienzo, la reversibilidad espacial del destino,
el trabajo a ras de tierra. Se nos revelan, por así decirlo los límites del
terreno y su carácter aproximativo, la dificultad y necesidad de medir en
un mundo en el que lo más fácil e imperativo es siempre calcular. Me
gusta mucho que el arquitecto García Solera insista en esta necesidad de
medir con las manos –o con un metro, que es lo mismo– recordando así
que la arquitectura es la menos exacta de las disciplinas porque tiene que
asentarse en el espacio, siempre irregular, y porque sus construcciones, en
consecuencia, están siempre a punto de caerse. Este “estar a punto de
caerse” es la conciencia íntima de los materiales y de la orografía; y esta
intimidad, olvidada por el que habita la casa o visita el edificio, tiene que
aspirar a durar. La ruina, paradójicamente, al exponer a la luz la intimidad
de la casa, evoca esta duración. Esta ha sido, digamos, la lógica
insuperable durante milenios: un edificio estaba a punto de caerse
durante tres, cuatro, diez siglos, y luego, al venirse abajo, dejaba su
historia despellejada ante los ojos, a veces como nostalgia pero en todo
caso como genealogía y memoria. La diferencia entre “medir” y “calcular”
es importante, pues cabalga otra no menos importante: la que existe entre
imaginación y fantasía. La imaginación mide, la fantasía calcula. Esa razón
calculadora contra la que Heidegger escribió tantas páginas definitivas, en
realidad está loca. A esa locura la llamamos capitalismo. Una ciudad
“calculada” se vuelve finalmente inhabitable y, por lo tanto, irracional.
nuestra época es la primera de la historia que no distingue entre cosas
de comer, cosas de usar y cosas de mirar
– A través de la ruina –decía– “recuperamos el aire, en cuya
transparencia liberada –por encima del tejado sin cubiertas– se colorea
para nuestra comprensión la sólida irracionalidad del barrio”. La ruina
explica la ciudad. Es el último agujero en su altura sin tacha, el fantasma
del ágora que viene a interrumpir su continuidad. La ciudad, como utopía
destituyente aupada en su inmortalidad sin heridas y en su cenit
perpetuo, fracasa en las casas desvencijadas cuyas huellas hay que retirar a
toda prisa para levantar un nuevo edificio; y se confiesa en esos solares
vacíos, como encías desdentadas, que recuerdan la posibilidad de la plaza

175
frente al orden capitalista del pasillo. Las ruinas, al contrario que los
centros comerciales y los aeropuertos, están bajo el cielo.
– A través de la ruina –añadía– “recuperamos la triste objetividad de los
objetos, ahora visiblemente detenidos en una quietud de piedras,
expulsados de la sociedad en la que se habían escondido: la muñeca, el
cuaderno, el zapato entre los desperdicios no son la melancólica
metonimia de la fragilidad humana: son el escándalo de la supervivencia”.
La supervivencia se llama “cosa” y vivimos ahora en un mundo –el
primero de la historia– sin cosas, pues ellas son siempre el fruto de la
espera y de la atención, dos actitudes vitales prohibidas por nuestra
economía y nuestra tecnología. De este “mundo sin cosas” (o de este
”Hombre sin mundo”, de acuerdo con el título de un libro del filósofo
Gunther Anders) me he ocupado largamente en muchas de mis obras y
hablaré enseguida. La duración, la memorización y la finitud, las tres
características propias del objeto, son incompatibles con la mercancía y la
imagen digital. “Sólo los pobres tienen cosas”, titulaba un artículo para
recordar que la casa hiperindustrial de clase media (ahora también
digitalizada en su trabajosa domesticidad) se ha vuelto tan abstracta como
el propio mercado financiero. La casa ya no es “hogar” porque no tiene
fuego; pero tampoco es “habitación” porque no tiene ni siquiera ”lugar”.
No tiene centro habitado como la ciudad no tiene centro helénico
politizado.
– A través de la ruina –decía– “recuperamos la gravedad, la inclinación,
la forma de los primeros monumentos: el montón, por ejemplo, que es la
primera lucha del hombre contra el cielo”. La ruina no sólo coloca de
nuevo la materia en el espacio, con su intimidad rediviva; no sólo la coloca
en el pasado como memoria retrospectiva; además nos recuerda la idea
misma de “proyecto”, en su sentido etimológico de “lanzarse hacia
adelante”, es decir, de adelantarse hacia el futuro. Ahora bien, en una
economía neoliberal desmaterializada el futuro no es rentable. Igual que
prohíbe la espera, la atención, el regalo y el aburrimiento, el capitalismo
tecnologizado prohíbe también el ahorro, ese impulso conservador que
sacrifica el presente para proteger el futuro, y promueve en su lugar la
deuda, que hace exactamente lo contrario: sacrifica el futuro –el nuestro y
el de las próximas generaciones– para adherirse al presente, como una
garrapata, y succionarle todas sus riquezas. Una sociedad de consumo es
una sociedad de deudores; y una sociedad de deudores es una sociedad sin
futuro.
– A través de la ruina “recuperamos, en fin, a los hombres, desterrados
de la ciudad post–moderna”. La ruina, decía, es el último, el único lugar

176
todavía habitado donde la pobreza o la rebeldía conservan la cultura más
antigua. Frente a la ciudad occidental disuelta en sus anillos de
circunvalación, la ruina es lenta y hierve de cuerpos; y apenas distingue la
casa deshecha de la casa aún por hacer. El Cairo, por ejemplo, es una vieja
civilización abandonada, encontrada en el camino y okupada por veinte
millones de personas. La ruina antigua, hoy turistizada, es romántica; la
ruina urbana es el último refugio de la antropología. Igual que nunca
antes hemos vivido en un mundo sin cosas, nunca antes habíamos vivido
en un mundo virtualmente sin cuerpos o empeñado en desanclarse de los
cuerpos; y en el que los cuerpos, negados por la tecnología y la publicidad,
aparecen sólo como residuos, sobras u obstáculos; en las guerras, en los
muros fronterizos o en las “acechanzas” de la población inmigrante
racializada. Nadie quiere tener cuerpo en nuestras ciudades destituyentes,
pues los cuerpos enferman, envejecen y mueren; y eso es cosa de
los extranjeros que amenazan sin cesar nuestras imágenes. El cuerpo o es
contagioso o es terrorista. Nosotros, por eso, preferimos “comunicarnos”.
Pero veamos el punto 2: el hecho de que el capitalismo neoliberal, que
no deja ruinas, al mismo tiempo sólo produce ruinas. En la guerra los
cuerpos son desde el principio residuos de un bombardeo; en la paz los
edificios son desde el principio sobras de una operación financiera.
Cuando Marx escribía que “lo sólido se disuelve en el aire” no podía
anticipar que bajo el capitalismo financiero lo líquido, a su vez y al
contrario, se convertiría en sólido: es decir, en cemento. El proceso
destituyente de nuestras ciudades, en las que la gentrificación y la
reconstrucción bélica van de la mano, ha convertido el cemento en medio
de especulación. Es terrible que el neoliberalismo, incapaz de medir, haga
sus cálculos abstractos con trigo, con cuerpos y con cemento; es
contradictorio, y muy destructivo en términos ecológicos, que la
crematística, desbocada en algoritmos, necesite agua y piedras para
acelerar exponencialmente sus beneficios. Un dato: en 2007, en vísperas
del pinchazo inmobiliario, España utilizó en especulación sesenta
millones de toneladas de cemento, el doble que Francia ese mismo año.
Pues bien: esta combinación fatal de especulación y cemento es lo que
los italianos llaman “incompiuto”. Aclaremos que el término “incompiuto”
recoge dos acepciones que en castellano discurren por separado o sólo se
unen desde fuera. Por un lado “incompiuto” es lo que permanece
incompleto, inacabado, sin terminar; por otro lado quiere decir
“incumplido”, en el sentido en que se incumple una esperanza o una
promesa o una misión.

177
Que ”lo incompleto” o ”lo incumplido” empezaran como “estilo” en
Sicilia, y encontraran allí su máxima expresión, puede relacionarse de
manera espontánea con la mafia y sus connivencias pringosas con la
política
En el año 2004 el colectivo italiano Alterazioni Video comenzó a
interesarse por un fenómeno asociado inicialmente a Sicilia y luego
generalizado, como modelo de intervención urbanística, a toda la
península. Me refiero a las obras públicas (o privadas con participación
pública) que se empezaban y quedaban sin acabar: hablamos de escuelas,
puentes, autopistas, estadios, centros comerciales o culturales, ¡e incluso
iglesias! En 2007 el colectivo hizo un primer inventario de la isla de Sicilia
y en 2018 la investigación se extendió a toda Italia. Para esa fecha eran ya
tantas, hasta tal punto determinaban el paisaje, que el “incompiuto” se
propuso como un “estilo arquitectónico” y desde luego, si hacemos caso a
Leoluca Orlando, ex–alcalde de Palermo, “como el estilo de vida de los
italianos”. El inventario de 2018 cataloga 763 obras “incompletas” o
“incumplidas” en toda Italia, de las cuales 163 están en Sicilia. El estudio va
acompañado de un Manifiesto cuyo artículo tercero proclama: “las obras
incompletas (e incumplidas) son ruinas contemporáneas generadas por el
entusiasmo creativo del neoliberalismo”. En la presentación, Davide
Giannella y Filippo Minelli abundan en esta combinación de ironía y de
denuncia: “el género humano, que no es perfecto, ha evolucionado; por
primera vez en la historia hemos llegado a tocar el fondo produciendo las
ruinas que dan testimonio pero sin librar una guerra. Quizás lo
Incompleto (lo incumplido) es precisamente esto, el estilo que narra el
precio de la paz social, pagada con la colusión y el intercambio de
favores”. Y añaden: “en realidad, sin embargo, sabemos que una guerra
asimétrica sí ha sido librada, que ha habido disparos, muertos, facciones,
terrenos conquistados y terrenos confiscados”. También, añado, tragedias
dantescas. Hasta 13 puentes han colapsado en Italia desde 2013, entre ellos
el último y más tristemente famoso, el viaducto Morandi de Génova, en
agosto de 2018, con un balance de 43 muertos y decenas de heridos.
Que “lo incompleto” o ”lo incumplido” empezaran como “estilo” en
Sicilia, y encontraran allí su máxima expresión, puede relacionarse de
manera espontánea con la mafia y sus connivencias pringosas con la
política. “El crimen hoy tiene estilo”, dice Wu Ming, “crea estilo además
de valor”. Pero ese estilo, inseparable de ese crimen, se acomoda muy bien
a un rasgo que el citado Leoluca Orlando considera muy “siciliano”: el
hecho de que la lengua siciliana no conjugue jamás los verbos en tiempo
futuro –nunca dicen “iré”– sumerge a los habitantes de Sicilia en un

178
perpetuo presente. Ahora bien, “quien vive un eterno presente –afirma
Orlando– deja las obras incompletas. Los sicilianos, condenados al eterno
presente, son condenados a las obras incompletas. ¿Cómo vas a tener un
proyecto si no sientes respeto por el tiempo?”
Si tenemos en cuenta lo que decíamos más arriba respecto de la
oposición ahorro/deuda y la destitución siempre actual del futuro en favor
del presente, podemos decir que bajo el capitalismo neoliberal, que no
respeta el tiempo, todos nos hemos vuelto un poco “sicilianos”, también
en nuestra aceptación de lo “incompleto” o “incumplido” como regla de
vida y en la sumisión más o menos complaciente a la colusión
mafia/política de las últimas décadas. Que lo líquido se convierta en
cemento y el cemento en especulación tiene mucho que ver con ese
“estadio superior del capitalismo” que obviamente no es el comunismo
sino la corrupción.
Lo incompleto o incumplido en arquitectura, en Italia y en España, es
indisociable del llamado “boom del ladrillo” y del pinchazo en 2008 de la
burbuja inmobiliaria. Se podría pensar que la diferencia entre las dos
penínsulas es que las mafias italianas ganaban dinero proyectando y las
mafias españolas acabando, de manera que los políticos italianos
abandonaban a medias las obras públicas al día siguiente de las elecciones
mientras que los españoles seguían explotando económicamente todo el
proceso hasta su culminación. En los dos casos se puede hablar de
“incompiuto”, pues un edificio o una casa sólo pueden decirse “acabados”
o “cumplidos” cuando, además de rematadas materialmente sus hechuras,
cumplen la función para la que fueron concebidos; cuando –en definitiva–
pasan a ser “habitados”.
De 1989 a 2007, la superficie urbanizada de España se multiplicó por
dos. Se construyeron más casas que en Alemania, Francia e Italia juntas
Por desgracia, hasta donde yo sé, no hay en España un inventario
parecido al de Alterazioni Video. De 1989 a 2007, eso sí lo sabemos, la
superficie urbanizada de España se multiplicó por dos. Se construyeron
más casas que en Alemania, Francia e Italia juntas. También más
carreteras y aeropuertos. Sin mencionar los tres millones y medio de
viviendas desocupadas, hasta 476.838 casas sin vender se agrupan, como
tristes rebaños, en centenares de urbanizaciones abandonadas que
salpican, de norte a sur, nuestro paisaje. Sólo en Madrid hay 50 barrios
fantasma; y más de 400 edificios públicos vacíos o desaprovechados. El
caso de Seseña, con sus 10.500 casas deshabitadas, fue recogido incluso en
el The New York Times. Sin duda la Valencia del ladrillazo, con la hybris
de los gobiernos del PP, nos ofrece un inventario aún más copioso y

179
deprimente; basta pensar en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, cuyo
coste final (1300 millones de euros) cuadruplicó lo presupuestado. Entre
1995 y 2016 España malgastó 90.000 millones de euros en “infraestructuras
innecesarias, abandonadas, infrautilizadas o mal planificadas”, según
datos del historiador Paul Preston. Los trabajos fotográficos de Markel
Redondo (2010 y 2018) permiten un recorrido marciano, desde tierra y
desde el aire, por esta epidemia de cemento muerto.
Una casa deshabitada puede estar ocupada por fantasmas; y los
fantasmas siempre tienen algo que contar. Una casa sin habitar,
incumplida e incompleta, es una ruina muy particular, pues aparece ante
nuestros ojos como una abstracción encarnada, como diría el crítico de
arte Robert Storr. Lo más parecido en la naturaleza a una abstracción
encarnada es una medusa. No sólo los mares de nuestro país; también
nuestras tierras están llenas de medusas inmóviles que recuerdan un
fracaso estrepitoso y mortal; el esqueleto de un viento destructivo que
dejó a sus espaldas la inhumanidad pura, proclamada, de una ruina sin
historia, sin memoria y sin duración. Los aeropuertos de Castellón o de
Ciudad Real, obras “incumplidas” o “incompletas” donde las haya, son tan
grandes que en ellos no cabe nadie. La combinación de cemento y
especulación ha dejado España mucho más vacía de lo que nunca lo ha
estado: pues mucho más vacío que un pueblo vacío es una urbanización
que nunca llegó a estar llena. El capitalismo, que gentrifica las ruinas,
genera ruinas que lo son desde el principio; es decir, nacidas como vacíos
con caparazón o como caparazones vacíos.
En un momento en el que discutimos sobre los despojos de Franco y el
destino del Valle de los Caídos, hay que recordar la suerte de estas obras
“incompletas” o “incumplidas” que existen ya concretamente,
deshabitadas incluso por la propia abstracción que las creó. En este
sentido, reflexionando sobre lo “incompiuto” en Italia, el arqueólogo
Salvatore Settis se pregunta: “El problema es: ¿qué hacemos con estos
centenares y centenares de testimonios de nuestra insensatez? ¿Los
dejamos, justamente, como testimonios de nuestros errores? ¿O los
destruimos todos con las bombas y la dinamita? Porque para eliminarlos
habría que hacer precisamente eso. ¿O escogemos algunos para
conservarlos como restos de una fase cultural, de una fase histórica?”.
Esta es una pregunta a la que también deberíamos tratar de dar
respuesta los arquitectos y los filósofos. La dejo aquí, a sabiendas de que
deviene un poco retórica si no somos capaces de salvar algunas de estas
ruinas insensatas al mismo tiempo que cuestionamos el modelo de
crecimiento económico que las construyó insensatamente –y desde el

180
principio– como edificios incompletos y como ruinas completas, un
modelo que, en su doble vertiente siamesa (licuefacción y cemento
muerto), desmiente la definición del gran crítico de la aquitectura Bruno
Zevi: “el carácter que distingue la arquitectura de otras actividades
artísticas tiene que ver con el hecho de que opera con un vocabulario
tridimensional que incluye al hombre: la arquitectura es como un gran
escultura excavada en cuyo interior el hombre penetra y camina”. La
arquitectura, en definitiva, es el hueco habitable del humanismo
universal.
Pero empecemos, pues, por el principio.
Antes que nada, ¿dónde habitamos?
Y aún antes, ¿qué significa habitar?
Es bueno deshacer las palabras de las que creemos saberlo todo para
saber lo que nos están robando. “Habitar”, que en latín quiere decir
“ocupar un lugar”, tiene relación directa con –o desprende por necesidad
íntima– la idea de “hábito”; es decir, del gesto corporal repetido que en
términos individuales y colectivos llamamos ”costumbre”. Es importante
llamar la atención sobre el adjetivo “corporal”, pues la posibilidad misma
de ocupar un lugar convierte al cuerpo en el eje mismo de la acción.
Ahora bien, “habitar” y “hábito” proceden ambos a su vez del verbo
“habere”, que significa, como todos sabemos, “tener”. ¿De qué cosas se
puede decir que las tenemos? ¿Qué propiamente tenemos? No tenemos
un coche ni una televisión ni una casa ni desde luego una mujer o un
hombre; tampoco quizás, salvo asociado a esta constelación del “habitar”,
un hijo. Lo que tenemos –lo único que tenemos– es un cuerpo y una
costumbre. Tenemos cuerpo; tenemos costumbres; y la casa, alquilada o
en propiedad, es el lugar donde se reúnen nuestros cuerpos y nuestras
costumbres; y solo por eso, aunque no la “tengamos”, podemos llamarla
“propia”. Como quiera que esa reunión de cuerpos y costumbres –el
“hábito” así lo indica– debe ser por fuerza una repetición, la casa es el
lugar de una repetición y ella misma debe repetirse; es decir debe
esperarnos siempre en el mismo sitio –en la misma calle, digamos– y
albergar objetos reconocibles. Un marinero antiguo –el capitán Achab,
por ejemplo– puede habitar un barco, pero nadie puede habitar un avión y
aún menos la lanzadera de un parque de atracciones; un hombre religioso
puede todavía hoy habitar un templo y un rebelde puede habitar una
comuna, pero nadie puede habitar una página web o un chat de
Whatsapp. De manera que si desde mi ignorancia me atreviera a definir la
arquitectura, diría que es la disciplina que garantiza la existencia de un
lugar donde puedan reunirse más de una vez el cuerpo y sus costumbres.

181
Tenemos cuerpo; tenemos costumbres; y la casa, alquilada o en
propiedad, es el lugar donde se reúnen nuestros cuerpos y nuestras
costumbres
¿Dónde habitamos? Hasta hace pocas décadas habitábamos en nuestro
cuerpo y sus alrededores. En los alrededores de nuestros cuerpos había un
fuego que rodeábamos corporalmente, de manera que la casa se llamaba
“hogar” (del “focare” latino) y en muchos lugares de España –hasta hace
poco en los Pirineos– el censo de población se hacía contando los fuegos
encendidos cuyo humo salía por las chimeneas. Habitamos cerca del
fuego, gran descubrimiento civilizatorio –atribuido a un robo liberador–
que exige –o exigía– muchos cuidados repetidos y a veces fatigosos.
Cuando éramos aún víctimas de los depredadores –cuenta la bióloga y
socióloga Barbara Ehrenreich– el fuego permitió hacer paradas más largas
en la eterna fuga de los humanos; y permitió –añado yo– dormir más
horas y con menos inquietudes. El sueño, necesidad biológica, se
convierte en costumbre y, por lo tanto, en “casa” gracias al fuego, pero
sólo a condición de que, mientras todos reposan, alguien permanezca
despierto, alimente la hoguera y vele el sueño de los demás. “Habitar”
implica, por tanto, un reparto de las tareas que, al mismo tiempo, acaba
dividiendo el espacio antropológico mismo: quiero decir que “habitamos”
la casa, donde históricamente la mujer ha encendido el fuego y lo ha
mantenido encendido, pero “habitamos” también la polis, como condición
misma de la existencia del fuego civilizador. Cuando Aristóteles insiste en
que la polis es anterior a la casa, está señalando simplemente esta
precedencia del fuego y sus cuidados sobre la reunión del cuerpo y sus
costumbres. Mientras la casa duerme la polis vela –sus barrenderos, sus
enfermeros, sus poetas, que hacen “habitable” la casa humana y que de
algún modo refundan cada noche la casa misma. Hoy –veremos después–
no son las instituciones debilitadas las que se mantienen despiertas
mientras dormimos sino las redes conectadas a internet, que –lo hemos
dicho– no son “habitables”.
Un inciso. Si hay un paso de la casa a la polis y viceversa y está
relacionado con el fuego y sus cuidados, ha hecho falta una notable
violencia –que podemos llamar patriarcado– para olvidar el papel
civilizador de la mujer: para no ver, digamos, ninguna relación entre el
“desvelo” que reconstruye cotidianamente la casa y el establecimiento de
las instituciones que protegen la polis. La polis es anterior a la casa porque
es el fuego común el que garantiza el del hogar, pero es el fuego del hogar,
que alguien debe mantener con vida, el que explica, como su extensión, el
“desvelo” confiado a las instituciones. Esta necesidad de resuturar o

182
recoser la casa y la polis, separadas por el patriarcado, es lo que reivindica
el feminismo más sensato en nuestros días.
Hasta hace pocas décadas, decía, habitábamos el cuerpo y sus
alrededores, de los que, en todo caso, empezamos a huir hace –quizás–
treinta mil años. De esta huida del cuerpo me he ocupado en algunos de
mis libros, donde la he inscrito en la consistencia ontológica del cuerpo
mismo. Uno de los procedimientos de fuga es la Historia, concebida
precisamente como la distancia que existe entre el lugar donde vivimos (o
que habitamos) y el lugar donde se deciden nuestras vidas (que es
inhabitable). Esa Historia –esa distancia– ha aumentado a velocidad
acelerada en los últimos siglos a través también de una movilidad física
aupada en formatos tecnológicos cada vez más ”avanzados”. No siempre
estoy de acuerdo con Almudena Hernando y su obra La fantasía de la
individualidad, pero sí creo con ella que si la Historia –la distancia– es más
masculina que femenina se debe a que la mujer se ha alejado menos del
hogar y sus cuidados, condición presupuesta y olvidada de la movilidad de
los hombres: Ulises puede viajar y correr aventuras y cambiar la historia –
digamos– porque Penélope mantiene su casa en pie. Podemos discutir
sobre las razones de esta diferente movilidad y reivindicar sin duda el
derecho de las mujeres a correr al lado del hombre, pero la pregunta más
bien debería ser si la emancipación de la humanidad –que es también
lucha contra la Historia y sus distancias en favor del “habitar” y sus
alrededores– pasa por que la mujer se vuelva más histórica –más distante–
o por que el hombre se vuelva más “hogareño”; es decir, deje de huir –a
expensas de la mujer– y pase a habitar una casa y una polis comunes; y a
alimentar y proteger un fuego común.
En todo caso, ¿dónde habitamos hoy? Ya no en un “hogar”, porque el
fuego ha perdido su centralidad; y porque incluso la televisión, que en los
años 70 había ocupado su lugar en el salón familiar, ha sido deslocalizada
y dispersada, cuando no reemplazada por un crepitar de pantallas
individuales. Ya no habitamos en una casa porque no tenemos cuerpo y
no tenemos costumbres. Esta doble pérdida de “habitación” se
corresponde con una aceleración que, en términos económicos, llamamos
capitalismo neoliberal y, en términos tecnológicos, era digital.
Hablaba más arriba de la diferencia entre medir y calcular y de su
correspondencia con la diferencia paralela entre imaginar y fantasear. El
capitalismo es una fantasía porque es incapaz de medir, es decir, de
reconocer los límites del mundo; ni de contemplar los cuerpos, por tanto,
como otra cosa que residuos u obstáculos para sus operaciones de cálculo.
La mirada neoliberal no puede ya censar los cuerpos por el número de

183
fuegos encendidos en un hogar y, si necesita localizarlos e identificarlos,
como potencial fuente de amenaza que son (de contagio y de terrorismo),
ya no lo hace dentro de las casas. Hasta finales del siglo XIX las casas
habitaban a su modo la polis, amontondas y libres; tras las sucesivas
barricadas del París revolucionario la policía francesa –nos cuenta
Foucault– comenzó a numerar las viviendas calle por calle, anclando su
deriva en un padrón, práctica hoy familiar que el filósofo francés
consideraba, junto a las sanitarios, un procedimiento novedosísimo de
disciplinización e individualización de los cuerpos. Pues bien, bajo el
capitalismo neoliberal altamente tecnologizado, los cuerpos, ya separados
de la Historia, se han escindido también de la individualidad, de manera
que el poder político tiene que controlarlos y disciplinarlos al margen de
las costumbres y de las casas. Por un lado es ya imposible saber dónde
están los cuerpos porque ya no hacen esa cosa antigua y a veces
reaccionaria que llamábamos “habitar”. Hasta la generación de mis
padres, en tiempos de paz, los europeos solían vivir toda su vida en la
misma ciudad y en solo dos casas –que por eso lo eran–: la de sus padres y
la de la familia que formaban al casarse. No pido que eso se repute ni
bueno ni divertido. Sólo que se tome constancia del hecho. Hoy un
europeo de 50 años se ha “mudado” de media al menos cinco veces; más
veces aún los que viven en una casa de alquiler. Si a eso añadimos la
irrupción de los fondos buitre en el mercado, el aumento de los precios y
el creciente número de desahucios –consecuentes al pinchazo de la
burbuja inmobiliaria– podemos decir que el concepto “casa” ha sufrido
una erosión notable en las últimas décadas.
Pero a esto hay que añadir las dificultades tecnológicas. Sin cuerpos ni
costumbres el verbo “habitar” se vuelve irrealizable. Pensemos, por
ejemplo, en cómo el teléfono móvil ha consumado del modo más banal
esa escisión entre cuerpo e individualidad: no sólo porque ya no sabemos
dónde están los cuerpos con los que hablamos (“¿dónde estás?” y no ya
“¿cómo estás?” es la primera pregunta dirigida a nuestro interlocutor) sino
porque el teléfono móvil, y no el número en el dintel de la vivienda ni el
DNI, se ha convertido en el objeto y en el vehículo de todo control
(político y económico); y porque subroga además nuestra condición
ciudadana frente a la administración, a la que ya sólo podemos acceder –o
casi– a través de un dispositivo telefónico, con las consecuencias
previsibles, en términos de incuria y abandono, para la población ya
vulnerable de mayor edad.
Hoy un europeo de 50 años se ha “mudado” de media al menos cinco
veces; más veces aún los que viven en una casa de alquiler.

184
Esta escisión entre el cuerpo y la individualidad se hace aún mayor en
las llamadas redes sociales. Decía más arriba que internet es “inhabitable”
y lo es porque, como recordaba la escritora italo–estadounidense Silvia
Federici, no permite la reproducción ni los cuidados: “Durante demasiado
tiempo se ha pensado lo común en una forma típicamente masculina”,
escribe, “por ejemplo la mirada que plantean Negri y Hardt, sobre todo en
su primera obra, donde lo común se piensa a través del trabajo digital y de
internet como espacio comunitario. Esta concepción del común tiene
problemas muy grandes, porque internet no nos permite reproducirnos”.
La “casa”, decíamos al principio, es el lugar físico donde se reúnen el
cuerpo y sus costumbres; y toda verdadera “habitación” es, en este
sentido, repetición. Desde los años 50 del siglo pasado, pero sobre todo
con el acelerón tecnológico de las tres últimas décadas, se ha producido
un viraje histórico decisivo en las entrañas del capitalismo; me refiero al
desplazamiento de la explotación del ámbito de la producción al ámbito
del ocio. Digamos que la explotación durísima de los cuerpos en lugares
físicos (fábricas y talleres) en el período llamado fordista iba acompañada
de una sombra o espectro de “habitación”: el trabajador “habitaba” la
fábrica en la medida en que repetía gestos alienantes, sí, pero la “habitaba”
sobre todo porque en ella se construía una experiencia y una biografía, así
como una comunidad solidaria de cuidados recíprocos (que a veces se
denominaba sindicato). Pues bien, la deslocalización de las fábricas y los
cuerpos coincide con la financiarización de la economía y estos dos
fenómenos a su vez con la explotación masiva, por vía tecnológica, del
tiempo libre. Es lo que el filósofo francés Bernard Stiegler ha calificado
con acierto de “proletarización del ocio”, que define como una extensión
de la proletarización del trabajo: del mismo modo –dice– que el trabajador
proletarizado no es dueño de sus medios de producción, el consumidor
proletarizado no es dueño de sus medios de re–creación. No es dueño, en
definitiva, de su tiempo libre, que se traslada del espacio y sus objetos a
esos flujos tecnológicos sincrónicos que atraviesan y parasitan el tiempo
mismo de nuestra conciencia. De manera mucho menos filosófica
podemos decir que el capitalismo neoliberal altamente tecnologizado ha
prohibido el aburrimiento, foco de resistencia corporal no rentable y no
controlable. La sedicente “industria del entretenimiento” mueve más
beneficios que las drogas y casi tantos como las armas; y es a través de ella
que se obtiene además información sobre los cuerpos y sus deseos.
Esta “proletarización del ocio”, volcada en las redes sociales, es de algún
modo incompatible con el concepto de “casa”. Antes hablábamos de la
descentralización del fuego en pantallas individuales periféricas como de

185
una dispersión y volatilización de los cuerpos reunidos; y asociada a su vez
a la erosión de la frontera entre una polis virtual inhabitable y un “hogar”
ahora deshabitado. Pero es que el formato tecnológico mismo –que, por
cierto, rechazan para sus hijos y para sí mismos los artífices de la
revolución digital de Sillicon Valley– impide de una manera aún más
radical la construcción de una “casa”.
Últimamente me he ocupado a menudo –en escritos y conferencias– de
la facultad de la “atención” a partir de un concepto teológico,
la hypomoné, que la filósofa, mística y militante francesa Simone Weil
(1909–1943) traduce como una combinación de atención y de espera; es
decir, como una situación existencial de “espera atenta”. Hay cosas a las
que no se puede prestar atención: las que van demasiado deprisa, las que
van demasiado despacio, las que están demasiado lejos, las que están
detrás de nosotros, las que son demasiado grandes, las que son demasiado
pequeñas. Los humanos podemos prestar atención tan solo a las cosas que
comparecen a escala antropométrica o, lo que es lo mismo, a la medida de
nuestros cuerpos. La escala antropométrica –la escala de la atención– ha
sido socialmente abolida por un capitalismo altamente tecnologizado que
deshace los cuerpos y sus vínculos por dos vías simultáneas: convirtiéndo
los cuerpos en “imágenes” y convirtiéndolos en “sistemas” (como diría
Ivan Illich). Las redes y la publicidad, por ejemplo, convierten nuestros
cuerpos en imágenes; el deporte profesional y la medicina especializada,
por su parte, en sistemas. Lo que estamos perdiendo, en definitiva, es la
“hypomoné” weiliana: esa idea de que mientras esperamos (el metro, a
nuestro novio o la salvación) podemos prestar atención al mundo y sus
objetos. El capitalismo hiperindustrial ha prohibido materialmente la
hipomoné, no permite las esperas y nos coloca siempre, por tanto, fuera
del umbral de la atención. Ha prohibido –como decía antes– el
aburrimiento, que es (parafraseando a un gran autor barbudo) “la
verdadera fuente de toda riqueza”.
Qué esté prohibida la hypomoné quiere decir que ahora está prohibido
esperar. Y quiere decir que ahora está prohibida la distancia.
Detengámonos aquí un instante para acabar. La atención es la decisión
de poner el objeto allí donde no puedo comérmelo: lejos en el tiempo y en
el espacio. La decisión –es decir– de esperar el objeto si aún no ha llegado
y de renunciar a comérmelo si ha llegado ya. La hipomoné tiene que ver,
por tanto, con una ontología del “aún” o del “todavía”. En la espera
decimos: aún no ha llegado. En la mirada decimos: aún dura. Lo contrario
de esta ontología del “aún” es una necrología del “ya”. Siempre comemos
en un ya. Siempre nos comemos un ya. Lo que –reparemos en ello– nos

186
devuelve a esa diferencia enunciada más arriba entre la deuda y el ahorro
o entre el presente de la destrucción y el futuro de la conservación.
“Aún no ha llegado” es la espera. ¿Y Marta? ¿Y el amor? ¿Y la
revolución? ¿Y las jacarandás en flor? Aún no han llegado. Este “aún” de la
espera atenta tiene que ver también, por eso, con la “sorpresa”. No es sólo
ya que de ciertas cosas no podemos saber cuándo o si llegarán sino que de
otras, muy decisivas, sólo podemos decir que las estábamos esperando
una vez han llegado y comparecen ante nuestra vista. No sabíamos que
esperábamos esa mujer o ese hombre o ese crepúsculo o ese bosque de
hayas (y de ahí la cursi y convencional declaración de amor: “llevaba
esperándote toda la vida”). Su llegada nombra y cierra una espera. La
contingencia, en efecto, es la ley de la espera, entendida –si fuésemos
teólogos– al modo de Simone Weil o Ivan Illich: como el reconocimiento
de un mundo que no está en nuestras manos, que no podemos repetir a
voluntad, que está –por así decirlo– en manos de un dios.
“Aún no ha llegado” es la espera. “Aún dura” es la atención. ¿Y Marta?
¿Y el amor? ¿Y la montaña? ¿Y la casa? Aún duran. Duran porque hemos
renunciado a comérnoslas, porque las miramos, porque las cuidamos. La
relación entre el amor y la belleza es este cuidado en la duración,
imposible allí donde la regla de vida es lo “incompiuto”: ”basta mirar un
objeto largamente para que se vuelva interesante”, decía Flaubert. De esta
duración de la mirada (en sentido lato), de este cuidado en el espacio
procede el “valor” de cada criatura en particular y del mundo en su
conjunto. ¿Cuánto vale una vida humana?, me preguntaba en uno de mis
libros. Y respondía siguiendo y rebasando al autor barbudo recién
mencionado: si una mercancía vale tanto como tiempo es necesario para
su producción, un cuerpo humano vale tanto como tiempo se invierte en
mirarlo (con los ojos y con las manos). Por eso, en esticto paralelismo,
todo proceso de mercantilización es un proceso de desvalorización. En
cuanto al trabajo de “valorización”, lo apuntábamos más arriba, lo han
hecho siempre las mujeres –mientras los hombres huían Historia arriba o
Historia abajo– y ahora que todos podríamos ser un poco mujeres, al
menos en este sentido, todo proceso de valorización está amenazado por
la falta de “casa” asociada a la pérdida de atención, consecuencia a su vez
de la “mercantilización” tecnológica de la existencia misma. En cierta
forma, todos hemos sido víctimas de un desahucio: algunos material,
otros mental. Pero todos nos hemos quedado sin “habitación” donde
reunir los cuerpos y sus costumbres.
En definitiva, las cosas –los cuerpos– tienen valor porque las esperamos
y las cuidamos. Así que hablar de un mundo sin tiempo de espera y sin

187
atención (sin hypomoné weiliana) es hablar de un mundo sin “aún”, un
mundo sin “valor”, un mundo enteramente comestible. Un mundo de
incuria, descuidado, desatento, que pasa por encima de los cuerpos,
descompuestos en imágenes o en sistemas, para parasitar la abstracción
del presente y sus ruinas desahabitadas. Un mundo “inhabitable” en el
que es imposible construir una verdadera “casa”. Un mundo, en suma, del
que hemos desalojado a los humanos, clave y condición de toda
arquitectura, y con ellos el mundo mismo.

[1]
Este texto es la elaboración de dos intervenciones del autor en el IX
seminario Arquitectura y Pensamiento que, con el título “(re)construir,
(re)habitar, (re)pensar” y organizado por el Grupo de Investigación en
Arquitectura y Pensamiento de la UPV, se celebró en Valencia el pasado 12
de diciembre de 2019.
España
Nuestras élites, de derechas y de izquierdas, siguen pensando España como
una guerra (o dos o tres), y en tiempos de crisis arrastran al electorado a la
batalla
Santiago Alba Rico 8/10/2019
Me gusta pensar en España desde los Pirineos.
Hacia el año 870 una princesa cristiana de Bohemia de nombre Orosia
entró en la península ibérica por la cordillera pirenaica para desposar a un
caudillo visigodo. Interceptada la comitiva por una mesnada musulmana –
cuenta la leyenda– su cabecilla propuso matrimonio a la cautiva y, ante el
rechazo de esta, la mandó torturar y decapitar. Orosia es hoy la patrona
de Jaca y una de las mártires del santoral español. Lo que no dice la
Wikipedia es el nombre del cabecilla musulmán: Mohamed Ibn Lupo de
Tena, que obviamente no procedía de la Meca sino que era un nativo
peninsular convertido al islam, hijo del cercano valle de Tena. Orosia era
una ocupante extranjera; su verdugo era, si se quiere, “español”.
Es el centro mismo del imperio, pobre y despoblado, el que ha pagado
las consecuencias de “su” victoria en las dos guerras civiles, la de religión y
la germánica, al tiempo que, por eso mismo, obstaculiza políticamente
cualquier reconstrucción nacional
En Roncesvalles, como sabemos, se libró en 778 una conocida batalla en
la que el ejército de Carlomagno sufrió su primera derrota. Esta derrota y
la muerte de Roldán, sobrino del emperador, dio lugar a un sinnúmero de
leyendas, quintaesenciadas en la famosa Canción de Roldán, poema épico
que forma parte del canon literario francés y que impuso el relato

188
histórico de una gran cruzada contra los musulmanes. Pero la derrota del
ejército carolingio nada tuvo que ver con los musulmanes. Las tropas
francas venían de intentar establecer una “marca carolingia” en la
península y, tras saquear Pamplona, estaban a punto de cruzar los
Pirineos cuando fueron emboscadas y diezmadas por un pequeño grupo
de vascones ávidos de venganza. Hoy el diminuto y oprimente pueblo de
Roncesvalles, en Navarra, exhibe grandes monumentos –incluido un silo
de Carlomagno– que orientan la atención hacia la guerra de religión
contra los musulmanes y no hacia el famoso hecho de armas acaecido en
el valle. En la colegiata gótica donde está enterrado Sancho el Fuerte de
Navarra, por ejemplo, se recuerda a los visitantes su participación junto a
los reyes de Castilla y de Aragón en la batalla de Navas de Tolosa (¡en Jaén
y en 1212!), decisiva victoria sobre los almohades de Miramamolín. Los
descendientes de esos reyes de Castilla y de Aragón, dicho sea de paso,
conquistarían Navarra trescientos años más tarde, último reino peninsular
en caer en manos de los Reyes Católicos (quince años después de
Granada). Lo que quiero decir es que el ejército carolingio, con el que se
identifican las glorias de nuestra españolísima “reconquista”, era un
ejército ocupante mientras que los vascones eran, si se quiere, nativos
“españoles”, a los que se niega o escatima esa hazaña.
En tiempos de Orosia y de Roncesvalles no existía España, que fue el
resultado trabajoso y fallido de una doble guerra: una guerra de religión
entre musulmanes y cristianos y una guerra civil entre ocupantes
germánicos. La larga guerra contra los musulmanes, en buena parte
conversos bereberes o hispanorromanos, ocultaba ambiciones
territoriales, pero movilizó a toda Europa y no podía acabar en ninguna
forma de acuerdo o compromiso. La guerra civil germánica, que se solapó
con la primera, terminó con el sometimiento de todos los reinos
peninsulares, musulmanes o cristianos, al dominio de los Reyes Católicos.
España nació cristiana y castellana; y con esos mimbres sólo se podía
construir –como bien explica el profesor Villacañas– un imperio. Su acta
fundacional es la expulsión de los judíos y la erradicación del islam (cuyo
colofón fue el decreto contra los moriscos, oficialmente cristianos, en
1609), así como la conquista de América, a donde se trasladó el apóstol
Santiago en su caballo blanco, una vez derrotados los moros, para echar
una mano contra los indios. Los que hoy reivindican España desde la
derecha no están reivindicando una nación sino su papel victorioso en un
imperio insostenible. Cualquiera que se dé una vuelta por los Pirineos, de
este a oeste o viceversa, se percatará –por lo demás– de las consecuencias
desastrosas y paradójicas de este imperio fallido: Aragón, cuna de España

189
y tumba de sí misma, absorbida en Castilla, boquea con dificultad, llena
de historia y vacía de gente, entre dos naciones opulentas, Navarra y
Catalunya, las derrotadas de la guerra civil germánica. Más al sur
Andalucía, sombra ilusoria de Al-Andalus, la otra gran derrotada por el
imperio castellano, ha mantenido sin embargo una fuerte personalidad
política e institucional (como lo demuestra su acceso a la autonomía en
virtud del artículo 151). He aquí la paradoja: resulta que es el centro mismo
del imperio, pobre y despoblado, el que ha pagado las consecuencias –
culturales y económicas– de “su” victoria en las dos guerras civiles, la de
religión y la germánica, al tiempo que, por eso mismo, obstaculiza
políticamente cualquier reconstrucción nacional.
La guerra de religión prosiguió después de 1492 contra erasmistas,
herejes y brujas y más tarde contra ilustrados y socialistas. La guerra civil
germánica continuó asimismo, enredada con guerras de sucesión y
rebeliones anticentralistas. Una y otra –la de religión y la germánica–
mezclaron sus cartas en conflictos ideológicos y sociales durante el siglo
XIX y principios del XX: pensemos en las guerras carlistas y en la guerra
civil española (1936), que fue “española” paradójicamente porque fue
“mundial”. Con excepción del breve período de la lucha por la
independencia frente a Napoleón (1808-1812), estas dos guerras internas
han impedido la construcción de una nación: no lo es ni en sentido
antropológico ni en sentido democrático. Los que reivindican esta no-
nación, cuya síntesis es la monarquía borbónica, lo suelen hacer
mezclando y reactivando las dos guerras, hasta el punto de que la función
“musulmán” la ejercen hoy, más que los inmigrantes musulmanes (que
también), los germánicos catalanes que reivindican la separación de
España sin entender que es imposible emanciparse de un país que no
existe. Incluso para eso habría que construirlo. ¿Es una pretensión
realista?
La función “musulmán” la ejercen hoy, más que los inmigrantes
musulmanes (que también), los germánicos catalanes que reivindican la
separación de España sin entender que es imposible emanciparse de un
país que no existe
No será fácil. Las élites de la derecha germánica (incluidas las catalanas)
siguen pensando la lucha por España y la lucha contra España en términos
de guerra de religión y de guerra civil medieval. El PSOE, partido
monárquico y nacionalista español, ha buscado beneficios partidistas en el
conflicto sin atreverse nunca a una revisión constitucional de esta no-
nación, pese a contar varias veces con mayorías sociales y electorales en
las últimas décadas. Lo malo es que, a fin de mantener ese imperio, fallido

190
y además perjudicial para sus vencedores pasivos, y de impedir la
construcción de una nación, ha hecho falta un ininterrumpido ejercicio de
violencia y dictadura, regla fatal de nuestra historia común. Franco
comprendió muy bien este engendro e intentó crearla de un solo golpe (la
nación) fabricando de cero un español nuevo, un “hombre nuevo”, cuya
condición era la eliminación de la mitad de los españoles (la llamada anti-
España). En cuanto a la izquierda más radical, derrotada histórica de
todas las guerras, ha acabado cediendo, contra el imperio fallido y la
nación malograda, al obrerismo o al cosmopolitismo, fascinada a menudo,
en su creciente provincianismo, por las luchas periféricas y despreciando
siempre las tierras de Castilla (en sentido lato) y a sus gentes; y
renunciando, en nombre de una cultura más verdadera o refinada, a la
cultura de la mitad de España. Nuestras élites, de derechas y de
izquierdas, siguen pensando España como una guerra (o dos o tres), y en
tiempos de crisis arrastran al electorado a la batalla. Como casi siempre,
esta España reaparece en el costado de una gran crisis económica y una
gran crisis institucional europea.
Nuestros Pirineos están jalonados de hermosas iglesias románicas que
hay que conservar, de altas torres y atalayas belicosas que no debemos
derribar, de grandes palacios fronterizos que señalan viejas costuras sin
hilvanar. El problema de la memoria –y aún más el de la mitológica– es
que deja robustos rastros materiales: monumentos, castillos, catedrales,
que mienten u ocultan otros relatos (y otros edificios). No hay que
tocarlos. Los necesitamos para pensar. No pueden
contar cualquier historia, pero sí algunas historias diferentes; permiten
escoger, sobre todo, entre narrar la historia de una victoria o la historia de
un conflicto. Si los gestores de piedras vivas, como los gestores de
discursos muertos, no se inclinasen interesada e ideológicamente por la
primera opción, algún día las piedras de España (junto a otras recuperadas
bajo las ruinas de la doble guerra prenacional) contarían la historia de un
conflicto superado. Nunca hemos estado más lejos de eso. Quinientos
años no es nada y podemos seguir así otros quinientos, unas veces mal,
otras veces peor, a remolque de Europa y de nuestras élites irresponsables,
mucho más belicosas e ideológicas que nuestros pueblos, los cuales no
asocian las iglesias, los castillos y los palacios a ninguna guerra presente,
pero que sufren las consecuencias materiales –y políticas– de esta eterna
guerra de religión contra los “musulmanes”, como quiera que se llamen en
cada época, y de esta eterna guerra civil germánica que la no-nación, cuyo
seudónimo fue Imperio y ahora es Estado, libra contra sus ciudadanos.
Discurso contra las víctimas

191
Estamos en un viraje histórico inquietante. Antes nos pensábamos como
ciudadanos o como miembros de una clase o incluso como "españoles" o
“catalanes”; ahora nos pensamos como víctimas, la única condición a la que
parece reconocerse existencia política
Santiago Alba Rico 25/02/2018

Ya es hora –se nos dice– de que los hombres callen y escuchen a las
mujeres; de que los blancos callen y dejen hablar a los racializados; de que
los burgueses callen y dejen hablar a los subalternos; de que los
heterosexuales callen y dejen hablar a los homosexuales, a los
transexuales, a los transgénero; de que callen también los viejos y dejen
hablar a los jóvenes. Aprecio la intención, pero no el principio. Hombre,
blanco, burgués y viejo, ¿en condición de qué podré hablar yo sobre el
mundo? En mi condición paradójica de sujeto voluntariamente afante o
infante, autosilenciado, y por lo tanto –como ahora mismo, cuando
quiebro esta regla– como culpable indisciplinado, incorrecto, intruso y
lenguaraz.
Ahora bien, ¿en condición de qué se concede este superior derecho a
hablar –y a reclamar silencio– a las mujeres, los racializados, los
subalternos, los alteronormativos y los jóvenes? Tiene que tratarse de
algún rasgo que compartan todos los miembros de esos colectivos y no
puede ser, por tanto, el hecho de que todos y cada uno de ellos tengan
algo inteligente o razonable que decir. Tampoco ninguna diferencia
ontológica instalada en sus cuerpos: sexo, color de piel o impulso
biológico. ¿Qué tienen, pues, en común los miembros de estos colectivos?
¿Qué habrá que escuchar en ellos? ¿En nombre de qué su derecho a
hablar y, aún más, su derecho a tener razón con independencia de lo que
digan? En nombre, si se quiere, de una pasión o pasividad duradera; en
cuanto que damnificados de relaciones de poder injustas y desiguales; en
su condición –es decir– de víctimas.
La conclusión no carece de fundamento histórico ni de coherencia
argumental. Durante siglos los hombres, los blancos, los ricos, los
heterosexuales y los viejos han dominado –y construido– a las mujeres, los
“negros”, los pobres, etc. y lo han hecho a través de discursos unilaterales
que no contenían más verdad que su filiación de género, de raza o de
clase. Es justo ahora que se dé la palabra a sus víctimas, aunque sólo sea
para averiguar qué tienen que decir.
Tres problemas se derivan de esta impecable inversión lógica. La
primera es que, si se habla desde una posición y sólo habla, además, la
posición misma, será muy difícil persuadir a los hombres, los blancos, los
ricos, etc. de que se callen y cedan la palabra a sus víctimas. O nos matan
192
a todos los que ocupamos esa posición o se acepta que con algunos de
nosotros se puede razonar. Concedamos que algunos de nosotros no
estamos tan completamente encerrados en nuestro colectivo culpable que
no podamos escuchar motu proprio la voz de las víctimas. En el primer
caso –nos matan a todos– se incurre en la prisión ontologizadora de la que
se quiere huir: se apuesta por el genocidio. En el segundo, la reclamación
de silencio a los que ocupan posiciones dominantes sólo será respondida
por los que estaban ya dispuestos a escuchar –por esos con los que
además se podía debatir y razonar– de manera que las víctimas, a fuerza
de pedir la palabra, se recluyen en un mundo pequeño y sin cómplices,
aislados frente a los verdugos más desvergonzados y menos dispuestos a
hacer concesiones.
si se habla desde una posición y sólo habla, además, la posición misma,
será muy difícil persuadir a los hombres, los blancos, los ricos, etc. de que
se callen y cedan la palabra a sus víctimas
El segundo problema subsidia al primero. Esta impecable lógica
invertida no sólo ignora el hecho de que la victimidad, cruzada y
enrevesada, no se limita a acumularse en el cuerpo (hay pocas “mujeres
negras lesbianas obreras y jóvenes”) sino que pasa además por alto, por
eso mismo, las contradicciones en el campo enemigo: a los humanos nos
construyen tantas fuerzas diversas –a veces como dominadores, otras
como dominados– que es imposible evitar todos los peligros y todos los
puntos de fuga. Negando toda conexión racional con el campo dominante
(todo posible acuerdo o negociación), la victimidad se ve obligada así a
escoger una “especialidad” (mujer contra hombre, racialidad contra
blanquitud colonial, etc.) que ontologiza todos los polos en disputa, sin
alianzas posibles, al tiempo que sustituye la extensión universal, siempre
denostada, por una –digamos– “universalidad de profundidad”: mi
diferencia, que no es “compartible”, agota en su abismo de dolor toda
posible verdad discursiva. El absolutismo puede ser un exceso de la razón,
pero con mucha más frecuencia es el destino natural del relativismo
cultural; el resultado –valga decir– de un exceso de dolor.
Porque el verdadero problema –el tercero– es el de pretender
privilegiar, incluso en términos epistemológicos, la condición de víctima.
Las duras, dolorosas y justas luchas de género, antiracistas y
anticoloniales, las revueltas milenarias de los subalternos y marginados,
con sus millones de muertos y sus heridas cognitivas, han conducido a un
punto paradójico, como efecto de su puro reconocimiento formal, en el
que no se distingue entre el derecho a hablar (derecho que hay que robar,
no pedir, como robó Prometeo el fuego) y la validez epistemológica y

193
política de los discursos. En definitiva, se confunden de tal manera
derecho y autoridad que, invertida la lógica histórica dominante, se acaba
acaparando el discurso del lado de las víctimas como antes se acaparaba
por parte de los verdugos, como si se tratara –a un lado– de una
indemnización y –al otro– de una penitencia; y no de la construcción de
una sociedad más justa y mejor para todos. Para hablar de las propias
causas (de feminismo, colonialidad o explotación laboral) pero también
del mundo en general es necesario pertenecer ahora a algún grupo
definido menos por lo que hace o dice o propone que por los agravios
colectivamente recibidos. Sólo las víctimas, en resumen, tienen derecho a
hablar. Por desgracia, esta lógica estaba ya instalada en nuestros modelos
electoralistas de gestión del poder, infrademocráticos y destropopulistas, y
el creciente “victimismo” de la izquierda sólo alimenta una creciente
excepcionalidad jurídica de la que ella misma –última vuelta de tuerca–
será la víctima. No olvidemos el papel que juega ya el populismo penal, en
respuesta a las presiones de las víctimas (de terrorismo, asesinato o
violación), en la “gran regresión” que experimentan en España, y en el
resto del mundo, los Estados de Derecho. Pensemos, por ejemplo, en la
propuesta de “prisión permanente revisable” (eufemismo apenas púdico
para la “cadena perpetua”) tras el trágico caso de Diana Quer. O pensemos
en las crecientes restricciones a la libertad de expresión en nombre de la
protección a las víctimas (del terrorismo).
La idea de que hay algo más razonable y universal en el sufrimiento
particular que en el razonamiento general es muy peligrosa y, lejos de
constituir el colofón liberador de una línea de progreso histórico,
contribuye a revertir muchas de las conquistas de los últimos siglos. La
centralidad política de la “víctima”, en realidad, es lo que define al mundo
antiguo y a las sociedades mal llamadas “primitivas”.
Veamos. Hay dos formas de concebir a la víctima: una religiosa-
sacrificial y otra ético-jurídica. De la primera me ocuparé al final de esta
reflexión. Para entender la segunda hay que remontarse 2400 años atrás,
cuando Sócrates, en plena guerra del Peloponeso, asienta los fundamentos
de lo que, siglos más tarde, llamaríamos Ilustración. Es en ese contexto de
pasiones excitadas y patriotismo tribal –en el que se hacen asambleas para
decidir democráticamente si se pasa a cuchillo a una entera población o se
viola a sus mujeres y se esclaviza a sus niños o en el que se discute
ardientemente con toda clase de artificios retóricos qué es lo más
conveniente para el imperio ateniense– es en ese contexto de ceguera
interesada, digo, en el que levanta Sócrates su voz para proclamar la cosa
más peregrina y más extravagante del mundo: que no se trata de saber

194
qué es más conveniente para los atenienses sino más justo para los
hombres. Ahí, de pronto, termina el ancien régime; ahí acaba el “mundo
antiguo”. No contento con ello, Sócrates añade una declaración aún más
absurda y ridícula, la que tanto sorprende a Gorgias y Polo en el famoso
diálogo platónico y tanto enfurece a Calicles, el defensor de la ley de la
selva: se atreve a asegurar, como si fuese cosa indudable, que “es mejor
sufrir una injusticia que cometerla”.
Sócrates derrocó el mundo antiguo sin que el mundo mismo percibiese
nada. Después de que el filósofo dijese estas palabras y Platón las
escribiese, las cosas siguieron siendo lo que eran: siguió habiendo
imperios, violaciones y matanzas. Nada aparentemente ha cambiado: la
fuerza ha seguido imponiéndose sobre la razón y el crimen sobre la
justicia. Pero algo sí cambió. Porque, en contra de lo que pueda parecer,
Sócrates convenció a todo el mundo: convenció a los cristianos, convenció
a los ilustrados, convenció a los comunistas, convenció también a los
liberales, hasta el punto de que incluso un corredor de bolsa, un policía o
un banquero enseñan a sus hijos que es siempre mejor sufrir injusticia que
cometerla. Así que en algún sentido podemos decir que vivimos en un
Imperio-Sócrates no menos y al mismo tiempo que en un Imperio-
conveniencia. Ha seguido habiendo guerras, esclavitud, masacres,
explotación, porque el Imperio-Sócrates no es fuente de poder ni de
decisión; si lo fuera la validez misma de esta fórmula se habría
desvanecido, pues bastaría el convencimiento de todos –si el
convencimiento tuviese poder– para que ya no hubiese ni víctimas ni
verdugos. Pero si el Imperio Sócrates no es fuente de poder es en cambio
fuente de legitimidad. Ya nadie –o casi nadie– se atreve a decir las cosas
que decían Cleón o Calicles: que hay que matar a los débiles, a los tontos y
a los feos o que hay que dejarse guiar por los animales, en cuyo reino el
más fuerte se apodera sin resistencia de todo. La fuente del poder y la de
la legitimidad se han separado. Y los que tienen el poder saben que la
legitimidad es también un instrumento de poder.
Olvidamos que lo es también para los débiles, los subalternos, los
perseguidos, los sometidos, pues es esa legitimidad socrática la que, tras
siglos de luchas, ha formulado los principios del Derecho. A partir del
siglo XVIII, con guadianas de luz y de sombra, las leyes las siguen
aplicando los fuertes, es verdad, pero las formulan los débiles; y por eso la
mayor parte de las leyes justas, después bordeadas o escamoteadas por la
conveniencia de los poderosos, se quedan en agua de borrajas. Ahora bien,
ese mundo nuevo fundado por Sócrates y recogido por Voltaire, Rousseau,
Beccaria, Robespierre, Montesquieu, Kant (y Olympe de Gouges y

195
Toussaint Louverture, entre otros), dejó dos rastros materiales que
marcan la identidad de nuestras sociedades democráticas. Uno se llama
hipocresía: reconocida como insuperable la legitimidad socrática, los
gobernantes no sólo no se jactan ya de sus fechorías sino que, cuando se
sienten acusados o comprometidos en sus intereses, hablan del “bien
común” y “se hacen las víctimas”. El otro, decisivo, se llama derecho penal:
un marco de convenciones y ficciones en el que la protección de las
víctimas es inseparable, como su condición misma, de la protección de los
asesinos. Frente al mundo antiguo, que no distinguía enfermedad, delito y
pecado ni la responsabilidad individual de la responsabilidad colectiva, el
derecho democrático se basa en estos sencillos principios: la presunción
de inocencia, la separación entre el poder ejecutivo y el judicial, la
distinción entre persona y delito, el carácter exclusivamente individual del
acto considerado ilegal. La legitimidad socrática, elaborando nuestra
leyes, desesencializa a la víctima, que lo es sólo en la medida y en el
momento en que es objeto de un daño delictivo –ni antes ni después– y
ello a fin de evitar que “víctima” y “verdugo” operen como sustancias o
esencias irreformables. No se “es” víctima ni se “es” verdugo. Se “está”
víctima y se “está” verdugo, de manera que la ley contempla un eventual
intercambio de papeles e incluso una simultaneidad de ambos. Nos puede
parecer insuficiente o frustrante que el código penal no pueda juzgar
“sistemas” –el capitalismo o el patriarcado– pero esta frustración es
precisamente la garantía de toda protección: como recordaba Hanna
Arendt, allí donde todos son culpables nadie es culpable. Cada vez que se
ha querido ”superar” esta restricción –nos lo recuerda una y otra vez
Carlos Fernández Liria– nos hemos precipitado en alguna forma de
dictadura o totalitarismo.
En definitiva, en un Estado de Derecho al que un "contrato social" ha
concedido el monopolio de la violencia en el marco de una severa división
de poderes y con arreglo a rigurosísimas balizas legales y que además no
contempla la pena de muerte, no cabe la menor duda acerca de una
definición estrictamente jurídica del concepto de víctima. Pero en un
Estado así, las víctimas de la violencia extra-estatal no pueden aspirar sino
a la mediocre y saludable satisfacción de ver públicamente reconocida la
justicia de su demanda y a la de ver castigado proporcionalmente al
agresor (de un modo proporcional, no al dolor de los parientes ni al
carácter irreversible del daño causado, sino a la condición humana del
superviviente; es decir, del asesino). Esta satisfacción señala la
superioridad del Derecho sobre el Talión y de la democracia sobre la
tiranía. Por eso mismo, la insatisfacción de las víctimas –cuando son lo

196
suficientemente numerosas y de un mismo verdugo– proyecta siempre,
inevitablemente, una sombra de ilegitimidad sobre el Estado. Algunas de
entre ellas, frustradas en sus mediocres, saludables y democráticas
aspiraciones, quizás decidan tomarse la justicia por su mano, pero antes
de eso, todavía esperanzadas en que el Estado las reconozca como tales y
castigue a los culpables, escogerán la vía más pacífica y colectiva de
formar una asociación de víctimas. Así, por ejemplo, muchas de estas
asociaciones vienen reclamando desde hace años en Argentina, Uruguay,
Chile y Guatemala el procesamiento de los responsables de los asesinatos
y "desapariciones" ordenados por los regímenes militares y ejecutados por
los así llamados escuadrones de la muerte. Así, algunas asociaciones en
España intentan rehabilitar la memoria de las víctimas del franquismo –
varios centenares de miles– y, si no juzgar a los cómplices todavía en
activo de la dictadura, sí al menos obtener de las instituciones una
condena tajante de la misma y un reconocimiento de la dignidad de sus
familiares, que lucharon a favor de la Constitución y la Democracia. Allí
donde no hay suficiente Estado de Derecho para dar satisfacción a
razonables demandas de justicia, surgen asociaciones de este tipo, cuyo
propósito, en todo caso, no es el de “superar” el Derecho sino el de
completarlo. En sociedades en las que impera la legitimidad socrática,
pero la gestionan los intereses de los gobernantes –y en un marco
capitalista– la necesidad de completar el Derecho es imperativa e
interminable.
La legitimidad socrática, en todo caso, está retrocediendo. Sigamos.
Cuando uno se trata a sí mismo como víctima, y no como ciudadano,
hablamos de victimismo. Cuando el victimismo hace la ley hablamos de
populismo penal. Antes se llamaba venganza, una lógica que dominó el
mundo durante miles de años. Por ese camino volvemos a un contexto
pre-moderno o pre-socrático en el que se restablece la concepción
religiosa o sacrificial de la víctima. Recordemos qué lleva dentro. La
víctima religiosa debe ser pura, completa, sin mancha. Abel sacrificaba
buenas ovejas; el Levítico excluye a los animales mutilados o enfermos o
mal formados; y en la mitología griega, Agamenón, de camino a Troya, a
fin de superar la resistencia de los dioses, sacrifica a su hija Ifigenia
porque ella es la más pura, la más inocente, la más perfecta entre los
presentes. Dos rasgos caracterizan a la víctima sacrificial: por un lado, no
le falta nada, es perfecta, íntegra. Si la víctima socrática es inocente por la
sola razón de que no es ella el asesino, porque ha sido asesinada, y ello
con independencia de sus virtudes morales y sus méritos civiles, la víctima
sacrificial es inocente antes y después de ser asesinada. Mientras que la

197
víctima socrática es superior tan sólo porque no ha matado, la religión
sólo admite como víctimas aquellas ofrendas definidas (en el seno de la
cultura respectiva) como superiores. El sacrificio, como su propio nombre
indica, las reconoce y las hace devenir sagradas.
Al mismo tiempo –y este es el segundo rasgo– la víctima religioso-
sacrificial opera como un “medio” regulador de las relaciones humanas: es
un instrumento de propiciación y de intervención en la vida social. Es útil.
La víctima sacrificial justifica ciertos actos que no eran del todo justos o
permite corregir el curso de los acontecimientos, atrayéndose los favores
de una voluntad hasta entonces adversa. La víctima sacrificial, en este
sentido, se convierte en el medio superior de una finalidad superior; deja
de ser un fin en sí misma, a la medida de su estricta humanidad, como lo
es en el concepto socrático, para revelar mediante su sacrificio una
superioridad ya adquirida, eterna y sustancial, y en orden a un fin
trascendente. Este concepto religioso de la victimidad, descartado por el
derecho civil, ha sobrevivido en la tradición militar, donde el héroe
muerto a manos del enemigo comparece irreprochable y sin tacha, por
encima de la condición humana banal, y como medio sacrificial de la
supervivencia de su patria o su comunidad, que permanece para siempre
en deuda con él. Este retorno de la víctima religiosa y del discurso de la
conveniencia comunitaria es perfectamente coherente con la fundación
neocón de la “post-verdad” y de los “hechos alternativos”, pero también
con las campañas izquierdistas –dirá Chomsky– contra “las ilusiones de la
racionalidad y la ciencia”: la “verdad” y la “justicia” ya no mantienen
relación alguna con nada que haya ocurrido (y que hay que averiguar,
trabajosa y quizás inútilmente) sino con el modo en que experimentan lo
ocurrido los colectivos damnificados, cuyo sufrimiento deviene medida de
toda verdad y toda justicia. Todo el mundo “post” es, como se ve, bastante
“pre”.
No hay nada más peligroso que mezclar ambos conceptos: el jurídico y
el religioso. De hecho, nunca me ha gustado el término Holocausto con el
que se intenta subrayar la monstruosidad de los crímenes nazis contra los
judíos porque los declara no sólo inconmensurables sino, de algún modo,
injuzgables y ajudiciales; y porque convierte a sus víctimas, como hemos
visto, lo quieran ellas o no, en medios o instrumento de un proyecto
político partidista e injusto (el sionismo). Por eso mismo me preocupa
mucho que, para combatir estructuras o relaciones de poder, se
reintroduzca la lógica sacrificial pre-socrática y el concepto religioso de
víctima, con la consecuente criminalización de los colectivos y la
utilización de la víctima, ahora sacralizada, como instrumento de

198
expresión política y presión populista. Esto es lo que hacen los tribunales
españoles al servicio del gobierno en el caso de Catalunya, lo que hacen
casi todos los partidos políticos apostando electoralmente por el
“populismo penal” y lo que hacen los medios de comunicación cada vez
que excitan a la opinión pública colocando ciertos delitos –objetivamente
espantosos– fuera de las convenciones del derecho. Pero eso es lo que
hace también, desgraciadamente, ese sector de la izquierda que trata de
definir víctimas y verdugos al margen de un marco jurídico siempre
incompleto –en lugar de luchar por completarlo– y que, desde la ilusión
de un sujeto político “victimista”, delimita asimismo un enemigo
“colectivo”, y ello sin entender (1) que lo que caracteriza a las relaciones de
poder es que fabrican por igual a los dominantes y a los dominados, (2)
que una “estructura” no es una yuxtaposición de individuos ni un
colectivo (por mucho que fabrique personalidades injustas y conjuntos
ignominiosos) y (3) que se corren muchos más riesgos alimentando el
victimismo político que protegiendo un Derecho que no puede –ni debe–
juzgar estructuras o relaciones de poder.
Estamos en un viraje histórico inquietante. Antes nos pensábamos
como ciudadanos o como miembros de una clase o incluso como
"españoles" o “catalanes”; ahora nos pensamos como víctimas, la única
condición a la que parece reconocerse existencia política. No es el camino.
Las víctimas deben ser escuchadas, reconocidas, confortadas, protegidas,
indemnizadas, pero no pueden convertirse en un sujeto político y menos
en un sujeto legislativo. Es un error cuyas consecuencias históricas
seguimos pagando todos. El proletariado clásico no era sujeto en cuanto
que víctima del capitalismo sino porque compartía las mismas
condiciones materiales y era portador de un nuevo mundo. En el mismo
momento en que quiso convertir el agravio de clase –y la clase
ontologizada misma– en un sujeto legislativo y penal comenzó a incubar
el embrión de la dictadura. El comunismo se concibió en la URSS como la
venganza del proletariado y no como la oportunidad de instaurar por
primera vez el derecho que la Ilustración sólo había enunciado y que el
capitalismo había escamoteado y malogrado. Creyó que las víctimas
transportaban, por el hecho de serlo, una verdad universal; y en su
nombre acabó con el “derecho burgués” y sus garantías mediocres,
saludables y siempre insuficientes. Sustituyó el precario imperio-Sócrates
por la vieja lógica sacrificial, con su responsabilidad colectiva y sus
sacrificios propiciatorios al servicio de un orden sagrado y superior.
El 8 de marzo es una buena oportunidad para demostrar que el
feminismo es un proyecto y no una queja, una cuestión de derecho y no

199
de pureza, el primer verdadero humanismo de la historia y no otro hervor
identitario.
De este precedente histórico deberían aprender todos los movimientos
que buscan justamente la emancipación de estructuras de poder injustas y
destructivas (patriarcado, racialización, capitalismo). El anticapitalismo
no puede ser la “cuestión obrera”; el antirracismo no puede ser la
“cuestión negra”; algunas discusiones recientes –en Podemos o en el
movimiento decolonial– hacen temer que el peligro no se ha conjurado.
En cuanto al feminismo, que no carga con bagajes históricos negativos y
ha demostrado ya que tiene mucho que enseñar, no debería ceder a este
“izquierdismo” identitario. El feminismo no puede constituirse en sujeto
político en cuanto que víctima del machismo: eso no sería propiamente
constituirse sino ser constituido y ser constituido de nuevo por aquellos
que hasta ahora han fabricado a las mujeres como objeto: los hombres. El
feminismo no es un sujeto político porque las mujeres sean víctimas del
patriarcado sino en la medida en que puede construir un nuevo mundo. El
próximo 8 de marzo es una buena oportunidad para demostrar que el
feminismo es un proyecto y no una queja, una cuestión de derecho y no
de pureza, el primer verdadero humanismo de la historia y no otro hervor
identitario. El feminismo, en definitiva, es una oportunidad para instaurar
–universalizar por tanto– el derecho, no para justificar un nuevo estado de
excepción en nombre de la enésima causa sagrada. Eso ya lo conocemos;
eso es lo que ya tenemos. Junto al Estado del Bienestar se está
desmontando muy deprisa el imperio-Sócrates y su legitimidad felizmente
constrictiva, que no impone ya ni siquiera hipocresía a nuestros
gobernantes. No les ayudemos. No nos tratemos a nosotros mismos como
víctimas. Nunca. Ni amando ni peleando ni educando. Y mucho menos
legislando. Un humano libre es solo aquel capaz de juzgarse a sí mismo y
capaz de juzgar el mundo existente y el mundo que se quiere construir al
margen del dolor que le han infligido. Eso es lo que se llama dignidad en
el terreno moral y democracia en el terreno político.
Saber parar
Me da mucho miedo que el feminismo –precisamente cuando realmente
vamos ganando, al menos un poquito– acabe haciendo lo que ha hecho siempre
la izquierda: un discurso sin freno
Santiago Alba Rico 17/02/2018
Podemos decir que la humanidad se divide en dos grupos: el de los que
aceptan todo lo existente, de las rosas a la OTAN, sin introducir cortes o
rangos de existencia en el orden del mundo; y el de los que, al contrario,
rechazan todo lo que existe, de la OTAN a las rosas, como artificios
introducidos por el interés y la codicia humana. Lo propio de los
200
humanos, como indica esta misma clasificación, es la de hacer pocas
diferencias.
Aceptar todo lo existente, por el solo hecho de que existe, es tan
ridículo como rechazarlo por el mismo motivo. La primera actitud es
propia de la derecha; la segunda de la izquierda. La derecha, que no cree
en la perfectibilidad social, cuenta sin embargo con todas las ventajas
sobre la izquierda, que admite en cambio mejoras e incluso fogonazos
transformadores, y ello es así porque afirmar es siempre más bonito que
negar; y mientras que la OTAN parece convertirse en una rosa por el solo
hecho de afirmar su existencia, las rosas parecen marchitarse, y perder
color, cada vez que denunciamos a la OTAN.
La ventaja de los “conservadores” es que, no distinguiendo entre el bien
y el mal, quieren que exista algo; la desventaja de los “radicales” es que, no
distinguiendo entre el bien el y el mal, parece que no quieren que exista
nada. Entre todo y nada, ¿quién no preferiría Todo, aún a riesgo de cargar
con la corrupción, el cambio climático y el apocalipsis nuclear? La
paradoja de los “conservadores” es que, a fuerza de conservar, conservan
no solo las rosas sino también los pulgones y los hongos; no sólo las casas
sino también los bombardeos de ciudades; no sólo los niños sino también
el infanticidio; no sólo Todo sino también los infames zapadores que
disuelven el Todo en la Nada. Los “conservadores” son tan
“conservadores” que conservan incluso la existencia de lo que hace
imposible o difícil la existencia. Ahora bien, lo que hace imposible o difícil
la existencia se convierte, mediante este acto de afirmación, en algo
existente y, por lo tanto, en algo casi irreemplazable o por lo menos
defendible. La negación también existe y hay que salvarla, como a las
ballenas y las luciérnagas. “Dejemos ser” todas las cosas; “dejemos ser”,
por tanto, la negación de todas ellas. La gran ventaja –en definitiva– del
orden existente es precisamente que ya existe. Los neoliberales, se
comprenderá, son todos “neo-conservadores”.
La paradoja de los “conservadores” es que, a fuerza de conservar,
conservan no solo las rosas sino también los pulgones y los hongos
Frente a los “conservadores”, los “radicales” no pueden rechazar la
existencia de los pulgones y de las multinacionales sin rechazar la
afirmación misma como principio. Somos hasta tal punto prisioneros de
las palabras que no sólo ocurre que no podemos rechazar algo sin que
parezca que lo rechazamos Todo; ocurre que, apenas usamos el verbo
“rechazar”, sentimos la tentación de ir eliminando en cadena una cosa
detrás de otra. La existencia es tan contagiosa e imperativa como la
inexistencia porque, de alguna manera, todas las existencias se tocan,

201
como las cuentas de un collar. Los conservadores “dejan ser”; los radicales
“impiden ser”. Los “conservadores” ganan siempre. No podemos “dejar
ser” sin dejar ser las rosas y los misiles; no podemos “impedir ser” sin
impedir la existencia de los misiles y de las rosas. Sucede, en efecto, que
muchos “radicales” no saben detenerse, empujados por la fuerza misma de
los verbos, y si empiezan rechazando las malas leyes acaban rechazando el
Derecho; y si empiezan rechazando la industria farmacéutica acaban
rechazando las vacunas; y si empiezan rechazando el capitalismo acaban
rechazando los tornillos y la luz eléctrica; y si empiezan rechazando el
machismo acaban rechazando el carmín de labios y la penetración sexual;
y si empiezan rechazando el maltrato animal acaban queriendo prohibir
que se ordeñe a las vacas y se esquile a las ovejas (o que se lea en las
escuelas a García Lorca, gran aficionado a los toros). “¿Para qué
desmontar si podemos demoler?”, se preguntaba Lichtemberg en uno de
sus famosos aforismos.
Muchos “radicales” no saben detenerse, empujados por la fuerza misma
de los verbos, y si empiezan rechazando las malas leyes acaban
rechazando el Derecho
Una de las cuestiones más difíciles en la vida y en la historia es saber
parar a tiempo. Este “saber parar” es el saber que define al gran artista, al
gran pensador y al gran revolucionario. ¿Cuándo terminar un cuadro o un
poema? ¿Cómo interrumpir un razonamiento antes de que, despeñado en
su ergotismo, nos arrastre a ese exceso de lógica que llamamos locura?
¿Cómo impedir que una cólera justa o una justa rebelión contra el orden
establecido genere una nueva injusticia o se petrifique en un orden
invertido e igualmente asfixiante? ¿Cómo cuestionar los puñales sin
cuestionar también la luna? Frente a estos peligros el pensamiento
“conservador” –que, como decía el maestro Juan de Mairena, acaba
conservando la sarna en lugar de la salud– tiene la ventaja de que no toca
ni la una ni la otra y siempre puede atribuir la sarna al pecado y la salud a
la naturaleza; y la protección de la naturaleza a su sabia y celosa
vigilancia.
Los “conservadores” que conservan materialmente las fuentes de
destrucción junto a un pedacito menguado de luna y un tiznado jirón de
aire, son más destructivos que los “radicales” que rechazan de palabra la
afirmación misma, pero son también mucho más convincentes y
tranquilizadores. Valga decir que, si “dejar ser” es más serio, más fácil y
más bonito que “impedir ser”, si los humanos preferimos un Todo con
lepra que una sana Nada, la única manera de interrumpir “la cadena del
ser” y sus pegajosas contigüidades, allí donde el capitalismo “deja ser”

202
todas las cosas por igual, es la de elaborar un verdadero discurso
conservador. El rechazo puede lidiar una batalla pero no construir una
civilización. Los “conservadores” no sólo llevan ventaja porque “dejan ser “
(porque embragan sin parar un mundo paradójico de vegetarianos y
caníbales, de bosques e incendios, de pajaritos y cambio climático, de
caballerosidad y acoso sexual) sino porque siempre encuentran un “crítico
radical” que les hace parecer sensatos e independientes. Critican a los
críticos “radicales”, de los que se burla también el sentido común, de
manera que cada vez que “dejan ser” el canibalismo y los incendios
forestales y el cambio climático y los abusos sexuales parecen estar
acometiendo una obra de salvación (de niños, bosques, mujeres y mares)
al tiempo que haciendo gala de mucho ingenio y mucha madurez. Basta
leer en nuestros periódicos de la derecha los desenfadados comentarios de
los “conservadores” ilustres sobre catalanismo, turismofobia, feminazismo
o antisistemia para comprender que su legitimidad se nutre de una
caricaturización nihilista del adversario. Ahora bien, al igual que los reyes
–que tocan siempre bien la lira– los “conservadores” dan realmente en el
clavo y por la misma razón: porque tienen mucha más existencia –incluida
la policía– de su parte.
Los críticos “radicales”, cargados de razón, dan la razón a los
“conservadores” cada vez que, ceñidos por la burla “conservadora”, se
encierran lejos del “sentido común”, que es fundamentalmente
conservador (de niños, de casas y de rosas). Un error muy grande de los
“radicales” es el de interpretar estas reacciones “conservadoras” como un
signo de que se va ganando la batalla (“en los debates sabes que vas
ganando si ves a los adversarios echar espumarajos por la boca”), pues los
espumarajos los arrojan no sólo los adversarios sino también los
peluqueros, los conductores de autobús y los trabajadores del call center,
y ello de tal manera que al final la prueba de que vamos ganando es que
nos vamos quedando solos o, lo que es lo mismo, la prueba de que vamos
ganando es justamente que vamos perdiendo.
Me da mucho miedo que el feminismo –precisamente cuando
realmente vamos ganando, al menos un poquito– acabe haciendo lo que
ha hecho siempre la izquierda: un discurso sin freno (“incapaz de parar”)
que se adapta tan bien a la apariencia de querer eliminar los niños y las
rosas y que ofrece por eso mismo un flanco fácil a las burlas y espumarajos
de Pérez Reverte o Javier Marías, pero también a los chistes y desplantes
de las peluqueras, las conductoras de autobús y las trabajadoras del call
center. La pregunta es “qué hay que cambiar”, pero también “qué hay que
conservar”. El feminismo –me parece– es la única posición realmente

203
conservadora que existe: porque quiere conservar no sólo los cuerpos, con
todas sus milagrosas fragilidades, sino también las conquistas del
Derecho, tanto en el ámbito civil –libertad de expresión, libertad sexual–
como en el jurídico: igualdad ante la ley, presunción de inocencia,
seguridad procesal, proporcionalidad de las penas, casuística, distinción
entre pecado y delito. OTAN no, rosas sí. Saber parar es el verdadero
desafío radical. Toda verdadera revolución consiste –parafraseo a
Benjamin– en poder encontrar el freno de emergencia.
Tolerancia, piedad y mascotismo
En el contexto de mercado, acabamos “mascotizando” también a los
“vencidos”: los pobres, los indígenas, las mujeres, a los que se rinde culto como
“animales domésticos”
Santiago Alba Rico 24/01/2018
Primero murió Pan, el dios rijoso de las patas de cabra, y su último
grito, según nos cuenta Plutarco, sacudió el Mediterráneo. Después murió
Dios, el bueno, el celoso, el omnipotente, empujado al abismo por la
ciencia y el socialismo. Después murió el Hombre, desplazado por azares
integrados e invisibles relaciones de poder. A principios del siglo XXI,
¿qué queda? O mejor dicho, ¿qué vuelve? Los animales.
El extravagante escritor Alberto Savinio, muerto en 1952, escribía en
su Enciclopedia que la diferencia entre Grecia y Egipto era que los dioses
de los griegos eran humanos mientras que los dioses egipcios eran
animales; es decir, que mientras los griegos luchaban contra la naturaleza
humanizando el Olimpo, los egipcios reconocían su superioridad
amenazante (la de la naturaleza) para tratar luego de propiciarse sus
favores. El panteón griego estaba lleno de locos, desvergonzados,
ambiciosos y sensibleros a los que uno podía, llegado el caso, sobornar. El
panteón egipcio era un zoológico terrorífico compuesto de perros,
chacales, cocodrilos y monos a los que, en el mejor supuesto, sólo se podía
evitar o apaciguar. Savinio, aristócrata europeísta, forzaba esta diferencia
para subrayar la superioridad de Occidente sobre Oriente: el arte y la
filosofía son europeos porque sólo pueden nacer allí donde la humanidad
se opone, y no sucumbe, a la naturaleza. Hoy, incluso aceptando los
principios, moderaríamos mucho su optimismo. Desbordado o jubilado el
ser humano que debía gestionar su derrota, el dominio sobre la naturaleza
no adopta la forma de arte puro y altísima filosofía sino de homeopático
apocalipsis autorregulado: mercado, cambio climático, amenaza nuclear.
Seth tiene hoy el hocico de un misil atómico; la Europa desbocada se
metamorfosea en un Anubis de ladrido informático.
La compasión, como la rebelión, sigue siendo individual, insocial,
ilógica e inesperada
204
El propio Savinio, en otra entrada de su caprichosa Enciclopedia,
enfrenta ahora Grecia al Cristianismo que la prolongó y la desmintió. Los
griegos, que no conocían la piedad, dice Savinio, eran muy tolerantes,
como lo demostraba la promiscuidad de sus cultos religiosos, heredada y
enfatizada por los romanos. Por su parte los cristianos, que descubrieron
la piedad, se dejaron llevar, en cambio, por el fanatismo. Una vez más
Savinio, para fecundar la inteligencia del lector, se muestra
intencionadamente esquemático y radical. No es verdad que no haya
ejemplos de piedad entre los griegos; de hecho, la mayor parte de los líos
decisivamente humanos comienzan en sus mitos con una arbitrariedad
compasiva: Edipo, hijo y asesino de Layo, es salvado de la muerte contra la
voluntad del rey, mediante un acto de pura y peligrosa misericordia.
Tampoco es cierto que la colocación en el centro de un dios-hombre
crucificado haya generalizado antropológicamente –a modo de epidemia–
la compasión individual como principio rector de las sociedades
cristianas. Es muy bonito lo que escribe en el siglo XIV el gran Bernardino
de Siena: el cristianismo es universal porque es universal la respuesta
instintiva, no reflexiva, frente a un cuerpo sufriente. Acercándose a la
cruz, dice Bernardino, antes de ninguna pregunta o averiguación, el ser
humano normal, madre, padre o hijo, siente como propio el dolor del
Cristo torturado y clavado en el madero. Pero sabemos que, acercándose a
la cruz, es más frecuente que el hombre normal, antes de cualquier
pregunta o averiguación, se ponga del lado del poder que atormenta a la
víctima: “algo habrá hecho”. La compasión, como la rebelión, sigue siendo
individual, insocial, ilógica e inesperada.
Ahora bien, si es estimulante la idea de una relación inversamente
proporcional entre tolerancia y piedad y, por lo tanto, entre indiferencia y
fanatismo, Savinio no nos da la clave de esta oposición siamesa. ¿No
podemos ser al mismo tiempo tolerantes y compasivos? ¿Qué clase de
civilización habría que inventar para eso? La que tenemos –esta de
homeopático apocalipsis autorregulado– no parece abonar esa dirección.
Al contrario: asumiendo como hipótesis la mencionada dependencia
binaria, podríamos decir que la sociedad post-pagana, post-cristiana y
post-humana ha conseguido reunir no la tolerancia griega y la piedad
cristiana sino la impiedad griega y el fanatismo cristiano. Sin Pan, sin Dios
y sin Hombre, el mercado capitalista, como matriz de organización social,
es antipuritano, pero no tolerante; y es sentimentaloide, pero no
compasivo. De hecho, en términos políticos, los gobiernos que lo
gestionan son cada vez menos griegos en sus leyes; en términos

205
antropológicos, los consumidores son cada vez menos cristianos en su
aproximación a los cuerpos.
El animalismo no es el signo de un progreso civilizatorio sino del fin de
una civilización
Después de Pan, de Dios y del Hombre, ¿qué queda de la tolerancia? La
aceptación indiferente de todos los impulsos, a condición de que
sean gustos y no ideas, principios o creencias; a condición, es decir, de
que puedan comprarse y venderse en el mercado. Todas las ideas,
principios y creencias que puedan empaquetarse como gustos y ser
vendidas en el mercado también son toleradas.
Después de Pan, de Dios y del Hombre, ¿qué queda de la compasión?
Los animales. Lo he dicho otras veces: el animalismo no es el signo de un
progreso civilizatorio sino del fin de una civilización. Ocurre lo mismo
cada vez que las certezas se vienen abajo. El fenómeno es tan antiguo
como la decadencia del imperio romano. El paganismo extremo, en su
desconcierto angustioso y frente al antropocentrismo cristiano, volcó toda
su sensibilidad apocalíptica en el dolor de la naturaleza: los gnósticos,
Celso, Porfirio, el neoplatonismo en general. Hijos como somos de una
cultura cuyas bellezas y cuyos horrores son inseparables del combate
contra ella –la naturaleza– hoy ese “dolor” asume un tono casi misántropo
o antropofóbico. Vuelven los animales. ¿Cuáles? No los egipcios,
majestuosos, terribles, potencialmente mortales, sino los vencidos y
dependientes, ésos a los que no se puede –ni se debe– liberar del yugo
compasivo. Los occidentales ya no adoramos la naturaleza que puede
matarnos. No adoramos al cocodrilo, al chacal o al mono. Adoramos a los
animales domésticos, que son, en realidad, obra nuestra. De hecho
“mascotizamos” cada vez más incluso los animales salvajes, también
derrotados, a los que cubrimos con nuestra tolerancia anti-griega y
nuestra piedad anti-cristiana: está de moda adoptar serpientes y leones y
caimanes. Hace unos días, Susan Kopp, veterinaria especialista en
bioética, recordaba con sensatez la necesidad de afrontar y evitar el dolor
animal en el marco de esta “naturaleza vencida” –sometida a la industria
alimenticia, el negocio cosmético y la experimentación científica– pero
con no menos sensatez insistía en el principio de que “equiparar a los
animales con los humanos no es la mejor manera de protegerlos”. Y
añadía un dato que revela las paradojas asociadas al culto compasivo del
animal vencido: en EEUU hay 163 millones de perros y gatos que
consumen el 19% de los alimentos y el 33% de las proteínas animales del
país.

206
Desaparecidos Pan, Dios y el Hombre, quedan los animales, a los que
rendimos culto después de arrancarles las uñas. Queda también el animal
que llevamos dentro. ¿Cuál es? ¿Es el vencido, doméstico, desarmado, que
nos hace compañía, recostado en el sillón, en las horas de soledad? ¿O es
el egipcio, extraño, feroz, licántropo y ominoso? La red, plagada de gatitos
cuquis –pábulo de sentimentalismo digestivo–, nos da la respuesta menos
benigna. El hombre en la red es un dios lobuno para el hombre. Sobre
todo “los hombres”.
¿Qué hacer con el animal egipcio que llevamos dentro? ¿Qué hacer con
el animal vencido de fuera? ¿Qué hacer con los humanos que han perdido
a Pan, a Dios y al Hombre mismo? Aceptémoslo: ningún equilibrio posible
entre tolerancia y piedad eliminará todo el sufrimiento del mundo. Pero
hace falta encontrar uno –y de manera urgente– contra la impiedad y el
fanatismo socialmente organizados por el mercado. Hace falta “organizar”
un equilibrio ni griego ni cristiano que, al mismo tiempo, no restablezca el
dominio de Seth. Es decir, la tolerancia y la piedad no pueden dejarse al
albur de un impulso individual rebelde –por muy necesarios que sean,
incluso como “archivos”, para un renacimiento futuro– sino que deben
materializarse en instituciones de derecho y democráticas, las únicas que
pueden asegurar la mayor protección –siempre incompleta– a los
humanos, los animales y las cosas. Eso es lo que falta. Eso es lo que
estamos perdiendo. En ausencia de instituciones cuidadosas (derrumbe
que es indicio de toda decadencia civilizacional), en el momento en el que
más peligro corren los humanos de ser tratados como animales, a los
buenos despistados siempre se nos ocurre la misma solución: tratar a los
animales como si fuesen humanos. No es una solución. De esa manera, en
contexto de mercado, sin oposición de la naturaleza, acabamos
“mascotizando” no sólo a los gatos, las serpientes y los robots sino
también a todos los “vencidos” (construyéndolos por eso como
“vencidos”): los pobres, los indígenas, las mujeres, a los que se rinde culto
como “animales domésticos” y que acaban encerrados, y casi complacidos,
en la religiosa fragilidad del victimismo. De ahí que la lucha contra el
mercado sea idéntica a la lucha contra la mascotización y la lucha contra
la mascotización idéntica a la lucha por la democracia y el(los) derecho(s).
Después de Pan, de Dios y del Hombre, es el único equilibrio al que
podemos aspirar.
La literatura y el mal
Sobre la novela ‘El caparazón’, en la que el autor, Mustafa Khalifa, exiliado
en Francia, narra su experiencia en las cárceles sirias de Hafez Al-Asad entre
1981 y 1994
Santiago Alba Rico 28/06/2017
207
La experiencia de la lectura viene siempre determinada por dos
coordenadas, si se quiere, materiales. Una tiene que ver con el texto, que
nos llega en diferido, en la distancia de un pasado que, cristalizado y
conservado entre las tapas del libro, como en una lata de conservas, dejó
de existir hace ya tiempo y nos alcanza por tanto amortiguado,
despuntado y vencido: es lo que llamamos “ficción”. La otra coordenada
tiene que ver con el cuerpo del lector. La lectura reclama la postura
sedente y condiciones más o menos confortables para la concentración;
ponerse a leer es, de alguna manera, aburguesarse. Se puede leer también,
es verdad, en una trinchera o de pie en un vagón de metro, pero hasta tal
punto el libro impone unas reglas ergonómicas de recepción que, apenas
abrimos sus páginas, incluso baqueteados en medio de una tormenta, la
lectura nos protege tanto de las verdades que contiene el libro como del
mundo en que lo leemos. Esta diferencia en el tiempo y esta comodidad
en el espacio constituyen la fuente de todos los peligros asociados a la
literatura: el de que nos tomemos demasiado en serio lo muy lejano, como
Don Quijote, y el de que, al revés, nos tomemos como imposible o
increíble lo más cercano.
El primer riesgo es apenas la patologización de la experiencia literaria
misma como contrato y compromiso, y como condición, por tanto, de
ampliación del mundo y de progreso moral y emocional. El segundo
riesgo, al otro lado, está asociado a la resistencia del lector, protegido por
el marco de la ficción, a relacionar lo que lee con el mundo en el que vive;
y a su insistencia, por tanto, en encerrar la experiencia literaria en el cajón
del libro. Don Quijote se creía las novelas de caballería porque estaban en
un libro; pero preferimos igualmente no creernos las torturas sufridas por
Mustafa Khalifa porque están en un libro.
El propio Mustapha Khalifa, en el prólogo a la edición española,
recuerda las dudas que le embargaron a la hora de escribir y publicar la
obra. Se temía una de estas dos cosas: que el lector en general, sobre todo
el europeo, considerase falso o al menos exagerado su testimonio; y que el
lector sirio considerase invencible, y aceptase con resignación, un régimen
capaz de someter a sus ciudadanos, de manera arbitraria, a una violencia
semejante. Pero, ¿de qué libro estamos hablando? De El caparazón,
publicado por Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, en el que el citado
Khalifa, hoy exiliado en Francia, novela su experiencia en las cárceles de
Hafez Al-Asad, el padre del actual dictador sirio, entre 1981 y 1994. El
libro, publicado en 2008, ha sido trágicamente reactualizado por el
mundo mismo en los últimos seis años, verificado desde fuera por una

208
realidad que, de pronto, convierte casi en travesuras las atrocidades que el
autor vivió en la nefanda prisión de Tadmur, junto a Palmira. Atroz
contrapunteo y desbordamiento entre la realidad y la ficción, lo que en
2008 era inalcanzable para la conciencia hoy es inalcanzable para la
literatura.
Toda lectura es lectura del pasado; y toda lectura es la lectura que hace
un cuerpo a salvo. Son precisamente estas dos coordenadas las que
estallan mientras seguimos a Mustapha Khalifa, ingenuo y apolítico, a los
báratros de las agencias de seguridad del régimen y al infame campo de
exterminio en el desierto. Todo lo que cuenta ahí ha seguido ocurriendo y
sigue ocurriendo en Siria mientras lo leemos, y no porque lo estemos
leyendo (que es la experiencia contractual rutinaria de la ficción), sino
porque Bachar Al-Asad y sus sicarios siguen cometiendo los mismos
crímenes. Al mismo tiempo, la escritura sobria de Khalifa, casi clínica,
despojada de todo victimismo y toda complacencia literaria, boicotea la
comodidad del cuerpo sedente del lector. Incluso cuando leemos de pie
una novela, estamos virtualmente sentados. Salvo en este caso, en el que,
incluso si estamos sentados, estamos virtualmente de pie y atados y
colgados y golpeados.
No es, pues, una lectura cómoda. Como muy bien lo expresan en el
posfacio los dos traductores, Ignacio Gutiérrez de Terán y Naomí Ramírez
Díaz, El caparazón no es un libro sino una desgracia; y si es necesario
escribirlo y leerlo no es porque faltara o hiciera falta en nuestros cánones
literarios. La humanidad se lo hubiera ahorrado de muy buena gana si la
humanidad se pareciese un poco a lo que, en Siria y en otras partes, ayer y
hoy, millones de personas normalmente justas, normalmente
democráticas y normalmente decentes reclaman. Lo que no es necesario,
lo que no falta ni hace falta son las dictaduras, los campos de
concentración, las ejecuciones sumarias, las torturas; en definitiva, el
régimen del clan Al-Asad que aplasta Siria desde hace 41 años y contra el
que se levantó en 2011 buena parte de su pueblo. Es ese levantamiento, si
acaso, el que hace “necesaria” esta lectura, en el sentido de que revela la
monstruosa continuidad del régimen sirio y la paladina legitimidad --
imperativa legitimidad-- de la revolución derrotada. Ahora que Siria se ha
convertido en una “pequeña guerra mundial”, conviene que no olvidemos
ni la responsabilidad de la dinastía Al-Asad ni la soledad acusatoria de sus
víctimas.
Ahora bien, El caparazón no es sólo un testimonio y una denuncia. Es,
mal que le pese a su autor, una “obra literaria”. La crudeza expeditiva de
su arranque --con esa facilidad kafkiana del que, mediante un gesto

209
normal, deja de ser dueño de su cuerpo y de su vida-- se remansa luego en
la atroz cotidianidad de la prisión. El infierno mismo tiene sus rutinas y,
por lo tanto, sus defensas antropológicas. Estos “asideros de humanidad”,
a veces torcidos, extravagantes o casi inmateriales, son los que, en la larga
tradición de “literatura carcelaria” (de La casa de los muertos a Si esto es
un hombre), salvan a los presos de la extinción, como salvan a los lectores
de la insoportable realidad del mal. La lucha dentro de la cárcel es la lucha
entre los que quieren despojar al preso de toda humanidad y los que, con
más o menos conciencia, se agarran a una astilla para reconstruirla en
cada minutoa duras penas (el rezo clandestino, la memorización colectiva
de los nombres de las víctimas o el establecimiento de una jerarquía
solidaria que invierte la de los verdugos). Khalifa, que es cristiano y vive
dentro de un doble caparazón en una celda de abrumadora mayoría
musulmana, sobrevive gracias a la universalidad moral de algunos
compañeros, a un agujerito en la pared y a la amistad apasionada con un
inesperado afín cuya intensidad es inseparable de la tragedia que acabará
destruyéndola. La cárcel, en definitiva, inversión paralela de la corte
(según la caracterización de Dino Baldi), concentra en su más acendrada
expresión la máxima inhumanidad y la máxima humanidad. La maldad
gratuita y la bondad desinteresada sólo la encontramos allí donde la
impunidad choca contra el chasis desnudo de una última resistencia
humana sin recompensa. Así como hay un “arte por el arte”, hay también
una “humanidad por la humanidad”, por el puro gusto instintivo de seguir
siendo humano; y ese instinto es la razón oculta de nuestra supervivencia
antropológica. Lo terrible es que se revele sobre todo allí donde está más
amenazada.
Cuando decimos de una “obra literaria” que “me gusta” no estamos
diciendo que la hayamos leído con gusto. Sólo un sádico perverso
disfrutaría con El caparazón. Pero hay algo en el incomodísimo disgusto
que nos produce su lectura que es narrativa, política y éticamente
reivindicable. Estas son las paradojas de la literatura, su peligro y su
formidable potencia: que no podamos dejar de leer con pasión aquello
que preferiríamos que no estuviese ocurriendo. Por eso la actividad del
lector, incluso de lejos y sentado en un sillón, se vierte a veces sobre el
mundo y, tras introducir cambios en la mirada, ayuda a cambiar la
realidad de la que procede. Eso, creo, es lo que consigue Mustafa Khalifa
en El Caparazón con la inestimable colaboración, en este caso, de Ignacio
Gutiérrez de Terán y Naomí Ramírez Díaz, dos de nuestros mejores
arabistas, cuya traducción limpia, precisa y rica hace dolorosamente
“españoles” los dolores del protagonista.

210
El burkini y el derrumbe de Europa
La prohibición de esta prenda es un atentado ideológico contra las
instituciones laicas republicanas que garantizan el derecho común de las
sociedades democráticas
Santiago Alba Rico 25/08/2016

Veo una imagen estremecedora: cuatro hombretones de pie y con


pistolas obligan a una mujer desvalida a quitarse la ropa en un lugar
público. No es una violación. Es el laicismo en armas liberando a una
musulmana de sus cadenas en una playa de Niza ante la mirada
indiferente de algunas virtuosas republicanas en bikini. Ahora la policía
francesa vigila las playas, como la saudí las plazas, para hacer respetar
la hisba, el precepto religioso que obliga a “rechazar el mal e imponer el
bien”. La Francia republicana se ha coranizado, se guía por su
propia sharia o ley religiosa y persigue de manera implacable cualquier
atisbo de “islamización”, especialmente en las mujeres, a las que siempre
es más fácil y placentero quitar y poner la ropa.
Hemos perdido todo el verano en un falso debate abstracto sobre la
relación entre la libertad de las mujeres y el número de prendas que
deben cubrir o descubrir su cuerpo. No es que no sea importante desde un
punto de vista político y filosófico averiguar cuándo y en qué condiciones
hay verdadera voluntad; cuándo y en qué condiciones una mujer se quita
o se pone la ropa porque quiere y no cediendo a presiones más o menos
explícitas de pautas conductuales dictadas por o en favor de los hombres.
El mercado “libera” y la religión reprime y, si no puede desdeñarse la
diferencia, tampoco puede negarse que tanto el mercado como la religión
son parasitados por el patriarcado, victorioso en ambos casos. Así las
cosas, y en un contexto en el que el colonialismo externo e interno siguen
cruzándose con otras relaciones de poder (y proyectos de liberación), lo
más fácil, y lo más estéril y hasta peligroso, es encerrarse en la defensa o
en la condena de una forma concreta de patriarcado (el mercado versus la
religión), como si fueran opuestos y además reflejaran, cada uno de ellos
frente al otro, una mayor voluntad o libertad individual.
La cuestión es netamente política y democrática; y creo que también
desde el feminismo conviene tratarla así. La cuestión es, en definitiva, que
en una democracia se da por supuesta la libertad individual de las
decisiones públicas. Durante siglos -de Kant a la república española- la
izquierda cuestionó, por ejemplo, el derecho femenino al voto con la muy
fundada justificación de que, en una relación de dependencia, la opción
política de las mujeres había de coincidir sin duda con la de sus maridos.
En un país como España, en el que la mayoría vota libremente a un
211
partido imputado por corrupción que ha rebañado hasta el hueso,
además, los derechos económicos y sociales, aceptamos en cualquier caso
la validez de todos los votos: son las servidumbres de esa convención que
llamamos Estado democrático y de Derecho, cuya funcionalidad y
realidad misma se asocian a --valga la expresión-- “un velo de ignorancia”
que no siempre favorece a la izquierda. Otro tanto es aplicable a la
indumentaria. Desde un punto de vista institucional, en una democracia
no debe importarnos --y debemos imponernos esta indiferencia-- por qué
una mujer se pone o se quita la ropa; tanto si detrás está el mercado y su
“libertinaje” patriarcal como si quien empuja es la religión y su
patriarcado represivo, allí donde no hay violencia explícita debemos
aceptar el velo y el desvelo (por citar a Jamil Azahawi, un poeta ilustrado
iraquí, muerto en los años treinta, que escribió un poema con ese título)
como expresiones igualmente libres de la voluntad individual. En una
dictadura teocrática como Arabia Saudí, habrá que apoyar a cualquier
mujer que quiera quitarse el velo; en una dictadura laica, como lo era la de
Ben Alí en Túnez, había que apoyar más bien a cualquier mujer que
quisiera ponérselo. En una democracia en Estado de Derecho, como se
supone que es Francia, el principio laico, en cambio, es transparente:
nadie --y menos la policía-- puede obligar a una mujer a ponerse o
quitarse la ropa. Tanto el bikini como el burkini son expresiones
inalienables de la libertad republicana.
La Francia republicana se guía por su propia sharia o ley religiosa y
persigue de manera implacable cualquier atisbo de “islamización”
Poco podemos hacer para liberar a las mujeres de Arabia Saudí, salvo
cuestionar una y otra vez los lazos ignominiosos de nuestros gobiernos
con sus dictaduras “amigas”. Pero sí podemos defender el principio de la
laicidad republicana en nuestros países europeos, donde está siendo
amenazada por la religión. No me refiero al islam sino a la islamofobia,
una ideología que, en el caso de Francia, se ha apoderado de las
instituciones, los partidos políticos, la clase intelectual y los medios de
comunicación. Lo he explicado otras veces, citando además al padre del
liberalismo galo, Benjamin Constant, quien dejó muy claro en 1815 que “el
que prohíbe en nombre de la razón la religión es tan tiránico y merece
tanto desprecio como el que prohíbe en nombre de Dios la razón”: lo que
es “religioso”, dice, es la persecución misma. El laicismo es un principio
jurídico, no antropológico o doctrinal, y consiste muy sencillamente en
que el Estado, si quiere ser de verdad democrático y republicano, debe
garantizar al mismo tiempo estas dos libertades: debe garantizar la
libertad de culto de todos sus ciudadanos y debe garantizar que ningún

212
credo o comunidad (religiosa o lobbista) se apodere de las instituciones.
Cuando el laicismo se convierte en el instrumento de persecución,
represión y criminalización de una minoría nacional, y ello hasta el punto
de justificar la suspensión de derechos ciudadanos elementales, el
laicismo deviene una religión más, en este caso la religión del poder, como
lo es el islam wahabita en Arabia Saudí, y por lo tanto, como sostiene
Constant, se transforma en la matriz de una nueva tiranía. Las víctimas de
esa tiranía son hoy los musulmanes y sobre todo las mujeres. A esa
derecha que sólo se vuelve feminista frente al “islam” o a esa izquierda
islamofóbica y oligosémica incapaz de imaginarse al otro semejante a uno
mismo, hay que recordarles que, según el European Network Against
Racism, el 90% de las agresiones islamofóbicas en Holanda, el 81% en
Francia y el 54% en Inglaterra tienen como víctimas a mujeres
musulmanas. En España, según el informe del European Islamophobia
Report, en 2015 se multiplicaron por cuatro las agresiones islamofóbicas
(de 49 a 278) y el 21% fueron acciones contra el uso del velo. Una tiranía
es una tiranía. Se empieza con la minoría musulmana y con las mujeres
veladas. Pero allí donde se ha renunciado al laicismo republicano y al
Estado de Derecho en favor de una ideología religiosa, aunque se pretenda
anti-religiosa --o porque se pretende anti-religiosa--, todos los ciudadanos
estamos en peligro.
Los gobiernos europeos se están radicalizando muy deprisa, y ello al
precio de perseguir, criminalizar y “judaízar” a sus minorías nacionales
El “libertinaje” mercantil y la democracia republicana tienen, al parecer,
un límite: el burkini, un invento australiano que, según Aheda Zanetti,
propietaria de la marca, es una pingüe fuente de beneficios comerciales.
Ojalá nuestros Estados fueran realmente laicos y republicanos y
reprimieran otros lobbies y otros negocios: el TTIP, por ejemplo, o la
venta de armas a Arabia Saudí o las puertas giratorias. La prohibición del
burkini no es sólo un atentado contra el libre mercado en sus expresiones
más inocentes: es un atentado ideológico contra las instituciones laicas
republicanas que garantizan el derecho común de las sociedades
democráticas. Sin duda la izquierda y el feminismo tendrán que discutir
mucho sobre la relación entre voluntad, libertad y sociedad, así como
sobre la transversalidad del patriarcado, parásito o esqueleto de todas las
relaciones de poder, en un imaginario global cortado por relaciones
neocoloniales (tanto externas e imperialistas como internas y de clase).
Pero entre tanto quedémonos con la fotografía de Niza y sus amenazas.
Cuatro hombretones con pistolas obligan a desnudarse en público a una
mujer sentada y desarmada. No es una violación. Sí es una violación. No

213
se trata de la república en armas de la Marsellesa sino de la inquisición
religiosa, en versión oficial y uniformada, en el país de la Revolución
francesa; y del patriarcado armado, aceptado o aplaudido, en el país de
Simone de Beauvoir. Francia, como Arabia Saudí, como el Estado
Islámico, impone normas indumentarias a sus mujeres. Los gobiernos
europeos se están radicalizando muy deprisa, y ello al precio de perseguir,
criminalizar y “judaízar” a sus minorías nacionales, de alimentar al mismo
tiempo el terrorismo y la islamofobia dentro y fuera de Europa, de
erosionar sus instituciones laicas y republicanas y de renunciar a sus
sedicentes valores fundacionales. La prohibición del burkini es apenas un
síntoma del derrumbe de Europa. El burkini no amenaza a la democracia;
su prohibición sí. Es por eso que todos deberíamos tomarnos muy en serio
la fotografía de la playa de Niza. “La mer, la mer toujours recommencée”,
escribía el poeta Paul Valery. El laicismo está muriendo y el fascismo,
como el mar, recomenzando. No bastará con quitarse o ponerse el velo. Si
no defendemos la democracia, nadie estará a salvo.

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