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TEMPESTAD EN LOS ANDES Luis E. Valcarcel i REYDEBASTOS El apostrofe Estaban hartos de palabras dulces; estaban hartos de conmise- racién. Preferian un garrotazo a una palmadita carifiosa a las espaldas. Todo eso era ofensivo para ellos. Apiaddndose de su opresién, lo sabian perfectamente, no hacian sino despreciarlos. En casa del abogado, en la oficina del periodista, en las antesalas del patronato, en todas las dependencias de la filantrop/a, ofan la misma cosa: «jEstos pobres indios!» Aquella tarde —lo recordaban como si fuera ayer— fue la comisién a entrevistarse con un antiguo magistrado. Tenia el anciano fama de cascarrabias, un genio de todos los diablos. Temerosos, temblando casi, los ocho, traspusieron el zagudn de la casona. EL viejo lefa sentado al sol. Los indios, al verle, se descalzaron, y todos gimientes iban ya a prosternarse ante él. Se irguié el magistrado y, en violenta actitud, les apostrofé de esta manera: «/ndios cobardes, miserables esclavos ;SAYARICHIS! [jLevantense!] Asi, derechos, la cabeza levantada, mirandome de frente a los ojos. Indios cobardes, miserables esclavos.» Los ocho campesinos se quedaron estupefactos. ;Alguien les ha- bia hablado de esta manera? En lo crepuscular de su conciencia, sentian el fosforecer de un estado psiquico nuevo. El anciano les escuchaba la eterna queja. Habian sido despo- jados de sus tierras y animales. Estaban en la calle y no habia para ellos justicia. 63 ~{No la habrd, que no la haya nunca, para vosotros sufridas bestias, viles alimanas que besan la mano que los castiga! Mientras no sedis hombres, mientras no hayan recuperado la dignidad de seres huma- nos, sufrid en silencio. Merecido lo tenéis por cobardes. Las palabras del viejo eran como plomo derretido: les quemaba las carnes; era también como un filtro maravilloso que se vertia alld en lo profundo de su ser, circuldndoles por el alma, como la sangre por el cuerpo. Y al salir de la casona, se sintieron tranquilos; una inefable quie- tud les invadfa por entero, como si se sumergiesen en un liquido purificador. Y pensaron en silencio. Sf, era verdad, ellos ya no eran hombres. ENo reaccionarfan nunca? ;No intentarfan la vuelta a la humana especie, ellos que tan cerca estaban de las bestias inofensivas? @Serfa eterna su resignacién? Algo se estremecia en lo mds hondo de su set. Y sus ojos turbios no vertieron mas lagrimas. Y sus labios sellados no plafifan ya. Y sus manos prestas al perdén se crispaban en la sombra. Vagaban los indios mudos como esfinges en los contornos de las haciendas. Y en la soledad de la tarde, cuando los cerros se ponian lenta- mente oscuros, el apdstrofe despertaba las conciencias. No, no serfan mds indios cobardes, miserables esclavos. Serian hombres; hombres libres con la vista alta, la cabeza ergui- da, las manos prontas al apretén amistoso de igual a igual. ” Subrayado del editor. 64 La mujer que trabaja Es poco probable que haya otra mujer sobre la tierra que po- sea las virtudes hogarefias y sociales de la mujer andina. EI simbolo de la actividad femenina: la hilandera ambulante. Hace una jornada —cinco y seis leguas~ por los caminos y las sendas, por los villorrios y el despoblado, con el huso en mo- vimniento. Porta a las espaldas, junto con el crio, los productos que va a vender en Ia ciudad, o los menesteres con que retorna a su choza. Prepara los alimentos, cuida de sus hijos, de sus animalitos domésticos, el cuy solo a ratos visible, la gallina, el chancho, el perro. Teje la tela para el vestido de todos los suyos. Recorre el campo en pos de las yerbas aromaticas, de los yuyos comestibles, de las ramas secas para mantener el fuego. Escoge el estiércol de los corrales, la chala, la charamusca. En el kalcheo, deshoja el maiz. Auxilia al marido en las rudas faenas agricolas. En la noche, mientras duermen los nifios y conversa desde su cama el esposo, ella no deja en inercia sus manos laboriosas: el maiz tierno, la quinua, el trigo, salen de sus dedos, grano a grano, libre de cuticula, listo para preparar el potaje cotidiano. Cuando el varén es perseguido, ella lo reemplaza en todas las tareas. No teme al trabajo; apenas se fatiga. Siempre dispuesta al esfuerzo, con la sonrisa en los labios, toda la bondad del alma se le asoma a los ojos tranquilos. Solicita, cuidadosa, tierna, jamds pronuncia una palabra de 73 disgusto. Resignase a su suerte; y cuando el marido ebrio la gol- pea, comprende que pronto cambiard golpes por caricias. Ani- mosa, valiente nada le intimida; tras de sus llamas cargadas de lefia que ella ha recogido del monte o de papas que ha escarbado con sus manos, llega a la ciudad, realiza su negocio y vuelve a su ayllu, a cualquier hora del dfa o de la noche. La india que se ur- baniza no pierde sus cualidades econémicas. Ella, en el mercado, en la tienda, en el empleo, trabajara incansable, y pondrd todo el dinero a disposicién de su «Amancio», algtin mestizo vago y vicioso... 4 ¥ El andinismo es el amor a la tierra, al sol, al rio, a la montafia. Es el puro sentimiento de la naturaleza. Es la gloria del trabajo que todo lo vence. Es el derecho a la vida sosegada y sencilla. Es la obligacién de hacer el bien, de partir el pan con el hermano. Es la comunidad en la riqueza y el bienestar. Es la santa fraternidad de todos los hombres, sin desigualdades, sin injusticias. El andinismo es la promesa de la moralidad colectiva y personal, la poderosa, la omnipotente reaccién contra la podredumbre de todos los vicios que va perdiendo a nuestro pais. Proclama el andinismo su vuelta a la pureza primitiva, el candor de las almas campesinas. Andinismo es agrarismo: es el recorno de los hijos prédigos al trabajo honesto y bendito bajo el gran cielo. Es la purificacién por el contacto con la tierra que labraron con sus manos nuestros viejos abuelos los Incas. Solo una gran virtud personal; un titdnico esfuerzo de moralidad puede salvarnos. 203

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